SUMARIO
Este excepcional ensayo quintaesencia toda la obra de su autor, en la actualidad letrado del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, después de haberlo sido durante varios años del Tribunal Constitucional español y antes profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Oviedo. El núcleo de su tesis principal se adelanta en la extensa introducción. Escuchémosle: «Los Estados nacionales europeos han dejado de ser hace tiempo la unidad de poder adecuada a la realidad de las sociedades que se desenvuelven en Europa. Las viejas sociedades nacionales han desbordado los límites de la autoridad del Estado sin llegar a constituirse en una verdadera sociedad europea. Para ello sería necesario la constitución de una autoridad que las articulara y comprendiera como una nueva comunidad política. En tanto no se cumpla esa condición, la interrelación entre las distintas sociedades nacionales más allá de sus respectivos Estados abundará en la incapacidad de estos últimos para ordenar con eficacia las relaciones de poder en el ámbito de su soberanía. En otras palabras, mientras las sociedades nacionales europeas no se reduzcan a una sociedad de Europa por obra de una autoridad soberana continental, el juego combinado de su acción independiente seguirá dando lugar a una realidad inmanejable y ajena al Derecho. Vale decir, a una realidad inhóspita para la vida en libertad» (pp. 21-22).
Juan Luis Requejo se ocupa de argumentar y defender esta tesis en los cinco capítulos de El sueño constitucional. El punto de partida del capítulo 1 («La violencia organizada») es la concepción del hombre como un «animal violento», consciente de «haber nacido para la muerte» (p. 36). Esta antropología realista, incluso podría decirse que pesimista, conduce a considerar el derecho como un imprescindible instrumento, no para establecer la justicia, sino para «regular el ejercicio de la fuerza» (p. 40). Una fuerza que solo cuando es monopolio de un poder público soberano, de un Estado, alcanza su plenitud, para lo que es preciso superar las formas políticas preestatales y, en el plano de la teoría política, sustituir el «paradigma aristótelico», el más influyente a lo largo de la antigüedad grecorromana y de la Edad Media, por el «paradigma hobbesiano».
En el capítulo 2 («El Estado en soledad») se aborda el nacimiento del problema constitucional, esto es, el de limitar la actividad del Estado sin destruir su soberanía. Sin el Estado, imprescindible instrumento para asegurar la paz, es imposible la libertad, pero esa tampoco fructifica allí en donde la actividad del Estado no está limitada. El constitucionalismo o, como el autor a veces lo denomina, el «movimiento constitucional», nace para responder a este problema, que ha tenido diferentes respuestas en Occidente, de las que Juan Luis Requejo se hace cargo, deteniéndose sobre todo en los Estados Unidos y Francia desde el siglo xviii hasta la actualidad. Descartadas la soberanía del Rey e incluso del Parlamento (la experiencia de la Convención francesa fue a este respecto determinante), no quedó más remedio que imputar la soberanía (su titularidad, no su ejercicio) a un sujeto ideal, carente de existencia física y de voluntad propia: el pueblo o la nación. Una imputación que, desde un punto de vista objetivo, conduce a reconocer la soberanía en el propio ordenamiento del Estado y en particular en su Constitución. Sobremanera cuando esta se concibe como norma suprema, cuya supremacía garantiza la justicia constitucional, como ha ocurrido en los Estados Unidos desde 1803, tras la célebre sentencia de Marshall, y en buena parte de la Europa continental y de Iberoamérica a lo largo del siglo xx.
En el capítulo 3 («La multitud de los Estados») se insiste en que la convivencia en derecho de los Estados solo ha sido posible con la renuncia a la idea de la soberanía como fundamento exclusivo de la realidad jurídica y la definición de su concepto a partir, no ya de la validez, sino de la aplicabilidad. Una categoría que ha permitido al soberano eludir los límites constitucionales, aunque con el alto coste de ir desprendiéndose de los últimos restos de su condición soberana. Así sucede cuando se incorporan al ordenamiento normas que no proceden de la propia Constitución, sino del derecho internacional o del derecho comunitario europeo. Unas normas que deben aplicarse de forma preferente respecto del derecho interno y que tutelan unos órganos jurisdiccionales distintos de los nacionales, como el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en el caso de las normas comunitarias. El soberano no es ya «quien decide sobre la validez de las normas del sistema, sino quien determina qué normas, con independencia de la causa de su validez, se integran efectivamente en el proceso de administración de la violencia» (pp. 139-140). La Constitución nacional se transforma, así, en «una norma sobre la aplicación de normas, de la que resulta un ordenamiento en el que se articula una pluralidad de sistemas normativos» (p. 156). La Constitución nacional decide qué normas son aplicables (y en eso se compendia la soberanía de la que la Constitución es expresión normativa), pero no «el modo en que han de aplicarse», que ya no es competencia del soberano, sino del acuerdo entre este y los demás soberanos de la comunidad internacional (p. 158).
En el capítulo 4 («El soberano fugitivo») se hace hincapié en la situación de desvalimiento en la que se encuentra el ciudadano europeo ante unos Estados nacionales que ya no pueden garantizarle plenamente la libertad y los derechos sociales, estos últimos muy recortados desde la caída del Muro de Berlín, y ante una Unión Europea, un «protosoberano», en palabras del autor de este ensayo, que tampoco es capaz de hacerlo al carecer (todavía) de los instrumentos adecuados, que solo puede proporcionarle el reconocimiento de su soberanía. Un objetivo, ciertamente, mucho más ambicioso que el de superar el «déficit democrático» de la Unión Europea, debido al muy deficiente control de sus decisiones por parte de los ciudadanos de los Estados que la integran. «El remedio a la situación del ciudadano, inerme frente a la acción de un poder con el que no puede identificarse enteramente y al que no puede someter a los límites que aseguran el control del soberano interior, no está en la democratización de las Comunidades, sino en su estatalización. En la Constitución de un nuevo soberano» (p. 204).
En esta tesis capital se insiste también en el capítulo 5 y último («Esperando al soberano») en el que se pone de relieve la imperiosa necesidad de no perder nunca de vista que la lógica del proceso de unificación europea no ha sido la lógica de la democracia y de la ciudadanía, sino la de los Estados y la del mercado, cuya contribución a la paz y prosperidad del Viejo Continente ha sido indudable. Precisamente, el «sueño de la razón constitucional» consistió en reorganizar la Unión Europea, sobremanera desde la aprobación en 2001 del Tratado de Niza, de manera inconsecuente, como si fuese ya un Estado, cosa que ciertamente está lejos de ser. En primer lugar, mediante la ampliación de las competencias de su Parlamento, elegido por sufragio universal, pero sin poner en entredicho el decisivo poder que ejercen los Estados miembros, a través sobre todo del Consejo de la Unión Europea y, en menor medida, de la Comisión. En segundo lugar, merced a la aprobación en 2007 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, que ha ido mucho más allá de reconocer las iniciales libertades de circulación de mercancías, de personas, de servicios y de capitales, lo que ha otorgado al juez nacional un enorme y peligroso poder a la hora de aplicar, con carácter preferente, el derecho comunitario, dada la vis expansiva de la mencionada Carta. Se ha creado, así, si no un monstruo, como el de la estampa goyesca que se reproduce en la cubierta de este ensayo, al menos una «criatura inmanejable» (p. 222). Esas innovaciones institucionales y normativas, además, no han venido acompañadas, más bien todo lo contrario, del fortalecimiento de una ciudadanía europea culta y cohesionada culturalmente[1], sustento imprescindible de un nuevo soberano de ámbito continental, erigido de acuerdo con las premisas del federalismo. Único expediente —ciertamente hoy muy lejano, incluso más lejano que hace unos años— capaz de transformar esa «criatura inmanejable» en un instrumento al servicio de los ciudadanos.
Una tesis, auténtico leitmotiv de este ensayo, que su autor formula de nuevo en el epílogo: «Hace tiempo que los Estados nacionales europeos han perdido la capacidad de dominio necesaria para ordenar la realidad social sobre la que pretenden imponerse… Si se trata de asegurar la libertad igual, efectiva y para todos, se impone la constitución de un poder público equivalente en sus dimensiones a la sociedad en la que esa libertad debe estar garantizada. A día de hoy esas dimensiones son las del Continente y el único poder capaz de constituirse a su altura parece ser el de la Unión. En ella debiera ver el constitucionalismo el germen del nuevo Leviatán y aplicarse a su mejor desarrollo… Lo que supone tener presente alguna lección de la historia, como es el fracaso de las Cartas otorgadas, lamentablemente repetido con el intento de Tratado con el que quiso establecerse una Constitución para Europa… En el espíritu mismo de la conciencia europea labrada por la historia se encontrarán también razones para la convicción profunda de que la lucha por la libertad es hoy, entre nosotros, la lucha por la República de Europa» (pp.164-166).
La lectura de El sueño constitucional es muy recomendable. Acaso con mayor motivo tras el reciente Brexit, que señala precisamente el camino contrario al que se defiende en este ensayo. Un camino que podrían seguir otros muchos Estados, aunque en el caso de la Gran Bretaña esta vuelta al «Estado en soledad» es muy coherente con la respuesta (orillada en este ensayo) que este Estado ha dado al problema constitucional antes mencionado, basado en la soberanía del Parlamento y, por tanto, en la ausencia de una Constitución documental y desde luego normativa, lo que separa radicalmente a la Gran Bretaña de la Europa continental y también, en este decisivo punto, de los Estados Unidos de América.
A lo largo de las páginas de El sueño constitucional se pone de manifiesto el particular influjo, aparte del de Thomas Hobbes, de cuatro autores contemporáneos: Ignacio de Otto, el inolvidado maestro en Oviedo de Juan Luis Requejo; Hans Kelsen, de quien el autor de este ensayo editó hace años en esta misma colección La Teoría del Estado de Dante Alighieri y Esencia y valor de la democracia; Alessandro Passerin D’Entreves, sobremanera a través de su penetrante La noción del Estado; y el sociólogo alemán Niklas Luhmann, alguna de cuyas obras tradujo al español el citado De Otto. Estas influencias intelectuales son especialmente patentes en los dos primeros capítulos, mientras que en los tres últimos se plasman algunos trabajos anteriores del autor, como los ensayos publicados en los volúmenes cuarto y sexto de Fundamentos[2], y al menos tres monografías[3] acerca de cuestiones atinentes, más que a la teoría del Estado, a la teoría general del derecho, al derecho internacional y al derecho comunitario, como el concepto clave de aplicabilidad, el papel del Tribual de Justicia de la Unión Europea y del juez nacional, así como el impacto de la Carta de los Derechos Fundamentales en la naturaleza de la Unión Europea.
Su elevado grado de abstracción —que se combina con un notable sentido histórico, en una combinación difícil e infrecuente— confiere a este ensayo una notable densidad, que no permite una lectura rápida, pese a la gran claridad, coherencia y brillantez con que está escrito. Son especialmente brillantes las similitudes entre los principales paradigmas de la teoría política y de la física.
Carente de notas a pie de página, al final de cada capítulo se incluye una «nota bibliográfica», por lo demás muy sucinta. En esas notas, y por supuesto en todo el texto, llama la atención las reiteradas referencias a la cultura grecorromana (Platón, Aristóteles, Ovidio, Polibio) y a algunos escritos básicos de la tradición judeo-cristiana, como el Génesis, los Hechos de los Apóstoles y De Civitate Dei, de san Agustín. Unas referencias por desgracia hoy muy infrecuente en los estudios jurídicos y políticos, que refuerzan el tono elegante, ilustrado, deliciosa y admirablemente «antiguo», de este ensayo, por otra parte muy bien editado.
[1] |
Un escollo a esa cohesión reside en la presencia de numerosas comunidades islámicas dentro de Europa, difíciles de encajar en la tradición política occidental, como se recuerda en este ensayo, en el que está muy presente El choque de civilizaciones, la conocida obra de Samuel P. Huntington, que se cita en la nota bibliográfica del cap. 4. La avalancha de refugiados, tan mal gestionada, ha agravado este problema, acaso el más importante, y sin duda el más urgente, que tiene que resolver la Europa actual. |
[2] |
El núm. 4 (2006) de Fundamentos. Cuadernos monográficos de Teoría del Estado, Derecho Público e Historia Constitucional, que llevaba por título «La rebelión de las leyes. Demos y Nomos. La agonía de la justicia constitucional», fue coordinado por Juan Luis Requejo, autor de uno de sus trabajos: «Defensa de la Constitución nacional y constitucionalización de Europa. Inflación de Derechos y deslegalización del Ordenamiento». En el núm. 6, «Conceptos de Constitución en la historia» (2010), coordinado por Ignacio Fernández Sarasola y por el autor de esta glosa, contó con la colaboración de Juan Luis Requejo, autor de El triunfo del constitucionalismo y la crisis de la normatividad. |
[3] |
Jurisdicción en Independencia Judicial, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989; Sistemas normativos, Constitución y Ordenamiento, Madrid, McGraw-Hill, 1995; y Las normas preconstitucionales y el mito del poder constituyente, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998. |