RESUMEN

Este artículo critica la deriva individualista y moralizante de la teoría política igualitarista contemporánea, acríticamente deudora del homo oeconomicus y centrada en el «mérito» o la «responsabilidad» personales, para hacer frente a un mundo de desigualdades que posee raíces no individuales, sino colectivas, ancladas en la inserción de los seres humanos en estructuras sociales —clases sociales, géneros o etnias—. Se argumenta en favor del reequilibrio de la teoría de la igualdad desde una perspectiva política y estructural (atenta tanto a las instituciones como a los actores), centrada en la construcción de relaciones sociales igualitarias que permitan la vida en común en igual respeto y no dominación. Esto resulta más necesario que nunca en tiempos de crisis ecológica, desigualdad clasista rampante, profundas diferencias de género y etnia, y exorbitantes ganancias no merecidas, derivadas de la especulación y las asimetrías estructurales de poder. La reorientación estructural que aquí se postula posee, más allá del plano teórico normativo, consecuencias de relieve para la agenda de las políticas públicas de predistribución y redistribución.

Palabras clave: Igualdad; mérito; responsabilidad; justicia; teoría política;

ABSTRACT

This paper develops a systematic critique of the individualistic shift in the contemporary political theory of equality. Uncritically indebted to a model of homo oeconomicus centred on the “merit” and “responsibility” of each citizen, this individualised model is inadequate in accounting for contemporary inequalities based on class, gender and ethnicity. The paper argues in favour of re-setting egalitarian theory from a structural and political rather than ethical perspective, with the aim of building new social and political relationships of self and mutual respect and non-domination. This is especially compelling in the current context of ecological crisis, increasing class inequality, strong gender disadvantage, and systematic expansion of income inequality, fuelled by privatization, speculation, profiting without producing, and structural power asymmetries. This structural reorientation of the political theory of egalitarianism implies not only changes in the realm of the theoretical focus on justice and equality, but also suggest major changes in the current agenda of public re-distribution and pre-distribution policies.

Keywords: Equality; merit; responsibility; justice; political theory;

Cómo citar este artículo / Citation: Máiz, R. (2016). De la economía a la ética, ¿qué fue de la política? Para una teoría estructural de la igualdad. Revista de Estudios Políticos, 174, 13-46. doi: http://dx.doi.org/10.18042/cepc/rep.174.10

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SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. I. LOS LÍMITES TEÓRICOS DEL «MÉRITO» Y LA «RESPONSABILIDAD» COMO PRINCIPIOS DE JUSTICIA
  4. II. EN DEFENSA DE UNA TEORÍA DEMOCRÁTICO-REPUBLICANA Y RELACIONAL DE LA IGUALDAD
  5. III. CONCLUSIONES
  6. Notas
  7. Bibliografía

He evolucionado desde un punto de vista económico a uno moral, sin haber mantenido nunca un punto de vista político.

El reciente y sofisticado debate en torno a la teoría política de la igualdad se ha centrado, en buena medida, sobre la cuestión de la métrica, en el problema del equalisandum, en la pregunta ¿igualdad de qué?: ¿de bienes primarios?, ¿de recursos?, ¿de oportunidades?, ¿de bienestar?, ¿de acceso a las ventajas?, etc. (Ribotta, S. (2010). Las desigualdades económicas en las teorías de la Justicia. Madrid: CEPCO.Ribotta, 2010; Hirose, I. (2015). Egalitarianism. London: Routledge.Hirose, 2015). La discusión se ha traducido, por una parte, en un muy valioso desarrollo teórico de innegable precisión analítica, que ha permitido concretar y especificar espinosas cuestiones en este campo de la teoría de la justicia como, por ejemplo, qué bienes deben ser de igual acceso para todos los seres humanos o qué capacidades y funcionamientos humanos básicos resultan imprescindibles. Por otra, ha permitido complementar la teoría de la igualdad basada en la desigualdad de oportunidades derivada de la estructura social con una teoría de la justicia sensible a la eventual inequidad que emana de las elecciones y/o de los diversos talentos individuales. La relevancia de este cuerpo teórico para los criterios y principios rectores de la agenda, la programación y la implementación de las políticas públicas de predistribución y redistribución resulta incuestionable.

Sin embargo, la evolución reciente del sistema económico y, sobre todo, la crisis actual —habida cuenta de su naturaleza no solo económica sino propiamente ecológica, política y estratégica— obliga a interrogarnos sobre si no se ha producido una progresiva pérdida de horizontepolítico en la teoría del igualitarismo. A repensar si el énfasis en la equidad de las desigualdades individuales no ha conducido a olvidar o, al menos, a poner en segundo plano las desigualdades que origina la reforzada estructura clasista del capitalismo actual. A considerar si este giro teórico no resulta responsable del estrechamiento ético de la argumentación y la llamativa ausencia de reflexión alguna sobre las asimetrías de poder. Hasta qué punto esta deriva no solamente ha llevado a adoptar formulaciones por completo ajenas a la teoría de la tradición socialista y exclusivamente deudoras del paradigma liberal, sino que, incluso dentro de este último, han supuesto un retroceso moralizante a un estadio previo a la teoría política (no metafísica) de la justicia de Rawls. Al fin y al cabo esta última estaba centrada, como es sabido, en las condiciones institucionales (principios de justicia) de una ciudadanía igual. Este sesgo ha originado, por una parte, la asunción de la centralidad de conceptos como «mérito» o «responsabilidad» que resultan elevados al primer plano de la discusión y, sin embargo, son deudores de planteamientos ajenos al igualitarismo, e incluso en ocasiones abiertamente importados acríticamente de la problemática teórica del neoliberalismo; y, por otra, en un problemático olvido del debate de la cuestión central, a saber, la construcción de una comunidad decente basada en el igual valor y respeto de todos sus miembros.

Una consecuencia decisiva de la actual crisis ha sido la acentuación de tendencias y pautas comunes claras y persistentes en la desigualdad a escala planetaria (OECD (2015). In it Together. Why Less Inequality Benefits All. Paris: OECD.OECD, 2015: 52). Las fuerzas dominantes en la desigualdad de la distribución de ingresos a nivel mundial son sistemáticas y macroeconómicas (Galbraith, J. (2012). Inequality and Instability. New York: Oxford University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1093/acprof:osobl/9780199855650.001.0001.Galbraith, 2012; Gornick, J. y Jäntti, M. (eds.). (2014). Income inequality: Economic disparities and the middle class in affluent countries. Redwood City: Stanford University Press.Gornick y Jäntti, 2014). El enorme crecimiento de la desigualdad constituye el reflejo de la concentración piramidal y acelerada de ingresos y riqueza patrimonial en los más ricos de los ricos, y en un descenso generalizado de recursos e ingresos de las clases medias y trabajadoras. Los «episodios» (Atkinson, A. B. (2015). Inequality. What can be done? Cambridge (Mass): Harvard University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.4159/9780674287013.Atkinson, 2015) de igualdad y desigualdad a lo largo de la historia reciente, las fuerzas de «convergencia y divergencia» (Piketty, Th. (2013). Le Capital au XXI Siècle. Paris: Seuil.Piketty, 2013) que actuaron durante los dos últimos siglos causando fluctuaciones de desigualdad se han acelerado en sentido negativo, profundizado y radicalizado a partir de 2008 (Galbraith, J. (2012). Inequality and Instability. New York: Oxford University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1093/acprof:osobl/9780199855650.001.0001.Galbraith, 2012). Las consecuencias resultan bien conocidas: financiarización de las rentas personales y acumulación de deuda de los hogares (Lapavitsas, C. (2013). Profiting Without Producing. London: Verso.Lapavitsas, 2013), hiperconcentración sostenida de ingresos en los estratos sociales más altos y descenso en picado de ingresos y bienestar en clases medias y bajas, con incremento de pobreza y descenso de la calidad de vida en amplios sectores. Hoy lo constatamos con claridad meridiana: la austeridad se traduce en enfermedad, miseria y muerte (Stuckler, D. y Basu, S. (2013). Body Economic. Why Austerity Kills. New York: Basic Books.Stuckler y Basu, 2013; Clark, T. y Heath, A. (2014). Hard Times. The divisive toll of the economic slump. New Haven: Yale University Press.Clark y Heath, 2014). Sus efectos multiplicadores para las clases peor dotadas de recursos resultan elocuentes: 1) menor esperanza de vida de los sectores más pobres y con peor educación, y peor calidad de vida y prevalencia de enfermedades en esos mismos sectores; 2) aumento de la exclusión, marginación e imposibilidad de desarrollar las capacidades humanas con nivel mínimo de dignidad y autorrespeto. Es más, el crecimiento cuantitativo de la desigualdad se ha traducido en consecuencias cualitativas, articulando y potenciando las tres manifestaciones fundamentales de la misma: 1) la desigualdad vital (esperanza de vida, calidad de salud, desarrollo físico e intelectual etc.); 2) la desigualdad existencial (libertad, autonomía, trabajo, dignidad, no dominación de género, etnia, cultura); y 3) la desigualdad de recursos y oportunidades (ingresos, educación, vivienda servicios, prestaciones, poder) (Therborn, G. (2013). The Killing Fields of Inequality. Cambridge: Polity.Therborn, 2013). A todo ello debe añadirse una última evidencia: el papel activador del conflicto y las guerras que posee la desigualdad horizontal, esto es, la desigualdad económica y política entre grupos étnicos y naciones (Cederman, L, E., Weidmann, N. y Gleditsch, K. S. (2011). Horizontal Inequalities and Ethnonationalist Civil War: a global comparison. American Political Science Review, 105 (3), 478-494. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1017/S0003055411000207.Cederman, Weidmann y Gleditsch, 2011).

La evolución de la economía capitalista de mercado y la propiedad privada, de la mano de la desregulación, ha generado desigualdades crecientes. Una conocida versión explicativa apunta a que la tasa de rendimiento privado del capital es muy superior a la tasa de crecimiento de los ingresos y la producción. Así, la desigualdad r > g implica que los patrimonios heredados se recapitalizan a mayor velocidad que el ritmo de crecimiento de la producción y los salarios (Piketty, Th. (2013). Le Capital au XXI Siècle. Paris: Seuil.Piketty, 2013). Con independencia de que esta explicación resulte discutible por desatender cómo las instituciones, la política y las políticas públicas diferenciadas de cada país condicionan el desarrollo tecnológico, el funcionamiento del mercado y los arreglos económicos (Acemoglu, D. y Robinson, J. (2014). The Rise and Fall of General Laws of Capitalism. Unpublished Paper, MIT, Department of Economics.Acemoglu y Robinson, 2014; Soskice, D. (2014). Capital in the twenty-first century: a critique. The British Journal of Sociology, 65, 4, 650-666. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1111/1468-4446.12111.Soskice, 2014; Beramendi, P., Häusermann, S., Kitschelt, H. y Kriesi, H. (2015). The Politics of Advanced Capitalism. New York: Cambridge University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1017/CBO9781316163245.Beramendi et al., 2015), lo cierto es que proporciona luz sobre un fenómeno de gran interés para nuestro argumento: se traduce en que el empresario tiende a transformase, en buena medida, en rentista y a reforzar su dominación sobre los trabajadores. La renta, pues, no constituye una imperfección del mercado sino un resultado de su funcionamiento desregulado, cuya traducción en la nueva sociedad de rentistas no puede ser más desmitificadora de la supuesta realidad meritocrática del capitalismo: el principio de mérito cede su puesto ante el patrimonio familiar, la herencia y el capital especulativo. En suma, ni productividad marginal, ni contribución de los individuos a la sociedad, la mayor parte de los ingresos de las élites resultan cada vez más debidos a las rentas del capital que, a su vez, constituyen un mecanismo que transfiere enormes sumas de dinero desde las clases populares hacia la oligarquía (Stiglitz, J. (2012). The Price of Inequality. New York: Norton.Stiglitz, 2012: 254).

El caso es que la crisis presente ha evidenciado el estructural anclaje de clase de la desigualdad y, con ello, las relaciones de explotación y dominación que median entre capital y trabajo (Wright, E. O. (2014). Stay classy, Piketty. Book and Ideas.net.Wright, 2014). Pero también ha acentuado al límite un rasgo olvidado del capitalismo; a saber: que buena parte del dinero ganado por los más ricos no resulta 1) ni (parcialmente al menos) merecido en recompensa por su trabajo, ni 2) creador directo o indirecto de valor de uso (Sayer, A. (2015). Why We Can’t Afford the Rich. Bristol: Policy Press.Sayer, 2015: 41). Los ingresos de los más ricos proceden de rentas, intereses usurarios, manipulación de los mercados u operaciones especulativas que tienen más que ver con la asimetría de poder basada en enormes y crecientes desigualdades en la propiedad y en la «acumulación mediante desposesión» (Harvey, D. (2012). The New Imperialism. Oxford: Oxford University Press.Harvey, 2012) y la apropiación privada del común que con las contribuciones en trabajo, la creatividad y la innovación empresarial (Krugman, P. (2012). End This Depression Now! New York: Norton.Krugman, 2012: 79). Las desigualdades poseen una naturaleza estructural fundada en la desigual división del trabajo, en las diferencias de clase, género o etnia. Esto provoca que las contribuciones individuales resulten tan sistemáticamente desiguales que, en muchas ocasiones, resulta vana toda pretensión de fundamentarlas en criterios «objetivos» de «mérito» personal (tampoco los mercados están gobernados por criterios de «mérito» sino de beneficio). Hoy más que nunca, muchos de los factores determinantes de lo que se gana nada tienen que ver con lo que se «merece». En el capitalismo actual, ni los más ricos lo son por sus «propios merecimientos», ni los más pobres lo son por su culpa o responsabilidad personal.

En este texto abordaremos, en primer lugar, las limitaciones teóricas de los criterios de «mérito» y «responsabilidad» elevados a la categoría de principios de justicia; y en segundo lugar sostendremos la necesidad de elaborar una teoría política y estructural de la justicia, a partir de una evaluación crítica del complejo debate sobre el «igualitarismo de la suerte» y, en especial, de la obra de G. A. Cohen. Al efecto de abordar esas dos cuestiones, emplearemos el concepto de igualitarismo en un sentido restringido, esto es, como la teoría política que mantiene que la desigualdad material (determinados niveles) es injusta per se por razones sustantivas y de principio, no meramente instrumentales. El igualitarismo se diferencia, así, del prioritarismo, teoría que mantiene la tesis de que beneficiar a los peor dotados de recursos es siempre preferible, especialmente cuanto peor dotados estén, que beneficiar a los mejor dotados (lo que no supone que la desigualdad per se resulte injusta). Y se diferencia asimismo del suficientarismo, teoría que sostiene que se debe beneficiar a los peor situados en términos absolutos, pero solo hasta alcanzar el punto de que puedan llevar una vida decente (Parfit, D. (1995) (2000). Equality or Priority. En M. Clayton y A. Williams (eds.). The Ideal of Equality (pp. 81-126). London: Palgrave Macmillan.Parfit, 2000 [1995]: 84; Mason, A. (2006). Levelling the Playing Field. The Idea of Equal Opportunity and its place in the egalitarian Thought. Oxford: Oxford University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1093/acprof:oso/9780199264414.001.0001.Mason, 2006: 113; Hirose, I. (2015). Egalitarianism. London: Routledge.Hirose, 2015: 3).

I. LOS LÍMITES TEÓRICOS DEL «MÉRITO» Y LA «RESPONSABILIDAD» COMO PRINCIPIOS DE JUSTICIA[Subir]

Debemos reflexionar, ante todo, sobre el lugar de conceptos como mérito y responsabilidad. Entiéndase bien, no como temas de necesaria elaboración en ética igualitarista, sino como principios políticos de justicia. En este sentido debemos comenzar cuestionando las muy citadas palabras de Cohen, que justifican su propia participación en el debate del igualitarismo de la suerte: «Dworkin ha desempeñado para el igualitarismo el servicio considerable de incorporar en su interior la idea más potente del arsenal de la derecha antiigualitaria: la idea de elección y responsabilidad» (Cohen, G. A. (2011). On the Currency of Egalitarian Justice and Other Essays in Political Philosophy. Princeton: Princeton University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1515/ 9781400838660.Cohen, 2011 [1989]: 32). Sostendremos en lo que sigue que tal «servicio» resulta en extremo discutible, habida cuenta del desplazamiento individualista y despolitizador que supuso respecto al núcleo mismo del debate sobre la igualdad.

Para el igualitarismo de la suerte, los conceptos de «mérito» y «responsabilidad» ocupan un lugar central habida cuenta de que, si se desea eliminar o reducir las desigualdades que se derivan de la estructura de clases, sin erosionar por ello la libertad de opción (preferencias) y la diversidad de talentos de los individuos, el problema que se plantea, a continuación, es cómo abordar los efectos que sobre los principios distributivos poseen esas determinaciones de índole individual. La teoría del igualitarismo de la suerte desplaza, así, el interés desde los efectos desigualitarios colectivos de la estructura de clases y las diferencias de género o «raza» hacia el análisis de la equidad de las desigualdades individuales, desentendiéndose de los niveles absolutos de bienestar (Knight, C. (2009). Luck Egalitarianism. Edinburgh: Edinburgh University Press.Knight, 2009: 225). Pero, además, esta corriente de la teoría de la igualdad considera que mérito y responsabilidad se encuentran estrechamente conectados, toda vez que la «suerte» (en sentido débil, esto es, cuando no implica el control total por parte del agente) es el correlato inverso de la responsabilidad; a saber: cuando la responsabilidad del agente está ausente, la suerte, en sentido débil, se encuentra presente. Pero además, mérito y responsabilidad se relacionan en tanto que, en el debate del igualitarismo de la suerte, la responsabilidad del agente se concibe como una de las condiciones necesarias para atribuir el mérito, y, a su vez, el mérito se concibe como el fundamento de atribución de responsabilidad consecuencial. Así, por una parte, la responsabilidad del agente es una precondición para atribuir mérito y, por otra, las cargas y beneficios que un agente debe soportar o disfrutar son aquellos que se le atribuyen según una determinada idea y valoración de su mérito personal (Hurley, S. (2011). The Public Ecology of Responsibility. En C. Knight y Z. Stemplowska (eds.). Responsibility and Distributive Justice. Oxford: Oxford University Press.Knight y Stemplowska, 2011: 17).

Descendiendo a las urgencias políticas del presente, sin embargo, la crisis actual ha puesto de relieve procesos agudizados de hiperconcentración de riquezas, de aumento exponencial de la desigualdad, de sesgo creciente de género o raza en el mercado de trabajo (tanto en posibilidad de encontrar empleo como en salario percibido), de recuperación de la figura del rentista, de multiplicación de los ingresos no merecidos por el trabajo de la mano de estrategias de la austeridad, privatización y desregulación. De todo ello argumentaremos que surge la necesidad de una perspectiva igualitaria sistémica: de erradicar las desigualdades que proceden de la herencia, de igualar las oportunidades iniciales, sin desentenderse por ello de los resultados posteriores cualquiera que sea la causa de los mismos. Más que nunca se hace patente la urgencia de atender a la igualdad de condiciones materiales de los orígenes sociales de las personas, lo cual requiere atención no solamente a las condiciones de salida sino a los resultados obtenidos (Ribotta, S. (2010). Las desigualdades económicas en las teorías de la Justicia. Madrid: CEPCO.Ribotta, 2010: 357). De hecho, tras el pretendido individualismo de la sociedad capitalista se revela un mundo en que nuestros itinerarios personales no son el resultado exclusivo de decisiones autónomas, sino de la dotación de recursos de todo tipo (educación, dinero, capital social, lengua, aspecto, etc.) que dependen de la pertenencia a una u otra clase social, género o raza y deben ser corregidos por políticas estructurales que faciliten la inclusión en el mercado de trabajo. Un enfoque sistémico de la igualdad que debería insistir tanto en 1) mecanismos de predistribución, de igual acceso a las ventajas para todos/as, incidiendo en «la manera en que el mercado distribuye los beneficios en primer lugar» (Hacker, J. (2011). The institutional foundation of middle-class democracy. London: Policy Network.Hacker, 2011), cuanto 2) mecanismos de redistribución vía sistema fiscal progresivo y pago de prestaciones. La dotación de medios por parte del Estado para que los ciudadanos sean partícipes iguales de una sociedad cooperativa, la nivelación de la desigualdad de poder en el mercado y la corrección de los resultados desigualitarios del mercado forman parte indisoluble de una perspectiva estructural y democrático-republicana de la igualdad.

El problema que se nos presenta, sin embargo, es que al hilo del debate sobre la «igualdad de qué», sobre el equalisandum: recursos, bienestar, acceso a las ventajas, etc., se ha diluido poco a poco la idea de que una sociedad justa funda su legitimidad en un proceso público de igualación de oportunidades, que limite o reduzca el peso de la arbitrariedad y las jerarquías de dominación en el destino de sus miembros. Y es una tal igualación de oportunidades, no solo inicial sino permanentemente activada, esto es, no desentendida de los resultados finales, la que fomenta la cohesión social en el seno de la diversidad. El énfasis estructural, colectivo y holístico en la lucha contra las desigualdades heredadas —no solo de las desigualdades de los «medios de consumo», sino de las «desigualdades en las condiciones de producción», como apuntó Marx en la Crítica del Programa de Gotha— ha dado paso a un desplazamiento hacia la atención personalizada de las desigualdades individuales derivadas de la dotación genética (talento) o de las propias decisiones personales (preferencias), en definitiva, hacia el peso del azar moral (Kymlicka, W. (2006). Left-Liberalism Revisited. En C. Sypnowich (ed.). The Egalitarian Conscience: Essays in Honour of G. A. Cohen. Oxford: Oxford University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1093/0199281688.003.0002.Kymlicka, 2006). Parece como si, con motivo del nuevo programa de investigación, con la incorporación de los «talentos», la decisión personal o la responsabilidad individual, se hubiera difuminado la idea, difícilmente irrenunciable, de que una sociedad es justa porque neutraliza los contextos contingentes y los efectos del azar. Esto es, cuando establece una estructura institucional que permite a todos sus miembros desarrollar y ejercitar los propios talentos y llevar una existencia autónoma y decente, ausente de explotación y de dominación, cuando aspira a ser una sociedad de cooperación entre personas libres e iguales en el desarrollo de sus capacidades humanas.

Por una parte, es cierto que el azar y los talentos presentan un desafío a la teoría de la igualdad: ¿tenemos o no derecho a apropiarnos de todo aquello que produce nuestra capacidad innata o adquirida o nuestro esfuerzo? En este orden de cosas parece sensato postular que no podemos beneficiarnos de poseer determinados talentos porque no somos responsables de tenerlos, toda vez que son el resultado del azar que no controlamos. El igualitarismo de la suerte nos dice a estos efectos (Arneson, Roemer, el «segundo» Cohen) que debemos asumir las consecuencias de aquellos resultados que dependen de nuestras decisiones libres e informadas. En este sentido, ni podemos aceptar ser víctimas de un azar negativo, ni trasladar a otros las consecuencias de nuestras elecciones. Ahora bien, esta perspectiva estrechamente ética de la responsabilidad individual es la que cambia el foco de la teoría estructural de la justicia que encontramos en Rawls, pero también en la teoría socialista clásica de la justicia.

Debemos reparar en el espinoso deslizamiento de problemática que promueve el igualitarismo de la suerte; a saber: del sistema al individuo, de la política a la ética. En la perspectiva rawlsiana, como ya hemos señalado, la estructura básica —el conjunto de reglas e instituciones que regulan el reparto de las libertades y los recursos materiales— constituye el lugar en el que se solventa la lucha por la justicia. Esta última no se solventa en las relaciones competitivas de unos individuos con otros según criterios de mercado. La pregunta clásica, por tanto, no es saber si cada uno es responsable de sus acciones, si tiene o no el derecho a disfrutar de lo obtenido mediante la aplicación de sus talentos. El verdadero (o al menos el principal) problema es muy diferente: si el conjunto de una estructura social y política es legítimo porque permite a todos sus miembros atender a sus necesidades básicas, cooperar y desarrollar sus capacidades como personas libres e iguales. La desigualdad imposibilita una sociedad justa, al mismo tiempo que erosiona la legitimidad democrática de todo el sistema.

Sin ignorar el valor de las aportaciones del debate sobre la responsabilidad y el mérito, introducidas al hilo del programa de investigación del igualitarismo de la suerte, las características estructurales de la crisis presente —pues, debemos insistir en esto, no se trata de una «Gran Recesión», sino de una crisis económica y socioecológica estructural— urgen a recuperar la centralidad de la pregunta por el carácter igualitario o desigualitario de la comunidad, de la posibilidad de una cooperación sostenida en el tiempo y sustentable desde el punto de vista del ecosistema, entre personas libres e iguales, en ausencia de dominación y explotación. La estructura social reforzada por la crisis contemporánea contextualiza, de modo inevitable, el debate de la igualdad y reclama un giro sistémico. En concreto, toda vez que los procesos de desmantelamiento del Estado de bienestar, privatización y desregulación se han traducido en un aumento extraordinario de la desigualdad, ya no puede sostenerse que hay que atender prioritariamente a las desigualdades surgidas de los efectos del azar sobre los individuos singulares, dando por supuesto que la igualdad estructural de oportunidades ha progresado mucho con los Estados de bienestar y han de atenderse otros problemas. Por el contrario, el programa de investigación debe reorientarse a la procura de una teoría política de la igualdad, que no de una teoría ética, esto es, no abocada a la investigación de las responsabilidades y méritos de cada uno, sino atenta a las condiciones institucionales y sociales en las cuales se despliega la agencia (con muy distintos niveles de menesterosidad entre los ciudadanos/as respecto a las necesidades y las capacidades humanas básicas). Una de las razones para ello, y no la menor, es que la interacción de los agentes con su entorno cultural, social y político vuelve hoy más que nunca a la «responsabilidad» individual del neoliberalismo una engañosa quimera (Hurley, S. (2011). The Public Ecology of Responsibility. En C. Knight y Z. Stemplowska (eds.). Responsibility and Distributive Justice. Oxford: Oxford University Press.Hurley, 2011).

Precisamente la elaboración de una teoría política de la igualdad, centrada en la estructura social e institucional, permite enfrentar varias falacias fundamentales del neoliberalismo; en concreto: 1) que toda redistribución implica expropiación y pérdida de autonomía de los más favorecidos, porque viola el principio del mérito individual; 2) que la autonomía es una propiedad natural que no posee relación alguna con la dotación de medios materiales; y 3) que una sociedad justa es un cuerpo atomístico de individuos competitivos y maximizadores de su interés, y, por lo tanto, de ganadores y perdedores (merecedores y responsables por ello), sin mecanismo alguno de cooperación que permita aproximarse al ideal de la libertad real para todos/as sin incurrir en flagrante opresión estatal.

Pero además, la visión sistémica y relacional de la igualdad aporta una perspectiva diferente también a la del liberalismo clásico. Este asume el mismo principio individualista de que nadie posea aquello a lo que no tiene derecho en clave personalizada, medida a través de criterios de libre elección, responsabilidad y mérito. Una perspectiva democrático-republicana y relacional de la igualdad se centra, por el contrario, en lo que los ciudadanos se deben unos a otros en la interacción social. De tal modo que la atención se vuelque en evitar que la propiedad de unos no constituya un obstáculo para que los otros puedan llevar una existencia realmente libre y sin dominación.

El enfoque sistémico de la igualdad, o lo que es lo mismo, un enfoque que, a diferencia de una perspectiva moralista, procede a la elaboración (y contestación) de criterios públicos de predistribución y redistribución de recursos con el respaldo coactivo legítimo del Estado, deviene así doblemente sugestivo: 1) como quiera que la desigualdad de oportunidades está en fase de crecimiento sostenido y el peso de la renta en una sociedad de rentistas vuelve a ganar protagonismo, debe prestarse atención a la corrección de la desigualdad de recursos inicial que ataje ex ante la desigualdad; 2) a su vez, las desigualdades no heredadas, esto es, aquellas que se generan ex post en virtud del propio mérito o el trabajo personal, solamente son legítimas si, y solo si, resultan compatibles con la autonomía y libertad real para todos en un estructura social cooperativa de individuos iguales. Aun admitiendo que las decisiones libres e informadas de los ciudadanos pueda dar lugar a desigualdades de segundo orden (esto es, desigualdades no deudoras, a su vez, de una desigualdad de oportunidades inicial), estas solo resultan admisibles, desde el punto de vista estructural, siempre y cuando no erosionen las exigencias de la cooperación entre iguales y la libertad real para todos. Si abandonamos el punto de vista del mercado —esto es, el punto de vista de un mundo de intercambios libres entre adultos consintientes basados en el lucro a corto plazo— y adoptamos un punto de vista relacional y comunitario, es decir, si pasamos de un criterio individualista a un criterio social e institucional, parece claro que ni el mérito ni la responsabilidad personales pueden constituir los criterios directores fundamentales de una teoría de la igualdad. La libertad que aquí importa es la libertad compartida, no el privilegio de quienes pueden permitírsela en razón de la dotación de recursos o talento y, a tal efecto, debe evaluarse y discutirse la proporción que se pueden reservar para sí quienes, por efecto de sus decisiones, talento o esfuerzo obtengan ganancias por encima de la media. De este modo se constata que resulta en buena medida falso el dilema entre libertad e igualdad, pues no se trata de limitar la libertad para habilitar un espacio a la igualdad, sino que la libertad, si es libertad real para todos y todas, y no para una élite exigua, constituye un bien de la comunidad. Es, sobre todo, libertad común o, lo que es lo mismo, aquella libertad de cada uno que no existe sin la correlativa libertad de los demás.

Sostenemos que es precisamente la hegemonía del individualismo posesivo, y la filosofía del homo oeconomicus, la que se sitúa en la base de la acrítica importación a la teoría de la igualdad de conceptos tales como el mérito, la libre decisión y la responsabilidad, deudores todos ellos de una idea de sociedad como mero agregado atomístico de individuos. Así se construye teóricamente una inverosímil perspectiva (Polanyi, K. (1944). The Great Transformation. The Political and Economic Origins of Our Time. Boston: Beacon Press.Polanyi, 1944; Reich, R. (2015). Saving Capitalism. New York: Knopf.Reich, 2015) en la que el mecanismo natural del mercado retribuye a cada uno sus bien merecidas ganancias y pérdidas. De tal suerte que la redistribución se piensa siempre desde la sospechosa intervención del Estado y sometida por ello a condiciones, pruebas e incentivos sin cuento. De modo muy diferente, la perspectiva relacional del igualitarismo postula que, habida cuenta que resulta no ya tarea ímproba sino realmente imposible, en una sociedad interconectada e interdependiente, aislar el aporte, la contribución de cada uno (y su valor: ¿a precios de mercado?), es más, donde las elecciones de uno afectan de modo inexorable a las de los demás, existen razones morales, filosóficas y de políticas públicas de peso para rechazar la conversión de la responsabilidad personal en principio normativo de la igualdad: 1) la fijación de responsabilidades se traduciría, por una parte, en una vejación inquisitorial y estigmatizante de la dignidad de los ciudadanos, de la mano de una investigación de lo que cada uno/a merece y lo que no, de cuáles son las culpas de su estado de recursos, transformando las instituciones de bienestar en una suerte de tribunal de justicia; 2) la atribución de responsabilidad genera culpabilización individual, y centra su atención en los individuos en lugar de la organización social y cómo esta predistribuye los recursos (creación de igualdad de oportunidades, mediante la educación y la nutrición, la salud o la vivienda, por ejemplo) y refuerza por doquier espacios de dominación; 3) plantea el problema de evaluación de las decisiones mediante indicadores tan poco fiables como los precios del mercado, los prejuicios sociales dominantes sobre las profesiones y los trabajos o el papel que debe desempeñar el riesgo consustancial a determinadas elecciones vitales o profesiones; 4) finalmente, la responsabilidad, en cuanto valor moral, resulta susceptible de valoraciones muy diversas desde el pluralismo cultural o de doctrinas comprehensivas que imposibilitan un consenso superpuesto al respecto.

Por todas estas razones creemos que no resulta suficiente un mero adelgazamiento del principio de responsabilidad como el que se propone en teorías como la non responsibility view. A diferencia de la responsibility view, en la que se considera injusta una distribución desigual determinada por factores fuera de control de quien la padece, la primera postula que es injusta una distribución desigual comparada con otra que no sea debida a la responsabilidad de quien la padece (Segall, S. (2013). Equality and Opportunity. Oxford: Oxford University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1093/acprof:oso/9780199661817.001.0001.Segall, 2013: 41; Hurley, S. (2011). The Public Ecology of Responsibility. En C. Knight y Z. Stemplowska (eds.). Responsibility and Distributive Justice. Oxford: Oxford University Press.Knight y Stemplowska, 2011: 22). En lugar de tomar la neutralización de la suerte bruta como punto de partida, lo que debe importar es la (potencial) injusticia de las desigualdades estructurales. Lo cual excluye que la responsabilidad, más allá de un espacio sustantivo pero menor a la hora de abordar problemas parciales de retribución, se erija en principio general de justicia igualitaria.

Si de la responsabilidad pasamos al concepto de mérito, la necesidad de seguir sosteniendo una concepción estructural de la igualdad resulta igualmente evidente. En principio parece razonable que cada uno posea lo que merece, esto es, que alguien que decide utilizar los recursos de que dispone de una forma productiva merece recibir los beneficios de su actividad, dedicación y trabajo. En cuanto nos detenemos a pensar esta idea de mérito como criterio distributivo público respaldado por la fuerza coactiva legítima del Estado, pues de eso se trata en un principio de justicia, las cosas, sin embargo, se complican en extremo. Ante todo, porque también el mérito como valor se ve afectado por el pluralismo razonable de doctrinas comprehensivas De modo que emplear un criterio uniforme implica incurrir en dominación estatal, imponer un estándar ético (no un principio de justicia) a quienes no lo comparten. La definición técnica imparcial de las contribuciones es una meta inalcanzable, pues se hace por parte de decisores que poseen criterios normativos y culturales que no son en modo alguno neutros y aún más, tienden a reproducir sesgos de prejuicio, jerarquía, privilegio y subordinación (Young, I. M. (1990). Justice and the Politics of Difference. Princeton: Princeton University Press.Young, 1990: 322). En segundo lugar, se presentan graves problemas de métrica: ¿cómo medir, con qué criterio, valorando qué aspecto en especial de la contribución o el mérito de alguien? Aquí el problema que se nos plantea es directamente el de la inconmensurabilidad misma de las contribuciones de cada ciudadano/a en trabajos complejos y multifacéticos. En tercer lugar, ¿no resulta cierto, más bien, que la relación entre justicia igualitarista y mérito es la inversa a aquella que predican quienes lo postulan como principio de justicia? A saber: las instituciones no son justas porque atribuyan a cada individuo aquello que merecen, sino que son solamente las instituciones justas las que facultan afirmar que ciertas personas merecen recibir un bien o recurso determinado (Rawls, J. (1971). A Theory of Justice. Cambridge (Mass): Harvard University Press.Rawls, 1971 (2000), sección 17; Scheffler, S. (2010). Equality and Tradition. Oxford: Oxford University Press.Scheffler, 2010).

En definitiva, una cosa es, tal y como sucede con la responsabilidad, que la noción de mérito tenga cierto sentido en una teoría ética, incluso en la gestión de ámbitos específicos donde resulta inevitable la aplicación administrativa de criterios meritocráticos —selección de personal para puestos de trabajo, por ejemplo (Miller, D. (2013). Justice for Earthlinks. Cambridge: Cambridge University Press.Miller, 2013)—, y otra muy distinta hacer del mérito un principio político de una sociedad justa. Ni las instituciones pueden funcionar desde el punto de vista de la igualdad a partir del aleatorio principio de mérito, ni resulta posible establecer públicamente lo que vale y merece cada uno (y en cada momento) de los miembros de la sociedad. De hecho, la reflexión de Rawls a estos efectos, si bien limitada, sigue poseyendo fuerza: el mérito no puede ser considerado como un principio de justicia, a diferencia de la libertad o la igualdad, toda vez que el fin de la asociación política no es recompensar a los mejores. Nadie se plantearía tras el «velo de la ignorancia» organizar la existencia colectiva con el fin de recompensar la excelencia, lo que se busca es otra cosa: un sistema cooperativo y mutuamente beneficioso de seres humanos libres e iguales. Y esta reciprocidad requiere un «mínimo social que atienda a las necesidades humanas básicas necesarias para una vida decente de los menos aventajados» (ingreso mínimo) (Rawls, J. (2001). Justice as Fairness. Cambridge (Mass): Harvard University Press.Rawls, 2001: 175).

Como estamos comprobando, la lógica subyacente, individualista y descontextualizada, del homo oeconomicus es la que introduce, una y otra vez, en ajenidad al hecho de que las acciones y las personas resultan interdependientes e interconectadas entre sí, un universo atomístico y competitivo de retribución por méritos y responsabilidades. Ni siquiera como retribución compensatoria por trabajo excepcionalmente duro, peligroso o extremo, el mérito puede elevarse a principio general distributivo. Ni satisface el principio de igualdad de oportunidades, en tanto en cuanto basado en reclamaciones estrictamente individuales axiológicamente dependientes del pluralismo de valores. Ni ofrece, caso de basarse en el indicador de los precios, una justificación suficiente de los ingresos percibidos en un mercado de trabajo desregulado, caracterizado por la asimetría sistemática de la información disponible.

Precisamente por ello el último Cohen, de la mano de su doble principio de igualdad y comunidad, se niega a admitir que el mérito constituya un criterio válido, y, mucho menos, un principio, de justicia distributiva. Ya se apuntaba en Rescuing Justice and Equality que «nadie puede alegar una reclamación válida basada en el mérito, u otra condición antecedente, para poseer más recursos que otro» (Cohen, G. A. (2008). Rescuing Justice and Equality. Cambridge (Mass): Harvard University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.4159/9780674029651.Cohen, 2008: 16). Cosa diferente es que, a su entender, el esfuerzo extraordinario se vea compensado con un sentido de gratitud no material (Cohen, G. A. (2011). On the Currency of Egalitarian Justice and Other Essays in Political Philosophy. Princeton: Princeton University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1515/ 9781400838660.Cohen, 2011: 222). Incluso para quienes consideran que —no sin razones de peso internas al programa de investigación de la responsabilidad— existe una posibilidad sustantiva para que el mérito sea considerado como principio de justicia, lo postulan de modo en extremo riguroso, limitado, y en el seno de unas restricciones normativas de gran calado. Así, el mérito, como principio de justicia, solamente sería posible en tanto en cuanto el mayor merecimiento de algunos no refleje una ventaja ilegítima derivada de previa inequidad encubierta. Pero, de este modo, el principio meritocrático no solo no justifica las consecuencias distributivas de las decisiones del mercado desregulado, sino que requiere precisamente su eliminación o cuanto menos su minimización. En todo caso, el mérito no solo debe ser resultado de elecciones voluntarias y ajenas a la mala suerte (brute luck), sino estar sujeto, además, a la real disponibilidad de un abanico de opciones aceptables y bajo la garantía de un mínimo por debajo del cual los individuos no deberían descender nunca, fuere cual fuere su negligencia o responsabilidad (Olsaretti, S. (2003). Desert and Justice. Oxford: Oxford University Press.Olsaretti, 2003; Olsaretti, S. (2004). Liberty, Desert and The Market. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1017/CBO9780511487422.2004: 168). En suma, se trataría, en todo caso, de un elemento subordinado a los argumentos de una teoría relacional y sistémica de la igualdad, que centra su atención en el contexto institucional y social que haría pensable la propia idea de responsabilidad.

II. EN DEFENSA DE UNA TEORÍA DEMOCRÁTICO-REPUBLICANA Y RELACIONAL DE LA IGUALDAD[Subir]

En principio, toda teoría política de la igualdad debe abordar algunas dimensiones fundamentales inexcusables: 1) la fijación del equalisandum y su medición, 2) la comparación interpersonal del equalisandum, y 3) un principio de predistribución y redistribución específico. El problema que advertimos, de entrada, en buena parte de la teoría política de la igualdad desde de finales del siglo pasado —con la nueva perspectiva que nos proporcionan las urgencias de la crisis presente— es que, considerando estas dimensiones no solo como necesarias, sino como etapas sucesivas de un argumento diacrónico, se ha demorado en exceso, con gran refinamiento analítico, en la cuestión del equalisandum (recursos, bienestar, bienes primarios, acceso a las ventajas) y los estándares de su medida (Hirose, I. (2015). Egalitarianism. London: Routledge.Hirose, 2015: 183). Nada impide, sin embargo, abandonar la asunción diacrónica y comenzar por discutir los principios de distribución y analizar las condiciones estructurales que, desde estos, se derivan como exigencias para las demás dimensiones de la igualdad.

En el extraordinariamente rico debate en torno a lo que se ha denominado igualitarismo de la suerte (Dworkin, Arneson, Nagel, Roemer, Knight… y parcialmente Cohen) se aprecian al menos tres problemas a los efectos que aquí interesan:

  1. En primer lugar, se concede un amplio espacio al juego del mercado como mecanismo de distribución de bienes y servicios mediante la libre elección de los ciudadanos. Ciudadanos que, de hecho, se conciben como consumidores, habida cuenta de que se asume normativamente la muy problemática perspectiva individualista del homo oeconomicus, esto es, un ser humano cuyas elecciones reflejan la mera procura racional de su propio interés (Elster, J. (2009, 2010). Traité critique de l’homme économique. Vol. I. Le désintéressement. Vol. II. L’Irrationalité. Paris: Seuil.Elster, 2009). Esta perspectiva, sin embargo, resulta no solo insostenible empíricamente, sino, desde el punto de vista normativo, ajena por definición a una comunidad de iguales que se relacionan entre sí de modo no instrumental. En la perspectiva liberal, los resultados desigualitarios de la competición por recursos entre sujetos maximizadores de su utilidad se corrigen externamente y a posteriori mediante mecanismos de redistribución en casos tasados («suerte bruta», ajena a la responsabilidad de los actores). De esta suerte, 1) se debilita la atención a los problemas de predistribucion (la regulación del mercado, la dotación ex ante de recursos, la construcción de un espacio público, la creación de un procomún etc.) y, 2) a su vez, la propia redistribución se sitúa a la defensiva como una corrección, artificial y vicaria, de lo que resulta de la actuación de la esfera supuestamente natural de la distribución inicial del mercado.

  2. Ahora bien, desde esta perspectiva se asume una visión deudora de una concepción muy limitada del poder como poder sobre (la cuestión de la precaria legitimidad vertical de las instituciones de gobierno para regular la economía), por completo ajena al poder para (aquel emerge de la acción de consuno de los sectores más afectados por la crisis: precarios, parados, mujeres, emigrantes... y sus demandas) (Máiz, R. (2009). Poder, legitimidad y dominación. En R. Máiz, E. García y A. Arteta (eds). Teoría Política. Madrid: Alianza.Máiz, 2009). Lo cual no resulta baladí, pues así no solo se atiende a los límites (eficacia, eficiencia, coste/beneficio) de las políticas públicas del Estado de bienestar, respetando ampliamente el libre juego del mercado, sino que, sobre todo, se desconsideran las demandas específicas de los movimientos sociales que luchan por el igual respeto desde la diversidad, contra las desigualdades materiales de clase, de género, raza o cultura. Luchas que afectan tanto a la distribución como a la ciudadanía igual, pero asimismo al igual reconocimiento y al igual valor y respeto de todos los seres humanos. En un contexto social marcado por el dualismo entre insiders (trabajadores cualificados y organizados) y outsiders (precariado, parados) del mercado de trabajo, estos últimos son los más claramente perjudicados por las políticas clásicas de redistribución. Esta es la razón por lo que la atención a los reclamos que proceden de la autoorganización emergente de estos sectores deviene una cuestión política central. El resultado de la unilateral atención a la perspectiva top-down de las políticas clásicas es que se desconecta el debate sobre la predistribución y la redistribución del debate sobre la opresión y la no dominación anclado en las demandas de los actores colectivos igualitaristas (Young, I. M. (1990). Justice and the Politics of Difference. Princeton: Princeton University Press.Young, 1990; Anderson, E. (1999). What is the point of Equality? Ethics, 109, 287-337. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1086/233897.Anderson, 1999).

  3. Se ponen, en fin, en segundo plano, las condiciones sociales e institucionales de la ciudadanía igual y la justicia definida como una relación social y política entre seres humanos iguales. El debate del igualitarismo de la suerte ha conducido, por sofisticados caminos, a un unilateral énfasis en la dimensión redistributiva ex post de los resultados del mercado (abandonando las políticas predistributivas ex ante). Pero, sobre todo, a un notorio estrechamiento ético de la teoría de la justicia social por entero volcado a los mecanismos de compensación a los individuos en razón de sus talentos, méritos o elecciones individuales. El resultado ha sido el descuido, parcial el menos, de la necesidad de articular la dimensión distributiva con una concepción normativa más amplia de la igualdad, a saber: 1) la igualdad como ideal moral que afirma el valor igual e igual respeto entre las personas; 2) la igualdad como ideal social que defiende una comunidad cooperativa entre iguales; y 3) la igualdad como ideal político que atiende a los reclamos y pretensiones que los ciudadanos, independientemente de sus circunstancias personales, puede exigir a sus iguales (Scheffler, S. (2010). Equality and Tradition. Oxford: Oxford University Press.Scheffler, 2010: 191).

Esto nos devuelve, con sus aportaciones y sus límites, a la óptica de Rawls, no solo desde un punto de vista negativo por la discontinuidad con sus planteamientos estructurales que el debate sobre la igualdad desde el igualitarismo de la suerte implica, sino porque, en una perspectiva en positivo, allí encontramos una arquitectura de la argumentación igualitarista que el debate posterior ha diluido. Nos referimos a la construcción de su teoría política, no metafísica, no como una elucidación de las compensaciones debidas a los individuos por las desventajas derivadas de circunstancias ajenas a su libre elección, sino, en rigor, como una teoría de la ciudadanía igual, con el objetivo normativo de conseguir que los ciudadanos sean miembros libres e iguales de una sociedad cooperativa. Insistimos en este punto porque ha circulado una cierta visión que considera a Rawls como un precedente del «igualitarismo de la suerte», toda vez que su teoría incorpora ocasionalmente distinciones como elección/circunstancias o ambición/dotación de recursos. De este modo, existiría, se dice, una cierta continuidad con Dworkin en torno al postulado de que la distribución resulta sensible a la ambición de los individuos cuando depende de sus elecciones, y resulta insensible a las dotaciones de los individuos cuando no depende de la mera suerte. La razón: que la desigualdad de talentos naturales y las circunstancias sociales de los individuos constituyen sendos efectos de la suerte bruta (Dworkin, R. (2000). Sovereign Virtue. The Theory and Practice of Equality. Cambridge (Mass): Harvard University Press.Dworkin, 2000; Kymlicka, W. (2002). Contemporary Political Philosophy. New York: Oxford University Press.Kymlicka, 2002: 58). Sin embargo, no debe perderse de vista nunca que es la ciudadanía igual, más que la procura febril de un principio de compensación individual a la mala suerte no merecida, el principio que enmarca y rige todo el edificio teórico rawlsiano. De hecho, a su entender, la propia equidad de la distribución no proviene de una sensibilidad hiperindividualista a las elecciones personales de cada ciudadano/a, sino que se inscribe en la estructura básica de una sociedad justa en la que individuos libres e iguales desarrollan sus concepciones del bien, sus doctrinas comprehensivas en el seno de un marco institucional deudor del ideal de reciprocidad cooperativa y respeto mutuo bajo los principios de justicia. De este modo, ni Rawls considera fundamental la distinción elección (option luck)/circunstancias (brute luck), ni sus episódicas referencias a la arbitrariedad moral de los condicionantes de clase o talento erosionan su preocupación ancilar por una teoría centrada en la estructura y condiciones sociales de una sociedad justa (Scheffler, S. (2010). Equality and Tradition. Oxford: Oxford University Press.Scheffler, 2010: 185).

Es aquí donde la diferencia con Dworkin y el debate posterior que este inaugura resalta de modo especial, pues la preocupación por la métrica de la igualdad y la compensación de la mala suerte aparece realmente en los primeros capítulos de Sovereign Virtue (anteriormente publicados como artículos). Y lo hace al hilo de una teoría igualitarista centrada en la dotación igual de recursos (frente a la igualdad de bienestar) en el punto de salida y desigualdades posteriores emergiendo (legítimamente) de gustos, elecciones y preferencias (informadas), que originan diferentes niveles individuales de éxito o fracaso. De este modo se debilita, si no se bloquea directamente, la posibilidad de redistribución posterior atribuible a sus decisiones y riesgos libremente adoptados (siempre, claro está, en una economía de mercado) (Dworkin, 2000: I y II). Además, con este giro que lleva a un itinerario del igualitarismo que crecientemente se separa de Rawls en razón de su naturaleza individualista y asistémica, en Dworkin, la compensación por gustos caros, por ejemplo, se discute mediante la distinción entre la persona y sus «circunstancias», siendo compensables solamente aquellas debidas a la circunstancias desfavorables de la fortuna y no a los gustos personales.

A partir de su obra, la teoría política de la igualdad da un importante giro para abordar los criterios de igualdad de oportunidades «efectivamente equivalentes» y las —pertinentes o no— compensaciones individuales de la mano de los criterios de elección, mérito y responsabilidad. Sostenemos que solo a partir de este planteamiento se vuelven pensables las teorías de Arneson (Arneson, R. (1989). Equality and equal opportunity for welfare. Philosophical Studies, 56, 77-93. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1007/BF00646210.1989), de igualdad de oportunidades de bienestar, evaluado este último mediante la satisfacción de preferencias (informadas). Pero también de Cohen, de igual acceso a las ventajas, toda vez que no todos poseen semejantes capacidades de utilizar las oportunidades eventualmente disponibles, evaluado aquel mediante niveles de bienestar y recursos según proceda en cada caso (Cohen, G. A. (1989). David Miller on Distributive Justice and Market Socialism. Oxford, mimeo.Cohen, 1989, 2011). Desde ese mismo momento, la teoría política de la igualdad se centraría tanto en Arneson como en el propio Cohen hasta muy avanzada su trayectoria, sobre la índole y las condiciones de las compensaciones por mala suerte, elecciones, gustos caros, etc. (Knight, C. (2009). Luck Egalitarianism. Edinburgh: Edinburgh University Press.Knight, 2009). Ahora bien, este nuevo recorrido alumbra una investigación que, 1) por un lado, se desentiende en buena medida de las condiciones sociales de la justicia (Arneson, R. (1989). Equality and equal opportunity for welfare. Philosophical Studies, 56, 77-93. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1007/BF00646210.Anderson, 1999), es decir, obvia o pone entre paréntesis el problema capital de las circunstancias estructurales, políticas y sociales, de la igualdad y se centra en el papel que corresponde al libre albedrío y las consecuencias de las decisiones de cada individuo, o bien a las circunstancias de buena o mala suerte que las rodean; y 2) por otro lado, descuida por completo (o al menos en buena medida) los resultados que de hecho se alcanzan con aquella dotación inicial y resulta incapaz de tomar en consideración que caídas o daños por debajo de un determinado umbral de dignidad o daño o funcionamiento humano precisan de compensación por más que fueran libre y negligentemente adoptadas por el individuo (Ribotta, S. (2010). Las desigualdades económicas en las teorías de la Justicia. Madrid: CEPCO.Ribotta, 2010).

Cierto que con este desplazamiento de su problemática inicial, la teoría política igualitarista ha salido ganando en refinamiento a lo largo de un debate que, como hemos visto en el apartado anterior, ha permitido atender a dimensiones como la elección o el talento por parte de autores como Arneson o del Grupo de Septiembre del marxismo analítico como Roemer, Van Parijs o el propio Cohen (Digon, R. (2015). G. A. Cohen i el Marxisme Analític [tesis doctoral], Universidad de Barcelona.Digon, 2015). Pero ha pagado un precio muy alto por ello, pues ha dado por sentado que o bien ya estaba todo dicho al respecto en la teoría o que se había avanzado lo suficiente en esa dirección en las instituciones y las políticas públicas (Estado de bienestar). Por lo tanto, se podía superar el terreno de las desigualdades estructurales y de clase para centrarse en la equidad o no de determinadas desigualdades individuales, asumiendo así una óptica sensible en demasía al paradigma liberal. El resultado de todo ello es que tal línea de razonamiento ha conducido a frecuentar, incluso a incorporar acríticamente, una perspectiva en última instancia deudora del homo oeconomicus basada en el autointerés y en los incentivos selectivos (positivos o negativos), de un problemático, por robinsoniano, yo descontextualizado. Esta asunción subyacente es la que explica la preocupación, latente unas veces, otras manifiesta, por la insostenibilidad de las políticas del Estado de bienestar en cuanto creadoras de incentivos para la ociosa dependencia del subsidio, en completa ajenidad a los valores de la comunidad, la ciudadanía republicana o la fraternidad. Y, con ello, a enfrascarse en la exhaustiva investigación en torno a las desigualdades individuales voluntarias e involuntarias. Atención que, en el plano teórico, resulta deudora de una visión de la sociedad del individualismo posesivo y, en un plano aplicado, se traduce en políticas públicas de investigación, clasificación y etiquetado (targeting effect) con sus sabidas consecuencias de estigmatización, indignidad adicional y culpabilización (Young, I. M. (1990). Justice and the Politics of Difference. Princeton: Princeton University Press.Young, 1990).

Las características estructurales —económicas, políticas y culturales— de la crisis actual reclaman una corrección del rumbo de la teoría política de la igualdad que, sin desconsiderar el camino recorrido, recupere y reequilibre una teoría de la justicia que formule las condiciones sociales y políticas en las cuales los seres humanos puedan llevar una vida compartida como iguales. Y esto implica, en buena medida, la puesta al día de teorías holistas de la justicia que atiendan a los supuestos sistémicos (económicos e institucionales), así como éticos de una sociedad de iguales. Es decir, que entronque críticamente con la obra de Rawls… y, también, de Marx. Tal es el movimiento que, desviándose de la ortodoxia analítica del igualitarismo de la suerte (Arneson, Van Parijs, Roemer, el segundo Cohen, Knight, etc.), proponen, de modo muy diverso, los igualitaristas relacionales (Anderson, Scheffler, Miller, Carens… y el último Cohen). El desacuerdo capital de esta segunda corriente con el mainstream del igualitarismo de la suerte no abarca solamente a cómo se concibe la igualdad (por ejemplo, como un principio distributivo o como una relación social y política entre iguales), sino, también, a cómo se concibe la propia injusticia de la distribución (cuando es accidental y cuando perjudica, erosiona o quebranta el poder para) o el estatus de los ciudadanos/as (Anderson, E. (2015). The fundamental disagreement between luck egalitarians and relational egalitarians. En A. Kaufman (ed.). Distributive Justice and Access to Advantage. G. A. Cohen’s Egalitarianism (pp. 21-40). Oxford: Oxford University Press.Anderson, 2015: 21). A nuestro entender la diferencia que reviste el mayor interés político tiene que ver con el rechazo del supuesto individualista subyacente del homo oeconomicus, maximizador racional de su autointerés. En un mundo interactivo e imbricado en el que las decisiones y elecciones de cada uno poseen efectos inevitables (positivos o negativos) en el bienestar o las ventajas de los otros, la suerte de cada uno depende, en buena medida, de las elecciones de los demás (Miller, D. (2015). The incoherence of luck egalitarianism. En A. Kaufman (ed.). Distributive Justice and Access to Advantage. G. A. Cohen’s Egalitarianism (pp. 131-151). Oxford: Oxford University Press.Miller, 2015: 21). Pero si ello es así, si nuestro yo y nuestras elecciones están irremisiblemente contextualizadas, ¿cómo justificar, medir e implementar la exorbitante capacidad de las políticas públicas para —en un contexto de degradación del mercado laboral y desigualdad en crecimiento exponencial— responsabilizar individualmente a cada ciudadano/a de las consecuencias de una quimérica «propia elección no condicionada»?

En suma, existen dos problemas mayores que desde un igualitarismo relacional detectamos en el igualitarismo de la suerte: 1) un problema teórico-conceptual: la compensación individual por los efectos de la mala suerte entra en colisión con el supuesto básico de la capacidad de elección, habida cuenta de la interconexión e interrelación entre las decisiones de unos y el bienestar de los otros, esto es, el clásico problema del other affecting choice (Elford, G. (2013). Equality of opportunity and Other-Affecting Choice. Ethical Theory and Moral Practice, 16, 139-150. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1007/s10677-011-9331-6.Elford, 2013; Lazenby, H. (2010). Giving Luck Egalitarianism and Other-Affecting Choice. Journal of Political Philosophy, 18, 271-286.Lazenby, 2010); y 2) un problema de implementación de las políticas públicas derivadas de este igualitarismo: la obsesiva pulsión taxonómica que llevaría a un tan impracticable (por burocrático) como indeseable (por estigmatizante) escrutinio vejatorio de las decisiones individuales.

La compleja evolución de la iluminadora obra de Cohen resulta de extraordinario interés para la reorientación sistémica —esto es, atenta a la estructura tanto como a los actores— de la teoría política de la igualdad. En efecto, tras abandonar 1) una perspectiva marxista funcionalista, que ponía entre paréntesis a los actores y asumía el desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas (Cohen, G. A. (2000). If You’re an Egalitarian, How Come You’re So Rich? Cambridge (Mass): Harvard University Press.Cohen, 2000), emprendió una ruta teórica bien diferente. Inicialmente libró 2) una personal batalla contra Nozick y su Anarquía, Estado y Utopía que le llevó a abordar los problemas de la libertad y la autopropiedad (Cohen, G. A. (1995). Self-Ownership, Freedom and Equality. Cambridge: Cambridge University Press.Cohen, 1995). A continuación 3) se adentró de modo parcial y controvertido en el debate de la «métrica de la igualdad», desde los postulados del igualitarismo de la suerte. Este último, en su perspectiva, debe reformularse en orden a eliminar las desventajas involuntarias, es decir, aquellas que no se derivan de elección, error o mérito («igualdad de acceso a las ventajas») (Cohen, G. A. (2008). Rescuing Justice and Equality. Cambridge (Mass): Harvard University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.4159/9780674029651.Cohen, 2008). Finalmente, en sus últimos escritos, Cohen procede a desarrollar 4) una perspectiva, ya presente en trabajos previos, que hace énfasis en la articulación de los principios de igualdad y comunidad, esto es, precisamente en las condiciones estructurales y éticas de una comunidad de iguales (Cohen, G. A. (2009). Why Not Socialism? Princeton: Princeton University Press.Cohen, 2009, Cohen, G. A. (2011). On the Currency of Egalitarian Justice and Other Essays in Political Philosophy. Princeton: Princeton University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1515/ 9781400838660.2011).

Si analizamos los desarrollos teóricos del último Cohen, a la luz del debate arriba esbozado y la evolución de su propia trayectoria, detectamos muy valiosas aportaciones para la reconducción del debate sobre la igualdad que aquí proponemos. En lo que sigue no atenderemos a un seguimiento endógeno de la trayectoria del autor y sus fases 1) marxista analítico, 2) crítico del libertarianismo de derecha, 3) exponente del igualitarismo de la suerte y 4) rawlsiano de izquierda (Digon, R. (2015). G. A. Cohen i el Marxisme Analític [tesis doctoral], Universidad de Barcelona.Digon, 2015), sino a algunos argumentos y problemas que estimamos especialmente relevantes para el argumento concreto que aquí nos ocupa:

a. Ante todo, consideramos que lo que reviste mayor interés en los últimos trabajos de Cohen es el distanciamiento de los valores liberales en la teoría igualitarista para adoptar un doble principio, procedente de la tradición socialista, articulado en conexión interna y conceptual: 1) igualdad y 2) comunidad. Respecto al primer principio, la igualdad, proporciona, ante todo, una primera crítica al mercado, en cuanto este «distribuye de modo injustamente desigual» (Cohen, G. A. (1989). David Miller on Distributive Justice and Market Socialism. Oxford, mimeo.Cohen, 1989: 26). Esta crítica contiene tres argumentos: 1) los mercados reproducen la desigual distribución de los medios de producción; 2) los mercados reproducen las desigualdades debidas a diferencias naturales arbitrarias; y 3) los mercados tratan a los seres humanos como mercancías e institucionalizan el miedo (a la dominación y la explotación) y la codicia (mediante la explotación de los trabajadores) (Vrousalis, N. (2015). The Political Philosophy of G. A. Cohen. London: Bloomsbury.Vrousalis, 2015: 118).

Pero, además, resulta de especial relieve y alcance una segunda crítica, de nuestro autor, al postulado neoliberal de que la propiedad privada constituye patrimonio y fundamento de la libertad individual. Según el neoliberalismo, esta libertad individual resulta menoscabada por el Estado cada vez que este regula la propiedad, interfiriendo un supuestamente natural ius utendi et abutendi. Por ejemplo, limitando los beneficios o los salarios máximos que pueden obtenerse en el mercado, estableciendo un sistema impositivo progresivo, etc. El discurso neoliberal articula, en este orden de cosas, dos argumentos igualmente falaces: 1) libertad concebida como un derecho negativo, de tal suerte que soy libre cuando alguien no me impide hacer algo que tengo derecho a hacer (luego nadie tiene derecho a impedírmelo); 2) el derecho moral a la propiedad considerado como el fundamento de la libertad individual (luego los impuestos constituyen una expropiación ilegítima). Muy al contrario, Cohen abre la puerta a una perspectiva estructural de la igualdad que muestra a la propiedad privada como un límite a la libertad de los no propietarios. El derecho de propiedad, en este argumento, no constituye un orden «natural» (frente a lo que cualquier «redistribución» deviene, semánticamente incluso, alteración artificiosa del curso de la naturaleza), sino el resultado de una restricción —el derecho de propiedad— ejercida sobre los no propietarios y un insuperable límite a la libertad de estos.

Desde esta perspectiva, la propiedad privada es una intervención, una interferencia de la que resulta preciso examinar críticamente su legitimidad. Por decirlo con Marx, en el vol. III de El Capital: la propiedad privada en manos de alguien presupone la correlativa no propiedad por parte de otra persona. Ahora bien, debe repararse en que, en esta perspectiva, aunque no se explicite siempre con claridad, la falta de propiedad por debajo de determinados niveles no solamente constituye una «falta de medios» para ejercer la libertad (Berlin, Rawls, Dworkin), sino que deviene, en rigor, una interferencia ilegítima, generadora de dominación sobre los que la padecen. De este modo los límites a la propiedad, la transferencia redistributiva a favor de los que tienen menos recursos, es tan artificial como la propiedad privada misma. Además esta interferencia resulta, a diferencia de aquella, legítima porque permite aumentar la libertad de muchos a expensas de unos pocos. El capitalismo precisa de una tan exorbitante interferencia del Estado al servicio de la propiedad privada que vuelve contradictorias las tesis neoliberales del mercado autorregulado (Polanyi, K. (1944). The Great Transformation. The Political and Economic Origins of Our Time. Boston: Beacon Press.Polanyi, 1944; Reich, R. (2015). Saving Capitalism. New York: Knopf.Reich, 2015). En palabras de Cohen: «no se puede a la vez negar que la justicia restringe la libertad y afirmar que la propiedad privada es justa» (Vrousalis, N. (2015). The Political Philosophy of G. A. Cohen. London: Bloomsbury.Cohen, 1988: 252). Del mismo modo, la propiedad pública vuelve accesibles a todos determinados bienes. Accesibilidad que se reduciría extraordinariamente mediante la interferencia de un propietario privado, y acrecienta la libertad de los ciudadanos, en contra de los sostenido por las tesis neoliberales (Cohen, G. A. (2011). On the Currency of Egalitarian Justice and Other Essays in Political Philosophy. Princeton: Princeton University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1515/ 9781400838660.Cohen, 2011: 156). En definitiva, lo que necesitamos es una suerte de teoría de la justa distribución de la libertad (Vrousalis, N. (2015). The Political Philosophy of G. A. Cohen. London: Bloomsbury.Vrousalis, 2015: 49), toda vez que el sistema de propiedad privada es un ordenamiento jurídico coactivo, deudor de un modo de producción capitalista, que establece una arbitraria distribución de bienes (patrimonio, herencia, rentas) que debe ser sometida a escrutinio normativo.

Ahora bien, esto supone ir más allá del argumento del propio Cohen e interrogar políticamente al capitalismo más allá de su apariencia económica. Dar cuenta de que una de las peculiaridades del capitalismo es, precisamente, que presenta la estructuración de las relaciones sociales y políticas como si fueran meramente económicas (Foucault, M. (2004). Naissance de la biopolitique. Paris: Gallimard/Seuil.Foucault, 2004: 274; Brown, W. (2015). Undoing the Demos. Neoliberalism’s Stealth Revolution. New York: Zone.Brown, 2015), ocultando sus condiciones no económicas de posibilidad, las cuales se dan por supuestas y autoevidentes. Así, en un análisis que atañe directamente a nuestro argumento, Marx muestra en el volumen I de El Capital que la expropiación constituye el lado oculto de la explotación, de modo que tras el trabajo asalariado y la «libre» venta de la fuerza de trabajo reside todo un mundo de relaciones de dominación y violencia. Por esta razón, una teoría política de la igualdad debe contextualizarse en una teoría del capitalismo como orden social institucionalizado en múltiples niveles —económico, social, político, ecológico— cuyas tendencias a la crisis proceden de la tensión entre el sistema económico, por una parte, y cada una de sus condiciones de posibilidad —sociales, naturales y políticas—, por otra. Es por ello que la crítica del capitalismo, en la que ha de inscribirse una teoría sistémica, no individualista, de la igualdad, debe articular las relaciones de dominación de clase con la dominación de género, la dominación política y la dominación de la naturaleza (Fraser, N. (2014). Behind Marx’s Hidden Above. For an Expanded Conception of Capitalism. New Left Review, 86, 55-72.Fraser, 2014).

Aquí, sin embargo, la índole metaética de la reflexión de Cohen —«fact-insensitive», en sus propios términos— plantea problemas en su radical ajenidad al mundo empírico. El excesivo «platonismo» de su crítica a Rawls, por no distinguir adecuadamente los principios de justicia («all-thing-considered judgements») y las pautas de regulación de las instituciones, se prolonga en un harto peculiar marxismo que, ajeno a las mutaciones históricas del capital (tránsito del trabajo material al inmaterial, de la subsunción formal a la subsunción real, etc.) y a las específicas modalidades de dominación política (la relación capital/trabajo es a la vez una relación asimétrica de explotación y de poder), se diluye en una condena genérica y moralista de la explotación en todo tiempo y lugar.

b. En cuanto al segundo principio, la comunidad se define explícitamente por Cohen, y a diferencia de Rawls o Dworkin —pero también, parcialmente, de autores más próximos como Miller (Miller, D. (2015). The incoherence of luck egalitarianism. En A. Kaufman (ed.). Distributive Justice and Access to Advantage. G. A. Cohen’s Egalitarianism (pp. 131-151). Oxford: Oxford University Press.2015)—, contra la compatibilidad de una teoría de la justicia con el mecanismo del mercado (constituye, de hecho, un «principio antimercado»). Veámoslo brevemente. En efecto, para Dworkin (Dworkin, R. (2000). Sovereign Virtue. The Theory and Practice of Equality. Cambridge (Mass): Harvard University Press.2000), si la justicia equivale a la igualdad limitada por los costes que unos individuos imponen a otros, y el mercado constituye el único mecanismo que refleja adecuadamente esos costes, se sigue de ello que toda teoría e institucionalización de la justicia debe construirse de modo inevitable mediante el mercado. Para Miller, el mercado genera mérito individual y el mérito aporta un criterio de justicia, con lo que el mercado resulta compatible con la procura de la justicia. El principio de comunidad de Cohen niega tanto las premisas como el corolario de estos argumentos. La razón de ello reside en que la comunidad se basa en un principio alternativo, el altruismo condicional: sirvo al otro porque lo necesita y ello me obliga moralmente y no por el beneficio que obtengo de ello. Por esta razón, no solamente la suerte inmerecida, sino la explotación (y la instrumentalización del otro como medio para el beneficio propio) constituye un objetivo de su teoría de la igualdad (Cohen, G. A. (2011). On the Currency of Egalitarian Justice and Other Essays in Political Philosophy. Princeton: Princeton University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1515/ 9781400838660.Cohen, 2011: 75). Pero también porque las disposiciones actitudinales del mercado fomentan no solo el intercambio instrumental, sino la desigualdad estructural como incentivo endémico de toda transacción. De este modo, el principio de comunidad aporta una segunda crítica al mercado que se suma a la realizada desde la igualdad; a saber: «el mercado motiva la contribución sobre la base de la recompensa personal pecuniaria, no sobre el compromiso con los otros seres humanos y el deseo de atenderlos mientras somos atendidos por ellos («to serve them while being served by them»)» (Cohen, G. A. (1989). David Miller on Distributive Justice and Market Socialism. Oxford, mimeo.Cohen, 1989: 26).

Así, el principio de comunidad, como vemos, anuda incentivos morales varios con el rechazo de los criterios de mérito (necesidades) y responsabilidad individual como principios de justicia. Esto es, establece la prioridad lexical de la necesidad (necesidades básicas) sobre la recompensa merecida sobre la base del valor de la contribución productiva individual, medida por precios de mercado (Miller, D. (2015). The incoherence of luck egalitarianism. En A. Kaufman (ed.). Distributive Justice and Access to Advantage. G. A. Cohen’s Egalitarianism (pp. 131-151). Oxford: Oxford University Press.Miller, 2015: 126). Tal es, por lo demás, la razón última del rechazo de la teoría de los incentivos de Rawls por parte de Cohen: esta resulta en exceso permisiva con niveles intolerables de desigualdad, toda vez que sostiene que los mayores ingresos por parte de los más capaces (eficiencia) redundarían, en alguna medida, en reducción de la pobreza de los menos dotados de recursos (igualdad). Se asume, de este modo, que no existe estímulo alguno (o suficiente) para el trabajo y la productividad en ausencia de incentivos materiales (salariales). Lo cual se traduciría en menor riqueza total y por lo tanto mayor pobreza para los peor dotados de recursos.

El principio de comunidad resulta clave, sin embargo, por algo más que no elabora teóricamente Cohen: por su aportación de precondiciones actitudinales y motivacionales En efecto, la hipótesis de la escasez —en el horizonte de una crisis ecológica que nos obliga a revisar la hipótesis de la abundancia— acentúa la centralidad del mecanismo comunitario de fraternidad (Cohen, G. A. (1995). Self-Ownership, Freedom and Equality. Cambridge: Cambridge University Press.Cohen, 1995: 9) como alternativo al instrumentalismo del do ut des del mercado (Máiz, R (2011b). Igualdad, sustentabilidad y ciudadanía ecológica. Foro Interno, 11, 14-43. Disponible en: http://dx.doi.org/10.5209/rev_FOIN.2011.v11.37007.Máiz, 2011b). Pues, no habiendo de todo para todos, los diseños institucionales, la coherencia entre las políticas públicas predistributivas y redistributivas y los correspondientes soportes actitudinales pasan a primer plano (Ovejero, F. (2005). Proceso abierto. El socialismo después del socialismo. Barcelona: Tusquets.Ovejero, 2005: 81, 101). En este orden de cosas, la filosofía «fact free» de Cohen se prolonga en una reflexión en exceso moralista que, en su abstracción, se resiste a considerar desde la teoría política las dimensiones clave de la motivación y la factibilidad.

La comunidad ofrece un principio alternativo al individualismo del homo oeconomicus, deudor de una filosofía hiperracionalista hoy ya insostenible (Elster, J. (2009, 2010). Traité critique de l’homme économique. Vol. I. Le désintéressement. Vol. II. L’Irrationalité. Paris: Seuil.Elster, 2009), pues frente a la procura racional del autointerés y el individualismo competitivo (con su fractura entre «ganadores» y «perdedores»), postula un altruismo condicional o recíproco como base motivacional para la implementación de políticas igualitarias. En este orden de cosas, la obra última de Cohen apenas vislumbra —por ejemplo en su distinción entre «regarding» y «treating» a los otros como iguales (Cohen, G. A. (2012). Finding Oneself in the Other. Princeton: Princeton University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1515/9781400845323.Cohen, 2012: 197)— algo que subrayan las aportaciones más recientes de las ciencias cognitivas y la psicología (y la economía) evolucionista. En estos programas de investigación se ha contrastado, frente a la asunción (omnipresente en el paradigma explicativo dominante de la elección racional) de que la gente desea maximizar el propio interés, la hipótesis, empíricamente testada, del altruismo empático. Este último sostiene que el altruismo —el cual constituye un mecanismo seleccionado evolutivamente— posee una fuerza mucho más poderosa e influyente en el comportamiento humano de lo que habitualmente se reconoce (Sober, E. y Wilson, S. (1998). Unto Others. The Evolution and Psychology of Unselfish Behavior. Cambridge (Mass): Harvard University Press.Sober y Wilson, 1998; Batson, D. C. (2011). Altruism in Humans. Oxford: Oxford University Press.Batson, 2011). En este sentido, nuestros sistemas neuronales nos vinculan a unos con otros y nos vuelven más interdependientes, de modo mucho más estrecho que el individualismo metodológico está dispuesto a asumir. De hecho, la necesidad de pertenencia a una comunidad constituye una necesidad básica y la interconexión social entre los seres humanos, nuestra condición última y primera de entidades sociales, facilitan la empatía, las relaciones no instrumentales y la coordinación (Lieberman, M. D. (2013). Social. Why our Brains are wired to connect. Oxford: Oxford University Press.Lieberman, 2013). El resultado es que, por razones evolutivas, la gente no se ve abocada a la febril competición y la supervivencia de los más aptos, sino que coopera —interacciona con los demás en beneficio mutuo— y lo hace a menudo, no solamente por interés sino por auténtica implicación en el bienestar de los demás. Esto es, se atiene a normas sociales y se comporta éticamente por razones no instrumentales (Bowles, S. y Gintis, H. (2011). A Cooperative Species. Human Reciprocity and its Evolution. Princeton: Princeton University Press.Bowles y Gintis, 2011).

El corolario de todo lo anterior es doble: 1) el necesario abandono de una reductiva concepción de la vida social basada de modo exclusivo en el interés, y 2) la definitiva superación de un estrecho racionalismo, para adoptar una más amplia perspectiva que incorpore emociones capitales para la igualdad como la empatía (Máiz, R (2010). La hazaña de la razón: la exclusión fundacional de las emociones en la teoría política noderna, Revista de Estudios Políticos, 149, 11-45.Máiz, 2010). Lo cual resulta muy relevante para la teoría política de la igualdad, pues si no se abandonan los presupuestos epistemológicos del «individualismo metodológico» y teórico-políticos del «individualismo competitivo», que abocan de modo ineluctable a una perspectiva robinsoniana, toda visión estructural y sistémica se verá hipotecada de antemano.

c. Esta reorientación final de la obra de Cohen nos conduce a recuperar el principio clásico del marxismo (de la tradición socialista y del Marx de la Crítica al Programa de Gotha): «de cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades». Principio mediante el cual, a diferencia del mercado, lo que cada uno obtiene se desconecta explícitamente de lo que cada uno aporta. Cierto que tal principio debe ser precisado, tanto 1) en el concepto de necesidad de capacidad o habilidad (ni implica una exigencia social exorbitante de rendir individualmente el máximo de productividad posible a costa del propio plan de vida, ni excluye toda compensación por el trabajo más duro o arriesgado); como 2) el de necesidad (que reabre el clásico debate sobre las «necesidades», «capacidades y funciones humanas básicas» (Sen, A. (2009). The Idea of Justice. London: Allen Lane.Sen, 2009). Pero este principio posee además la decisiva virtualidad de conectar —insistimos: de forma interna y conceptual— el principio de justicia de la igualdad con el principio de la comunidad o fraternidad. Repárese que, de este modo, el principio de comunidad debe orientar, a la vez, el funcionamiento de las instituciones y la acción de los ciudadanos (Sypnowich, C. (2012). G. A. Cohen’s socialism: scientific but also utopian. Socialist Issues, 8 (1).Sypnowich, 2012). Ahora bien, se puede colegir del mismo que la mejor manera de proceder a una redistribución acorde a las necesidades sería una relativa igualdad de ingresos, pues esta reconocería el elemento subjetivo presente en la identificación de las necesidades básicas, dejando que cada ciudadano/a decida por sí mismo cuáles son sus necesidades básicas diferenciales («differentially incurred basic needs») (Carens, J. (2003). An interpretation and defense of the socialist principle of distribution. Social Policy and Policy Foundation, 145-177. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1017/cbo9780511550102.008 y http://dx.doi.org/10.1017/s0265052503201072.Carens, 2003: 147).

La segunda parte de la máxima, «de cada uno según sus capacidades», remite a una discusión sustantiva del problema de los incentivos selectivos, materiales o morales, y con ello a la cuestión capital del ethos igualitarista compartido.

d. Y esta cuestión del ethos igualitario constituye una de las aportaciones de mayor interés en la teoría última de la igualdad de Cohen. Según su criterio, la justicia y la igualdad no pueden ser solo cuestión que concierna a la estructura básica de la sociedad (Rawls) o a la estructura de clases (Marx), sino que requieren un comportamiento cívico normativamente apropiado a los valores igualitarios. Es decir, también en lo que atañe a la igualdad material, lo personal es político (Cohen, G. A. (2000). If You’re an Egalitarian, How Come You’re So Rich? Cambridge (Mass): Harvard University Press.Cohen, 2000). Así, del mismo modo que el mercado no funciona sin un soporte institucional coactivo que lo haga posible (el ordenamiento jurídico) y un ethos minimalista de lo permisible en el intercambio (a despecho de las endémicas asimetrías de información), una sociedad bien ordenada requiere no solamente una estructura institucional justa, sino una cultura pública que genere actitudes, valores y comportamientos alternativos a la instrumental maximización de utilidades del homo oeconomicus y su requisito sine qua non de suministro de incentivos selectivos materiales.

Ahora estamos en condiciones de atender en toda su profundidad las posibilidades implícitas que abre la crítica de Cohen a la teoría de los incentivos materiales de Rawls: 1) suministra una alternativa de incentivos morales, que permite una crítica a las desigualdades adicionales, generadas por la diferencia de ingresos que implica el incentivo material de un mayor salario con la finalidad de que se motive a la máxima productividad; 2) supone una autocrítica del marxismo funcionalista inicial que asumía el crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas (Cohen, G. A. [1978] (2000). Karl Marx’s Theory of History. A Defence. New York: Oxford University Press.Cohen, 1978, Cohen, G. A. (1995). Self-Ownership, Freedom and Equality. Cambridge: Cambridge University Press.1995, Cohen, G. A. (2000). If You’re an Egalitarian, How Come You’re So Rich? Cambridge (Mass): Harvard University Press.2000) y proporciona una alternativa a un modelo productivista de crecimiento ilimitado e insostenible de la mano de la hipótesis de la abundancia. En efecto, la teoría del último Cohen asume la hipótesis de la escasez e inspira un control de los estándares de vida material excitados por el consumismo compulsivo de la sociedad de mercado y, a diferencia de Marx, reformula la igualdad desde una cultura política de la contención de las seudonecesidades (lo que en modo alguno implica frugalidad represiva alguna) y una gestión de la demanda (editing choice), muy distinto del horizonte productivista de crecimiento insostenible que subyace a la teoría de los incentivos económicos y las desigualdades de ingresos (Cohen, G. A. (1995). Self-Ownership, Freedom and Equality. Cambridge: Cambridge University Press.Cohen, 1995, Cohen, G. A. (2000). If You’re an Egalitarian, How Come You’re So Rich? Cambridge (Mass): Harvard University Press.2000); y 3) la inseparabilidad de las dimensiones de la estructura y la acción, pues aquí se sostiene que no solo las instituciones sino también los individuos, en al menos algunas de sus decisiones cotidianas, deben guiarse por los principios morales y políticos de justicia igualitarista. Esto resulta capital para una teoría política de la igualdad, tanto si se considera que los principios de justicia se deben aplicar a la estructura básica y al comportamiento personal (Cohen, G. A. (2008). Rescuing Justice and Equality. Cambridge (Mass): Harvard University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.4159/9780674029651.Cohen, 2008: 75) como si la afirmación de que lo personal es político se formula con menor exigencia, en el sentido de que, dados sus efectos sobre la dimensión política, deviene a fin de cuentas, en sí misma, una cuestión política (Cohen, G. A. (2008). Rescuing Justice and Equality. Cambridge (Mass): Harvard University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.4159/9780674029651.Cohen, 2008: 375; Olsaretti, S. (2011). The inseparability of the Personal and the Political: Review of G. A. Cohen’s Rescuing Justice and Equality. Analysis, 72 (1), 145-156. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1093/analys/anr120.Olsaretti, 2011).

Ahora bien, el trilema del ethos igualitario entre: a) igualdad, b) eficiencia (Pareto óptima) y c) libertad de ocupación (Cohen, G. A. (2008). Rescuing Justice and Equality. Cambridge (Mass): Harvard University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.4159/9780674029651.Cohen, 2008: 184), plantea la ulterior cuestión de que, en ausencia de los correspondientes incentivos materiales, la sociedad debería escoger entre ser o bien más eficiente, o bien menos igual, toda vez que los individuos escogerán los trabajos desde un punto de vista de interés u oportunidad personal. De ahí la tensión entre alcanzar la igualdad sin sacrificar la eficiencia o, en su lugar, la prerrogativa personal a elegir la propia ocupación. En cualquier caso, el precio de la igualdad no puede conllevar, como se ha indicado con acierto, la exorbitante exigencia de una suerte de tiranía social sobre los propios planes de vida (Casal, P. (2013). Occupational choice and the egalitarian ethos. Economics and Philosophy, 29 (1), 3-20. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1017/S0266267113000059.Casal, 2013: 20).

Ahora bien: ¿por qué resulta todo esto de relieve para una teoría de la igualdad sistémica que no sea tributaria de una sociedad de mercado? La respuesta es: porque el principio de «de cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades» debe completarse con el otro principio de justicia socialista, a saber: la aspiración a una sociedad «en la que el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos» (en la formulación del Manifiesto Comunista, por ejemplo). Esto es, una idea de vida buena entendida como autorrealización, desarrollo de las propias capacidades de producción y creación mediante el trabajo material o inmaterial. De esta suerte, se vincula la crítica del capitalismo (propiedad privada de los medios de producción y mercado como mecanismo de distribución) con una teoría de la sociedad justa que incorpora el control de la desmedida desigualdad de ingresos con la cooperación altruista (Bowles, S. y Gintis, H. (2011). A Cooperative Species. Human Reciprocity and its Evolution. Princeton: Princeton University Press.Bowles y Gintis, 2011) que constituye su soporte motivacional y la autorrealización a partir de la libertad de ocupación. Resulta aquí muy pertinente la muy lúcida reflexión de Olsaretti de que el principio de autopropiedad (selfownership) —entendido, a diferencia de Nozick, desde la voluntad de elecciones no forzadas entre alternativas inaceptables— colisiona claramente con algunas desigualdades del mercado y legitima la intervención estatal para que provea a los individuos con un mínimo ingreso social que les asegure, al menos, algunas opciones de vida aceptables (Olsaretti, S. (2015). Rescuing justice and equality from libertarianism. En A. Kaufman (ed.). Distributive Justice and Access to Advantage. G. A. Cohen’s Egalitarianism (pp. 249-271). Oxford: Oxford University Press.Olsaretti, 2015: 260).

e. Finalmente, la antevista conexión interna y conceptual de los principios de igualdad y comunidad en el último Cohen posee adicionales consecuencias. Así, en sus últimos escritos sostiene que la no compensación de las desigualdades surgidas de elecciones auténticas (no deturpadas, voluntarias e informadas), derivadas del principio del igualitarismo de la suerte, incluso en su versión más exigente de igual acceso a las ventajas, legitima aún un exceso de desigualdades inadmisibles desde el punto de vista del principio socialista de la comunidad (Cohen, G. A. (2009). Why Not Socialism? Princeton: Princeton University Press.Cohen, 2009: 13, 30-34). A su juicio, la desigualdad erosiona tan irreparablemente a la comunidad que el solo principio de igualdad de acceso a las ventajas no resulta suficiente, pues permite aún la presencia acrítica de excesivas desigualdades de resultados (Cohen, G. A. (2009). Why Not Socialism? Princeton: Princeton University Press.Cohen, 2009: 35). Por ello debe ser completada y reforzada por una perspectiva de fraternidad que nos lleve a considerar y tratar a los otros como iguales. Sin embargo, Cohen ha dejado irresuelta tanto una mayor elaboración del nexo interno entre los principios de igualdad y de comunidad como, sobre todo, una reformulación desde la fraternidad comunitaria y socialista del principio de la igualdad de oportunidades, que se presenta en la actualidad como un debate especialmente fértil (Olsaretti, S. (2015). Rescuing justice and equality from libertarianism. En A. Kaufman (ed.). Distributive Justice and Access to Advantage. G. A. Cohen’s Egalitarianism (pp. 249-271). Oxford: Oxford University Press.Olsaretti, 2015: 270).

III. CONCLUSIONES[Subir]

Hemos sostenido que para hacer frente a un mundo de desigualdades que posee raíces no individuales, sino colectivas, ancladas en la inserción de los seres humanos en estructuras sociales —clases sociales, géneros o etnias—, resulta muy desacertada la deriva individualista de una teoría igualitaria acríticamente deudora del homo oeconomicus y obsesionada con el mérito o la responsabilidad personales. Tanto más cuando, como se ha constatado empíricamente, los mismos factores sistémicos que generan desigualdad de ingresos también erosionan la información a disposición de los ciudadanos y con ella la polarización política de los electorados (Iversen, T. y Soskice, D. (2015). Information, Inequality, and Mass Polarization: Ideology in Advanced Societies. Comparative Political Studies, 48 (13), 1781-1813. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1177/0010414015592643.Iversen y Soskice, 2015). El reequilibrio de la teoría de la igualdad hacia una perspectiva estructural (atenta tanto a las instituciones como a los actores) —centrada en la construcción de relaciones sociales igualitarias que permitan la vida en común en igual respeto y no dominación— resulta imperativo en tiempos de crisis ecológica, desigualdad clasista rampante, profundas diferencias de género y etnia, y exorbitantes ganancias no merecidas («undeserved income»), derivadas de la especulación y las asimetrías estructurales de poder.

Ante todo, la reorientación estructural que aquí postulamos posee consecuencias de relieve para la agenda de las políticas públicas de predistribución y redistribución. Así, la igualación de ingresos antes de las transferencias mediante medidas normativas (reforzamiento de los sindicatos y los convenios colectivos, salario mínimo, limitación de ingresos máximos, etc.) o fiscales (sanidad y educación públicas, dependencia) debe completarse con medidas de compensación a los peor dotados de recursos (prestación de paro, ingresos mínimos, impuestos negativos sobre la renta, etc.). Pasa de este modo a primer plano una nueva discusión sobre medidas como las diversas modalidades de rentas mínimas garantizadas o de renta básica, que no aspiran a corregir sino a prevenir la exclusión y la ampliación del «ejército de reserva» de mano de obra barata, a reforzar la ciudadanía autónoma y a garantizar el derecho a la existencia. O como la reconstrucción del sector público mediante el diseño de fondos de inversión estructurales, que reviertan los procesos actuales de privatización masiva de bienes y servicios básicos, como el derecho a la vivienda digna. O bien, frente al creciente peso de las rentas patrimoniales heredadas en la nueva sociedad de rentistas, políticas públicas como la implementación de un acceso relativamente igualitario al capital mediante la aportación pública de una suerte de «herencia social» universal (Atkinson, A. B. (2015). Inequality. What can be done? Cambridge (Mass): Harvard University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.4159/9780674287013.Atkinson, 2015).

Pero el giro sistémico del igualitarismo que aquí proponemos no se agota con esta nueva agenda de políticas públicas, abre además la vía a la reformulación igualitarista de la teoría de la democracia republicana, del multiculturalismo y del federalismo plurinacional, proporcionando una base material común para enfrentar la presente ecología de las desigualdades. En lo que respecta al multiculturalismo, algunos debates largamente desatendidos se muestran prioritarios a la luz de lo anteriormente expuesto. Por una parte, las políticas públicas interculturales de la acomodación razonable (excepciones en las pautas dominantes de horarios, vestimentas, festividades, etc.) resultan claramente insuficientes para generar inclusión, debiéndose complementar con reformas estructurales igualitarias (en el mercado de trabajo, la educación, la vivienda, la renta mínima) que atajen en su raíz la «guetización» y la marginación social y equiparen en derechos sociales a los emigrantes residentes (con y sin papeles) con los ciudadanos (Adida, C., Laitin, D. y Valfort, M. (2016). Why Muslim Integration Fails in Christian Heritage Societies. Cambridge (Mass): Harvard University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.4159/9780674088962.Adida, Laitin y Valfort, 2016), universalizando el Estado de bienestar (Carens, J. (2013). The Ethics of Immigration. Oxford: Oxford University Press.Carens, 2013: 283). Por otra parte se reabre la cuestión de qué lugar corresponde en la sociedad globalizada a la identidad nacional, como puente sobre las divisiones sociales para establecer una base compartida de las obligaciones que requieren las políticas de igualdad (Miller, D. (2013). Justice for Earthlinks. Cambridge: Cambridge University Press.Miller, 2013, 2016). Parece más que discutible, por ejemplo, seguir asumiendo acríticamente que la ciudadanía se siga concediendo de modo abiertamente desigualitario mediante la adquisición de la nacionalidad («ius sanguinis») en lugar de la residencia («ius solis»), por cuanto así se priva de estatuto cívico temporal (regulares) o definitivo (sin papeles) a los emigrantes y refugiados, excluyéndolos de los bienes de la ciudadanía.

En lo que al federalismo plurinacional atañe: ¿puede darse por indiscutible la tesis tradicional de que las estructuras federales o descentralizadas y las identidades nacionales superpuestas conducen a niveles más altos de desigualdad y a una menor redistribución? ¿Acaso los vínculos de solidaridad requieren ora la defensa monista de una sola nación en el territorio del Estado, ora la secesión soberanista tras la quimera de una nación homogénea? Esto es, ¿debe aceptarse la extendida asunción de que la igualdad y las políticas redistributivas requieren centralización política y homogeneidad identitaria? Recientes investigaciones han puesto de relieve, por el contrario, que son solo las estructuras fiscales menos integradas y solidarias —producto de la interacción entre la heterogénea geografía económica de cada país, la centrifugación de la representación política y la movilidad interregional— las que conducen a más bajos niveles de redistribución (Beramendi, P. (2012). The Political Geography of Inequality. Regions and Redistribution. New York: Cambridge University Press. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1017/CBO9781139042796.Beramendi, 2012: 239). Lo cual refuerza la afinidad democrática y republicana entre federalismo plurinacional e igualdad en cuanto, a diferencia del soberanismo, aquel aporta las bases teóricas normativas e institucionales indispensables —a partir de los principios de la soberanía compartida y el mutuo respeto de identidades nacionales— para la solidaridad interterritorial.

La tercera cuestión atañe a los propios límites del republicanismo, en concreto, en lo que se refiere a las relaciones sistémicas entre democracia e igualdad. Si la libertad —a diferencia de lo predicado por la teoría neoliberal, que la considera como no interferencia— implica no dominación, esta última requiere la puesta en práctica de potentes interferencias legítimas que eliminen los múltiples obstáculos que se oponen a su realización (libertad real para todos/as). Pero las consecuencias de este argumento para la teoría republicana no son de escaso calado; a saber, la libertad como no dominación posee una naturaleza radicalmente igualitaria, esto es, debe asumir una articulación intrínseca y endógena con la igualdad, y no meramente adventicia o contingente como considera, por ejemplo, Pettit al afirmar que «la libertad como no dominación no requiere una estricta, sustantiva igualdad de riqueza y poder» (Pettit, Ph, (2012). On the People’s terms. New York: Cambridge University Press.Pettit, 2012: 78; Pettit, Ph. (2014). Just Freedom. New York: Norton.2014: 82). Este nexo indisoluble de igualdad y no dominación constituye la irrenunciable estofa teórica y política del socialismo.

Todas ellas son razones de peso que nos impiden seguir a Cohen en su pretendido itinerario personal —«he evolucionado desde un punto de vista económico a uno moral, sin haber mantenido nunca un punto de vista político» (Cohen, G. A. (2000). If You’re an Egalitarian, How Come You’re So Rich? Cambridge (Mass): Harvard University Press.2000: 7)—. Precisamente el ideal igualitario ha de proyectarse en una teoría política normativa y estructural de la igualdad que elabore argumentos, principios, valores y emociones distintivos y los vincule con la posibilidad de su realización práctica: motivaciones, factibilidad, actores, discursos y estrategias.

Notas[Subir]

[1]

Este artículo fue elaborado en el seno del proyecto «Las consecuencias políticas de la crisis económica» (CSO2011-28041), financiado por el Subprograma de Proyectos de Investigación no Orientada.

El autor desea dejar constancia expresa de su agradecimiento a los revisores anónimos de la REP, cuyas pormenorizadas críticas y sugerencias formales y sustantivas han contribuido a mejorar notablemente la versión original.

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