RESUMEN
El presente artículo persigue dos fines: esclarecer el sentido de lo que, para Madison, implicaba ser un «político práctico» opuesto a los delirios racionalistas del «legislador filosófico» y profundizar en el significado moral e histórico de su pensamiento político. El Madison que aquí nos interesa es el Madison que no solo escribió algunos de los artículos fundamentales de El Federalista, sino, también, el que participó, junto con Jefferson, en una campaña política y periodística contra el proyecto de gobierno y sociedad del Hamilton secretario del Tesoro. Este Madison antihamiltoniano tomó conciencia de que el temor a una facción mayoritaria, dominante en El Federalista, debía conjugarse con el temor a una tiranía elitista basada en la oscura alianza entre el poder político y los poderes económicos.
Palabras clave: James Madison; políticos; poder político; liderazgo político; naturaleza humana; cambio social; economía política;
ABSTRACT
This article has two objectives: first, to clarify the meaning of Madison’s concept of “ordinary politician” as opposed to the rationalist delusions of a “philosophical legislator”; and second, to analyze the moral and historical meaning of his political thought. The paper focuses on Madison the person, who not only wrote some of the fundamental articles of The Federalist, but also as someone who participated with Jefferson in a political and media campaign against Treasury Secretary Hamilton’s idea of government and society. This anti-Hamilton Madison became aware that the fear of a majority faction — dominant in The Federalist — should be combined with distrust of an elitist tyranny based on a shadowy alliance between political and economic powers.
Keywords: James Madison; politicians; political power; political leadership; social change; political economy;
SUMARIO
James Madison nació en Port Conway (Virginia) en 1751 y murió en la hacienda familiar de Montpelier (Virginia) en 1836. Fue el cuarto presidente de los Estados Unidos, cargo que desempeñó entre los años 1809-1817. Durante la presidencia de Jefferson, ejerció como secretario de Estado. Su participación en la redacción de la Constitución de los EE.UU. le ganó el apodo de Padre de la Constitución. Junto con Alexander Hamilton y John Jay, defendió la ratificación del texto constitucional en el estado de Nueva York publicando una serie de artículos bajo el pseudónimo Publius que pasaron a la historia con el nombre de El Federalista. Madison y Jefferson plantaron cara a los federalistas de Hamilton y Adams durante los años noventa del siglo xviii en nombre de la opinión republicana, que, finalmente, con Jefferson al frente, conquistaría el poder en 1801.
Dada la magnitud de la obra y la relevancia histórica de Madison, debe quedar claro desde un principio que el presente artículo no pretende abordar la teoría del Gobierno republicano de Madison profundizando en conceptos como facciones, representación y federalismo con el fin de presentar un estado de la cuestión. Aunque emplearemos dichos conceptos cuando sea preciso, nuestro propósito es construir una línea argumental centrada en esclarecer el sentido moral e histórico del pensamiento político madisoniano. Por eso, para los fines de este artículo, contribuir a resolver la importante cuestión del republicanismo de Madison es menos relevante que aclarar su idea de lo que debe ser un político en una época de Ilustración, pero aún no ilustrada. Y subrayar la influencia de la economía política del siglo xviii en la manera en que Madison pensó la «república» desde el punto de vista no tanto de la ingeniería constitucional del Estado como de la evolución histórica y económica de la sociedad[1]. De ahí que, como el título del artículo sugiere, no deba buscarse en lo que sigue otra cosa que el esclarecimiento de la incierta respuesta dada por Madison a dos gigantes invencibles como son la historia, el cambio histórico, y la naturaleza humana, las pasiones del hombre.
Dos precisiones para terminar:
a) al enfocar el sentido moral del pensamiento político de Madison desde la perspectiva de lo que él denominaba «político práctico», no aspiramos a agotar con esta denominación aquel sentido. Simplemente, establecer una pauta de interpretación del temperamento del autor que permita entender su visión realista de la política y del ser humano. Visión, en el fondo, ambigua porque Madison, sin olvidarse nunca de las realidades del vicio y del interés, siempre tuvo en cuenta el carácter indispensable de la virtud y una razón pública justa y desapasionada para el buen funcionamiento del Gobierno republicano.
b) En la bibliografía sobre Madison se ha prestado tradicionalmente más atención a la ingeniería constitucional del Estado que a su percepción de la evolución histórica y económica de la sociedad. Este artículo, sin dejar de referirse a la primera, se muestra más sensible a la segunda. De ahí el valor que, para nosotros, tiene la historicidad característica de la economía política ilustrada, plasmada en la teoría de los cuatro estadios[2]. Este Madison, con un ojo puesto en el Estado, en su ingeniería constitucional, y otro en la sociedad, en su evolución histórica y económica, es el que quisiéramos fijar con claridad en el artículo a fin de entender el, para nosotros, inestable, brillante y singular lugar que ocupa entre Hamilton y Jefferson.
Madison diverge de su gran amigo y colaborador Jefferson[3] en una cuestión, podríamos decir, de temperamento. Mientras el segundo hablaría el «lenguaje de la razón» y sería un «legislador filosófico», el primero, que es quien utiliza esta terminología, hablaría el «lenguaje del republicanismo» y no aspiraría a ser sino un «político práctico». Madison, que sentía una profunda admiración por Jefferson y una notoria animadversión hacia el Hamilton de los años noventa[4], estaba, en el fondo, más cerca de la atmósfera del «reino templado de la libertad racional» del último que de las ensoñaciones radicales y pastorales del primero. El «lenguaje de la razón» valdría para un mundo políticamente puro donde la conducta humana no respondiese al vicio ni al interés, para una época, por decirlo con Kant, ilustrada. Pero la época de Madison, a juicio de este, era, como mucho, un tiempo de Ilustración en el que las realidades del vicio y del interés seguían vigentes y debían ser manejadas con la inteligencia institucional del «lenguaje del republicanismo».
En un estilo muy hamiltoniano, un Madison ya viejo asevera que «con este conocimiento sobre la imposibilidad de eliminar completamente el mal de la sociedad humana, debemos consolarnos con la creencia en que es equilibrado por el bien mezclado con él y dirigir nuestros esfuerzos a incrementar la parte buena de la mezcla» (Madison, J. (2006). Selected Writings of James Madison. Edited, with Introduction, by Ralph Ketchan. Indianapolis and Cambridge: Hackett Publishing Company.Madison, 2006: 326).
Frente a la pureza y la transparencia sociales y políticas esgrimidas por ese ilustrado radical que era Jefferson, Madison, como Hamilton, asume un estilo ilustrado más moderado y realista que afronta la doble cara de los asuntos humanos y trata de inclinarlos, tanto como sea posible, a «la parte buena de la mezcla».
Madison, en las primeras décadas del siglo xix, se reconocía más próximo a un Thomas Malthus que a un Richard Owen. Es decir, a un teórico lúgubre de la economía política clásica, según el cual las poblaciones crecen a un ritmo más rápido que los recursos para mantenerlas, que a un socialista utópico. Como Malthus, aunque las oportunidades de crecimiento económico de los Estados Unidos eran incomparablemente mayores que las europeas, Madison tenía claro que las masas trabajadoras nunca podrían emanciparse completamente de los males de su condición. Por eso, ante los planes utópicos de Owen, se preguntaba qué impulsaría a los hombres a trabajar «sin los motivos ordinarios para hacerlo», cómo «el amor a la igualdad superará el deseo de distinción» y qué razones garantizarían que el aumento del ocio resultante del «progreso de las máquinas» fuese a provocar un mayor perfeccionamiento moral e intelectual y no un incremento de los vicios inherentes al tiempo libre (Madison, J. (2006). Selected Writings of James Madison. Edited, with Introduction, by Ralph Ketchan. Indianapolis and Cambridge: Hackett Publishing Company.Madison, 2006: 325).
Madison, al igual que Hamilton, fue influido por la lectura de los ensayos políticos de David Hume, uno de los exponentes del pensamiento ilustrado más modernista y antirradical y filósofo e historiador despreciado por Jefferson[5]. Según Drew McCoy, Madison aprendió de Hume que «los objetivos fundamentales del gobierno» son «la administración de justicia y el mantenimiento del orden moral», que los problemas políticos más acuciantes son «las facciones, la inestabilidad y la injusticia» y que «el hábito, la costumbre y el precedente», al ser las razones más poderosas en la construcción de la legitimidad política, también deben dilucidar su lugar en regímenes «tan ostensiblemente fundados en la razón» como los republicanos. Esto último también lo compartiría Madison con Burke, el cual habló positivamente del sabio prejuicio como elemento de estabilidad política y de la reverencia popular hacia la autoridad constituida (McCoy, D. (1989). The Last of the Fathers. James Madison and the Republican Legacy. Cambridge: Cambridge University Press.McCoy, 1989: 41-42, 48-49, 59).
La proximidad de Madison a Hume y Burke debe, en cualquier caso, ser matizada porque el primero, como dice McCoy, fue un ardiente defensor de «un régimen revolucionario basado en principios de derecho natural». Mientras a Hume cabe caracterizarlo como un ilustrado conservador que no llegó a conocer las revoluciones americana y francesa, pues murió en 1776, a Burke es posible definirlo como un liberal conservador contrarrevolucionario opuesto a la democracia. Ahí están sus famosas Reflexiones sobre la Revolución francesa para confirmarlo. Madison, en esta escala ideológica, aparecería, forzando un poco las palabras a fin de captar la singularidad de su posición, como un liberal conservador revolucionario y republicano que trató de, asumiendo la democracia, controlar sus peores efectos.
Lo que pretendo decir es que el mundo político de referencia de Madison no tiene nada que ver con el mundo predemocrático al que está vinculado el conservadurismo ilustrado y liberal de Hume y Burke. Pese a ello, Madison reproduciría, en el contexto de nacimiento de la democracia moderna, el espíritu del liberalismo conservador de los dos pensadores británicos. Mas, eso sí, como veremos, con una fractura de fondo en el seno de dicho espíritu motivada por la aversión de Madison al conservadurismo audaz, rupturista y heterodoxo de Hamilton. Fractura que ayudaría a entender por qué el Madison de los años noventa clausuró el ciclo de su colaboración con Hamilton en El Federalista y se alió con un hombre como Jefferson que, aunque era su amigo, pertenecía a otro mundo intelectual, a otra corriente del pensamiento ilustrado; tenía, en fin, otro temperamento.
La posición republicana de Madison se distancia de dos orillas: la orilla de la política racional e idealista y la orilla de la política democrática radical. La política racional del legislador filosófico es ajena al republicanismo por basarse en un hombre ideal que se mueve por motivos puros, esclarecidos y desinteresados. La política democrática radical es ajena al republicanismo por remitir a la experiencia tumultuosa de las repúblicas antiguas, por su carácter anárquico, demagógico y potencialmente despótico. El «lenguaje del republicanismo», para Madison, no es racional porque asume que el hombre es una criatura interesada y partidista y no es tumultuoso porque sabe embridar el interés (facción) diseñando un marco institucional que controle sus efectos.
La democracia representativa, lo que Madison llama «república» por oposición a la «democracia» directa del pasado, surge como un nuevo sistema político donde el poder se funda en la libertad, y no a la inversa, que sería el modelo europeo de las Cartas Otorgadas, y cuyos tres vértices son: gobierno del pueblo, diversidad de intereses y principio mayoritario. El reto consistiría en, aceptando que el poder se funda en la libertad y el Gobierno es un Gobierno del pueblo, ser capaz de evitar el surgimiento de facciones mayoritarias que transformen a la república en una tiranía. Es decir, en establecer obstáculos procedimentales al poder de la mayoría (república extensa, representación política, división de poderes, federalismo) para que el respeto de los derechos individuales y unas dosis mínimas de virtud pública estén asegurados.
La democracia representativa condensaría el espíritu del republicanismo, entendido al modo de Madison, tanto en su realismo político (los hombres no son ángeles) como en su inteligencia institucional (democracia ordenada, no tumultuosa). El político práctico actuaría con el trasfondo de la historia (repúblicas antiguas) y ante la tentación de la filosofía (legislador filosófico), en el terreno intermedio entre los errores del pasado y las utopías del presente. Fuesen la utopía filosófica de un Jefferson o la utopía socialista de un Owen.
Ampliando la perspectiva, cabría decir que Madison trató de asentar su proyecto entre las democracias tumultuosas del pasado, la política utópica, por radical y racionalista, de Jefferson y la política elitista y corruptora del Hamilton secretario del Tesoro. Frente a las dos primeras, Madison estaría cerca de Hamilton en su visión realista (intereses, facciones, demagogia) del suelo sobre el que se levanta la democracia moderna. Frente a la última, Madison estaría cerca de Jefferson en su defensa de una economía política hasta cierto punto antimoderna por fundarse en una clase virtuosa de agricultores y granjeros propietarios de sus tierras. El primer Madison, que es el Madison de El Federalista, habla del Estado y teme los excesos de la mayoría en una democracia. El segundo Madison, que es el Madison de los años noventa, habla de la sociedad y teme el desarrollo de unas fuerzas económicas (deuda pública, banco nacional, manufacturas) que destruyan las condiciones sociales de la virtud (agricultura, propietarios libres e independientes) y provoquen el colapso de las instituciones republicanas. Fuerzas económicas que Madison, como Jefferson, terminó identificando con el proyecto de país del Hamilton secretario del Tesoro.
Según Garry Wills, a diferencia de la interpretación pluralista, facciones, intereses y partidos nunca dejaron de tener, para Madison, un sentido negativo y ni tan siquiera llegaron a tener un sentido neutral (Wills, G. (2001). Explaining America: The Federalist. New York: Penguin Books.Wills, 2001: 193 y ss.). Desde el punto de vista de Madison, la representación política y la extensión territorial de la república debían favorecer un tipo de equilibrio que neutralizase la parcialidad de las facciones y permitiese el gobierno de «the candid and judicious part of the community». Aunque Hamilton se mostrase más expeditivo contra las facciones que Madison, ambos compartían la visión clásica de las mismas como elementos disgregadores de la comunidad política. El reto, para el segundo, consistía en asumirlas dentro del sistema controlando sus efectos y, al mismo tiempo, garantizar el dominio de una razón pública justa y desapasionada.
Lance Banning insiste en corregir la interpretación pluralista de Robert A. Dahl y Martin Diamond del famoso artículo nº 10 de El Federalista. Según Banning, Madison no estaría propugnando en dicho texto multiplicar los intereses en una república comercial extensa. Su estrategia liberal para evitar la formación de facciones mayoritarias (república grande, representación política) era inseparable de su convicción republicana de que los representantes debían quedar sometidos al escrutinio del pueblo. Madison se apartaría de Hamilton y su defensa de la consolidación y defendería un federalismo dual que equilibrase los diversos niveles territoriales del sistema para favorecer su mutuo control (Banning, L. (1998). The Sacred Fire of Liberty. James Madison and the Founding of the Federal Republic. Ithaca - London: Cornell University Press.Banning, 1998: 204 y ss.). Si a este tipo de federalismo unimos el tipo de economía política defendida por Madison, muy suspicaz, como veremos, con los desarrollos comerciales y manufactureros, se entenderá que, ya desde la época de El Federalista, el temor de aquel a la tiranía de una mayoría no le hizo olvidarse de lo importante que era fijar la representación política y la extensión territorial de la república en el punto de equilibrio que permitiese al pueblo vigilar y controlar a sus representantes. Es decir, de tal manera que el principio mayoritario, pese a todas las cautelas procedimentales establecidas para moderarlo, tuviese un papel político fundamental.
El poder despótico de la mayoría y la emergencia de nuevas fuerzas económicas constituyen los dos principales peligros para Madison. El primer peligro saca a la superficie su yo más liberal, el que se ocupa de diseñar un marco institucional que evite el desbordamiento de las pasiones y los intereses. El segundo, su yo más republicano, el que se ocupa de frenar el desarrollo de una economía impulsora de la desigualdad, el servilismo, la especulación, el lujo y la corrupción. Una economía de élites basada en un acuerdo perverso entre el gobierno y los intereses económicos dominantes. Ambas dimensiones del yo madisoniano no existirían por separado, formarían una tensa unidad, que bascularía entre el Madison liberal de los años ochenta (El Federalista, colaboración con Hamilton), el cual no dejó de ser republicano y tener una imagen negativa de las facciones y los intereses y positiva del principio mayoritario y del escrutinio popular, y el Madison republicano de los años noventa (Gaceta Nacional, colaboración con Jefferson), el cual no dejó de ser liberal y tener una imagen negativa de la demagogia y el desbordamiento de las pasiones populares y positiva de los controles constitucionales del principio mayoritario.
Madison estaría diciendo, en fin, dos cosas importantes: hay que confiar en la virtud del pueblo, pero poner límites a su poder; hay que confiar en la virtud del representante del pueblo, pero poner límites a su poder. Facciones e intereses serían restos necesarios del juego político en una «república», pero no iniciadores del mismo, que sería la interpretación pluralista. Restos cuya gestión institucional y procedimental no significa que sean redimidos de su carácter peligroso y negativo. Pues, de ser así, asumirían un lugar central que no les corresponde en absoluto dado dicho carácter. Lugar que debe ser ocupado por una razón pública desapasionada, justa y lo más desinteresada posible[6].
La democracia, a lo Madison, se definiría por una incierta búsqueda republicana de la virtud no ajena a la inevitable existencia del vicio y del interés. La democracia no podía ser ocasión para el tumulto, la demagogia y el desbordamiento de las pasiones públicas. Pero, tampoco, para una desigualdad inmanejable, una dependencia infrahumana y el dominio de los poderosos. El riesgo del futuro se relaciona, a ojos de Madison, con, una vez organizado el Estado, la evolución histórica de la sociedad. Esta evolución no puede detenerse más allá de las ensoñaciones del pastoralismo[7] defendido por Jefferson como estilo de vida irrenunciable de los americanos, lo que no es óbice para tomar conciencia de que los arreglos institucionales de poco valen si cambia, a peor, el espíritu de la sociedad. Fijar al Estado en un punto de equilibrio constitucional que evite la perversión tiránica y demagógica de la mayoría resultaría factible. Pero no detener el curso de la historia.
Así como Malthus diría que las instituciones no pueden remediar los males sociales (económicos y demográficos), solo atemperarlos; Madison sostendría que las instituciones no pueden remediar los males políticos (evaporización del mínimo de virtud necesaria para que el sistema funcione), solo atemperarlos. Pues detrás, y por encima de las soluciones institucionales, se halla la naturaleza de las cosas, bien sea la proporción asimétrica entre población y recursos, bien sea la irrupción histórica de nuevas fuerzas económicas que encarnan un nuevo estadio histórico del desarrollo social: el paso de sociedades agrícolas a sociedades comerciales con un fuerte desarrollo urbano y manufacturero[8].
La inteligencia institucional de Madison debía afrontar el cambio de circunstancias. Cambio que, en los asuntos humanos, siempre tiene la última palabra. Lo que aboca al político práctico a asumir, con un cierto pesimismo e incertidumbre, el destino de su obra.
El talante realista, moderado y práctico de Madison se pone de manifiesto, paradigmáticamente, en una carta de 1790 dirigida a Jefferson. En ella, realiza una crítica, al mismo tiempo educada y devastadora, de la tesis jeffersoniana sobre el derecho que asiste a cada generación a modificar las leyes y Constituciones vigentes. Madison, ante la afirmación de su amigo de que «la tierra pertenece a los vivos», se pregunta:
¿Un Gobierno reformado con tanta frecuencia no se haría demasiado mutable como para conservar en su favor los prejuicios que la antigüedad inspira y que tal vez constituyan una saludable ayuda para el más racional de los Gobiernos en la era más ilustrada? ¿No engendraría tan periódica revisión facciones perniciosas que, de otra manera, no podrían cobrar existencia? ¿Un Gobierno que dependiera de cierta y positiva intervención de la sociedad misma para continuar existiendo más allá de una fecha dada no estaría, a fin de cuentas, demasiado sujeto a los azares y consecuencias de un interregno de hecho?
Planteado así el problema, donde cabe percibir la influencia de argumentos conservadores ligados a la importancia que el paso del tiempo posee para que un gobierno popular adquiera legitimidad más allá del consentimiento del mismo, Madison elabora tres argumentos contra el radicalismo democrático de Jefferson.
Primer argumento:
Si la tierra puede considerarse el don de la naturaleza hecho a favor de los vivos, su título solo se puede extender a la tierra en su estado natural. Las mejoras introducidas por los muertos constituyen una carga para los vivos que sacan de ellas los correspondientes beneficios. Esta carga no se puede satisfacer de otra manera que ejecutando la voluntad de los muertos que acompaña a las mejoras.
Segundo argumento:
A no ser que tales leyes hayan de mantenerse en vigor por medio de nuevos instrumentos que anticipen regularmente el vencimiento del término, todos los derechos que dependen de leyes positivas, esto es, la mayoría de los derechos de propiedad, fenecerían de manera absoluta y se generarían las más violentas peleas entre los interesados en hacer revivir esos derechos y los interesados en un nuevo régimen de propiedad [...]. Añádase [...] que la frecuente reproducción de periodos que se sobreponen a todas las obligaciones basadas en leyes o costumbres antecedentes, al debilitar la reverencia debida a esas obligaciones, por necesidad habría de proporcionar motivos harto poderosos de licencia, y que la incertidumbre aparejada a tal estado de cosas desincentivaría, por un lado, los esfuerzos continuados de la industria y, por el otro, daría una ventaja desproporcionada a la parte más hábil y emprendedora de la sociedad frente a la menos sagaz y activa.
Tercer argumento. Madison encuentra un «alivio» en «la doctrina usual de que a las Constituciones y leyes vigentes se les puede haber dado un asentimiento tácito y que este se puede suponer allí donde no se manifiesta una oposición activa»:
¿Acaso no cabe preguntarse si no sería posible excluir la idea del asentimiento tácito sin subvertir por ello los fundamentos de la sociedad? ¿Sobre la base de qué principios la voz de la mayoría se vincula a la minoría? Tal cosa no resulta, según yo entiendo, de la ley de la naturaleza, sino de un pacto [...] Con carácter previo, pues, al establecimiento de este principio, la unanimidad era necesaria. Y así, en todos los tiempos, en orden al establecimiento de la regla en sí, la doctrina ha presupuesto el asentimiento de todos los miembros [...] [De ahí que] o bien sería necesaria una reproducción unánime de cada ley al ingresar nuevos miembros (en la sociedad), o bien habría de obtenerse de estos un asentimiento expreso a la regla según la cual la voz de la mayoría se considera la voz del todo.
La conclusión de Madison es que sus argumentos contra el hecho de supeditar «la validez de las leyes» a la «vida calculada» de cada generación «no pretenden poner en cuestión la utilidad del principio en algunos casos particulares o su general importancia a los ojos del Legislador Filosófico». Nuestro «hemisferio aún habrá de hacerse más ilustrado antes de que muchas de las sublimes virtudes que se propagan a través de la Filosofía se tornen visibles a los ojos de los políticos prácticos» (Banning, L. (1995). Jefferson and Madison. Three Conversations from the Founding. Madison: Madison House.Banning, 1995: 172-175).
La democracia, para Madison, pertenece a una época de Ilustración, pero no ilustrada. Lo que hace adecuado que su construcción sea soñada por el legislador filosófico, pero ejecutada por el político práctico. La carta a Jefferson es una crítica devastadora de su radicalismo democrático, pero, también, trasluce una sincera, aunque un tanto irónica, admiración de Madison por la luminosa y genial mente del amigo.
En El Federalista, hay un artículo, el número 49, atribuido a Madison, donde este vuelve a formular paradigmáticamente su posición como político práctico, como el alma liberal-conservadora llamada a inspirar prudencia y sentido común a un régimen revolucionario y democrático. En dicho artículo, Madison responde a la pregunta de por qué no conviene apelar al pueblo con demasiada frecuencia:
Como toda apelación al pueblo llevaría implícita en el gobierno la existencia de algún defecto, la frecuencia de estas llamadas privaría al gobierno, en gran parte, de esa veneración que el tiempo presta a todas las cosas y sin la cual es posible que ni los gobiernos más sabios y libres poseerían nunca la estabilidad necesaria [...] Cuando los ejemplos que fortalecen la opinión son antiguos a la vez que numerosos, se sabe que producen doble efecto. En un país de filósofos, no debería pesar esta consideración. Bastaría una inteligencia ilustrada para inculcar devoción por las leyes (por lo cual, cabría apelar repetidamente al pueblo, pues la quiebra de una estabilidad y obediencia aseguradas por lo antiguo sería sustituida por una estabilidad y obediencia aseguradas por la razón ciudadana). Pero una nación de filósofos es tan poco probable como la raza de reyes filósofos anhelada por Platón. Y en toda nación que no sea esa, el gobierno más racional no encontrará superflua la ventaja de tener de su lado los prejuicios de la comunidad. El peligro de alterar la tranquilidad general animando demasiado las pasiones públicas constituye una objeción todavía más seria contra la práctica de someter frecuentemente las cuestiones constitucionales a la decisión de toda la sociedad.
Madison se refiere a la revolución de 1776 diciendo que «tales experimentos son demasiado delicados para repetirlos a menudo sin necesidad». Si las cosas salieron bien en 1776, se debió a unas circunstancias excepcionales difíciles de repetir que Madison describe así:
Todas las constituciones existentes fueron establecidas en medio de un peligro que reprimía las pasiones más hostiles al orden y la concordia; de una confianza entusiasta del pueblo en sus patrióticos líderes que ahogó la acostumbrada diversidad de opiniones respecto de los grandes problemas nacionales, de un fervor universal por las formas nuevas, opuestas a las antiguas [...] y en una sazón en la que el espíritu de partido [...] no podía infiltrar su levadura en la operación. Las situaciones futuras en que debemos esperar encontrarnos no presentan ninguna seguridad equivalente contra el peligro que se teme.
En resumen, las apelaciones recurrentes al pueblo introducirían un elemento de inestabilidad y riesgo en el normal funcionamiento de las instituciones republicanas y harían que no fuese «la razón, sino las pasiones públicas quienes juzgarían. Y, sin embargo, solo la razón del público debe reprimir y regular al gobierno. Las pasiones han de ser reprimidas y reguladas por este» (Madison, J., Hamilton, A. y Jay, J. (1994). El Federalista. México: FCE.Madison, 1994: 216-217).
Este sería el Madison, junto con el de la carta a Jefferson antes citada, más próximo
a Hamilton y su «reino templado de la libertad racional». Reino que fijaría el experimento
democrático en suelo americano dentro de los parámetros de un pensamiento ilustrado
liberal alejado de las versiones más radicales del mismo. En principio, este Madison parecía
abocado a completar su diseño institucional prudente y realista del Gobierno republicano
con una apertura a las implicaciones sociales y económicas modernistas del «reino templado», a las dinámicas propias de una sociedad comercial de intereses y facciones. Sin embargo, será en este punto donde se produzca la fractura en el pensamiento de Madison. Fractura determinante de que el antijeffersonismo avalado por aquel en El Federalista mute en el antihamiltonismo que practicará, en colaboración con Jefferson, en los años noventa. Y ello desde una
publicación como la Gaceta Nacional, impulsada por Freneau, un periodista con talento y experiencia, en Filadelfia en
1791 y que será el órgano oficial de la cruzada republicana de los dos futuros presidentes
(Koch, A. (1976). Jefferson and Madison. The Great Collaboration. United States of America: Konecky and Konecky. Disponible en:
Las dos grandes diferencias, para Madison, entre una «democracia» y una «república», entre el viejo y el nuevo sentido de la democracia, serían:
Primera, «que en la segunda se delega la facultad de gobierno en un pequeño número de ciudadanos, elegidos por el resto».
Segunda, «que la república puede comprender un número más grande de ciudadanos y una mayor extensión de territorio».
Cabe definir una «república» como «un gobierno que deriva todos sus poderes directamente o indirectamente de la gran masa del pueblo y que se administra por personas que conservan sus cargos a voluntad de aquel, durante un periodo limitado o mientras observen buena conducta».
La erección de la democracia moderna debe hacerse teniendo en cuenta, según Madison, la imperfecta naturaleza humana:
La ambición debe ponerse en juego para contrarrestar a la ambición. El interés humano debe entrelazarse con los derechos constitucionales del pueblo. Quizás pueda reprochársele a la naturaleza del hombre el que sea necesario todo esto para reprimir los abusos del gobierno. Pero ¿qué es el gobierno sino el mayor de los reproches a la naturaleza humana? Si los hombres fueran ángeles, el gobierno no sería necesario [...] hay que capacitar al gobierno para mandar sobre los gobernados, y luego obligarlo a que se regule a sí mismo [...] Esta norma de acción que consiste en suplir por medio de intereses rivales y opuestos la ausencia de móviles más altos.
Tras lo dicho, donde se reconoce un marcado pesimismo antropológico, Madison termina reconociendo que «así como hay un grado de depravación en el género humano que requiere ciertas dosis de vigilancia y desconfianza, también existen otras cualidades en la naturaleza del hombre que justifican cierto grado de estimación y confianza. El Gobierno republicano supone estas cualidades en mayor proporción que cualquier otro».
Dicho Gobierno asume que los hombres poseen «la virtud necesaria para gobernarse». Virtud que apunta al «vigilante y viril temperamento que mueve al pueblo americano, temperamento nutrido de libertad y que a su vez vigila a esta» (Madison, J., Hamilton, A. y Jay, J. (1994). El Federalista. México: FCE.Madison et al. 1994: 39, 159, 220-221, 238-239, 244).
Gran parte del republicanismo clásico y del humanismo cívico, que se levantan sobre la idea de un hombre virtuoso capaz de sacrificar sus intereses por el bien público, resultaba inadecuada, según John Patrick Diggins, para establecer «un nuevo sistema de gobierno fundado en explícitos principios científicos e implícitas convicciones religiosas, concretamente, la filosofía de Hume y la legitimidad de las facciones y la teología de Calvino y la inevitabilidad del pecado». En virtud de estas dos influencias, los Padres Fundadores asumieron que «las formas de gobierno no eran relativas a las circunstancias, como insistía Montesquieu, sino que reflejaban las limitaciones de la invariable naturaleza humana». La necesidad de las pasiones, su inevitabilidad e inexorabilidad y, por tanto, su predictibilidad hicieron posible el nacimiento de una nueva ciencia de la política basada en el miedo y la desconfianza «no hacia la subversión de una virtuosa asamblea por un ejecutivo corrupto, sino hacia el hombre mismo». Según Diggins, y esta me parece una precisión fundamental, de la Revolución (1776) a la Constitución (1787), lo que ha cambiado es el sentido político de pasiones como la ambición, la avaricia y el orgullo: de identificarse con los oscuros motivos que guiaban al corrupto Gobierno británico en su deseo de someter a las colonias americanas a presentarse como las causas últimas de la conducta humana en cualquier sistema político. De ahí que la Constitución requiriese del pueblo su consentimiento a restricciones de su libertad a la hora de actuar como una mayoría democrática (Diggins, J. P. (1984). The Lost Soul of American Politics. Virtue, Self-Interest and the Foundations of Liberalism. Chicago: Chicago University Press.Diggins, 1984: 74 y ss.). Esta supremacía de la ley sobre la voluntad popular definiría a la democracia estadounidense. Supremacía que implicaba el miedo del pueblo a la naturaleza pasional de sus miembros.
Al igual que Hume, los Madison, Hamilton, Jay y Adams descartaron, dice Diggins, las «ideas políticas clásicas» debido a que estas concebían al hombre de un modo demasiado desinteresado que poco tenía que ver con los deseos y apetitos que lo animaban. John Adams expresó este descarte de una manera memorable: «En la institución del gobierno, debe recordarse que, aunque la razón debe gobernar a los individuos, nunca lo ha hecho desde la Caída, y nunca lo hará hasta el Milenio; y que la naturaleza humana debe tomarse como es, como ha sido y como será» (Diggins, J. P. (1984). The Lost Soul of American Politics. Virtue, Self-Interest and the Foundations of Liberalism. Chicago: Chicago University Press.Diggins, 1984: 94).
El sentido moral más puro y preciso del Gobierno republicano para Madison, aquello que define, por encima de todo, su actividad política a lo largo de los años, se condensa en la siguiente reflexión: un hombre tiene tanto «un derecho a su propiedad» como «una propiedad en su derechos». Tanto «un exceso de poder» como «un exceso de libertad» conducen a que ni la «propiedad», ni la seguridad en las propias «opiniones», «persona», «facultades» y «posesiones» estén garantizadas. El fin del «Gobierno» es «proteger la propiedad de cualquier clase, así como aquella que afecta a los varios derechos de los individuos» (Madison, J. (2006). Selected Writings of James Madison. Edited, with Introduction, by Ralph Ketchan. Indianapolis and Cambridge: Hackett Publishing Company.Madison, 2006: 223).
En textos tardíos, de los años 1821-1829, un Madison retirado en su posesión de Montpelier afirma que «la propiedad puede oprimir la libertad», pero que, de igual modo, los propietarios pueden verse amenazados por «una mayoría sin propiedad». Ante el papel usurpador que, a veces, juegan las «mayorías legislativas», asunto que le preocupó fundamentalmente en los años de El Federalista, Madison dice que «no debemos cerrar los ojos a la naturaleza del hombre, a la luz de la experiencia». Y se pregunta: «¿Quién confiará en una decisión justa de tres individuos si dos tienen un interés en el caso opuesto a los derechos del tercero?».
Madison supone «una mayoría sin propiedad» e inquiere lo siguiente: «qué asegurará los derechos de la propiedad contra el peligro de un sufragio igual y universal». De igual manera, le preocupa el hecho de «la dependencia del mayor número respecto de la riqueza de los pocos». En Estados Unidos, esta dependencia apunta a las relaciones, tan temidas por Jefferson, «entre los ricos capitalistas y los trabajadores indigentes», «los grandes capitalistas en el sector de la manufacturas y el comercio y los empleados por ellos».
La seguridad de los propietarios se basa en, primero, «la influencia ordinaria que se atribuye a la propiedad»; segundo, «el sentido popular de justicia ilustrado y extendido por una amplia educación» y, tercero, «la dificultad de combinar y ejecutar propósitos injustos en un gran país». En las repúblicas, «el mayor peligro es que la mayoría no respete suficientemente los derechos de la minoría». Según Madison, «la historia de las repúblicas antiguas, y de las modernas, ha demostrado los males inherentes a las asambleas populares, rápidamente formadas, susceptibles de pasiones contagiosas, expuestas a la elocuencia de líderes ambiciosos y aptos para formar mayorías interesadas en medidas injustas y opresivas para los partidos minoritarios».
Gracias a la introducción del principio representativo, los gobiernos populares han logrado salir de la trampa demagógica que los hacía oscilar, sin solución de continuidad, entre la anarquía y el despotismo en el pasado[9]. Debido a su aumento de tamaño, a su mayor extensión territorial y demográfica, han logrado también librarse de «muchos de los males de las formas populares en comunidades pequeñas». Comunidades donde la influencia de los demagogos lo tiene más fácil, por lo reducido del territorio, para sumar voluntades a su causa. Madison recuerda que los «abusos cometidos en los estados antes de la Constitución actual por mayorías interesadas o manipuladas se encuentran entre las razones fundamentales de su adopción».
Como ya había afirmado en El Federalista, este Madison viejo y sabio vuelve a incidir en la necesidad del gobierno:
Ha sido dicho que todo gobierno es un mal. Sería más apropiado decir que la necesidad de cualquier gobierno es una desgracia. Esta necesidad, sin embargo, existe, y el problema no es qué forma de gobierno resulta perfecta, sino cuál de ellas es menos imperfecta, y aquí la cuestión debe ser entre un gobierno republicano en el cual la mayoría gobierna a la minoría y un gobierno en el que un número más pequeño o el menor número gobierna a la mayoría.
Si se adopta la forma popular y republicana, la «cuestión final» será: «¿qué estructura protegerá mejor contra consejos precipitados y combinaciones facciosas dirigidas por propósitos injustos sin sacrificar el principio fundamental del republicanismo?» (Madison, J. (2006). Selected Writings of James Madison. Edited, with Introduction, by Ralph Ketchan. Indianapolis and Cambridge: Hackett Publishing Company.Madison, 2006: 350-360).
El equilibrio imposible del Gobierno republicano, el carácter inasible de la democracia moderna, la indeterminación final del pensamiento de Madison radicaría en proscribir institucionalmente la posibilidad de una facción mayoritaria y tiránica que vulnere los derechos de propiedad y la propiedad en sus derechos de la minoría.
Y, al mismo tiempo, en evitar que las limitaciones puestas al principio mayoritario mediante todo un sistema de frenos y contrapesos resten capacidad de control y vigilancia al pueblo y la opinión pública y abran la puerta al dominio de facciones elitistas y tiránicas. Dominio que Jefferson y Madison vieron personificado en los federalistas de Hamilton y su proyecto modernizador, ya que este fomentaba una relación opaca, ajena al espíritu de la Constitución, entre el poder ejecutivo y los poderes económicos, entre el gobierno central y los dominantes intereses monetarios e industriales[10]. Dicho proyecto, apoyándose en hechos tales como un banco nacional, la deuda pública y el impulso gubernamental a las manufacturas, amenazaba con destruir el estilo de vida austero e independiente de los americanos. Y sustituir el paisaje rural y agrícola que subyacía a los valores republicanos por una tempestad histórica de corrupción y venalidad que Jefferson y Madison identificaron con la postración material y moral de los trabajadores de las grandes ciudades europeas y, en concreto, las británicas. En este sentido, aquellos profesaron una «economía política de anglofobia», mientras que Hamilton, admirador del poder británico en todas sus manifestaciones[11], fue deudor de una economía política de anglofilia (Elkins, S. y McKitrick, E. (1995). The Age of Federalism. The Early American Republic, 1788-1800. New York - Oxford: Oxford University Press.Elkins y McKitrick, 1995: 79).
El problema de Madison estribaba en cómo neutralizar la primera posibilidad de tiranía, la mayoritaria, sin «sacrificar el principio fundamental del republicanismo», que se vincula con la existencia de una unidad popular, más allá de grupos y facciones, informada, ilustrada y vigilante. Unidad virtuosa que las trabas procedimentales puestas al principio mayoritario pueden disolver en las manos de unas élites depredadoras. Esta segunda posibilidad de tiranía, la elitista, es la que Madison identificó con el Hamilton de los años noventa y la que provocó una fractura en su pensamiento. Fractura que, en el fondo, no es más que la capacidad intelectual sorprendente de un «político práctico» para afrontar los ingentes problemas de la democracia moderna desde todas las perspectivas y puntos de vista plausibles y siempre a partir de unos principios (gobierno del pueblo, derechos y propiedad) innegociables.
Al expresar su temor a una facción mayoritaria y tiránica, al hablar en nombre de los derechos y la propiedad de los intereses minoritarios contra las mareas demagógicas, Madison se situaría en una corriente del pensamiento ilustrado conservadora en lo político y modernizadora en lo social y económico.
Al expresar su temor a las facciones elitistas y tiránicas, al hablar en nombre del pueblo y la opinión pública contra la corrupción sembrada por las componendas entre el poder político y los poderes económicos, Madison se situaría en una corriente del pensamiento ilustrado radical en lo político y antimoderna en lo social y económico.
El primer Madison es el Madison más hamiltoniano. El segundo, el más jeffersoniano. Pero lo que debe quedar claro es que Madison ocupa un lugar propio y característico entre Hamilton y Jefferson, pues su conservadurismo político, basado en el miedo al desatamiento de las pasiones populares en una democracia, nunca se concilió, como en el caso de Hamilton, con la asunción de un cambio socioeconómico de proporciones gigantescas. Y, por otro lado, su antimodernismo socioeconómico nunca le llevó, como a Jefferson, a abanderar una lectura radical e idealizada de la democracia según la cual era positivo que hubiese rebeliones de vez en cuando y cada generación tenía derecho a modificar les leyes establecidas.
La singularidad inestable de la posición ocupada por Madison entre Hamilton y Jefferson podría expresarse también del modo siguiente: habiendo aceptado hasta cierto punto la nueva y posrepublicana ciencia de la política de Hume (el gobierno como equilibrio entre los diferentes intereses existentes en la sociedad producido mediante un sistema de frenos y contrapesos), Madison no aceptó la apología de la sociedad comercial de Hume (el comercio y el lujo como factores estimuladores del desarrollo civilizatorio en términos de libertad, sociabilidad y riqueza). Es decir, Madison, muy influido, como Hamilton, por Hume en lo político, se resistió a asumir el concepto global de civilización del filósofo e historiador escocés, cosa que sí hizo Hamilton.
Madison expresa su temor a la tiranía de la mayoría, fundamentalmente, en El Federalista. En su famoso número 10, se lee:
Por facción, entiendo cierto número de ciudadanos, estén en mayoría o en minoría, que actúan movidos por el impulso de una pasión común, o por un interés adverso a los derechos de los demás ciudadanos o los intereses permanentes de la comunidad. Hay dos maneras de evitar los males del espíritu de partido: consiste una en suprimir sus causas, la otra en reprimir sus efectos. Hay también dos métodos para hacer desaparecer las causas del espíritu de partido: destruir la libertad esencial a su existencia o dar a cada ciudadano las mismas opiniones, pasiones y los mismos intereses. Del primer remedio, puede decirse que es peor que el mal perseguido [...] El segundo medio es tan impracticable como absurdo el primero. Mientras la razón humana no sea infalible y tengamos libertad para ejercerla, habrá distintas opiniones [...]. La diversidad en las facultades del hombre, donde se origina el derecho de propiedad, es un obstáculo insuperable a la unanimidad de los intereses. El primer objetivo del gobierno es la protección de esas facultades (y, por tanto, añadiría yo, de la desigualdad y diversidad de propiedad, opiniones, intereses y partidos sembradas por aquellas facultades) [...] La conclusión a que debemos llegar es que las causas del espíritu de facción no pueden suprimirse y que el mal solo puede evitarse teniendo a raya sus efectos (Madison, J., Hamilton, A. y Jay, J. (1994). El Federalista. México: FCE.Madison, 1994: 36-38).
Madison estimaba que la «república» estadounidense contaba con una ventaja básica para mantener a raya los efectos del espíritu de facción y evitar el establecimiento de una tiranía de la mayoría. Esta ventaja respecto de la «democracia» antigua tenía que ver con la mayor extensión geográfica de la primera. Al tratarse de una república territorial y demográficamente grande, se garantizaba que:
Primero:
Si la proporción de personas idóneas no es menor en la república grande que en la pequeña, la primera tendrá mayor campo en que escoger y consiguientemente más probabilidad de hacer una selección adecuada (que evite la llegada al poder de gobernantes sin escrúpulos como los demagogos).
Segundo:
Como cada representante será elegido por un número mayor de electores en la república grande que en la pequeña, les será más difícil a los malos candidatos poner en juego los trucos mediante los cuales se ganan con frecuencia las elecciones; y como el pueblo votará más libremente, es probable que elegirá a los que posean más méritos y una reputación más extendida y sólida.
Tercero, dado que el «gobierno republicano» posee una «extensión territorial» mayor que el «gobierno democrático», resultará más difícil que una facción se convierta en mayoritaria pues:
[...] cuanto más pequeña es una sociedad, más escasos serán los distintos partidos e intereses que la componen; cuanto más escasos son los distintos partidos e intereses, más frecuente es que el mismo partido tenga la mayoría; y cuanto menor es el número de individuos que componen esa mayoría y menor el círculo en que se mueven, mayor será la facilidad con que podrán concertarse y ejecutar sus planes opresores (Madison, J., Hamilton, A. y Jay, J. (1994). El Federalista. México: FCE.Madison et al., 1994: 39-40).
En 1792, inmerso en plena campaña contra la política de Hamilton como secretario del Tesoro, Madison atribuye, desde la Gaceta Nacional, a los antirrepublicanos (federalistas) una inclinación a los «opulentos», la creencia en que el pueblo es «incapaz de gobernarse a sí mismo» y el deseo de entregar el poder a unos pocos e, incluso, aproximarlo a una «forma hereditaria». Los republicanos, por su parte, creen que el pueblo es capaz de gobernarse a sí mismo y se oponen a todas las decisiones políticas que vayan en contra de «los intereses generales de la comunidad». Mientras los antirrepublicanos exigen del pueblo respecto del gobierno «sumisión y confianza», los republicanos le piden que se ilustre, que se mantenga unido y que vigile a los gobernantes. En última instancia, dice Madison, los republicanos acusan a los antirrepublicanos de hacer del «poder el primer y central objeto del sistema social» y de la «libertad, su satélite». A lo que los partidarios de Hamilton responderían que, cuanto más se agranda la «esfera del poder», más se agranda la «esfera de la libertad»; cuanto más «independiente» y «hostil al pueblo es el gobierno», más seguros están «derechos e intereses» (Madison, J. (2006). Selected Writings of James Madison. Edited, with Introduction, by Ralph Ketchan. Indianapolis and Cambridge: Hackett Publishing Company.Madison, 2006: 226-228).
Queda así perfilada la tesis madisoniana sobre las relaciones opacas y anticonstitucionales entre el poder ejecutivo y los poderes económicos, sobre las componendas entre el gobierno de la nación y los dominantes intereses monetarios e industriales. Para Lance Banning, el principal objetivo de Hamilton era «construir un Estado-nación moderno», mientras que el de Madison era «alimentar y defender un orden revolucionario de la sociedad y la política». La preocupación de Madison acerca de los abusos de la mayoría «estuvo invariablemente acompañada por una profunda inclinación al control efectivo del pueblo» y a circunscribir la esfera del gobierno central dentro de límites estrictos. Más que cambiar de opinión, Madison hizo bascular su republicanismo ante los peligros de la coyuntura: si en los años ochenta el riesgo venía de un gobierno central débil y unos estados tumultuosos en manos de mayorías democráticas radicalizadas, en los años noventa, el riesgo venía de un gobierno central embarcado en un proceso preocupante de ampliación de sus prerrogativas. De ahí el paso que da Madison del temor a la tiranía de la mayoría al temor a la tiranía de la minoría, la mutación del peligro que la masa flotante del faccionalismo encarna en un mundo tan abierto como el de la democracia moderna.
La política financiera (deuda pública, banco nacional) e industrial (manufacturas) de Hamilton representaba, a juicio de Madison, el establecimiento de inquietantes «relaciones entre el ejecutivo federal y aquellas facciones unidas a los deseos del primero debido a múltiples favores pecuniarios». Según Banning, la evolución de Madison de El Federalista a la Gaceta Nacional revela una aguda y preocupada conciencia de que «las mismas condiciones que evitaban la formación de una mayoría peligrosa» podían impedir a una mayoría cívica «desarrollar y fortalecer la voluntad pública» en contra de «una minoría con designios siniestros» (Banning, L. (1998). The Sacred Fire of Liberty. James Madison and the Founding of the Federal Republic. Ithaca - London: Cornell University Press.Banning, 1998: 297, 347-348, 374-375).
La oposición política de fondo de Madison a Hamilton se sustenta en la reivindicación, por parte del primero, de la soberanía del pueblo, que implica la supremacía de la Constitución y la influencia de la opinión pública. Según Collen A. Sheehan, el sentido último del Gobierno republicano para Madison, descubierto gracias a su polémica con Hamilton, iba más allá de la destilación de la voluntad popular por los representantes; apuntaba a, en palabras de Madison, «un equilibrio de los intereses y las pasiones en la propia sociedad». Esta superación de la tendencia de la sociedad a fragmentarse en grupos, intereses y opiniones diversos, lo cual debilitaba políticamente a la opinión pública y, en concreto, a su control de los gobernantes, solo sería posible mediante «un proceso dinámico de comunicación», afirma Sheehan, a lo largo del país. De esta manera, haciendo que el espíritu del republicanismo fuese mucho más que un expediente institucional y procedimental y penetrase en la mente y la moral de los ciudadanos mediante la participación política y el comercio de las ideas, se lograría fortalecer al Gobierno republicano frente a la amenaza de una élite modernizadora, intervencionista y corrupta (Sheehan, C. A. (2007). Madison versus Hamilton: The Battle over Republicanism and the Role of Public Opinion. En D. Ambrose y R.W.T. Martin (edits.). The Many Faces of Alexander Hamilton. The Life and Legacy of America´s Most Elusive Founding Father (pp. 165-208). New York - London: New York University Press.Sheehan, 2007: 166, 190, 194).
Para llegar a esa situación ideal presidida por una opinión pública firme y cohesionada en torno a los valores centrales del republicanismo, el Madison de los años noventa terminará avalando la economía política pastoral de Jefferson, con sus fuertes implicaciones antimodernas al bascular sobre una sociedad eminentemente rural y agrícola enfrentada a la sociedad urbana, comercial y manufacturera soñada por Hamilton, como la única fuente social de la indispensable clase virtuosa. En una carta enviada desde Francia en 1785, Jefferson había mostrado a Madison su perplejidad y contrariedad por el hecho de que, en Francia, la propiedad de la tierra residía en pocas manos y abundaban las tierras sin cultivar. El efecto de esto es que había una masa de pobres sin trabajo, ni acceso a la tierra. Lo que lleva a Jefferson a decir que «en cualquier país donde hay tierras sin cultivar y pobres sin trabajo, está claro que las leyes de propiedad se basan en la violación del derecho natural». De ahí que «si no ejercemos el derecho fundamental a cultivar la tierra, esta retorna a los desempleados». Jefferson aboga por un reparto justo y equitativo, pues «los pequeños propietarios son la parte más preciosa de un Estado».
Madison, en su respuesta, señala que «ningún problema de economía política me ha parecido más complicado que el relativo a la distribución más adecuada de los habitantes de un país completamente poblado».
La incorrecta y poco equitativa distribución de la tierra fomenta que aumente la proporción de «productores de superfluidades, propietarios desocupados de fondos productivos, sirvientes, soldados, comerciantes, marineros…». Para Madison, «de una más igualitaria distribución de la tierra, debe resultar una mayor simplicidad de costumbres, consecuentemente, un menor consumo de bienes no necesarios y una menor proporción de propietarios desocupados y sirvientes» (Banning, L. (1995). Jefferson and Madison. Three Conversations from the Founding. Madison: Madison House.Banning, 1995: 162-165).
Madison retomará este mismo asunto en un artículo publicado en la Gaceta Nacional en 1792. En él, asevera que «la mejor distribución es la más favorable a la salud, virtud, inteligencia y competencia en el mayor número de ciudadanos. No es necesario añadir a estas cualidades la libertad y la seguridad. La primera es presupuesta por aquellas. La segunda debe resultar de ellas». En el mismo artículo, Madison alude al «peligro y los vicios de las ciudades superpobladas». La «clase de ciudadanos» que provee por sí misma a sus necesidades «es la más feliz y verdaderamente independiente». Dicha clase es «la mejor base de la libertad pública y el muro más fuerte de la seguridad pública. De lo que se sigue que, cuanto más grande sea la proporción de esa clase en la sociedad, más libre, independiente y feliz será esta». Madison termina señalando la «fortuna» de su país porque «la mayor parte del consumo ordinario más esencial procede de manufacturas que pueden ser instaladas por cada familia y que constituyen las aliadas naturales de la agricultura. Las primeras corresponden al trabajo que se realiza dentro de casa, la segunda, fuera» (Banning, L. (1995). Jefferson and Madison. Three Conversations from the Founding. Madison: Madison House.Banning, 1995: 186-187).
En otro artículo publicado también en la Gaceta Nacional en 1792, Madison, partiendo de un ejemplo británico, aborda el problema del lujo y de las modas consumistas vinculadas con él y apunta a la desigualdad, miseria y paro que se producen en una sociedad dependiente de esas vanas y peligrosas fantasías: «las más precarias de todas las ocupaciones [...] son aquellas que dependen de la moda, la cual cambia tan rápida y considerablemente como para dejar desempleados a muchos trabajadores».
En sociedades estragadas por el lujo, se genera «la dependencia más servil de una clase de ciudadanos respecto de otra». Y ello porque disminuye la «reciprocidad de necesidades» en tanto una clase atiende a lo absolutamente necesario para sobrevivir y otra, a «los meros caprichos de su fantasía». El mal extremo se dará «cuando lo absolutamente necesario dependa de los caprichos de la fantasía y el capricho de una única fantasía (por ejemplo, el gusto consumista de alguien importante) dirija la moda de la comunidad». «¿Puede algún despotismo —se pregunta Madison— ser más cruel que una situación en la que la existencia de miles depende de una voluntad y esta [...] de un mero capricho de la imaginación?». Madison opone a esta situación típicamente británica:
[...] la situación independiente y principales sentimientos de los ciudadanos americanos, que viven de su propio suelo, o cuyo trabajo es necesario para su cultivo, o que están ocupados en satisfacer necesidades que, al basarse en sólida utilidad, confortable alojamiento o hábitos regulares, producen una reciprocidad de dependencia, a un tiempo proveedora de subsistencia e inspiradora de un sentido digno de los derechos sociales (Banning, L. (1995). Jefferson and Madison. Three Conversations from the Founding. Madison: Madison House.Banning, 1995: 188-189).
El temor de Madison respecto de las amenazas históricas que se cernían sobre el experimento republicano tiene que ver, según Drew McCoy, con «la presión inevitable del crecimiento poblacional» y el consiguiente aumento de «indigentes sin propiedad» y, por ello, «vulnerables al soborno, la corrupción y las disensiones faccionalistas». La solución pasaba por «la expansión hacia el Oeste» y «la apertura de los mercados extranjeros a los productos americanos». Lo que favorecería el acceso a la propiedad de la tierra de los incrementos poblacionales y la laboriosidad de los americanos. El problema de esta solución, en «la reflexión final de Madison sobre el futuro de su país», era que los excedentes agrícolas superasen el nivel de la demanda externa «incluso en un mundo utópico de libre comercio». En tal situación, habría que buscar «nuevas fuentes de trabajo en ocupaciones alternativas» como las manufacturas que serían, al menos, problemáticas para el Gobierno republicano. Más que la posibilidad malthusiana de la carestía, lo que afronta este Madison tardío es la posibilidad de la sobreproducción agrícola y el riesgo de sumir en la desigualdad y la pobreza a los trabajadores desempleados del campo, abocados a convertirse en carne de cañón para los dueños de las manufacturas (McCoy, D. (1982). The Elusive Republic. Political Economy in Jeffersonian America. New York - London: W. W. Norton & Company.McCoy, 1982: 131-132, 258-259).
Como Jefferson, Madison se terminó persuadiendo de la inevitabilidad de «una América manufacturera», según McCoy. Al fin, el consumo de los tan denostados «bienes superfluos» permitiría, a juicio de Madison, y son palabras suyas, «ganarse el pan a quienes producían dichos bienes». Pese a la aceptación de este cambio socioeconómico, Madison, al igual que Jefferson, no dejó de temer a las masas de trabajadores indigentes por su dependencia de los ricos y por la amenaza que su depauperada situación representaba para los derechos de la propiedad. En la década de los veinte del XIX, se percibe en Madison, según McCoy, una gran preocupación por «la educación de los pobres». Aunque sabía los efectos limitados que tiene la educación en la reforma del hombre y la sociedad y que la misma no garantiza el sustento en sociedades cuyo desarrollo y productividad parecen inseparables de los bajos salarios y una creciente desigualdad (McCoy, D. (1989). The Last of the Fathers. James Madison and the Republican Legacy. Cambridge: Cambridge University Press.McCoy, 1989: 188-189, 192-193, 203-204).
El último Madison, a juicio de McCoy, habría asumido que la revolución republicana había dejado de ser una «fuga del tiempo», un «esfuerzo reaccionario» para «mantener bajo control los impulsos egoístas e individualistas de una sociedad capitalista emergente que no podía justificarse a sí misma». Por mucho que se tratase de evitar, «el Nuevo Mundo llegaría a parecerse al Viejo». La esperanza de Madison radicaba en la capacidad de las futuras generaciones para adaptar el espíritu del republicanismo a «una forma de sociedad tradicionalmente pensada como su completa inversión» (McCoy, D. (1982). The Elusive Republic. Political Economy in Jeffersonian America. New York - London: W. W. Norton & Company.McCoy, 1982: 69-70, 259).
Las dos condiciones fundamentales aducidas por Madison para controlar los efectos del faccionalismo en una democracia moderna serían:
Una, la representación política en una república grande dentro de un modelo de federalismo dual[12].
Dos, la existencia, más allá de una sociedad dividida y fragmentada en intereses diversos, de una unidad popular identificada con una opinión pública informada, ilustrada y vigilante, imbuida, en cuerpo y alma, de valores republicanos. Unidad a la que la participación política y el comercio de las ideas (una prensa libre, activa y persuasiva) atribuyen su espesor característico.
El problema de la segunda condición tendría que ver con lo que ya reconocía Madison en el artículo número 10 de El Federalista: la dificultad de establecer unos mínimos compartidos de opinión por la ciudadanía que garanticen la unidad política de esta. «La diversidad en las facultades humanas», que era el principio nuclear de un gobierno libre, sería, a la postre, por una desconcertante paradoja, un impedimento capital para construir aquella unidad y asegurarse contra la tiranía de las élites.
Este Madison atrapado por su propia lógica argumentativa, por, en definitiva, y ahí reside su grandeza, las irresolubles contradicciones de la democracia moderna, volátil experimento político que trata de armonizar la soberanía del pueblo con las dinámicas de una sociedad pluralista, es el Madison que terminará propugnando una economía política antimoderna en una línea claramente jeffersoniana. Debemos entender que esta defensa constituye una opción argumental para ofrecer un viso de plausibilidad al intento de Madison de crear una opinión pública unida y cohesionada por su republicanismo. Sin clase virtuosa de granjeros y campesinos, poco campo quedaba abierto para superar las tendencias divisorias de la sociedad moderna. Ahora bien, esta opción argumental era arriesgada porque implicaba fijar la imparable evolución histórica de la sociedad en un punto de equilibrio moral.
Establecer ese límite, en el caso de Jefferson, era coherente dada su condición de ilustrado radical. Establecerlo, en el caso de Madison, desvelaba una fractura en su pensamiento. El radicalismo del «legislador filosófico» encarnado por Jefferson se adapta de manera natural a una economía política de tipo pastoral y antimoderna. Sin embargo, el temperamento moderado y realista del «político práctico» representado por Madison no termina de casar bien con la defensa de aquel modelo de economía política. La visión que subyace al Madison de El Federalista, sin obligarle a asumir en todo su rigor el proyecto de país del Hamilton de los años noventa, estaba más cerca de dicho proyecto que del pastoralismo jeffersoniano. Por eso, en Madison, se percibe una fractura en su pensamiento que, entre otras muchas razones, tendría que ver con una tensión no resuelta entre el interés y la virtud como cimiento moral del Gobierno republicano. Entre, en definitiva, su yo liberal y su yo republicano.
El punto de equilibrio ansiado, pero elusivo, consistiría en permitir la formación de mayorías cívicas e ilustradas en un contexto procedimental pensado para evitar la formación de mayorías tiránicas y demagógicas. Quizá, en este punto, radique el jeffersonismo madisoniano. Pues solo una base popular numerosa y virtuosa socialmente ya constituida más allá de las facciones y los intereses existentes podría eludir la trampa procedimental y postularse como depósito perenne de mayorías cívicas e ilustradas. Sin esa concesión al jeffersonismo, todo dependería agónicamente del virtuosismo retórico necesario para ir modelando persuasivamente, en la tela de araña de las facciones, los intereses y los procedimientos establecidos para controlar a unas y otros, una opinión pública compacta y vigilante.
En los tiempos de la Gaceta Nacional, Madison se percató de a dónde podía llevar la idea de democracia defendida en El Federalista. De ahí que, sin renunciar a dicha idea, tratase de objetivar, en una sociedad fragmentada en grupos diversos, realidades políticas imbuidas de unos mínimos irrenunciables de espíritu público. El problema de dichas realidades era su carácter incierto.
Los pequeños propietarios de tierras habían llegado a esa condición por el propio desarrollo histórico y económico desde la etapa de los cazadores y recolectores. Por tanto, estaban inmersos en dicho desarrollo, expuestos a que una nueva fase de la evolución social los transformase en irrelevantes.
La opinión pública informada y vigilante dependía de la persuasión de gente tan concienciada y preparada como Madison, gente dispuesta a moverse entre las indóciles mareas de las pasiones humanas para formar una razón pública capaz de controlar al poder. Evidentemente, nada garantizaba el éxito de dicha labor de persuasión, pues «qué es el gobierno (su existencia, la necesidad de la misma) sino el más duro reproche contra la naturaleza humana».
Madison luchaba, con insegura esperanza, contra dos gigantes invencibles: la historia, el cambio histórico, y la naturaleza humana, las pasiones del hombre. Es decir, contra la evolución de la democracia a un estado social sin espacio para la razón y la virtud donde el control procedimental de las facciones sirve, como mucho, para evitar el dominio de mayorías tiránicas, pero no de minorías despóticas. En tal estado evolutivo, que sería aproximadamente el mundo audazmente conquistado por el intelecto de Hamilton, los pequeños propietarios de tierras habrían dejado de ser la urdimbre moral de la sociedad y no existiría, elevándose sobre la competencia y la avaricia de los intereses, una opinión pública informada y vigilante. Lo que redundaría en que la libertad, de fundamento del poder, habría pasado a ser un epifenómeno de este, que actuaría, por ello, de espaldas a la Constitución.
Considero que el debate sobre si Madison era más o menos liberal, más o menos republicano, resulta menos relevante que abordar sus contradicciones como resultado de la complejidad inherente a la democracia moderna, al hecho de que no exista ninguna fórmula ideológicamente unilateral desde la que tramitar las muchas y diversas caras de dicha complejidad. Desde mi punto de vista, la fractura en el pensamiento de Madison sería ilustrativa de su conciencia sobre la inutilidad de aquella fórmula y debería llevarnos a recapacitar no sobre si Madison era más liberal que republicano, o a la inversa, sino sobre la grandeza intelectual de un estadista y pensador que captó con penetrante lucidez el carácter proteico de la democracia moderna.
Lo que deslumbra en Madison es, precisamente, el hecho de que su condición de político práctico y su sentido técnico de la democracia, basado en una información que ningún otro político de la época llegó a reunir para preparar sus debates e intervenciones, le llevó a ensayar diferentes modos de pensamiento histórico para, en cada coyuntura, ofrecer la solución adecuada. De ahí ese contraste entre el Madison de El Federalista y el Madison de la Gaceta Nacional, entre un Madison más próximo a Hamilton, al «reino templado de la libertad racional» y, en fin, al pensamiento ilustrado más liberal y modernista y un Madison más cercano a Jefferson, al pastoralismo de este y, en fin, al pensamiento ilustrado más republicano y antimoderno. Si Madison ensayó diversos modos de pensamiento histórico, ello obedeció a que la democracia moderna planteaba toda una serie de problemas inasumibles según una lectura unilateral del significado de los mismos. Es esta flexibilidad intelectual la que, de una manera más clara y significativa, distingue a Madison de las visiones más cerradas y rígidas de Hamilton y Jefferson.
[1] |
Según Robert A. Dahl, «Madison [...] no se mostraba indiferente a las condiciones sociales necesarias para su república no tiránica. Pero seguramente no es injusto decir que lo que le interesaba ante todo eran los controles constitucionales prescritos más que los controles sociales [...]. La naturaleza humana y la estructura social eran cuestiones que los hombres de la convención daban por supuestas en gran medida» (Dahl, R. A. (1992). La Poliarquía. En A. Battle (edit.). Diez textos básicos de Ciencia Política (pp. 77-93). Barcelona: Ariel.1992: 91). Nuestro punto de vista sería opuesto al de Dahl, pues creemos que, al menos en el Madison de los años noventa, el Madison posterior a El Federalista, queda meridianamente claro que la «estructura social» no se daba por supuesta. Este Madison sería muy sensible a la transformación económica de la sociedad, al paso de un mundo agrícola y rural a otro comercial, manufacturero y urbano, y a cómo dicha transformación alteraba los «controles sociales» establecidos y llenaba de incertidumbre el destino del Gobierno republicano en suelo americano. Toda su polémica con Hamilton, más allá de los argumentos políticos y constitucionales esgrimidos, reposaría en la agónica percepción madisoniana del inestable suelo histórico y social sobre el que se levantaba la república. |
[2] |
Nuestro fin, al respecto, es identificar cómo la mencionada historicidad, que se despliega en cuatro etapas del desarrollo histórico (caza-recolección, pastoreo, agricultura, comercio), condicionó el imaginario político de Hamilton, Jefferson y Madison. Siendo, como veremos a lo largo del artículo, un factor importante en la manera en que cada uno de ellos tramitó el advenimiento de las instituciones republicanas y se enfrentó al porvenir de las mismas en suelo americano. |
[3] |
El Jefferson que nos interesa en este artículo es el Jefferson defensor de que cada generación tiene un derecho inalienable a elaborar sus propias leyes y Constitución y el que, en obras como las «Notas sobre Virginia», defiende una economía política antimoderna vinculada con el estadio agrícola del desarrollo social y opuesta al estadio comercial. Economía política situada entre las primitivas sociedades de cazadores-recolectores y las corruptas y sofisticadas sociedades europeas de finales del xviii. Como veremos, Madison disentirá respecto del primer punto, pero coincidirá con Jefferson en la apreciación de granjeros y agricultores independientes como el sustento moral del Gobierno republicano. Esta coincidencia, y las implicaciones políticas que se desprenden de la misma (fe en un Gobierno del pueblo virtuoso, activo y vigilante), ayudarían a entender, aparte de la amistad entre los dos estadistas, por qué ambos sumaron esfuerzos para fundar el partido republicano y combatir a los federalistas de Hamilton. |
[4] |
El Hamilton de los años noventa es el Hamilton secretario del Tesoro y autor de tres informes fundamentales en la definición de la arquitectura financiera, fiscal e industrial de los Estados Unidos: «Report on Public Credit» (enero, 1790), «Report on Manufactures» (enero, 1790) y «Report on a National Bank» (diciembre, 1790). El motivo concreto de la ruptura de Madison con Hamilton a partir de la polémica sobre «las leyes de extranjeros y de sedición» nos interesa menos que constatar cómo el Madison de los años noventa se situó en una línea política opuesta al proyecto modernizador del país contenido en aquellos tres informes. Desvelar el pensamiento histórico que subyace a esa línea, la diferente economía política de Madison respecto de la de Hamilton, constituye nuestro principal objetivo al tomar en consideración las relaciones entre ambos. |
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La importancia dada a Hume en este artículo no implica despreciar otras posibles influencias en el pensamiento de Madison, como la de Condorcet, sino ayudar a entender de qué manera Madison hace bascular su pensamiento histórico entre la audacia modernizadora de Hamilton y la suspicacia antimodernista de Jefferson. Tal inestable equilibrio puede explicarse a partir de qué Hume asume Madison y de qué Hume rechaza. Lo cual quedará claro según avance el artículo. |
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Esta sería la interpretación de Lance Banning, que, frente a Robert A. Dahl y Martin Diamond, presenta un Madison antes republicano que pluralista para el cual los intereses no debían multiplicarse en una república comercial extensa. Por el contrario, debían acomodarse a un diseño institucional muy precavido respecto de la amenaza que representaban dado su carácter negativo, parcial y potencialmente disgregador. La comunidad política republicana debía tener en cuenta a las facciones, pero regirse por principios más elevados que los intereses impulsores de las mismas. El «político práctico» no debía dar la espalda a las realidades del vicio y del interés, pero tampoco debía olvidarse de los principios e ideales constitutivos de la nación. Diamond, por el contrario, apunta que Madison y Hamilton trataron de organizar el Gobierno republicano «por medio de intereses rivales y opuestos» cuyo equilibrio pluralista supliría «la ausencia de móviles más altos» (Diamond, M. (2004). El Federalista. 1787-1788. En L. Strauss y J. Cropsey (comps.). Historia de la Filosofía política (pp. 619-639). México: FCE.2004: 637-638). |
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Una de las mejores introducciones al pastoralismo de Jefferson, a su visión idealizada del mundo rural y agrícola americano como el núcleo moral del Gobierno republicano, es la de Leo Marx (Marx, L. (1974). The Machine in the Garden. Technology and the Pastoral Idea in America. New York: Oxford University Press.1974). La tesis de Marx, que ha hecho época en los estudios sobre el pensamiento de Jefferson, postula que, para este, el mundo rural y agrícola no representa tanto un modo de subsistencia (agrarismo) como un paisaje (pastoralismo) que concentra el poder metafórico y simbólico de la vida buena. Estilo de vida identificado con hombres independientes, honestos, laboriosos y parsimoniosos. Hombres de virtud ajenos al espíritu codicioso y comercial y a las servidumbres salariales y políticas característicos de las grandes ciudades europeas de finales del XVIII. Ciudades insertas en un estadio avanzado del desarrollo social que, según Jefferson, de implantarse en su país, sumiría a este en una terrible espiral de corrupción capaz de disolver las instituciones republicanas. |
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Madison, Jefferson y Hamilton habían asimilado la teoría de los cuatro estadios (caza-recolección, pastoreo, agricultura, comercio) de la evolución histórica y social. Teoría de gran influencia en los medios ilustrados del xviii y que atribuyó a la economía política de la época su historicidad característica. Esta teoría resulta capital a fin de entender el debate entre los tres sobre qué modo de subsistencia era el adecuado para erigir, en las colonias independizadas de Gran Bretaña, el Gobierno republicano. Mientras los dos primeros se mostraron muy suspicaces respecto del último estadio de la evolución social (comercio, manufacturas, desarrollo urbano), el último lo asumió de una manera audaz y desprejuiciada. |
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No olvidemos, como es bien sabido, que la representación política estaba ligada, en la mente de Madison, a la elección de los mejores, a un cierto aristocratismo moral e intelectual y a la eficacia del proceso representativo para crear vínculos de lealtad y responsabilidad entre los representantes y los representados. Todo ello jugaría en contra de una democracia tumultuosa y demagógica como la de las repúblicas antiguas y a favor de la estabilidad institucional y el respeto de la Constitución. Que eran las señas de identidad de la nueva democracia representativa, lo que Madison llamaba «república». |
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Quizá las siguientes palabras de un pensador republicano como Rousseau capten de manera memorable e irrepetible el sentido de la aprensión de Madison y Jefferson a las implicaciones del proyecto modernizador de Hamilton y los federalistas: «El poder civil se ejerce de dos maneras, una legítima, por la autoridad, y otra abusiva, mediante las riquezas. Allí donde las riquezas dominan, el poder y la autoridad se hallan por lo general separados, puesto que los medios de adquirir la riqueza y los medios de acceder a la autoridad, no siendo los mismos, son raramente empleados por las mismas personas. En tal caso, el poder aparente se halla en manos de los magistrados, y el poder real en la de los ricos. Bajo un gobierno semejante todo marcha al son de las pasiones [...] Sucede entonces que el objeto de la codicia se divide: unos aspiran a la autoridad para vender su uso a los ricos y enriquecerse ellos mismos; otros se dirigen directamente a las riquezas, con las que están seguros de obtener un día el poder, ya sea comprando la autoridad o bien a sus depositarios [...] en tal caso resulta imposible evitar, en tanto un puñado de aventureros tengan a su alcance la fortuna y, gracias a ella, y por grados, el acceso a los cargos públicos, que un desencanto universal no termine apoderándose de la mayor parte de la nación y la suma en un estado de languidez» (Rousseau, J. J. (1988). Proyecto de Constitución para Córcega. Consideraciones sobre el Gobierno de Polonia y su proyecto de reforma. Madrid: Tecnos.Rousseau, 1988: 48-49). |
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John Adams decía que admiraba el gobierno mixto británico a pesar de su endémica corrupción. Hamilton, por su parte, decía que lo admiraba no a pesar, sino con su corrupción incluida. En la batalla entre federalistas y republicanos de los años noventa, representada por el agrio enfrentamiento entre Hamilton, secretario del Tesoro, y Jefferson, secretario de Estado, el federalista Hamilton se les aparecía a los republicanos como la encarnación de sus peores temores. Es decir, como la punta de lanza de un proyecto orientado a edificar la nueva nación a partir, y no en contra, del ejemplo británico. Una nación, por tanto, en la óptica republicana, dominada por un poder ejecutivo con un amplísimo margen de maniobra y sumida en un proceso de modernización económica destructor del virtuoso estilo de vida pastoral del pueblo americano. Lo que los republicanos vislumbraron en las huestes hamiltonianas fue, en definitiva, la sombra amenazante de un poder ejecutivo ajeno a los límites constitucionales y de una sociedad arrasada moralmente por las realidades de la nueva economía: grandes ciudades, manufacturas, trabajo asalariado, imperio del lujo y las modas, deuda pública, etcétera. En tales condiciones, los republicanos temían que la conjunción de un gobierno enérgico y unas masas trabajadoras dependientes abocase a la tiranía de unas élites devoradas por la ambición y la sed de riquezas. |
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La representación política permitiría evitar el carácter demagógico y tumultuoso de las repúblicas antiguas al llevar al poder a los mejores. La extensión territorial de una república grande impediría la formación de grupos de interés mayoritarios potencialmente despóticos. En este aspecto, Madison se apartaría de una larga tradición, en la que destacan Montesquieu y Rousseau, para la cual los gobiernos republicanos solo eran posibles en territorios reducidos. El federalismo dual permitiría equilibrar el poder de las instituciones centrales y locales y asegurar un margen suficiente de autonomía para ambas. |
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