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SUMARIO

  1. Notas

En 1855, Andrés Borrego, en la primera obra dedicada a los partidos políticos en España, afirmaba: «en las naciones modernas, en las que se ha proclamado la ley de las mayorías, la existencia y organización de los partidos políticos es de la esencia misma de las instituciones, y estas no funcionarían, ni llenarían su objeto sin la agencia de los partidos»[1]. Desde entonces, y pese a la crisis de legitimidad que padecen, la importancia de los partidos políticos no ha hecho sino acrecer, hasta el punto de convertirse en piezas absolutamente insustituibles de la democracia moderna, denominada, precisamente por el protagonismo adquirido por los partidos políticos, «democracia de partidos». El problema es que, pese a resultar imprescindibles para la democracia, la democracia misma no suele formar parte de sus pautas organizativas. Y debido a su funcionamiento oligárquico, a menudo ajeno a parámetros democráticos, los partidos generan algunas disfunciones que, en el plano sociológico, pueden invalidarlos como instrumentos de intermediación entre la sociedad y el Estado y que, en el plano institucional, pueden suponer la «enajenación» del ejercicio efectivo de la soberanía.

Partiendo de estas premisas, la obra coordinada por los profesores Manuel Contreras Casado y Carlos Garrido López, editada bajo el sugerente título Interiores del príncipe moderno. La democracia de partidos, entre la necesidad y la dificultad, constituye una contribución rigurosa al entendimiento de esta problemática y de la crisis de legitimidad de los partidos que la misma conlleva. En sus páginas se analiza desde diferentes perspectivas, aunque con un diagnóstico coincidente en lo sustancial, la distancia existente entre la realidad y el mandato contenido en el artículo 6 CE in fine, que recoge el carácter democrático con base al cual deben estructurarse y funcionar los partidos políticos.

Interiores del príncipe moderno contiene las ponencias de Leonardo Álvarez Álvarez («Democracia interna en los partidos y democracia militante»), Javier Tajadura Tejada (La democracia interna en los partidos políticos: marco constitucional, desarrollo legislativo y realidad política), Miguel Ángel Presno Linera (Teoría y práctica de los congresos generales de los partidos políticos), Carlos Garrido López (La exigencia de democracia en los partidos políticos: insuficiencias normativas e iniciativas para concretizarla), Miguel Pérez- Moneo Agapito (Elementos y modelos de selección de candidatos electorales en los partidos políticos), José Antonio Portero Molina (La participación de la militancia en los partidos políticos) y Roberto Blanco Valdés (¿Quién teme a las elecciones primarias de partido?), defendidas en las Jornadas sobre Democracia en los Partidos celebradas en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza en diciembre de 2013. Los trabajos de los cuatro primeros, que conforman la primera parte de la obra, analizan el significado constitucional del funcionamiento democrático de los partidos, su regulación legal y su limitado alcance práctico. Los tres autores que colaboran en la segunda parte del libro abordan, por su parte, el estudio de las formas de participación de los militantes y simpatizantes en el seno de las organizaciones partidistas y en la fundamental tarea de selección de los candidatos electorales de los partidos.

El título del libro resulta tan evocador como acertado. Fue Antonio Gramsci quien hace casi noventa años, en Quaderni del carcere, destacó la función que las organizaciones partidistas desempeñan en las democracias modernas, en las que Il Principe invocado por Maquiavelo no podía ser una persona real, concreta, sino la organización de los partidos políticos convertidos en ese príncipe moderno efectivo al que hace referencia el título de esta obra. A partir de ahí, numerosos teóricos del Derecho Público han subrayado la centralidad y necesidad de los partidos para actualizar el principio democrático, destacando entre ellos, por la plena vigencia de sus reflexiones, Triepel (La Constitución y los partidos políticos), Kelsen (Esencia y valor de la democracia) y, en la doctrina española, García Pelayo (El Estado de partidos ).

Los partidos políticos racionalizan la lucha por el poder y organizan la representación del pueblo en el Estado. Sin su intermediación no cabría inducir ni expresar la voluntad colectiva, que no es una ficción orgánica, sino la agregación de una pluralidad de voluntades e intereses articulados por los partidos. Consciente de ello, el constituyente de 1978, tras cuarenta años de franquismo en que los partidos fueron prohibidos y erradicados, quiso reforzarlos como instrumentos fundamentales de participación política. Y para garantizar el papel que los partidos políticos debían desempeñar en el nuevo periodo democrático, subrayó la importancia de sus funciones, garantizó su libertad de creación y de ejercicio de su actividad y les otorgó una clara posición de «hegemonía constitucional» frente a otras formas de participación, como subrayó el profesor Manuel Ramírez, a cuya memoria, magisterio y amistad se dedica este libro.

Dicha «hegemonía» se vio reforzada y consolidada posteriormente por el legislador y por la práctica constitucional. A ello han contribuido, especialmente, los Reglamentos de las Cámaras, que priman al grupo parlamentario en detrimento del parlamentario individual, y el sistema electoral que, al establecer una representación proporcional, obliga a recurrir a un sistema de listas que solo los partidos están de facto en condiciones de conformar, y que, al ser cerradas y bloqueadas, entrega al partido el control sobre la oferta electoral. También contribuyó decisivamente la primera Ley de partidos, aprobada el 28 de diciembre de 1978, que vino a fortalecer a los partidos, no a disciplinarlos ni a someterlos a normas jurídicas. A lo que cabe añadir el sistema constitucional previsto para designar a los miembros de algunos órganos del Estado, que, pervertido por los propios partidos, ha devenido en un sistema de lotes o cuotas al interpretar que la mayoría parlamentaria reforzada, que debería exigirse para cada candidato, debe recaer sobre el total de los renovados. De ahí que, como indica Javier Tajadura en su trabajo, la «hegemonía» partidista se ha ido transformando, progresivamente, en un auténtico «imperio» al ser cada vez más pequeño el espacio que escapa al control de los partidos.

Al tiempo que los partidos han ido ganando poder de intervención en innumerables ámbitos sociales, políticos y jurídicos, en su seno la capacidad de decisión ha tendido a concentrarse significativamente. Es cierto que la propensión oligárquica de toda organización representa una constante que no cabe obviar, como advirtió Robert Michels, y que los partidos son organizaciones que persiguen obtener éxito electoral en un mercado competitivo. Pero que los partidos tiendan naturalmente a organizarse de modo oligárquico y que la eficacia en la consecución del poder prime sobre la democracia interna, no debe hacernos olvidar el mandato constitucional de que su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos. Un mandato que constituye una exigencia de legitimidad del sistema democrático, puesto que difícilmente cabe hablar de democracia si esta no se practica en el seno de las organizaciones partidistas. Expresado en otros términos, la democracia de partidos requiere de partidos con democracia. Necesariamente. Y no podemos permitirnos que mientras el poder de los partidos no deja de crecer, sus mecanismos internos de control y participación se debiliten. De ahí la oportunidad de preguntarnos colectivamente por las causas que favorecen la falta de democracia interna y por las medidas potencialmente adoptables para la corrección de esta deriva.

Hasta el momento, el legislador se ha desentendido de implementar una disciplina legal eficaz que permitiese invertir las tendencias oligárquicas en el seno de los partidos. La Ley 54/1978 no fue pensada para eso. Y la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos ha resultado claramente insuficiente, pues su objetivo inmediato era conseguir la disolución judicial de Batasuna. Tras el anuncio por parte de la banda terrorista ETA del cese definitivo de la violencia y la estimación del amparo acordada por el Tribunal Constitucional en el Caso Bildu (STC 61/2011, de 5 de mayo) y en el Caso Sortu (STC 138/2012, de 20 de junio), la LOPP ha cumplido su ciclo y, a juicio de Javier Tajadura y Carlos Garrido, ha llegado el momento de afrontar una reforma legislativa que supere los defectos y las omisiones de la actual regulación; unos defectos y omisiones que ambos autores subrayan minuciosamente en sus trabajos y que creen posible superar, mediante la fuerza normalizadora de lo normativo, pese a reconocer que los partidos son refractarios al Derecho y resistentes a su democratización.

En los primeros capítulos del libro se analizan las causas que favorecen la oligarquización de las estructuras partidistas y se estudian las diferentes posibilidades existentes para tratar de superar las resistencias a su democratización. Entre las causas, Javier Tajadura destaca, y desarrolla, la progresiva despolitización de la sociedad, la profesionalización de la política, el sistema electoral y la competencia electoral, que penaliza el disenso interno.

Si centramos nuestra atención en la primera, es decir, en la existencia de una sociedad cada vez más despolitizada, Portero Molina puntualiza que no existe propiamente desafección por la política sino desencanto con la misma, siendo reflejo de ello la debilidad que siguen teniendo en España los grupos identificados con ideologías antidemocráticas. Y este desencanto con la política lo es, como parte de la misma, con los partidos. Y no solo porque estos no hayan sido capaces de materializar su programa político estando en el gobierno, como apunta el autor, sino porque han quedado retratados como organizaciones muy poco permeables y receptivas en un momento en el que se han adoptado decisiones con una repercusión social negativa muy contundente.

José Antonio Portero defiende, pragmáticamente, una posición escéptica respecto a la realización del principio democrático en el interior de los partidos. La profesionalización de la política, que desliga de la corrupción y el anquilosamiento, y una militancia cada vez menos movilizada, y menos necesaria, han dado lugar a unos partidos políticos «distintos» pero que continúan, en su opinión, preservando la legitimidad democrática del sistema. No podemos pasar por alto el contexto en el que el autor centra su estudio, que no es otro que la posición de los militantes dentro los partidos políticos. El profesor Portero parte de que la condición de militante se asume de forma libre, y ello le permite dudar de la posibilidad y de la conveniencia de una reforma normativa encaminada a reflejar en el interior de los partidos el mismo pluralismo que existe en el resto de la sociedad.

Pero si afrontamos el problema desde una perspectiva más amplia a la de la propia militancia, es muy diferente la conclusión respecto a la conveniencia de realizar el mandato del artículo 6 CE. Con independencia de que a día de hoy existan, o no, más motivos para la crítica que antes del inicio de la crisis de 2008, la ciudadanía ha dejado de ver a los partidos como ese eslabón legitimador de la acción política en cuanto intermediarios entre la sociedad y el Estado. De ahí, por ejemplo, el incuestionable éxito de aquellos que, superando un eje político horizontal, dieron el salto a la política acuñando el concepto de casta. Por tanto, la democratización de los partidos políticos no solo constituye una garantía para los militantes —el derecho de participación de los afiliados ha sido reconocido por el TC como una cuarta dimensión del derecho de asociación en el marco de los partidos políticos (STC 56/1995, de 6 de marzo, FJ 3)—, sino que coadyuva a que los ciudadanos suspendamos voluntariamente nuestra incredulidad y aceptemos las ficciones propias del sistema representativo. En caso contrario, corremos el riesgo de que cada vez un mayor número de ciudadanos se desentienda de los partidos como instrumentos a cuyo través canalizar sus aspiraciones políticas. Y ello, y es lo grave, sin que exista un modelo alternativo de carácter democrático. De modo que el descrédito de los partidos conlleva, inevitablemente, al menoscabo de la democracia representativa en su conjunto, máxime cuando es en ellos donde se debería materializar en buena medida la exigencia de responsabilidad política, pues más allá de la tensión Gobierno-oposición, ningún dirigente público puede permitirse perder la confianza de su propio partido.

A la hora de lograr la democratización de los partidos, la complejidad radica en la búsqueda de un equilibrio entre el respeto a su libertad organizativa y funcional, que no puede ser absoluta, y la introducción en ella de pautas democráticas. Ello, señala Javier Tajadura, es el principal reto del derecho europeo de partidos. El grado de intervención estatal en el ámbito interno de los partidos depende de la intensidad con la que se subrayen, frente a su condición de organización privada, las importantes funciones públicas que están llamados a desarrollar en el sistema democrático dada su proximidad con el poder legislativo y ejecutivo. Es decir, lo que se discute es hasta qué punto el legislador puede incidir en el estatuto jurídico de los partidos políticos sin eliminar por completo la libertad que a los mismos les corresponde como asociaciones privadas.

Miguel Pérez-Moneo considera a este respecto que la organización interna de un partido político resulta constitucionalmente tan relevante como la de cualquier otra asociación, pero la importancia de las opciones organizativas se acrecienta en relación con la selección de candidatos electorales y el diseño del programa electoral: dos decisiones íntimamente relacionadas con la función constitucional de los partidos y que, además, de adoptarse de forma separada pueden conllevar problemas de coherencia entre las personas elegidas y la opción política defendida. En esos aspectos, cabría plantearse una intervención más incisiva del legislador, pero deberían quedar al margen de la misma aquellas decisiones de la organización que sean estrictamente internas, como la legitimación de los dirigentes o los mecanismos para exigirles a estos responsabilidad política, donde la regulación legal podría tener a lo sumo, en opinión del autor, carácter dispositivo.

En la búsqueda de este equilibrio entre libertad de asociación y exigencia de democracia interna es de utilidad recurrir al derecho comparado para, con cautela, generar soluciones y puntos de vista extrapolables a nuestro sistema constitucional. Este es el cometido del capítulo elaborado por Leonardo Álvarez Álvarez, quien estudia cuidadosamente el contexto dogmático-jurídico y jurídico-normativo de la disciplina alemana de partidos pues, aunque a efectos comparativos lo relevante en última instancia son los elementos normativos, su comprensión se hace imposible sin atender al marco dogmático en el que se desenvuelven. Tras la lectura del capítulo se concluye que, si bien el Tribunal Constitucional Federal alemán ha recordado que el mandato de funcionamiento interno democrático (art. 21 GG) hace referencia a un «mínimo de democracia», el desarrollo que de ese mínimo ha realizado el legislador en la ParteienG. dista mucho de nuestra exigua y fallida LOPP.

Es cierto que la jurisprudencia alemana ha sido cauta respecto a la eficacia de los derechos fundamentales de los afiliados en el seno de los partidos y, en contraste con la antedicha STC 56/1995, de 6 de marzo, se ha inclinado por una eficacia indirecta en virtud de la irradiación del principio democrático. Sin embargo, son varias las disposiciones del ordenamiento alemán, incluso más allá del derecho de partidos, cuya incorporación a nuestro sistema serían positivas a los efectos de democratizar las organizaciones políticas españolas. En este sentido, Javier Tajadura, en el marco del derecho electoral, y aun consciente de las dificultades técnicas que entrañaría, consideraría positivo trasladar a España el modelo alemán de doble voto con la intención de potenciar la proporcionalidad de nuestro sistema. Y, con carácter más general, por lo que respecta a la celebración de los congresos, al funcionamiento de los órganos colegiados y a la designación de dirigentes, Leonardo Álvarez, Javier Tajadura, Carlos Garrido y Miguel Presno consideran el derecho alemán de partidos un referente normativo de lege ferenda.

En punto concretamente a los congresos de los partidos, Miguel Presno, tras analizar la regulación estatutaria de diferentes partidos españoles y siguiendo lo previsto en la ParteienG., se manifiesta a favor de fijar legalmente en dos años el periodo de tiempo que debe transcurrir entre su celebración. Inclusive, yendo un paso más allá, Presno propone algunas cuestiones, no previstas necesariamente en la normativa alemana, de las que en su opinión debería hacerse eco una reforma de la LOPP. Me refiero, por ejemplo, al establecimiento de un procedimiento para que los afiliados y las organizaciones menores del partido puedan demandar ante la jurisdicción ordinaria la convocatoria de un congreso cuando los órganos dirigentes incumplan su obligación de hacerlo; y a la conveniencia de generalizar el carácter público del voto emitido por los compromisarios, que a día de hoy es potestativo en Alemania siempre que al suscitarse esta cuestión no surja reclamación alguna (§ 15.2 ParteienG. ).

Javier Tajadura también denuncia la parquedad de la LOPP, que apenas contiene parámetros jurídicos que permitan determinar si un partido político se organiza y funciona de forma democrática. A pesar de constituir su vulneración, no lo olvidemos, una causa de disolución de partidos en virtud de lo dispuesto en el artículo 10.2 b) LOPP. Y sugiere que una reforma de esta norma debería regular, junto con la antedicha garantía de la periodicidad de los congresos, el diseño básico de comisiones arbitrales que resuelvan los conflictos internos entre los afiliados y la organización o la participación efectiva de las bases en la confección de las candidaturas y la redacción de los programas electorales, sin que ello suponga necesariamente, advierte el autor, el establecimiento de un sistema de primarias que puede terminar convertido en un plebiscito escasamente democrático. En esta línea, Blanco Valdés adjetiva como fabuladas aquellas primarias que lo que hacen es, sencillamente, confirmar una decisión previamente adoptada por el aparato del partido.

Pese a las prevenciones citadas, resulta difícil hablar de democracia interna en los partidos políticos sin hacer una especial mención a las primarias como instrumento para la selección de candidatos, de forma que son varios los autores que abordan esta cuestión en sus respectivos capítulos. Miguel Pérez-Moneo se centra en los cuatro sistemas que ha identificado para designar a los candidatos de partidos a unos comicios (autopropuesta, camarilla, convención y primarias), y pone de relieve que no existe un sistema perfecto al evidenciar en todos los casos sus ventajas y limitaciones. Respecto a las primarias, el autor critica que este sistema no promueve una deliberación real y efectiva entre la militancia, por no permitir el contacto entre la misma que sí se da en otros mecanismos como las convenciones. Este autor, además, junto con José Antonio Portero, apunta a que las primarias son un instrumento propio de sistemas presidencialistas como el estadounidense, difícilmente extrapolables a un sistema parlamentario. Y aunque en España, ciertamente, se ha producido una progresiva presidencialización de nuestra forma de gobierno, la importación del sistema de primarias entraña problemas no menores, y se preguntan: ¿qué ocurriría si, tras la celebración de unas elecciones generales, la lógica parlamentaria lleva a que el Congreso invista como Presidente a un candidato diferente al vencedor de las primarias pero que despierta un mayor consenso? El escenario, desde luego, no es descabellado si se consolida el sistema de partidos que se viene fraguando en las últimas convocatorias electorales. Con tales dudas no resulta extraño, por ello, que Pérez-Moneo concluya que solo en el ámbito local podría tener sentido un proceso de primarias, pues el artículo 196 LOREG establece que los alcaldables son los concejales que encabecen sus correspondientes listas.

Con todo, Blanco Valdés y Pérez-Moneo coinciden en que las primarias han sido útiles a la hora de revitalizar la vida interna de los partidos políticos, ante graves derrotas electorales o para afrontar fuertes problemas internos. En opinión de Roberto Blanco han sido eficaces, sobre todo, las que denomina primarias in extremis, celebradas haciendo de la necesidad virtud, como un remedio para solucionar un problema interno, al ser grande la diferencia entre los líderes del partido y no ser factible adoptar una decisión en un congreso. En situaciones normales la celebración de primarias, en cambio, en su opinión entraña serios riesgos como el debilitamiento de la organización, al explicitarse la división interna existente, o los derivados de una posible bicefalia entre el candidato elegido y el líder orgánico del partido. De ahí que varios autores recuerden la tensión que vivió el PSOE tras la designación de Josep Borrell como candidato a la Presidencia del Gobierno mientras Joaquín Almunia ocupaba la Secretaría General.

Pese a las reticencias existentes, la mayoría de los partidos políticos españoles han optado recientemente por incorporar las primarias a sus métodos de designación de candidatos. Atendiendo al sistema electoral con circunscripciones plurinominales con el que contamos, el proceso de selección de candidatos elegido por los partidos ha sido diferente, en la mayoría de las ocasiones, según se trate de cabezas de cartel o del resto de candidatos de las listas. Mientras para el primero de ellos de forma voluntaria se han implementado primarias, inclusive semiabiertas con participación de los simpatizantes, la selección del resto de la lista sigue produciéndose fundamentalmente de una forma opaca, tal y como acreditan los fichajes estrella y las intrigas palaciegas que se filtran en los medios de comunicación los días previos a la presentación de las listas. Y resulta llamativo que los partidos políticos que eligen por primarias a todos los candidatos, y no solo a los cabezas de lista, son aquellos que tienen más dificultades en obtener un número significativo de representantes.

En el marco del proceso de designación de líderes y candidatos electorales, Carlos Garrido destaca la inevitable tensión entre eficacia y democracia que se da en el interior de los partidos. La organización férrea requerida para la consecución del poder orgánico o institucional choca con la participación, el debate y la pluralidad característicos de la democracia interna. Y en este contexto, resulta difícil implementar con las debidas garantías un sistema de elección de líderes orgánicos y/ candidatos electorales capaz de integrar ambas tendencias. Sin embargo, aunque el autor admite que, hasta hace poco, las elecciones primarias han operado como un recurso de partidos en crisis, tras realizar un cuidadoso análisis práctico de los distintos procesos de primarias que se han celebrado estos últimos meses, concluye que la dinámica a favor de este sistema se ha visto reforzada por la crisis de nuestro sistema político, y ha sido estimulada por el factor emulación y competitivo entre las diversas formaciones políticas. Solo así se explica que algunos partidos reacios a esta práctica y cotizando al alza en las encuestas electorales, hayan apostado por la celebración de elecciones primarias entre sus militantes, o entre sus militantes y simpatizantes, para designar a sus candidatos electorales e, incluso, sus líderes orgánicos.

Hasta fechas recientes la puesta en práctica de técnicas de democracia interna conllevaba soportar todos sus inconvenientes sin capitalizar la totalidad de sus ventajas, ya que el recurso a un sistema de cooptación para la selección de candidatos no ha tenido un coste electoral significativo. Sin embargo, a juicio de Carlos Garrido, de cara al futuro no debería dejarse a la elección de los partidos, y a sus cábalas electoralistas, la celebración de elecciones primarias. En opinión del autor, la generalización por ley de este mecanismo de selección de candidatos y la regulación normativa de sus garantías y procedimientos es la mejor forma de superar las desventajas competitivas entre partidos, resolviéndose de este modo la pugna entre eficacia y democracia a favor de esta última. Algunos de los principales partidos políticos así lo han incluido, además, en sus manifiestos programáticos, como el PSOE y Ciudadanos. Y así se plasmó, incluso, en el acuerdo para un gobierno reformista y de progreso suscrito por ambos partidos el 24 de febrero de 2016.

En relación con ello, en la obra se da cuenta del debate suscitado acerca de la constitucionalidad de una posible intervención del legislador generalizando y regulando la celebración de primarias para designar a los candidatos electorales. Dicho debate es reciente en nuestro país, pero no es en absoluto novedoso. En Estados Unidos ya se produjo tras la extensión de las primarias en la mayoría de los Estados y el Tribunal Supremo lo zanjó a favor del legislador. Y recientemente, varios países latinoamericanos han decidido institucionalizar por ley primarias abiertas y simultáneas (en el caso de Uruguay y Argentina, además, obligatorias) para seleccionar a los candidatos electorales de los partidos. En España, algunos autores aducen como obstáculo a su generalización por ley la posible afectación del derecho de asociación de los partidos, porque su libertad de autoorganización quedaría afectada. Para otros autores, en cambio, las funciones asignadas a los partidos, la exigencia de democracia interna (art. 6 CE) y el fin legítimo de hacer efectiva la participación política removiendo los obstáculos que la impidan o dificulten (art. 9.2 CE) habilitan al legislador para imponer elecciones primarias. Además, como subraya Carlos Garrido, la designación de un candidato electoral no es una mera cuestión interna de los partidos; incide sobre el ejercicio del derecho de acceso de cualquier ciudadano en condiciones de igualdad a los cargos públicos (art. 23.2 CE) y es un presupuesto para el acto administrativo de proclamación de las candidaturas y para el ejercicio del derecho de participación política de los ciudadanos a través de la elección (art. 23.1 CE). La designación de candidatos por los partidos no constituye una de las facetas del derecho de asociación ni es, por ello, propiamente un asunto inter privatos, como la STC 12/2008 señaló en relación con la imposición legal de cuotas electorales de género en las candidaturas. Por tanto, se deduce que de acometerse la regulación legal de las primarias, esta tendría mejor encaje en la LOREG que en la LOPP y, en tanto aquella guarde silencio, podría caber que las CC.AA. aborden su regulación como desarrollo de sus competencias en materia electoral.

A diferencia de la designación de candidatos electorales, el sistema de elección de los cargos orgánicos no está vinculado directamente con el artículo 23.2 CE, lo que debilita la legitimidad del legislador para intervenir. Su regulación debe quedar, pues, a la potestad de autonormación de los partidos. La potencialidad democratizadora de un sistema de elección directa por la militancia es innegable, pero suscita problemas similares a los ya apuntados en relación con las primarias, como son la exteriorización de la división interna o su reducción a la mera aclamación plebiscitaria sin una deliberación real previa. Ejemplos recientes serían, de lo primero, la pugna por la Secretaría General del PSOE entre Pedro Sánchez, Eduardo Madina y José Antonio Pérez Tapias; de lo segundo, la designación de Pablo Iglesias Turrión, un candidato con un perfil muy mediático, como Secretario General de Podemos con el 88,6 por ciento de los votos emitidos. En cualquier caso, las organizaciones partidistas están recurriendo cada vez más a elecciones internas regidas por el principio «un militante, un voto» como fórmula de elección de sus estructuras directivas. De forma que a día de hoy incluso el Partido Popular, que ha sido tradicionalmente una organización reacia a este tipo de medidas, se plantea su implementación en el marco del próximo Congreso nacional, además de en algunos regionales.

Todas estas cuestiones son abordadas en una obra rica en cuanto a la diversidad de puntos de vista mantenidos. Su lectura constata la dificultad de reducir a normas jurídicas el funcionamiento y la organización de los partidos, pero también la necesidad de que el legislador intervenga con cautela, pero sin demora, en el interior de ese príncipe moderno que son hoy las organizaciones partidistas. El mandato constitucional de un funcionamiento interno democrático, así como la generosa —y necesaria— financiación pública que reciben estas asociaciones privadas, así lo exigen. Lo contrario, esto es, renunciar a limitar jurídicamente las tendencias oligárquicas que se dan en su seno, sería equivalente a atribuirles, de facto, una soberanía que reside en el pueblo español.

Es evidente que para llevar a cabo tal cometido la iniciativa debe partir de las cúpulas directivas de los propios partidos, lo que puede limitar su alcance. Pero parece que estas comienzan a tomar conciencia de que la materialización del mandato contenido en el artículo 6 CE es una buena forma de evitar la desafección de los ciudadanos. La regeneración democrática de los partidos es un camino que debe recorrerse para garantizar que estas organizaciones continúen siendo la piedra angular del Estado democrático. Y los partidos, por convicción o por interés, deben hacer posible su reforma.

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[1] A. Borrego, De la organización de los partidos en España, considerada como medio de adelantar la educación constitucional de la Nación y de realizar las condiciones del Gobierno representativo, Madrid, 1855, p. 2.