En vísperas de la Primera Guerra Mundial, Rusia era de los pocos países europeos en donde la aristocracia seguía manteniendo una hegemonía indiscutible. La burguesía era débil, por lo que las familias nobles acaparaban todavía millones de hectáreas, dominaban los centros de poder (la Corte, las instituciones políticas y el Ejército) y mantenían un estilo de vida suntuoso sin que la rápida modernización del país pareciera eclipsar su posición. Las revoluciones de 1917 y la guerra civil pusieron fin a su apogeo y la nobleza pasó a convertirse en el objetivo prioritario de sucesivas oleadas de terror y expropiaciones que continuaron hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Ningún historiador se había preocupado hasta el momento de trazar el declive y ocaso final de la aristocracia rusa durante estos años, posiblemente porque el grupo parece perder toda relevancia en la URSS y también porque, en principio, resulta difícil simpatizar con una pequeña élite que representaba la quintaesencia del atraso y arbitrariedad de la antigua monarquía rusa. Douglas Smith se encarga de demostrarnos de manera convincente lo equivocadas que resultan estas ideas preconcebidas. Su relato se construye tras haber recopilado multitud de fuentes inéditas de dos familias –los Sheremétev y los Golítsin– que encarnan la diversidad de trayectorias que emprendieron los nobles durante estos años. Hubo aquellos que buscaron acomodarse al régimen soviético, otros que fueron obligados a marcharse fuera de las ciudades, los que fueron internados en campos de trabajo y unos pocos que abandonaron para siempre su país. Paradójicamente, esta multitud de caminos no impidieron que la nobleza confrontara un destino trágico e incierto, hasta el punto que, a medida que pasa el tiempo, se pierde por completo el rastro de familias enteras.
El relato de Douglas Smith resulta extraordinariamente vivo y estremecedor. El libro recoge con suma precisión el drama humano que supuso perder todo referente político, la expropiación del patrimonio familiar (incluyendo los muebles y archivos), las detenciones, los trabajos forzados en los gulags y las ejecuciones sumarias. Una de sus tesis más sugerentes radica en explicar cómo se construyeron los sistemas y discursos que legitiman la lucha contra «el otro». Tras la revolución, la nobleza rusa perdió rápidamente todas las condiciones que permitían diferenciarla como un grupo social privilegiado y, sin embargo, los bolcheviques fueron sumamente cuidadosos a la hora de impedirles una fácil integración en el nuevo régimen soviético. El objetivo declarado de acabar con todas las clases era compatible con un sistema en donde las personas eran a menudo clasificadas no por su posición social, sino por su origen social, es decir, en función del oficio, fortuna o estatus que habían ostentado en época de los Romanov. El título original del libro (Former people. The final days of Russian aristocracy) da cuenta de la clasificación en la que entraba la aristocracia junto con los comerciantes, rentistas o el clero. Ellos eran «los de antes» y, en consecuencia, no contaban con derechos políticos, sus cartillas de racionamiento solo les aseguraba el mínimo sustento y en cualquier momento podían ser desalojados de sus viviendas o despedidos de sus trabajos. Además, de manera implícita, Douglas Smith da a entender que la aristocracia fue el grupo que más sufrió esta nueva forma de represión, pues mientras que, durante el caos que acompañó a la Guerra Civil, cualquier burgués o miembro del clero podía intentar borrar su pasado, los nobles estuvieron siempre señalados al portar apellidos insignes que les identificaban allá donde iban.
Sin embargo, el libro quedará por debajo de las expectativas del lector que busque profundizar en el papel de la nobleza dentro de la historia política rusa. Las detalladas y estremecedoras narraciones se suceden sin que se analice con suficiente atención la relación de la aristocracia con otros actores sociales o su vinculación con las instituciones políticas. En muchos casos, el autor opta por repetir casi literalmente la visión que tenían sus protagonistas de los acontecimientos. Esta perspectiva resta credibilidad a su relato cuando afirma sin tapujos que los «nobles rusos eran patriotas y solían invertir en su país» (pág. 132), o cuando reduce la expropiación de 1917-1921 a que los bolcheviques «robaron» en provecho propio (págs. 181 y 187). En otros casos hubiera sido preferible una lectura más crítica de las fuentes o una breve comparación con la evolución de la aristocracia en otros países. Desde este prisma, si la nobleza rusa no se inclinó por una opción contrarrevolucionaria tras la Revolución de febrero (pág. 122), desde luego sería una excepción digna de ser estudiada en el contexto europeo de entreguerras. De igual manera, la descripción que se hace de las rebeliones en el campo como resultado de la presencia de «agitadores foráneos» (pág. 127) sería mejorable teniendo en cuenta la larga tradición de estudios sobre las formas de movilización del campesinado. Pese a todo, recuperar la visión de los contemporáneos tiene un gran mérito y el lector no quedará impasible al ver cómo uno de los príncipes Golítsin, anterior alcalde de Moscú, sitúa el origen de los males de la Revolución en la persistencia de la servidumbre hasta fecha tan tardía. En definitiva, Douglas Smith ha escrito un libro atractivo que permite reubicar a las élites en la revolución más importante del siglo xx.