El libro que aquí presentamos no constituye de una biografía al uso, sino más bien un análisis sobre los planteamientos y discursos políticos de uno de los personajes más importantes del reformismo español de finales del siglo xix y principios del xx, hoy tristemente casi olvidado. Como bien se aprecia en la obra, incomprendido por la Corona, despreciado por Primo de Rivera y decepcionado por el sectarismo y la demagogia de la Segunda República, Melquíades Álvarez ha sido ignorado tanto por la izquierda como por la derecha, cuando, en realidad, fue uno de los pocos políticos de la época que llegó a entender lo que de verdad debía ser un sistema democrático. Según Stanley Payne, esto se podría decir de muy pocos dirigentes del primer tercio del siglo xx y, en especial, de la década de los treinta. Pues bien, entre esos pocos, habría que mencionar, sin duda, a nuestro protagonista. De hecho, algunos de los problemas que abordó en sus discursos estarían plenamente vigentes hoy en día, por lo que el profesor Suárez González ve en ello el argumento perfecto para traer a la actualidad al tribuno asturiano. Por eso, no le interesa tanto hacer un estudio biográfico clásico, como ya se ha dicho.
Álvarez pertenecería a ese grupo de políticos e intelectuales que vieron la necesidad de que el régimen de la Restauración, inaugurado tras el final de la Segunda Guerra Carlista, fuese evolucionando hacia un sistema plenamente democrático. La modernización económica y social que experimentó España en el último tercio del siglo xix parecería ir acompañada de una apertura política que se encaminase hacia la democratización del sistema político. De hecho, las prácticas caciquiles y de amaño de las elecciones fueron cada vez más criticadas no solo por las fuerzas políticas ajenas al turnismo entre el Partido Conservador y el Partido Liberal, sino incluso por algunos líderes dentro de estas mismas fuerzas que se alternaban en el poder. Canalejas o Moret, entre los liberales, o incluso el propio Maura, ente los conservadores, fueron muy conscientes de que tal evolución era necesaria. La forma de hacer política de los tiempos de Cánovas y Sagasta debía favorecer una apertura del sistema y un avance claro hacia la democracia, a la manera, por ejemplo, de lo que estaba sucediendo en Reino Unido. En este panorama Joaquín Costa se alzó con voz propia con su famosa obra Oligarquía y caciquismo (1901). Y, por supuesto, muchos republicanos también se posicionaron a favor de la democratización de la vida política española. En este sentido, la Agrupación Republicana Gubernamental (1910) es considerada por el autor el precedente más claro del Partido Reformista de Melquíades Álvarez fundado en 1912. Aunque, en realidad, el ideario político del asturiano había quedado ya definido a finales del siglo anterior, cuando se presentó a diputado por primera vez por Oviedo en las elecciones de 1898. Los pilares básicos del mismo, mantenidos a lo largo de su vida, serían: evolución y no revolución, defensa de la propiedad y de la iniciativa privada y reformas sociales. Frente a las posiciones más extremistas y revolucionarias, Álvarez siempre apostó por una evolución del propio sistema de la Restauración. No bastaba con el sufragio universal masculino, sino que había que regenerar la propia vida política, mediante la transparencia, el fin del caciquismo y la conquista de la democracia por vías parlamentarias. Conquista en la que deberían incluirse, evidentemente, reformas sociales, toda vez que la Cuestión Social era ya una realidad en buena parte de Europa, incluida España.
A partir de ese momento, encuadrado ya en las filas del republicanismo, se fue consolidando como uno de los oradores más insignes del Congreso, participando en los debates más importantes de esos años, como, por ejemplo, en la defensa de que España permaneciese junto a Francia y Gran Bretaña y no con Alemania y Austria-Hungría durante la Gran Guerra o en cuantos aspectos sociales se plantearon, partiendo del principio del respeto a la propiedad individual, sí, pero supeditándola a las exigencias de la sociedad. Abundando en esta cuestión, el Partido Reformista llegó a defender el derecho ilimitado del Estado para intervenir en las relaciones del capital y del trabajo. Es más, en esta defensa de la necesidad de democratización del régimen, no fueron pocos sus encontronazos con el monarca. Por ejemplo, al término de la Primera Guerra Mundial, advirtiéndole de la necesidad de una revolución desde arriba para evitar que lo hiciese el pueblo. No en vano estaba muy presente lo sucedido en Rusia en 1917 o los estallidos revolucionarios de Alemania o Italia al término de la conflagración. España había vivido también un momento crítico en 1917 y, como ya se ha dicho, Álvarez no era partidario de la revolución, sino de la evolución, es decir, de la transformación política desde dentro. Para ello, era necesario que Alfonso XIII dejase de jugar a ser un político más, cosa que no hizo. Incluso, tras el desastre de Annual de 1921 (saldado con varios miles de muertos), Álvarez advirtió de que dicha catástrofe no podía quedar impune y exigió responsabilidades políticas. Como se sabe, poco después, en 1923, y en medio de una crisis política sin precedentes, el general Miguel Primo de Rivera daba un golpe de Estado en Barcelona, entregándole el monarca el poder. Se ponía así fin al régimen de la Restauración y quedaban suspendidas las garantías constitucionales de 1876, inaugurándose un periodo dictatorial que se prolongó hasta 1931.
Como era de esperar, y como otros políticos de su época, Álvarez se negó a colaborar con la Dictadura, rechazándola desde el primer momento. Incluso, en su estrategia de oposición, llegó a tomar parte en el intento de sublevación del 24 de junio de 1926. Además, se negó a participar en la Asamblea Consultiva. Todo lo cual indica su rechazo frontal a la dictadura. Esta era una vía contraria a lo que venía defendiendo desde hacía años: la democracia. Sin embargo, inaugurada esta con la II.ª República, Melquíades Álvarez muy pronto quedó decepcionado. Como ya se ha dicho al comienzo, su concepción de la democracia distaba mucho de la de otros dirigentes políticos del momento. En especial, es conocida su enemistad con Azaña. Inserto ahora en las filas del Partido Republicano Liberal-Demócrata, abogó siempre por la convivencia pacífica entre adversarios. Él y Filiberto Villalobos fueron los dos únicos diputados liberal-demócratas de las Cortes Constituyentes de 1931. El nuevo partido se situó en el centro derecha, como defensor de la República, pero sin excesiva implicación, y con una concepción liberal, social y defensora del orden. Lo que le valió fuertes críticas tanto de Azaña como de Prieto. El «tenor hemorroico», como lo tildara este último, aspiraba a que la República no cometiese el error inverso que había cometido la Dictadura al ignorar a las izquierdas. De ahí que su preocupación fundamental fuese que se respetara el Estado de Derecho y que las reformas que debían llevarse a cabo se hiciesen mediante métodos evolutivos. Su rechazo a la vía revolucionaria, a la intransigencia y al sectarismo hizo que se ganase muchos enemigos en las filas de la izquierda en general, habiendo sido incluso acusado de creciente derechización o de aproximación al conservadurismo. Tesis que, como nos recuerda Suárez González, solo puede aceptarse partiendo de la base de considerar el respeto a la ley y al orden como patrimonio de la derecha. De hecho, muchos no le perdonaron que en las elecciones del 19 de noviembre de 1933 se aliara con la CEDA con la intención, precisamente, de poner fin a ciertos excesos del bienio anterior. Elegido diputado, fueron años decisivos en su carrera política, hasta las elecciones de 1936, apoyando a los distintos gobiernos de centro-derecha que se constituyeron entonces y manteniendo una participación constante en el análisis gubernamental de la situación política. Pero al mismo tiempo fueron tiempos tremendamente difíciles, ya que poco a poco se fueron configurando los dos bandos que terminarían enfrentándose en la Guerra Civil.
Así, semejante radicalización pudo observarse en las elecciones de 1936, en las que prácticamente se produjo la desaparición de los partidos nacionales de carácter centrista o moderado. Lo que hizo que líderes como Lerroux o Samper no saliesen elegidos. El propio Melquíades Álvarez quedó fuera del hemiciclo al ser su escaño anulado por la Comisión de actas. La situación de violencia que se propagó por toda España a partir de esos comicios es bien conocida, desembocando finalmente en una guerra fratricida, de la que el propio político gijonés fue víctima. Detenido el 14 de agosto de 1936 al negarse a refugiarse en alguna embajada extranjera o salir de España, fue asesinado en la Cárcel Modelo en la trágica noche del 22 durante el asalto de un grupo de milicianos incontrolados. Se ponía así fin a la vida de un hombre que había luchado por la democracia, por los avances sociales, por la educación, por la primacía de la ley y por la superación de los extremismos. En definitiva, por un republicanismo reformista que quiso ver en la democracia la fórmula de superación del enfrentamiento entre Monarquía y República.
Como se puede observar de lo dicho, la recuperación de la figura de Melquíades Álvarez constituye, sin duda, un acierto en los tiempos políticos en que nos encontramos, ya que, salvando las distancias, algunas de sus preocupaciones están hoy en día plenamente vigentes. Por eso, considero que este libro del profesor Suárez González, aparte de rescatar un personaje trascendental de nuestra historia contemporánea, constituye un elemento de reflexión muy interesante para el análisis del panorama político actual. Bien escrito y perfectamente documentado, aunque tal vez haciendo un uso excesivo de la cita literal, entiendo que esta obra es básica para seguir profundizando en la aportación del reformismo español a la consecución de la democracia en España. Demasiado olvidado durante mucho tiempo, quizás ha llegado ya la hora de reivindicar su legado, contextualizándolo en la época que le tocó vivir y más allá de actitudes sectarias que no conducen a ningún lado.