RESUMEN
Este artículo trata la cuestión de la monarquía en el pensamiento de Carl Schmitt. El tema es abordado desde la perspectiva de la legitimidad política y constitucional. En el transcurso de la investigación se presentan algunas nociones schmittianas, como las de Estado moderno, poder constituyente e identidad y representación, que guardan directa vinculación con la cuestión analizada. Por último, el trabajo enfoca el objetivo específico propuesto, la monarquía, e intenta determinar la valoración que hace Schmitt de esa forma de Estado ante el giro epocal contemporáneo.
Palabras clave: Schmitt, Carl; monarquía; legitimidad;
ABSTRACT
This article approaches the question of monarchy in Carl Schmitt’s thought. The topic is addressed from the point of view of political and constitutional legitimacy. Furthermore, some notions relevant to the issue under analysis, including the modern State, constituent power, identity and representation, are considered. Finally, the study focuses on its main subject, the monarchy, and Schmitt’s evaluation of this form of State at the turning point of the contemporary epoch.
Keywords: Schmitt, Carl; monarchy; legitimacy;
SUMARIO
Es sabido que la obra de Carl Schmitt es vastísima: de hecho su aparición abarca un período que ocupa prácticamente todo el siglo xx. Por otra parte, el abanico de problemas sobre el que se ejerció su polémica crítica y sus agudos planteamientos resulta parejamente amplio. Por último, es dable reconocer en su obra la presencia de períodos, que corresponden a preocupaciones diversas y a veces hasta a perspectivas distintas respecto de los mismos problemas. Nada de lo que acaba de decirse constituye novedad alguna. Pero, con todo, vale la pena adelantarlo desde ya, con el fin de advertir que, para circunscribir este artículo a una extensión adecuada pero razonable, se abordará el objeto de estas líneas solo desde una de las preocupaciones teóricas fundamentales de Schmitt —la de la legitimidad política—, y que se tratará sobre todo a partir de algunas de las más relevantes obras de un período determinado de su producción iuspublicística y filosófico-política. Se trata de un período intelectual de proverbial fertilidad doctrinal, de aquel con el que tal vez más a menudo se asocie su figura de teórico del Estado y de la constitución. Nos referimos a la década 1921-1933, de la que nos alejaremos para incursionar en algunos otros escritos filosófico-político-jurídicos pertinentes de los años posteriores.
Pasemos ya a nuestro tema. De la madeja de cuestiones en él involucradas hemos escogido, según se ha dicho, la de la legitimidad como puerta de acceso en el específico problema de la monarquía como forma de Estado. Directa y específicamente, este problema se encuentra escasamente abordado en la copiosa bibliografía schmittiana; a este interés se le une el de constituir un significativo ejemplo de la conceptuación y valoración de las formas políticas por Carl Schmitt.
Para Schmitt, el término «legitimidad» designa los diversos sistemas y principios de justificación que garantizan el derecho a la guerra y la buena conciencia en el empleo del poder político[1]. Cuando se refiera específicamente a la legitimidad monárquica tradicional, observará que, en su afán por restaurar el orden legítimo, los personeros de la Santa Alianza no aspiraban a sancionar la justicia de una situación de poder meramente fáctica, sino la de un estado de cosas que se juzgaba como normal[2].
Ya en un sentido más general y complexivo, en otro lugar nuestro autor provee una caracterización lo suficientemente profunda como para citarla textualmente:
[...] pertenece además a toda expansión de poder —se manifieste o no, en lo fundamental, como económico— que aduzca una determinada justificación (Rechtfertigung). Necesita un principio de legitimidad, un completo inventario de conceptos jurídicos y fórmulas, de expresiones, de lemas que no solo son simulaciones «ideológicas»; y que sirve no solamente a fines propagandísticos, sino que no es más que un caso de aplicación de la simple verdad de que toda actividad del hombre es portadora de un carácter espiritual y de que también la Política, tanto una imperialista como cualquier otra Política históricamente plena de sentido, de ningún modo es según su naturaleza algo, por así decir, a-espiritual. En ningún momento de la historia de los hombres se ha carecido de tales justificaciones y principios de legitimidad […][3].
Por otra parte, la relevancia teórica y práctica que inviste la antinomia legalidad-legitimidad es, para Schmitt, sustantiva: ella representa nada menos que la manifestación actual del problema de la obediencia y de la resistencia al poder, desde el punto de vista del concepto del Derecho[4].
Una constitución es reconocida como legítima y no solo como un estado de cosas fáctico, comienza afirmando Schmitt, si el poder constituyente que decide su vigencia también es reconocido. Esto es, aclara, si la decisión que conforma la sustancia de la constitución emana del poder o autoridad de una unidad política existente, y que por el hecho de existir posee en su seno un sujeto de poder constituyente capaz de determinar el modo y forma de su existencia política. Es que norma alguna, acota Schmitt, estaría en condición de fundar algo de tal naturaleza: el peculiar y propio modo de la existencia política de un pueblo ni requiere ser legitimado, ni podría serlo. En síntesis, la constitución es válida por descansar en la decisión de conjunto del poder constituyente de la unidad política, y este, por su parte, encuentra su sentido en la misma existencia política, sin necesidad de sujetarse a la justificación de un principio (superior), ético o jurídico.
A partir de esta perspectiva existencial debe entenderse incluso la posibilidad de referirse con propiedad a la legitimidad de una constitución. Pues ello nunca podría comportar la subordinación deóntica de la constitución y, resolutivamente, de la decisión que la origina, a norma alguna —para el caso, a uno o a varios principios (normativos), mediante cuya conmensuración la decisión de conjunto adquiriría legitimidad—. La decisión del poder constituyente de la unidad política no admite justificación desde una norma supraordenada. Solo históricamente se descubren dos posibles sujetos del poder constituyente, a saber el príncipe o el pueblo, en relación a los cuales se reconocen dos modos (Arten) de legitimidad, el dinástico y el democrático. Y solo desde ese punto de vista histórico cabe lícitamente hablar de la legitimidad de una constitución, es decir, tomar distancia de la decisión existencial misma y medirla o ponerla en relación con un modelo; dicho de otra manera, no cabe disociar la decisión —en tanto acto de la voluntad que afirma su modo de existencia— de su justificación intrínseca, ni remitir esta a «principio de legitimidad», que validase o invalidase el acto constituyente. A lo sumo, concede nuestro autor, se podría considerar ilegítima para el principio dinástico a una constitución producida por el poder constituyente del pueblo, y a la inversa. Pero la constitución es (existe) y allí radica y queda como presupuesta su legitimidad. Es así como el acto del portador reconocido del poder constituyente resulta siempre, en sí mismo, legítimo[5].
Ahora bien, esta posición existencial-decisionista se ve acentuada enseguida. A propósito de un conocido fallo que, tras el colapso del régimen monárquico, reconocía el poder de los consejos de trabajadores y soldados —pues, decía el fallo, «la juridicidad de su fundamentación no un es elemento esencial del poder del Estado»—, Schmitt sostiene que no es dable hablar de la legitimidad de un Estado ni del poder del Estado. Ello porque la unidad política de un pueblo existe, precisamente, en la esfera de lo político y su existencia no es pasible de un juicio sobre su justificación, juridicidad o legitimidad. Ha reiterado aquí el valor per se que inviste la existencia política comunitaria. Pero a continuación agrega que Estado y poder del Estado son la misma cosa, ya que el uno no existe sin el otro. De donde se sigue que el poder constituyente —entendido como el concreto modo de existencia política, es decir, como la constitución en sentido positivo— tampoco es pasible de ser juzgado según principios normativos de legitimidad. Toda la cuestión de la legitimidad constitucional, reitera Schmitt, se halla anclada en su vinculación con el poder constituyente[6].
Lo expresado hasta aquí invalida a fortiori la licitud de anclar la legitimidad de una constitución en su adecuación a leyes constitucionales (Verfassungsgesetze) vigentes con anterioridad. Va de suyo que no podrá aceptarse la calificación de «legítima» o de «ilegítima» para una nueva constitución con fundamento en su coincidencia o no con los procedimientos establecidos en la constitución anteriormente vigente para la reforma constitucional. De allí el «absoluto sinsentido o la del todo vacía banalidad» de hablar de la «legitimidad de una constitución». Pretender subordinar el acto constituyente en vigor a previsiones normativas ya no vigentes no amerita pasar de ser un divertimento conceptual originado en la necesidad de normativizar la vida política.
En este punto se debe tener presente la clara distinción establecida por Schmitt entre constitución (en sentido positivo) y ley constitucional[7]. La constitución surge de un acto del poder constituyente y comprende una decisión de conjunto que precisamente constituye el modo concreto de existencia política. Esta decisión consciente[8] presupone y no funda a la unidad política, y el portador del poder constituyente tendría la facultad y la capacidad de darle nuevas formas sin que esa unidad política desapareciera. La constitución, pues, no es algo absoluto, y resultaría absurdo y carente de sentido afirmarla como dándose a sí misma, en la medida en que pende de una voluntad constituyente previa. La distinción entre el plexo de disposiciones legal-constitucionales particulares se apoya en que la esencia de una constitución no se contiene en una norma o normas, ya que a cada constitución le precede la decisión de un sujeto constituyente (portador del pouvoir constituant[9] ), que en la democracia es el pueblo y en la auténtica monarquía el príncipe, subraya Schmitt. Así pues, frente a la decisión existencial toda regulación normativa aparece como secundaria y relativa[10]. Es que toda unidad política radica su valor y su título para la existencia (Existenzberechtigung) no en la rectitud de normas, sino en su existencia misma. El principio o postulado schmittiano reza que todo lo que existe como magnitud política (así remarcado) es, jurídicamente considerado, digno de que exista, y de allí que el derecho a la supervivencia sea el presupuesto basal de toda deliberación política[11].
Nótese, dicho sea de paso, la fertilidad teórica e interés polémico de esta concepción de la realidad constitucional. Ante todo, ella representa la primera refutación —por lo menos la primera planteada como cuerpo de doctrina en sede político-jurídica— de la identificación liberal-racionalista entre la constitución entendida según los cánones del constitucionalismo (el «concepto ideal del Estado de Derecho burgués») y la constitución ut sic[12]. Pero, además, debe remarcarse que esta constitución en sentido positivo no consiste en la positividad inveterada de la tradición y del derecho público histórico, sino en el contenido de un acto de voluntad del portador del poder constituyente, por sí mismo o a través de sus representantes[13].
La legitimidad dinástica descansa en la autoridad del monarca. Precisamente como un hombre individual, aislado, no alcanzaría a cumplir el papel de portador del poder constituyente, será la dinastía, como continuidad y permanencia en el tiempo de la familia, el sujeto (portador: Träger) del poder constituyente.
Retomemos lo dicho supra respecto del carácter existencial de la decisión constituyente, aplicándolo a esta específica forma de Estado. El principio de representación, sobre el que se asienta la monarquía como forma de Estado, aparece mostrado con acuidad por Schmitt en la comparación entre las «auténticas» monarquías (i. e., las absolutistas modernas prerrevolucionarias) y aquellas que apelaron al principio de legitimidad, en el siglo xix, tras las convulsiones revolucionarias anteriores. Estas últimas son «no un tipo de monarquía, sino un caso de la legitimidad», afirma Schmitt[14]. ¿Qué significa esto? Pues que las decimonónicas (parcialmente, por lo menos), en competencia con el nuevo principio político formal de la identidad y con el correspondiente nuevo sujeto del poder constituyente —el pueblo o la nación—, apelaron teorética e idealmente al principio de la legitimidad, esto es, a un fundamento normativo. Y al hacerlo perdieron su carácter representativo. En efecto, la monarquía manifestó su existencia política más intensa en tiempos de la monarquía absoluta y esta, precisamente, se consideró legibus soluta, es decir, renunció a derivar su justificación de una norma y a presentarse como monarquía legítima[15]. Dado que en la realidad histórica —y para la doctrina misma de Schmitt[16]— la calificación de legibus soluta para la monarquía del ancien régime no puede hacerse sin distinciones importantes (véase infra III.2), creemos que lo que queda en pie de esta negativa a sostener la forma política de la monarquía en la legitimidad radica, desde el punto de vista sistemático de su pensamiento, en la coherencia con su afirmación del primado existencial sobre el normativo; en concreto, el valor explicativo de esa concepción respecto de la monarquía estriba en que, efectivamente, a la monarquía de la restauración ya no le bastaba con su autoafirmación, sino que, ante la concurrencia y el desafío del principio de soberanía del pueblo, necesitaba recurrir al auxilio de una norma suprema de justificación. Por lo demás, su situación ante el embate revolucionario era defensiva; así como era de difícil asimilación, para una institución familiar y hereditaria, la asunción de la idea de poder constituyente amorfo capaz de instaurar toda forma posible[17]. Contrariamente, libre de una crisis cosmovisional como la de los siglos xix y xx, la monarquía del siglo xvii no necesitaba ser legítima. «Era», y con eso afirmaba su posición histórico-espiritual incontestada —y además durante una época, la modernidad, en la que no se ha admitido sino una forma de régimen como justa[18].
Por su parte, la legitimidad democrática se basa en la idea de que el Estado es la unidad política del pueblo —el estatus político de un pueblo, al decir de Schmitt—, el cual determinará libremente el modo y forma de su existencia política. Mas el pueblo no está obligado a sujetar su voluntad a procedimiento alguno. Es usual que se asocie la expresión de la voluntad democrática del pueblo con algunos métodos, como el plebiscito o la elección de constituyentes. Pero dicha asociación no debe llevar a resolver el tipo democrático de una constitución en un proceso particular de manifestación de la voluntad del pueblo y a negar carácter democrático a la constitución que no cumpla con ese requisito, mucho menos si el método en cuestión es el del voto individual y secreto (de hecho, Schmitt plantea una crítica de principio a ese sistema de elección de representantes). Por lo demás, también el consenso tácito y la participación en la vida pública como lo establece la constitución manifiestan modos auténticamente democráticos de aprobación y expresión de la voluntad constituyente del pueblo. En ese sentido, bajo la perspectiva del consenso —incluso tácito— del pueblo a un determinado modo de existencia política, toda constitución posible podría reclamar para sí carácter democrático[19].
Aquí resulta pertinente introducir una consideración que vincula el tema de los tipos de legitimidad constitucional con otro de los grandes núcleos doctrinales en él implícitos, el de poder constituyente, y que lo vincula resaltando el carácter existencial de ambas nociones. No hay un título jurídico (rechtlicher Titel) que fundamente la posesión del poder constituyente por su portador. Si un monarca declina voluntariamente su pouvoir y con ello reconoce el poder constituyente del pueblo, este no se fundamentará en un título consistente en la renuncia del rey sino que su fundamento de validez estribará en su propia existencia como magnitud política[20].
A la hora de entender desde Schmitt las formas de organización política en función del decurso histórico-espiritual de la cultura occidental, resulta por demás ilustrativo traer a colación la doctrina de nuestro autor sobre los tipos de Estado (Staatsarten)[21].
Schmitt distingue cuatro clases o tipos de Estado, a saber, el Estado legislativo (Gesetzgebungstaat, propio del racionalismo normativista del constitucionalismo liberal), el Estado gubernativo (Regierungsstaat), fundado en el pathos de la majestas del príncipe absoluto —el Estado típico de los siglos xvii y xviii—; el Estado administrativo (Verwaltungsstaat), omnipresente y planificador, con la necesidad existencial de atender constantemente finalidades concretas mediante medidas particulares —cuyo espíritu no se circunscribe al modelo llamado totalitario sino que permea axialmente la vida política contemporánea[22]—; y por último el Estado jurisdiccional (Jurisdiktionsstaat), propio de la Edad Media europea. Al contrario del vacío formalismo del Estado positivista liberal —que puede dar fuerza de ley a cualquier contenido— y al contrario del carácter revolucionario del Estado administrativo, el Estado jurisdiccional es conservador, se funda en los derechos adquiridos, y juzga en nombre del derecho y de la justicia, sin la mediación de leyes generales puestas por poderes legiferantes. Es predominante en épocas de concepciones jurídicas estables, en las que la institución jurisdiccional aparece como custodia de un derecho supraordenado respecto del Estado, cuyo orden dimana del aquel. Se trata de una forma de Estado de derecho que en muchos respectos se halla en las antípodas del Estado de derecho liberal. Ahora bien, aun cuando en la Edad Media hayan coexistido monarquías con gobiernos republicanos, el reino medieval, como se expondrá infra (VI.2), realizaba deficientemente la forma política monárquica y su principio propio, la representación. Por el contrario, el Estado monárquico por antonomasia es el de la Edad Moderna. Se trata del Estado gubernativo, poseedor de un pathos específico, el gran pathos de gloire et honneur, reflejado y confirmado por las denominaciones que investían al príncipe absoluto y a su entorno: majestas, splendor, excellentia, eminentia, honor y gloria. Ese príncipe es el representante del Estado sobre el que reina, del Estado monárquico en sentido propio.
Hemos visto a Schmitt utilizar el nombre de «Estado» para referirse a las distintas formas políticas y jurídicas manifestadas en occidente desde el Medievo. Sin embargo, ha sido un tópico schmittiano el de la delimitación de un tipo peculiar de realidad política que se consolida a partir del siglo xvi, y el de la correspondiente denominación de esa realidad epocal con el término de marras.
En efecto, en la modernidad, con Los seis libros de la república, de Bodin, aparece el Estado (Staat), en el cual se identifica, interpreta Schmitt, precisamente el estatus de un pueblo[23]. Este estado (estatus) político se impone sobre el estatus de los estamentos y de la Iglesia y los relativiza, y así deviene Estado en sentido absoluto. La soberanía adquiere la precisa función de superar la legitimidad del statu quo feudal y estamental propio de la sociedad medieval. El príncipe, ahora legibus solutus, podrá dejar de tener en cuenta la intangibilidad de los derechos legítimos (legitime Forderungen) a la hora de decidir apelando a razones políticas[24]. En ese sentido, la doctrina medieval de la constitución estamental se oponía a la idea moderna de una representación de la unidad política por el soberano, en la medida en que residía en un pacto o acuerdo (Vertrag, Vereinbarung) entre el monarca y los señores feudales.
Cabe acotar que este absolutismo de la monarquía moderna señalado —y reivindicado, sin duda— por Schmitt se refiere a la libertad decisoria del munus del príncipe respecto de otras instancias sociales (Iglesia, estamentos) en la línea en que lo había sostenido Bodin, precisamente. Se trata del absolutismo en el Estado (im Staat). Pero no se identifica con la preconización de la ausencia de principios de rectitud que midan la voluntad del príncipe a la hora de gobernar (aquí también en línea con Bodin, quien sujetaba el poder del rey a la ley de Dios, la ley natural y las leyes fundamentales del reino). Este fue llamado por Schmitt absolutismo del Estado (des Staats). En efecto, respecto de la ausencia de un absolutismo axionormativo en los monarcas del ancien régime —si se lo compara con su presencia en la volonté générale rousseauniana— debe retenerse el significativo juicio de Schmitt en la introducción a la 2ª edición de Die geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus (1926), que se remite a Pufendorff, según quien allí donde, como en la democracia, quien manda es el mismo que obedece, puede el soberano cambiar a su antojo la constitución y las leyes; mientras que donde unos mandan y otros obedecen (monarquía o aristocracia) es posible alcanzar un pacto recíproco y, con ello, la limitación del poder (Beschränkung der Staatsgewalt)[25]. Este juicio de nuestro autor sobre uno de los fundamentos axiales de la peculiar forma de Estado democrático que ha sucedido al dinástico se ve ilustrado por otras afirmaciones. Así, en Die Diktatur constata Schmitt: «La volonté générale es elevada a la dignidad divina y anula toda voluntad individual y todo interés individual […] La pregunta por los derechos inalienables de los individuos y por una esfera de libertad sustraída a la injerencia de la volonté générale, pues, ya no puede ser planteada»[26]. Sobre este álgido tema, que interesa a la concreta justipreciación del decisionismo schmittiano, debe remitirse a su sintética y medular entrada Absolutismus (1926), donde distingue ambas formas del fenómeno y concluye con el juicio de la teología moral católica sobre el problema[27]. Si no se tienen en cuenta estas distinciones no hay modo de comprender la acerba crítica de Schmitt al relativismo axiológico liberal y a su pretensión de haber superado el problema de la tiranía de ejercicio[28].
El tratamiento de la legitimidad constitucional es insertado por Schmitt dentro del contexto más amplio de su doctrina del poder constituyente, que la funda. Trataremos de espigar en la noción de poder constituyente, central en el pensamiento constitucional de Schmitt, solo los aspectos especialmente referidos a la legitimidad.
El poder constituyente es la voluntad política cuyo poder o autoridad (Schmitt no cree necesario distinguir ambos conceptos aquí) es capaz de tomar la decisión de conjunto sobre el modo y forma de la propia existencia política. Comparecen en este lugar los ya mencionados posicionamientos del autor sobre el carácter existencial de la dimensión constituyente: el término voluntad, precisamente, expresa un fundamento de validez de tal naturaleza, opuesto a cualquier dependencia de una rectitud abstracta o normativa.
La cuestión del portador del poder constituyente reviste interés para nuestro tema, toda vez que la diversidad de sujetos constituyentes implicará las dos alternativas de tipos legítimos de constitución. Según Schmitt, el Medievo señaló a Dios como único poseedor de una potestad constituyente, pues el efato paulino non est enim potestas nisi a Deo (Rom., 13) significaría la (monopólica) subjetividad constituyente de Dios. No cabe dejar de cuestionar por nuestra parte el acierto de esta exégesis schmittiana y de la interpretación histórico-doctrinal subsecuente. En efecto, el dictum paulino se refiere a la potestad en tanto tal, no a las distintas formas de régimen («formas de existencia política»), ni mucho menos a los titulares individuales del poder político[29].
En la modernidad, tal como hemos visto, los príncipes del ancien régime fueron sujetos del poder constituyente; pero, como también hemos visto, la idea de una decisión libre y total sobre el modo de existencia política debía resultar ajena a una concepción como la de los príncipes cristianos, quienes, a pesar de los embates del iluminismo, seguían adhiriendo a los principios de un orden teológicamente fundado[30]. Ni siquiera todavía con la revolución norteamericana aparece clara la idea de una decisión radical, en la medida en que el nuevo orden institucional se implantaba en Estados también recién fundados. Recién aparecerá con la Revolución francesa, en la que el pueblo (o la nación) asume en sus manos su existencia política con plena consciencia su destino y toma una decisión libre sobre ella[31]. Y lo hace en un Estado cuya continuidad como unidad política venía de antaño y duraría en lo futuro; es decir, la decisión corta aquí en dos la historia del Estado.
La doctrina del poder constituyente, por su parte, entronca con los politische Formprinzipien, con los principios políticos que animan la forma del Estado: identidad y representación. Es lo que veremos a continuación.
La pregunta por el poder constituyente se responde por una alternativa excluyente: o bien tal poder lo ejerce el pueblo como una unidad capaz de actuar políticamente en su consciente identidad consigo mismo, o bien lo ejerce el príncipe como representante de la unidad política[32]. No hay Estado sin una combinación de ambos principios de conformación de su concreta forma política, ya que no puede darse un Estado sin pueblo ni un pueblo políticamente organizado que no sea en alguna medida representado, pues su unidad se disolvería en la multiplicidad. Se trata, así, de dos puntos de orientación, perfila Schmitt, que no se excluyen, y de los cuales uno u otro predomina sin eliminar a su opuesto. La representación implica el ámbito público, y este supone al pueblo en su existencia política[33]. Por ello representación no se confunde con representación de intereses (Vertretung), mandato (Auftrag), comisión (Kommission), gestión de negocios (Geschäftsführung), todos conceptos del derecho privado o de la economía. No se trata de una realidad normativa, sino por el contrario existencial: un ser que no es visible (como algo uno) resulta visible a través de la representación, que lo hace presente (vergegenwärtigt). No se representa algo nimio, despreciable o muerto: la peculiaridad de la representación implica que la unidad política del pueblo posee un modo de ser más alto y peraltado, más intensivo, que un mero grupo de hombres cualquiera, y por ello es capaz de ser elevado a la órbita de lo público, a una existencia cuya dignidad explica los términos de «alteza», «majestad», «honor» con los que suele investirse la representación. Lo representado es la unidad política del pueblo, y el representante concreta y presenta (darstellt) el principio espiritual de la existencia política[34]. Un auténtico gobierno representa (repräsentiert) esa dimensión valiosa de la unidad política, y de allí que resulte esencialmente diverso de la jefatura de una banda de ladrones[35]. Sin desmedro de la relevancia de la representación, toda forma de Estado se deja reconducir a los principios político-formales, identidad o representación, que fundan, respectivamente, las formas democrática y monárquica de Estado.
Es el gobierno (Regierung), entonces, el que, como factor de conducción independiente, representa. Por ello el príncipe absoluto, afirma Schmitt, es el representante único del Estado: «l’État, c’est moi»[36]. El Estado del príncipe absoluto de la modernidad enarbola en tal sentido el ideal de una constitución pura, i.e., monárquicamente pura, impuesta tras haber hecho retroceder a la forma mixta típica del Medievo, aquella —sostiene Schmitt— preconizada por santo Tomás (S. Th., I-IIª, 105, 1) y efectivizada por la constitución monárquico-estamental[37].
La Revolución francesa conmovió más al mundo tradicional, políticamente asentado en la legitimidad dinástica, a través de la acción militar napoleónica, que se expandió a lo largo de toda Europa, que por el influjo ideológico de sus principios. Precisamente hacia 1812, en plena ebullición de la resistencia antinapoleónica, Schmitt registra la coexistencia de «legitimidades» (en plural), siendo que el término suele usarse en singular, y que durante el siglo anterior había sido reservado a un tipo específico de legitimidad: la dinástica. Nuestro autor utiliza dicha expresión para plantear un rápido panorama de la situación político-militar en la que actuaba Clausewitz en ese momento, el cual en este lugar es útil a los efectos de completar la perspectiva histórico-nocional de Schmitt sobre la monarquía y su fundamento propio, en la situación histórico-espiritual en la que todavía conservaba —aunque contestada— fuerte vigencia.
En ese enfrentamiento crucial de los reinos e Imperios del centro y del este de Europa contra las huestes napoleónicas dirigidas por su invicto jefe, soberanos como el emperador de Austria habían echado mano del recurso de suscitar una combinación del principio dinástico de legitimidad —por él encarnado— con el principio nacional, de modo de crear un precipitado espiritual capaz de abroquelar las conciencias de los súbditos contra el imparable enemigo. Ese potenciamiento de fuerzas, conjuntamente nacional-populares y tradicionales, por la vía de la conjunción de «legitimidades contrarias», también fue arbitrado por los jefes prusianos que acometieron la reforma de su ejército —no sin que esto dejara de generar resquemores en el propio rey de Prusia, cuyo basamento legitimante se veía, así, de alguna manera cuestionado indirectamente—. Como si tal escenario no hubiera sido, en lo que a legitimidad concierne, lo bastante confuso, vino a agregarse además la «neolegitimidad» de Napoleón y sus familiares —impuestos manu militari por el Corso en varios tronos de Europa—. La legitimidad napoleónica, que hoy se calificaría de carismática, pretendió forjarse a través de guerras exitosas, alianzas matrimoniales, tratados y federaciones internacionales. Son tiempos, describe Schmitt, de «abierta colisión y de encubierta colusión de legitimidades», propicios para el surgimiento de traiciones de toda laya, y en los que algunos príncipes investidos de la antigua legitimidad, tales los borbones españoles Carlos IV y Fernando VII, representarán un papel que hasta sus mismos defensores (por ejemplo, Chateaubriand) no podrán sino juzgar de «miserable», como estampa Carl Schmitt[38].
Hemos ya visto la impugnación de Schmitt al intento de sustentar la validez de una forma de Estado en una norma (Cristi, R. (2008). La lección de Schmitt: poder constituyente, soberanía y principio monárquico. Revista de Ciencia Política, 28 (2), 17-31.principio) de legitimidad, y el extrañamiento que recaía sobre la monarquía legítima como auténtica forma de monarquía. Ella es propia, especialmente, de la llamada Restauración postnapoleónica. Se trata de una circunstancia epocal de tránsito, casi de un claroscuro político, en el que los principios deben ser detectados y reconocidos a través de juicios particulares respecto de cada tipo de régimen, o incluso de cada régimen particular.
Yacía una intrínseca contradicción, apunta Schmitt —y aquí encontramos un claroscuro histórico—, en la pretensión de las monarquías posrevolucionarias de referirse a la constitución como a un pacto (Vertrag) con los estados, o también de llamar acuerdo (Vereinbarung) (con los estamentos) a la constitución. Puntualmente la contradicción residía en esto: los representantes de los estamentos no podían ser considerados representantes de la unidad política, porque si así lo fueran tendrían facultades constituyentes que conspirarían contra la plenitudo potestatis del monarca. Desde el punto de vista de la representación, su función sería en cualquier caso representación de intereses, mas no representación del pueblo como un todo. Luego solo podía sea aceptada su condición de representantes de un estamento, y por él comisionados (como los diputados a los Estados Generales de 1789): Vertreter, no Repräsentante. Otra cosa habría puesto en tela de juicio la función representativa del monarca, como representante del reino, en favor de un parlamento.
Así pues, en la lucha política entablada en el siglo xix el uso de la terminología medieval provocaba confusión, pues el monarca moderno posee la plenitudo potestatis (en principio indivisible e ilimitada) y si sanciona una nueva constitución —como ocurrió en tiempos de la Restauración— lo hace desde su condición de sujeto total del poder constituyente, que posee de modo exclusivo y «absorbente»[39]. Por ende tal «carta» no es acordada ni pactada con los estamentos, sino a ellos dictada, impuesta (erläßt, oktroyiert): no es un pacto sino una ley (Gesetz) del monarca[40].
En este contexto histórico-espiritual se observa en el seno de Alemania un caso jurídico-político peculiar, el de la monarquía constitucional vigente hasta 1918[41]. Esta, recuerda Schmitt con von Seydel, debe diferenciarse de la monarquía parlamentaria —la cual consiste más en una forma de gobierno que en una forma de Estado, en la que el poder constituyente reside en el pueblo y en la que el monarca ya no es el representante de la unidad política—. Por el contrario, la monarquía prusiana, y luego la del II Reich, no reconoce la soberanía del pueblo y no abandona la posesión del poder constituyente, por más que contemporáneamente se hablara de «soberanía de la constitución», expresión propia del universo ficcional del liberalismo (una constitución como «caída del cielo»). En tal estado de cosas era dable velar la real situación de poder mientras no se produjese una crisis interna o externa, con la consiguiente necesidad de una decisión (del poder soberano: aquí, el del monarca)[42]. Todo lo cual no quitaba que el monarca buscara un entendimiento, deliberara y consensuara la constitución con los estamentos y sus Vertreter. Sea como fuere, la decisión final la tomaría el monarca, quien ejercía el poder constituyente[43]. Pero Schmitt agrega que, en esa circunstancia histórica, de modo poco claro se había cedido a compromisos y concesiones a las ideas democráticas de la hora, dejando en un cono de sombra la determinación explícita del sujeto del poder constituyente. Para la teoría vigente se trataba de un dualismo aparente, llamado a resolverse, cuando fuera necesario, en favor del representante de la unidad política, el monarca[44].
Esta peculiaridad de la monarquía prusiana e imperial (del II Reich) fue defendida por Fr. von Stahl: la monarquía constitucional (konstitutionelle Monarchie) se distingue de la parlamentarische Monarchie inglesa o belga en que en la primera el principio monárquico sigue vigente y el rey o emperador tiene en sus manos poder efectivo y verdadero, potestas. Se trataría, así, de una combinación de elementos del Estado de derecho liberal-burgués con la forma política de la monarquía, en la medida en que el monarca constituía un factor autónomo distintivo del poder del Estado, al decir del propio teórico del Estado prusiano. La oposición principial, aquella que se da entre los politische Formprinzipien, se dirime, pues, a favor de la monarquía y de su principio formal, la representación[45]. Sin embargo, se perciben ya los claroscuros propios de un estadio histórico-espiritual de tránsito. Un texto de Schmitt posterior en una década a Verfassungslehre tematizará este período de la historia de la política alemana —es decir, del ámbito que justamente más inmune se había mostrado al liberalismo decimonónico—, y ayudará a entender la valoración histórico-existencial de nuestro autor sobre la monarquía.
En un acápite de «Neutralität und Neutralisierungen» (1939)[46] Schmitt enfoca la cuestión de la realidad constitucional prusiana y sobre todo imperial a partir de 1871, acentuando su contraste con la teoría de la «monarquía constitucional». El proceso de neutralización del poder debía conducir, plantea Schmitt, a la trasmutación del príncipe absoluto moderno en un jefe de Estado, separado de la conducción política, en un «pouvoir neutre» indiferente a la lucha política entre el gobierno y la oposición parlamentaria. Como pasivo jefe de Estado, «le roi règne mais ne gouverne pas». El pensamiento constitucional alemán, en particular el prusiano, intentó sustraerse a las consecuencias de este proceso y delineó la antedicha posición antiliberal; sin embargo, para Schmitt esta elaboración de von Stahl no pasaba de ser una fórmula de compromiso, que en los hechos comportaría un tránsito hacia la completa parlamentarización del Estado. De hecho, este «esquema conceptual» no se ajustaba a las efectivas conductas e ideas del emperador del II Reich y velaba la realidad política del Imperio. Para Schmitt esa neutralización no alcanzó el mismo grado en Prusia —donde el ejército y la administración obedecían directamente al monarca—, si bien a la postre terminó influyendo también en ese reino, cuyo soberano era el propio emperador y donde había surgido la teoría de la monarquía constitucional como alternativa al sistema parlamentario. No entraremos aquí en las referencias históricas concretas de Schmitt sobre la acción de Bismarck (el canciller que realmente gobernaba), Guillermo I (quien renunció a ejercer un papel activo en el gobierno) y Guillermo II (quien no consiguió, a pesar de sus esfuerzos, adecuar su conducta a la teoría oficial de un monarca al timón del Estado —pero sí, en cambio, concitó la oposición de todos los sectores políticos contestes en impedirle gobernar en forma personal—). En síntesis, concluye Schmitt, la realidad de la construcción del gobierno del Imperio solo ofrecía la alternativa entre poder neutral y régimen parlamentario, mas no entre un monarca activamente gobernante y un gobierno parlamentario[47].
En la introducción a la segunda edición de Die geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus (supra citada) Schmitt juzga y constata que así como hay épocas de gran impulso, así también hay tiempos de quietud en los que predomina un statu quo huérfano de ideas. La época de la monarquía ha de concluir cuando el sentido del principio monárquico del honor (Ehre) ceda el lugar a reyes burgueses que miran la utilidad y la conveniencia en lugar de la unción sagrada (Weihe)[48]. En esos tiempos de ocaso, la parafernalia exterior de la forma del Estado dinástico puede sobrevivir, pero la hora de la monarquía ha pasado. Entonces, en los hechos políticos, solo resta que hombres u organizaciones se muestren más útiles que los reyes para que la monarquía desaparezca. Pero la razón axial del hundimiento es una profunda determinante histórico-espiritual: la convicción que la sostiene (sostenía…) ya es cosa del pasado[49].
Como hemos visto, la monarquía se sustenta en el principio de la representación de la unidad política. Ahora bien, además de ese principio, Schmitt descubre presentes en la experiencia histórica una serie de fundamentaciones o justificaciones de finalidad práctica o teórica, las cuales pueden reconducirse a varios tipos claramente reconocibles[50].
La primera de ellas es la fundamentación religiosa. Se trata de la concepción del rey como imagen de Dios. La institución real y el poder del monarca vienen de Dios («por gracia de Dios»), esto es, su autoridad no se basa en la consagración eclesial o en el consenso del pueblo. El rey rige el reino análogamente a como Dios rige el mundo. Esta impronta sobrenatural de la monarquía se ha manifestado en la Edad Media y en la modernidad en la atribución de cualidades extraordinarias, incluso físicas, a los reyes, como lo atestigua la bien estudiada propiedad salutífera (taumatúrgica) de la imposición de las manos del rey sobre los enfermos, cuya práctica se conservó hasta 1825 en Francia. Esta fundamentación religiosa dará lugar, ya en el siglo xix, a concepciones de corte historicista o irracionalista (entre las cuales se hallaría la de de Bonald: «Un Dios, un Rey, un padre»), o se vincularán con posiciones tradicionalistas o legitimistas (aquí Schmitt cita el ejemplo de F. von Stahl). En vinculación con la fundamentación teológica aparece la concepción paternalista: la monarquía se basa entonces en el orden y la jerarquía familiares, y el rey es como un padre que rige una gran familia. Aquí se pueden aducir los ejemplos de las doctrinas patriarcalistas modernas de Bossuet (Politique tirée de l’Écriture) y de Filmer (Patriarcha).
Otros tipos de representación monárquica son para Schmitt menos específicos, en el sentido de que no proveen un argumento característico y propio de fundamentación que conduzca a apoyar el gobierno de uno solo. Así el patrimonial, en el que el rey aparece como poseedor de una riqueza y un poder económico excepcionales, como el gran propietario del país. Esta situación puede aportar, en el plano del poder efectivo, una base de sustentación cierta a la posición del monarca, pero en ella no reside un principio de fundamentación político-monárquico, pues toda superioridad económica da lugar a alguna preeminencia social. Tampoco la monarquía feudal ostenta un principio distintivo, toda vez que la figura del caudillo de un séquito —que expone su vida por él y al que, como contrapartida, el caudillo protege y sostiene— no constituye, por sí misma, una forma de jefatura que justifique a la monarquía, si no posee también vinculación con una sanción sagrada o con una preeminencia patrimonial, apunta Schmitt.
La fundamentación ideal de la monarquía resulta aun menos sostenible desde otros tipos históricos, como el de la monarquía funcionarial-burocrática (Beamtenmonarchie), en la que el rey aparece a la cabeza de una organización burocrática, pero en la que el sentido de la monarquía se encontrará siempre ligado a representaciones tradicionales, que necesariamente exceden a la figura burocrática de un primer magistrado. Por último la monarquía cesarística, de base plebiscitaria, no pasa de ser una dictadura democráticamente fundamentada (legitimada), como se dio en el caso de Bonaparte.
Estos seis tipos de monarquía, atendiendo a su eje de fundamentación, componen en variadas proporciones los distintos casos empírico-históricos de régimen real; cada uno de ellos resulta así, en general, de una concreta combinación de esos tipos. En este lugar Schmitt retoma y aplica un criterio clave de su concepción de la legitimidad política, que permite dirimir las distintas formas políticas a partir de los principios que las sustentan. Lo hace a propósito del tipo cesarístico, que ya se desliza hacia la fundamentación democrática. En efecto, un régimen monárquico resulta, en sí mismo, inconciliable con la fundamentación propia de la democracia, pues la base ideal de un tipo de régimen no puede constituirse en fundamento legitimante de otro. En tal sentido, un monarca en funciones no podría trocar su legitimidad dinástica por otra plebiscitaria, so pena de renunciar a la naturaleza monárquica de su régimen. De allí que —ejemplifica Schmitt—, cualesquiera hubiesen sido las dotes carismáticas de Luis XVI, nunca el príncipe de la dinastía reinante habría podido devenir un dictador plebiscitado —y seguir siendo rey (legítimo).
En otro orden, resulta de peculiar relevancia el juicio de Schmitt sobre el valor político de las justificaciones de la monarquía hasta aquí espigadas. Ya se ha visto que los cuatro últimos tipos de justificación (patrimonial, feudal, burocrática y cesarística) no constituían fundamentos de una especificidad comparable al de la imagen de Dios (justificación teocrática) o al de la función del padre (justificación patriarcal). Ahora bien, estas dos últimas, con ser aquellas que intrínsecamente encierran una genuina fundamentación monárquica, no revisten, sin embargo, para Schmitt sentido específicamente político. En efecto, afirma Schmitt, cuando comparece la representación teológica, el pensamiento se dirige a Dios y a la visión del mundo, mas no a lo político. De igual manera, cuando la representación de la monarquía recala en la figura del padre, lo que se impone es un principio hereditario (propiamente, dinástico) que pone de relieve la realidad de una familia, y no la del Estado. Las argumentaciones quedan entonces condicionadas en su quicio, continúa Schmitt, por representaciones no-políticas. Así, la representación teológica, consecuentemente asumida, debería llevar a la afirmación de una monarquía universal —con lo cual la concepción específica y definitoriamente política, la de un mundo dividido en pueblos políticamente organizados (el «pluriverso» schmittiano) quedaría negada—. Parejamente, la familia consiste en una realidad fundada en el origen físico-biológico y en la comunidad doméstica, que, como tales, son ajenas a la esfera de lo público y no constituyen una dimensión política, como sí lo es un pueblo. Tales fundamentaciones, remata Schmitt, se dirigen a fundar la autoridad en general, mas no proveen la justificación del específico principio de una forma política[51].
Muy diferente aparece la justificación de la monarquía en el racionalismo dieciochesco de impronta iluminista. Es allí donde toma cuerpo la idea del rey como primer magistrado, como cabeza de un cuerpo de funcionarios. Se trata del monarca ilustrado, cuya justificación reside precisamente en su capacidad de ilustrar a sus súbditos, mas no en la sucesión dinástica ni en la legitimidad de la monarquía en sí misma. En el siglo xix se opera la transmutación de la monarquía en una mera forma de gobierno, y el rey deviene jefe del poder ejecutivo en un sistema de división de poderes. Alrededor de esta figura giran las reflexiones de Weber, en el sentido de que la más alta magistratura, al estar ya ocupada por un monarca hereditario, queda sustraída a la lucha política por el poder; así como la valoración del rey como pouvoir neutre en el Estado parlamentario, colocado por encima de los sectores en pugna como un elemento moderador. Schmitt aduce los ejemplos del «rey burgués» Luis Felipe de Orléans y de la constitución imperial del Brasil[52].
La monarquía parlamentaria, en sí misma, amerita un tratamiento más detenido. Ante todo, la teoría del Estado alemana distingue por principio, como se ha explicado, entre monarquía constitucional y parlamentaria (sobre esto véase supra VI.2). En este último caso, como también hemos visto, el principio monárquico que genera una forma de Estado y un tipo específico de legitimidad ha quedado soslayado. Ya en la Constitución belga de 1831, modelo histórico de este régimen en el continente, la conducción no reside en manos del rey, sino que depende de la coincidencia con las mayorías parlamentarias, con lo cual el monarca ha pasado a ser un elemento de contrapeso del sistema de equilibrio de poderes. Más allá de que este último provenga de los principios del Estado de derecho liberal-burgués, la forma del Estado —y su correspondiente principio de legitimidad— ya es la democrática. Dentro de ella, el monarca se inserta como parte de la organización del poder ejecutivo. La fórmula del régimen rezará «le roi règne mais il ne gouverne pas», la cual acentúa, señala Schmitt, la distinción entre auctoritas y potestas.
En medio de los análisis que Schmitt dedica a la doctrina de la monarquía y a sus diferentes tipos ideales de fundamentación aparece una observación a la que no cabe retacearle nada de su extraordinario valor político, tanto en el plano de la dilucidación teórica cuanto en el de la práxis concreta.
Refiriéndose a los partidarios políticos de la monarquía y a quienes, por razones de utilidad y de adecuación para servir a fines valiosos, reivindican su necesidad política, Schmitt expresa que toda defensa de la monarquía, sea que provenga desde el liberalismo (que la incluye como parte de la forma del Estado democrático en versión liberal-burguesa), sea que sintetice, como forma de Estado, el credo político de los tradicionalistas antiliberales (como Maurras), pende decisivamente de una condición: que la dinastía no se haya visto obligada a abandonar el poder y que haya continuado ininterrumpidamente la vigencia del régimen. Tal presupuesto, que se desprende de la experiencia histórica —pero que afecta asimismo el núcleo nocional mismo del régimen dinástico como modo de legitimidad[53]—, se identifica con la necesidad de que la Casa reinante haya permanecido por generaciones en el trono, aun cuando haya ido renunciando al ejercicio efectivo de su poder o lo haya dejado en manos de otros. Pero la ruptura en la continuidad dinástica arroja al rey en la lucha de los partidos, como cabeza de un partido (monárquico o legitimista), y convierte su causa en una causa más, en concurrencia con otras. Schmitt aduce aquí la enseñanza de Maquiavelo sobre la facilidad de conservar el trono en tiempos de paz, y con un príncipe honrado y respetado; y lo aciago de consolidar y defender un principado nuevo. «Si en la caída de una dinastía la cadena se rompe una vez, entonces fracasa toda justificación y argumento», estampa nuestro autor. Por ello no ha habido restauraciones exitosas: es el caso de los Estuardo en Inglaterra y de los Borbones en Francia —e incluso en parte de los Bonaparte—. Ni vale contra la democracia el reparo de Maurras, según el cual esos regímenes tienen la tendencia a acudir a fuerzas extranjeras para sostener su posición interna. Pues si esto se vio en las luchas políticas de los griegos y de las ciudades italianas, como ejemplifica Maurras, en la modernidad —replica Schmitt— no ha sido infrecuente el apoyo extranjero a los monarcas, como en el caso del rey de Francia con los Estuardo y de la Santa Alianza con los regímenes legitimistas. En conclusión, una fundamentación librada al puro punto de vista de la reivindicación de lo histórico deja a la monarquía sin su principio propio de sustentación; como todo en la Historia, también la monarquía surge y perece[54].
En un temprano escrito (1923), revelador sin duda de varias de las ideas fuerza y de los afectos doctrinales de Schmitt (por lo menos durante el período que estamos estudiando), «Die politische Theorie des Mythus», nuestro autor trata la controvertida y apasionante figura de Georges Sorel, un autor admirado por buena parte del arco revolucionario contemporáneo[55]. En ese escrito Schmitt plantea la contraposición entre dos grandes figuras que actuaron en torno de los sucesos de 1848, Proudhon y Donoso Cortés, este último una figura de honda y significativa presencia en su pensamiento. Es allí donde aparece una consideración schmittiana de raigambre histórica, a cuya importancia como juicio sobre una época se le une el hecho de la relevancia que adquiere en Schmitt lo histórico-espiritual como materia de los conceptos políticos mismos[56].
Refiriéndose al enfrentamiento entre socialismo y parlamentarismo, Schmitt reproduce la perspectiva soreliana: el ideal burgués del entendimiento pacífico, del negocio en que todos ceden un poco y ganan algo es rechazado por Sorel como excrecencia del intelectualismo cobarde. La dilación discutidora del parlamentarismo es la contracara del exaltado mito soreliano, y a ella se le oponía en 1848 un doble desafío: por el lado revolucionario, Proudhon; por el lado tradicional, el católico contrarrevolucionario Donoso. En este último la contienda adquiere dimensiones escatológicas, que no pueden ser reconocidas por el «liberalismo discutidor», para el que solo hay divergencias relativas accesibles a tratamiento parlamentario. «Llega el día de las negaciones radicales y de las afirmaciones soberanas», cita textualmente Schmitt a Donoso en castellano. Las preguntas radicales solo admiten respuestas decisivas, como las que da el socialismo, reconduciéndolas more theologico a los últimos problemas. Y es en la antítesis absoluta, así representada por el socialista radical, donde Donoso descubre al verdadero oponente, interpreta Schmitt[57]. Ahora bien, resulta sintomática la aparición en este contexto de un juicio lapidario sobre el sistema monárquico tradicional como eventual baluarte frente a la embestida revolucionaria: «el gran español se desesperaba frente a la tonta falta de ideas de los legitimistas», sentencia Schmitt. Por eso había llegado la hora de la dictadura[58].
Esta conclusión sobre la necesidad de la dictadura como respuesta de lo político frente a las amenazas economicistas convergentes de «los financistas norteamericanos, los técnicos industriales, los socialistas marxistas y los revolucionarios anarco-sindicalistas»[59], planteada a propósito del pensamiento de Donoso Cortés, presupone una valoración histórico-espiritual negativa sobre la viabilidad de la restauración, la cual a su vez se funda en la convicción donosiana, a buen seguro hecha propia por Schmitt, de que el tiempo de la legitimidad monárquica había pasado —en otros términos, de que la monarquía, como forma de Estado, había ya periclitado[60].
Cuando hablamos de «monarquía» en sede schmittiana nos estamos refiriendo ante todo a su forma más acabada, más auténticamente política (vgr. capaz de decisión política unitaria): es la monarquía del Estado moderno, en concreto el Regierungsstaat del príncipe absoluto (véase supra III.1). Precisamente en ese momento histórico (siglo xvii) el concepto de Dios se hallaba signado por la trascendencia y a esa visión teológica le correspondía la de un soberano colocado por encima del Estado. Por el contrario, en el siglo xix se asiste a la inmanentización de la visión de Dios y a la consiguiente absorción («identidad») del gobierno por el pueblo, de la soberanía por el ordenamiento jurídico y finalmente, en Kelsen, del Estado mismo por ese ordenamiento (he ahí la teología política schmittiana). A partir de tal proceso la negación ideológica de Dios adquirirá tanta fuerza entre las filas revolucionarias como la negación del poder y de la unidad del Estado. Consecuentemente se verifican dos momentos característicos en el pensamiento político decimonónico, a saber el alejamiento de toda representación teísta y trascendente y la conformación de un nuevo concepto de legitimidad. Pierde evidencia la noción tradicional de legitimidad y ese proceso no alcanza a ser detenido ni por las concepciones patrimoniales y iusprivatísticas de la restauración (Schmitt sin duda se refiere a las fundamentaciones que asientan la justificación del poder y del Estado en el derecho de familia, por ejemplo dinástico —véase supra VII.1) ni por el apego piadoso y sentimental al pasado. Como las ciencias naturales, la teoría del Estado deviene «positiva» y termina fundando todo poder, con los recursos más variados, en el poder constituyente del pueblo, que toma el lugar del principio monárquico de legitimidad. Es, pues, para Schmitt un hecho de la mayor significación el que un filósofo político católico, de los más destacados exponentes del pensamiento decisionista, precisamente Donoso, llegara a la conclusión, ante los sucesos de 1848, de que la época de la realeza había terminado porque ya no había más reyes —y, por ende, tampoco estaba vigente ya la noción tradicional de legitimidad[61].
Esta terminante apreciación comparece asimismo en otro texto de Politische Theologie, donde se pone el acento en el punto de partida del pensamiento contrarrevolucionario actual, el de la legitimidad (monárquica). Tan pronto queda a la luz que la hora de la monarquía ha llegado a su fin porque no hay más reyes y nadie querría ser rey sino por voluntad del pueblo, surge incontrastable en Donoso la decisión por la dictadura. El momento histórico-ideal de la legitimidad ha quedado, así, superado (aufgehoben). No podía ser de otra manera, en la medida en que el momento de la pura decisión, la cual no razona ni discute ni se justifica, sino que se forma «de la nada (aus dem Nichts)», es dictadura, no legitimidad. Y frente a la aparición del mal radical la respuesta solo podía ser tan radical como él. Ahora bien, en semejante instante el pensamiento de la sucesión legitimista queda reducido a palabrería huera, sentencia Schmitt[62].
Schmitt advierte en Donoso el error de apreciación, fácilmente explicable en 1848, de haber identificado al socialismo ateo con Proudhon y de haber dirigido exclusivamente contra él sus embates. Por el contrario, el «verdadero caudillo y heresiarca» del socialismo ateo es Marx, como se sabe hoy; y es bien significativo que, inmediatamente después de esta calificación político-teológica, Schmitt agregue que Marx es el «verdadero sacerdote (Kleriker) del pensar económico»[63]. Con lo cual —y esto amerita ser remarcado— para Schmitt ambas categorías se identifican (por lo menos materialmente) y a ambas les es común su naturaleza revolucionaria y antipolítica, a la que se opone la decisión por la dictadura, llamada a debelarlas. Precisamente allí reside el valor de Donoso Cortés como pensador contrarrevolucionario. Frente a la inevitable batalla final, escatológica y apocalíptica, entre ateísmo y cristiandad, entre el socialismo ateo y los restos del orden social cristiano de Europa, Donoso abandona el legitimismo monárquico y, en lugar de una filosofía política de la Restauración, elabora una teoría de la dictadura. Esa rara intuición política, afirma Schmitt, es la que cimenta su significación en la historia de las ideas[64].
Esta opción plausible por la dictadura en desmedro de la forma de Estado monárquica, que hemos visto analizada por Schmitt en Donoso desde su ángulo teológico y escatológico, reaparece en nuestro autor a la hora de sopesar el sentido del fascismo, ya desde un ángulo específicamente político[65]. No nos detendremos en este lugar a delinear la defensa por Schmitt de una democracia expurgada de incrustaciones liberales, tal como, en esencia, él entiende se verifica en el fascismo. Retengamos, sí, sus juicios sobre la viabilidad de una efectiva primacía de lo político, concretado en el Estado, frente a la economía. En la situación de los Estados contemporáneos industrializados, constata Schmitt, los trabajadores se hallan frente a los patrones en un estado de larvado o abierto enfrentamiento. Un Estado débil solo podrá asistir como espectador a tal enfrentamiento. Pero la necesidad de la hora exige del Estado ser no un tercero, inevitablemente neutral por debilidad, sino un superior, que decide en última instancia fundado en su fuerza y autoridad. Tal Estado podrá escapar del destino que el liberalismo le ha impuesto a lo político, el de ser «sirviente capitalista de la propiedad privada», y mostrará su fuerza no contra los débiles sino contra los social y económicamente fuertes (Schmitt aduce aquí los ejemplos históricos de César, enemigo de los optimates y amigo del pueblo; y el del príncipe absoluto del Estado moderno, que se impuso contra los estamentos feudales y no contra los campesinos). Schmitt remarca que, a pesar de haberse formulado la correspondiente teoría (Hegel, von Stein, doctrina alemana de la economía nacional), ese tercero ante patronos y obreros —que en definitiva es primero ante los poderes privados económicos— no había podido surgir como realidad social y política en Alemania durante el siglo xix. Y ello en razón de que la administración política, en manos de un funcionariado técnico-burocrático, no había encontrado en el Estado de su tiempo una guía que le señalara su cometido, con conciencia de la nueva situación provocada por la aparición de poderes privados cada vez más incontrastables. Ahora bien, la explicación última se vincula, para nuestro autor, con el hecho de que la conducción de los diversos Estados alemanes se hallaba en manos de una pluralidad desconcertante de dinastías nacionales, rígida por tradición, y cuya fundamentación ideal se reducía al concepto, paralizante, de legitimidad dinástica. La valoración negativa sobre el orden monárquico de la Alemania pluriestatal del siglo xix es clara. Cabría pensar al respecto que ese juicio se refiere no a la monarquía tal como se verificaba en esa época sino a una situación particular, i. e., la de las monarquías históricas que impedían la unidad política del deutschen Volkes en un Estado. Esto es así, sin duda, atendiendo a las líneas de fuerza del pensamiento político schmittiano[66]. Sin embargo, se echa de ver también allí una valoración negativa respecto del principio mismo de legitimidad monárquica, tal como se manifestaba en ese momento: se trata de dinastías «entumecidas (verhärteten)», fundadas en un concepto «que deja tullido (lähmende)», si se quisiera extremar la traducción del juicio, pero sin traicionar el sentido de la identificación de legitimismo con anquilosamiento[67]. Es evidente el sentido concreto de la crítica. El orden dinástico tradicional ya no estaba a la altura de su misión política y no era capaz de dar respuesta a los tremendos desafíos surgidos al socaire del proceso revolucionario iniciado en 1789. Esos desafíos se manifestaban en la existencia convergente de fuerzas ideológico-revolucionarias y de organizaciones e intereses económicos que ponían en riesgo el papel decisorio de lo Político, a la sazón del Estado, en la vida social. Pues bien, los supérstites reyes y pretendientes del ancien régime eran para Schmitt impotentes para enfrentar esa embestida a la vez economicista, revolucionaria y atea, ideológicamente sustentada por el liberalismo y el marxismo.
Schmitt, estimamos, no es un pensador político de las esencias y de los principios en tanto tales, sino de las realidades concretas presentes en su momento histórico. Así pues, su juicio sobre la monarquía no apuntará a dilucidar «la mejor forma de régimen» en abstracto, ni tan siquiera las exigencias de cómo sea lícito perfilar la mejor forma constitucional para un pueblo. Por el contrario, su juicio como teórico del Estado del siglo xx se remitirá al sino de esa forma en tanto históricamente concretada, a su papel político en la circunstancia presente, a su capacidad de enfrentar los retos de la hora, incluso aquellos de raigambre escatológica. Mas no a la monarquía en tanto tal.
Precisamente cabe poner de manifiesto la reivindicación que hace Schmitt a lo largo de su obra de la forma más peraltada de la monarquía occidental, el Sacro Imperio Romano de la nación alemana, y de la función por él cumplida en el momento de su afirmación histórica. En el ya citado «Reich - Staat - Bund», en el que claramente se defiende el sentido del Estado como superador de formas políticas pretéritas, Schmitt tributa, sin embargo, un significativo elogio al Reich tradicional: «nuestras representaciones del Imperio arraigan en una milenaria historia alemana, cuya fuerza mítica todos sentimos»[68]. Esa estima se confirma en el Glossarium, en una anotación de diciembre de 1947, que involucra uno de los temas histórico-político-teológicos más caros a Schmitt, el tópos paulino del Katéjon: «cada gran emperador de la Edad Media cristiana se ha considerado Katéjon con plena fe y conciencia, y en efecto lo era. Es, pues, imposible escribir una historia del Medievo sin ver y comprender este hecho central»[69].
En síntesis, la distancia crítica de Schmitt no comporta un juicio sobre la esencia de la monarquía, ni supone un balance transhistórico. Por el contrario, su valoración negativa se explica por su convicción sobre la (im)posibilidad de la monarquía para afirmarse existencialmente como forma política, esto es, para erigirse en una realidad decisoria en la época presente, a la altura de los desafíos que acechan a la política y a los hombres.
[1] |
Schmitt (Schmitt, C. (2005a). Clausewitz als politischer Denker. Bemerkungen und Hinweise. En C. Schmitt. Frieden oder Pazifismus? (pp. 887-918). Berlin: Duncker und Humblot.2005a: 891 —escrito de 1967—). |
[2] |
Schmitt (Schmitt, C. (2005b). Der status quo und der Friede. En C. Schmitt. Frieden oder Pazifismus? (pp. 51-72). Berlin: Duncker und Humblot.2005b: 58 —escrito de 1925—). Sobre la dimensión político internacional expansiva del principio dinástico europeo y su contestación por la «doctrina Monroe»: Schmitt (Schmitt, C. (1995a). Völkerrechtliche Großraumordnung mit Interventionsverbot für Raumfrende Mächte. Ein Beitrag zum Reichsbegriff im Völkerrecht. En Carl Schmitt. Staat, Großraum, Nomos (pp. 269-371). Berlin: Duncker und Humblot.1995a: 282-283 —la obra es de 1941—). |
[3] |
Schmitt (Schmitt, C. (1994a). Völkerrechtliche Formen des modernen Imperialismus. En C. Schmitt.
Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar-Genf-Versailles, 1923-1939 (pp. 184-203). Berlin: Duncker und Humblot. Disponible en:
|
[4] | |
[5] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 87-88). La obra es de 1928. |
[6] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 89-90). |
[7] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 1-44). |
[8] |
Si bien la explicitud de tal conciencia no siempre se verifica como en el caso paradigmático de los EUA en su declaración de la independencia o en el de la nación francesa en la revolución, aclara el autor (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.Schmitt, 1993: 23). |
[9] |
Debe tenerse en cuenta, en la misma línea argumentativa, conceptual y terminológica, que Schmitt rechaza llamar pouvoir constituant a las facultades legales de reforma de la constitución (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.Schmitt, 1993: 98). |
[10] |
En el mismo sentido Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 76). |
[11] |
(Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.Schmitt, 1993: 20-23). |
[12] |
Para el sentido y la originalidad de la concepción schmittiana de constitución vide Verdú (Verdú, P. L. (1989). Carl Schmitt, intérprete singular y máximo debelador de la cultura político-constitucional demoliberal. Revista de Estudios Políticos, 64, 25-92.1989: 69 y ss.). |
[13] |
Es pertinente a este respecto mencionar la puntualización que hace Carmelo Jiménez Segado sobre la relevancia que invisten los preámbulos para conocer el contenido de la constitución. Se trata, en efecto, del «núcleo duro intangible» de la constitución en su sentido auténtico, núcleo que revela y formula la decisión política del poder constituyente (Jiménez Segado, C. (2009). Contrarrevolución o resistencia. La teoría política de Carl Schmitt (1888-1985). Madrid: Tecnos.Jiménez Segado, 2009: 90-91). |
[14] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 285). |
[15] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 212). |
[16] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 77). |
[17] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 80-81). |
[18] |
A propósito de esta afirmación, por considerarla clave para la inteligencia del tema de la monarquía en Schmitt, nos permitiremos aducir la (convergente con la nuestra) interpretación que hace Hasso Hofmann del «existencialismo político» schmittiano —y de la consecuente y necesaria perspectiva que, a partir de tal existencialismo, asume su filosofía política—. Es una constante del talante teorético de Schmitt (que explica en buena parte la fascinación que ejercen sus escritos, acota Hofmann) el pondus a abordar las cuestiones jurídicas bajo una perspectiva que transparenta el trasfondo de los grandes procesos políticos, sociológicos e histórico-espirituales. Por ello —postulaba Schmitt —, para aproximarse a la estructura ideal de un concepto jurídico debe investigarse su contenido político, y debe ponerse en relación la idea política esencial que sale a la luz con el «centro metafísico» del movimiento espiritual dominante. Por otra parte, todo movimiento espiritual —había dicho también Schmitt en Politische Romantik— debe ser asumido en su dimensión metafísica y moral, pero no abstractamente, sino como una concreta verdad histórica en el contexto de un proceso histórico. El análisis jurídico deviene así «sociología del concepto»; mejor aún: teología política (Hofmann, H. (2002). Legitimität gegen Legalität, Der Weg der politischen Philosophie Carl Schmitts. Berlin: Duncker und Humblot.Hofmann, 2002: 78-79, cursivas nuestras). Y esto vale en particular para nuestro tema, pues, como señala Hofmann con cita de Politische Theologie, la monarquía en su —para Schmitt— más acabada forma, la del siglo xvii, coincidía con conceptos metafísicos que sostenían su evidencia ante la conciencia europea (Hofmann, H. (2002). Legitimität gegen Legalität, Der Weg der politischen Philosophie Carl Schmitts. Berlin: Duncker und Humblot.Hofmann, 2002: 5). |
[19] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 90-91). |
[20] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 92). |
[21] |
Schmitt (Schmitt, C. (1988). Legalität und Legitimität. Berlin: Duncker und Humblot.1988: 7-19). La obra es de 1932. |
[22] |
Para el concepto de totalitarismo en correspondencia con la figura schmittiana de Estado total véase Jiménez Segado y Molina Cano (Jiménez Segado, C. y Molina Cano, J. (2012). Carl Schmitt ante el Estado total: un apunte sobre la polémica del Estado totalitario. En H. E. Herrera (ed.). Carl Schmitt. Análisis crítico (pp. 289-301). Valparaíso: Revista de Ciencias Sociales.2012). |
[23] |
Para la importancia que Schmitt concede a la obra de Bodin como manifestación doctrinal de este giro epocal cfr. Schmitt (Schmitt, C. (1985). Staat als ein konkreter, an eine Epoche gebundener Begriff. En C. Schmitt, Verfassungsrechtliche Aufsätze aus den Jahren 1924-1954 (pp. 375-385). Berlin: Duncker und Humblot.1985: 375 y ss. —escrito de 1941—). Sobre el decurso del proceso de centralización del poder de la monarquía moderna, en detrimento de las órbitas feudal y eclesiástica, en el caso emblemático de Francia cfr. Schmitt (Schmitt, C. (1995b). Die Formung des französischen Geistes durch den Legisten. En C. Schmitt. Staat, Großraum, Nomos (pp. 184-217). Berlin: Duncker und Humblot.1995 b: 184 y ss. —escrito de 1942—). En otros lugares Schmitt remarca cómo la absolutización del poder central del monarca conllevó necesariamente el predominio de la legalidad positiva del Estado por sobre «legitimidades sustanciales» que apelaban a formas «más altas, auténticas o profundas del Derecho» (Schmitt, C. (1995c). Führung und Hegemonie. En C. Schmitt. Sta at, Großraum, Nomos, (pp. 225-233). Berlin: Duncker und Humblot.1995c: 225 y ss.; aquí, 227 —escrito de 1939—). |
[24] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 49). |
[25] | |
[26] |
Schmitt (Schmitt, C. (1921). Die Diktatur. Munich y Leipzig: Duncker und Humblot.1921: esp. 116 y ss.; aquí, 120). |
[27] |
Schmitt (Schmitt, C. (1995d). Absolutismus, En C. Schmitt. Staat, Großraum, Nomos (pp. 95-111). Berlin: Duncker und Humblot.1995d: 95-111). Había sido publicada en el Staatslexikon de la Görres-Gesellschaft (1926, t. I, columnas 29-34). |
[28] |
Schmitt (Schmitt, C. (1988). Legalität und Legitimität. Berlin: Duncker und Humblot.1988: esp. 32-33, 43, 46, 48-49). El reproche del gran teórico argentino del Estado Arturo E. Sampay (Sampay, A. E. (1965). Carl Schmitt y la crisis de la ciencia jurídica. Buenos Aires: Abeledo-Perrot.1965) a la deriva positivista y relativista del decisionismo de Schmitt (atendible, en general, por sus fundamentos y lo certero de sus juicios) podría con todo haberse amortiguado a partir de la ponderación de estos textos. Sobre esta cuestión en Schmitt véase Castaño (Castaño, S. R. (2012). Carl Schmitt frente al principio de legalidad del Estado liberal. Su crítica al relativismo axiológico en Legalidad y legitimidad. En H. E. Herrera (ed.). Carl Schmitt. Análisis crítico (pp. 303-327). Valparaíso: Revista de Ciencias Sociales.2012). |
[29] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 77). Cabe notar que Hermann Heller tampoco las tuvo todas consigo a la hora de interpretar esta frase de San Pablo (Heller, H. (1983). Staatslehre. Tübingen: J. C. B. Mohr.1983: 247). |
[30] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 77-78). Encontramos idéntica valoración en Heller (Heller, H. (1983). Staatslehre. Tübingen: J. C. B. Mohr.1983: 313-314). |
[31] |
Para la relación de la posición sobre el poder constituyente de Schmitt con las doctrinas vigentes en el Estado posrevolucionario véase Pasquino (Pasquino, P. (1988). Die Lehre vom «pouvoir constituent» bei Emannuel Sieyès und Carl Schmitt. En Helmut Quaritsch (ed.). Complexio Oppositorum. Über Carl Schmitt (pp. 371-385). Berlin: Duncker und Humblot.1988). |
[32] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 63 y 53). Sin embargo, hay que hacer la salvedad de que en períodos de transición el poder constituyente suele ser detentado por una minoría, la cual, a menudo, lo ejerce en nombre del pueblo. Se trata en general de dictaduras, como el fascio y los sóviets en tiempos de Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.Schmitt, 1993: 81-82) —aunque de ellas, agreguemos, en realidad solo la segunda lo hacía en nombre del pueblo. |
[33] |
Debe señalarse que el concepto de representación reviste diversas formas, inclusive en el ámbito mismo de la realidad jurídica y política —sobre el tema conviene ver Pitkin (Pitkin, H. F. (1985). El concepto de representación, trad. R. Montoro. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.1985)—. Aquí nos las habemos con la representación como uno de los principios de actualización (en verdad, el de mayor rango) de la unidad política (Conde, F. J. (1945). Representación política y régimen español. Madrid: Subsecretaría de Educación Popular.Conde, 1945: 36-38). |
[34] |
«En la obra jurídico-política de Carl Schmitt, la representación está siempre vinculada con la unidad política del pueblo, es decir con el Estado, no con la representación de la sociedad ante el Estado y no con la representación de los intereses en la sociedad», sintetiza Böckenförde. A partir de esta categoría schmittiana surge la dificultad de plantear, señala el mismo intérprete, la cuestión de la representación del pueblo en el Estado y la del parlamento como representante del pueblo (Böckenförde, E. W. (1988). Der Begriff des Politischen als Schlüssel zum staatsrechtlichen Werk Carl Schmitts. En Helmut Quaritsch (ed.). Complexio Oppositorum. Über Carl Schmitt (pp. 283-318). Berlin: Duncker und Humblot.Böckenförde, 1988: aquí 296; cursivas en el original). |
[35] |
En Kervégan (Kervégan, J. F. (2007). Hegel, Carl Schmitt. Lo político: entre especulación y positividad, trad. A. García Mayo. Madrid: Escolar y Mayo.2007: 301-310) se halla una clara exposición de la argumentación schmittiana respecto del carácter necesario de la representación para la existencia del Estado. Señala el intérprete: «la representación es el acto político por excelencia, si es cierto que lo político implica la distinción entre mando y obediencia, entre gobernar y ser gobernado. Por eso es por lo que, en la exposición de los dos principios de estructuración constitucional, la representación, simbolizando la Constitución de la unidad política misma, es determinante; la identidad designa más bien, por su parte, la cara irreductible de lo no-político —de la naturalidad, si se quiere— en el seno de lo político». Asimismo, el autor plantea con acuidad cómo la esencia de la representación se manifiesta en concreto, en una existencia actual, en la Iglesia católica, que representa a Cristo bajo forma jurídica y jerárquica. La Iglesia sería, en Schmitt, una suerte de paradigma de la representación, que presentifica a la vez a Cristo y al pueblo, y que cumple en subordinar el representante a lo representado y el destinatario de la representación al representante. Sobre la significación atribuida a la repraesentatio de la Iglesia como fundamento de su autoridad decisoria véase también Ball (Ball, H. (1985). Carl Schmitts politische Theologie. En Jacob Taubes (ed.). Der Fürst dieser Welt. Carl Schmitt und die Folgen (pp. 100-115). Munich: Fink und Schöningh.1985: 114-115). |
[36] |
La representación constituye una instancia que salva una dualidad y zanja una distancia; y solo un sujeto, una personalidad que decide, puede en tal sentido «representar», señala Michele Nicoletti (Nicoletti, M. (1988). Die Ursprünge von Carl Schmitts «Politischer Theologie». En Helmut Quaritsch (ed.). Complexio Oppositorum. Über Carl Schmitt (pp. 109-128). Berlin: Duncker und Humblot.1988: 127-128). |
[37] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 202 y ss.). |
[38] |
Schmitt (Schmitt, C. (2005a). Clausewitz als politischer Denker. Bemerkungen und Hinweise. En C. Schmitt. Frieden oder Pazifismus? (pp. 887-918). Berlin: Duncker und Humblot.2005a: 887 y ss; aquí, 891-892 y 903). |
[39] |
Para la inviabilidad de considerar a la constitución como un pacto o la concesión de un fuero (a la usanza medieval) y la crítica schmittiana a tales interpretaciones, de las que se sirvió el liberalismo, véase Jiménez Segado (Jiménez Segado, C. (2009). Contrarrevolución o resistencia. La teoría política de Carl Schmitt (1888-1985). Madrid: Tecnos.2009: 95-99). |
[40] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 51-52, 82 y 211). Jorge Dotti objeta la categorización schmittiana de la constitución de la Francia
restaurada (nos referimos, claro está, al período en que ocuparon el trono los hermanos
de Luis XVI) por considerar que no atiende a los elementos liberales, provenientes
en buena medida de Constant, que en ella se habían plasmado, como las libertades individuales,
la responsabilidad de los ministros y una concepción de la autoridad efectiva del
monarca como pouvoir neutre. Sostiene por ello el especialista: «la interpretación schmittiana de la constitución
restauracionista (esto es: como manifestación forzada de una visión absolutista del
principio monárquico tradicional y prerrevolucionario) es altamente discutible, si
no directamente equivocada» (Dotti, J. E. (2008). La cuestión del poder neutral en Schmitt. Kriterion, 49 (118), 309-326. Disponible en:
|
[41] |
Para una síntesis histórica del tema de la monarquía alemana en esa época véase Bertin-Corbetta (Bertin, H. D. y Corbetta, J. C. (1997). La noción de legitimidad en el concepto de lo político de Carl Schmitt. Buenos Aires: Struhart.1997). |
[42] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 53-56). Sobre el modo en que la decisión revela al soberano cfr. Habfart (Habfart, U. (2010). Das normative Nichts der Entscheidung. Eine Studie zum Dezisionismus in den frühen Schriften Carl Schmitts. Frankfurt: Johann-Wolfgang-Goethe-Universität.2010: 128). A propósito, recuérdese la célebre definición schmittiana de Politische Theologie: «soberano es quien decide sobre el estado excepción» (Schmitt, C. (1934). Politische Theologie. Berlin: Duncker und Humblot.Schmitt, 1934: 11). La concepción de la soberanía en Schmitt se encuadra en la que será la categoría helleriana del soberano en el Estado, por ejemplo, del portador o titular de la soberanía (Castaño, S. R. (2014). Souveräne Staatsgewalt nach der Lehre Hermann Hellers und potestas superiorem non recognoscens bei Vitoria und Suárez im Vergleich. Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie, 100 (1), 77-93.Castaño, 2014: 86-91). |
[43] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 82, 65 y 211). Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 65 y 66) contrapone el principio democrático al federalismo, a partir del cual —si las partes son independientes— la constitución sí puede ser entendida como un auténtico tratado (Vertrag). |
[44] |
Este dualismo se manifestó de modo aun más agudo en la constitución francesa de 1791, que enfrentaba a dos representantes del pueblo, a saber, el parlamento y el rey (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.Schmitt, 1993: 211); si bien allí el proceso incoado acabó con la liquidación del rey y del poder real y con el afianzamiento del poder constituyente de la Nación (i.e., del pueblo a través de sus representantes). Sobre la doble oposición del Estado de derecho liberal burgués (que entonces nace definidamente) tanto al rey como al pueblo y su alternativa utilización de uno contra otro véase Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 80). |
[45] |
Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 288-289). |
[46] |
Se trata de un comentario al libro de Christoff Steding, Das Reich und die Krankheit der europäischen Kultur; véase esp. Schmitt (Schmitt, C. (1994c). Die innerstaatlich-verfassungsrechtliche Neutralisierung von
Staat und Regierung. En C. Schmitt. Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar-Genf-Versailles, 1923-1939 (pp. 312-323). Berlin: Duncker und Humblot. Disponible en:
|
[47] |
Nuestro autor señala otras formas de dualismo que aquejaban al II Reich, en particular aquella verificada entre Imperio y federación
(Schmitt, C. (1994d). Reich - Staat - Bund. En C. Schmitt. Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar-Genf-Versailles, 1923-1939 (pp. 217-226). Berlin: Duncker und Humblot. Disponible en:
|
[48] |
«El principio legitimista solo resultó útil para mantener interinamente el statu quo, pues, despojado de su carácter sagrado o patriarcal, fue una simple regla de cálculo racional que convenía a las monarquías europeas de la Santa Alianza que se volvían constitucionales; pero como principio normativo que era no podía servir de base ni a la autoridad, ni a la potestas, ni a materializar representación o identidad alguna», apunta Jiménez Segado (Jiménez Segado, C. (2009). Contrarrevolución o resistencia. La teoría política de Carl Schmitt (1888-1985). Madrid: Tecnos.2009: 157). |
[49] |
Schmitt (Schmitt, C. (1994b). Der Gegensatz von Parlamentarismus und Massendemokratie, en C.
Schmitt. Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar-Genf-Versailles, 1923-1939 (pp. 60-74). Berlin: Duncker und Humblot. Disponible en:
|
[50] |
Para todo este parágrafo, Schmitt (Schmitt, C. (1993). Verfassungslehre. Berlín: Duncker und Humblot.1993: 282 y ss). |
[51] |
Con todo, viene a cuento aquí mencionar un ácido comentario de Schmitt, del año 1951,
sobre los vicios que padecen la legitimidad dinástica y la democrática, así como la
mordaz conclusión de que los de esta última son evidentemente peores (Schmitt, C. (1991). Glossarium. Aufzeichnungen der Jahre 1947-1951. Berlín: Duncker und Humblot. Disponible en:
|
[52] |
Resulta sugerente la lectura que hace Dotti de la recepción schmittiana del liberal
y romántico Constant, teórico de la Charte constitutionnelle de 1814. El papel político del monarca restaurado, en tanto pouvoir neutre —señala Dotti (Dotti, J. E. (2008). La cuestión del poder neutral en Schmitt. Kriterion, 49 (118), 309-326. Disponible en:
|
[53] |
Tal como Schmitt lo entiende; recuérdese que la decisión sobre el modo de existencia política no necesita justificarse ni legitimarse desde una dimensión normativa ni desde conveniencia alguna, históricamente verificable. En última instancia la decisión constituyente y el consiguiente principio político-formal vale porque es —incontestado en una época determinada. |
[54] |
Schmitt apreciaba muchas posiciones de la Action Française, mas no precisamente su monarquismo (Quaritsch, H. (1995). Positionen und Begriffe Carl Schmitts. Berlin: Duncker und Humblot.Quaritsch, 1995: 64 y 69); «nunca fue monárquico», apunta en ese sentido Quaritsch. Al respecto aduce el intérprete el informe del presidente local del Zentrum en Bonn, Johannes Henry, quien había investigado las posiciones políticas personales de Carl Schmitt. El profesor de Bonn aparece allí claramente como un «Zentrumsmann», que como tal era tenido por colegas y por estudiantes y que hablaba en reuniones académicas del Zentrum; era «un convencido republicano, en ningún caso monárquico», sostuvo el teólogo Wilhelm Neuß, cercano a nuestro autor en esa época (Quaritsch, H. (1995). Positionen und Begriffe Carl Schmitts. Berlin: Duncker und Humblot.Quaritsch, 1995: 78; Mehring, R. (2012). Ein «katholischer Laie deutscher Volks- und Staatsangehörigkeit»? Carl Schmitts Konfession. En Hugo Eduardo Herrera (ed.). Carl Schmitt. Análisis crítico (pp. 387-409). Valparaíso: Revista de Ciencias Sociales.Mehring, 2012: 394-395). |
[55] |
Tomamos la versión reproducida en Schmitt (Schmitt, C. (1994e). Die politische Theorie des Mythus. En C. Schmitt. Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar-Genf-Versailles, 1923-1939 (pp. 11-21). Berlín: Duncker und Humblot. Disponible en:
Para una visión crítica de la adhesión de Carl Schmitt a la idea de mito en Política cfr. Zarka (Zarka, Y. Ch. (2010). Carl Schmitt o el mito de lo político, trad. B. Consigli. Buenos Aires: Nueva Visión.2010). |
[56] |
Véase supra II.4. |
[57] |
Es relevante mencionar aquí que, en la interpretación de Helmut Quaritsch, para Schmitt son las naciones, antes que las clases, los sujetos en los que se encarna la fuerza vital del mito (Quaritsch, H. (1995). Positionen und Begriffe Carl Schmitts. Berlin: Duncker und Humblot.Quaritsch, 1995: 61-63 y 68). |
[58] |
Para una síntesis de la noción schmittiana de dictadura véase Gómez Orfanel (Gómez Orfanel, G. (1986). Excepción y normalidad en el pensamiento de Carl Schmitt. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.1986: 264-272). |
[59] |
Schmitt (Schmitt, C. (1934). Politische Theologie. Berlin: Duncker und Humblot.1934: 82; cap. «Zur Staatsphilosophie der Gegenrevolution»); obra de 1922. |
[60] |
Haciéndose eco de posicionamientos como estos, Antonella Attili subraya el carácter de decisionismo teológico-político del pensamiento de Schmitt, que exige la representación soberana con derecho y capacidad de mando como recurso necesario ante las fuerzas que socavan la afirmación de lo político en tanto tal —afirmación que constituye, sostiene la intérprete, la clave de bóveda del decisionismo schmittiano— (Attili, A. (2004). La ineludibilidad de lo político. Muerte y «resurrección» del Leviatán en Carl Schmitt. Isonomía, 21, 21-50.Attili, 2004: 41-42). |
[61] |
Schmitt (Schmitt, C. (1934). Politische Theologie. Berlin: Duncker und Humblot.1934: 63-66; cap. «Politische Theologie»). |
[62] |
Schmitt (Schmitt, C. (1934). Politische Theologie. Berlin: Duncker und Humblot.1934: 83). El texto de la Politische Theologie torna insostenible, como lo hace Renato Cristi (Cristi, R. (2008). La lección de Schmitt: poder constituyente, soberanía y principio monárquico. Revista de Ciencia Política, 28 (2), 17-31.2008), interpretar que en esa obra Schmitt «aún vislumbra la posibilidad de restaurar el principio monárquico, la fuente de legitimidad de la Constitución alemana de 1871». |
[63] |
En realidad, para Schmitt, Proudhon más bien sería un moralista recostado en la tradición latina, indignado ante la destrucción de la familia por el capitalismo; un acerbo adversario del liberalismo y del parlamentarismo, en quien nace una línea crítica que conduce, a través de Sorel, al fascismo y al sóviet, los auténticos enemigos del parlamentarismo contemporáneo. Paradojalmente, acota Schmitt, Proudhon fue en algún sentido un casi (insospechado) aliado de Donoso en su diatriba contra la mezcla imperante en ese tiempo (y en el de Schmitt, cabría agregar) de liberalismo y democracia. |
[64] |
Schmitt (Schmitt, C. (1994f). Der Unbekannte Donoso Cortés. En C. Schmitt. Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar-Genf-Versailles, 1923-1939 (pp. 131-137). Berlin: Duncker und Humblot. Disponible en:
|
[65] |
Para lo que sigue Schmitt (Schmitt, C. (1994g). Wesen und Werden des faschistischen Staates. En C. Schmitt. Positionen und Begriffe, im Kampf mit Weimar-Genf-Versailles, 1923-1939 (pp. 124-130). Berlin: Duncker und Humblot. Disponible en:
|
[66] |
Efectivamente, en otros lugares Schmitt se muestra contrario al estado de cosas alemán
durante el siglo xix, apuntando precisamente a lo que él consideraba efecto disgregante (la «itio in partes») del orden pluriestatal alemán (Schmitt, C. (1994d). Reich - Staat - Bund. En C. Schmitt. Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar-Genf-Versailles, 1923-1939 (pp. 217-226). Berlin: Duncker und Humblot. Disponible en:
|
[67] | |
[68] | |
[69] |
Schmitt (Schmitt, C. (1991). Glossarium. Aufzeichnungen der Jahre 1947-1951. Berlín: Duncker und Humblot. Disponible en:
|
Attili, A. (2004). La ineludibilidad de lo político. Muerte y «resurrección» del Leviatán en Carl Schmitt. Isonomía, 21, 21-50. |
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