RESUMEN

La noción de bienes comunes se ha reintroducido en el vocabulario jurídico-político contemporáneo, pero hay muchas confusiones acerca de su significado. En este artículo se ofrecen algunos criterios clasificatorios que pueden ser útiles para distinguir usos diversos del concepto. Se diferencia entre concepciones naturales y sociales de los bienes comunes, y entre concepciones localistas y globalistas. A continuación, se hace un análisis de estas tensiones conceptuales en relación con la inclusión de los derechos de la naturaleza y los bienes comunes naturales en la Convención Constitucional chilena de 2022. Se concluye con un ensayo de respuesta a la aporía local/global de los bienes comunes, apoyándonos en la idea de lo «terrestre» de Bruno Latour.

Palabras clave: Bienes comunes; bienes comunales; derechos de la naturaleza; antropocentrismo; anticapitalismo; sistemas socioecológicos; democracia; soberanía.

ABSTRACT

The notion of commons has been reintroduced into the contemporary legal-political vocabulary, but there is much confusion about its meaning. In this article I attempt to offer some classificatory criteria that may be useful in distinguishing diverse uses of the concept. A distinction is made between “natural and social” approaches to the commons, and between “localist and globalist” conceptions. This is followed by an analysis of these conceptual tensions in relation to the inclusion of the rights of nature and the natural commons in the Chilean Constitutional Convention of 2022. It concludes with a response to the local/global aporia of the commons, based on Bruno Latour’s idea of the “terrestrial”.

Keywords: Commons; common goods; rights of nature; anthropocentrism; anticapitalism; socioecological systems; democracy; sovereignty.

Cómo citar este artículo / Citation: Lloredo Alix, L. (2024). Derechos de la naturaleza y bienes comunes naturales: análisis de algunas tensiones conceptuales a la luz del caso chileno. Revista de Estudios Políticos, 204, 241-‍275. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.204.08

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Cada vez es más habitual oír hablar de bienes comunes, procomún, comunes, commons u otras expresiones afines. En efecto, el lexema de lo común parece haberse reintroducido en la retórica política y académica tras varias décadas de ostracismo. Por un lado, el estandarte de lo común quedó proscrito tras el derrumbe de la Unión Soviética, cuyas atrocidades contribuyeron a deslegitimar la ideología comunista. Y ello pese a que, en realidad, hayan existido cientos de comunismos, muchos de ellos en abierta oposición a la praxis y también a la teoría de las sucesivas élites dirigentes de la URSS. Por otro lado, las apelaciones a lo comunitario parecieron desaparecer de la gramática político-jurídica durante los años de la hegemonía neoliberal, condenadas como expresiones trasnochadas, insostenibles o vacías de contenido. No olvidemos que el horizonte del neoliberalismo era «desmantelar la política y la sociedad» (‍Brown, 2021: 57 y ss.), concebidas poco menos que como figuras mitológicas o entelequias carentes de referente en el mundo real. Si tal cosa se afirmaba de lo político o de lo social, imaginemos cuán inaceptable podía resultar la idea de lo común en dicho esquema, a no ser que lo comunitario se encarnase en instituciones tradicionales, como la familia, el ejército o las congregaciones religiosas (‍Cooper, 2020).

No debe llevarnos a error el aparente florecimiento del comunitarismo en su debate con el liberalismo, que ocupó buena parte del escaparate filosófico-político de los años noventa. Como ha mostrado Roberto Esposito, la oposición entre individuo y comunidad que subyacía a esta polémica se movía dentro de una misma pauta identitaria: el individuo y la comunidad como entidades fijas, como sujetos de una pieza que, simplemente, operaban en escalas distintas (‍Esposito, 2012: 22-‍23). Así vista, la comunidad no era sino un macrosujeto con intereses, deseos y preferencias perfectamente delimitados, que entraba en colisión con otros sujetos —individuales o colectivos— en el tráfico político-económico, del mismo modo que lo hacían los consumidores en sus relaciones interpersonales o en sus demandas frente al Estado. La versión de lo comunitario que se destilaba de este presunto antagonismo no era sino la confirmación de una concepción neoliberal de la vida social, que entendía lo político como una pugna entre identidades cerradas que compiten por posicionar sus intereses particulares, pero que realmente no ponen en común, no cooperan y no deliberan: mónadas frente a mónadas, aunque algunas de esas mónadas estén compuestas por otras mónadas en su interior.

En este sentido, el resurgir de las apelaciones a lo «común» de Laval y Dardot, los «bienes comunes» de Elinor Olstrom, el «commoning» de Peter Linebaugh, Silvia Federici o Silke Helfrich, los «entramados comunitarios» de Raquel Gutiérrez, el comunalismo de Murray Bookchin o el gobierno comunal de Gladys Tzul-Tzul —entre otros «nuevos comunalismos» que podríamos señalar (‍Almazán y Bárcena, 2023)— responde a un nuevo paradigma que se ha instalado en las últimas décadas. Un nuevo paradigma que, por supuesto, dialoga con viejas tradiciones como las del comunismo y el comunitarismo, pero que no es una mera repetición de los gestos y los proyectos de aquellas orientaciones. Hay en todas estas propuestas una inquietud por desligar lo común del Estado, rechazando la identificación, típicamente socialdemócrata, entre políticas sociales y políticas estatales, pero también por reaccionar contra el orden del mercado capitalista. Hay, además, una cierta tendencia a reconfigurar los comunes según una lógica deliberativa (‍Del Buey y Madorrán, 2022), que entiende lo común como un principio de acción colectiva comprometido con formas densas de democracia y no como la enésima reivindicación de sujetos colectivos cuyos integrantes están vinculados entre sí mediante lazos de copertenencia identitarios, ya sean de tipo étnico, religioso o cultural. En suma: lo común del comunalismo contemporáneo no es necesariamente un punto de partida, sino un punto de llegada, y busca abrirse paso frente a la disyuntiva de lo público y lo privado. Por eso, estas corrientes prefieren hablar de bienes comunes en vez de bienes públicos, en el entendido de que estos últimos se han hecho coincidir con los bienes estatales, circunscribiendo y empobreciendo el ámbito de lo público al terreno del Estado.

Ahora bien, esta resurrección de lo común ha propiciado un inevitable caos terminológico. Es habitual tropezarse una y otra vez con discusiones que no avanzan porque los participantes manejan ideas muy distintas de los comunes. Por eso, resulta imprescindible un mínimo desbroce conceptual (§II), que realizaré a continuación en tres etapas: primero expondré las diferencias entre bien común, bienes comunes y bienes comunales (§1). Después identificaré varias corrientes que, aun aceptando la noción de bienes comunes en sentido estricto, defienden teorías muy distintas (§2). Proseguiré con una depuración aún mayor, deslindando entre dos pares de concepciones de los bienes comunes: «locales y globales», por un lado, y «naturales y sociales», por otro lado (§3). A continuación, trataré de analizar cómo estas contradicciones se filtraron en los debates de la Convención Constitucional chilena de 2022 (§III). Por último, ensayaré una conclusión que pretende salir al paso de algunas aporías a las que condujo dicho proceso constituyente (§IV).

II. DESBROZANDO LA NOCIÓN DE BIENES COMUNES[Subir]

1. Bien común, bienes comunes y bienes comunales[Subir]

1.1. El bien común[Subir]

En el discurso político, pero también en muchos debates académicos, sigue habiendo una notable confusión entre bien común y bienes comunes. El concepto de bien común es tan viejo como la política misma y tiene una profunda raigambre en la filosofía occidental. Lo encontramos en Platón y en Aristóteles, que lo entendían como el telos de la comunidad política, como una suerte de principio regulador hacia el que esta debía tender. Desde aquella tradición se prolonga hasta la obra de Tomás de Aquino, que lo consagra como uno de los elementos de la doctrina teológica de la Iglesia, y termina recalando en iusnaturalistas contemporáneos como John Finnis (‍2011: 134 y ss.). Ahora bien, la noción de bien común se encuentra también en otras concepciones no necesariamente religiosas. Sucede así, por ejemplo, con la corriente eudemonista característica de la cultura germánica, que entendía la felicidad como objetivo final del gobierno y que, por ende, le atribuía a este la potestad de legislar de modo paternalista en favor del bienestar de sus súbditos. Se trata de una orientación que tuvo exponentes destacados en Gottfried Leibniz o Christian Wolff y que quedó truncada tras la contribución de Kant, pero que reemerge más tarde en el contexto anglosajón, de la mano del utilitarismo. Desprendida de ciertos resabios organicistas que subyacían a muchas teorías eudemonistas, el utilitarismo retoma las ideas de felicidad y bienestar como objetivos de la vida colectiva y los erige en baremo para medir la idoneidad o falta de idoneidad de leyes o políticas públicas. Por si fuera poco, la noción de bien común ha sido recuperada por numerosos autores republicanos o comunitaristas, como Michael Sandel, que lo reivindican como un principio alternativo al individualismo metodológico de la tradición liberal (‍Sandel, 2011: 277-‍304).

Si algo caracteriza a todas estas declinaciones del concepto de bien común, es que aspiran a encontrar un horizonte de acción compartido por todas las personas y los grupos que forman parte de una sociedad. En ese sentido, la de bien común se asemeja a otras nociones también célebres en la historia del pensamiento como las de voluntad colectiva o interés general. La idea sería la siguiente: frente a la sociedad concebida como suma de sujetos individuales, cada uno de los cuales persigue sus propios fines en solitario, sin interacción con los demás, es necesario definir un conjunto de objetivos y de consensos comunes a todos, una bitácora compartida. Más aún si, como se asume en casi todas estas corrientes, existe una tendencia natural a generar lazos sociales con los demás. Dependiendo de cada época y cada orientación concreta, la persecución de ese bien común se encomienda a una u otra entidad —el Estado, la Iglesia, la deliberación pública—, y existe un mayor o menor optimismo respecto a la posibilidad de identificar con precisión semejante horizonte regulativo. Resulta igualmente variable el grado de conflicto o de armonía que se le atribuye a ese proceso por el cual se define el bien común, y también es diverso el contenido que se le otorga a dicha rúbrica: desde concepciones más bien densas, como la de Tomás de Aquino, a concepciones abiertas y flexibles, como la de Sandel. Pese a todas estas diferencias, el concepto de bien común se mantiene relativamente estable: se trata de un ideal al que debería tender toda sociedad justa, e implica concebir a la sociedad como un todo capaz de tejer un proyecto colectivo, no como un mero agregado de preferencias particulares.

1.2. Los bienes comunes[Subir]

Al contrario, la idea y el proyecto de los bienes comunes no apela a ningún principio regulativo que pueda superponerse a las individualidades, ni a una suerte de común denominador que aglutine armónicamente los intereses de toda una colectividad, sino que opera desde abajo hacia arriba. Define como bienes comunes, en plural, a una enorme variedad de recursos (lagos, bosques, caminos) o de proyectos colectivos (una granja, una pesquería, un huerto urbano), que impliquen algún grado de autoorganización colectiva, y que escapen de la lógica bipolar público/privado: un bosque o un huerto urbano serán bienes comunes en la medida en que la gestión de tales espacios sea colectiva, se orqueste mediante procedimientos democráticos participativos, se prevean fórmulas de libre uso y acceso y los bienes en cuestión no sean objeto de mercantilización ni de apropiación estatal. Frente al concepto de bien común, que es una idea abstracta, los bienes comunes son instituciones tangibles que involucran comunidades concretas, bienes definidos y reglas de organización específicas para el gobierno de tales bienes. Frente a la noción vertical del bien común, que se erige en una especie de guía o criterio para la actividad del Estado, los bienes comunes se construyen comunitariamente, mediante la participación de grupos de personas que se involucran en una actividad colectiva, con independencia del Estado y del mercado.

Por supuesto, el elenco de bienes comunes es largo y susceptible de ampliación: desde comunes naturales como ríos, playas, campos o glaciares, hasta comunes del conocimiento softwares de código abierto, libros y materiales audiovisuales con licencia de Creative Commons—, pasando por comunes urbanos como plazas, parques o jardines. En realidad, como afirma la mayoría de estos enfoques, no existe una nómina tasada de cosas o esferas que sean por definición bienes comunes, sino que muchas áreas de la actividad humana pueden ser concebidas y organizadas como tales. Aunque en la literatura secundaria se han propuesto numerosas caracterizaciones, casi todas coinciden en que, para poder hablar de un bien común, debemos contar con los siguientes cinco elementos: 1) un bien, recurso, espacio o actividad en concreto, que sería algo así como el objeto; 2) una comunidad de personas organizadas para usar y gestionar el objeto anterior, que podríamos calificar como el sujeto; 3) un conjunto de normas que regulen la cooperación de dicha comunidad en torno a dicho bien de forma democrática (‍Marella, 2017: 66-‍67); 4) una reglamentación de uso que prevea fórmulas de libre acceso, y 5) una orientación del entramado anterior a la satisfacción de necesidades, y no al lucro en el marco de un mercado competitivo. Como puede intuirse, con estos mimbres cabe imaginar muchos tipos de bienes comunes, que pueden establecerse respecto de numerosos aspectos de la vida social.

Precisamente como consecuencia de esta fuerza expansiva, en los últimos años se han producido varios intentos de neutralizar la idea de los bienes comunes a través de su encaje en el concepto de bien común. Como es obvio, existen puentes entre estas dos tradiciones, puesto que ambas creen en la necesidad de ir más allá de una política entendida como agregación de preferencias individuales, y ambas consideran urgente restaurar una esfera pública en la que se debatan y decidan aspectos de la vida colectiva. En ese sentido, tanto las apelaciones al bien común de autores republicanos, como los proyectos benecomunistas —así es como se conocen las doctrinas y las prácticas de los bienes comunes en Italia (‍Mattei, 2015)— se asientan en el caldo de cultivo de un mundo corroído por el individualismo desaforado al que nos empujó el proyecto neoliberal. Sin embargo, existen notables diferencias entre ambas y conviene evitar la tentación de equipararlas. Pueden detectarse al menos tres clases de neutralización y/o reduccionismo.

Por un lado, tenemos un reduccionismo teológico, representado en la Encíclica Laudatio Sì, del año 2015, en la que el papa Francisco trató de reconducir las reivindicaciones de los bienes comunes a la clásica idea tomista del bien común (‍Francisco, 2015); una operación intelectual audaz, ya que, desde 2011 en adelante, las movilizaciones en favor de los bienes comunes fueron particularmente intensas en Italia a resultas del intento de Silvio Berlusconi de privatizar el servicio público de agua. Así es como podemos encontrar, jalonadas por toda la encíclica, apelaciones al cuidado de los «lugares comunes» en las ciudades, a la regulación de los «bienes comunes globales» en el ámbito internacional o a la consideración del «clima como bien común», junto con otras alusiones al bien común en su variante cristiana: «el amor a la sociedad y el compromiso por el bien común son una forma excelente de la caridad» (parágrafo 231).

Por otro lado, tenemos un reduccionismo economicista, representado por Christian Felber, que lleva varios años proponiendo un nuevo modelo de organización social, superador de la «dicotomía entre comunismo y capitalismo» y basado en lo que él denomina la «matriz del bien común». Se trataría de reorientar las prioridades empresariales, cuya actividad productiva debería subordinarse a la satisfacción de una serie de ítems relacionados con la justicia ecológica y social, la democracia, la solidaridad global y la igualdad de género. En la medida en que la actividad de una empresa lograse puntuar bien en dicha matriz, a través de prácticas productivas, salariales, organizacionales, de financiación, de suministros, de importaciones, etc., coherentes con la satisfacción de una serie de criterios de justicia, obtendría bonificaciones que, a su vez, le incentivarían a persistir en tales prácticas. Felber menciona los bienes comunes de vez en cuando, pero no los identifica como una idea o institución autónoma, sino como una faceta de un modelo de sociedad más amplio —que él denomina «la economía del bien común»— al que estos podrían contribuir, junto con otros mecanismos como el de la banca pública, la renta básica universal u otros (‍Felber, 2012: 135 y ss.).

Por último, tenemos un reduccionismo filosófico, representado por Ermanno Vitale, que se ha mostrado enormemente crítico con la expansión del discurso de los bienes comunes, al que achaca vaguedad conceptual e inmadurez política, y que él propone sustituir mediante la recuperación de la noción de bien común en singular. En su opinión, la solera y solidez filosófica de esta última tradición la hacen preferible respecto a las veleidades de las teorías de los bienes comunes, cuyas indefiniciones y debilidades institucionales hacen que sean inanes —incluso contraproducentes— frente a las amenazas globales que tenemos que atender (‍Vitale, 2013).

1.3. Los bienes comunales[Subir]

Por si todo lo anterior fuera poco, la maleza semántica de lo común también se enreda a veces con la expresión bienes comunales. La de bienes comunales es una noción antiquísima, que encontramos en numerosos textos jurídicos, incluida la Constitución española en su art. 132. En el Reglamento de Bienes de las Entidades Locales, de 1986, se define a los bienes comunales como bienes de dominio público —es decir, pertenecientes al Estado—, pero «cuyo aprovechamiento corresponde al común de los vecinos» (art. 2). Se trata de una forma de propiedad colectiva en la que se prescribe el uso del bien por parte de todos los vecinos del municipio donde este se encuentre, de acuerdo con las reglas consuetudinarias del lugar, y que se encuentra blindado mediante la prohibición de su embargo o su enajenación (art. 5).

Esas son sus notas definitorias en la actual legislación española, pero se trata, en realidad, de un tipo de relación con la tierra de muy larga data, basada en los principios de uso y cuidado colectivo, en vez de en el carácter absoluto y excluyente que caracteriza a la propiedad privada. La propiedad comunal fue el régimen socioeconómico dominante durante buena parte de la historia humana hasta el advenimiento del capitalismo, que inició el famoso proceso de «cercamiento» de los campos, montes y ríos que antaño gozaron del estatus de bienes comunales (‍Polanyi, 1989: 149 y ss.). Es un proceso que abarcó varios siglos y que, hacia finales del siglo xix, había propiciado que los bienes comunales quedaran convertidos casi en un vestigio. No es casual que fueran dos grandes juristas de dicha época, Rafael Altamira y Joaquín Costa, quienes mejor documentaron en España la historia de aquel tipo de propiedad: ambos alimentaban el deseo de mantenerla viva contra el espíritu de los tiempos, como antídoto frente a una sociedad industrial-capitalista que estaba entronizando una idea monolítica del individuo y dilapidando un enorme caudal de experiencias valiosas de organización colectiva (‍Altamira, 1890; ‍Costa, 1912).

Dada su naturaleza consuetudinaria, encontramos muchos tipos de bienes comunales: el auzolan vasco, la andecha asturiana, los fetosines segovianos, la minga andina, el tequio mexicano, la Gewere germánica, etc. Cada una de ellas responde a finalidades distintas y está organizada mediante reglas muy variadas. Además, lo que se entiende por bienes comunales difiere en cada región. Si para el derecho español actual los bienes comunales se conciben como partes del territorio sujetas a un régimen especial de propiedad, para varias poblaciones costeras del sur de Chile los bienes comunales también son algunos frutos de la naturaleza —algas, murtillas, nalcas—, independientemente de que se encuentren en propiedades públicas o privadas (‍Cid et al., 2024). Por otra parte, y esto es aún más importante, los bienes comunales no tienen por qué ser porciones del territorio, ni formas de reparto de la tierra, ni tan siquiera los frutos derivados de esta, sino que, a menudo, se trata de instituciones de trabajo colaborativo o apoyo mutuo. La andecha, por ejemplo, consiste en la asociación de varias comunidades para faenar en beneficio de algún vecino necesitado —por enfermedad, viudedad u otras causas—, y la minga es una obligación de trabajo colectivo que suele accionarse para llevar a cabo tareas particularmente pesadas, como mudanzas o desbroces. En definitiva, los bienes comunales no son siempre objetos materiales, sino también —y sobre todo— los vínculos sociales y los deberes recíprocos que se tejen entre los miembros de una comunidad.

Este último rasgo hace que la noción de bienes comunales y la de bienes comunes tengan puntos de intersección. En efecto, buena parte del activismo y la investigación acerca de los bienes comunes lleva bastante tiempo subrayando que la clave de este tipo de instituciones no se halla en el sustantivo bien, sino en el adjetivo común; no en la cosa, sino en la actividad colaborativa que se organiza alrededor de la cosa. La literatura anglosajona suele utilizar el verbo commoning para denominar a esta característica, desde que el historiador Peter Linebaugh acuñara dicha expresión en su libro de 2008 sobre la Carta Magna (‍Linebaugh, 2013). La idea subyacente a este giro terminológico coincide con lo que acabo de mencionar respecto a algunos bienes comunales como la minga o la andecha: lo que hace de algo un bien común no son determinadas características intrínsecas del objeto, sino el hecho del commoning —la comunalización—, enraizado a su vez en una comunidad que toma la decisión de organizarse de forma autónoma, es decir, mediante una autogestión independiente del Estado y del mercado. En este sentido, las afinidades entre bienes comunes y comunales son bastante mayores que entre bien común y bienes comunes. Mientras que estas dos últimas expresiones significan cosas distintas, los comunes y los comunales se solapan a menudo. Aunque cabrían algunos matices que no es posible desarrollar en este artículo, podría decirse que todo bien comunal es un común, pero no a la inversa, puesto que el universo de los bienes comunes es más amplio.

Como ya habrá podido intuirse, las instituciones comunales son reminiscencias de sociedades fundamentalmente agrícolas y se manifiestan en procesos ligados al manejo de la tierra. Los bienes comunes, en cambio, abarcan una cantidad mucho mayor de fenómenos: por ejemplo, los comunes digitales, ya señalados antes, pero también cosas tales como los frutos de la investigación —pongamos, vacunas y medicamentos (‍Krikorian 2022)— o servicios públicos básicos como el transporte, la sanidad o la educación (‍Laval y Dardot, 2015). Este último punto es debatible y excede el objeto de este artículo, pero baste decir que, para algunos enfoques, sería posible reconceptualizar y rediseñar los clásicos servicios públicos en términos de bienes comunes mediante la habilitación de canales de cogestión ciudadana y fórmulas destinadas a blindarlos frente a su mercantilización.

2. Diversas concepciones de los bienes comunes[Subir]

Hasta aquí una primera clarificación semántica. Sabemos ya qué significa la expresión bienes comunes y por qué no debemos confundirla con la de bien común o bienes comunales. Ahora bien, las cosas distan de ser claras porque existen muchas concepciones diversas de los bienes comunes. Eso hace que, aun empleando la misma palabra, sus referencias filosóficas y su alcance político sea dispar. La cantidad de teorías y movimientos que han enarbolado la noción de bienes comunes es tal que resulta imposible ofrecer un mapa comprehensivo y a la vez suficientemente plástico para dar cuenta de la pluralidad de usos existente. Sin embargo, aun a sabiendas de lo precario de las clasificaciones, distinguiré a continuación tres grandes familias, cada una de ellas impulsada por un posicionamiento ideológico diferente: la concepción socialdemócrata, la anarquista y la marxista.

2.1. Una clasificación ideológica de los bienes comunes: visiones socialdemócratas, anarquistas y marxistas[Subir]

Por un lado, tenemos varias orientaciones que han querido ver en los bienes comunes una forma de corregir la ceguera de eso que Bobbio llamó la «gran dicotomía» entre lo público y lo privado (‍Bobbio, 2001: 11 y ss.). Según esta disyuntiva, las cosas solo pueden ser públicas o privadas: o son de todos, y entonces es el Estado quien las gobierna, o son de particulares, y entonces quedan sujetas al libre intercambio entre privados. De acuerdo con la vulgata de la economía neoclásica, todos aquellos bienes que son de titularidad común estarían condenados a la desaparición, puesto que ningún usuario se haría verdaderamente cargo de su cuidado y ninguna institución podría sentar reglas coercitivas para salvarlos de la destrucción. Esta visión de las cosas, difundida por el ecólogo Garret Hardin bajo el nombre de «tragedia de los comunes», es la que después refutó la economista Elinor Olstrom en su célebre Governing the Commons (‍Ostrom, 1990), que marcó un hito en la teorización sobre los bienes comunes. A partir de entonces, empezaron a proliferar estudios que demostraban la factibilidad de arreglos institucionales comunitarios como una forma de complementar la tenaza tradicional de lo público y lo privado. Esta idea de los bienes comunes tiende a percibirlos como un complemento a las esferas del Estado y el mercado, y no como una impugnación radical de ambas instancias. De algún modo, lo que proponen estas teorías es oxigenar la teoría económica neoclásica y sugerir que existen márgenes para una organización comunitaria no estatal; formas de organización que, además, pueden contribuir a amortiguar las consecuencias ecológica y socialmente nocivas del capitalismo.

En este sentido, se trata de posiciones reformistas que no buscan abolir las estructuras básicas del capitalismo, pero que sí pretenden domesticarlo para hacerlo compatible con una serie de derechos sociales básicos. Se entiende, entonces, que fueran acogidas con beneplácito por figuras de la socialdemocracia como Stefano Rodotà (‍2014: 103 y ss.), que en su momento capitaneó un proyecto de reforma del código civil italiano. Esta reforma preveía la introducción de una nueva categoría de bienes comunes, junto a las rúbricas tradicionales de bienes públicos y privados, con el afán de proteger de manera reforzada una serie de elementos esenciales para la sostenibilidad del planeta —aire, agua, bosques, glaciares— y para la satisfacción de los derechos fundamentales. La propuesta de la Comisión Rodotà quedó lamentablemente truncada, pero dio pie a un reguero de movimientos y teorías que propusieron extender la noción de bienes comunes a un conjunto más amplio de ámbitos: la universidad, la ciencia, la cultura... Esta derivada, que encontró un referente en Ugo Mattei (‍Mattei, 2013), transitó hacia posiciones anticapitalistas y empezó a vislumbrar la posibilidad de comprender los comunes en clave expansiva y rupturista. Sin embargo, autores socialdemócratas, como Luigi Ferrajoli, han censurado esta tendencia: en su opinión, existen algunos bienes que deben ser comunes y que merecen un blindaje jurídico reforzado, pero solo si los entendemos como un conjunto modesto y tasado de cosas «empíricamente determinadas». De otro modo, a su juicio, se «anula la capacidad explicativa de la categoría» (‍Ferrajoli, 2022: 106).

Por otro lado, podemos identificar varias apelaciones a los bienes comunes desde la tradición libertaria. No debe olvidarse que el de comuna es un concepto bien asentado en la historia del pensamiento libertario. Por eso mismo, el anarquista contemporáneo Murray Bookchin decidió recurrir a dicho término para redefinir su propuesta política. En un contexto en el que la palabra de anarquismo se encontraba devaluada por los malos usos experimentados a lo largo de la historia reciente, lastrada por la decantación excesivamente individualista que le habían impreso ciertas corrientes personalistas, Bookchin luchó por reconstruir un anarquismo «social», empeñado en la organización colectiva y no solo en la transformación individual. Al mismo tiempo, a su modo de ver, era necesario diseñar esquemas institucionales más o menos estructurados, aunque flexibles, que permitieran salir del espejismo de visiones meramente «consensuales» de la organización política. Y encontró tal cosa en el municipalismo libertario, que más tarde denominó «comunalismo», entendido como «una política que busca en última instancia alcanzar la “comuna de comunas”. De esta manera, intenta proveer una alternativa de democracia directa y confederativa frente al Estado y una sociedad cada vez más burocratizada y centralizada» (‍Bookchin, 2015: 55).

En definitiva, Bookchin se adhería a una visión anticapitalista y antiestatista de los comunes, asumiendo estos como un principio político orientado a la comunalización gradual de todos los espacios de la vida, y no tanto como una serie de «bienes» concretos a gestionar. Propuso, además, establecer formas de relación confederal entre las diferentes comunas locales —barrios, pueblos, pequeñas y grandes ciudades—, hasta generar una red de comunas gobernadas de forma asamblearia, representadas mediante delegados revocables e interconectadas a través de instituciones federadas. Por complejo que nos parezca, lo cierto es que Bookchin se tomó el trabajo de reflexionar seriamente sobre posibles fórmulas para llevar los comunes más allá de la escala local. Como ha escrito David Harvey, «la de Bookchin es, con diferencia, la propuesta radical más sofisticada para abordar el problema de la creación y el uso colectivo de los comunes a través de diferentes escalas» (‍Harvey, 2012: 85).

Y tenemos, por último, un nutrido conjunto de teorías de inspiración marxista, entre las que encontramos, entre otros, los nombres de Silvia Federici, Massimo de Angelis, Raquel Gutiérrez, Christian Laval o Pierre Dardot. Todos ellos han sido críticos con las variantes estatistas del marxismo y, de hecho, se han agarrado al principio de lo común como alternativa frente a la idea del Estado como un centro de mando de la organización social. En líneas generales, lo que estas teorías ponen sobre la mesa es la necesidad de entender los comunes como «sistemas sociales» (‍De Angelis, 2017: 75 y ss.) y no como «entidades» concretas dotadas de ciertos rasgos que, supuestamente, harían de ellas bienes comunes. Lo común —emancipado ya de la noción de bien (Laval y Dardot, passim)— sería un proyecto o hipótesis de transformación social, con vocación expansiva, que busca conquistar espacios de organización, producción y reproducción autónomas frente a la tenaza de lo público y lo privado.

Desde esta perspectiva, los comunes no serían un mero complemento a los bienes privados o de titularidad estatal, sino una alternativa radical frente al Estado y el mercado, una suerte de principio instituyente que busca derribar el capitalismo a través de la creación de espacios de autoorganización (‍Federici y Caffentzis, 2014). Por eso, estas concepciones suelen preferir hablar de comunes a secas y subrayan con particular intensidad la idea de commoning. Surge así una visión creativa de los comunes, que permite, incluso, plantear la comunalización de esferas que nos hemos habituado a comprender como servicios públicos suministrados en exclusiva por el Estado. Esto es lo que Méndez de Andés, Hamou y Aparicio han denominado «devenir-común de lo público» (‍Méndez de Andés et al. 2020), un concepto que aspira a convencernos de que no solo hay terreno para comunalizar áreas que hoy están configuradas como privadas, sino que también se pueden introducir formas de autoorganización en ámbitos de gestión estatal. Evidentemente, esto exige una democratización intensa de procesos y administraciones que hasta ahora han funcionado mediante lógicas burocráticas y opacas, pero hay un margen considerable para la experimentación institucional.

2.2. Una clasificación conceptual de los bienes comunes: ¿naturales o sociales? ¿Locales o globales?[Subir]

Como puede imaginarse, la simplificación en la que he incurrido es drástica. Evidentemente, hay muchos matices y diferencias entre unas y otras teorías y podrían establecerse gradaciones complejas entre cada autor y cada corriente (‍Lloredo 2020; ‍Ramis 2017: cap. I).

Pensemos, por ejemplo, en el clásico eje de reforma-revolución: las concepciones anarquistas se ubicarían en el polo de la revolución, mientras que las socialdemócratas abrazarían la estrategia reformista. Las visiones marxistas, en cambio, se situarían a priori en el lado de la revolución, pero podrían bascular ocasionalmente hacia posiciones más o menos reformistas. Por otra parte, algunas teorías de los comunes no marxistas en sentido estricto, como la de David Bollier y Silke Helfrich, denuncian la propia validez de la dicotomía entre reforma y revolución (‍Bollier y Helfrich, 2020: 325 y ss.).

Pensemos en otra de las dualidades que se perfilaban en la clasificación anterior, la de capitalismo-anticapitalismo. Si bien la filiación anticapitalista de las posiciones libertarias y marxistas es clara, esto no siempre es tan evidente entre las concepciones socialdemócratas. Ferrajoli, por ejemplo, critica con frecuencia el capitalismo «salvaje», «financiero», «incontrolado», «desregulado» —habla incluso de «anarcocapitalismo» (‍Ferrajoli, 2022: 33, 39, 99, 107)—, pero no queda claro si impugna el capitalismo en general o solo alguno de sus presuntos desafueros.

Y pensemos, por último, en la clásica dicotomía entre estatismo y antiestatismo: ¿debe utilizarse el Estado como plataforma para crear comunes, protegerlos o promoverlos? Aquí los resultados son también asimétricos. Quedan claros el posicionamiento anarquista y el socialdemócrata, pero surgen muchas dudas respecto a las visiones marxistas: algunas autoras como Federici recelan del Estado como agente de comunalización, mientras que pensadores como Laval y Dardot miran con algo menos de pesimismo las posibilidades de una colaboración público-comunitaria. Al mismo tiempo, se da la paradoja de que un autor como Ugo Mattei, que es crítico con el estatismo de las corrientes socialdemócratas (‍Mattei, 2015), sí se muestra partidario del uso emancipatorio del derecho, en tanto que vehículo adecuado para generar y reproducir bienes comunes.

Son solo algunos ejemplos de las combinaciones y correlaciones que podrían trazarse entre las concepciones identificadas en el epígrafe anterior, cuando las contemplamos desde la lente de algunos criterios clásicos de la teoría política. Una vez más, lo que esto nos demuestra es que el paradigma de los comunes es poliédrico y que, por tanto, conviene hilar fino cuando lo enarbolamos: ni existe ni puede existir la teoría de los bienes comunes. Ahora bien, a la luz de los debates normativos que suelen emerger cuando nos planteamos la posibilidad de institucionalizar los comunes, vale la pena perfilar algunos criterios clasificatorios que nos coloquen en mejor posición epistémica para juzgar sobre la conveniencia de uno u otro tipo de regulación. Propongo diferenciar entre concepciones «naturales» y «sociales», y entre concepciones «localistas» y «globalistas» de los comunes.

En lo que se refiere a la primera distinción, es una divisoria que se desprende de elementos ya analizados. Por un lado, hemos visto teorías que entienden los bienes comunes como una serie de recursos o elementos materiales, cuya consideración como comunes se deriva de sus características ontológicas. Según esto, habría ciertas cosas que, por sus cualidades intrínsecas —es decir, por su naturaleza—, deben ser consideradas comunes: el aire, el sol, los océanos, la atmósfera o el clima. Se trata de tipos clasificatorios ideales, por lo que pueden producirse disonancias cuando los trasladamos a autores o corrientes concretos, pero, grosso modo, esta sería la concepción de los bienes comunes que encontramos en Ferrajoli. Las raíces de esta forma de entender los comunes son al menos dos.

En primer lugar, es una visión coincidente con el criterio del viejo derecho romano, que hablaba de las res communes omnium, a saber, las cosas que no pertenecen ni a los particulares ni a la comunidad política, sino a la humanidad en su conjunto. Aunque no queda claro si la lista de estos bienes era taxativa, el jurista Elio Marciano (siglo III d. C.) se refirió expresamente al aire, las aguas corrientes, el mar y su litoral (‍Míguez, 2014). En segundo lugar, esta antigua concepción romana se ha entrelazado con la sensibilidad ecologista contemporánea, haciendo brotar la intuición de que existen determinados bienes naturales que no pueden ser objeto de apropiación o mercantilización, so pena de incurrir en inmoralidades groseras (fundamentación ética) o en riesgo grave para la especie humana (fundamentación pragmática). No siempre se trata de posiciones plenamente conscientes, pero, en general, esta concepción de los comunes está vinculada a la convicción de que existen límites naturales —biosféricos o ecosistémicos— que no deben traspasarse y que, por lo tanto, exigen que algunos bienes esenciales sean definidos como inapropiables e inalienables.

Esta consideración natural de los comunes hace que sean percibidos como un catálogo fijo de cosas y que el debate respecto a qué es y qué no es un bien común sea de orden puramente empírico. En este sentido, la concepción natural de los comunes se opone frontalmente a las teorías del commoning, es decir, a aquellas que entendían los comunes como el fruto de una labor de comunalización, como un sistema «social» que involucra a una comunidad que se autorregula y decide gestionar determinados bienes de forma autónoma. No por casualidad, Ferrajoli prefiere la expresión «bienes vitales naturales» —aunque mantiene la nomenclatura de bienes comunes como subtipo—, y entiende por tales una serie cerrada de elementos, entre los que menciona «el aire, la integridad del medio ambiente, los equilibrios climáticos y el agua potable» (‍Ferrajoli, 2022: 106). El hecho de que Ferrajoli emplee el adjetivo «vitales» es sintomático de que maneja una concepción natural: los bienes no son comunes porque una comunidad de personas decida organizarse deliberativamente en torno al cuidado de un determinado recurso, sino porque la protección de este resulta esencial para el mantenimiento de la vida —suponemos que humana— en el planeta.

De este planteamiento se deriva una consecuencia importante a la hora de institucionalizar los bienes comunes, que tiene que ver con el grado de democracia que podemos exigirle a la regulación de tales bienes y con el papel que debe otorgarse a los científicos en su gestión. Si los bienes comunes son tales en virtud de sus características naturales, entonces no cabe plantear ningún debate democrático respecto a qué conviene considerar como común. Menos aún cabe exigir que se orquesten procedimientos democráticos de gobernanza de tales bienes, puesto que nada —o muy poco— habrá que discutir al respecto. La definición de qué son bienes comunes dependerá de una serie de parámetros biofísicos que la ciencia de la ecología estará llamada a determinar, y las formas de tutela deberán encomendarse a cuerpos de especialistas, que decidirán las políticas necesarias para protegerlos mediante el criterio experto. Por ejemplo, la cuestión respecto a si el Mar Menor puede o no puede considerarse un bien común debería recaer en los científicos y no en los municipios ribereños o los movimientos sociales implicados en su defensa[2]. Corremos así el consabido riesgo tecnocrático que, de hecho, ya recorre buena parte de los debates actuales en ecología: ¿podemos sacrificar la democracia en nombre de consideraciones científicas que no traten de acompasarse con los ritmos y las dinámicas deliberativas de las comunidades humanas?

La segunda distinción que me gustaría proponer diferencia entre concepciones localistas y globalistas de los bienes comunes. Probablemente, este es uno de los criterios que más conviene retener porque permite distinguir enfoques enormemente dispares. Las que denomino como localistas serían aquellas teorías que conciben a los comunes como el fruto de labores de comunalización activa por parte de los miembros de un grupo humano que establece formas de trabajo, cuidado y gobernanza alrededor de un determinado recurso: un huerto urbano, una cooperativa de vivienda, un bosque autogestionado... Todos estos, entre otros ejemplos posibles, serían casos de comunes locales. En cambio, las concepciones globalistas de los comunes son todas aquellas que abanderan el discurso de los «bienes comunes globales», los «bienes comunes de la humanidad», «el patrimonio común de la humanidad» u otras expresiones análogas. El discurso de los bienes comunes globales ha sido particularmente utilizado en relación con cuestiones ambientales. Una vez evidenciada la naturaleza planetaria del desafío ecológico, y teniendo en cuenta que la estabilidad de los ciclos atmosféricos depende de cadenas de retroalimentación biogeofísicas a escala global, han ido creciendo los llamamientos a respetar una serie de bienes naturales que se califican como universales. En este sentido, es significativa la concomitancia entre varios de los nueve «tipping points» (puntos de no retorno) definidos por la ciencia de la ecología (‍Lenton et al., 2008) y las apelaciones a tutelar jurídicamente determinados elementos de la biosfera como bienes comunes de la humanidad: la Antártida, la Amazonía, el permafrost, los bosques boreales, el hielo ártico, los arrecifes de coral, etcétera.

Si nos fijamos bien, lo que está ocurriendo es que en el primer caso se identifican comunidades concretas como sujeto de los bienes comunes, mientras que en el segundo caso se postula a la humanidad entera como sujeto de tales bienes. Eso produce varias disonancias con consecuencias preocupantes para las políticas socioecológicas. Sin ánimo de exhaustividad, señalo tres de ellas a continuación:

  • a)En primer lugar, la hipóstasis de la humanidad como sujeto de un presunto bien común global tiende a producir la usurpación de los bienes comunes locales. Por ejemplo, si definimos a la selva amazónica como un bien común de la humanidad, estamos atribuyendo a la especie humana la titularidad de un bien que, sin embargo, debería corresponder a las comunidades que viven de facto en tal ecosistema. Además, se da la paradoja de que, en general, no son estas comunidades quienes han contribuido a su destrucción, con lo que la usurpación resulta doblemente sangrante: la humanidad hegemónica, responsable de la destrucción de bienes naturales estratégicos, ratifica jurídicamente el expolio de tales bienes a sus comunidades en nombre de la salvación de un planeta que estas comunidades no han contribuido a dañar.

  • b)La noción de bienes comunes de la humanidad —también la de bienes comunes globales (‍Chakrabarty, 2022: 123 y ss.)— incurre en un marcado antropocentrismo. Tratar de remediar el colapso ecosocial mediante categorías que reinciden de modo particularmente intenso en la cosmovisión causante del problema no parece una estrategia muy aconsejable. Además, las cosmovisiones localistas de los comunes —que tienden a quedar fagocitadas por la consagración del enfoque globalista— suelen estar epistémicamente mejor pertrechadas para abordar con eficacia el reto socioecológico. Pensemos, por ejemplo, en aquellas culturas indígenas que rechazan el dualismo naturaleza/cultura y que, por tanto, no establecen relaciones de supremacía, sino más bien de complementariedad y reciprocidad con la naturaleza (‍Ávila, 2011: 55-‍60).

  • c)Al erigir a la humanidad como sujeto universal, se lleva a cabo una abstracción conceptual difícilmente compatible con las formas mediante las que construimos nuestra identidad. Podemos identificarnos con espacios en los que tenemos alguna clase de enraizamiento; también podemos hacerlo con culturas ajenas, si es que accedemos a ellas a través de un ejercicio de inmersión y empatía con sus prácticas. En cambio, identificarse con una humanidad abstracta es algo prácticamente condenado al fracaso, a no ser que lo hagamos con base en una suerte de «miedo colectivo a la extinción» (‍Braidotti, 2020: 98 y ss.). Ahora bien, esto acarrea otros problemas: por un lado, construir comunidades sobre la base del miedo es una estrategia que han utilizado históricamente muchos autoritarismos, y puede conducir a variantes de ecofascismo no deseables; por otro lado, la extinción no es un futurible percibido como real por los humanos actualmente existentes, con lo que ni siquiera es probable que el mecanismo de identificación funcione (‍Chakrabarty, 2022: 81 y ss.).

III. LOS BIENES COMUNES EN LA CONVENCIÓN CONSTITUCIONAL CHILENA[Subir]

El 4 de septiembre de 2022 tuvo lugar el «plebiscito de salida» de un proceso constituyente desencadenado por las protestas que en Chile se conocen como el «estallido social». Tras varios meses de movilizaciones, que pusieron en jaque a las instituciones del Estado y mostraron la necesidad urgente de un cambio de régimen político, se dio inicio a un proceso constituyente de características inusuales en el constitucionalismo comparado: fue capitaneado por una Convención Constitucional que, pese al nombre, tenía muchos rasgos de una asamblea constituyente (‍Dardot, 2023: 155 y ss.), y que trató de cumplir con estándares democráticos mucho más exigentes de lo habitual en este tipo de procesos.

La Convención estaba integrada por un alto número de ciudadanos no pertenecientes a ninguna formación política tradicional (solo el 36 % venía de partidos), procedentes de diversas profesiones (solo un 40 % eran juristas), con plena paridad de género (78 hombres y 77 mujeres) y con un cupo de 17 escaños reservados en exclusiva para representantes de pueblos originarios (que también podían acceder a escaños de la cuota general). Además, el proceso arrancó con un plebiscito en el que se apostó por la fórmula participativa que acabo de describir y todos los miembros de la Convención fueron elegidos mediante sufragio universal. Por si fuera poco, la labor de la Convención se desplegó a través de un proceso deliberativo sin parangón en la historia del constitucionalismo. Este proceso involucró, entre otras cosas, «iniciativas populares de norma», «encuentros ciudadanos» y un trabajo sectorial organizado mediante comisiones temáticas, que iban realizando propuestas de articulado al Pleno de la Convención; el Pleno, por su parte, deliberaba en torno a dichas propuestas y las aprobaba, las rechazaba o las devolvía con correcciones o propuestas de mejora que después debían ser trabajadas de nuevo en el seno de cada comisión. En suma, pese a sus deficiencias, fue un proceso altamente participativo y deliberativo (ibid.: 213 ss.).

Lo interesante a nuestros efectos es que, desde bien temprano, se tuvo la convicción de que era necesario consagrar la noción de «bienes comunes naturales» en el texto. De hecho, se designó una comisión específica para ello —la número 5—, denominada Comisión de Medio Ambiente, Derechos de la Naturaleza, Bienes Naturales y Modelo Económico. La intuición era poderosa: una comisión encargada de lidiar, al mismo tiempo, con el modelo económico, los bienes comunes y los derechos de la naturaleza. Era una apuesta luminosa por varias razones, de las que me gustaría subrayar dos:

  • a)Para empezar, se quería constitucionalizar los derechos de la naturaleza, emulando los ejemplos de Ecuador y Bolivia de finales de los años dos mil, pero añadiendo un elemento que no estuvo presente en aquellos procesos: el de los bienes comunes. Esto es relevante, porque esa inclusión pretendía complementar los derechos de la naturaleza mediante garantías más sólidas.

  • b)Además, se ligaba el establecimiento de los derechos de la naturaleza y de los bienes comunes a un cambio de modelo económico, seguramente con la intención de no incurrir en una consagración vacía de tales categorías, a sabiendas de que en el constitucionalismo andino precedente se había producido una cierta desconexión entre la proclamación de los derechos de la naturaleza y la persistencia de un modelo productivista tradicional (‍Acosta, 2016).

Los debates que se produjeron en el seno de la Convención fueron prolijos, por lo que sería imposible levantar acta de todos ellos. Sin embargo, es un buen caso de estudio para mostrar cómo las tensiones conceptuales esbozadas en el epígrafe anterior se ponen de manifiesto en la práctica. Las discusiones fueron de muy distinta índole, pero me centraré a continuación en las dos dualidades analizadas anteriormente: la divisoria entre aproximaciones «naturales» y «sociales» a los bienes comunes, así como entre concepciones «localistas» y «globalistas»[3].

1. ¿Bienes naturales comunes o bienes comunes naturales?[Subir]

Una de las primeras cuestiones que se pusieron sobre la mesa fue la de qué nombre darle al concepto. ¿De qué se estaba hablando, de bienes naturales comunes, o de bienes comunes naturales? Detrás de esta aparente nimiedad subyacían diferencias teóricas de calado, que en el fondo eran reflejo de discrepancias teóricas e ideológicas. Pese a varios vaivenes terminológicos en las deliberaciones iniciales, el primer documento relevante emanado por la Comisión, fechado el 2 de febrero de 2022, se decantó por la expresión «bienes comunes naturales». Esto podría indicar que se adoptaba una concepción social de los mismos, puesto que natural se convertía en adjetivo del lexema principal (bienes comunes). En cambio, si se hubiera optado por lo contrario, la palabra común habría sido el adjetivo del concepto nuclear (bienes naturales).

Sin embargo, la fundamentación que podemos leer en la propuesta contradice esta primera impresión. Se habla de superación del antropocentrismo, de crisis ecológica y climática, de conflictos socioecológicos y, a continuación, se definen los bienes comunes como «aquellos que la naturaleza ha hecho comunes a todas las personas». Es la naturaleza, por tanto, quien hace que determinadas cosas sean comunes, no las poblaciones humanas. Según el mismo informe, esos bienes comunes naturales son el sustento de «los ecosistemas, sus ciclos, la biodiversidad y el Buen Vivir actual y de las futuras generaciones». O sea, se hace depender la protección de los ecosistemas de una serie de elementos materiales —los bienes comunes naturales—, cuya salvaguarda garantiza el «buen vivir» de las generaciones presentes y futuras, incluyendo no solo a la humanidad, sino también a la biodiversidad. Finalmente, se remata con una frase aún más rotunda: «Los comunes no fueron producidos ni fabricados por ningún ser humano, sino que existen debido a procesos naturales» (Comisión 5, 1.ª propuesta).

Como puede verse, los constituyentes tenían en mente una concepción esencialmente natural de los bienes comunes. De hecho, incluso dentro de ese mismo texto, a veces se intercambia aquella expresión por la de «bienes naturales», lo que da muestra de las vacilaciones mencionadas. Ahora bien, hay algunos elementos que apuntan tímidamente en otra dirección. Para empezar, al final de la fundamentación, antes de la propuesta de articulado, se indica que la lista de bienes comunes indicados no es «taxativa». Esto quiere decir que, por mucho que la Comisión secundara una visión natural de los comunes, tenía un planteamiento más expansivo que el de algunas teorías como la de Ferrajoli. Además, antes de enumerar cuáles serían tales bienes comunes, se coloca la expresión «a lo menos» y al final de la lista se introduce una cláusula que habilita a la Ley para declarar otros posibles bienes como «naturales comunes» (intercambiándose de nuevo el orden de las palabras). En suma, aun suscribiendo una visión básicamente natural, la Comisión tenía un enfoque más bien abierto, que además otorgaba un papel fundamental a los procedimientos democráticos de gobernanza: «El Estado promoverá que la gobernanza de los bienes comunes naturales se desarrolle mediante instrumentos democráticos y participativos, en especial consideración y respeto a los gobiernos locales, los pueblos originarios y los cohabitantes del territorio humanos y no humanos, priorizando un enfoque ecosistémico» (art. XI, inciso 5).

Es significativo el papel de los pueblos originarios en las deliberaciones, ya que, en términos generales, en las argumentaciones de las representantes indígenas se percibe un acento más social en el modo de comprender los comunes. De hecho, en el segundo informe enviado por la Comisión, tras la primera revisión del Pleno, la diputada Ivanna Olivares —de la comunidad diaguita, pero actuando en nombre de otros pueblos— propuso añadir el siguiente artículo: «Los pueblos y naciones preexistentes tienen un régimen especial de titularidad colectiva de los bienes comunes naturales que se encuentran en sus tierras y territorios. En virtud de este régimen especial, tienen derecho a acceder, utilizar y controlar dichos bienes, los cuales forman parte de su identidad y permiten su pervivencia cultural, social y económica». Esta misma formulación, con pequeñas variaciones, fue acogida por otros diputados de la Comisión y terminó formando parte de los siguientes borradores enviados al Pleno. De algún modo, pese a suscribir una concepción más bien natural de los comunes, este impulso inicial se fue atemperando en las sucesivas propuestas de la Comisión y la exigencia de proteger la biodiversidad se fue entretejiendo con la exigencia de respetar la diversidad cultural. En líneas generales, la aportación de los constituyentes de pueblos originarios incidió especialmente en esa línea de argumentación, con el fin de politizar las demandas ecológicas: no se trataría solo de proteger ecosistemas naturales, sino de amparar al mismo tiempo los territorios ancestrales de sus respectivos pueblos[4].

Pese a las zozobras que inevitablemente se experimentan en este tipo de procesos, creo que la opción terminológica fue la correcta. A la vista de los debates producidos y de su trasfondo ideológico-conceptual, es aconsejable que la denominación de «bienes comunes naturales» se mantenga así en las potenciales regulaciones futuras sobre bienes comunes, tanto en Chile como en otros contextos. Podrían aducirse muchas razones, pero indicaré las cuatro siguientes.

En primer lugar, si pensamos en términos de bienes naturales comunes, corremos el riesgo de interpretarlos conforme a una lógica del capital natural: habría ciertas cosas esenciales en la naturaleza, bienes muy valiosos que decidimos hacer comunes porque necesitamos salvar al planeta. Esto recuerda más bien a las dinámicas típicas del cercamiento, solo que ahora cercando de manera global. En cambio, si empleamos la expresión de bienes comunes naturales, eso significa que los comunes son un universo amplio de cosas —más bien de sistemas—, algunos de los cuales son bienes comunes naturales. Esto es saludable porque configura los comunes como una estrategia emancipatoria de largo recorrido, que se puede proyectar a múltiples esferas.

En segundo lugar, hablar de bienes comunes naturales abre la puerta a considerarlos como sistemas y, por tanto, a introducir la perspectiva socioecológica. Desde esta aproximación, los ecosistemas son entramados de entidades naturales y de comunidades humanas que establecen vínculos de reciprocidad y complementariedad. Hablar de bienes naturales, si bien no excluye necesariamente este enfoque, sí lo dificulta, puesto que invita a pensar que existen ciertos componentes naturales puros. En ese sentido, la expresión de bienes comunes naturales nos reenvía a la definición de los comunes como sistemas sociales —socioecológicos en este caso— que encontrábamos en autores como De Angelis, Mattei o Federici. Y este planteamiento, pese al poso naturalista que se sentía en algunas definiciones de la Comisión, es coherente con otras consideraciones de su primer informe: «Se adopta un enfoque de “sistemas socio-ecológicos”, es decir, sistemas compuestos por una multiplicidad de entidades, factores y procesos, tanto naturales como sociales, en múltiples escalas y con elevada habilidad de auto-organización».

En tercer lugar, ver los comunes como sistemas socioecológicos da pie a una comprensión democrática de los mismos, lo cual ahonda en un rasgo de la propuesta original de la Comisión, que además se mantuvo en la redacción aprobada finalmente por el Pleno. En efecto, pese a que el papel principal en la custodia de los comunes terminó recayendo en el Estado, la formulación definitiva establecía que este debería «administrarlos de forma democrática, solidaria, participativa y equitativa». En definitiva, recordemos que si hablamos de bienes comunes, estamos pensando no solo en la existencia de una cosa que exige determinado tipo de tutela, sino también en una comunidad organizada alrededor de la cosa y en un procedimiento democrático de gobernanza. En cambio, si pensamos en términos de bienes naturales, tanto la comunidad como el procedimiento son perfectamente prescindibles.

En cuarto lugar, debe tenerse en cuenta que la idea de bien es bífida. Por un lado, podemos hablar de bien en términos éticos, en cuyo caso estaríamos pensando en algo digno de aprecio por razones morales. Esto encaja perfectamente con un planteamiento ecosocial no antropocéntrico, que apostaría por considerar como bienes a una serie de elementos de la naturaleza valiosos en sí mismos y rechazaría considerarlos como meros recursos. Por otro lado, sin embargo, la palabra bien tiene también un sentido jurídico-económico. De acuerdo con esta acepción, los bienes son objetos susceptibles de apropiación y de comercialización. Así las cosas, resulta preferible optar por la terminología de bienes comunes porque esta es una expresión que, en sí misma, anula la lógica de la apropiación e incentiva la del uso colectivo y no mercantil, mientras que la de bienes naturales no impide que se haga una interpretación jurídico-económica en los términos mencionados.

2. ¿Custodia local o custodia estatal de los bienes comunes?[Subir]

2.1. La soberanía y los bienes comunes[Subir]

La tensión entre concepciones globalistas y localistas de los bienes comunes también se puso de manifiesto en las deliberaciones de la Convención. En un pasaje de la primera propuesta de la Comisión n. 5, en el que se reflexionaba acerca del concepto de «bien», podemos leer lo siguiente: «Una forma de enfocar o aproximarse al derecho ambiental y la regulación de los componentes ambientales es a través de su comprensión como bienes, en la medida de que se tratan [sic.] de cosas valiosas para la humanidad». La primera definición propuesta, además, reincidía en esta percepción: «Los bienes comunes naturales son aquellos elementos o componentes de la Naturaleza que son comunes a todos los seres vivos, pueblos y naciones de Chile, incluidas las generaciones futuras». Sin embargo, las tensiones no tardan en aflorar. Muy poco después de la frase que acabo de transcribir, a modo de contrapunto, se afirmaba: «Para los pueblos y naciones preexistentes estos bienes tienen una dimensión espiritual que trasciende lo visible, donde cohabitan fuerzas protectoras de los componentes de la Naturaleza, quienes contribuyen y velan por la armonía y equilibrio». Es como si, una vez afirmado el carácter ecuménico de los bienes naturales, su dimensión universal y su nexo con la humanidad, saltaran las alarmas y se hiciese apremiante afirmar su anclaje local, su necesaria imbricación con las culturas autóctonas y el estatus especial de esta relación. Al mismo tiempo, como es obvio, se da una antítesis inevitable entre la proyección universal de los bienes comunes y la circunscripción de todo proceso constituyente a las fronteras de un Estado. Veamos ambas tensiones por separado.

El primer desafío que enfrenta cualquier proyecto de institucionalización de bienes comunes tiene que ver con las limitaciones de la soberanía estatal. La soberanía es, de hecho, uno de los problemas más espinosos para los bienes comunes. Por un lado, porque la doctrina de la soberanía ha sido un rompeolas contra el que se han estrellado casi todas las iniciativas que han aspirado a construir proyectos de autonomía a lo largo de la Modernidad. Y tengamos en cuenta que, precisamente, las teorías de los comunes buscan construir espacios de autogestión por fuera del circuito mercantil, pero también con independencia de la burocracia del Estado. No por casualidad, el volumen que sigue al ya clásico Común de Laval y Dardot está dedicado a analizar la historia del concepto de soberanía en el entendido de que si nos tomamos en serio el proyecto de lo común, si pretendemos trascender lo público-estatal y transitar hacia modos de organización verdaderamente democráticos, debemos encontrar maneras de sortear el principio de soberanía (‍Laval y Dardot, 2021).

Por otro lado, la discordancia entre la soberanía y lo común se manifiesta con especial crudeza en el caso de los bienes comunes naturales. Esto es así porque las fronteras estatales son frecuentemente insensibles a las exigencias ecosistémicas. Pensemos en los ríos, los bosques o las cordilleras que se despliegan a lo largo de diferentes Estados, así como en las dificultades de gestión y las inequidades que se suelen derivar de este tipo de situaciones. La dimensión transfronteriza —interestatal o intraestatal— es fundamental en la regulación de los bienes comunes, en especial los relacionados con el agua, y está dando pie a todo un reguero de iniciativas que tratan de imaginar soluciones institucionales más allá de la soberanía: biorregionalismo, cuencas transfronterizas, etc. (‍Montoya, 2021). De hecho, es un problema que la Comisión vislumbró y apuntó desde su primer informe:

El territorio de las cuencas, y los cauces en especial, facilitan la relación entre quienes viven en ellas, aunque se agrupen dentro de las mismas en territorios delimitados por razones político-administrativas (municipios, provincias, regiones, etc.). Su dependencia de un sistema hídrico compartido y de los caminos y vías de acceso, y el hecho de que deben enfrentar riesgos y problemas similares, confieren a los habitantes de una cuenca características socio-económicas y culturales comunes.

Así pues, una de las primeras preocupaciones de la Comisión fue discriminar el papel que debía adjudicarse al Estado en la regulación de los bienes comunes, sin que ello implicara desvirtuar la esencia de la categoría. Se optó por la idea del «Estado custodio», una formulación que también se ha ensayado, con ligeras variantes, en otros casos de atribución de derechos a entidades naturales (así, por ejemplo, con la «tutoría» del Mar Menor en España). Según este concepto, el Estado deja de ser un ente soberano que ostenta un título de propiedad sobre los bienes comunes que caen bajo su territorio y se limita a ejercer la «custodia» respecto de ellos. Tal y como rezaba el art. 134 del borrador definitivo de Constitución, «los bienes comunes naturales son elementos o componentes de la naturaleza sobre los cuales el Estado tiene un deber especial de custodia con el fin de asegurar los derechos de la naturaleza y el interés de las generaciones presentes y futuras». Es un hallazgo institucional interesante porque propicia una concepción rebajada de la soberanía: el Estado se convierte en titular de deberes de cuidado respecto de los bienes comunes, pero deja de tener derechos sobre los mismos, lo cual introduce una relación fiduciaria que resulta fecunda para caminar hacia estructuras jurídicas más ecocéntricas. Es el ecosistema el que contiene y vincula al Estado, en vez de ser el Estado quien incorpora a los ecosistemas en su interior.

2.2. La democracia y los bienes comunes[Subir]

Sin embargo, el camino hasta la aprobación de dicha norma estuvo trufado de polémicas. Más allá de las fuerzas conservadoras, que nunca aceptaron la noción de bienes comunes, también hubo resistencias por parte de la socialdemocracia —incluidos representantes del Frente Amplio— y por algunos diputados del Partido Comunista. De acuerdo con estos sectores, se corría el riesgo de incurrir en redundancia por solapamiento con la noción de «bien nacional de uso público». La línea argumentativa que siguió la Comisión de Medio Ambiente para diferenciar ambas clases de bienes fue el elemento democrático: mientras que los bienes comunes requieren formas de gobernanza con procedimientos altamente participativos, los bienes públicos solo obligan a que sea el Estado quien los gestiona. Por ello, tanto en la propuesta original como en los sucesivos informes de reemplazo —los que se emitían tras incorporar las sugerencias del Pleno—, la Comisión n. 5 insistió una y otra vez en esa dimensión deliberativa. Lamentablemente, como consecuencia de las negociaciones que es necesario alcanzar en este tipo de procesos, se fue perdiendo poco a poco en contundencia.

En la primera propuesta, enviada al Pleno en febrero de 2022, se decía que, para regular los bienes comunes, el Estado «se encuentra obligado a construir y desarrollar una estructura institucional de composición mixta entre Estado y co-habitantes del territorio». En otro pasaje de ese mismo documento, también en la fundamentación, podía leerse lo siguiente: «Se consagra la obligación para el Estado de poder establecer los mecanismos de gobernanza que posibiliten una democratización en la definición y toma de decisiones relativa a su uso, acceso y aprovechamiento, que valorice y priorice la toma de decisiones por los habitantes del territorio». En pocas palabras, se estaba planteando algo parecido al «devenir-común de lo público» citado en el epígrafe II. Ahora bien, la formulación definitiva fue más vaga. Refiriéndose al régimen general de las aguas, el art. 143 establecía que el Estado asegurará un sistema de gobernanza «participativo y descentralizado». Por su parte, el inciso 4 del art. 134 señalaba que para los bienes comunes inapropiables el Estado debería «administrarlos de forma democrática, solidaria, participativa y equitativa»: ya no se hablaba de instituir estructuras mixtas de gobierno, sino de que el Estado «administrase»; tampoco de la toma de decisiones por parte de los habitantes del territorio, sino de solidaridad y participación «equitativa».

Detrás de este recelo frente a la democracia, latía la típica pulsión estatista que suele recorrer el espectro electoral de los regímenes representativos contemporáneos. Chile no fue una excepción: pese al carácter enormemente participativo del proceso, el establishment siguió sin creer en la posibilidad de generar instituciones de gobierno más o menos comunitarias, lo que le mantuvo atrapado en la lógica de los bienes nacionales de uso público. Y así, al no confiar en la naturaleza democratizadora de los comunes, las diferencias entre estos y los bienes públicos se fueron desdibujando cada vez más, por lo que solo quedaba el elemento de no apropiabilidad como elemento distintivo. Tal y como dijo la Comisión de Medio Ambiente en su primer informe, «los bienes comunes implican la sustracción absoluta de dichos elementos y componentes de las reglas del dominio, ya sea público o privado». O un poco después: los bienes comunes «no son susceptibles de propiedad ni dominio alguno [...]. Nadie puede apropiarse de los bienes comunes». Pero también aquí se terminó resquebrajando la idea original, en nombre de un posibilismo que dio a luz a una categoría extraña. Efectivamente, la redacción final optó por introducir una distinción entre bienes comunes «apropiables» e «inapropiables». Según esto, habría algunos comunes que nunca pueden ser objeto de apropiación, mientras que en otros casos nada impide que un determinado bien común esté coyunturalmente en mano privada, siempre y cuando el dueño lleve a cabo las tareas de cuidado correspondientes. Un curioso giro de guion que trataba de atajar un problema que se habría producido si se hubiera consagrado la idea inicial de los comunes: ¿qué hacer con los bienes comunes naturales que se encontrasen en propiedades particulares?

Ahora bien, la categoría de bienes comunes quedó tan vacía después de ese doble embate, que el proyecto de constitucionalizarlos estuvo a punto de encallar: por un lado, había demasiadas resistencias contra la idea de disminuir el papel del Estado en favor de organizaciones comunitarias. Por otro lado, había miedo de llevar demasiado lejos el principio de no-dominio subyacente al discurso de los comunes. En ese sentido, no parecía claro qué podía aportar este concepto frente al de bienes nacionales de uso público. Ahí fue cuando surgió una posibilidad interesante desde el punto de vista institucional, que además contribuyó a desatascar las negociaciones. ¿Y si, adoptando el modelo de la Comisión Rodotà italiana, se definían los bienes comunes naturales como sostén y garantía de los derechos de la naturaleza? Para Stefano Rodotà, recordemos, son comunes aquellos bienes que resultan funcionales a la satisfacción de los derechos fundamentales. Siguiendo esa lógica, los derechos de la naturaleza requerirían de bienes comunes naturales para poder ser eficaces: difícilmente podrán respetarse los derechos de un río si su cuenca no se regula como bien común, o si el bosque nativo de sus riberas no se protege frente a la tala indiscriminada. Dado que los derechos de la naturaleza ya habían sido aprobados por el Pleno, la idea de asegurarlos mediante la consagración de unos bienes comunes orientados a su satisfacción suscitó un consenso que no había logrado alcanzarse antes. De manera que, aunque demediado, el concepto de bienes comunes pudo acceder al articulado final.

A pesar de los tropiezos descritos hasta ahora, lo cierto es que la enunciación definitiva de los bienes comunes naturales era virtuosa. Por un lado, el texto constitucional establecía una lista específica de bienes comunes naturales, tanto apropiables como no apropiables: los humedales, los glaciares, el mar territorial y su fondo marino, las playas, las aguas, los campos geotérmicos, el aire, la atmósfera, la alta montaña, los bosques nativos, el subsuelo, las áreas protegidas y todos los que pudiera determinar la ley. Esto era muestra de una concepción más bien modesta de los bienes comunes, si bien nunca tan restrictiva como otras propuestas que se han visto. Por otro lado, sin embargo, la idea de vincularlos a los derechos de la naturaleza abría la puerta a una concepción mucho más expansiva: si el «fin» de los bienes comunes es «asegurar» los derechos de la naturaleza («y el interés de las generaciones presentes y futuras»), entonces cabe pensar en un elenco potencialmente más amplio que el contemplado en el inciso 2.

2.3. La tensión local/global y los pueblos originarios[Subir]

Si prestamos atención, todas las contradicciones examinadas en las páginas anteriores son un reflejo de la tensión local/global. Por un lado, tenemos tendencias que ven los comunes como instituciones apegadas a territorios concretos, que requieren manejos democráticos intensos, mientras que, por otro lado, se subraya la necesidad de postergar la deliberación en pro de una gestión a gran escala: según esto, gobernar democráticamente un campo de labor estaría bien, pero no podría mantenerse el mismo prisma cuando ascendemos hasta bienes que competen a todo un país. De algún modo, se planteaban las tenazas discursivas que tantas veces hemos escuchado: soberanía versus bienes comunes, gobernabilidad versus democracia, apropiabilidad versus inapropiabilidad.

Ahora bien, el momento álgido de la disyuntiva local/global tuvo lugar en relación con las demandas de los pueblos originarios. Y es que, si bien la propuesta de constitucionalizar los bienes comunes terminó saliendo adelante, ello se hizo, en buena medida, al precio de sacrificar su dimensión intrínsecamente local. El día 18 de abril, cuando se llevó al Pleno la votación de los artículos reformados y renegociados en Comisión, se alcanzaron los dos tercios necesarios para seguir adelante con todos los incisos, salvo en el último de ellos, referido a la participación de los pueblos originarios en el gobierno de los comunes: «Los derechos de los pueblos indígenas sobre bienes comunes naturales que se encuentran en sus tierras y territorios, reconocidos en el derecho internacional de los derechos humanos, ratificado y vigente en Chile, serán reconocidos por la ley. Esos derechos en todo caso implicarán los deberes establecidos en el artículo tercero». La prosa de este artículo ya era moderada respecto a las primeras formulaciones: se habían suprimido las menciones a la conexión cultural de los pueblos originarios con determinados bienes naturales, se había eliminado la alusión a los «pueblos y naciones preexistentes» que sí figuraba en la primera propuesta remitida por la Comisión, y había desaparecido la siguiente coletilla: «[…] en especial consideración y respeto a los gobiernos locales, los pueblos originarios y los cohabitantes del territorio humanos y no humanos, priorizando un enfoque ecosistémico».

Como puede imaginarse, en el ínterin habían pasado muchas cosas. Desde una mirada inicialmente proclive a la introducción de los bienes comunes, algunos representantes de los pueblos originarios habían comenzado a ver la institución con desconfianza. Y ello porque, a medida que avanzaban las negociaciones con las demás fuerzas políticas, se iba perfilando una concepción de los comunes de signo parcialmente estatista. De ahí se desprendía una idea de los bienes comunes subordinada al principio de soberanía estatal, que ponía en tela de juicio las demandas de algunos colectivos particularmente fuertes en sus reivindicaciones de autonomía territorial, como era el caso del pueblo mapuche. Si se aceptaba que determinados espacios naturales debían considerarse comunes, y eso implicaba universalizar tales bienes como propios de toda la Nación, ¿dónde quedaban las pretensiones soberanas de los pueblos en cuyo territorio se situaban dichos bienes? ¿No eran los comunes una nueva herramienta del Estado colonial para usurpar bienes que históricamente pertenecían a las comunidades indígenas?

Se producía aquí, por un lado, un choque de soberanías: la soberanía efectiva del Estado chileno, que buscaba imponerse mediante una interpretación atenuada de la noción de bienes comunes, y la soberanía anhelada de los pueblos originarios, que entreveían la posibilidad de que los comunes, así considerados, se convirtiesen en un caballo de Troya para sus aspiraciones territoriales. Además, se reproducía una historia ya conocida por los pueblos originarios: la aceptación de su autonomía solo bajo tutela. Es cierto que el borrador de Constitución dio muchos pasos en relación con los pueblos originarios, que por primera vez en la historia chilena aparecían mencionados en la carta magna. Es cierto que se produjo un reconocimiento del pluralismo cultural y jurídico. Sin embargo, a la hora de la verdad no se toleraba el más mínimo atisbo de gobierno indígena. El caso de los bienes comunes es una buena muestra: como ya se ha reiterado, un elemento esencial de los comunes es la gobernanza democrática de los mismos; gobernanza que, además, debe ejercerse desde la base, con altos grados de democracia por parte de los comuneros involucrados. Sin embargo, aceptar eso habría significado entregar cuotas de soberanía a las organizaciones indígenas en aquellos territorios donde hubiese bienes comunes naturales reconocidos como tales en la Constitución.

Todo lo anterior propició un doble efecto de consecuencias desastrosas. Primero, las fuerzas políticas de orientación más bien estatista empezaron a temer que la categoría de bienes comunes abriese una brecha peligrosa en relación con las demandas de autonomía de los pueblos originarios. Segundo, y paradójicamente, muchos representantes de pueblos originarios recelaron igualmente de la categoría por razones inversas: como un potencial instrumento de usurpación, aunque vestido con nuevos ropajes. Esa desconfianza recíproca, tan característica de procesos históricos coloniales, desembocó en una falta de apoyo suficiente, que a su vez se materializó en el rechazo del artículo que abría una pequeña grieta para la participación indígena en el gobierno de los comunes. Aun así, algunas representantes de pueblos originarios siguieron defendiendo la posibilidad de un encaje adecuado entre los bienes comunes y la autonomía indígena. Eso explica que la diputada Godoy, perteneciente al pueblo colla, reclamara una redacción alternativa a la propuesta de la Comisión de Medio Ambiente: «La Constitución reconoce a los pueblos y naciones indígenas el derecho a usar, administrar y resguardar colectivamente los bienes comunes naturales que existan en sus tierras y territorios, para su supervivencia cultural y económica, y el mantenimiento de sus sistemas de vida. Este derecho es incomerciable, inalienable, imprescriptible e inembargable».

Lamentablemente, también esta propuesta fue rechazada por el Pleno. El resultado es que, pese a la victoria que supuso incorporar la noción de bienes comunes en el articulado del borrador constitucional, la tensión global/local terminó decantándose hacia el vector de lo global: bienes comunes sí, pero gestionados por el Estado. Se perdía con ello una oportunidad prometedora que consistía en construir un entramado institucional de tutela de la naturaleza en diferentes escalas. Después de todo, lo que exigían los pueblos originarios no era renunciar a la arquitectura normativa de la «custodia», sino radicar la custodia en las organizaciones y autoridades indígenas. No parece algo tan descabellado, sobre todo si tenemos en cuenta que, en líneas generales, los daños socioecológicos que se busca remediar no han sido causados por el modo de vida de los pueblos originarios, sino por políticas extractivas del Estado.

IV. CONCLUSIÓN: ¿HACIA UN CONCEPTO TERRESTRE DE LOS BIENES COMUNES?[Subir]

En uno de sus últimos libros, Dónde aterrizar, Bruno Latour nos propone la siguiente alegoría (‍Latour, 2019: 52). Imaginemos que hemos tomado un avión desde «lo Local». Nos han prometido que ese avión va a llevarnos hasta «lo Global». Y, sin embargo, a mitad de camino, el piloto nos dice que ha habido un percance y que el aeropuerto de lo Global ya no está operativo: no podemos aterrizar allí. El piloto intenta regresar a lo Local, pero esta opción, que era la pista de emergencia, tampoco está disponible ya. Mientras tanto seguimos en el aire y el tiempo apremia porque no podemos quedarnos volando de manera indefinida; necesitamos aterrizar en algún lugar. ¿Cuál es ese lugar? ¿En qué punto de la ruta queda? Y, sobre todo, ¿podemos maniobrar para aterrizar fuera de los puntos preestablecidos en un inicio?

Se trata de una metáfora de la Modernidad, de la ansiedad que caracteriza la crisis ecosocial y de la urgencia por encontrar mapas que nos permitan realizar un aterrizaje forzoso: una tarea difícil, pero al mismo tiempo irrenunciable. Además, es una imagen luminosa para interpretar la problemática que hemos abordado hasta ahora: ¿cómo podemos activar un concepto de bienes comunes que, por un lado, responda a los retos globales del cambio climático, pero al mismo tiempo esté enraizado en comunidades concretas? ¿Cómo podemos institucionalizarlos de manera que reúnan las dimensiones de lo local y lo global? Es una inquietud que han puesto de relieve otros autores como Dipesh Chakrabarty, que ha escrito muchas páginas sobre la dificultad de conciliar nuestro sentido de lo global —la historia de la humanidad, de la expansión humana a lo largo y ancho del globo— con los ritmos del tiempo profundo, esto es, de la historia planetaria (‍Chakrabarty, 2022). Es una tarea complejísima, pero perentoria, porque vivimos, precisamente, en un momento en el que ambas trayectorias han terminado por confluir: la gran aceleración de la historia humana, embriagada de Modernidad, se ha convertido en una fuerza geológica y ha dado pie a una nueva fase en la historia del planeta, el Antropoceno. Una coyuntura histórica de este calibre exige que consigamos construir un sentido de la especie humana para el que no estamos entrenados, con una sensibilidad por las formas concretas de la humanidad, por las comunidades y los grupos que la historia del capitalismo global fue arrasando a su paso. En otras palabras: ¿cómo ligar un sentido de lo universal con atención a lo concreto? ¿Cómo articular remedios para mitigar el cambio global, sin a la vez incurrir en la enésima variante de colonialismo, por mucho que esta vez se esgrima en nombre de la supervivencia humana?

Rosi Braidotti, otra autora embarcada en la oleada posthumanista, lo ha planteado en términos parecidos. Según ella, vivimos en la era de la «convergencia posthumana», caracterizada por la confluencia de dos movimientos distintos que, no obstante, se entrelazan de forma no siempre perceptible: el posthumanismo y el postantropocentrismo (‍Braidotti, 2020: 112 y ss.). El primero responde a la necesidad histórica de hacer las cuentas con la Modernidad, al imperativo de denunciar la hybris del hombre blanco, europeo y colonial en cuyo nombre se hizo el imperialismo. El segundo responde a la convicción de que ya no somos la única especie relevante en nuestros juicios morales, y a la correlativa exigencia de renunciar al «excepcionalismo humano»: los animales no humanos, las plantas, la propia Gaia en su totalidad, empiezan a tematizarse como seres dotados de agencia y no como un paisaje inerte donde se despliega el teatro de la humanidad. Ambos movimientos, el posthumano y el postantropocéntrico, requieren de nuestra atención y exigen planteamientos distintos, aunque a veces coincidentes. Por un lado, debemos «descentrar» lo humano y prestar atención a otras cosas: la biodiversidad, la hidrosfera o las demás especies. Por otro lado, sin embargo, debemos insistir en lo humano, solo que poniendo el acento en aquellos sujetos que fueron desahuciados por el patriarcado, el capital o la colonia: mujeres, cuerpos queer, pueblos originarios, clases desposeídas... La pregunta sería si existe un espacio en el que ambas tareas puedan coaligarse. Porque, de haberlo, es ahí donde tenemos que incidir.

Son desafíos civilizatorios —conceptuales y políticos— que no puedo responder ahora ni seguramente en ningún otro momento. Los autores citados proporcionan algunas pistas transitables, pero al mismo tiempo fragmentarias. En todo caso, creo que debemos evitar la tentación de buscar algo así como una «traducción institucional» de sus propuestas filosóficas, porque lo que ofrecen no son teorías en busca de una praxis, sino mapas para «orientarse en política» (‍Latour, 2019). En el libro citado, Latour nos proponía la idea de «lo terrestre». Lo terrestre es un principio difícil de describir, pero enormemente sugerente, porque se sitúa en un eje distinto al local-global. Para el pensador francés, la tensión entre lo local y lo global fue la que articuló el discurso y la práctica de la Modernidad: el progreso leído como salida de un mundo pequeño, cerrado, rural, atrasado, antiguo, en pos de un mundo infinito, abierto, tecnológico, moderno. Pero ese es un recorrido que, como sugiere la imagen con la que empezaba esta conclusión, ha quedado ya obsoleto. El polo al que debemos tender no es el de lo local, porque lo local-prístino ya no existe ni tampoco parece algo deseable: conviene conjurar la nostalgia acrítica. El polo de lo global también ha dejado de ser una referencia, pues no conduce sino a la destrucción y a la extinción masiva. Por consiguiente, necesitamos otro polo de atracción, otro horizonte fuera de los mapas conocidos, pero decididamente dentro del planeta: eso es lo terrestre; a saber, un lugar donde aterrizar, renunciando a ser modernos, pero sin regresar al terruño; abdicando de las miradas universales y omnicomprensivas, pero sin olvidar que todos vivimos en la misma Tierra.

Visto desde los asuntos que animan a este artículo, el principio de lo terrestre puede servir como faro para orientarnos hacia un derecho más ecocéntrico. Propuestas como la de Ferrajoli, al incidir en el discurso universalizador de los bienes vitales y al plantear una arquitectura institucional dependiente de las soberanías estatales, sigue atrapado en el eje de lo local-global. Herramientas como los derechos de la naturaleza, en cambio, tratan de empujar los límites del discurso tradicional y abren la puerta a maneras distintas de concebir los derechos (‍Berros y Carman, 2022): fuera del excepcionalismo antropocéntrico, conscientes de la dimensión planetaria de la crisis ecosocial, enraizados en una comprensión naturo-cultural de lo humano... Los bienes comunes, por su parte, se sitúan en el eje local-global, pero tienen la potencialidad de transitar hacia el eje de lo terrestre. Si los entendemos como sistemas socioecológicos complejos, en los que se anudan comunidades humanas y entidades naturales de todo tipo, si somos audaces en sus configuraciones institucionales y buscamos formas de gobernanza que reúnan varias escalas, si superamos los límites de la soberanía y diseñamos comunes transfronterizos, si desplegamos nuestra imaginación con los ojos puestos en la tierra y articulamos instituciones sensibles a las necesidades ecosistémicas, hay muchas posibilidades de que los comunes se conviertan en un instrumento fecundo para el giro ecojurídico. En definitiva, si logramos hacer todo eso, aunque sea de forma tentativa, un buen nombre para calificarlos sería el de bienes comunes «terrestres»: terrestres, en tanto que necesarios para el equilibrio del Sistema Tierra, pero también en tanto que apegados a la tierra concreta.

No existe una única forma de configurarlos: podrán crearse nuevas categorías jurídicas, resignificarse las antiguas o propiciarse híbridos de lo nuevo con lo viejo. Podrán, a su vez, idearse diferentes sistemas de representación de la naturaleza. No existen recetas únicas ni aplicables a cualquier contexto. En ese sentido, como decía más arriba, lo terrestre no es una teoría que deba aplicarse, sino más bien una brújula que nos podría ayudar a ponderar la dirección que siguen nuestras normas o nuestras políticas públicas: a veces serán más dependientes de enfoques antropocéntricos, otras veces se aproximarán con más decisión a concepciones ecocéntricas; a veces serán todavía dependientes de la pauta local/global, mientras que otras nos situarán ante formas nuevas de regular nuestra relación con los ciclos de la tierra. De lo que se trata es de abrir espacios a la imaginación institucional: literalmente, nos la vida en ello.

NOTAS[Subir]

[1]

Este artículo se ha beneficiado del proyecto N. 101086202 («Speak4Nature: Interdisciplinary Approaches on Ecological Justice»), HORIZON-MSCA-2021-SE-01, financiado por la Unión Europea. No obstante, las opiniones y puntos de vista expresados son exclusivamente los del autor y no reflejan necesariamente los de la Unión Europea. Ni la UE ni la autoridad que concede la subvención pueden ser consideradas responsables de las mismas. El autor también goza de un contrato Ramón y Cajal, referencia RYC2019-028316-I, financiado por la AEI y el Fondo Social Europeo.

[2]

El Mar Menor es una albufera, localizada en la región de Murcia, que se encuentra aquejada por un fuerte deterioro ecológico. La laguna ha sido recientemente considerada como sujeto de derechos, con lo que se ha convertido en el primer caso de este género en Europa. El proceso de atribución de personalidad jurídica fue impulsado por una movilización ciudadana que propuso una iniciativa legislativa popular a las Cortes y que, finalmente, vio la luz en forma de ley en 2022. Véase Vicente (‍2023: 105 y ss.).

[3]

Quiero agradecer sentidamente a Ana Karina Timm Hidalgo, profesora de la Universidad de Playa Ancha (Valparaíso), porque gracias a ella pude ir conociendo los distintos documentos que se fueron pergeñando sobre bienes comunes en el seno de la Convención, así como los debates que se producían entre las diferentes facciones. Por supuesto, los errores o imprecisiones que puedan detectarse en la interpretación de las fuentes se deben exclusivamente a mí.

[4]

El paralelismo entre la biodiversidad y la diversidad cultural, si bien ha incurrido a menudo en diversas variantes de colonialismo ecológico, fue invocado explícitamente en los debates de la Comisión n. 5. El motivo fue ligar las reivindicaciones ambientales con la agenda político-social de los pueblos originarios —orientada a la autonomía y a la defensa de sus territorios— y también el hecho de que ese había sido uno de los nudos argumentativos de la sentencia del río Atrato, emitida en 2016 por la Corte Constitucional colombiana y muy influyente en los debates contemporáneos sobre derechos de la naturaleza.

Bibliografía[Subir]

[1] 

Acosta, A. (2016). Post-extractivismo: entre el discurso y la praxis. Algunas reflexiones gruesas para la acción. Ciencia Política, 11 (21), 287-‍332. Disponible en: https://doi.org/10.15446/cp.v11n21.60297.

[2] 

Almazán, A. y Bárcena, I. (coords.) (2023). Nuevos comunalismos. Una hipótesis política para el decrecimiento. Barcelona: Ned.

[3] 

Altamira, R. (1890). Historia de la propiedad com. Madrid: Fernández Camacho.

[4] 

Ávila Santamaría, R. (2011). El derecho de la naturaleza: fundamentos. En C. Espinosa Gallegos-Anda y C. Pérez Fernández (eds.). Los derechos de la naturaleza y la naturaleza de sus derechos (pp. 35-‍73). Quito: Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultos.

[5] 

Berros, V. y Carman, M. (2022). Los dos caminos del reconocimiento de los derechos de la naturaleza en América Latina. Revista Catalana de Dret Ambiental, 13 (1), 1-‍44. Disponible en: https://doi.org/10.17345/rcda3297.

[6] 

Bobbio, N. (2001). Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política. México: Fondo de Cultura Económica.

[7] 

Bollier, D. y Helfrich, S. (2020). Libres, dignos, vivos. El poder subversivo de los comunes. Barcelona: Icaria.

[8] 

Bookchin, M. (2015). Comunalismo. La dimensión democrática del anarquismo. Tlatelolco, México: La Social.

[9] 

Braidotti, R. (2020). El conocimiento posthumano. Barcelona: Gedisa.

[10] 

Brown, W. (2021). En las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de las políticas antidemocráticas en Occidente. Madrid: Traficantes de Sueños.

[11] 

Chakrabarty, D. (2022). El clima de la historia en una época planetaria. Madrid: Alianza.

[12] 

Cid, B. et al. (2024). Comunes costeros del centro sur de Chile. Estado actual, entramados y cuidados comunitarios como contribuciones locales a la justicia climática (en prensa).

[13] 

Cooper, M. (2020). Los valores de la familia. Entre el neoliberalismo y el nuevo social-conservadurismo. Madrid: Traficantes de Sueños.

[14] 

Costa, J. (1912). La tierra y la cuestión social (obras completas). Madrid: Imprenta de Fortanet.

[15] 

Dardot, P. (2023). La mémoire du futur. Chili 2019-‍2022. Québec: Lux.

[16] 

De Angelis, M. (2017). Omnia Sunt Communia. On the Commons and the Transformation to Postcapitalism. London: Zed Books. Disponible en: https://doi.org/10.5040/9781350221611.

[17] 

Del Buey, R. y Madorrán. C. (2022). La deliberación y la toma democrática de decisiones como bien común. Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, 66, 1-‍13. Disponible en: https://doi.org/10.3989/isegoria.2022.66.17.

[18] 

Esposito, R. (2012). Communitas. Origen y destino de la comunidad. Buenos Aires; Madrid: Amorrortu.

[19] 

Federici, S. y Caffentzis, G. (2014). Commons against and beyond Capitalism, Community Development Journal, 49 (1), 92-‍105. Disponible en: https://doi.org/10.1093/cdj/bsu006.

[20] 

Felber, C. (2012). La economía del bien común. Un modelo económico que supera la dicotomía entre capitalismo y comunismo para maximizar el bienestar de nuestra sociedad. Barcelona: Deusto.

[21] 

Ferrajoli, L. (2022). Por una Constitución de la Tierra. La humanidad en la encrucijada. Madrid: Trotta.

[22] 

Finnis, J. (2011). Natural Law and Natural Rights. Oxford: Oxford University Press.

[23] 

Francisco [Papa]. (2015). Carta Encíclica Laudatio Sì (alabado seas) para el cuidado de la casa común. Madrid: Palabra.

[24] 

Harvey, D. (2012). Rebel Cities. From the Right to the City to the Urban Revolution. London; New York: Verso.

[25] 

Krikorian, G. (2022). Des Big Pharma aux communs. Petit vadémécum critique de l’économie des produits pharmaceutiques. Québec: Lux.

[26] 

Latour, B. (2019). Dónde aterrizar. Cómo orientarse en política. Barcelona: Taurus.

[27] 

Laval, C. y Dardot, P. (2015). Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo xxi. Barcelona: Gedisa.

[28] 

Laval, C. y Dardot, P. (2021). Dominar. Estudio sobre la soberanía del Estado en Occidente. Barcelona: Gedisa.

[29] 

Lenton, T., Held, H., Kriegler, E. y Schellnhuber, H. J. (2008). Tipping Elements in the Earth’s Climate System. Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America, 105 (6), 1786-‍1793. Disponible en: https://doi.org/10.1073/pnas.0705414105.

[30] 

Linebaugh, P. (2013). El Manifiesto de la Carta Magna. Comunes y libertades para el pueblo. Madrid: Traficantes de Sueños.

[31] 

Lloredo, L. (2020). Bienes comunes. Eunomía. Revista en Cultura de la Legalidad, 19, 214-‍236. Disponible en: https://doi.org/10.20318/eunomia.2020.5709.

[32] 

Marella, M. R. (2017). The Commons as a Legal Concept. Law Critique, 28, 61-‍86. Disponible en: https://doi.org/10.1007/s10978-016-9193-0.

[33] 

Mattei, U. (2013). Bienes comunes. Un manifiesto. Madrid: Trotta.

[34] 

Mattei, U. (2015). Il benecomunismo e i suoi nemici. Torino: Einaudi.

[35] 

Méndez de Andés, A., Hamou, D. y Aparicio, M. (eds.) (2020). Códigos comunes urbanos. Herramientas para el devenir-común de las ciudades. Barcelona: Icaria.

[36] 

Míguez, R. (2014). De las cosas comunes a todos los hombres. Notas para un debate. Revista Chilena de Derecho, 41 (1), 7-‍36. Disponible en: http://doi.org/10.4067/S0718-34372 014000100002.

[37] 

Montoya, A. (2021). Lo transfronterizo como futuro común. Hacia la co-gobernanza de las cuencas hidrográficas compartidas en Centroamérica. En A. Hernández Cervantes et al. Crítica jurídica y política en nuestra América. El derecho y los derechos ante la defensa de los territorios, las formas de vida colectiva y los bienes comunes (pp. 28-‍37). Buenos Aires: Clacso.

[38] 

Ostrom, E. (1990). Governing the Commons. The Evolution of Institutions for Collective Action. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1017/CBO9780511807763.

[39] 

Polanyi, K. (1989). La gran transformación. Crítica del liberalismo económico. Madrid: La Piqueta.

[40] 

Ramis, Á. (2017). Bienes comunes y democracia. Crítica del individualismo posesivo. Santiago de Chile: Lom.

[41] 

Rodotà, S. (2014). El derecho a tener derechos. Madrid: Trotta.

[42] 

Sandel, M. (2011). Justicia. ¿Hacemos lo que debemos? Barcelona: Debate.

[43] 

Vicente, T. (2023). Justicia ecológica y derechos de la naturaleza. Valencia: Tirant lo Blanch.

[44] 

Vitale, E. (2013). Contro i beni comuni. Una critica iluminista. Roma; Bari: Laterza.