RESUMEN
El PSOE, disfrutando de una abrumadora mayoría absoluta desde finales de 1982, trató de articular a lo largo de esa década una serie de políticas destinadas a crear una imagen española que no suscitase rechazo en ningún grupo social o territorial del país. El punto culminante de este intento de pergeñar la idea de una nueva comunidad democrática española cohesionada se alcanzó a principios de los años noventa. El objetivo de este trabajo es analizar la idea de nación española que el PSOE trató de transmitir a los ciudadanos con éxito incierto en un año clave en la historia reciente de España como fue el de 1992. En particular, el artículo se centra en las actividades culturales relacionadas con el V Centenario del Descubrimiento de América y en el intento de propagar una moderna identidad española a través de la Expo’92. Sin embargo, no se puede hablar de una idea nueva de España, sino más bien de una recuperación de las corrientes regeneracionistas y patrióticas del nacionalismo liberal de principios del siglo xx. El mito americano, de hecho, provenía de dicho sustrato cultural y permitió otra vez más recuperar, aunque ambiguamente y mirando al porvenir, algunos aspectos ideológicos del nacionalismo español. España, de hecho, deseaba presentarse al mundo en 1992 como el puente preferente entre América Latina y Europa. La España «transnacional» de 1992 fue la manifestación de una doble identidad nacional que también el PSOE intentó mantener de forma estratégica mediante el eslogan político de «encuentro entre dos mundos».
Palabras clave:
ABSTRACT
The PSOE, who had an absolute majority since 1982, instigated a series of policies over the decade designed to foster a strategic national identity acceptable to as many social and territorial constituents as possible. 1992 was the culmination of this process. This article critically assesses the image of national identity that the PSOE attempted to transmit to the general population with mixes success. The particular focus is on cultural activities relating to the V Centenary of the Discovery of America and on the attempt to promote a modern Spanish identity through the Expo’92. My contention will be that it is not possible to identify a new socialist Spanish idea, but that it is meaningful to speak in terms of the recovery of Regenerationists ideas of the early twentieth century liberal nationalism. The American myth, in fact, came from such cultural substrate and it allowed once again to recover, although ambiguously, some ideological aspects of the battered Spanish nationalism. In 1992 Spain was keen to present an image of herself to the world as a special «bridge» between Latin America and Europe. The «transnational» 1992 Spain was the manifestation of a double national identity that the PSOE also tried to strategically maintain through the political slogan «encounter between two worlds.»
Keywords:
SUMARIO
Los análisis historiográficos más recientes han puesto de manifiesto que en los años ochenta del pasado siglo se encuentra ya el germen temático, por así decir, de todos los procesos conflictuales que caracterizan la época presente, al menos en Europa[1]. Esto se aplica también a España y a sus dificultades actuales a la hora de configurar una identidad nacional. Como es sabido, el PSOE, disfrutando de una abrumadora mayoría absoluta en el Parlamento y al frente del Gobierno desde finales de 1982, trató de articular a lo largo de esa década una serie de políticas destinadas a crear una imagen española que no suscitase rechazo en ningún grupo social o territorial del país y permitiese configurar una idea nacional cohesionada.
El punto culminante de este intento de pergeñar una nueva comunidad democrática española por parte de quienes fueron definidos como «jóvenes nacionalistas»[2] se alcanzó, en mi opinión, a principios de los años noventa. El objetivo de este trabajo es, por tanto, analizar la idea de nación española que el PSOE dirigido por Felipe González trató de transmitir a los ciudadanos, con mayor o menor éxito, en un año clave en la historia reciente de España como fue el de 1992.
Clave, sí, porque, en efecto, el PSOE hizo coincidir en 1992 de forma excepcional varios eventos culturales y económicos de gran importancia, tales como el aniversario del descubrimiento de América, la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona. A estos tres grandes acontecimientos se le sumó un cuarto, Madrid Capital Europea de la Cultura, que, sin embargo, no atrajo tantas inversiones, ni públicas ni privadas, y cuya repercusión fue menor entre la opinión pública. En particular, me centraré en las actividades culturales relacionadas con el V Centenario del Descubrimiento de América y en el intento de propagar una nueva identidad española a través de la Expo’92.
La imagen de nación española que promovieron los socialistas dentro y fuera del país debe ser contextualizada teniendo en cuenta diversos factores políticos y diplomáticos interconectados.
En primer lugar, España sufría en 1992 los efectos de la crisis del petróleo como consecuencia de la Guerra del Golfo con altos índices de desempleo (recuérdese, sin embargo, que la recesión económica se produjo en 1993, tras cesar el impulso inversor que precedió a los múltiples actos de 1992), mientras se iban conociendo los primeros casos de financiación ilegal del PSOE (caso Filesa, 1991). Por otra parte, en el seno del partido se libraba una enconada batalla, con crisis interna incluida, entre guerristas y renovadores, después de la dimisión de Alfonso Guerra de su cargo de vicepresidente del Gobierno a raíz del caso que afectaba a su hermano Juan. Al mismo tiempo, la estructura del Estado de las Autonomías surgido de la transición no dejaba de evolucionar, incrementando progresivamente el ámbito competencial de determinadas Comunidades Autónomas.
En el plano de la política exterior –un ámbito estrechamente relacionado con la tarea de difusión de la nueva identidad auspiciada por los socialistas– España ratificaba el Tratado de Maastricht que sancionaba la creación de la Unión Europea. Este hecho consolidaba su integración atlántica desde las dos vías privilegiadas del Mediterráneo y América Latina. Simultáneamente, España, tras haber iniciado una nueva política de seguridad y defensa, se había convertido en un miembro de pleno derecho en el debate y diseño del nuevo orden mundial que despuntaba después de la implosión de la Unión Soviética y la emergencia de los nacionalismos en Europa Central y Oriental.
Así pues, es necesario observar los eventos de 1992 y la imagen que dichos eventos ayudaron a plasmar a la luz de esta intrincada trama de factores políticos internos y externos, interpretados además desde la óptica del capitalismo posindustrial de finales del siglo xx y de su soporte intelectual en formas de pensamiento ligadas al neoliberalismo y defensoras de la globalización[3].
Ahora bien, para comprender la identidad española que el PSOE quiso transmitir a través de los actos de conmemoración de la llegada europea a América, es preciso repasar en líneas generales el debate sobre la idea de nación presente en el partido[4].
Para empezar, durante el proceso de transición democrática, la izquierda española, bien socialista, bien comunista, reformuló progresivamente dicha idea. El cambio de visión no fue tanto el fruto de un articulado debate ideológico como la consecuencia de las negociaciones y pactos que los dirigentes políticos protagonizaron con objeto de facilitar la restauración del régimen democrático[5].
En cada una de las fases que fueron jalonando la transición, como la caracterizada por la aprobación de la Ley para la Reforma Política de 1976, la dominada por el debate constitucional de 1978 o la marcada por el fallido golpe de 1981, la izquierda modificó sensiblemente su concepción de nación. En este sentido, el PSOE renovado de los años setenta pasó de defender, como buena parte de la oposición antifranquista, la autodeterminación de los pueblos españoles a apoyar, una vez recuperado el régimen democrático, la construcción del Estado de las Autonomías.
A partir de 1977, por tanto, el discurso político del PSOE en relación con la cuestión territorial empezó a «nacionalizarse» de forma paulatina. Los debates para la elaboración de la Constitución representaron un momento decisivo: en la propuesta del PSOE, aunque todavía oscilante y heterogénea, poco a poco se vino perfilando la convicción de que una senda descentralizadora podía impulsar un nuevo sentido de unidad entre los españoles.
Gregorio Peces Barba, diputado por el PSOE y uno de los llamados «padres constituyentes», recuperando el pensamiento federalista del socialista exiliado Anselmo Carretero Jiménez[6], se refirió a España como una «Nación de Naciones», esto es, una nación en la que coexistirían pacíficamente diversas nacionalidades, todas con igual dignidad[7].
Pero el acelerado proceso de integración en el seno del PSOE de los diversos partidos socialistas de ámbito regional y el hecho de que la demanda de autodeterminación territorial de la sociedad española se revelase menos potente de lo que había creído en su momento la oposición antifranquista, propiciaron que, progresivamente, la cúpula del PSOE dirigiese el retorno a la interpretación socialdemócrata clásica de la existencia de una nación política española que, con todo, en ciertos territorios mostraba distintas realidades culturales privadas de soberanía política. En algunas federaciones, sin embargo, pervivieron posiciones divergentes, principalmente en Cataluña, donde, el Partit dels Socialistas de Catalunya (PSC-PSOE) siguió apoyando durante mucho tiempo la idea de la autodeterminación de las regiones de España[8].
Los temores relacionados con el fracasado golpe de 1981 acrecentaron todavía más el espíritu nacionalizador del PSOE y la voluntad de llegar a acuerdos con la UCD para armonizar el itinerario de transferencia de competencias a las Comunidades Autónomas (Acuerdos Autonómicos, 1981), con el fin de evitar que el Gobierno central perdiese el control del proceso en su conjunto.
El propio Felipe González se hizo portador de un discurso nacional moderado, integrador, que esquivaba cualquier forma de discriminación territorial para enlazar directamente con la tradición regeneracionista de la Institución Libre de Enseñanza[9].
Este discurso neopatriótico que, sin embargo, evitaba con desdén toda referencia a un nacionalismo españolista trasnochado, apeló, desde 1982, a la modernidad, al europeísmo y a la solidaridad interregional como valores que permitirían alcanzar la plena integración en un proyecto común de nación racional y eficiente.
La idea de España que el PSOE maduró hasta finales de la década de los ochenta abrazó también –aunque de un modo profundamente selectivo y estratégico– la idea de patriotismo constitucional que el filósofo alemán Habermas divulgaba por esa misma época[10]. Sin llegar a absorber la valencia antifascista sobre la que se apoyaba en el caso alemán, el PSOE articuló el discurso nacional a partir de la defensa de los principios democráticos universales sancionados por la Constitución de 1978 y legitimados por todas las fuerzas políticas.
En realidad, también a lo largo de toda la década de los ochenta se puede detectar en el interior del partido una multiplicidad, por no decir divergencia, de posiciones sobre la configuración nacional, influidas además por el incremento del poder de las élites locales.
Seguía existiendo, por un lado, una parte de socialistas catalanes que reivindicaban la idea de una España plurinacional y cuya soberanía sería compartida, mientras que, en el otro extremo, despuntaba una tendencia «jacobina» que contaba con Alfonso Guerra entre sus más notables representantes. Para esta última corriente, la nación española necesitaba un Estado nacional fuerte y decidido que estuviese en condiciones de regenerar y europeizar la ciudadanía según los principios de solidaridad e igualdad entre los diversos territorios españoles[11].
Los dirigentes del PSOE que gobernaban el país, sin embargo, llegaron a la convicción de que el patriotismo cívico no era suficiente; se hacía necesaria además una cierta carga emocional capaz de generar cohesión e identificación entre todos los españoles.
Si las políticas culturales, por medio de exposiciones de arte contemporáneo e inversiones en bibliotecas y auditorios, pusieron el foco en la consolidación de una peculiar idea de modernidad, juventud y pragmático superamiento tanto de la grisura franquista como del rigor marxista, más difícil fue la tarea de encontrar una simbología nacional en la cual todos o la gran mayoría de españoles pudiesen reconocerse con cierto orgullo y afecto.
Dada la intrínseca dificultad de un pasado altamente traumático, como era el marcado por la Guerra Civil, el PSOE prefirió, a la hora de formular la nueva identidad democrática, fijar la vista en el futuro, envolviéndose y fomentando una simbología en línea con las ambiguas teorías de la posmodernidad.
La nueva identidad nacional de España tenía que ser «posmoderna», es decir, plural, dinámica, no ideológica aunque sí racional, capaz de abrazar el hibridismo temporal fundiendo futuro y pasado en función del presente, combinando lo mejor de la tradición barroca con el pulso de la corriente ilustrada, amalgamando centro y periferia, patriotismo y regionalismo, evitando además la emergencia de execrables contradicciones[12].
Asimismo, recuperando estratégicamente, aunque desde una perspectiva renovada, las reflexiones sobre la patria española de los socialistas en el exilio, el PSOE de la época retomó la noción de una «España del pueblo», una España en la que era el pueblo mismo (como sujeto idealizado) el que definía sus propios contornos y características, una España renovada y cimentada en un sentimiento nacional popular, cohesionado, cuya encarnación principal no era sino el propio pueblo español, auténtico protagonista de la historia de España[13].
Por todas estas razones, en el momento de formular y celebrar la identidad nacional, el PSOE otra vez decidió remontarse a un pasado lejano y casi mítico, que además desfiguró en gran medida, como era el del descubrimiento y colonización de América a partir de 1492. Según la lectura oficial socialista, todos los españoles podían sentirse orgullosos de la financiación española de los viajes de Colón, pues tal hecho permitió el ensanchamiento científico y cultural del mundo conocido por Occidente gracias a una empresa fruto de la curiosidad y audacia renacentistas y con repercusiones ciertamente incalculables para el conjunto de la humanidad.
En otras palabras, en la construcción de una idea de nación española, el PSOE de finales del siglo xx se apropió, tal como habían hecho las élites del siglo xix, del polivalente mito americano y de su proyección exterior como aglutinante de las diferentes identidades de un país obsesionado por el temor a la fragmentación[14].
El 10 de abril de 1981, todavía con la UCD al frente del Gobierno, se creó, vía Real Decreto, la Comisión para la Conmemoración del V Centenario del Descubrimiento de América, cuya presidencia ostentó Manual Prado y Colón de Carvajal, diplomático, empresario, administrador privado de Juan Carlos I durante dos décadas y presidente del Instituto de Cultura Hispánica, organismo que desde 1979 pasó a llamarse, significativamente, Instituto de Cooperación Iberoamericana.
Los socialistas dieron continuidad al proyecto centrista, a pesar de que durante la transición el partido se mostró inclinado a conmemorar el 6 de diciembre, día en que la Constitución fue ratificada en referéndum, como fecha nacional que fundaba la comunidad española sobre los principios de reconciliación democrática y libertad[15].
Unos años depués de la primera victoria electoral socialista, otro 10 de abril pero esta vez de 1985, se aprobó la creación del Alto Patronato para la Conmemoración del Quinto Centenario, dotado de funciones representativas y de coordinación, cuyo programa principal era la Exposición Universal de Sevilla.
Entre los miembros del Patronato se encontraban los titulares de algunas carteras ministeriales, concretamente los ministros de Asuntos Exteriores, Presidencia, Economía y Hacienda, y Cultura, así como el presidente de la Comisión para la Conmemoración del Quinto Centenario y el comisario general de la Expo’92. La Presidencia Ejecutiva del Alto Patronato correspondía al presidente del Gobierno y la de Honor, al rey Juan Carlos I, cuya figura se vinculó estratégicamente al proyecto desde el primer momento.
Finalmente, por la Ley 18/1987, el 12 de octubre, el día del descubrimiento de América, instituido como «Fiesta de la Raza» desde 1918 y «Día de la Hispanidad» a partir de 1958 en virtud de un decreto franquista, se convirtió oficialmente en la «Fiesta Nacional de España», descartando definitivamente la fecha del 6 de diciembre.
Resulta revelador de la idea de patria manejada por el PSOE el texto de la ley, que habla de «la singularidad nacional de ese pueblo» y resalta la importancia de la conmemoración del acontecimiento como medio de incentivar la «convivencia política desde la diversidad»[16].
El PSOE veía en ese año de 1492, además, la culminación de la construcción del Estado español, al integrarse los diversos reinos bajo una sola Corona.
El Gobierno nombró a Luis Yáñez Barnuevo presidente de la Comisión para la Conmemoración. Yáñez Barnuevo era una personalidad relevante dentro del PSOE, miembro del conocido como «clan de la tortilla», el originario núcleo dirigente sevillano capitaneado por Felipe González y Alfonso Guerra durante los años de reconstrucción del partido y clandestinidad en el interior de España. Fue secretario de Relaciones Internacionales de la Comisión Ejecutiva entre 1975 y 1979 con la misión de dar a conocer al PSOE en el resto de Europa. Con posterioridad pasó a ocuparse de temáticas latinoamericanas, entrando primero en la dirección del Instituto de Cooperación Iberoamericana y ocupando desde 1985 el cargo de secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica, desde donde alentó el proceso de integración de los partidos socialdemócratas sudamericanos en la Internacional Socialista.
Como explica el propio Yáñez:
Nosotros (el grupo sevillano) hemos tenido fama, y merecida, de pragmáticos. Cuando en el año 1982 conquistamos el poder, o por lo menos el Gobierno, ya existía la Comisión del V Centenario… no había hecho prácticamente nada [...]. Esto tenía sus ventajas y sus inconvenientes. El inconveniente aparente es que hubiera sido peligrosamente rompedor con el pasado liquidar ese instrumento aunque estuviera sin estrenar [...]. ¿Qué hicimos? A veces conscientemente y a veces por vía de la práctica reconvertir aquello en nuestro favor. Es decir, convertir el V Centenario en la oportunidad de explicar al mundo lo que había ocurrido en España en la transición y con la victoria del partido socialista en 1982 como remate brillante de esta transición[17].
Por consiguiente, ya desde los primeros años de gobierno con mayoría absoluta, el PSOE empezó a trabajar en la conmemoración de 1992, que, según una memoria del Ministerio de Cultura de 1986, constituía una «fecha histórica como hito de un proceso, con proyección hacia adelante, y no como un fin en sí misma»[18].
Así pues, 1992 representaba para los socialistas, según las memorias ministeriales de los años ochenta, el momento culminante de un «proceso» que se marcaba el objetivo de propiciar en la esfera internacional el descubrimiento de una España moderna, plenamente integrada en Europa; suponía, además, la oportunidad de desarrollar uno de los objetivos de la política exterior auspiciada por el Gobierno de Felipe González, esto es, como veremos, la consolidación de la «Comunidad Iberoamericana de Naciones».
La conmemoración de 1992 se interpretaba como un «proyecto de futuro»; por ende, tenían que ser los «jóvenes» los «protagonistas» del proceso. Además, según un informe del Ministerio del Portavoz del Gobierno, los festejos de 1992 iban a representar el «símbolo de la unidad universal de todos los pueblos», «el paso de la Edad Media a la Edad Moderna, en la cual el hombre toma conciencia de la globalidad de la tierra»[19].
Podemos concluir, por tanto, que la globalización, entendida positivamente por los socialistas como unión solidaria de los pueblos y los mercados, la función de nexo entre Europa y América para España, y la proyección hacia el futuro, constituyeron los ingredientes políticos y sociales fundamentales en torno a los cuales giró la elección de 1992 como momento cumbre de la idea de España impulsada por los socialistas. Estos ingredientes constitutivos del nuevo marco de identidad nacional, sin embargo, tenían que ser plasmados rechazando «rotundamente la efemérides grandilocuente y la nostalgia vacía»[20].
Por lo demás, como recuerda Yáñez, «nosotros evitamos siempre la palabra “fiesta”. En castellano la palabra conmemoración no es lo mismo que celebración. Conmemoración es poner en valor aquella fecha»[21]. En otras palabras, el PSOE quería que la sociedad española recordase la importancia histórica de 1492 pero sin incurrir en ningún tipo de nostalgia franquista.
Por todas estas razones, los socialistas deseaban crear una especie de paralelismo temporal y alegórico entre 1492 y 1992, en cuanto fechas «divisorias» de dos épocas: 1492 representaba el comienzo del Renacimiento europeo y el descubrimiento de un mundo global. La conmemoración 500 años después permitía demostrar de forma estratégica «las capacidades innovadoras y modernizadoras de España» y de la sociedad española a través de los cambios políticos y económicos impulsados por el PSOE.
Estos cambios se produjeron mediante la puesta en marcha de la nueva organización territorial y gracias a la renovada relación con tres polos distintos: Europa, América Latina y Estados Unidos[22]. El recuerdo de 1492 se convirtió, así pues, en la excusa perfecta para originar y divulgar una idea transnacional de España. Una idea transatlántica de la nación que, para el PSOE, debía ser generada a partir de la recuperación de la idea de Comunidad Iberoamericana de Naciones. La filosofía del Alto Patronato era, en efecto, la siguiente:
Ante todo, España debe recuperar su puesto como nexo entre el mundo europeo y americano [...]. Por el contrario, el potenciar nuestra presencia en Europa, nos proporciona más y mejores elementos para cumplir esa función de puente entre dos mundos. [...]. Es objetivamente necesaria (una Comunidad Iberoamericana) y beneficiosa para todos, y también porque es una idea que está dentro de la mejor tradición del pensamiento iberoamericano, cuyo reflejo lo vemos claramente en el sueño del libertador Simón Bolívar[23].
El PSOE, por ende, distanciándose de la noción franquista de hispanidad, que basaba la identidad española en la misión histórico-espiritual de una España católica y universal –universal a fuer de católica– se retrotrajo, bien que de forma selectiva, a la tradición regeneracionista del último tercio del siglo xix y al componente progresista del movimiento hispanoamericanista, a su vez alimentado por las reflexiones sobre la patria española del exilio republicano en América[24].
Como es sabido, las bases ideológicas para la edificación de una comunidad hispanoamericana hunden sus raíces en la voluntad de reforzar internamente la propia identidad española ante la emergencia de los nacionalismos periféricos.
Para algunas corrientes intelectuales como el krausismo y el regeneracionismo, en cambio, era preciso concentrarse en la identidad nacional española proyectándola al futuro y hacia la noción de progreso. Además, la regeneración pasaba, entre otras cosas, por la proyección al exterior, en particular, hacia Hispanoamérica. Esto era posible, según la lectura liberal del hispanismo, gracias a la recuperación y fortalecimiento de una comunidad de naciones hispánicas, una comunidad históricamente existente que se cimentaría sobre los pilares de la lengua y la cultura, y provechosa para todos los participantes, sin exclusiones. La construcción de esta identidad común, por tanto, debía hacer especial hincapié en la lengua, el derecho y la filosofía[25].
El PSOE actualizó la dimensión liberal de dicho pensamiento progresista, insistiendo en la vertiente democrática, solidaria y cooperativa del binomio España-América del Sur[26].
Con referencias directas a la figura de Simón Bolívar, uno de los grandes protagonistas de la emancipación americana del Imperio español, recordó de forma constante que la idea de una unión de los pueblos hispánicos era intrínseca al pensamiento americano. Es importante, con todo, señalar que el PSOE reelaboró democráticamente, por ejemplo con las referencias al propio Bolívar recién indicadas, algunos elementos ya presentes en la retórica diplomática del tardofranquismo.
Para el partido socialista, en realidad, la relación con América Latina debía desarrollarse más allá de cualquier mención ideológica específica, razón por la cual el rey Juan Carlos se convirtió en uno de los más importantes representantes del proyecto.
La conmemoración del Quinto Centenario tuvo esa función en la óptica socialista, la de constituir una meta inmediata y concreta en el proceso de consolidación de la voluntad española de convertirse en puente para los intereses iberoamericanos en Europa.
Este contexto, en fin, hay que valorarlo siempre en relación con el progresivo acercamiento al Atlántico por medio de la diplomacia, aproximación justificada por España como medio necesario para la seguridad y estabilidad de ambas partes y de la propia Europa.
Y así, en efecto, 1992 marcó el punto final en la integración española en la OTAN y definió el papel que le tocaba desempeñar dentro de la misma. América Latina –o Iberoamérica, como preferían llamarla los socialistas– fue uno de los objetivos estratégicos de la diplomacia del PSOE, objetivo espoleado no solo a través de la organización de las Cumbres Iberoamericanas con la presencia de los distintos jefes de Gobierno del continente latinoamericano, sino también por medio de un mayor protagonismo en las Naciones Unidas mediante la participación en un programa de pacificación en Nicaragua y El Salvador (ONUCA, 1989).
De hecho, a partir de 1989 el Descubrimiento recibió una nueva denominación alentada por las instituciones socialistas: «Encuentro entre dos mundos», expresión que la propia UNESCO hizo suya, subrayando el deseo de involucrar también a los pueblos indígenas americanos en la conmemoración y reduciendo la posible carga conflictiva de la misma. La expresión había sido acuñada por el mexicano Miguel León Portilla, prestigioso especialista de la cultura nahuatl y auspiciador de una «visión de los vencidos» que pudiera superar la perspectiva eurocéntrica.
A pesar de las numerosas polémicas que rodearon la conquista española, conquista que ciertamente tiene, en palabras de Yáñez, «muchos aspectos peyorativos como la matanza de los indios», la conmemoración para el PSOE representaba una gran oportunidad para «hacer una reflexión que no te enorgullece pero tampoco te avergüenzas». Y, sobre todo, era necesario «aprovecharse de aquellas fuerzas telúricas» que hicieron de 1492 una fecha mítica de la historia española[27].
Exposiciones universales y conmemoraciones como la de 1992 representan, como explica Foucault, una especie de plaza de debate, al mismo tiempo alegórica y real, del espacio en el que vivimos. Para Mitchell, además, generan un «efecto sin precedentes de orden y certeza»[28]. Obviamente, los organizadores de estos grandes eventos aspiran a que los mismos transmitan una imagen sincera y válida del mundo, no una visión particular y meramente política. Así pues, dicho sentido de seguridad y orden era lo que pretendía promover el PSOE tanto en el cuerpo social como en el exterior, intentando de forma didáctica que la mayoría de los españoles accediese visualmente a la nueva realidad del país, realidad que deseaban remodelar en beneficio propio.
Los socialistas consideraban que la España de su proyecto podía llegar a convertirse en una especie de «tercera vía», una nueva opción mediadora entre el norte y el sur del planeta que estaba en condiciones de triunfar en el terreno de la lucha «cultural», toda vez que la lucha ideológica había quedado ya superada, mediante la defensa de los valores de democracia y tolerancia según un ideal mundial y de solidaridad entre los pueblos.
Como veremos, sin renunciar a las viejas tradiciones y simbologías que forjaron la identidad española a lo largo de los siglos, el PSOE vio en la fecha de 1992 la ocasión de transformar la «leyenda negra» que rodeaba a España, estableciendo, en paralelo, una identidad plural y global, aunque evitando caer en la tentación de una nueva y equivalente leyenda «rosa». Además, los actos de conmemoración podían representar una oportunidad para generar un debate sobre la identidad española en el ámbito académico e intelectual, cosa que, de hecho, acabó sucediendo en parte[29].
Desde 1983 fueron aparecieron de forma recurrente en las páginas de El País artículos ilustrativos de Luis Yáñez acerca del significado de 1992 para el conjunto de la nación, a menudo puesto en relación con el aniversario del 12 de octubre. Ya en un largo y precoz artículo (26 de abril de 1983), el presidente de la Comisión explicaba que «Iberoamérica no es, ni será, únicamente un escenario privilegiado de nuestra política exterior, sino, y sobre todo, una dimensión esencial del reencuentro con nosotros mismos»[30].
Este encuentro con la auténtica identidad española requería «una profunda revisión histórica alejada de complejos»[31] a fin de generar un «proyecto nacional» que reforzase los vínculos y la solidaridad entre las Comunidades Autónomas. Asimismo, 1992 podía servir para hermanar España no solo con la Comunidad Iberoamericana, cuya coincidencia de lengua, historia y cultura se daba por supuesto, sino también con el resto de comisiones del centenario, como, por ejemplo, la italiana, encabezada por el senador Paolo Taviani, o la de Estados Unidos, presidida por el historiador John Goudie.
De manera que ya en los años ochenta Yáñez se refería al descubrimiento en los términos de un «encuentro» especial con «el futuro» que en absoluto cabía entender como una «apología» de la conquista, sino, al contrario, como un medio para dar a conocer la existencia de una obra civil española en América, incluyendo, por ejemplo, la creación de algunas universidades tan solo 50 años después de la llegada de Colón, o también, en otro orden de cosas, la acción de los «muchos» Fray Bartolomé de las Casas que defendieron a los indígenas.
Pues claramente, en la perspectiva de la conmemoración de 1992, el fraile dominico constituyó una figura de referencia llena de simbolismo para el PSOE. Encomendero en su juventud y luego capellán que acompañaba a las expediciones españolas, contrario a las matanzas de indios y promotor del diálogo, condenó el maltrato de los nativos y se convirtió en uno de los impulsores de las Leyes Nuevas promulgadas durante el reinado de Carlos I con la finalidad de mejorar las condiciones de vida de los nativos americanos y acabar con la esclavitud de los indígenas.
En 1984, con motivo del quinto centenario del nacimiento de Bartolomé de las Casas, una memoria del Ministerio de Cultura esclarecía las razones para su recuerdo y para asociar su mensaje a los múltiples significados que el PSOE pretendía conferir al gran acontecimiento de 1992. En primer lugar, si «las sombras» de la actuación española en América se habían discutido y publicitado profusa y apasionadamente, según el documento, nunca se enfatizaba suficientemente el hecho de que, en el mismo país presuntamente explotador, «se levantaran [voces] desde el comienzo para denunciar la agresión, la injusticia y el desafuero», voces que fueron escuchadas por la Corona española, a diferencia de lo sucedido en otras monarquías europeas[32].
Según el PSOE, la aventura de España en América podía representar así un instrumento, indirecto pero eficaz, de legitimación de la monarquía y, otrosí, al margen de las polémicas, las palabras de Bartolomé de las Casas tenían que ser motivo de orgullo para el país. Aunque la cruda descripción de la barbarie española en América realizada por el fraile «habría sido así, aunque involuntariamente, uno de los artífices de la Leyenda Negra antiespañola», su tenaz defensa de la igualdad, la dignidad y la libertad del hombre constituían un ejemplo glorioso de la historia nacional, siendo de gran utilidad estratégica para los intereses del PSOE.
En la introducción de uno de los numerosos tebeos editados por la Sociedad del Quinto Centenario y Planeta-De Agostini, Bartolomé se convertía en un «héroe excepcional», refutando algunos bulos antiguos sobre el fraile, como que su amor y defensa por los indios no era más que fruto del resentimiento hacia los españoles:
Las Casas sigue siendo un contemporáneo y sus respuestas a ciertas cuestiones controvertidas (Evangelio y poder, derechos humanos, desarrollo de los pueblos, política de integración...) son muy esclarecedoras para nuestro tiempo[33].
El Quinto Centenario podía brindar una oportunidad única de actualizar ejemplos semejantes de la historia española e incorporarlos a la realidad social y política en acelerada transformación de los primeros años noventa. Hay que insistir en que el PSOE, como demuestran todos los proyectos conectados con la celebración de 1992, pretendía (re)construir la identidad nacional por medio de una especial negociación con el pasado.
Así lo entiende David Herzberger, autor que considera que «el tiempo», en España, se utilizó para reforzar la identidad nacional[34]: los socialistas, a fin de consolidar los logros de la Transición, se apoyaron en el pasado para proyectarse al futuro. El Estado, en esta concepción, podía articular y difundir un nuevo modelo de ciudadano español, basándose en una narrativa política que contemplaba la historia española de forma selectiva, fijándose, en particular, en aquellos momentos de formación en los cuales la comunidad fue capaz de superar positivamente tensiones y rivalidades.
Aunque el partido gobernante minimizó las referencias explícitas a la nación española, con la construcción retórica de 1992 desplegó con cierta avidez los atributos de un nuevo español, moderado, racional, plenamente europeo. En paralelo, por medio del renovado vínculo con América del Sur, intentó demostrar que España estaba en condiciones de responder al desafío que suponía el fin de la Guerra Fría y la incipiente globalización ofreciendo nuevas y originales propuestas «transnacionales» al mundo.
En el inventario de programas de la Sociedad Estatal para la Conmemoración del Quinto Centenario se afirma específicamente que
[…] en un mundo en el que se desdibujan los bloques, las comunidades culturales, entre ellas la Comunidad Iberoamericana, cobran importancia sobre los bloques políticos; en un mundo del que se esfuma con rapidez el enfrentamiento Este-Oeste, el protagonismo pasa a las relaciones de cooperación (o de confrontación) Norte-Sur[35].
Para reforzar esa «comunidad cultural», por tanto, era esencial fomentar en España y América Latina el sentimiento de pertenencia a una misma realidad. La conmemoración de 1992 debía avanzar hacia dicho objetivo a través de «una serie de programas emblemáticos de la cooperación multilateral iberoamericana en los campos científico, económico, educativo, cultural, municipal»[36], crear foros de integración mediante las Cumbres de jefes de Estado Iberoamericanos y movilizar a personalidades influyentes y «formadores de opinión», es decir intelectuales partidarios de la integración y cooperación con Europa, entre otros, por ejemplo, el mexicano Carlos Fuentes, el argentino Ernesto Sábato, el uruguayo Eduardo Galeano o el colombiano Gabriel García Márquez.
Por lo que atañe a la producción cultural, los actos de 1992 debían servir para «materializar», así lo recogen los documentos oficiales, la existencia de una cultura iberoamericana y «darle fuerza en el interior de la cultura industrial mundial». ¿En qué consistía dicha cultura iberoamericana para el PSOE?
Lo primero que hay que destacar es que se trataba, en cualquier caso, de una cultura que debía seguir las dinámicas del mercado y capital global para llegar a ser efectivamente competitiva.
Por esta razón, el proyecto socialista se centró en diversos ámbitos. Así, por un lado, colaboró con editoriales privadas en la creación de la Biblioteca Quinto Centenario, participó en cerca de 40 proyectos audiovisuales, entre cine, televisión y documentales, con el objetivo de estimular el conocimiento del pasado y del presente «iberoamericano», incentivó producciones discográficas y material didáctico para las escuelas públicas españolas, como «una Mochila para Iberoamérica» dirigida a estudiantes de entre 12 y 16 años. Además, desde 1982, la Sociedad Estatal para la Conmemoración organizó una serie de exposiciones a menudo itinerantes por toda España que resumen perfectamente las intenciones de los socialistas. Por otra parte, las autoridades españolas promovieron el indigenismo americanista para evitar en lo posible los conflictos en relación con una celebración tan polémica, divulgando la idea estratégica del encuentro fértil entre culturas (véase el ciclo sobre las Culturas prehispánicas). También se suprimieron las referencias a la «Madre Patria» y cualquier tipo de insinuación que sonase etnocéntrica o paternalista, fomentando el ciclo Expediciones Científicas a América acerca de las «iniciativas impulsadas por la Corona Española», el ciclo Obra Civil en Hispanoamérica sobre la «obra constructora de España en América» y la muestra «América entre nosotros»[37].
En particular, como explica Luis Yáñez, viviendo en una «cultura de la imagen», fue clave la financiación de producciones para la televisión, incluyendo dibujos animados y documentales. Por ejemplo, la serie El Espejo enterrado, con guión del premio Cervantes Carlos Fuentes, supuso un intento importante de reelaboración de la cultura hispanoamericana para el gran público desde la perspectiva del Quinto Centenario. La serie, basada en el libro homónimo de Fuentes y formada por cinco capítulos de una hora de duración, fue promovida entre 1989 y 1990 por la estadounidense Fundación Smithsonian, que deseaba mostrar como también en Norteamérica, en detrimento de los lugares comunes, existía un sincero interés por el mundo latino. La serie también recibió financiación de las empresas españolas Sogetel (propiedad de PRISA, editora de El País) y el Grupo March y Grucysa, ejemplificando así el modelo de actividad cultural internacional, de naturaleza mixta público-privado, sobre el que se apoyó la política cultural socialista. El objetivo consistía en analizar las raíces de la identidad común de españoles y latinoamericanos: mirarse al espejo y descubrir los propios orígenes o, mejor, subrayar la naturaleza múltiple de esa identidad común.
El mismo narrador de la serie, Carlos Fuentes, insistió en sus propios orígenes americanos y europeos, y si bien en la introducción de la serie hacía una alusión a América como «paraíso destruido», con frecuencia recordaba la importancia de descubrir la identidad propia y la naturaleza básicamente de «mestizaje» de los pueblos latinos, tanto en España como en Sudamérica[38]. La serie, en definitiva, ambicionaba mostrar las profundas similitudes entre los dos lados del Atlántico, reinterpretando en clave «científica» y casi mitológica los estereotipos de la identidad española, esto es, los toros, la Semana Santa y el flamenco, pero también intentando demostrar la centralidad cultural de los países ibéricos para el Nuevo Continente.
España era vista como un país «sincrético» por antonomasia, puesto que hasta 1492 convivieron cívicamente tres culturas, la cristiana, la árabe y la judía. Y además, la península ibérica se presentaba como el principal vector de una cultura democrática para América del Sur. Este último elemento, concordaba con uno de los factores cardinales de la diplomacia cultural alentada por el PSOE, centrada en erigir y popularizar una imagen de España como protectora y aun modelo perfecto de democratización tras la muerte de Franco.
Durante los años ochenta, la diplomacia socialista del Palacio de Santa Cruz, de hecho, se concentró en apoyar los procesos de democratización latinoamericanos. Había una voluntad de exportar una identidad española convertida en modelo de transición felizmente conseguido. Piénsese, por ejemplo, en la denuncia realizada por el Gobierno español ante el golpe de Estado de Haití (1991), la contribución al proceso de paz de la guerra civil en El Salvador, o la reiterada condena a las intentonas golpistas en Venezuela.
La conmemoración de 1492 devino alegoría de integración y democracia, más allá de un cierto intento de presentar las conquistas españolas con sentido crítico. Recuérdese, en este punto, otro gran proyecto de la Sociedad Estatal para la Conmemoración del Quinto Centenario como fue el El dorado, el largometraje de Carlos Saura (1988) sobre la gesta del conquistador Lope de Aguirre, objeto ya de una copiosa literatura previa.
La película trata de describir con cierta fidelidad histórica las intrigas, dificultades y calamidades de las expediciones españolas: la violencia está inscrita en el contexto social y climático de la época que hizo de cada expedición un infierno de envidias y traiciones. En síntesis, la dimensión épica y fastuosa de la conquista queda matizada al observar los hechos desde una óptica más humana; en la película de Saura, Fernando de Guzmán, alto cargo eclesiástico y académico en Perú, es homosexual. La Conquista es desacralizada completamente, hecho bastante insólito en el cine español que, a diferencia de los western americanos, siempre ha mantenido un cauto silencio ante el Descubrimiento.
De algún modo, las actividades ligadas a la conmemoración de 1492 reflejaban el pensamiento de un Mario Vargas Llosa que, en el simposio Descubrimiento de Occidente celebrado en Sevilla en ese año clave de 1992, indicó que solo la cultura y la lengua españolas podían ayudar verdaderamente a los pueblos latinoamericanos, no la estéril polémica entre indigenistas e hispanistas [39] .
A pesar del evidente llamamiento en los actos del Centenario al mestizaje, la contaminación y la integración identitaria, sorprendentemente la nueva Ley de Extranjería socialista impuso mayores restricciones a la inmigración sudamericana en España[40]. Además, en el manifiesto del 1 de mayo de 1992 «1992: una oportunidad ganada», el PSOE veía el futuro de la identidad española esencialmente en Europa y no tanto en América Latina, siendo 1992 el símbolo de la conciencia de que «en los últimos años hemos cambiado el sentido de nuestra historia moderna, haciendo ya que esa no sea de las ocasiones perdidas (…) podemos ahora plantearnos el alcanzar en bienestar a los países más avanzados de Europa»[41]. El aniversario de 1492 fue también la gran ocasión de destacar las nuevas bases económicas españolas y la realidad emergente de sus nuevas empresas que, en un mercado multinacional, podían atravesar América Latina, llegar hasta Estados Unidos y volver a Europa.
En la perspectiva socialista, una vez más, tales objetivos estratégicos pasaban por la cultura y, en concreto, por la valorización de la lengua castellana en tanto que lengua cosmopolita y de conexión entre los pueblos, pero también portadora de valor económico, al tratarse de una lengua utilizada, ya entonces, por 153 emisoras de radio, 35 canales de TV y 10.000 periódicos en todo el mundo. Y así también desde esta perspectiva 1492 aparecía como una fecha propicia, al ser el año de publicación de la primera gramática castellana, obra de Antonio de Nebrija. Por esta razón, dentro de los actos de 1992 y como parte de la promoción de la nueva idea de España propuesta por los socialistas, hay que añadir la creación del Instituto Cervantes, formalizada en el Consejo de Ministros de 13 de septiembre de 1991, pero que ya había sido alentado en 1989 por Jorge Semprún, a la sazón ministro de Cultura[42]. A partir de 1991 se produjo la reestructuración académica de los 40 centros adscritos bajo el único mando del Ministerio de Exteriores y la sucesiva ampliación de la red del Instituto, que recibió una considerable suma dentro de la política cultural socialista: 5.000 millones de pesetas.
Un detalle no menor fue la elección del primer director del Instituto Cervantes, Nicolás Sánchez Albornoz, tras haber rechazado el cargo Fernando Morán, antiguo ministro de Asuntos Exteriores. Nicolás Sánchez Albornoz era un intelectual de la diáspora republicana, hijo del presidente del Gobierno republicano en el exilio y él mismo víctima de las persecuciones franquistas. Según el exiliado Juan Marichal, representaba la «capacidad diplomática de quien conoce a fondo las dos Américas, la hispanohablante la otra [...] Este aspecto es particularmente importante –es más, diría que crucial– en una hora de la historia universal de patente conflictividad lingüística y por supuesto social»[43].
La creación de la red de centros del Instituto Cervantes tenía, en fin, el objetivo de acabar con los fantasmas coloniales, afirmando la condición de España como país con un acervo cultural inmenso. Entre los distintos vocales nombrados por el Gobierno cabe citar a Rafael Alberti, Francisco Ayala, Octavio Paz, Camilo José Cela, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y Antonio Muñoz Molina, todos nombres de prestigio y ejemplos de la evolución de la cultura hispanoamericana en el siglo xx. La fundación en 1990 de la Casa de América, en Madrid, fue un elemento más con el que reforzar la política de aproximación cultural entre las dos orillas del Atlántico y aprovechar el V Centenario para generar nuevas realidades administrativas en esa dirección.
En última instancia, los programas de los actos de 1992 podían contribuir, para el PSOE, a transformar la lengua española en un vector de democracia, a pesar de las ásperas polémicas originadas en relación con las lenguas cooficiales de algunas Autonomías.
La identidad de España que la conmemoración de 1492 debía coadyuvar a generar tenía, pues, que emerger como antítesis del pasado en los términos de una identidad tolerante, múltiple y –de conformidad con el incipiente fenómeno de la globalización– capaz de fusionar en algo más que un totum revolutum las culturas judía (véase el programa Sefarad 92), árabe (con el programa Al-Andalus 92) y católica.
A principios del verano de 1976, cuando Adolfo Suárez se aprestaba a gobernar la España de la transición, el rey Juan Carlos, durante una visita a Santo Domingo, se refirió a la importancia de organizar una gran exposición internacional que permitiese a los pueblos iberoamericanos exhibir al mundo sus valores. A lo largo de la década, sin embargo, no hubo más que debates puntuales y esporádicos acerca de semejante posibilidad.
Había una ciudad, sin embargo, que, sin pertenecer a la comunidad latinoamericana, estaba preparando una exposición para conmemorar los 500 años de la llegada de los europeos a América: Chicago. De alguna forma, este hecho constituyó un acicate para las autoridades españolas, que en 1982 propusieron el proyecto «Sevilla 1992» como candidatura para optar a la Exposición Universal.
El 15 de junio de 1983, la OIE (Oficina Internacional de Exposiciones) declaró oficial la celebración conjunta de la exposición en las sedes de Sevilla y Chicago, aunque esta última ciudad renunciaría posteriormente. La exposición tenía que organizarse bajo el lema de «The Age of Discoveries», entendiendo el concepto «descubrimiento» en su más amplia acepción. Como relata un documento fechado en 1988 acerca de los contenidos de la exposición: «el V Centenario del Descubrimiento de América no es, por tanto, el tema de la Expo, sino su ocasión»[44].
Ahora bien, lo cierto es que el Gobierno socialista sólo empezó a trabajar en el evento a partir de 1985. Un año antes, tras fuertes tensiones políticas internas, se decidió el nombramiento de Manuel Olivencia Ruiz como comisario general de la exposición. Manuel Olivencia Ruiz era un liberal moderado, andaluz y ex profesor de Derecho Mercantil de Felipe González. El nombramiento, insistimos, suscitó bastante controversia. Había otros nombres que sonaban para el puesto. Luis Yáñez, por ejemplo, apoyaba la candidatura del conocido arquitecto Ricardo Bofill, pero esta fue descartada a raíz de las polémicas suscitadas desde la derecha andaluza que no estaba de acuerdo en confiar la tarea a un catalán. Incluso Rafael Escudero, a la sazón presidente de Andalucía, mostró ciertas reservas sobre la elección del comisario. En 1991, tras largos debates y disputas en algunos sectores guerristas del PSOE, y en medio de discrepancias de gestión con Jacinto Pellón, consejero delegado de la Sociedad Estatal Expo’92, Olivencia fue sustituido en el cargo por el diplomático Emilio Cassinello. A decir verdad, Olivencia nunca llegó a contar con el pleno apoyo del PSOE, ya que ciertos sectores del partido en Andalucía siguieron viéndolo como heredero directo de la derecha conservadora ligada al franquismo.
Así pues, los socialistas, escépticos en un primer momento con el proyecto y con sus posibilidades de realización, elaboraron una política cultural para la Expo en estrecha relación no solo con la idea de nación española que deseaban difundir, sino también con la estrategia diplomática que estaban llevando a cabo y con los valores cosmopolitas que trataban de explotar. Por otra parte, la elección de Sevilla como sede de la exposición encajaba a las mil maravillas dentro del proyecto socialista. La idea patriótica auspiciada por el PSOE tenía que facilitar la comunicación entre norte y sur, centro y periferia, además de estar en condiciones de satisfacer el orgullo regional sin exacerbar los ánimos autonomistas. Para el partido socialista, por otra parte, resultaba electoralmente provechoso invertir en una de las Autonomías más grandes y pobres de España.
Como ha explicado Richard Maddox[45], la Expo’92 se articuló desde la categoría política del cosmopolitan liberalism, es decir, desde la voluntad de afianzar algunas de las características clásicas del liberalismo para adaptarse estratégicamente a las transformaciones radicales del orden global que se estaban produciendo. Las diferencias culturales –según esta categoría política– tienen que potenciarse en cuanto expresiones directas de la libertad humana; además, mediante la creación de estructuras superiores con la finalidad de potenciar y defender tales diferencias culturales se limitaría indirectamente el conflicto social. El Estado-nación conserva su poder soberano, solo que lo utiliza para generar nuevas formas de solidaridad a través de la creación de redes e instituciones de mediación tanto a nivel transnacional como a nivel local.
En este sentido, la fecha simbólica de 1492 representaba para el PSOE el momento germinal del mundo moderno, concebido como un mundo único y global. En este sentido, basta con añadir la interpretación de la Expo que hizo el vicepresidente Alfonso Guerra en un discurso de 1988:
Creemos que la Exposición Universal de Sevilla puede y debe ser un nuevo encuentro en el acercamiento entre el mundo desarrollado y el no desarrollado, en el diálogo y la aproximación entre el Este y el Oeste. (...) que origine un debate sobre la capacidad del hombre para crear y organizar instrumentos tecnológicos, y también sobre sus posibilidades para agrupar, para integrar elementos humanos. (...) De ahí (que la Exposición Universal) prepare sus contenidos para ese nuevo encuentro universal[46].
Una apertura solidaria que además serviría para proclamar al mundo la re-fundación del Estado español, donde había germinado una nueva identidad nacional netamente diferente a la que estaba vigente en el pasado. La plasmación de la nueva identidad se manifestó en la propia geografía espacial de la Expo’92, que reflejó, a pesar de los propósitos iniciales del rey Juan Carlos, una arquitectura profundamente eurocéntrica, metáfora directa de la auténtica concepción socialista acerca de la posición que debía ocupar España en el mundo.
Los pabellones europeos, entremezclados con los pabellones de las grandes multinacionales, constituyeron la construcción más vistosa de la Expo. El pabellón español ocupó una posición igualmente significativa en el centro de la zona dedicada a Europa y al lado del pabellón dedicado al «Futuro». Próximo al pabellón español, además del «Lago de España», se encontraban los pabellones de las Comunidades Autónomas, el pabellón de la ONU y el gran pabellón que albergaba las exibiciones de los países latinoamericanos: España se presentaba, una vez más, como intermediario entre Europa y América Latina. En cambio, los pabellones de Estados Unidos, Rusia, Japón y Arabia Saudí, aunque dotados con grandes extensiones de terreno, se hallaban en una zona periférica de la Expo. Se confirmaba así que era Europa la verdadera zona de influencia política e identitaria para España.
Orillada al Lago de España, la Expo se desplegaba en un semicírculo con los 17 pabellones autonómicos, reservando una especial importancia a los de las Comunidades históricas. La meta de los socialistas –que habían temido en un principio la posibilidad de tensiones y reivindicaciones regionalistas– era presentar a España como una especie de «Europa en Europa». Los pabellones de las autonomías no debían de ninguna manera evocar, a ojos de los visitantes, el recuerdo de Yugoslavia. Con la Expo de Sevilla, por tanto, España quiso presentarse como un microcosmos del pluralismo europeo y, sobre todo, como un Estado posnacional en el que el mismo Estado era el arquitecto de la diversidad más que el árbitro de una sólida unidad.
Si bien los temores iniciales del PSOE fueron numerosos, como, por ejemplo, que el poder de los barones regionales socialistas se dejase sentir, hubiese un uso reivindicativo y politizado de los pabellones por parte de las Comunidades Autónomas o pudiesen producirse atentados de ETA, lo cierto es que al final no hubo casi incidentes. En general, la moderación, la cautela y el control de las tensiones fueron la norma imperante también en los pabellones vasco y catalán. Este último, sin embargo, no renunció a presentarse como ejemplo de modernidad y especial eficiencia dentro de España. El único problema se produjo con Juan Hormaechea, presidente de Cantabria, quien decidió no asistir a la ceremonia de la fiesta de su Comunidad Autónoma en señal de protesta por la marginación de Cantabria en las ayudas de la CE[47].
El pabellón español –que la guía para los profesores de las escuelas españolas aconsejaba vivamente visitar– siguió a su vez la línea de la prudencia y de la neutralidad política. Un diseño sencillo, inspirado en la tradición clásica mediterránea, líneas austeras y luminosidad caracterizaron el pabellón: España aparecía representada como un conjunto de regiones, culturas, costumbres y personas capaz de producir genios individuales como Cervantes o Picasso, pero fundamentalmente dominada por un persistente vacío histórico. Una sorprendente reproducción de las carabelas recibía a los visitantes y, sin embargo, en la Expo no había ni siquiera un busto de Cristóbal Colón. Según el texto de un documento oficial, el pabellón «no pretende resumir en una visita toda la Historia de nuestro país, sino explicar las bases sobre las que se asientan y se conforma nuestra manera de ser y vivir»[48].
No se veían conquistas, ni invasiones, ni guerras civiles o dictadores. El auténtico objetivo, mediante muestras como «Los tesoros de España», no era otro que exhibir en clave ilustrada las glorias artísticas españolas que habían contribuido al engrandecimiento de la cultura europea y mundial. Otra muestra como «Caminos de España» sobre numerosas fiestas españolas, en cambio, enseñaba la variedad física y geográfica de un país fundado en el «mestizaje», donde el acervo celta, romano, árabe y hebreo convivía con las más avanzadas tecnologías de la información. De hecho, en todo el complejo de la Expo los organizadores pusieron particular énfasis en la presencia de pantallas, displays, soportes multimedia y cualquier otro instrumento comunicativo de última generación para mostrar la absoluta confianza de la España socialista en la comunicación y el diálogo como recurso humano.
Las diferencias culturales y territoriales, por tanto, fueron presentadas de una manera totalmente domesticada y –pese a las fuertes tensiones políticas en el seno del PSOE– apolítica. Cada pabellón organizó su propia fiesta nacional y así lo hicieron también las Comunidades Autónomas. Símbolos patrios, rituales izamientos de banderas y productos autóctonos fueron elementos característicos de los distintos pabellones, no obstante, toda la Expo invitaba al visitante a poner en cuestión el binomio clásico: a una nación corresponde un Estado y, en cambio, hacía hincapié en las organizaciones corporativas, internacionales, regionales o temáticas a la luz de los nuevos equilibrios globales tras la Guerra Fría.
Los diferentes Estados –como, y principalmente, España– se presentaron no tanto como comunidades culturales unitarias y cohesionadas, sino más bien como centros político-económicos de intercambio comercial de bienes y servicios. Así pues, el nacionalismo fue un ingrediente residual a nivel estético paradójicamente en el mismo momento en el que el nacionalismo liberal y el patriotismo socialista estaban alcanzando su particular acmé.
La ceremonia de inauguración, el 19 de abril de 1992, fue retransmitida por 60 canales de televisión de todo el mundo, con una audiencia potencial de miles de millones de televidentes. Para el comisario Cassinello, en esas condiciones la Expo aparecía como «un gran plató de televisión, [un] acontecimiento de comunicación multilateral de alcance global […], una plataforma […] cuya materia de intercambio son las ideas, los sentimientos y las imágenes nacionales»[49].
Los actos programados en los 176 días que permaneció abierta la exposición alcanzaron la exorbitante cifra de 55.000, con un coste aproximado de 18.000 millones de pesetas. El 8 por ciento de dichos actos tuvo carácter gratuito. El coste total de la Expo’92 fue de 140.000 millones de pesetas.
Es cierto que, si al principio los contenidos de la Expo se pensaron sobre todo como culturales, cuanto más se acercaba la fecha de apertura, más la Sociedad Estatal se centró en transmitir una imagen festiva[50] revestida de una intensa modernidad tecnológica, como el tren monorraíl que recorría el recinto o la conexión por AVE entre Madrid y Sevilla. A estos símbolos de modernidad hay que sumar el proyecto fracasado de Cartuja 93, esto es, la recuperación y rentabilización de los activos de la Expo con la construcción de un centro tecnológico y de investigación avanzada.
No faltó, no obstante, el deseo de transmitir a la comunidad escolar española una serie de valores y relatos pedagógicos que los propios organizadores veían fielmente reflejados en la Expo:
La filosofía y los mensajes de Sevilla 92 están inspirados y orientados hacia objetivos de solidaridad mediante la comunicación y el encuentro de pueblos y culturas; hacia compromisos de mayor justicia basada en la tolerancia y el respeto de los derechos de las personas (...) para la defensa de nuestro mundo físico y la paz de nuestro universo social[51].
Por último, como recordó el rey Juan Carlos en su mensaje de Navidad de 1992, la Expo había logrado su objetivo y por eso, en palabras del monarca, «debemos atribuirnos todos y cada uno de los españoles, sin distinciones ni distancias, el triunfo global alcanzado». Un éxito, en fin, obtenido gracias al gran despliegue hecho por los medios de comunicación en la afirmación de un nuevo y posmoderno orgullo español, más que en una definición de los signos de identidad de España como nación que, como hemos visto, la Expo no realizó.
Esto no es óbice para que, pocos años después, esta sensación de triunfo, alimentada por el PSOE, fuera poco a poco minada por los informes del Tribunal de Cuentas (1996-1997) que mostraban una realidad más opaca y que en parte mancharon la memoria ciudadana del evento. Entre 1982 y 1992, la Exposición Universal de Sevilla acumuló pérdidas de 35.000 millones de pesetas (210 millones de euros)[52]. La venta de entradas para los espectáculos organizados solamente cubrió el 10% de los gastos, las indemnizaciones por finalización de contrato añadieron gastos adicionales por valor de 600 millones de pesetas. El Centro de Reservas de Alojamientos dejó pérdidas de 3.200 millones de pesetas, mientras que el coste de las obras de infraestructura superó ampliamente lo presupuestado y más del 40% de los contratos se hicieron por adjudicación directa. Por no hablar de la alta comisión (6.500 millones) pagada a la empresa Telemundi, que además había tenido relaciones comerciales con Filesa, sociedad investigada por presunta financiación ilegal del PSOE.
A pesar de lo cual, tras siete años de pesquisas y numerosas acusaciones del PP, el juez Baltasar Garzón no pudo demostrar ninguna acción fraudulenta más allá de una gestión económica deficiente de los administradores de la Expo. Para Pellón, el verdadero problema en las cuentas de la exposición estaba relacionado con la disparidad de interpretaciones contables entre el Tribunal de Cuentas y la propia Expo.
En 1997 –en plena lucha PP-PSOE acerca de los dineros de la Expo– Felipe González declaró:
Su rentabilidad inmediata, con perspectiva empresarial, no era la que pretendíamos. Para el PSOE y para mí, personalmente, aquella fue una magnífica excusa para hacer una operación que a mí me importaba. Yo pretendía que el sur de España no volviera a estar excluido de las posibilidades de desarrollo futuro. (....) Cuando no se tiene esa perspectiva histórica de cómo se pueden aprovechar los acontecimientos para cohesionar un país y reequilibrar los territorios es inútil discutir[53].
Así pues, la política cultural inherente a la celebración de la Expo respondía supuestamente a un interés por reequilibrar territorialmente el país y hacerlo desde una perspectiva festiva y alejada de equívocas referencias nacionalistas. El evento internacional podía coadyuvar en la generación de un espontáneo y alegre sentido de cohesión, así como en el alborear de un nuevo orgullo nacional enraizado en la propia diversidad española, vista ahora desde una óptica positiva y liberal, perspectiva utilizada asimismo para ver bajo una nueva luz las conquistas coloniales de España.
Una vez más, como en xix y xx, la relación de encuentro/desencuentro entre América Latina y la antigua metrópoli podía contribuir indirectamente a la unificación del país. Como explica Luis Yáñez, dicha relación daba fuerza a la idea de una España «plural», aminorando el pasado retórico y nacionalista de tal relación, porque «el nacionalismo está asociado a todas las catastrofes que ha habido en Europa en el siglo xx. La palabra nacionalismo no me gusta pero tenemos cada uno que defender su territorio en solidaridad con los demás»[54].
Según un estudio del CIS de 1994, el 68% de los españoles consideraba que el Quinto Centenario del Descubrimiento de América tenía que ser conmemorado[55]. En particular, los andaluces (78 por ciento) –frente a catalanes y madrileños– eran quienes estaban más convencidos de la importancia de la celebración. Para el 39 por ciento de los españoles el Quinto Centenario debía juzgarse desde un posicionamiento neutral de aceptación de la historia colonial, a pesar de los posibles errores cometidos por España. El 38 por ciento, sin embargo, defendían una conmemoración de los hechos desde una actitud positiva y patriótica; para un 14 por ciento, en fin, el Quinto Centenario no tenía que celebrarse, pues la conquista española representa un genocidio.
El gran acontecimiento del año –ligeramente por encima de los Juegos Olímpicos de Barcelona– para los españoles fue la Expo de Sevilla. La opinión pública, según el estudio de 1994, juzgó de manera positiva la organización del evento. El 45% de los entrevistados suscribió una lectura de la Expo como «encuentro de culturas», en línea con las directrices queridas por el PSOE. Las críticas por despilfarro y mala gestión se produjeron más tarde, tras la divulgación del informe del Tribunal de Cuentas.
A pesar de los profundos contrastes dentro del PSOE, los actos de 1992 revelan numerosas peculiaridades sobre cómo este partido deseaba según sus intereses que los españoles imaginasen la nación española. De alguna manera, utilizando las palabras de Anderson, la «antigüedad» se convirtió en «consecuencia necesaria» de la novedad y del olvido de las conciencias nacionales anteriores[56].
Primeramente, no se puede hablar de una idea «nueva», sino más bien de una recuperación simplificada de las corrientes regeneracionistas y patrióticas del nacionalismo liberal de principios del siglo xx. El mito americano, de hecho, provenía de dicho sustrato ideológico y permitía recuperar ambiguamente algunos aspectos ideológicos del nacionalismo español. En segundo lugar, el accidentalismo con respecto a la posible definición de nación española y la presencia de identidades sincréticas que una relación desproblematizada con el antiguo Imperio colonial favorecía fueron las notas dominantes de los actos ligados a la conmemoración del Quinto Centenario, cuyo objetivo último era, en palabras de Felipe González, favorecer la integración de una España multinacional. Si los acontecimientos de 1992 ayudaron o no en dicha integración, es hoy una cuestión sobre la que existen notables dudas, dado el crecimiento exponencial de los sentimientos periféricos en toda España a partir de los años noventa.
Del conjunto de instituciones, la que salió más favorecida fue la monarquía, que vio reforzada su legitimidad unificadora gracias a los eventos de 1992. De hecho, la presencia y el papel jugado por los reyes en todos los actos fue más significativo e importante que la del propio presidente del Gobierno, a pesar de tratarse de un proyecto netamente gubernamental.
Por tanto, la estratégica relectura de la historia de 1492 y del descubrimiento de América como excusa para celebrar 1992 como el «año de España», asumió funciones diversas en relación con la identidad nacional que el PSOE trataba de proyectar una vez más gracias a América: recordar la «modernidad» de tal descubrimiento y, de ese modo, la propia de la España socialista; matizar ante la comunidad mundial el oscuro balance del pasado colonial español y hacerlo diplomáticamente provechoso; fundar ambiguamente la identidad española en el multiculturalismo y en la incipiente globalización.
Después de la disolución de la URSS, para el PSOE había llegado el tiempo de un nuevo equilibrio Norte y Sur del mundo. Como ha explicado Carlos Malamud, España deseaba esencialmente presentarse en 1992 como un puente entre América Latina y Europa[57]. La España «puente» de 1992, de hecho, era la manifestación de una doble identidad que también el PSOE intentó mantener de forma estratégica como ingrediente de su propia idea nacional mediante el eficaz eslogan de «encuentro entre dos mundos». De hecho, cuanto mayor fuese la presencia de España en Europa, tanto mayor sería su influencia en América Latina y viceversa.
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