RESUMEN
Telesforo Monzón (1904-1981) fue un destacado dirigente del PNV y miembro del Gobierno vasco durante la Segunda República, la Guerra Civil y la posguerra. Desde los años sesenta se identificó con el nacionalismo radical de ETA y acabó siendo uno de los principales líderes de Herri Batasuna. En este artículo analizamos su evolución política e ideológica, buscando las claves explicativas de una trayectoria tan compleja y aparentemente contradictoria. Nuestra tesis es que la fusión de nacionalismo y religión, por un lado, y una concepción populista de la política, por otro, fueron los principales elementos de continuidad que permitieron a Monzón realizar ese paso del nacionalismo sabiniano al nacionalismo radical de ETA.
Palabras clave: Monzón, Telesforo; nacionalismo vasco; ETA; religión; política; populismo;
ABSTRACT
Telesforo Monzón (1904-1981) was a prominent leader of the Basque Nationalist Party (PNV) and member of the Basque Government during the Second Republic, the Civil War and the post-war period. From the 1960s on, he supported the radical nationalism of ETA and eventually became one of the main leaders of Herri Batasuna. This article analyses Monzón’s political and ideological evolution, looking for clues to explain its complex and apparently contradictory development. The article argues that is was a union between nationalism and religion, on the one hand, and a populist conception of politics, on the other hand, which provided the continuity that allowed Monzón to evolve from being an adherent of Sabino Arana’s nationalism to supporting ETA’s radical version.
Keywords: Monzón, Telesforo; Basque nationalism; ETA; religión; politics; populism;
SUMARIO
Telesforo Monzón (1904-1981) fue una de las figuras más influyentes del nacionalismo vasco del siglo xx. Inició su militancia política en el Partido Nacionalista Vasco en 1930. En poco tiempo desarrolló una fulgurante carrera política durante la Segunda República y fue uno de los miembros más destacados de la denominada «generación nacionalista de 1936», liderada por José Antonio Aguirre, que renovó la dirección del PNV en los años treinta (De la Granja, J. L. (2012). La generación de Aguirre y la renovación del nacionalismo vasco. En L. Mees y X. M. Núñez Seixas (eds.). Nacidos para mandar. Liderazgo, política y poder. Perspectivas comparadas. Madrid: Tecnos.De la Granja, 2012: 61-77). Plenamente identificado personal y políticamente con el lehendakari Aguirre (Mees, L. (2011). Telesforo Monzón eta José Antonio Aguirre: bi lagun, bi politika. Hermes, 38, 79-81.Mees, 2011: 79-91), Monzón fue uno de sus más estrechos colaboradores durante la República, la Guerra Civil y los primeros años del exilio. En los años cincuenta se fue distanciando de la dirección del PNV y del Gobierno vasco, en desacuerdo con la lealtad hacia las instituciones republicanas defendida por Aguirre, y abandonó el Gobierno vasco en 1953. Sin embargo, continuó vinculado al PNV y siguió exponiendo sus posiciones críticas en los medios de comunicación nacionalistas. En los años sesenta se fueron ahondando sus diferencias con el Partido Nacionalista, en la misma medida en que se fue aproximando al nacionalismo radical surgido en torno a ETA, al que trató de aportar legitimidad histórica, imaginando una línea de continuidad entre la Guerra Civil y la actividad violenta de ETA. Ante la división, con tintes de ruptura generacional, del nacionalismo en esas dos corrientes —el viejo nacionalismo histórico del PNV y el joven nacionalismo radical de ETA—, Monzón se presentó a sí mismo como el puente que podía unir las dos ramas de la familia nacionalista. Sus reiteradas llamadas e iniciativas para lograr la unidad abertzale fracasaron en los inicios de la Transición. Entonces optó por el nacionalismo radical, nucleado en torno a ETA. Fue uno de los fundadores de Herri Batasuna en 1978 y su líder más carismático. Recuperó el protagonismo político y el papel movilizador de masas que ya había tenido en los años de la República. Paralelamente, durante el tardofranquismo y la Transición desarrolló una actividad cultural al servicio de la movilización política. Escribió poemas, compuso canciones, elaboró himnos de amplísima difusión en los que llamaba a la unidad abertzale, convocaba al pueblo vasco a la lucha y ensalzaba el sacrificio por la patria, aportando al nacionalismo radical todo un arsenal de símbolos y mitos (Casquete, J. (2009). En el nombre de Euskal Herria. La religión política del nacionalismo vasco radical. Madrid: Tecnos.Casquete, 2009: 148-174). Difundió un discurso político de legitimación y ensalzamiento del terrorismo etarra, por lo que fue encarcelado y se inició su procesamiento. Finalmente murió en 1981, convertido, él mismo también, en símbolo y mito del nacionalismo radical.
A pesar del destacado protagonismo de Telesforo Monzón en la historia del nacionalismo vasco del siglo xx, apenas contamos con investigaciones rigurosas que analicen su singular evolución política. Como afirman dos reputados historiadores, «Monzón sigue siendo todavía hoy en día un gran desconocido» (Mees, L. y Casquete, J. (2012). Telesforo Monzón. En De Pablo et al. (coords.). Diccionario ilustrado de símbolos del nacionalismo vasco (pp. 79-91). Madrid: Tecnos.Mees y Casquete, 2012: 619). Dejando al margen la enorme polémica que generó su figura en la última etapa de su vida, el presente artículo pretende analizar su evolución política e ideológica desde el rigor académico. No aspiramos a trazar una completa biografía política de Telesforo Monzón. Sería imposible hacerlo en el breve espacio de un artículo de estas características. Nos conformaremos con caracterizar las principales etapas de su evolución política, desde la definición de su identidad nacional a finales de los años veinte hasta su transformación en líder carismático de Herri Batasuna a finales de los setenta, buscando las claves explicativas de una trayectoria tan compleja y aparentemente contradictoria.
Habitualmente se ha tendido a subrayar la incoherencia de esa evolución. ¿Cómo fue posible que un integrista sabiniano de los años treinta acabara liderando en los años setenta un movimiento que, además de abertzale, se definía como revolucionario y marxista? Y todo ello mientras proclamaba la fidelidad a sus principios jeltzales de siempre. No cabe duda de que en ello hay elementos de ruptura, que en las siguientes páginas trataremos de identificar. Pero también hay líneas de continuidad que permiten ese tránsito, a primera vista tan incoherente. Según trataremos de demostrar en las siguientes páginas, la fusión de nacionalismo y religión, por un lado, y un discurso y modo de acción política populistas[2], por el otro, fueron los principales vectores de continuidad que permitieron a Monzón, y con él a un importante sector del nacionalismo vasco, realizar ese paso del nacionalismo tradicional al abertzalismo radical.
Telesforo Monzón nació en el seno de una aristocrática familia guipuzcoana, ejemplo prototípico del grupo social de notables rurales o jauntxos. Grandes propietarios de tierras y caseríos, los Monzón eran una de las familias rentistas más ricas de la provincia en el siglo xix (Aguinagalde, B. (2000). Inventario del archivo de la Casa de Zavala. San Sebastián: Archivo de la Casa de Zavala.Aguinagalde, 2000: 262-266; Martínez Rueda, F. (2007). Monzón Ortiz de Urruela, Telesforo. En J. Agirreazkuenaga et al. (dirs.). Diccionario biográfico de los parlamentarios de Vasconia (vol. II, pp. 1712-1726). Vitoria-Gasteiz, Parlamento Vasco.Martínez Rueda, 2007: 1712-1726). Se distinguían también por su privilegiado estatus heredado, como sucesores del antiguo linaje de Olaso, cuyo símbolo de hegemonía más visible ante la comunidad era la torre de Olaso en Bergara, donde nació Telesforo y residió algunos años de su vida. La preeminencia social y económica de esos jauntxos se sancionaba en el ámbito político, ya que eran los titulares de estas casas principales quienes ocupaban los cargos de poder local y provincial, como lo hicieron los sucesivos cabezas de la casa Monzón de Olaso[3]. Entre estos jauntxos y sus localidades de origen e influencia se establecían relaciones de patronazgo y clientelismo, de forma que mientras los notables mostraban actitudes paternalistas y trataban favorecer a sus comunidades, estas les correspondían con muestras de deferencia y de reconocimiento de su hegemonía.
Sin embargo, cuando Telesforo Monzón nació en 1904 ese orden social en el que los notables rurales habían ejercido su preeminencia se encontraba en descomposición, enfrentado al proceso de modernización que estaba experimentando la sociedad guipuzcoana desde las últimas décadas del siglo xix. El avance de la industrialización, la emergencia de élites vinculadas a las nuevas actividades económicas, el desmantelamiento del entramado político foral, el inicio de la socialización política de las masas o el desarrollo de nuevas relaciones sociales entre élites y clases populares cuestionaban el papel rector que los jauntxos habían ejercido en la sociedad tradicional. Las respuestas de los notables rurales ante ese cambio social fueron diversas (Castells, L. (2008). Los Zavala o la suerte de los jauntxos. El devenir de los notables rurales (1865-1923). En Zavala, L. (ed.). Política y vida cotidiana. La sociedad vasca del siglo xix en la correspondencia del Archivo de la Casa de Zavala. Bilbao: Archivo Casa Zavala.Castells, 2008: 18-40) y en el caso de la familia Monzón su actitud se caracterizó por su rechazo absoluto al nuevo mundo que estaba surgiendo.
Esta reacción contraria al cambio social tuvo dos consecuencias en las actitudes de la familia Monzón. Por un lado, su percepción de sus relaciones con la comunidad local fue tornándose cada vez más negativa. A pesar de que en su madurez Telesforo Monzón siempre idealizó su origen y su identificación con el pueblo de Bergara, lo cierto es que sus padres —Vicente y Concepción Ortiz de Urruela— expresaron amargas críticas por la falta de deferencia recibida por parte de sus vecinos, hasta el punto de que finalmente, en torno a 1910, decidieron establecer su residencia habitual en la localidad vascofrancesa de San Juan de Luz (Mújica, G. (1913). Vicente de Monzón. Euskalerriaren Alde: Revista de Cultura Vasca, 3, 72.Mújica, 1913: 800). No rompieron totalmente su relación con Bergara, ni con la torre de Olaso, símbolo del linaje familiar, pero esta pasó a ser una residencia ocasional, a la que el joven Telesforo acudía los veranos. Se inició así un cierto desarraigo de nuestro protagonista que, con apenas 6 años, pasó de Bergara a San Juan de Luz, para después, a la muerte de su padre en 1913, establecerse en Vitoria durante dos años y luego en San Sebastián. Finalmente, en 1921, la familia se trasladó a Madrid[4]. Por otro lado, el rechazo a la modernización y al cambio social llevó a los Monzón a mirar el pasado con nostalgia, idealizando la sociedad pretérita e imaginando una edad de oro perdida. Según esta visión, se identificaba el paraíso perdido con el mundo preindustrial vasco, en trance de desaparición (Monzón, V. (1900). La romería de San Marcial. Euskal-Erria: Revista Bascongada, 43, 345-357.Monzón, 1900: 345-357).
Ante el embate de la modernidad la familia Monzón se refugió en valores religiosos y tradicionales. Esos principios marcaron la educación que recibió Telesforo. Preceptores religiosos integristas y carlistas dirigieron su formación[5]. Su hermana mayor, Pilar, imbuida también de ese espíritu profundamente religioso, ingresó en 1916 en el convento de las carmelitas descalzas de San José de Ávila, hecho que marcó profundamente al joven Telesforo. Sus frecuentes visitas al convento de las carmelitas de Ávila, que vivía con emoción, acentuaron su religiosidad y contribuyeron a moldear su identidad[6].
En los años veinte la madre de Telesforo, Concepción Ortiz de Urruela, viuda de Monzón, decidió que la familia se estableciera en Madrid, donde nuestro protagonista inició sus estudios de Derecho. Poco sabemos de esta etapa tan importante en la vida de Telesforo. Parece que sus ideas políticas se inclinaban entonces hacia un conservadurismo católico, monárquico y españolista[7]. En sus relaciones sociales se codeaba con elementos de la aristocracia madrileña y participaba en las fiestas y tertulias que la clase ociosa (Artola Blanco, M. (2014). El fin de la clase ociosa. De Romanones al estraperlo, 1900-1950. Madrid: Alianza.Artola, 2014: 97-132) solía organizar, aunque regresaba a Bergara a pasar los veranos (Punto y Hora, 256, 5-12 de marzo de 1982). Sabemos que era mal estudiante y que no llegó a terminar la carrera de Derecho. A finales de los años veinte, tras realizar el servicio militar, en el que parece que sirvió en la Guardia Real de Alfonso XIII[8], la etapa de formación del joven Telesforo debía concluir. Como primogénito varón de una familia aristocrática tenía que asumir la jefatura de la casa Monzón de Olaso, la administración del patrimonio material y simbólico de la familia. Sus antepasados se habían encargado de ello, al tiempo que se habían dedicado a la cultura y a la actividad política. Aunque ese mundo de los jauntxos ya no podía volver, continuaba siendo una referencia para un joven aristócrata que miraba hacia el pasado, imbuido de los valores de la tradición y de la religión en que había sido educado.
En ese momento en que Telesforo debía definir el rumbo de su vida y su propia identidad, se enfrentó a la cuestión de su personalidad nacional. ¿Era vasco o era español? Su cosmovisión católica y tradicionalista podía encontrar acomodo tanto en el nacionalismo sabiniano como en el integrismo español. A caballo entre Castilla y Bergara, Monzón había estado en contacto con narrativas nacionales contrapuestas. En su compleja trayectoria vital sus «experiencias de nación» (Quiroga, A. (2013). La nacionalización en España. Una propuesta teórica. Ayer, 90, 17-38.Quiroga, 2013: 17-38; Archilés, F. (2007). ¿Experiencias de nación? Nacionalización e identidades en la España restauracionista (1898-1929). En J. Moreno Luzón (ed.). Construir España. Nacionalismo español y procesos de nacionalización. Madrid: CEPC.Archilés, 2007: 127-151) habían sido variadas y heterogéneas. Sus propios orígenes eran mestizos, ya que su madre había nacido en Sevilla, en una familia terrateniente procedente de Guatemala (Zavala, L. (ed.) (2008). Política y vida cotidiana. La sociedad vasca del siglo xix en la correspondencia del Archivo de la Casa de Zavala. Bilbao: Archivo Casa Zavala.Zavala, 2008: 69-71). Y esto tenía que generar dudas en Telesforo a la hora de identificarse con el nacionalismo aranista que hacía de la raza el principal rasgo de identidad vasca. Debido a su alejamiento de Bergara fue perdiendo el euskera que había aprendido de niño. Parece que su relación con la aristocracia madrileña y su servicio militar en la Guardia Real le acercaron a un nacionalismo español monárquico y conservador. Desde una cosmovisión profundamente religiosa y tradicionalista, Telesforo entendía la nación como una creación divina arraigada en el pasado, donde residían los orígenes y la autenticidad nacionales. Pero dudaba a la hora de identificarse con la nación española, cuyo pasado relacionaba con la Castilla histórica, o con la nación vasca, que vinculaba a la tradición familiar bergaresa. Influenciado por las frecuentes visitas al convento de su hermana, quedó impresionado por aquella Ávila, que para él era expresión del misticismo religioso y de la Castilla histórica. «Castilla se me metió muy dentro» (Monzón, T. (1982). Herri baten oihua. Hitzak eta idatziak. Pamplona: Mesa Nacional de Herri Batasuna.Monzón, 1982: 18), declararía años después. Por otro lado, esa misma identificación de la nación con el pasado y con la tradición le empujaba a Bergara. Ahí veía su origen y el de su linaje. Allí volvía los veranos para escuchar la lengua que había olvidado parcialmente, allí se impregnaba de la memoria familiar, mientras residía en la torre Olaso, emblema histórico del linaje, y allí admiraba el mundo rural vasco, encarnación de la tradición que idealizaba. Como el propio Monzón declaró posteriormente, se encontraba en una disyuntiva: Ávila o Bergara, que él identificaba con la nación española o con la vasca respectivamente.
Finalmente, tras «luchar tremendamente» consigo mismo (El País, 7-3-1980), Telesforo Monzón eligió la patria vasca. En su elección intervinieron elementos racionales junto a otros que podemos calificar como emocionales o románticos. Le influyó enormemente la lectura de La Nación Vasca, de Engracio Aranzadi, principal ideólogo del nacionalismo en las primeras décadas del siglo xx, que presentaba el mundo rural vasco —el caserío, la casa solar— como esencia y reducto aún no contaminado de lo auténticamente vasco. Sobre esta elaboración intelectual actuaron las ensoñaciones románticas de Monzón, que describió su adhesión al nacionalismo vasco como una especie de revelación patriótica: «Era junio. En Gatzaga [Guipúzcoa]. Venía un rebaño de ovejas, con una joven pastora. Había niebla. La joven cantaba. No sé qué me ocurrió en aquel momento: “soy abertzale”, me di cuenta» (Monzón, T. (1982). Herri baten oihua. Hitzak eta idatziak. Pamplona: Mesa Nacional de Herri Batasuna.Monzón, 1982: 18)[9]. De la misma manera que en aquel momento sintió su adhesión al nacionalismo vasco como un descubrimiento trascendente, durante toda su vida concibió su dedicación a la política con una especie de vocación religiosa a la que desde entonces se entregó totalmente: «predicar el patriotismo» se convirtió en su «verdadera vocación» (Monzón, T. (1982). Herri baten oihua. Hitzak eta idatziak. Pamplona: Mesa Nacional de Herri Batasuna.Monzón, 1982: 49).
Una vez decantada su identidad nacional, Monzón se propuso recuperar sus señas de identidad vasca, difuminadas tras sus años de residencia en Madrid. Empezó a estudiar el euskera, que había olvidado. Para practicarlo en 1930 se trasladó durante varios meses a un caserío de Urkizu, en Tolosa. De acuerdo con su visión ruralista de lo vasco, allí no solo recuperó el idioma de su infancia, también hizo una especie de curso de inmersión patriótica, ya que era en el baserri donde residía la esencia vasca. Telesforo Monzón afirmó que en aquel caserío de Urkizu aprendió a amar a Euskal Herria, a «sentir auténticamente» a su patria. También entró en contacto con la denominada generación de Tolosa de escritores vascos, es decir, inició su socialización en el ámbito euskaldun y nacionalista. Según dijo, se abrió para él un mundo nuevo (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 4, 160; Anai Artea (ed.) (1993). Telesforo Monzón, hitzeko gizona: Aturritik Ebrora. S. l.: Anai Artea.Anai Artea, 1993: 126-127).
Tras su revelación patriótica, Telesforo Monzón decidió afiliarse al PNV y dedicarse plenamente a la actividad política. En poco tiempo alcanzó un destacado protagonismo y asumió cargos de creciente responsabilidad orgánica e institucional en el nacionalismo vasco: concejal de Bergara en 1931, presidente del PNV en Guipúzcoa y diputado en las Cortes republicanas en 1933, consejero de Gobernación en el Gobierno autónomo de Euskadi en 1936. Monzón distinguía dos ámbitos de dedicación en la labor del nacionalista vasco, siguiendo a Engracio Aranzadi, su principal inspirador ideológico. Por un lado, estaba la acción propiamente política, cuyo objetivo era la «libertad» nacional. Por otro, estaba la acción social, cuyo fin era recuperar y preservar la «identidad» vasca. Según Monzón, el primer ámbito, esto es la política entendida como diálogo o negociación para alcanzar metas concretas como el Estatuto, se desarrollaba en Madrid. Aunque fue diputado entre 1933 y 1935, afirmaba que él no tenía «méritos para el trabajo en Madrid». Él prefería dedicarse a la acción social o, dicho con sus propias palabras, a «abertzalizar» al pueblo, a «despertar el sentimiento nacional de los vascos» para preservar «el alma vasca», que para él era mucho más importante que la consecución del autogobierno, ya que este no era más que un medio para conservar la identidad. Según afirmaba en 1935, la «libertad» nacional, sin el mantenimiento del «espíritu» vasco carecía de valor (Monzón, T. (1982). Herri baten oihua. Hitzak eta idatziak. Pamplona: Mesa Nacional de Herri Batasuna.Monzón, 1982: 20; Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 1, 117, 121; Martínez Rueda, F. (2007). Monzón Ortiz de Urruela, Telesforo. En J. Agirreazkuenaga et al. (dirs.). Diccionario biográfico de los parlamentarios de Vasconia (vol. II, pp. 1712-1726). Vitoria-Gasteiz, Parlamento Vasco.vol. 2, 200).
Desde Sabino Arana el nacionalismo vasco había relacionado la salvación nacional con la salvación religiosa. Por eso Monzón vivía esta acción social nacionalista como una especie de labor pastoral. Su trabajo por mantener la identidad vasca era para él una tarea al servicio de Dios, de forma que lo religioso teñía su discurso político (Díaz Freire, J. (1993). La República y el porvenir: culturas políticas en Vizcaya durante la Segunda República. San Sebastián: Kriselu.Díaz Freire, 1993: 240-245). Sus intervenciones públicas adoptaban el tono de homilías en las que revelaba la nueva fe nacional: «Soy portador de una gran noticia. Al conocerla me estremecí. Los vascos tenemos Patria. ¡Zarauztarras, divulgad mañana entre los vascos la noticia de la Patria! ¡Sed apóstoles!» (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 1, 116). Su lenguaje adaptaba al discurso nacionalista conceptos y símbolos de la religión católica. Comparaba, como hacían muchos otros nacionalistas, la figura de Sabino Arana con la de Jesucristo. Entendía el PNV no como un partido, sino como una especie de iglesia que debía acoger a «todos los vascos». Según sus propias palabras, no se debía «empequeñecer el nacionalismo haciendo de él un partido político» (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 1, 109-110 y 204; Mees, L. y Casquete, J. (2012). Telesforo Monzón. En De Pablo et al. (coords.). Diccionario ilustrado de símbolos del nacionalismo vasco (pp. 79-91). Madrid: Tecnos.Mees y Casquete, 2012: 622). Concebía el sentimiento patriótico en términos de fe y revelación, cuyo objetivo último era otro concepto cristiano: la resurrección, en este caso de la patria vasca. El vasco no nacionalista era un gentil a convertir por el nacionalista vasco que debía actuar como apóstol:
Predicad la ley del amor. Conviértase cada nacionalista en apóstol. Llame a las puertas de todas las casas donde vivan vascos y hábleles de su Patria, y comuníqueles su santa fusión. Si al oíros os despacharan a la calle y os cerraran la puerta, no os marchéis refunfuñando. Insistid, volved a llamar. Y solo cuando a alguien hayáis contagiado ese amor, pedidles el sacrificio (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 1, 150).
Proclamada la República, Telesforo Monzón se propuso difundir la buena nueva por los pueblos y ciudades del país. Era un orador enfático, vehemente, apasionado, capaz de expresarse con perfección en euskera y castellano. Su vibrante palabra conseguía enardecer a su auditorio que, según la prensa nacionalista, le aclamaba y ovacionaba de manera entusiasta. Con apenas 30 años el joven Monzón se había convertido en uno de los propagandistas más populares del nacionalismo vasco, desarrollando una intensísima actividad como orador en mítines y conferencias. Empleaba una retórica populista que tendía a eludir argumentos complejos, mientras buscaba seducir a su auditorio con referencias al comportamiento virtuoso del pueblo vasco, a sus cualidades morales o a la conducta que debía seguir. Apelaba más a la emoción que a la razón, con el objetivo de influir en las creencias y comportamientos de los individuos. O dicho con sus propias palabras: «Más que con la inteligencia se convierte [sic] con el corazón» (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 1, 114, 116, 120, 124,171. Euzkadi, 30-10-1931). Esas emociones colectivas se movilizaban especialmente en los grandes actos de masas organizados por el nacionalismo vasco, en los que no solía faltar la intervención de Monzón. Muchos años después Telesforo recordaba, con cierta nostalgia, aquella época como la edad de oro del PNV. Añoraba aquellos mítines a los que en ocasiones acudían decenas de miles de personas y la «mística» de aquellos tiempos. Y es que Monzón vivía su compromiso nacionalista y su acción nacionalizadora de las masas con fervor religioso, más que como algo estrictamente político.
La acción social nacionalista de Monzón pretendía extender el credo nacionalista como medio para alcanzar un objetivo superior que era la conservación o recuperación de la identidad vasca, cuya principal expresión era, en su opinión, la lengua. Nuestro protagonista se distinguía de otros nacionalistas por el énfasis que ponía en el euskera como principal criterio identitario. Si para Sabino Arana la raza era el rasgo vasco por excelencia y aborrecía la idea de un maketo euskaldun, Monzón prefería un vascoparlante no nacionalista a un abertzale erdaldun. Según afirmaba, «el alma patria donde mejor se encuentra es en la lengua» y, tratando de sintetizar su pensamiento con el racismo aranista, sostenía que «el valor cumbre de la raza es la lengua». Equiparaba la pérdida del euskera a la desaparición del «espíritu» vasco (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. I, 109-114; Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.vol. II, 196-200). Por eso la promoción del vascuence fue una de sus principales obsesiones y se dedicó a ella de diversas maneras a lo largo de su vida.
Monzón analizó, desde su propia experiencia vital, los usos sociales del euskera. El idioma oficial, la lengua empleada en los actos públicos y formales, era el castellano, mientras el euskera quedaba arrinconado en los espacios domésticos y populares, sobre todo rurales. Ni jauntxos, ni burgueses empleaban habitualmente el euskera en sus relaciones formales, salvo en el ámbito familiar o con sectores sociales subalternos. Por eso, Monzón, aunque lo había aprendido de niño, lo olvidó en su juventud. Para recuperar el euskera tuvo que estudiarlo y practicarlo durante una temporada en un caserío. Llegó a la conclusión de que la aristocracia vasca había traicionado a su propia lengua, y con ella el ser vasco, que se había refugiado en el pueblo y en el caserío:
El Espíritu Euskaldun huyó de nuestras clases altas y marchó a refugiarse al caserío del baserritar y a la txabola del pastor, a donde habrán de ir a recogerlo nuestros andikis [notables] si, como es de esperar y desea el pueblo, se deciden a convertir sus Torres y Casas solariegas en verdaderos focos de cultura dentro del movimiento renacentista vasco[10].
Monzón construyó un discurso populista que idealizaba al pueblo, identificado con lo tradicional y lo rural, como compendio de virtudes ancestrales y refugio del espíritu vasco. Él se veía a sí mismo como un aristócrata consciente que, a diferencia de otros jauntxos que habían traicionado su lengua, regresó al pueblo, simbolizado en el caserío, para recuperar el euskera y cultivarlo después. Aunque resulte paradójico, Monzón se había convertido en un aristócrata populista. Y recomendaría a los jóvenes nacionalistas esa educación popular, localizada en el baserri, como forma de interiorizar el ser vasco:
La primera universidad que los estudiantes necesitan es el BASERRI vasco. En nuestros baserris es donde encontrarán viva, verdadera, patente, la mayor parte de la cultura que nuestro viejo Pueblo ha acumulado y transmitido de generación en generación, de hijo en hijo (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 1, 87-88).
Durante la Segunda República Monzón se identificó plenamente con la política desarrollada por el PNV. Tal vez por el extraordinario énfasis con que unía lo religioso y lo político ha sido encuadrado en el sector más conservador y tradicionalista de su partido (Mees, L. y Casquete, J. (2012). Telesforo Monzón. En De Pablo et al. (coords.). Diccionario ilustrado de símbolos del nacionalismo vasco (pp. 79-91). Madrid: Tecnos.Mees y Casquete, 2012: 622). Desconfiaba de la República por su carácter laico, ya que entendía que el poder político debía estar al servicio de la fe: «Los vascos sabemos que Dios tiene derechos sobre nosotros y queremos que la sociedad se los reconozca. Para ello, en los problemas sociales, en la vida privada y pública, en el programa de nuestro partido, en todas partes subrayamos su gloria y sus derechos». Para Monzón el catolicismo era elemento sustancial de la identidad nacional, esto es, el vasco era un «pueblo creyente». Por eso, la legislación laicista no solo era condenable desde el punto de vista religioso, sino también desde la perspectiva de la identidad nacional, ya que contribuía a destruir el «ser vasco». En 1931 afirmó que la Constitución republicana de 1931, en caso de perdurar, acabaría «por destrozar nuestra vida y el espíritu vasco». Especial repulsa le producía la ley del divorcio, no solo por «la poca noción de trascentalidad [sic] y terrible egoísmo» que suponía, sino sobre todo porque servía «para acabar con la esencia misma de nuestro ser, de nuestra familia, de nuestra libertad». Monzón pensaba que la mujer vasca debía ser ante todo «buena esposa y buena madre», para llevar a cabo la alta misión a la que estaba llamada, esto es, «educar a los hijos haciéndoles patriotas». Y, frente a las propuestas de emancipación de la mujer planteadas en la Segunda República, aconsejaba a las emakumes que «en la vida matrimonial no les importe ser dominadas por el marido, que, a fin de cuentas, el ser dominado es prueba de que se ama más intensamente». Esa concepción católica y tradicional del ser vasco le llevaba a condenar la lucha de clases por «anticristiana y antivasca». En su lugar, proponía la «hermandad racial» y la «doctrina social de la Iglesia», esto es, una vez más el binomio espíritu vasco y catolicismo, que para él estaban absolutamente identificados (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 1, 119, 130, 135-138).
El estallido de la Guerra Civil obligó al PNV a tomar partido por uno de los bandos, ya que la neutralidad no era posible. Tras las dudas iniciales, el nacionalismo vasco, sin entusiasmo alguno, optó por la República, con la esperanza de obtener el estatuto de autonomía. Aunque se ha relacionado a Monzón con una actitud de cierta ambigüedad en los meses previos al alzamiento[11], lo cierto es que en julio de 1936 se posicionó contra el golpe militar, como lo prueba su participación en la Junta de Defensa de Guipúzcoa constituida el 27 de julio y la compra de armas que realizó en el extranjero para hacer frente a los sublevados. Unos meses después, al constituirse el primer Gobierno autónomo de Euskadi en octubre de 1936, José Antonio Aguirre le nombró consejero de Gobernación. Como responsable de guardar el orden público en tiempo de guerra, no consiguió evitar el asalto a las cárceles y el asesinato de más de 200 presos derechistas en Bilbao en enero de 1937, tras un bombardeo contra la villa que encendió ánimos de venganza. Como consecuencia de aquellos trágicos sucesos, Monzón presentó su dimisión, pero el lendakari Aguirre no la aceptó, a pesar de que la había pedido la propia dirección del PNV. Tras la caída de Bilbao, Telesforo se trasladó a Francia, donde se encargó, en nombre del Gobierno vasco, de los campos de refugiados vascos y de la Oficina de Colocación Obrera, que buscaba trabajo a los exilados. Ocupada Francia por el ejército de Hitler, huyó a México. En la capital azteca, convertida en el centro del exilio republicano, dirigió la Delegación del Gobierno vasco y actuó como principal colaborador del lehendakari Aguirre. Finalizada la Segunda Guerra Mundial regresó a Francia y participó en la reorganización del Gobierno vasco en el exilio. Los diez años que median entre el estallido de la Guerra Civil y su regreso al exilio francés fueron la etapa de mayor actividad política de Monzón, entendida esta como gestión de lo público y como diálogo con representantes de otras fuerzas políticas.
En ese lapso de tiempo las posiciones de Monzón fueron cambiando, como también lo hicieron las circunstancias políticas y la situación internacional. Perdida la guerra, Telesforo propuso la ruptura de cualquier compromiso del PNV con la República y la retirada del Gobierno vasco de todas las instituciones republicanas. Al mismo tiempo planteó la conveniencia de atraer al Gobierno vasco a los carlistas. Llegó incluso a proponer la salida de los socialistas del Gobierno vasco con el objetivo de favorecer esa aproximación a los tradicionalistas. Como escribía su correligionario Manuel Irujo en marzo de 1940: «Telesforo está ilusionado con echar el lastre de izquierda, para acercarse al cielo de la derecha» (Goiogana, I., Irujo, X. y Legarreta, J. (2007). Un nuevo 31: ideología y estrategia del Gobierno de Euzkadi durante la Segunda Guerra Mundial a través de la correspondencia de José Antonio Aguirre y Manuel Irujo. Bilbao: Fundación Sabino Arana.Goiogana et al., 2007: 197). En aquellos momentos la principal preocupación de Monzón era preservar la identidad vasca, más que continuar resistencia contra el franquismo. Proponía el regreso a Euskadi para «salvaguardar la raza, logrando la máxima unidad en el país, con un acercamiento a los carlistas-requetés» (Jiménez de Aberasturi, J. C. (1999). De la derrota a la esperanza: políticas vascas durante la segunda guerra mundial (1937-1947). Oñati: IVAP.Jiménez de Aberasturi, 1999: 242; De Pablo, S., Mees, L. y Rodríguez Ranz, J. A. (2001). El péndulo patriótico. Historia del Partido Nacionalista Vasco, II. Barcelona: Crítica.De Pablo et al., 2001: 9).
Esta propuesta de aproximación a las derechas se completaba con la defensa de la solución monárquica para sustituir al franquismo porque, en su opinión, era la que podía agrupar al mayor número de elementos antifranquistas y, sobre todo, porque podía recibir el apoyo de las potencias extranjeras[12].
Tras la ocupación de Francia por el ejército alemán, Monzón consiguió llegar a México a finales de 1941. Allí desarrolló una intensa actividad política, siempre a las órdenes del lehendakari, que le consideraba, además de un íntimo amigo, un colaborador político fundamental[13]. José Antonio Aguirre le encargó la dirección del Gobierno vasco en México, donde se encontraban varios consejeros. En aquella época, en que se consideraba próxima la caída del fascismo en Europa y del franquismo en España, Monzón defendía una postura soberanista, entendida como fórmula, no de ruptura, sino de integración del País Vasco en el Estado español: «Dese al pueblo vasco libertad plena, para que en uso de su soberanía, resuelva sobre sus destinos y solo así podrá decidir su integración en España con otros pueblos, libre y afectuosamente y se habrá resuelto en su fondo y para siempre el problema nacional vasco». No se trataba tanto de conseguir la independencia, como de establecer una suerte de «confederación ibérica […] de acuerdo con la voluntad nacional de los pueblos que la forman». La estrategia propuesta por Monzón para alcanzar ese objetivo era la formación de una alianza de pueblos ibéricos, primero con catalanes y después con gallegos. De esta forma, se conformaría un frente de nacionalidades que podría negociar desde una posición sólida con el Estado español, sin importar la naturaleza de este, o dicho con palabras del propio Monzón: «de ese modo seremos siempre una fuerza, sea quien sea quien tengamos en frente»[14].
Pero más allá de su actuación durante la Guerra Civil o de las posiciones y estrategias políticas que defendió entre 1939 y 1945, el elemento más relevante en esta época del pensamiento de Monzón fue su mitificación de la experiencia de la guerra (Mosse, G. L. (1990). Fallen soldiers: reshaping the Memory of the World Wars. Oxford: Oxford University Press.Mosse, 1990) y el relato que construyó sobre ese pasado traumático. Al igual que ocurrió en muchos países europeos tras la Primera Guerra Mundial, Monzón participó en la elaboración de una memoria que en lugar de recordar la crueldad y el horror de la guerra, presentaba esta como una lucha gloriosa por la patria. Este relato exigía negar el carácter de guerra civil del conflicto de 1936 e interpretarlo como una guerra de España contra Euskadi. Y es así como lo presentaba Monzón en 1939: «Fueron “ellos” los que se levantaron para pretender conquistar y “unificar” nuestro País»[15]. Una vez definida la Guerra Civil como guerra de conquista, Telesforo describía la actuación de los gudaris como una defensa heroica del territorio vasco amenazado por la agresión externa, como un sacrificio en defensa de la casa del padre y del alma vasca. Empleó la literatura para mitificar de la figura del gudari, iniciando así su labor como creador de mitos y símbolos de la cultura política del nacionalismo vasco. En sus poemarios Urrundik [Desde lejos] (1945) y Gudarien eginak [Las gestas de los gudaris] (Monzón, T. (1947). Gudarien eginak. Biarritz: Imprimerie Moderne.1947) rendía culto de manera exagerada a la figura del soldado vasco caído, al que confería unas virtudes morales supremas:
Los gudaris que murieron en la cumbre de nuestros montes, supieron vivir como ángeles y morir como valientes. En sus manos confió la Patria su esperanza y libertad. Ellos amaban la paz, el trabajo y la danza, pero fueron a la guerra para que la familia que allí dejaste, el caserío que te vio nacer y el apellido que llevas con orgullo, no vieran la muerte del alma de los vascos. Supieron morir cantando, llenando el blanco de sus almas y el verde de las praderas, con el rojo de su sangre generosa (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 4, 23).
Monzón presentaba al gudari como una figura angelical y pacífica, sin odio al enemigo, físicamente superior y
de una valentía insuperable (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 4, 98). El gudari encarnaba las virtudes del pueblo vasco, al que ahora Monzón llamará también «el Pueblo de los Gudaris». Tras el culto al soldado vasco caído subyacían conceptos religiosos, como el martirio
o el sacrificio por la fe, adaptados al credo nacionalista, de forma que la patria
adquiría una dimensión sagrada (Smith, A. D. (2000). The «Sacred» Dimension of Nationalism. Millennium. Journal of International Studies, 29 (3), 791-814. Disponible en:
El día de Pascua, Aberri Eguna, cuando las campanas empiecen a cantar, rezaremos a Dios: Alégranos señor, hasta en el disgusto. Alegra, junto con el mundo entero el Pueblo de los Gudaris: pues aquellos jóvenes —aunque tuvieron que nadar en mares de sangre y odio— no conocieron más que el amor (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izaguirre, 1986: vol. 3, 68-70).
Monzón había contribuido a convertir la brutal experiencia de la guerra en algo glorioso. Se refería al conflicto bélico como una «epopeya», como «una guerra de ángeles», como una «sublime locura colectiva», en la que los vascos dieron batalla «al Ejército español, al alemán y al francés». La guerra había tenido sentido e incluso utilidad, ya que había contribuido a fortalecer la «conciencia nacional»[16]. Esa exaltación de la muerte y del sacrificio supremo por la salvación de la patria tendría consecuencias en el futuro, ya que hacía del gudari una figura a emular, un modelo ideal de conducta que arraigó en el imaginario del nacionalismo vasco.
Sin embargo, ese relato de la guerra no podía ocultar, tampoco a los ojos de Monzón, la fractura que el conflicto bélico había provocado en la sociedad vasca. Telesforo simplificó esa ruptura al identificar a los navarros con los sublevados y al resto del pueblo vasco con la defensa de Euskadi. Veía a los requetés navarros como hermanos, muchos de los cuales hablaban euskera y procedían de ese mundo rural que Monzón identificaba con la esencia vasca. Formaban parte de lo que Telesforo entendía que era el pueblo vasco, concebido como una comunidad orgánica e indiferenciada, cuyo estado natural era la armonía y unidad. Nada más grave para él que la ruptura de la unidad del pueblo, una de sus principales obsesiones. Según Monzón, esa cohesión se había roto, no por culpa del pueblo, sino del enemigo externo. En uno de sus poemas se preguntaba: «¿Cómo los navarros contra nosotros?», y sugería que un aizkolari había tratado de separar la rama navarra del tronco vasco (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 4, 101). Acabada la guerra, el objetivo principal debía ser, pues, recuperar la unidad del pueblo. Por eso había propuesto en 1939 un acercamiento a los carlistas. Y por esa misma razón a mediados de los años cuarenta, convencido de que el franquismo estaba a punto de caer, proponía una «política de brazos abiertos y del perdón» entre vascos, una política que primara la generosidad sobre la justicia:
Hay que crear, debemos crear una mística del perdón, porque de otro modo no se habría coronado la obra de nuestro pueblo. […] No veo además modo práctico de poder llevar a cabo esa política que algunos llaman de justicia y que había de hacer correr sangre y llenar las cárceles; política triste que yo no quiero para mi pueblo en el día de su renacimiento. ¿Sobre quién se va a hacer «JUSTICIA»? Si la maldad pudiera concretarse en un grupito de seis o de doce, pero si solo en Nabarra los asesinos, los cómplices, los delatores se cuentan por millares, ¿cómo vamos a realizar más justicia que esa otra del Cristiano, que es la del perdón? Esta política del perdón, será capaz de levantar al País entero en una exaltación de misticismo, de generosidad y de alegría que coronará su obra[17].
En marzo de 1946 Telesforo Monzón abandonó el exilio mexicano y regresó a Francia, lleno de optimismo y entusiasmo, convencido de que era el momento de convertir al País Vasco en «algo que se acerque un poco a lo que soñó Sabino Arana»[18]. Se proponía desarrollar una política de paz y perdón entre vascos, que permitiera recuperar la unidad del pueblo. Sin embargo, en los años siguientes las ilusiones de Monzón fueron frustrándose. Por un lado, la esperada caída del régimen franquista no se produjo. Por otro, discrepó de la línea política que desarrolló Aguirre a partir de 1945. El lehendakari renunció a la denominada línea nacional vasca que había tratado de imponer en 1939. Por el contrario, optó por promover activamente un acuerdo entre todas las fuerzas políticas —vascas y españolas— del exilio republicano[19]. Monzón no estaba de acuerdo con este viraje político y abogaba por lo que llamaba una política «netamente vasca», es decir, un acuerdo entre vascos, incluidas las fuerzas derechistas, en vez de una alianza con fuerzas republicanas de ámbito estatal. Aspiraba a que los vascos de todas las tendencias —izquierdas, derechas y nacionalistas—, enfrentados durante la Guerra Civil, alcanzaran un programa mínimo sobre el futuro y el autogobierno del País Vasco. Su visión dicotómica de la realidad —España versus Euskadi; españoles frente a vascos— le hacía oponerse a la política de colaboración con fuerzas republicanas españolas y favorecer una aproximación a fuerzas derechistas vascas. Para Monzón esa política española no contribuía a forjar la unidad del pueblo vasco, que era una de sus principales obsesiones políticas. Por el contrario, generaba «luchas fratricidas» entre los vascos[20].
Monzón también rechazaba la política de lealtad hacia las instituciones y fuerzas republicanas de Aguirre. Consideraba que la alternativa republicana era absolutamente inútil para derrocar a Franco. Como ya había hecho nada más acabar la Guerra Civil, volvía a proponer ahora la solución monárquica que en su opinión era la más eficaz para acabar con el franquismo. En 1947, visto el fracaso de los Gobiernos republicanos en el exilio y la estrategia negociadora con los monárquicos del socialista Indalecio Prieto, el PNV y el Gobierno vasco decidieron dejar abierta la posibilidad de una alternativa monárquica. El hombre del nacionalismo vasco para sondear y tratar con los sectores monárquicos no podía ser otro que Monzón, tanto por sus privilegiadas relaciones personales con destacados miembros de la aristocracia próximos a don Juan como por su apoyo a esa alternativa. Entre 1948 y 1950 mantuvo numerosas reuniones con relevantes monárquicos del entorno de Gil Robles, como el guipuzcoano Juan Antonio Ansaldo o Félix Vejarano. Sin embargo, Monzón no era un monárquico convencido. Su apoyo a la vía monárquica se debía a razones de puro pragmatismo. Resumía su pensamiento sobre esta cuestión con la frase: «No pongo, ni quito Rey y sirvo a mi señor, que en nuestro caso solo puede ser nuestro pueblo y nuestra Euzkalerria». Su visión de la política española era instrumental. Los vascos se deberían decantar por la república o por la monarquía teniendo en cuenta sus propios intereses exclusivamente. Y en ese momento histórico, en opinión de Monzón, les interesaba más la alternativa monárquica, por ser esta la única con posibilidades de sustituir a Franco. Aunque no se declaraba monárquico, veía con nostalgia un idealizado País Vasco autónomo y foral en una monarquía tradicional, mientras era más crítico con el pasado republicano:
Con la Monarquía hemos vivido los hijos de Euzkalerria muchos siglos libres y algunos lustros oprimidos. […] Con la República hemos vivido varios años oprimidos y algunos meses libres. Proclamada en abril de 1931 se resistió a concedernos toda autonomía hasta septiembre de 1936 […]. Era cuando ya media España se había levantado en armas contra la propia República[21].
Monzón continuó apoyando la vía monárquica hasta fechas muy tardías, a pesar de su evidente fracaso tras el frustrado pacto entre Prieto y Gil Robles y una vez que el PNV había abandonado totalmente esa alternativa (De Pablo, S., Mees, L. y Rodríguez Ranz, J. A. (2001). El péndulo patriótico. Historia del Partido Nacionalista Vasco, II. Barcelona: Crítica.De Pablo et al., 2001: 155-214). Su apoyo a la solución monárquica española era conciliable con su nacionalismo de aquella época, alejado de reivindicaciones independentistas. Aunque defendía la autodeterminación para el País Vasco, rechazaba la ruptura con el Estado español. Entonces consideraba anacrónica y caduca la creación de nuevas fronteras y Estados. Para el Telesforo de entonces la autodeterminación no era un medio para lograr la independencia, sino un derecho natural de un pueblo creado por Dios, que necesitaba el autogobierno para conservar su identidad:
¿Acaso tiene alguien el derecho de hacer callar de repente a un Pueblo creado de la mano de Dios y que ha vivido durante milenios con su ser, su aspecto, su ley, su aliento y su sabiduría particular […]? ¡Vivir! y ¡Poder ser! No pedimos más. Para ello, lo mismo que los peces el agua y los pájaros el aire, necesitamos, de algún modo, nuestra autodeterminación. Esto no es politiquería sino el deseo y la ley depositados por Dios en los corazones de todos los hombres y pueblos (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 3, 29).
Durante los años cincuenta fueron aflorando las diferencias entre Monzón y los dirigentes nacionalistas. En 1953 presentó su dimisión como consejero del Gobierno vasco al lehendakari, que no se hizo pública hasta 1956, en el marco del Congreso Mundial Vasco celebrado en París. Entonces Monzón adujo que las razones de su dimisión habían sido su desacuerdo con la línea política del Gobierno de Aguirre de vincular la cuestión vasca a la alternativa republicana española y la insuficiente aportación de recursos del Gobierno vasco para la promoción del euskera. En el recuerdo de los dirigentes nacionalistas quedó la idea de que Monzón dimitió porque no se practicó eso que llamaba política «netamente vasca» de aproximación al carlismo, como escribió Irujo años después: «Recuerdan [los dirigentes nacionalistas] a Telesforo dimitiendo su cargo de Consejero porque el Gobierno Vasco no admitía dentro de su seno a derechas y requetés…»[22]. Lo cierto es que las diferencias políticas entre Monzón y los dirigentes del nacionalismo vasco eran profundas. Les separaban cuestiones de calado: el compromiso con la República o la apuesta por la vía monárquica; la consideración del Gobierno vasco como una institución derivada de la legalidad republicana o como una especie de gobierno nacional; una política de alianza con las fuerzas republicanas o una aproximación a las derechas vascas. Aunque Monzón continuó colaborando con los dirigentes nacionalistas vascos y participando en los medios de comunicación del PNV, sus opiniones eran cada vez más críticas con la política oficial. No le gustaba la línea editorial de la Oficina de Prensa de Euzkadi (OPE), a la que reprochaba su tono izquierdista —«venido de fuera»», con escaso ««aspecto vasco»— y sorprendentemente consideraba anticlerical. A finales de los cincuenta se refería despectivamente a los dirigentes nacionalistas como pseudoletrados («sasiletratuak»), alejados del pueblo y de la cultura vasca, incapaces de aportar soluciones[23].
Por otro lado, Monzón reprochaba a los dirigentes nacionalistas su escasa preocupación por la gravísima situación en que se encontraba la identidad vasca, que él veía en proceso de desaparición. Pensaba que la labor de los nacionalistas debía centrarse en «la conservación y robustecimiento de las características nacionales vascas en trance de extinción», en lugar de «perderse en el problemita de cada día», como parecía sugerir que hacían los dirigentes jeltzales. Según Telesforo, el franquismo era para España un simple cambio de su estructura política, «sin alterar su esencia». Sin embargo, para el País Vasco suponía la destrucción de la patria vasca y de sus señas de identidad[24]. Por eso había que dirigir todos los esfuerzos a salvar «el alma vasca», cuestión de mucha mayor importancia que una u otra estrategia política. Retomando una idea que ya había expuesto en los años treinta, insistía una y otra vez en que de nada valía el autogobierno si se perdía el ser vasco: «Sería inútil el afanarnos por libertar a Euzkadi, si su espíritu y sus esencias se hubiesen desvanecido para cuando llegase el momento de su libertad», escribió en 1947. Su propuesta podía resumirse en el título de una charla que dio a los jóvenes nacionalistas: «Guardemos nuestro ser» (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: I, 87-88). Lo fundamental no era la reivindicación nacionalista, gritar «Gora Euzkadi!» o hacer ondear la ikurriña. Lo verdaderamente importante era mantener la esencia vasca y vivir en sintonía con el ser vasco. De la misma manera que al creyente le debían acompañar sus obras, el militante nacionalista debía comportarse según un código de conducta que perpetuara el ser vasco: el joven debía casar con muchachas autóctonas para conservar la raza; el patrón debía preferir a trabajadores del país; todo vasco debía hablar en su lengua[25].
En esta época Monzón seguía identificando el espíritu vasco con la tradición y con una edad de oro perdida. El pasado encarnaba los valores peculiares del ser vasco. La modernidad, por el contrario, representaba su antítesis. En una visión maniquea contraponía el bien y el mal, lo vasco frente a lo extranjero, la tradición frente a lo moderno. Lo rural constituía la base material de ese virtuoso espíritu vasco. Su mayor expresión era el caserío, el baserri. De esa fuente se debía beber para conservar el espíritu vasco: «en ningún lugar como en el caserío se puede percibir el latido de nuestro pueblo con tanta fuerza y claridad» (Anai Artea (ed.) (1993). Telesforo Monzón, hitzeko gizona: Aturritik Ebrora. S. l.: Anai Artea.Anaia Artea, 1993: 92-93). Frente a ese idílico ámbito rural, Monzón contraponía el decadente mundo urbano y el trabajo industrial, una actividad «sin amor». En el orden social comparaba unas idealizadas relaciones paternalistas propias de la comunidad tradicional con el impersonal individualismo de la modernidad. En lo político, su referencia fundamental era la «ley vieja», mientras despreciaba las ideologías políticas de la contemporaneidad, que consideraba extranjeras. Desde una mentalidad profundamente antiliberal, prefería la costumbre heredada a la ley creada por un Parlamento: «Para un pueblo es mejor una buena costumbre que veinte leyes hermosas» (Monzón, T. (1995). Langosta baten inguruan. San Sebastián: Elkar.Monzón, 1995: 103, 83, 59-64. Anai Artea (ed.) (1993). Telesforo Monzón, hitzeko gizona: Aturritik Ebrora. S. l.: Anai Artea.Anai Artea, 1993: 95-97).
Monzón entendía ese ser vasco como la identidad de una comunidad natural de creación divina, arraigada en el pasado, que debía continuar en el futuro. El pueblo vasco no era para él una formación social de un momento histórico determinado. Por el contrario, era una comunidad eterna a la que pertenecían los muertos del pasado, los vivos del presente y los que estaban por nacer en el futuro. Es lo que con su lenguaje poético expresó con estas palabras: «Qué hermosa unión de los muertos con los vivos! ¡La continuidad de pasado, presente y futuro! Nuestra antigua y joven Euskal Herria». Si se perdía el espíritu vasco, se rompería esa cadena. Por eso, otra de sus obsesiones era la continuidad entre pasado y futuro, la relación entre las viejas generaciones y la juventud que, para Monzón, era algo fundamental, pero al mismo tiempo muy delicado, para la continuidad del pueblo. Para asegurar la pervivencia del ser vasco el futuro que soñaba debía construirse a imagen del pasado. La ley nueva debía basarse en la costumbre antigua. Utilizando las metáforas de la naturaleza que tanto apreciaba, comparaba Euskadi con un roble joven pero de antiguas y profundas raíces. Y solucionaba la dialéctica entre el pasado, como reducto del ser vasco, y el futuro por construir con el siguiente lema defensor de la tradición: «¡La ley antigua siempre joven!» (Monzón, T. (1995). Langosta baten inguruan. San Sebastián: Elkar.Monzón, 1995: 30, 60, 68).
En esta época Monzón desarrolló la idea, ya expresada en los años treinta, de que la lengua era el elemento fundamental de la identidad vasca. El euskera era para Telesforo, no un componente identitario más, sino expresión y síntesis de todos los elementos que conformaban la identidad vasca. En la lengua vasca, transmitida de generación en generación durante siglos, se compendiaban un singular sistema de creencias y valores, unas costumbres, un modo de vida, etc. El euskera era, en suma, la expresión del ser vasco: «Todo nuestro ser reside en el interior de nuestra lengua», escribió en 1951[26]. Veía el euskera —y por tanto, el alma vasca— en peligro de extinción. Por eso, una y otra vez encarecía vehementemente a los vascos a que se expresaran en su lengua y desterraran la «erdelkeria» («extranjerismo») del País. Esa labor era, para él, una obligación del patriota vasco, como decía a unos jóvenes nacionalistas en 1947:
[…] debemos decidir fiel y virilmente esta disyuntiva: ¿debemos dar a nuestro pueblo una cultura euzkérica o erdérica? Es más fácil lo segundo; pero, en verdad os digo: en caso de tomar ese camino, es mejor que vayáis a buscar a otro en vez de mí. Y cuanto antes. Yo no quiero ir a los brazos de la madre para clavarle un puñal en la espalda. Y ya sé que vosotros tampoco (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izaguirre, 1986: vol. 3, 88).
Desde los años sesenta Monzón se fue alejando cada vez más del PNV y del Gobierno vasco. Telesforo reprochaba al Partido Nacionalista su pasividad, su falta de liderazgo, su incapacidad para atraer a las nuevas generaciones y su funcionamiento antidemocrático. Para superar estos males proponía una profunda renovación. Estableciendo una vez más un paralelismo entre lo religioso y lo político, sostenía que de la misma manera que la Iglesia había realizado su aggiornamento en el Concilio Vaticano II, también el PNV debía acometer un proceso de apertura y regeneración. En su opinión, compartida por amplios sectores del PNV, había que abrir el partido a las nuevas generaciones y rejuvenecer su dirección. Al Gobierno vasco en el exilio le censuraba que no integrara en su seno al nuevo nacionalismo surgido en torno a ETA. Su anterior política de unidad, favorable a un acercamiento a los carlistas, se transformaba ahora en la propuesta de confluencia de las fuerzas nacionalistas en el Gobierno vasco. En los años setenta empleó un nuevo concepto, el de pueblo abertzale, cuya expresión institucional debía ser un «gobierno nacional vasco», basado en el PNV y ETA, según proponía en 1975[27].
El principal descuerdo entre Monzón y los dirigentes jeltzales era su diferente actitud ante ETA. Tras sus dudas iniciales, el PNV decidió en 1964 rechazar cualquier diálogo o colaboración con ETA, a la que consideraba una organización totalitaria de carácter marxista (De Pablo, S., Mees, L. y Rodríguez Ranz, J. A. (2001). El péndulo patriótico. Historia del Partido Nacionalista Vasco, II. Barcelona: Crítica.De Pablo et al., 2001: 265-279). Para Monzón, por el contrario, era imprescindible la acción concertada de todos los abertzales. Veía el mundo de ETA como uno de los elementos constitutivos de la misma familia vasca, que tomaba el relevo de las viejas generaciones. Había que dialogar y colaborar con la juventud vasca, que identificaba con ETA, evitando las rupturas, pues de ello dependía la continuidad del ser vasco. Monzón empleaba profusamente metáforas de carácter familiar para describir la relación entre el nacionalismo jeltzale y ETA. A veces se refería a los etarras como los «hermanos alejados de casa». Pero la figura paterno-filial era su preferida porque sugería que ETA era descendiente, continuidad y relevo del PNV: «Si ellos [los militantes de ETA] se han alejado de la casa del padre, no dejan de llevar en sus venas la sangre del padre». Según decía, ETA había nacido «de las entrañas mismas» del PNV[28]. Para que esa familia vasca no se rompiera, Monzón adoptó el papel de puente entre generaciones y de agente de la unidad abertzale. Se imaginó a sí mismo como nexo entre juventud —identificada con ETA— y tradición. Se mostró dispuesto a tomar el «pan fresco» de los jóvenes, siempre que estuviera hecho con la «harina de casa». Según decía, pretendía «unir el hoy y el ayer sin romper la cadena», esto es, aunar la tradición jeltzale y el nacionalismo radical de ETA[29]. Por eso creyó que tenía un papel providencial en la causa vasca. Como declaró su hermano Isidro, a partir del juicio de Burgos «Telesforo tomó conciencia de la importancia que él tenía, del papel que estaba destinado a desempeñar por el pueblo, de la importancia de su persona y de su labor» (Punto y Hora, 256, 5-12 marzo 1982).
Monzón construyó, pues, un relato que describía a ETA como continuidad y renovación generacional del nacionalismo histórico. Por eso saludó su nacimiento y desarrollo con extraordinario optimismo[30]. Si en los años cincuenta el pesimismo había dominado su pensamiento, ahora le invadía una auténtica euforia de entusiasmo y esperanza. La causa vasca, que antes presentaba como atascada en un lodazal, había sido revitalizada por la juventud, que identificaba con ETA. La identidad vasca, que antes veía en trance de extinción, ahora estaba siendo recuperada por esos jóvenes «patriotas euskeldun-berris de ETA». Para Monzón, ETA no era simplemente un hijo rebelde del padre. Era mucho más que eso. Dicho con sus propias palabras, «el nacimiento de ETA […] fue el nuevo chispazo que tomó el relevo de los viejos gudaris y renovó la esperanza». Según su relato, ETA fue el eslabón que dio continuidad a la lucha por la causa vasca, como una y otra vez repetía utilizando símiles que vinculaban el pasado glorioso de la Guerra Civil con aquel presente de los años sesenta y setenta: los jóvenes refugiados de ETA eran «los hijos y los nietos de aquellas mujeres que llegaban por mar a Donibane huyendo de los alemanes»; el juicio de Burgos y el bombardeo de Gernika eran «dos caras de la misma moneda»; y su eslogan preferido, los «gudaris de hoy», en referencia a los militantes de ETA, no eran sino el relevo de los «gudaris de ayer», aludiendo a los combatientes vascos de la Guerra Civil[31].
El apoyo de Monzón a ETA se fue incrementando con el paso del tiempo, hasta convertirse en el centro de su actividad política. Sus llamamientos iniciales en el seno del PNV para impulsar el «diálogo entre generaciones» dieron paso a sus esfuerzos por integrar a ETA en una «Resistencia Vasca» común con el PNV. En 1968 expuso formal y públicamente su propuesta de constitución del frente abertzale. En 1969 dio un paso más y creó Anai Artea, organización de apoyo a los refugiados etarras en el país vasco-francés[32]. A partir del juicio de Burgos su identificación con ETA fue absoluta. Actuó como mediador de ETA, cuando esta organización secuestró al cónsul alemán en San Sebastián, Eugene Beihl, en diciembre de 1970. Entonces radicalizó sus mensajes, los adaptó a la estrategia de ETA y actuó políticamente a favor de esta organización. Como afirmaba su buen amigo Manuel Irujo en 1971, «es difícil saber en los actuales momentos hasta dónde la iniciativa es suya o él va arrastrado por la iniciativa de los demás, y los demás son los Eta»[33]. Tras la muerte de Franco, en abril de 1977 organizó la cumbre de Chiberta, unas conversaciones entre todas las fuerzas nacionalistas para tratar de constituir un frente abertzale ante el proceso de transición. Fracasadas esas negociaciones, Monzón tuvo que elegir entre el PNV, su partido de toda la vida en el que seguía militando, y ETA. Se decantó por esta, identificándola con los gudaris del pasado: « […] no sé en este momento qué camino hay que tomar, pero a pesar de todo, en el momento más grave, y sin la seguridad de acertar, digo que yo no me separo de los gudaris vascos, ni les dejo solos» (Anai Artea (ed.) (2011). Las actas de Txiberta. Xibertako Aktak. Les actes de Chiberta (1977). S.l.: Anai Artea.Anaia Artea, 2011: 54). Sin embargo, hasta su muerte continuó proclamando su condición jelkide. Era una forma de decir que el nacionalismo radical era el depositario del auténtico nacionalismo histórico, encarnado en la figura del viejo Telesforo Monzón.
Cabe preguntarse por las razones que empujaron a Monzón a acabar abrazando el nacionalismo radical de ETA. En su trayectoria abundaban actitudes e ideas políticas que parecían alejarle de esos planteamientos, como su defensa de la alternativa monárquica, su rechazo al independentismo, su propuesta de acercamiento a los carlistas o su profundo tradicionalismo y conservadurismo en materia social. Algo tuvo que ver en ello el proceso de descolonización que radicalizó sus posiciones políticas. En el mismo momento histórico, en torno a 1960, en que surgían numerosos nuevos Estados en el Tercer Mundo, criticaba la inacción y el languidecimiento del PNV. Con un optimismo contagiado por el proceso de descolonización sostenía que «en la época en la que vivimos, los movimientos nacionales están llamados a lograr el triunfo con tal de que no se les ponga máscara»[34]. Así que la independencia de Euskadi, que en los años cincuenta consideraba algo caduco, pasó a ser su objetivo político principal. Y para conseguirla hacía en 1960 un llamamiento a la «acción» y a la «lucha», inspirado en movimientos anticolonialistas del Tercer Mundo.
El nuevo nacionalismo radical y Monzón también coincidían en que ambos creían que el euskera era el principal elemento de la identidad vasca. ETA rechazó desde sus inicios el criterio racial como elemento de la identidad nacional. La raza fue sustituida por un concepto lingüístico cultural de la etnia. Esto conectaba plenamente con Monzón, que siempre había considerado al euskera como rasgo esencial del espíritu vasco. Si Monzón había afirmado que en el vascuence residía la esencia del ser vasco, ETA proclamaba en 1960: «El euskera es la quintaesencia de Euzkadi: mientras el euskera viva, vivirá Euzkadi» (Jáuregui, G. (1985). Ideología y estrategia política de ETA: análisis de su evolución entre 1959 y 1968. Madrid: Siglo xxi.Jáuregui, 1985: 160).
Pero el elemento que más contribuyó a la adhesión de Monzón al radicalismo abertzale fue que compartía con ETA una vivencia religiosa del nacionalismo vasco. Ya hemos visto la permanente fusión entre religión y nacionalismo en Telesforo desde su juventud, que le hacía entender la política como algo místico. Una de las críticas que lanzaba a su partido era precisamente la pérdida de ese sentido místico de la acción política: «¿Dónde está aquella mística, aquel ímpetu, aquel afán de renovación, aquella fuerza que lo invadía todo?»[35]. Monzón encontró esa mística en ETA, organización de carácter aconfesional, pero impregnada de una cultura mesiánica y religiosa. El nuevo nacionalismo etarra se configuró como una religión política que, en el contexto de la acelerada secularización de los sesenta, transfería la sacralidad a un concepto secular como era la nación vasca y suscitaba un entusiasmo religioso, de forma que definía el sentido último de la vida de sus militantes, dispuestos al sacrificio supremo por la patria. La mayor parte de los militantes de la primera ETA procedían de movimientos o grupos eclesiásticos. Aunque se fueron alejando de la Iglesia, construyeron un universo simbólico sagrado, en torno a la nación, en lugar de en torno a una referencia teísta[36]. Por eso Telesforo vio en ellos esa fe y esa mística que ya no encontraba en el PNV, como escribía en 1973:
Lo que necesitamos es mística, fuerza y actuación. […] De las generaciones que hoy viven debe salir la Patria redimida. […] Hay que gritar, hay que actuar y hay que ser capaz de dar su trabajo, su sangre y su vida, como ayer la dio Saseta [comandante de gudaris muerto en el 1937], como hoy la ha dado Mendizabal [etarra muerto en 1973]. […] Cojamos altura! Los vivos se deben a los muertos. Los héroes no entienden de intrigas[37].
Monzón se identificó con esa mística del patriotismo etarra que sintonizaba con su visión religiosa del nacionalismo. Observó que en el origen de ETA estaba el espíritu religioso de sacrificio, cultivado en conventos y seminarios. Como declaró en 1976, los primeros etarras procedían «del mundo más espiritual, del mundo de los sacerdotes, de los frailes, de los monasterios». Desde 1970 compartió con refugiados etarras movilizaciones políticas que vivía con fervor religioso. En 1971 describía así su participación en una huelga de hambre en la catedral de Bayona junto a refugiados próximos a ETA: «Los días de la Catedral fueron para mí —y creo que para todos— absolutamente felices. El cuerpo sufría hambre; pero qué alimento el que el espíritu recibía!». Comparaba las marchas multitudinarias a la isla de Yeu, a favor de los etarras allí deportados, con las peregrinaciones religiosas que realizaba en su juventud[38]. Buena muestra de que Monzón y ETA compartían una visión sagrada de la nación es que ambos convirtieron la muerte del etarra en martirio. Los primeros textos de ETA equiparaban la figura del «gudari revolucionario» con la del cruzado medieval, ambos dispuestos a dar la vida por una «verdad absoluta», en este caso por «la liberación radical de Euzkadi»[39]. Esa imagen enlazaba con el culto al gudari caído que Telesforo había cultivado en sus poemas de los años cuarenta. En los sesenta recuperó aquel relato martirial y lo adaptó a la nueva generación de ETA, subrayando de manera machacona el mito de continuidad entre «los gudaris de ayer y de hoy». Ahora eran los etarras caídos los nuevos héroes nacionales que entregaban su vida por la patria. Para rendir culto a su memoria y convertirlos en símbolos de la entrega absoluta por la patria, volvió a escribir poemas y canciones. Al igual que había hecho en los años cuarenta, ensalzaba exageradamente a los etarras a quienes definía como juventud «heroica, sincera y generosa hasta el límite». Los convirtió en modelo de conducta a imitar, alabando su «inmensa categoría moral» y refiriéndose a ellos como «mártires». Influenciado por su origen jauntxo, los llegó a calificar incluso de «aristocracia de nuestro pueblo»[40].
A diferencia del discurso pacifista de los años cuarenta sobre los gudaris de 1936, este mensaje que glorificaba la figura del etarra caído iba acompañado de una llamada a la lucha. En vísperas de la muerte de Franco escribió «todos debemos luchar» (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 5, 113-117). Convencido de que el final del franquismo era la oportunidad histórica para conseguir la independencia de Euskadi mediante la violencia y la movilización de todos los abertzales, difundió entonces un mensaje de enorme radicalidad. Proclamó una y otra vez que la Guerra Civil —a la que ahora se refería como «guerra nacional vasca contra la invasión armada hispano-fascista» (Enbata, enero de 1976)— no había concluido y que ETA no hacía sino continuar la lucha de los gudaris de 1936.
Monzón había reflexionado sobre el papel nacionalizador de la guerra. Sabía que el culto a la memoria de los muertos y héroes por la patria era vehículo de identificación nacional. Si Telesforo afirmaba ahora que la Guerra de 1936 no había acabado y que ETA continuaba la lucha de los gudaris era porque sabía que la guerra, presentada como un conflicto bélico de España contra Euskadi, nacionalizaba. Monzón entendía la violencia de ETA, no solo como instrumento para alcanzar o negociar objetivos políticos concretos, sino como un agente nacionalizador que en sí mismo tenía sentido, ya que extendía la conciencia nacional al crear héroes y mártires, símbolos y mitos de la patria. O dicho con fría crueldad, la muerte era rentable para hacer avanzar la causa nacional, como afirmaba en septiembre de 1975: «La sangre de nuestros héroes debe ser aprovechada al máximo. Es menester hacer que el sacrificio y la entrega de cada abertzale rindan lo más posible». Se refería a «la sangre» como «el ahorro de los movimientos de liberación». Concebía la violencia, la lucha, el sacrificio supremo por la patria como el preludio de la libertad de Euskadi. O dicho una vez más con su lenguaje religioso, a Euskadi le quedaba sufrir todavía un «viernes de pasión» antes de su resurrección[41].
La violencia preconizada por Monzón debía ir acompañada de la lucha del pueblo. Para movilizarlo se necesitaban poetas que difundieran los mitos y símbolos de la patria. Según dijo Telesforo, para liberar a los pueblos, además de gudaris, eran necesarios poetas; para que los símbolos nacionales arraigasen se necesitaba sangre y lírica[42]. Y él prefirió aportar el segundo elemento. Erigido en poeta del pueblo, se dedicó a elaborar símbolos y mitos, vinculados a la idea de borroka (lucha) y sacrificio por la patria. Escribió poemas y canciones de enorme difusión en los que llamaba a la lucha, a la resistencia, a la unidad del pueblo y a la entrega total por la nación vasca. Organizó rituales como la marcha de la libertad en 1977 que pretendía representar a un pueblo en marcha hacia su soberanía. Protagonizó actos simbólicos como su regreso a Euskadi en julio de 1977 acompañado de antiguos etarras condenados en el proceso de Burgos, para representar el mito de continuidad entre los «gudaris de ayer y de hoy». Allí proclamó: «Han ganado los muertos de ayer y los de hoy. Los presos han ganado. Euskadi está a punto de nacer, en la sangre y en el sufrimiento. Como se nace siempre» (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 5, 241). Contribuyó a crear, en suma, todo un conjunto de mitos y símbolos que arraigaron en el imaginario colectivo del nacionalismo radical y que han perdurado durante décadas (Casquete, J. (2009). En el nombre de Euskal Herria. La religión política del nacionalismo vasco radical. Madrid: Tecnos.Casquete, 2009).
Tras una biografía encontramos diferentes vidas de un mismo individuo que se va adaptando a los diversos tiempos que le toca vivir, en una compleja interacción entre el individuo y su entorno cambiante. En el caso de Telesforo Monzón hemos identificado las diferentes versiones de la misma persona que se fueron sucediendo desde los años veinte hasta los setenta del siglo xx. El joven Telesforo fue un jauntxo católico que dudaba de su identidad nacional y que finalmente se decantó por el nacionalismo vasco. Educado en valores integristas y en un entorno que rechazaba el mundo moderno, Telesforo vio en el nacionalismo vasco una forma de preservar un idealizado mundo tradicional y la religión católica. En los años treinta se convirtió en un aristócrata populista y en un apóstol del nacionalismo vasco, dedicado a abertzalizar a las masas, valiéndose de su oratoria vehemente y apasionada. Al estallar la Guerra Civil pasó a ser uno de los más estrechos colaboradores del lehendakari Aguirre durante el conflicto bélico y en el exilio mexicano. Distanciado en los años cincuenta de la dirección del nacionalismo vasco, asumió el papel de custodio del ser vasco, identificado con el euskera y el mundo rural tradicional, que veía en trance de desaparición. Sus artículos y obras de teatro de esa época reivindicaban una y otra vez el pasado y la tradición como fundamento sobre el que construir el futuro. Al surgir ETA y dividirse el nacionalismo vasco, se imaginó a sí mismo como puente entre generaciones que debía unir a la familia nacionalista. Creyó ser el nexo entre el pasado (el nacionalismo histórico) y el futuro (ETA). Sintió que estaba destinado a jugar un papel providencial para forjar la unidad del pueblo abertzale, necesaria para alcanzar la independencia de Euskadi. Influenciado por el proceso de descolonización y por el nacionalismo radical de ETA, endureció extraordinariamente sus mensajes en los años setenta. Creyó que el final del franquismo era la oportunidad de alcanzar la independencia de Euskadi mediante la violencia y la lucha del pueblo. Se convirtió entonces en líder del nacionalismo radical y en poeta de la violencia, en la que creía por su eficacia nacionalizadora, por su capacidad para crear mártires para la causa nacional.
La evolución de Telesforo Monzón está, pues, jalonada de grandes cambios. Pero junto a estas transformaciones, hemos identificado también elementos de continuidad. La fusión entre religión y nacionalismo es uno de ellos. La cosmovisión católica de Monzón impregnó de religiosidad su vivencia de lo político. Para él la libertad de Euskadi era un instrumento para la salvación religiosa. Experimentó su conversión al nacionalismo vasco como una especie de revelación trascendente. Vivió su actividad política como apostolado. Identificó la muerte en la guerra con el martirio y la emancipación nacional con la resurrección de la patria. El nacionalismo era para Monzón mucho más que una opción política. Era un conjunto de creencias y valores, estrechamente vinculados a su fe religiosa con la que se confundían, que daban sentido a su vida. Esa fusión entre religión y nacionalismo fue el elemento que le permitió conectar con ETA. En los jóvenes etarras vio la mística, el sacrificio por la patria, el fervor patriótico que ya no encontraba en el PNV. Para alguien como Monzón, que identificaba salvación religiosa y salvación nacional, no fue difícil dar el salto al nacionalismo radical, configurado como una religión política que sacralizaba la nación (Linz, J. J. (2004). The Religious Use of Politics and/or the Political Use of Religion: Ersatz-Ideology versus Ersatz Religion. En H. Maier (ed.). Concepts for the Comparison of Dictatorships (pp. 107-125). London: Routledge.Linz, 2004: 107-125).
Otro elemento de continuidad en la evolución de Monzón fue su populismo, manifestado tanto en su discurso como en su concepción de la acción política. Telesforo empleó siempre una retórica emotiva que idealizaba al pueblo vasco, aunque este concepto variara en el tiempo. Hasta los años sesenta el pueblo vasco era el sublimado pueblo rural, reducto del ser vasco, refugio del euskera, compendio de virtudes ancestrales. Desde los años sesenta, en el contexto de acelerado retroceso de ese mundo rural, el pueblo vasco de Monzón se convirtió en el pueblo abertzale, favorable a la independencia vasca. Pero tanto en un caso como en el otro, Telesforo presentó siempre a ese pueblo vasco como una comunidad natural y homogénea, amenazada en su supervivencia por un enemigo externo, España, que trataba de provocar su desaparición y desunión. Desde la República hasta la Transición mantuvo siempre ese discurso dicotómico y maniqueo, que desde los sesenta fue radicalizando. En cuanto a su concepción de la acción y participación política, prefirió el contacto directo con las masas populares a la participación institucional, que menospreciaba. En los años treinta consideró más importante abertzalizar al pueblo mediante mítines y conferencias que participar en el Parlamento. Tras cuarenta años de exilio, en la Transición, recuperó su protagonismo en rituales políticos de masas de gran contenido simbólico. Frente a la política representativa e institucionalizada, defendía entonces lo que llamaba la «democracia sin urnas», basada en la acción del pueblo «saliendo a la calle». Como todos los líderes populistas, creía tener una relación especial con el pueblo, basada en el «amor inmenso» que sentía por él, lo que, según decía, explicaba su liderazgo ante las masas (Izagirre, K. (ed.) (1986). Telesforo Monzón: hitzak eta idazkiak. S. l: Jaizkibel.Izagirre, 1986: vol. 5, 160-161; Monzón, T. (1982). Herri baten oihua. Hitzak eta idatziak. Pamplona: Mesa Nacional de Herri Batasuna.Monzón, 1982: 133).
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