Bajo la supervisión de José María Sauca, nace este nuevo volumen de la colección El Derecho y la Justicia del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. El legado de Dworkin a la filosofía del derecho reúne las contribuciones a las Jornadas celebradas los días 29 y 30 de octubre de 2013 en el propio CEPC. Su título es bien descriptivo de su contenido, pero su desenfadado subtítulo quizá requiera una inmediata aclaración al no iniciado, a quien convendrá saber que «Tomando en serio el imperio del erizo» evoca tres obras centrales de la obra de Dworkin: Los derechos en serio, El imperio de la justicia y Justicia para erizos (p. 14). Si la ocasión que dio lugar a aquellas jornadas fue sensiblemente obitual —Dworkin había fallecido el 14 de febrero de aquel año—, su oportunidad no admite discusión: salvo sorpresas póstumas que no son del todo infrecuentes en nuestro pequeño mundo, el catálogo de obras de Dworkin se ha cerrado para siempre y casi ningún filósofo del Derecho puede ser indiferente a esta circunstancia. Mientras los dworkinianos más fieles a buen seguro seguirán recreándose en sus balances para la posteridad, no podemos descartar que algún antidworkiniano fundamentalista celebre con alborozo este punto final. Con todo y por más que se duelan sus críticos más feroces, nadie podrá ya negarle a Dworkin su lugar en la historia de la filosofía jurídica. Quiérase o no, la jusfilosofía de las postrimerías del siglo xx ha quedado marcada por este autor al que debemos, en definitiva, la aparición de una nueva especie de jurista: el homo dworkiniensis; como debemos a José María Sauca una oportuna clasificación de sus variedades básicas: dworkinistas, dworkinianos, dworkinólogos, dworkinautas y finalmente los anti-Dworkin (p. 15). A buen seguro, esta taxonomía merecerá con el tiempo un desarrollo etnográfico más detallado. Y en fin, por lo que se refiere a su tempo o su timing, el libro ha resultado ser de lo más vivace, en el sentido de que se anticipa incluso a los homenajes en preparación entre los anglófonos, tal y como se complace en subrayar el propio editor en sus palabras de presentación (p. 13).
Al final del volumen se confronta a Dworkin con otros pensadores como Isaiah Berlin —es el caso de Óscar Pérez de la Fuente, pp. 503 ss.—; Waldron —en el trabajo de Ricardo Cueva, pp. 459 ss.— o Kelsen, a cuyo contraste Alberto del Real examina su coincidencia (oppositorum) en materia de completitud del Derecho (pp. 483 ss.). Se trata de un ejercicio de especial interés porque en franco contraste con el tratamiento que reciben otros jusfilósofos célebres, no todo el mundo se ha tomado en serio la obra de Dworkin. Por confrontarlo con un ejemplo descollante, uno puede ser juspositivista o no —esto resulta cada día más secundario— pero a nadie se le pasa por la imaginación poner en duda el genio y el rigor de Kelsen. Y, sin embargo, esta afirmación no rige en el caso de Dworkin. La gloria de Dworkin, a diferencia de la Kelsen, no es ni unánime ni entimemática. No todo el mundo da por descontada la seriedad del imperio forjado por el erizo de Massachusetts. En el propio volumen que aquí se examina conviven afirmaciones implícita o explícitamente laudatorias con otras abiertamente despectivas.
Así, Isabel Lifante afirma que es «imposible hablar de interpretación en el Derecho sin hacer mención de la obra de Dworkin» (p. 161) y en parecidos términos Marisa Iglesias escribe que «la concepción interpretativa del Derecho de Ronald Dworkin es una de las aportaciones más ricas y complejas a la teoría jurídica contemporánea» (p. 233). Y si Iglesias no oculta su admiración por «el talento y maestría de Dworkin» (p. 253); María José Añón destaca su «magistral agudeza» (p. 364) y Francisco Laporta se maravilla de «su capacidad inmensa y brillante para argumentar y ergotizar» (p. 37). Si la teoría del Derecho de Dworkin constituye un «referente indiscutible del antipositivismo del siglo xx», como apunta Mariano Melero de la Torre (p. 281), su filosofía política liberal «ha supuesto un desafío intelectual para otras corrientes del mundo académico que creían no haber encontrado rivales de su talla», según Ricardo Cueva Fernández (p. 468). Y, en fin, si Dworkin brilló como teórico, también lo hizo —asegura Ángel Pelayo— entre «los grandes intelectuales comprometidos social y políticamente que alumbrara la Ilustración» (p. 334).
Sin embargo, en el libro pronto se cierne amenazante la sombra de un arquetipo jusfilosófico que violenta la armonía elegíaca del libro. Se trata del anti-Dworkin estándar, si puedo llamarlo así. Sin comprometerse con él, Atienza nos lo anuncia poniendo en su boca la siguiente declaración de rancio dworkescepticismo:
Dworkin ha puesto de moda una manera de hacer filosofía del Derecho que se caracteriza por el uso de un lenguaje y la difusión de un pensamiento oscuros que, en lugar de ir más allá del positivismo jurídico de corte analítico (más allá de Hart), supone más bien una regresión a épocas pretéritas, a las oscuridades del iusnaturalismo pre-benthamita (p. 75).
Y precisamente esa sombra siniestra se hace carne (o papel) en ese mismo volumen cuando recorremos las páginas del artículo de Juan Antonio García Amado, quien nos anticipa en los primeros compases de su artículo un ataque que a continuación desplegará sin contemplaciones. Estas son sus palabras:
Considero que muchos de los razonamientos de Dworkin forman un catálogo de peticiones de principio y un alarde de quimeras verbales, amén de que casi nunca entiende o toma en serio las doctrinas que dice rebatir, sean las que sean, sino que las deforma a conciencia para ponerlas al nivel de los galimatías conceptuales que le son propios. No me corresponde a mí averiguar los secretos del éxito de un autor tan incongruente, escasamente erudito, no particularmente laborioso ni dado a la lectura de obras ajenas y cuyos escritos de teoría del Derecho son, en alta proporción, sencillamente incomprensibles (p. 128).
A lo largo de su contribución (pp. 127 ss.), García Amado tratará de disuadirnos de tomarnos en serio Los derechos en serio y singularmente uno de sus principales argumentos: la distinción entre reglas y principios y su presunta virtualidad antipositivista. Pero por más que se encuentre en franca minoría en El legado, García Amado no es el único autor del panorama jusfilosófico que piensa de este modo, ni mucho menos; así que los fuertes desacuerdos sobre el gran teórico de los desacuerdos deberían llevarnos a la reflexión. ¿Cómo resolver entonces estas discrepancias interpretativas sobre el valor real de la teoría interpretativa de Dworkin? ¿Quizá le hemos malinterpretado en ocasiones, como sugiere Lourdes Santos (p. 410)? ¿Es Dworkin el erizo de una sola pero sólida arma o bien un zorro oportunista de múltiples ardides que se entrega al sofisma? ¿Quizá nos encontramos ante un «zorrizo», como conjetura Pablo de Lora (p. 443, nota 15)? No sé quién tendrá la razón y en realidad buena parte del cometido del libro consiste en darnos pistas para que cada cual resuelva el enigma por su cuenta. De lo que sí estoy seguro es de cómo no debe resolverse y es acudiendo a las estadísticas. En primera instancia, el editor (p. 14) parece ceder a la tentación de consultar de soslayo los índices de impacto, comparando los datos sobre citas que al respecto proporciona Shapiro. El partido quedaría así: Posner 7981-Dworkin 4488. Creo que ninguna persona cultivada —y el profesor Sauca lo es distintivamente— debería ceder a la tentación de entregarse a estas disquisiciones estadísticas que entre nosotros ha puesto de moda con nauseabundo éxito una institución tan nefasta para el prestigio y el futuro de nuestra Universidad como la ANECA. Una buena jusfilosofía bien puede ser y, en su caso, debe serlo —¡mire usted por dónde!— un «triunfo frente a la mayoría».
Naturalmente, José María Sauca refina sensiblemente en su contribución esos criterios de valoración sobre Dworkin y nos ofrece un análisis breve pero certero de las causas y las razones del auge del imperio dworkiniano (pp. 311 s.). Para Sauca, en síntesis, la jurisprudence estadounidense se ha erigido en algo así como la cultura jurídica franca de nuestro tiempo; políticamente se han impuesto los modelos de la reflexión usamericana justo cuando no conseguían levantar cabeza los de la socialdemocracia continental y a la caída de los regímenes soviéticos y de las dictaduras militares le han sucedido sistemas constitucionales armónicos con buena parte de la reflexión constitucional estadounidense. Como bien dice Sauca, en aquel contexto jurídico anglófilo y yankófilo, Dworkin «tenía muchas papeletas» (p. 312).
Aun así, la persistencia de su éxito mantiene su misterio si consideramos su condición de «filósofo del verbi gratia» (p. 312) —i.e. de pensador basado en el caso y —conviene no olvidarlo— en el caso estadounidense. Este problema se agrava cuando reparamos en que Dworkin no suele hacer mucha justicia a sus fuentes bibliográficas. Como ha sugerido irónicamente Jesús Vega, en este aspecto Dworkin no recuerda a un erizo, sino más bien a «un zorro que se dedica a borrar con la cola las huellas de los autores a los que sigue, para que no quede el menor rastro» (p. 79, nota 5)—. Los olvidados por Dworkin van desde los jusnaturalistas clásicos, como lamenta Ollero, quien subraya al menos la presencia de Gadamer (p. 119) hasta Josef Esser (García Amado, p. 128) y Stammler (Pérez Bermejo, pp. 182 ss.), pasando por Roscoe Pound y Fuller (Atienza, p. 79). Se trata de oportunas llamadas de atención que nos exigen prudencia ante los descubrimientos recurrentes del Mediterráneo desde tierras más frías.
Junto al de Sauca, hay al menos otros tres trabajos que subrayan la necesidad de cierta contención a la hora no ya de jalear a Dworkin, sino sobre todo —y esto es lo más importante— de seguir sus recetas ante el riesgo evidente de que nosotros estemos sobreteorizando la realidad estadounidense y subteorizando la nuestra. Se trata de los trabajos de María José Añón, Isabel Turégano y Ángel Pelayo. Así, en su minucioso trabajo sobre la affirmative action en relación con el acceso a la Universidad de la minoría negra, Añón insiste en la advertencia de que «(l)a toma de posición del autor sobre la acción afirmativa no puede desligarse del contexto social, jurídico y político en el que escribe, ni tampoco del momento concreto…» (p. 363) e Isabel Turégano lamenta por su parte que «el potencial radical» de la idea dworkiniana de dignidad (p. 428) y el cacareado igualitarismo dworkiniano que algunos autores han querido explotar para el desarrollo de una justicia distributiva global no consigue ir más allá de las fronteras de los Estados. La conclusión de Turégano, que trasluce decepción, es que «no es posible la extensión global del modelo de igualdad de Dworkin» (p. 432) porque el modelo dworkiniano está comprometido con una «comunidad de principio» que conduce más bien a una estructuración en comunitaristas «esferas de justicia» alejadas de la «unidad de valor» (p. 433). Por su parte, Ángel Pelayo recorre las ideas de Dworkin sobre el aborto y la eutanasia subrayando con insistencia su contextualismo y cierto oportunismo. A su juicio, «el Dworkin estratega» (p. 349) redefine y defiende «lo sagrado» en el contexto americano para «presentar una posición menos agresiva» (p. 341) o para «no ser sospechoso de falta de patriotismo» (p. 345).
Sin miedos a las particularidades de Dworkin y el American way of life (and death), diríase la contribución de Pablo de Lora sobre la justicia distributiva en materia sanitaria que él aplica eficazmente al examen de un caso en España, el caso Losada. Tras examinar las ventajas e inconvenientes de la solución fuertemente liberal e individualista de Dworkin, De Lora introduce correcciones de orden compasivo o humanitario y pone en cuestión la validez normativa del experimento mental que Dworkin propone para resolver los dilemas sanitarios (pp. 454 s.). ¿Pero hasta qué punto no serán los argumentos de De Lora argumentos arraigados a nuestra forma de vida, digamos continental?
Desde luego, no es fácil dar cuenta de un libro que en un estado preinterpretativo agrupa escritos tan diversos a pesar de referirse a un mismo autor, pero es de agradecer que el albacea de El legado lo haya estructurado persuasivamente en siete capítulos donde se abordan siete temáticas bien trabadas de lo más general y abstracto a lo más particular y concreto. Es verdad que la casualidad —o alguna otra fuerza providencial y gerontocrática— ha querido que las contribuciones de los catedráticos más antiguos se agolpen al principio dejando a la práctica totalidad del resto del escalafón para el final. En cualquier caso, este es un libro que admite diversos ejercicios interpretativos de fitness y, entre ellos, admite una lectura no lineal.
Por eso, mi consejo al lector no iniciado será comenzar con la presentación de Pablo Raúl Bonorino (pp. 255-261) que reconstruye las tesis más influyentes de Dworkin de manera económica, eficaz y clara. Luego podrá proseguir su lectura por otros lugares, pero si se queda para concluir este primer trabajo, entonces hallará una aplicación particularmente creativa y estimulante de los recientes desarrollos de Atocha Aliseda sobre la abducción al razonamiento jurídico dworkiniano al objeto de dar adecuada cobertura a dos tipos de casos difíciles: las novedades y las anomalías (pp. 266 s.).
Otra vía de acceso privilegiado al estudio de Dworkin nos la ofrece Isabel Lifante. Su contribución no solo afronta el estudio de la interpretación en Dworkin con extraordinaria claridad; además destila una suerte de rara ecuanimidad, de justa distancia frente al pensamiento dworkiniano, que presenta un valor especial cuando de este autor que levanta pasiones se trata. Lifante examina un tema central y de ramificaciones arborescentes en lo que ella denomina «el giro interpretativo» de Dworkin (pp. 161 s.). Pero si el trabajo de Lifante mantiene una distancia medida y constante con el pensamiento de Dworkin, el de Gema Marcilla (pp. 211 ss.) se aproxima y aleja de él a lo largo de sus páginas con el objetivo de que sea el lector quien conforme su punto de vista a partir de un enfoque clásico de la dialéctica entablada por Dworkin con el positivismo hartiano. Su trabajo, rico en matices, replantea nuestras dudas sobre el alcance real del antipositivismo dworkiniano.
Pero cuando se trata de Dworkin no solo nos importa la distancia, sino más bien la perspectiva. El —digamos— perspectivismo que fomenta su análisis nace también de su personalísima forma de afrontar los problemas. A medida que uno avanza por el libro, se multiplican —incluso a mayor ritmo que los elogios— las expresiones de vacilación a la hora de interpretar a Dworkin, aunque en general los participantes en el volumen hacen un gran esfuerzo por clarificar las ideas de Dworkin, por mostrarlas a su mejor luz, y a menudo adaptan a Dworkin a sus propias necesidades, por así decir. Si de Kant se llegó a decir que «cada cual lee su Kant», quizá con más razón pueda decirse aquí que cada cual interpreta su Dworkin. En el caso de Mariano Melero de la Torre, esta adaptación pasa por una fullerización de sus planteamientos. Melero cree que las objeciones al jusmoralismo de Dworkin (p. 301) se pueden resolver vinculando la dimensión justificativa de la legalidad no a «una moralidad sustantiva externa al Derecho» (p. 302), sino, à la Fuller, a «principios que se siguen del modus operandi del Derecho» (ibid.).
Sin embargo, creo que al lector algo más comprometido con la teoría de Dworkin le agradará comenzar con la reflexión de Marisa Iglesias. La autora exhibe una deslumbrante comunión con el pensamiento dworkiniano, que va mucho más allá de su erudición en la materia, demostrada en trabajos anteriores. Iglesias no solo maneja con tremenda soltura el magmático —que no sistemático— conjunto de tesis y conceptos dworkinianos, sino que además nos sugiere una reelaboración de esas tesis para proponer un nuevo concepto: «la igualdad axiológica ante la ley» (p. 233). Iglesias recalifica dworkinianamente los términos de la discusión sobre la función judicial, creando nuevos conceptos que a veces se nos antoja podrían tener nombres más sencillos, en especial si atendemos al parecido que algunos planteamientos guardan con los del par alemán de Dworkin, Robert Alexy —a quien encontramos en bibliografía, pero solo muy desvaído en el cuerpo del texto—. Por poner un ejemplo: ¿no sería acaso más sencillo distinguir con Alexy las teorías internas y externas de los límites de los principios jusfundamentales que hablar de su «acomodación interna» y «acomodación externa» como «dos posibles formas de armonización axiológica» (pp. 240 s.) en Dworkin?
El dworkinismo de Moreso es, en cambio, mucho más matizado. Ciertamente expresa un acuerdo general con el antipositivismo de Ronald Dworkin que se condensa en que los desacuerdos jurídicos se resuelven mediante la argumentación moral, dada la consideración del Derecho como la institucionalización de la moralidad pública. Y para ilustrar sus consecuencias, Moreso alude a la «doctrina Julia Roberts» (pp. 96 ss.). No es la primera vez que Moreso se acompaña de la novia de América en busca de persuasividad —que así cualquiera, la verdad—. Brevemente, en la película El informe Pelícano la estudiante de Derecho Darby Shaw (la Roberts) interpela a su profesor de Derecho Constitucional diciendo que la Corte Suprema se equivoca en un fallo. Que sea posible un desacuerdo fundado acerca de la validez de un fallo constitucional constituye un serio problema para el positivismo jurídico, para el cual tiene validez (formal) lo que diga la Corte Suprema, mas no lo que pueda decir miss Shaw por muy (sustantivamente) válido que nos pueda parecer su juicio. Pues bien, Moreso está de acuerdo con la doctrina Julia Roberts y por tanto con Dworkin, pero cree que hay tres fuentes del Derecho que le mantienen aherrojado al positivismo jurídico à la Raz. Llama a esas reglas «los intocables» (p. 101) por ser inmunes al razonamiento moral. Que esos intocables lo sean realmente, es cuestión que, si bien no puede tratarse aquí, sin duda merecerá ser discutida ampliamente.
A Andrés Ollero le debemos un artículo del volumen en torno al concepto de moralidad política y Derecho Natural en Dworkin. Si Iglesias es una intérprete quasi-auténtica de Ronald Dworkin y Moreso un dworkiniano con reparos, Ollero representa algo así como el negativo de Ronald Dworkin. Es un positivista que además cree firmemente en el Derecho Natural. Por eso se queja por igual tanto del «vapuleo» sufrido por el positivismo jurídico clásico (p. 105) como de la «alergia a lo religioso» de Dworkin (p. 109). Para Ollero el «ateísmo religioso» (p. 116) de Dworkin tiende a fundar un «laicismo confesional» (pp. 111 ss.). Con el pretexto de la «presunta neutralidad laicista» de su moralidad pública (p. 123), Dworkin no haría otra cosa que rescatar el viejo Derecho Natural para imponer con él una ideología individualista. A este respecto, resulta de particular interés confrontar la posición de Ollero con la de Atienza, un autor mucho más cercano a Dworkin precisamente en las delicadas cuestiones bioéticas, donde el disenso se manifiesta en consecuencias jurídico-políticas sensibles. Atienza reconstruye cuidadosamente la argumentación de Dworkin a partir del caso Cruzan, sobre eutanasia (pp. 82 ss.), para mostrar no solo la posición de Dworkin al respecto, sino también la incidencia de una concepción positivista o no en la aplicación del Derecho. La vinculación del razonamiento jurídico al práctico general (pp. 87 ss.) conduce a la integración en el razonamiento jurídico de una serie de argumentos morales en torno al carácter sagrado de la vida.
Estas consideraciones nos conducen casi naturalmente a la filosofía moral de Dworkin, donde cabe preguntarse hasta qué punto Dworkin merece o no la etiqueta jusnaturalista que nuestro erizo tampoco se esforzó por apartar de sí. En este contexto resulta fundamental la difuminación de la frontera entre juicios metaéticos y éticos que promueve Dworkin con el fin de refutar el escepticismo moral (externo) y tanto el artículo de Francisco Laporta (21 ss.) como el siguiente de Ruiz Miguel (pp. 39 ss.) abordan el estatus de la metaética dworkiniana de manera autónoma —no cabía esperar otra cosa—, pero también hasta cierto punto complementaria. Laporta se concentra en el conocido ensayo de Dworkin «Objectivity and Truth. You’d Better Believe It», mientras que Ruiz Miguel adopta una perspectiva más amplia, pero quizá también más crítica e incisiva. Ruiz Miguel reconstruye con precaución la exuberante imaginería conceptual de Dworkin (pp. 55 ss.) para concluir con una sencilla lección que a su juicio cabe extraer de la alambicada argumentación dworkiniana: «Olvídate del escepticismo metaético, pero no te creas infalible» (p. 68).
La objetividad moral dworkiniana se ubica para él en un «limbo» (p. 45), el limbo donde —subraya por su parte Óscar Pérez de la Fuente— la «objetividad interna» (Iglesias) y la tesis de la unidad de valor (p. 512) se opone tanto a la objetividad externa que presuntamente garantizarían hechos morales (morones) como al pluralismo agonista de un autor como Berlin. Una vez ubicados en ese limbo y renunciando así a estrategias «arquimedistas» —o fundacionalistas o, mejor, fundamentistas— surge la virtud de la integridad dworkiniana y debemos precisamente a Pérez Bermejo un esclarecedor análisis del coherentismo implícito en el ideal de la integridad. Esa virtud moral que en el Derecho nos lleva, según Pérez Bermejo, a reconocerle al Derecho el tipo de consistencia especial característica de los crucigramas, los puzles, la red, la espiral que se abre cada vez en círculos más amplios, la balsa de Neurath o la propia novela en cadena (pp. 190 s.), si bien esa integridad incluiría además una dimensión pragmática porque no puede ignorar la función que cumple el individuo o la institución llamada a ejercerla.
Tras explorar los trabajos de este volumen resulta inevitable replantearse una cuestión y formular una conclusión por respuesta: ¿debemos de verdad tomarnos en serio la teoría de Dworkin? Pues bien, puede que esta obra no disipe nuestras dudas al respecto, pero es difícil cuestionar el inmenso valor de la reflexión que la teoría de Dworkin ha sido capaz de alumbrar en libros como El legado de Dworkin a la filosofía del derecho.