RESUMEN
El artículo examina el concepto de «caudillo» como suprema institución política del régimen franquista, atendiendo a su etimología y usos públicos antes de la Guerra Civil de 1936-1939. El contexto bélico sirvió de plataforma idónea para su aplicación, primero popular y luego legal, al nuevo tipo de autoridad carismática asumida por Franco sobre la base de tres fuentes de poder diferentes pero convergentes: el poder militar, la sacralización religiosa y la jefatura partidista civil. Las consecuentes doctrinas teóricas sobre «el caudillaje» sirvieron para dar cobertura formal a una realidad autocrática y dictatorial que se mantuvo inalterada durante casi cuarenta años de existencia del régimen franquista.
Palabras clave:
ABSTRACT
The article aims to analyse the concept of «caudillo» as supreme political institution of the Francoist regime, considering its etymology and public uses prior to the Spanish Civil War of 1936-1939. The conflict was a useful platform for its application, in the media prior to legal quarters, to the new type of charismatic political authority assumed by Franco as a result of three different but convergent sources: military power, religious sacralization and civilian party leadership. The consequent theories on «caudillaje» were a sort of formal coverage for an autocratic dictatorship which remain untouchable during the forty years of existence of Francoism.
Keywords:
SUMARIO
«Francisco Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios». Tal era la inscripción escrita que circundaba una efigie muy reconocible en el reverso de las monedas españolas acuñadas desde diciembre de 1946 por decisión unánime de las Cortes Españolas y tras su preceptiva publicación en el Boletín Oficial del Estado como «Ley de 18 de diciembre de 1946 sobre acuñación de un nuevo sistema monetario» (BOE de 19 de diciembre de 1946).
No era la primera vez que el general Francisco Franco Bahamonde (Ferrol, 4 de diciembre de 1892 – Madrid, 20 de noviembre de 1975) recibía un homenaje oficial y público de ese tipo reservado normalmente para los monarcas españoles puesto que «la moneda es una expresión de la soberanía» (en palabras del propio Franco pronunciadas el 20 de enero de 1939, muy pocos meses antes de lograr la victoria definitiva sobre el enemigo en la Guerra Civil)[2]. No era, tampoco, la primera vez que una agencia estatal y un documento oficial le atribuía el título de «Caudillo de España» para definir así la suprema magistratura política que ostentaba desde su «exaltación» a la Jefatura del Estado el 1 de octubre de 1936.
En aquella ocasión crucial para su régimen, Franco había recibido en Burgos la transferencia de «todos los Poderes del Estado» que, a su vez, había asumido el 24 de julio de 1936 la Junta de Defensa Nacional, el organismo de mando colegial creado por el generalato sublevado para hacer frente a la conversión en guerra civil de una insurrección militar solo parcialmente triunfante en media España. El carácter dictatorial de aquella solución política provisional era reconocido, como también el hecho de que respondía al único modelo conocido por los mandos sublevados: la dictadura del general Miguel Primo de Rivera (1923-1930). El propio Franco, en declaraciones a la prensa portuguesa el 13 de agosto de 1936, había utilizado el concepto y las fórmulas tecnocráticas propias de aquel ensayo político al que había prestado su concurso:
El Directorio Militar llamará junto a él a los elementos que crea precisos para realizar la obra proyectada en el más breve plazo. Su administración estará a cargo de elementos técnicos y no políticos, ya que intentamos, y lo conseguiremos, transformar por completo la estructura de España. (…) La Dictadura militar procurará agrupar con ella a quienes lo merezcan por su capacidad y (porque) su tecnicismo ofrezca el máximo de garantía[3].
La exposición de motivos del decreto que transformaba a Franco en el representante personal del único poder efectivo imperante en la España insurgente subrayaba «la alta conveniencia de concentrar en un solo poder todos aquellos que han de conducir a la victoria final y al establecimiento, consolidación y desarrollo del nuevo Estado». Por eso mismo, sus compañeros de armas acordaban su nombramiento como «Jefe del Gobierno del Estado español» (una función política-administrativa) y «Generalísimo de las fuerzas nacionales de tierra, mar y aire» (una función militar-estratégica), con el añadido de la plena asunción personal de «todos los poderes del nuevo Estado»[4]. Las palabras de Franco al recibir esa transferencia de poderes de la junta de generales no dejaban duda de que era consciente de la inmensidad de la autoridad recibida y de su procedencia militar:
Mi general, señores generales y jefes de la Junta: Podéis estar orgullosos; recibisteis una España rota y me entregáis una España unida en un ideal unánime y grandioso. La victoria está a nuestro lado. Ponéis en mis manos a España y yo os aseguro que mi pulso no temblará, que mi mano estará siempre firme. Llevaré la Patria a lo más alto o moriré en el empeño. Quiero vuestra colaboración[5].
Cabe subrayar que las primeras disposiciones jurídicas que servirían de fundamento a la amplísima autoridad política asumida por Franco no incluían ninguna mención a su calidad de «caudillo», sino tan sólo a su condición de «jefe del Estado», «jefe del Gobierno del Estado» y «generalísimo». De hecho, la primera ocasión en que se hizo uso público formal de ese título de caudillaje fue casi un año después de esa fecha fundacional, cuando el Boletín Oficial del Estado (28 de septiembre de 1937) publicó una orden de la presidencia de la entonces llamada Junta Técnica del Estado (el organismo de administración civil que Franco había creado al día siguiente de asumir los poderes de la Junta de Burgos). En ella, se daba al título carta oficial de existencia jurídica al instituir la «Fiesta Nacional del Caudillo» de obligada conmemoración durante el resto de la existencia del régimen franquista:
El 1.º de octubre próximo se cumple el primer aniversario del momento histórico en que, asumiendo por la Gracia de Dios y verdadera voluntad de España, los máximos poderes, fue solemnemente proclamado Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos Nacionales de Tierra, Mar y Aire, el Excmo. Sr. General D. Francisco Franco Bahamonde, Jefe Nacional de Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S. y Caudillo Supremo del Movimiento salvador de España.
Con posterioridad, una segunda ocasión para refrendar legalmente la condición de «caudillo» de Franco fue motivada por la publicación del decreto de 31 de julio de 1939 que contenía los «Estatutos de Falange Española Tradicionalista de las JONS» (Boletín Oficial del Estado del 4 de agosto de 1939). En ese texto legal, que sancionaba al partido único formado en abril de 1937 por fusión obligada de todas las fuerzas derechistas como «Movimiento militante inspirador y base del Estado español», su artículo 46 definía el cargo con los siguientes caracteres:
El Jefe Nacional de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, Supremo Caudillo del Movimiento, personifica todos los valores y todos los honores del mismo. Como Autor de la Era Histórica donde España adquiere las posibilidades de realizar su destino y con él los anhelos del Movimiento, el Jefe asume, en su entera plenitud, la más absoluta autoridad. El Jefe responde ante Dios y ante la Historia.
La tercera y decisiva ocasión para corroborar la condición jurídico-política de Franco como «caudillo» tuvo que esperar a la proclamación de la «Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado» de 26 julio de 1947, aprobada por las Cortes franquistas y sometida a Referéndum Nacional (en las condiciones de limitación de la libertad de expresión prevalecientes) y que supuestamente tuvo el apoyo «del ochenta y dos por ciento del Cuerpo electoral, que representa el noventa y tres por ciento de los votantes». En ella el artículo primero convertía a España en un «reino» pero entregaba su «jefatura» vitalicia a un «caudillo» que también era regente de facto y con derecho a elección de sucesor «a título de Rey o de Regente»:
Artículo 1.º. España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino.
Artículo 2.º. La Jefatura del Estado corresponde al Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos, D. Francisco Franco Bahamonde[6].
Quizá el último uso público oficial de la categoría jurídico-política de «caudillo» referido a Franco tuvo lugar con motivo de su fallecimiento, por muerte natural, en la madrugada del 20 de noviembre de 1975. Aquel mismo día, el Boletín Oficial del Estado publicaba un Decreto-ley 15/1975 que disponía tres días de luto oficial en el país con la siguiente explicación: «Fallecido el Jefe del Estado, Caudillo de España y Generalísimo de los Ejércitos, Excelentísimo Señor Don Francisco Franco Bahamonde».
Dejando el ámbito jurídico formal, cabe apreciar igualmente el devenir en el ámbito del lenguaje popular y del léxico mediático de ese título de «caudillo» (pronto en mayúscula y siempre en singular) como expresión de la más alta magistratura del Estado residenciada en la persona de Franco. Y, desde luego, es evidente que su uso fue muy anterior a su conversión en título oficial con motivo de la orden de septiembre de 1937 que instituía la «Fiesta Nacional del Caudillo». De hecho, el vocablo estaba en circulación desde el propio 1 de octubre de 1936, en gran medida como parte de una campaña de prensa y propaganda destinada a proyectar la figura política de Franco en el seno del bando insurgente y por encima del resto de generales sublevados[7].
Así, por ejemplo, el mismo día 1 de octubre de 1936, el diario gallego El Eco de Santiago presentaba a Franco como «ilustre general» nombrado por la Junta de Defensa Nacional como «Jefe del Gobierno del Estado» y «Generalísimo de los Ejércitos», pero añadiéndole la categoría de «Caudillo» de «valor extraordinario» y «uno de los más gloriosos (nombres) del Ejército africano». Por su parte, al día siguiente, 2 de octubre, el diario monárquico Abc (en su edición sevillana) informaba de la asunción de «los plenos poderes» por parte del «Jefe del Nuevo Estado Español» calificándole de «caudillo que tiene los poderes del Estado» y es «fundador de la Patria nueva». Y muy pocas semanas después toda la prensa de la zona insurgente rotulaba sus portadas con las siguientes consignas de inserción obligatoria: «Una Patria. Un Estado. Un Caudillo» (caso, por ejemplo, de La Gaceta Regional salmantina el 5 de noviembre de 1936); «Una Patria: Un Estado; Un Caudillo. Una Patria: España. Un Caudillo: Franco» (caso, por ejemplo, de El Heraldo de Aragón zaragozano el 24 de febrero de 1937); «Una Patria: España; Un Estado Nacionalsindicalista; Un Caudillo: Franco» (caso, por ejemplo, de El Telegrama del Rif melillense el 30 de abril de 1937)[8].
La promoción de la figura de Franco como caudillo de España por la gracia de Dios (y a veces también y sin exclusión: «de la Cruzada», «de la Victoria», «del Imperio», «de la Neutralidad», «de la Paz», «de la Fe», «de la Patria», «de la Nueva España») no fue solo canalizada por la prensa escrita, naturalmente[9]. Aparte de otros medios publicitarios y propagandísticos entonces todavía quizá menos difundidos (como la radio, los noticiarios cinematográficos, la cartelística, los sellos de correos, más tarde la televisión, etc.), también contribuyó a ese propósito la educación formal a través de varios canales (el retrato oficial en las aulas, las menciones en los textos de manuales escolares, los ritos y ceremonias públicas de homenaje). Buen ejemplo de estas fórmulas es la referencia a Franco en el Catecismo patriótico español, libro declarado «de texto para las escuelas» por orden del Ministerio de Educación Nacional en enero de 1939, que era obra del dominico fray Albino González Menéndez-Reigada (obispo de Tenerife en 1924 que en 1946 lo sería de Córdoba). En sus páginas se explicaba a los niños que el Estado español estaba «bajo la suprema autoridad del Caudillo, Generalísimo Franco» y que este era «como la encarnación de la Patria y tiene el poder recibido de Dios para gobernarnos»[10]. Años después (1964), una de las habituales enciclopedias escolares para niños de 12 años reiteraba lo que un pequeño español debía saber sobre ese caudillo providencial:
El día 1.º de octubre de 1936, Franco fue elegido en Burgos Jefe del Estado y Caudillo de España. A partir de dicha fecha consagró por entero su vida y su saber a la Patria y si durante la Guerra de Liberación consiguió brillantes victorias militares, llegada la paz ha conseguido no menos resonantes triunfos políticos. En agradecimiento a sus servicios, prometámosle en este día nuestra adhesión y cariño[11].
La conclusión que cabe extraer de este recorrido por el uso público, tanto popular como oficial, de la expresión «caudillo» referida a Franco es muy evidente: comenzada su circulación como mero término propagandístico que acompañaba a su condición formal de «jefe del Estado» y «generalísimo», muy pronto, en menos de un año, acabó por superar a esas categorías para designar una magistratura superior e inclusiva de las mismas que denotaba la completa concentración de todos los poderes estatales en una sola persona e individuo de manera vitalicia y sin limitación temporal alguna. El jurista italiano Giovanni Mammucari apreció esta transformación progresiva efectuada entre octubre de 1936 y septiembre de 1937 que sería sancionada en 1947 de manera precisa:
El Caudillo, por tanto, es en España Jefe del Estado y, al mismo tiempo, Jefe del Gobierno, Generalísimo de todas las fuerzas de tierra, mar y aire, además de Jefe del Partido Único, la Falange Española Tradicionalista y de las JONS, también llamada «Movimiento». (…) El Caudillo, así pues, no es elegido, ni se confirma ni mucho menos puede ser revocado, no existiendo ningún órgano superior al mismo[12].
En el mismo sentido cabe registrar la conclusión del estudio muy posterior de otro jurista, el español Juan Ferrando Badía, que manifestaba en 1984, casi diez años después de la desaparición del régimen franquista, lo siguiente:
La figura del Caudillo era la institución capital del Régimen por el hecho de constituir la suprema institución de la jerarquía política no sólo en el orden de la representación, sino también en el del ejercicio del poder. Los rasgos que caracterizaban la figura del Jefe del Estado autoritario español eran los siguientes:
Exaltación personal del Jefe y su identificación con el supuesto destino histórico de su pueblo.
Plenitud del poder concentrado en sus manos.
Ausencia de un control institucional de su ejercicio, pues el Jefe del Estado, Franco, sólo era responsable ante Dios y ante la Historia[13].
En definitiva, en su calidad de caudillo, Franco concentraba de manera expresa la plenitudo potestatis y ejercía la máxima autoridad estatal, combinando funciones ejecutivas, legislativas, judiciales, en suma soberanas y constituyentes, de manera vitalicia e inamovible. En consecuencia, durante toda la existencia del franquismo, la figura del caudillo fue objeto de una veneración y exaltación oficialmente cultivada que reduplicaba en el espacio público (con sus lugares de la memoria, monumentos, menciones en el callejero, ceremonias y rituales, etc.) y en el tiempo social (las efemérides, festividades colectivas, conmemoraciones, etc.) tanto su omnímodo poder efectivo como su autoridad legal indiscutida y de origen providencial. Y ante esta situación, cabe legítimamente preguntarse: ¿cómo y cuándo llegó el vocablo «caudillo» a denotar todas esas atribuciones personales de Franco y mediante qué procesos?
Aun cuando la etimología del vocablo es todavía debatida, parece claro que el término «caudillo» podría derivar solo de dos posibles orígenes. Por un lado, de la palabra latina caput (cabeza) a través de su derivación capdellus o capitellus, de uso corriente en la baja latinidad y temprana Edad Media con el sentido de «cabecilla» (lo que también significaba dux como equivalente a «jefe» o «guía» y que en italiano derivó en condottiero o duce). Por otro, de una expresión del temprano castellano que tradujera la palabra árabe cadí (en plural: cadíes) en su sentido de «el que decide», figura típica de la magistratura musulmana que asume poderes judiciales pero también funciones legales y ejecutivas. En ambos casos, el término sugiere un dirigente, alguien que se pone al frente de otros principalmente (aunque no sólo) en acciones de guerra. Es decir: un conductor de huestes armadas y el que ejerce el mando de esas u otras multitudes[14].
Por ejemplo, la Enciclopedia Universal Ilustrada Hispano-Americana (Barcelona, Hijos de Espasa Editores, 1908-1930), en su entrada correspondiente (volumen 12, p. 534, publicado en 1911), define la palabra como un neologismo hispano-americano con significado sobre todo militar (pero no exclusivo): «el que como cabeza guía y manda la gente de guerra» (también el que «es cabeza y director de algún gremio, comunidad o cuerpo»). En realidad, la obra estaba recogiendo la definición del Diccionario de Autoridades, que mantenía esa entrada inalterada en sus términos todavía en su edición de 1984.
Según algunos testimonios, la palabra «caudillo» estaba ya en circulación en el siglo xvi y se difundió en la América colonial para designar a los jefes de las tropas conquistadoras que extendían las fronteras del imperio. Pero fue sobre todo desde inicios del siglo xix cuando la palabra empezó a divulgarse con ocasión de las guerras de emancipación y de las posteriores guerras civiles que azotaron a los países independizados. En aquel contexto de violencia generalizada, la sucesión de fragmentados conflictos bélicos, tanto externos como internos, fue originando en casi todas las nuevas naciones americanas la formación de partidas y grupos de hombres armados que trataban de imponer algún tipo de orden bajo la dirección de un «caudillo popular» que afianzaba (o perdía) su liderazgo por la fuerza de su personalidad en términos de valor, carisma, capacidad de mando y éxito militar. Como explicó ya hace casi un siglo el historiador venezolano Laureano Vallenilla Lanz, el caudillo así surgido no era un bandolero ni un bandido (salvo para sus enemigos, que así querían deslegitimar su causa y persona). Era «el gendarme necesario» en épocas de anarquía, cuando la destrucción de los equilibrios sociales tradicionales hacía de la fuerza armada dirigida por una personalidad fuerte y temida una exigencia para la restauración del mínimo orden, siquiera en ámbitos locales ya que no nacionales (que también):
Es evidente que en casi todas estas naciones de Hispano-América, condenadas por causas complejas a una vida turbulenta, el Caudillo ha constituido la única fuerza de conservación social, realizándose aún el fenómeno que los hombres de ciencia señalan en las primeras etapas de integración de las sociedades: los jefes no se eligen sino se imponen. La elección y la herencia, aún en la forma irregular en que comienzan, constituyen un proceso posterior. Es el carácter típico del estado guerrero, en que la preservación de la vida social contra las agresiones incesantes exige la subordinación obligatoria a un Jefe. Cualquiera que con espíritu desprevenido lea la historia de Venezuela, encuentra que, aún después de asegurada la Independencia, la preservación social no podía de ninguna manera encomendarse a las leyes sino a los caudillos prestigiosos y más temibles, del modo como había sucedido en los campamentos[15].
Así se explica que la primera mitad del siglo xix en la América emancipada fuera la «era de los caudillos», una época de gobiernos más o menos autoritarios bajo la guía personal de grandes figuras que habían logrado éxitos militares de algún tipo en la defensa de su país, de su causa o de sus paisanos, clientes y seguidores. En palabras recientes de otros dos historiadores venezolanos:
Se entiende por caudillo a un jefe guerrero, personalista, político, el cual emplea un grupo armado que le acepta como su jefe a manera de «elemento» fundamental de su poder. El caudillismo es la actividad política dominante desplegada por los caudillos en un momento histórico determinado. Es una forma de dominación patrimonial[16].
Esas figuras de próceres armados se convirtieron en caudillos con indiferencia de cual fuera su extracción social originaria (humildes o poderosos), su ocupación laboral previa (militares, labradores, ganaderos, comerciantes, juristas), su grado de formación cultural (analfabetos, ilustrados, universitarios) y su declarada ideología personal (liberales, conservadores, católicos, anticlericales). Los consecuentes caudillos dominaron la vida política de las naciones latinoamericanas con diferente grado de éxito, duración, apoyo social e investidura institucional: desde José Tomás Rodríguez Bobes al frente de los realistas y José Antonio Páez al frente de los patriotas en Venezuela, hasta Ramón Castilla en el Perú, Juan José Flores en Ecuador, Antonio López de Santa Anna en México, José Gervasio Artigas en Uruguay o Juan Manuel de Rosas en Argentina[17].
En definitiva, la noción de «caudillo» difundida en la América independiente retornó a España en el siglo xix para denotar a los líderes militares que también entonces, como «espadones» en la «era de los pronunciamientos», regentaban las facciones del régimen monárquico liberal a duras penas afianzado contra el carlismo o contra el republicanismo: Baldomero Espartero como «espadón» de los progresistas y Ramón María Narváez como equivalente de los moderados. La razón de ser de ese protagonismo de los generales como «caudillos militares» en la vida política del liberalismo español radicaba básicamente en la propia fuerza del Ejército como institución clave de un aparato estatal débil, enfrascado en una sucesión de conflictos interminables y sometido a desafíos sociales y políticos crecientes y graves. En palabras del dirigente republicano Emilio Castelar durante el sexenio democrático: «Sin los generales somos tan débiles que no podemos vivir[18]. La consecuente aplicación del término «caudillo» para denotar a esas personalidades capaces de mover tropas en favor de uno u otro programa o partido era así lógica. Sin olvidar que el término también podía aplicarse a figuras prominentes de la vida política: Antonio Cánovas del Castillo, sin ir más lejos, denominó «caudillo de la plebe» al financiero y político Juan Álvarez Mendizábal; en tanto que Alejandro Lerroux, en su época radical barcelonesa, fue bien conocido y aclamado como «caudillo de las masas» republicanas y obreras[19].
En los decenios previos a la Guerra Civil, el término «caudillo» volvió a tomar protagonismo público como resultado de las operaciones militares para implantar la paz en el Protectorado de Marruecos (1908-1927), una tarea que provocó hemorragias financieras y demográficas además de crecientes conflictos socio-políticos en la metrópoli. La prensa española derechista comenzó a denominar «gloriosos caudillos», «caudillos heroicos», «caudillos de África» o «invictos caudillos» a los mandos militares que, como jefes y oficiales, dirigían las tropas del Ejército de África (caso de los generales Berenguer, Sanjurjo y Fernández Silvestre y del coronel José Millán Astray, el fundador de la Legión en 1920)[20].
A título de ejemplo, en enero de 1923, el popular semanario madrileño Nuevo Mundo dedicó un reportaje ilustrado (firmado por el periodista Juan Ferragut) a la figura del entonces comandante Francisco Franco, que había tenido una destacada actuación después del desastre de Annual en el verano de 1921. En el mismo, hablando de los jefes militares africanistas, Ferragut no dudaba en incluirlo entre «los mejores, los caudillos, los que cuando el pánico de la derrota vergonzosa cundía supieron ser fuertes, héroes y españoles» (como el general Sanjurjo y el coronel Millán Astray, citados expresamente). Y antes de terminar ese año, el 31 de octubre, otro semanario madrileño muy popular, Mundo Gráfico, informaba de la boda de Franco en Oviedo con un titular significativo: «La boda de un Caudillo heroico».
También las revistas profesionales militares hacían uso regular de ese vocablo con el mismo sentido, como demuestra un artículo publicado en la ceutí Revista de Tropas Coloniales en junio de 1924 que bajo el título de «El Caudillo de Xexauen» homenajeaba al general Dámaso Berenguer, «el amado del Ejército de África». Esa misma revista, ya dirigida por Franco como coronel, publicaba en su número de marzo de 1925 un artículo sobre su nuevo director del político conservador Antonio Goicoechea que no dudaba en alabarle como jefe militar africanista con esta frase: «Por su juventud, por su historia, por su triunfal carrera, el nuevo coronel Franco es un hijo del ambiente militar de la Legión y un singularísimo prototipo de ella. (…) El soldado, audaz, se ha convertido en un caudillo».
Exactamente un año más tarde, en marzo de 1926, con motivo de su ascenso al generalato, Franco volvió a ser incluido entre «los nombres de los caudillos más significados» (entendidos como «ilustres hombres de guerra» y abarcando a los conquistadores del siglo xvi) en un homenaje que le tributaron sus compañeros de promoción de la Academia de Infantería de Toledo. El pergamino entregado con ese motivo incluía una dedicatoria que, al igual que el texto de Goicoechea, resulta extrañamente premonitoria:
Cuando el paso por el mundo de la actual generación no sea más que un comentario breve en el libro de la Historia, perdurará el recuerdo de la epopeya sublime que el Ejército español escribió en esta etapa del desarrollo de la vida de la Nación. Y los nombres de los caudillos más significados se encumbrarán gloriosos, y sobre todos ellos se alzará triunfante el del general don Francisco Franco Baamonde (sic) para lograr la altura que alcanzaron otros ilustres hombres de guerra, como Leiva, Mondragón, Valdivia y Hernán Cortés, y a quien sus compañeros tributan este homenaje de admiración y afecto por patriota, inteligente y bravo[21].
El uso en singular y mayúscula del término parece que comenzó durante la dictadura del general Primo de Rivera (1923-1930). Fue parte del proceso de «construcción carismática» de su figura pública como gobernante autoritario pero eficaz, para compensar su falta de legitimidad constitucional o tradicional. Ese proceso requirió la movilización de recursos muy diversos (medios de comunicación impresos y radiofónicos, ceremonias civiles y militares patrióticas) y de fórmulas innovadoras (creación de una Oficina de Información, campañas de prensa orquestadas a nivel nacional, financiación de actos, medios y periodistas afines). En la estela de esa operación se enmarcaba su presentación como «Cirujano de Hierro» que venía a curar los males de la Patria (en la mejor línea regeneracionista de Joaquín Costa») o como «Caudillo Nacional» (una especie de traducción del término duce aplicado en Italia a Mussolini, cuyo aparato de propaganda se admiraba y trataba de imitarse). Cabe subrayar que la experiencia entonces adquirida no dejaría de estar presente en las primeras etapas de configuración de la política propagandística del franquismo, una circunstancia favorecida porque muchos de los personajes encargados de esta labor bajo Primo de Rivera asumirían la misma tarea bajo Franco: José María Pemán, José Pemartín, Julián Cortés Cavanillas y Máximo Cuervo[22]. En todo caso, es significativo del perfil adoptado por el vocablo que, con ocasión del cese del dictador por el rey Alfonso XIII a principios de 1930, el boletín del Comité Ejecutivo de la Unión Patriótica (el amago de partido fundado años antes para servir de apoyo civil a la dictadura), llevara en su portada, en versales grandes, el siguiente titular: «El 28 de enero cesó en el Gobierno nuestro Caudillo».
Quizá por esa misma utilización del término en sentido político y carismático bajo la dictadura primorriverista, el vocablo tuvo poco prestigio y menor recorrido durante el quinquenio democrático de la Segunda República entre 1931 y 1936. No en vano, como acreditan los estudios del léxico político del periodo, su uso estaba casi siempre asociado a «contextos de contenido negativo», a tono con la «especial sensibilidad civilista y antimilitarista de la época» («los términos “caudillo” y “mesnada” no figuran en el vocabulario socialista»; «Nuestra lucha contra el caudillismo será implacable»)[23].
Sin embargo, en los sectores derechistas más hostiles al régimen democrático republicano, el término no era rechazado, ni mucho menos. José Calvo Sotelo, exministro de la dictadura y líder del monarquismo autoritario opuesto frontalmente al régimen, abogó siempre por una acción militar contra el mismo y apeló de manera regular a los «caudillos» a los que tocaría «hablar» en la «atmósfera cargada de España», justo un mes antes de la intentona militar de agosto de 1932 liderada por el general Sanjurjo[24]. Casi paralelamente, José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador, converso al fascismo y futuro líder de la Falange Española, apelaba a un caudillo que fuera «un profeta» con «una dosis de fe, de salud, de entusiasmo y de cólera que no es compatible con el refinamiento». En las filas de la oposición configurada por el catolicismo político, a tono con su estrategia posibilista, se popularizó entonces el más civilista término de «jefe» (con preferencia a «líder», «dirigente» y «prohombre») para denominar a sus «caudillos» políticos[25]. Fue así como José María Gil Robles, el líder indiscutido del catolicismo político español, fue aclamado como «Jefe», con mayúscula y mediante un grito/consigna de estructura trimembre muy habitual en todas las concentraciones de la CEDA: «¡Jefe, Jefe, Jefe!» (grito que recordaba la triple invocación divina propia del culto religioso en los oficios: «Santo, Santo, Santo, es el Señor, Dios del Universo…»).
En el contexto crítico de las vísperas de la Guerra Civil hay un caso sobresaliente del uso del término en las filas socialistas que merece mención expresa. En su certero discurso de Cuenca del 1 de mayo de 1936, Indalecio Prieto advertía a sus correligionarios del riesgo de una intervención militar contra el gobierno frentepopulista y no dudaba en anotar quién era el candidato idóneo para actuar como «el caudillo de una subversión militar»:
No he de decir ni media palabra en menoscabo de la figura del ilustre militar. Le he conocido de cerca, cuando era comandante. Le he visto pelear en África; y para mí, el general Franco (...) llega a la fórmula suprema del valor, es hombre sereno en la lucha. Tengo que rendir este homenaje a la verdad. Ahora bien, no podemos negar (...) que entre los elementos militares, en proporción y vastedad considerables, existen fermentos de subversión, deseos de alzarse contra el régimen republicano, no tanto seguramente por lo que el Frente Popular supone en su presente realidad, sino por lo que, predominando en la política de la nación, representa como esperanza para un futuro próximo. El general Franco, por su juventud, por sus dotes, por la red de sus amistades en el ejército, es hombre que, en momento dado, puede acaudillar con el máximo de probabilidades –todas las que se derivan de su prestigio personal– un movimiento de este género[26].
La sublevación militar iniciada el 17 de julio de 1936 de Melilla no fue el preludio para el éxito de la simultánea sublevación del resto de las guarniciones en toda España. Al contrario que en 1923, la empresa insurreccional no era la tarea unánime de toda la corporación militar y en apenas tres días quedó claro que los sublevados tenían enfrente a una parte significativa de sus compañeros de armas, rápidamente reforzados (y superados) por milicias armadas sindicales y partidistas. En virtud de esa división de fuerzas militares y resistencias civiles, el golpe auspiciado por una facción grande pero no abrumadora del Ejército resultó sólo parcialmente victorioso en media España, abriendo la vía para una guerra civil de resultado, en principio, incierto[27].
En la zona donde el golpe logró sus objetivos, el poder quedó en manos de la cadena de mando del Ejército sublevado, con arreglo a la preceptiva declaración del estado de guerra y previa depuración de elementos hostiles o indecisos en sus filas. La militarización consecuente fue seguida de una involución social y política que tanto derogaba las reformas democráticas adoptadas por los gobiernos republicanos como destruía las organizaciones obreras partidistas y sindicales, ya fueran reformistas o revolucionarias. Para evitar la dispersión de mando generada por los fracasos cosechados, y ante la muerte inesperada en accidente aéreo en Lisboa del general Sanjurjo (jefe supremo de la sublevación tácitamente aceptado), el general Emilio Mola constituyó en Burgos el 24 de julio de 1936 la Junta de Defensa Nacional «que asume todos los Poderes del Estado y representa legítimamente al País ante las Potencias extranjeras» (según rezaba el decreto número uno publicado en el nuevo Boletín Oficial de la Junta de Defensa Nacional al día siguiente). Presidida por el general Miguel Cabanellas en su condición de jefe más antiguo en el escalafón, quedó integrada por la plana mayor del generalato sublevado: Mola, Saliquet, Ponte, Dávila, Franco, Queipo de Llano, Orgaz, Gil Yuste, más el almirante Moreno y los coroneles Montaner y Moreno Calderón (como secretarios). Sin embargo, la dirección de las operaciones bélicas quedó a cargo de los tres generales que dirigían las tropas en los frentes abiertos: Mola, al mando de las tropas del núcleo centro-norteño; Queipo de Llano, al mando del foco sevillano; y Franco, que comandaba las tropas de África cuyo traslado a la península permitiría emprender la marcha sobre Madrid.
El contexto de guerra civil generado, con su fragmentada geografía de micropoderes locales y pequeñas fuerzas enfrentadas (según Cardona, al principio, «ambos bandos luchaban con columnas bastante primitivas»), fue la plataforma idónea para la reactivación en el bando insurgente del vocablo «caudillo» en su habitual sentido de «jefe militar» valeroso y heroico. Y, quizá por la misma razón, se produjo su exclusión radical del vocabulario de los enemigos republicanos, ya fueran reformistas demócratas o revolucionarios sociales. Esa reactivación fue propiciada por el hecho de que buena parte de los líderes insurgentes se habían formado en África, conocían y apreciaban el término y, además, su caudal lexicográfico (como parte de su cosmovisión ideológica) pasaría a ser pronto el elemento dominante de la retórica pública del incipiente aparato institucional insurgente[28]. Por si fuera poco, ese vocablo y su contexto léxico era también conocido y apreciado por múltiples periodistas y políticos derechistas que iban a cooperar desde el principio con los militares sublevados en la difícil tarea de construcción de un Estado alternativo a la odiada democracia republicana.
El retorno del vocablo «caudillo» a la arena pública puede seguirse en las proclamas, arengas, discursos y declaraciones hechas por los jefes sublevados a partir del inicio de la guerra, así como también puede registrarse en las noticias, artículos y entrevistas impresas en los diarios y medios favorables a los mandos insurgentes y de inmediato bajo su control. No en vano, como resultado de la declaración del estado de guerra por parte de la Junta de Burgos el 28 de julio de 1936 (Boletín del 30 de julio de 1936), quedaban sometidos a la jurisdicción militar y juicio sumarísimo los autores del siguiente delito de rebelión: «Los que propalen noticias falsas o tendenciosas con el fin de quebrantar el prestigio de las fuerzas militares y de los elementos que prestan servicios de cooperación al Ejército». La consecuente censura previa de todas las comunicaciones e informaciones fue complementada de inmediato con la emisión de directrices y consignas de propaganda de obligada inclusión, así como de la expulsión y eliminación de todo el personal de los medios desafecto u hostil.
Apenas unos días más tarde de aquella medida de militarización de la política informativa, el 5 de agosto (Boletín del 9 de agosto de 1936), la Junta instituyó el «Gabinete de Prensa» para atender «los convenientes trabajos relacionados con esta especialidad». Sin duda forzados por la marcha de la guerra, el 24 de agosto (decreto publicado en el Boletín del 25 de agosto de 1936) el Gabinete pasó a llamarse «Oficina de Prensa y Propaganda» y aumentó sus competencias al convertirse en «órgano encargado exclusivamente de todos los servicios relacionados con la información y propaganda por medio de la imprenta, el fotograbado y similares y la radiofonía». Desde el principio, el organismo estuvo a cargo de dos figuras clave: los periodistas derechistas Juan Pujol Martínez (exdiputado de la CEDA y director del diario madrileño Informaciones antes de la guerra) y Joaquín Arrarás Iribarren (excorresponsal de El Debate en Marruecos, miembro del grupo monárquico-autoritario Renovación Española y luego primer biógrafo oficial de Franco)[29].
Mientras ese grupo burgalés tomaba forma, Franco también asumía la tarea de controlar la prensa y propaganda gracias a los servicios de Luis Bolín Bidwell, excorresponsal de Abc en Londres que había gestionado su viaje en aeroplano desde Las Palmas a Tetuán al inicio de la sublevación, acompañándole y realizando diversas tareas internacionales para él desde entonces. A Bolín se le unirían muy pronto otras dos figuras: el famoso general Millán Astray (fundador de la Legión) y el médico y periodista Víctor Ruiz Albéniz (cronista de guerra en las campañas coloniales bajo el pseudónimo de El Tebib Arrumi: «médico cristiano», en árabe). Ambos se sumaron al equipo de auxiliares de Franco cuando este trasladó su cuartel de Tetuán a Sevilla a principios de agosto de 1936, siguiendo el avance victorioso de sus tropas hacia Madrid. Tras la elección de Franco para el mando único a fines de septiembre, su oficina de prensa y propaganda asumiría a la burgalesa y se reforzaría con nuevos activos como sería el caso del excéntrico escritor y crítico literario Ernesto Giménez Caballero, temprano admirador de Mussolini y precursor del fascismo español con su libro Genio de España (1932)[30].
Para completar el equipo inicial de la propaganda insurgente hay que mencionar a la plantilla del diario monárquico Abc residente en Sevilla: el director Juan Carretero; su tío y propietario, Juan Ignacio Luca de Tena; Manuel Sánchez del Arco, redactor-jefe; Juan María Vázquez, Antonio Olmedo, Tomás Borrás, José María Pemán, Luis de Galinsoga como articulistas permanentes u ocasionales, etc.). Esta cabecera prestigiosa, que sin duda recordaba bien la lealtad monárquica de Franco (en contraste con el republicanismo de Queipo o la indiferencia de Mola), se convertiría en una plataforma de expresión de los insurrectos influyente (superaba ampliamente los cien mil ejemplares de circulación al día) y muy proclive a promover la figura de Franco: «Abc de Sevilla, el diario de mayor circulación de la España nacional» y «el que mayor espacio le destinó a la figura de Franco»[31].
El mencionado diario nacional impreso en Sevilla (su homólogo en Madrid fue incautado por los republicanos, que variaron su línea editorial radicalmente) otorgó inicialmente una atención prioritaria a la figura de Queipo por razones obvias (era el líder de la sublevación en Andalucía), atribuyéndole el título de «caudillo» en varias ocasiones, al igual que al ya fallecido Sanjurjo[32]. Sin embargo, sus páginas permiten seguir el creciente protagonismo del general Franco en virtud de su crucial importancia al frente de las decisivas tropas marroquíes y de su historial de éxitos militares durante la ocupación de Extremadura y el avance por el valle del Tajo hacia Madrid.
La primera mención del futuro caudillo en el Abc sevillano se produce el 22 de julio de 1936, cuando ya está claro que el golpe ha devenido en guerra. Se trata de varias citas a «proclamas» radiofónicas y «telegramas» del «general Franco», presentado como «jefe del Ejército de Marruecos», que subrayan los éxitos del «movimiento militar» («No ha podido ser mayor el éxito logrado»), aseguran el próximo triunfo («El final está muy próximo») y señalan el enemigo a batir («la roja anarquía que nos tiranizaba, convirtiendo nuestro glorioso solar en una mísera colonia rusa»). Al día siguiente, la portada del diario reproduce «La patriótica alocución del general Franco al iniciar el movimiento», que no es sino la alocución pronunciada el 18 de julio en Las Palmas con ocasión de la declaración del estado de guerra. Tres días más tarde, el 26 de julio, también en portada y en páginas interiores, Franco figura de manera prominente presentando su alocución radiada desde Tetuán del día anterior a los militares españoles bajo el rótulo de «La patriótica alocución del caudillo» (primer uso del término en la guerra para referirse a su persona). Con una singularidad en ese uso porque esa alocución incluía los vocablos «caudillos» y «cruzada» en el texto original: «Y ya que hablo a militares o a profesionales del Ejército, a Cuerpos armados, he de recomendar la fe en la cruzada, la firmeza del caudillo, sin desmayar un solo instante».
El 28 de julio de 1936 Franco se trasladó en avión a Sevilla para preparar la llegada de las tropas marroquíes que iban a iniciar la marcha sobre Madrid y el diario, ese mismo día, daba cuenta de su presencia en la capital anunciándole como «el general Franco, cabeza insigne del movimiento libertador». Un día después, antes de su regreso a Tetuán, la portada del diario reproducía sus declaraciones con este preámbulo informativo:
Ayer estuvo en Sevilla el general Franco. No es caso de hacer la semblanza de este ilustre caudillo, uno de los propulsores del movimiento militar salvador de España. El general Franco, aquel valiente capitán de Regulares, aquel comandante de la Legión, cuyo heroico espíritu es insuperable, no necesita de presentaciones ni de elogios. El nombre de Franco es familiar en todos los hogares de España.
En días sucesivos, el diario siguió haciéndose eco de las actividades, declaraciones y alocuciones de Franco, siempre presentándolo como «excelentísimo general», «españolísimo caudillo», «insigne general» o «ilustre caudillo» (ejemplares de los días 30 de julio, 3 de agosto y 16 de agosto). El progresivo encumbramiento de su figura sobre el resto de generales, derivación del éxito de sus tropas en la marcha sobre Madrid (en comparación con el estancamiento de las de Queipo y Mola en sus áreas respectivas), se aprecia en la portada del 23 de agosto de 1936. Bajo una gran fotografía a toda plana en la que aparece acompañado del teniente coronel Yagüe (que comandaba las columnas en marcha), un texto a pie de foto le identifica como: «El general Franco, jefe del movimiento salvador de la Patria». Un par de semanas después, el 10 de septiembre, el diario repitió casi la misma fórmula icónica y léxica: una gran foto de Franco en el balcón de su cuartel general de Cáceres con un pie de texto que rezaba «El general Franco, jefe de las fuerzas del Ejército nacional». Y esa promoción de su figura era complementaria a una llamada a la más férrea unidad nacional bajo dirección militar que conllevaba, por pura lógica, la unidad de mando personal de todas las operaciones militares y políticas. El 9 de septiembre, un editorial del propio Luca de Tena («Cara a la nueva España») señalaba que «la autoridad militar tiene razón en querer cortar de raíz todo motivo de diferencia, venga de donde viniere». Y dos días después el periodista Francisco de Cossío reiteraba la demanda en una destacada columna titulada «Frente Nacional»: «¿Quién puede resumir en estos momentos el anhelo común de salvación nacional que a todos nos anima? Exclusivamente el Ejército. Se impone, pues, una rígida disciplina que aúne a todos los españoles».
Cuando se produjo la transmisión de poderes de la Junta burgalesa al nuevo jefe del Estado y generalísimo, Abc no dudó en prestar al acto la debida atención preferente en la medida en que se cumplían sus exigencias de unidad sin fisuras y mando personal único para vencer al enemigo. La noticia del nombramiento de Franco para ambos cargos publicada el 30 de septiembre fue completada con una breve biografía (de las primeras aparecidas en la prensa española) que subrayaba su valor como militar africanista con este colofón: «El resto de la historia del caudillo es tan actual, que no es preciso consignarlo en estas notas compuestas a vuela pluma. Esperemos el juicio de la Historia, que habrá de comparar al general Franco con los genios de la guerra».
Los homenajes no dejarían de prodigarse sobre el nuevo «caudillo», «generalísimo» y «jefe del Estado» (así se le denomina en las crónicas del día 2 de octubre, describiendo la ceremonia de transmisión de poderes). Y tampoco dejaría de apreciarse (crónica del 3 de octubre) que esa concentración de poderes bien merecía el calificativo de «dictadura» en su sentido más ponderativo (como había tenido el término entre las derechas durante el gobierno de Primo de Rivera): «En esta forma la Junta se convierte en un Gobierno oficial, bajo la presidencia del general Franco, que es su jefe único y reúne en sus manos poder por lo menos igual a los de cualquier dictador».
El diario sevillano no erraba el juicio y esa misma apreciación reflejaría la crónica del acto publicada el 2 de octubre por La Gaceta Regional de Salamanca, en cuya portada figuraba en grandes titulares la noticia del traspaso de poderes con estas palabras: «El nuevo Dictador de España dirigió la palabra a una imponente muchedumbre». Y en su texto central de portada reiteraba sin remordimiento léxico y con precisión conceptual un término (dictador) que no era entonces una palabra ominosa para los militares sublevados y sus apoyos civiles aun cuando luego fuera orillada en beneficio de otras (caudillo, por ejemplo):
Suenan las bandas de música, pero la música se desvanece y quedan apagados los ruidos de los instrumentos por los aplausos de la muchedumbre. Vivas y estentóreas ovaciones que el pueblo, el verdadero pueblo, tribuna al nuevo Jefe del Estado español, al Dictador. (…) El Dictador revista las tropas y las milicias. (…) Aquí sólo daremos una impresión de las vibrantes palabras del heroico general, hoy Dictador de España. (…) Arriba, dominando a la multitud, con gesto de Caudillo (sic), el que dentro de unos minutos asumirá los plenos poderes. Abajo, el pueblo y el Ejército confundidos, dispuestos a responder con sus vidas y haciendas las palabras del Dictador. (…) En la Plaza de Alonso Martínez se encuentra hoy representada la España sana, la España que está en pie y delante de ella, como conductor indiscutible, un Jefe firme y sereno: un Dictador, el general Franco. ¡Viva Franco! ¡Viva Franco! ¡Viva Franco! ¡Viva España! ¡Viva siempre España!.
A partir de aquel momento, la palabra «caudillo» dejó de aplicarse a otros jefes en la retórica oficial de la España insurgente por razones obvias. Sintomáticamente, un biografía de Franco y otros «soldados ilustres de la Nueva España» (Mola y Varela) que vio la luz en enero de 1937 en Melilla todavía denominaba a los tres «caudillos de la guerra». Pero el mismo autor se cuidaba de subrayar la preeminencia de «Franco, el Generalísimo de nuestros Ejércitos», enfatizando que España estaba «bajo la dirección única y suprema de nuestro Caudillo». El formato léxico plural daba paso al singular y las iniciales minúsculas a la forma mayúscula. Y esa transformación tenía una razón bien subrayada con estilo bombástico:
El General Franco Bahamonde ha llegado al más alto puesto de la Nación, aureolado con luces de la inmortalidad, porque, aparte de sus condiciones morales, es la personificación del heroico Ejército Español, al que debemos la señalada dicha de haber salvado a España de lo que para fecha fija iba a ser su inevitable ruina[33].
En efecto, el 1 de octubre, en Burgos, había nacido el régimen franquista en medio de una guerra civil y sobre la base de una dictadura militar colegiada que había optado por entregar todos sus omnímodos poderes a uno de sus integrantes de manera personal y vitalicia. Un depositario que hasta entonces no había reservas en llamar «buen Dictador» o «auténtico Dictador».[34] Un dictador que muy pronto pasaría a ser el «Caudillo de España», con la correspondiente gestación de un cuerpo de doctrina ideológica que trataría de legitimar su nueva condición de gobernante absoluto, soberano y providencial.
Cuando la sublevación militar se inició en julio de 1936, el arsenal léxico y doctrinal de la tradición militarista y africanista del ejército español se puso en marcha para justificar su acción y legitimar su autoridad. No en vano, como recordaba en una obra clásica el politólogo Manuel García-Pelayo, las sociedades humanas siempre requieren «unos sistemas de ideas y creencias destinados a mantener los valores en que se sustentaban, a consolidar la estructura en que se configuraban y a proporcionar (a sus integrantes) unas pautas de orientación y de acción»[35]. Desde luego, los militares sublevados conocían y compartían gran parte de los postulados y sistemas de ideas-fuerza que conformaban el acervo común de las diversas «culturas políticas» de las derechas antiliberales y reaccionarias españolas: desde el corporativismo posibilista del catolicismo político mayoritario durante el régimen republicano hasta el autoritarismo monárquico en sus versiones alfonsina o tradicionalista carlista, pasando por el nuevo ideario del falangismo filofascista[36]. Pero fuera cual fuera la influencia de cada una de esas culturas políticas en el seno de esos mandos militares (y es evidente que predominaban con mucho los católicos y monárquicos sobre los carlistas y falangistas), todos estaban de acuerdo en el carácter exclusivamente militar del movimiento de fuerza en curso. Ninguno objetó un ápice de lo que el general Mola declararía como aviso a navegantes a mediados de septiembre de 1936 (justo antes de que la Junta decretara «un apartamiento absoluto de todo partidismo político» y la subordinación de todos «al Ejército, símbolo efectivo de la unidad nacional»):
Tengo una confianza ciega en estos muchachos impetuosos que hoy exigen (apenas velada referencia a las milicias partidistas, falangistas y carlistas); pero tengan bien entendido que en esa obra de reconstrucción nacional que se han propuesto realizar y que realizarán, ¿quién lo duda?, en esa formidable empresa hemos de poner nosotros, los militares, sus cimientos; hemos de iniciarla; nos corresponde por derecho propio, porque es ése el anhelo nacional, porque tenemos un concepto exacto de nuestro poder y porque únicamente nosotros podremos consolidar la unión del pueblo con el Ejército[37].
Los consecuentes «mitos movilizadores» para estimular el celo combatiente, sin menospreciar los aportes falangistas con su ropaje de modernidad y prestigio internacional, fueron más clásicos y tradicionales que otra cosa. Ante todo, el nacionalismo español unitarista, integralista e historicista: la «España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio» que alabara Marcelino Menéndez y Pelayo y aprendieran a amar los cadetes de las Academias Militares desde fines del siglo xix. Y, a su lado, el catolicismo identificado con la idea de Cruzada «por Dios y por España» que llevaba siglos proclamando la idea de «España como país predilecto y predestinado para la realización del Reino de Cristo». En este punto, los discursos de movilización de masas del bando insurgente recurrieron por inercia a lo que era acervo común y sustantivo en todas las derechas españolas y en el alma de las dos corporaciones burocráticas que articulaban el ser y el hacer del Nuevo Estado en construcción: «el culto místico hacia la nación» de los militares y «la teología política del nacional-catolicismo» de los sacerdotes y su discurso de la Cruzada providencial y purificadora[38].
Precisamente uno de los focos de convergencia de todas las culturas políticas de la derecha antiliberal española fue la doctrina del caudillaje como fórmula de suprema autoridad y mando exigida por las circunstancias bélicas y ajustada a las tradiciones nacionales y a los imperativos internacionales. La coincidencia sobre el asunto fue unánime y el resultado bien conocido: el encumbramiento de Franco a la condición de Caudillo carismático y providencial de magistratura vitalicia, plenos poderes constituyentes y juicio soberano inapelable.
Los mandos militares sublevados iniciaron el proceso por su propio protagonismo en la insurrección y en la dirección de las operaciones bélicas y fueron ellos quienes, a finales de septiembre de 1936, procedieron a elegir al general Franco como «Generalísimo» y «Jefe del Estado» sin consulta con nadie, al margen de las preferencias políticas expresadas desde Roma y Berlín, que eran más influyentes que cualquier otra opinión política interna[39]. La imposición de la «unidad de mando» en torno a Franco estaba a tono con la visión jerárquica y disciplinada de los jefes militares ante una situación de emergencia nacional, respondía al «principio de unidad y autoridad» indivisa y no dejaba de ser «un signo de cesarismo» encomiable por sus éxitos («Los césares eran generales victoriosos», rezaría una consigna inmediatamente adoptada por la propaganda insurgente)[40]. El recurso al vocablo «caudillo» era lógico habida cuenta de su amplia circulación previa para denotar al jefe militar heroico que, además, asumía atribuciones políticas omnímodas. De hecho, ese término permitía fusionar sin distingos en una sola magistratura las dos formalmente «transferidas»: la autoridad militar para librar la guerra y la autoridad política para edificar el aparato estatal alternativo. La consagración del caudillo ante sus compañeros de armas tuvo lugar con la ceremonia del Desfile de la Victoria celebrado en Madrid el 19 de mayo de 1939, cuando Franco recibió la más alta condecoración militar española por su proeza (la Gran Cruz Laureada de San Fernando)[41].
En el caso de la jerarquía eclesiástica, la conversión del esfuerzo bélico insurgente en una Cruzada por la fe de Cristo fue muy pronto completada con la elevación de Franco a la categoría de homo missus a Deo, enviado de la Divina Providencia para defender la Iglesia y restaurar su papel en la nación española a tono con los postulados del nacional-catolicismo. El cardenal primado y arzobispo de Toledo, Isidro Gomá, informó al Vaticano desde el principio que Franco era el más favorable hacia la Iglesia de los mandos sublevados («Quien tiene mejores antecedentes en este punto es el generalísimo Franco, católico práctico de toda la vida») y recibió pronto confirmación de esa disposición en forma de medidas legales, económicas y culturales que restablecían los derechos y privilegios del catolicismo suprimidos por la República[42]. El tránsito hacia la fórmula de «Caudillo por la Gracia de Dios» fue muy rápido porque enlazaba con la vieja idea teológica de la autoridad como investidura divina y remedaba la fórmula del Rex per Gratia Dei habitual en la tradición histórica católica y española. Terminada la guerra, al día siguiente del Desfile de la Victoria, la ceremonia del Te Deum de acción de gracias por el triunfo celebrada en la iglesia de Santa Bárbara de Madrid, con Franco recibido por la jerarquía episcopal en pleno y entrando bajo palio, solo confirmó una realidad previa ahora sacralizada formalmente[43].
Por lo que respecta al partido político unificado, su impronta dominante falangista asumió el caudillaje de Franco porque concordaba con su propia concepción jerárquica y carismática del liderazgo político. Además, la pérdida de José Antonio y su difícil reemplazo habían minado crucialmente a Falange, impidiéndole resistir la decisión de Franco, mediante decreto del 19 de abril de 1937, de apropiarse de sus estructuras, simbologías y masas para fusionarlas con otros grupos políticos derechistas y fundar así un nuevo partido unificado que sirviera de tercer pilar, junto al Ejército y la Iglesia, para su régimen de poder personal caudillista: la Falange Española Tradicionalista y de las JONS[44]. Como reconocería Dionisio Ridruejo, entonces joven líder falangista a cargo de la propaganda oficial, oponerse hubiera sido suicida y aceptarlo redundaba en beneficio de ambas partes porque solucionaba un problema real: «un movimiento sin caudillo y un caudillo sin movimiento». En consecuencia, la conversión de Franco (un caudillo militar con sanción religiosa) en caudillo de la nueva Falange fue aceptada como única vía para realizar la «Revolución nacional-sindicalista» al compás de la guerra y gracias a un «caudillaje cimentado en la potencia militar» con poderes omnímodos y supremos pero asesorado y aconsejado por sus fieles seguidores y servidores: «El Caudillo no está limitado más que por su propia voluntad, pero esta voluntad limitativa es justamente la razón de existir del movimiento»[45].
La convergencia de las tres instituciones en torno a la necesidad del caudillaje de Franco como César victorioso, providencial y soberano cimentó el culto a la mítica personalidad carismática que se mantendría, con mayor o menor intensidad y modalidad, hasta su propio fallecimiento en 1975. Y por eso mismo «el caudillo» se convirtió, de hecho antes que de derecho, en la «suprema y única institución» del régimen franquista[46].
Por supuesto, esa construcción de un régimen caudillista de poder personal mitificado no era una excepción insólita de la historia española del siglo xx. Era, más bien, uno de los casos más definidos de los nuevos tipos de regímenes autocráticos surgidos en Europa durante la «era de los dictadores», que tuvo su eclosión principal en los años de guerras y entreguerras (1914-1945). Entre otros, los regímenes de Lenin en Rusia en 1917, Pilsudski en Polonia en 1919, Horthy en Hungría en 1920 y, sobre todo, Mussolini en Italia en 1922 y Hitler en Alemania en 1933. Unos regímenes que, a diferencia de las previas dictaduras decimonónicas (monárquicas o militares), se configuraban mediante un proceso de «carismatización» de la autoridad personal «en torno al culto al líder misionario y ejemplar destinado a rehacer la unidad nacional y conducir a su pueblo hacia una nueva era»[47]. Un fenómeno tan evidente que había propiciado la formulación por Max Weber en 1921 de su concepto de «autoridad carismática» como uno de los tres tipos de «fundamentación legítima de la autoridad política» existentes, que se contraponía y codeterminaba con los dos tipos básicos registrados en la historia: la autoridad «tradicional» (que reposaba en la costumbre y el derecho consuetudinario, ya fuera de orden dinástico o teocrático) y la autoridad «racional» (legalmente objetivada mediante normas e instituciones supraindividuales, ya fueran representativas condicionadas, plebiscitarias o liberal-democráticas)[48].
Tomando como parámetro esa fecunda categoría weberiana, los tratadistas de la época y posteriores subrayarían la novedad de los nuevos regímenes carismáticos que concentraban todo el poder estatal en una persona singular (el «poder personal» de Georges Burdeau) que era depositaria de la plenitudo potestatis, de manera vitalicia, sin limitación temporal y de manera incontestada. Conformándose así un moderno dictador que, como subrayaba satisfecho el jurista y politólogo alemán Carl Schmitt, ya no era solo comisario (limitado al desempeño de una misión) sino soberano y constituyente (porque era fuente de derecho y fundaba un nuevo régimen)[49]. En definitiva, una magistratura excepcional e irrepetible precisamente por ese «carisma» que debe entenderse como cualidad del gobernante soberano ante la cual los gobernados se someten de facto y de iure, reconociéndole su legitimidad y su autoridad en función de su transcendencia para el país, la nación o el grupo considerado y afectado por su emergencia y cristalización. Esa fue la novedosa doctrina de legitimación del poder absoluto del fascismo italiano en la persona de Mussolini, del nacional-socialismo en la figura de Hitler e incluso del comunismo soviético en torno a Stalin, todos ellos modelos conocidos y difundidos mucho antes de que la guerra española creara el contexto para la aplicación de sus principios y postulados al caso de Franco[50].
Las doctrinas de legitimación del poder de Franco en España hicieron uso abundante de esas teorías del poder carismático para justificar el caudillaje español de un «César divino de victoria fulminante» (en palabras siempre hiperbólicas de Giménez Caballero). Y la elaboración del consecuente cuerpo doctrinal legitimador (al margen de los propios dirigentes políticos y periodistas oficiales) quedó a cargo de un notable grupo de juristas que ocuparon mayormente las cátedras de Derecho Político y Filosofía del Derecho de la Universidad española (convenientemente depurada de enemigos) y que dirigieron y coparon el nuevo Instituto de Estudios Políticos creado en 1939 para servir a esos mismos propósitos: Francisco Elías de Tejada (La figura del Caudillo, 1939); Juan Beneyto Pérez (El Nuevo Estado Español, 1939); Francisco Javier Conde (Contribución a la doctrina del caudillaje, 1942); Manuel Fraga Iribarne (Así se gobierna España, 1951) o Torcuato Fernández-Miranda (El hombre y la sociedad, 1963), por citar solo a los más relevantes[51]. El tenor de su argumentación quedó bien establecido por Elías de Tejada en 1939: el caudillo era «esencialmente un jefe militar» victorioso, un «nuevo Alejandro», que «no tiene talón de Aquiles» y es «fuente de soberanía» porque «es el predestinado de Dios para regir una sociedad política en los momentos en que la normal organización de la misma no puede cumplir su misión». Y esa caracterización mitificada de Franco reclamaba como soporte intelectual tanto la teología política católica (Donoso Cortés y Jaime Balmes) como los tratadistas modernos afines (Carl Schmitt principalmente)[52].
Pero las formulaciones doctrinales generadas por esos círculos, con todas sus variaciones y modulaciones, no podían ocultar la naturaleza profundamente antiliberal y antidemocrática de ese régimen caudillista[53]. Veinte años después de la victoria franquista, el embajador francés resumía su juicio sobre el caudillo con una fórmula lacónica: Franco era lo más parecido a «un monarca absoluto y solitario»[54]. Un juicio acertado que subrayaba el persistente «pecado original» del franquismo como dictadura personal que ninguna doctrina jurídico-política podía ocultar, a pesar de todo su despliegue de retórica y artificios verbales.
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