RESUMEN
El análisis de la obra de un grupo de autores españoles del reinado de Isabel II que se movieron en el entorno del partido moderado y tuvieron en común su atención a la administración muestra que compartían una cultura de Estado característica. Estos autores (Javier de Burgos, Ortiz de Zúñiga, Oliván, Colmeiro…) concibieron un modelo de Estado nuevo, que rompía con la tradición de la monarquía jurisdiccional anterior, tanto la del Antiguo Régimen como la que diseñaba la Constitución de 1812. La clave de aquel nuevo Estado era su identificación con la Administración, una Administración pública numerosa, centralizada e intervencionista que llevara la acción del Gobierno hasta todos los rincones del territorio. Tal visión ideal, que no vieron realizada plenamente en su tiempo, sí orientó a grandes rasgos la construcción del Estado español contemporáneo; y conllevó implicaciones como la marginación de las Cortes y la sumisión de la Justicia a un Gobierno que encarnaba al Estado mismo.
Palabras clave: Estado-nación; España; Construcción del Estado; Administración; Partido Moderado;
ABSTRACT
An analysis of the work of a group of Spanish authors who moved in Moderate Party circles in the reign of Isabel II and had a common interest in public administration shows that they shared a particular State culture. These authors (Javier de Burgos, Ortiz de Zúñiga, Oliván, Colmeiro) conceived of a new State model that would break with the tradition of the previous jurisdictional monarchy, both that of the Ancien Regime and the one designed by the 1812 Constitution. The key to that new State was that it was identified with the Administration, a public Administration that was centralized, interventionist and well resourced and would take the Government’s action to every corner of the territory. This ideal vision, which they did not see fully realized in their lifetimes, served, broadly speaking, as a guide to the construction of the contemporary Spanish State; it also carried implications, such as the marginalization of the Cortes and Justice becoming subservient to a Government that was the very embodiment of the State.
Keywords: Nation-State; Spain; State-building; Public Administration; Moderate Party;
SUMARIO
El proceso histórico de construcción del Estado –tanto en España como en el resto de Europa occidental– se presenta en demasiadas ocasiones como un proceso continuo, en el que la Monarquía de los siglos xv al xviii aparece como un verdadero Estado: es la tradición historiográfica del Estado moderno, precedente directo y embrión del que surgieron gradualmente todos los atributos del Estado contemporáneo[2]. Es menos frecuente la posición que, en debate abierto con esa corriente mayoritaria, ve el Estado-nación de los siglos xix y xx como producto de una ruptura con la Monarquía del Antiguo Régimen: una nueva construcción, basada en nuevos principios, que más que continuar tendencias anteriores representaría la antítesis revolucionaria de la Monarquía absoluta anterior[3].
Esta cuestión puede ser abordada desde muchas perspectivas, y lo ha sido en otras ocasiones: por ejemplo, desde la perspectiva de las semejanzas y diferencias entre las instituciones de la Monarquía absoluta y las del Estado constitucional del xix, vía seguida tanto entre los especialistas en Historia del Derecho como entre los historiadores generalistas atentos a la historia política; también desde el punto de vista de la continuidad o discontinuidad en el personal al servicio del poder o en el ejercicio del poder antes y después de la revolución liberal, vía transitada con frecuencia en estudios locales y regionales durante la época de hegemonía del paradigma de la historia social. Investigaciones y debates del mayor interés se han desarrollado en torno al tipo de intereses y de apoyos sociales que representaban la monarquía absoluta y el Estado liberal; en torno a la relación de ambos con la definición de la propiedad y el cambio económico y social; en torno a la identidad nacional y a la relación centro-periferia[4].
Este artículo no aspira a dar cuenta de todos estos debates, pero se inserta en ellos desde la perspectiva de la historia cultural de lo político, tratando de aquilatar nuestra comprensión de lo que ha sido el Estado y de cómo se formó históricamente hasta llegar a adoptar las formas que conocemos. Analizando el pensamiento de un grupo de autores que tuvieron especial influencia y protagonismo en la construcción del Estado en la España decimonónica, se mostrará que estos concibieron un modelo propio en ruptura con las tradiciones del Antiguo Régimen: un modelo de Estado grande identificado con la expansión material de una Administración pública centralizada y con todo lo que implicaba la hegemonía de un Gobierno que actuara por medios administrativos. Aunque los administrativistas toparon con algunos de los «obstáculos» que pretendían «remover» y no vieron realizado su ideal por completo, sí fueron capaces de crear una cultura que orientara la construcción del Estado a largo plazo y legarla a una posteridad que se prolongaría, en sus grandes rasgos, hasta el régimen de Franco.
Las visiones tradicionales del proceso histórico de construcción del Estado, al admitir una fase previa de Estado moderno en los siglos xv al xviii, naturalizan la idea contemporánea de Estado, que era ajena al universo mental del Antiguo Régimen. Toda una serie de características de la Monarquía la diferenciaban de lo que en los siglos contemporáneos hemos denominado Estado: faltaban el monopolio de la capacidad normativa, la separación entre lo público y lo privado y hasta la existencia del individuo como sujeto o la idea de derechos individuales. Las lecturas densas del discurso de juristas y teólogos que emprendió hace tres décadas una parte de la historiografía jurídica, primero en Italia y luego también en España, nos han acercado a la alteridad cultural del mundo del Antiguo Régimen: un mundo corporativo en donde no estaba definido el individuo como sujeto; el poder no se concebía como creador de novedades, sino como mantenedor de un orden perfecto (de ahí que la justicia fuera la forma normal de ejercer el poder, interviniendo sólo cuando aparecía un conflicto o cuando el orden establecido se viera roto o amenazado); el poder estaba fragmentado, siguiendo el principio de que donde hubiera corporación había jurisdicción. Y en ese sentido, el Reino era solo una más de las corporaciones, que aglutinaba a las demás, pero sin disolverlas. En aquel universo mental, el poder político equivalía a la jurisdicción: mandar, gobernar, administrar o legislar no era algo distinto de juzgar pleitos[5].
La venalidad generalizada de los oficios de la Monarquía convertía a los cargos en patrimoniales y a su ejercicio en un desempeño de bienes patrimoniales, lo cual no se puede comparar con la idea administrativa del funcionario y de su empleo[6]. Los cargos y oficios de la Monarquía en todos sus niveles eran patrimoniales y esa era su lógica; incluyendo al soberano, que dirigía sus reinos con sentido dinástico y patrimonial, no como la cabeza de una república. El gasto de la Monarquía, relevante en todo lo que tuviera que ver con la guerra, era por lo demás un gasto cortesano, relacionado con el bienestar y los intereses de la familia real y de su entorno inmediato concentrado en la Corte[7]. Este sentido patrimonial en todos los niveles de la Monarquía no solo se mantuvo hasta el siglo xviii, sino que en algunos aspectos se incrementó con respecto a los siglos anteriores.
Cuando, en cambio, se proyecta sobre aquellos siglos el concepto actual de Estado, se supone que el proceso de su construcción estaba ya iniciado desde tiempo de los Reyes Católicos, cuando se empezaron a desarrollar los aparatos burocráticos hasta donde permitían las circunstancias; de manera que la Monarquía absoluta sería ya un Estado con la consistencia de los actuales, pero con la peculiaridad de que el poder se hallaba concentrado en una única mano. El Estado liberal del siglo xix, según esa visión, habría heredado el poder, los aparatos burocráticos y la capacidad de actuación de la Monarquía, limitándose a desarrollarlos y a añadirles las garantías constitucionales, esto es, el Estado de Derecho y la división de poderes. Resulta evidente la función propagandística que tuvo este constructo intelectual en una historiografía liberal de la que somos herederos, con frecuencia involuntarios. La tesis del Estado moderno ha servido durante generaciones para dar a entender que el desarrollo del Estado nacional a partir de 1808, de 1812 o de 1833 no conllevaba atisbos de despotismo o tiranía sobre los individuos: toda limitación a la libertad vendría de antes, se había heredado de un Estado moderno que ya controlaba vidas y haciendas; mientras que el advenimiento del Estado-nación solo trajo elementos de liberación con respecto a un Estado absolutista anterior.
Sin embargo, una mirada a las culturas de Estado presentes en la España del xix nos muestra que al menos una de ellas, una de las que más influyó en el desarrollo efectivo de las estructuras estatales a largo plazo, suponía un cambio sustancial en la concepción del Estado; y que en ese cambio iba implícito el componente autoritario de un estilo de gobierno más unilateral y con menos espacios abiertos a la negociación.
En la construcción histórica del Estado español llama la atención un rasgo que la asimila a la experiencia de Francia y de algunos países continentales, pero la diferencia de otros países europeos, especialmente de Gran Bretaña. Se trata de la relevancia de la idea de administración en la definición del Estado de los siglos xix y xx: una concepción administrativa del Estado que se contrapone a otras concepciones posibles, como la de carácter jurisdiccional predominante en la Monarquía tradicional, pero también de otras ideas del Estado modernas, relacionadas con la representación, la ciudadanía y la protección judicial de derechos y libertades.
La idea del Estado como administración no fue –ni en España ni en ninguna parte– la única visión presente en la sociedad del siglo xix, cuando el proceso de construcción del Estado nacional estaba en su apogeo. Había, sin duda, diversas culturas de Estado, sostenidas por diferentes grupos y corrientes. Pero esta visión dominada por la idea de administración tuvo una gran fuerza en un entorno de juristas, funcionarios y políticos vinculados a la Corona y al partido que esta encabezó durante el reinado de Isabel II, el partido moderado[8]. Dada la larga permanencia de este partido en el poder y el influjo decisivo que tuvo en la definición de las estructuras fundamentales del Estado español contemporáneo, puede sostenerse que su idea del Estado como administración llegó a ser hegemónica en este proceso. Hegemónica en el sentido de que, aunque limitada y corregida por la acción de otros grupos, otras visiones y otros intereses, sin embargo fue la concepción que a la larga dio forma a un Estado que quedó definido en sus rasgos esenciales antes de la Revolución de 1868.
Este Estado administrativo fue teorizado al mismo tiempo que se iba construyendo; aunque en muchos casos, la exposición del pensamiento precedió a la realización práctica de las reformas o a la creación de las instituciones, por lo que adquiere el carácter de programa o plan de futuro. Las grandes líneas del Estado quedaban trazadas en las constituciones; se materializaba en instituciones concretas llamadas a tener una larga vigencia; y se le daba sentido y legitimidad en escritos en los que sus patrocinadores hacían explícita la concepción del Estado que estaba detrás de este constructo. Las constituciones del xix han sido analizadas muchas veces; si bien tales análisis se detienen en matices y detalles que no contradicen la constatación de que la monarquía constitucional tuvo en España un único modelo de Constitución, plasmado en varios textos sucesivos desde 1837 hasta 1876[9]. El despliegue de ese modelo en instituciones dotadas de medios humanos y materiales es menos conocido y se ha abordado de forma más dispersa en estudios especializados; pero hay algunas aproximaciones globales a ese proceso, que tuvo en el reinado de Isabel II un momento álgido y se prolongó, al menos, hasta finales del siglo xix[10]. Lo que aquí se aborda es el planteamiento teórico que acompañó –y a veces precedió– a este proceso, como tercer componente de la construcción de un Estado al que aportó sentido y argumentos de legitimación.
Por supuesto, las definiciones teóricas eran mucho más racionales, homogéneas y ambiciosas de lo que permitían las realizaciones prácticas, determinadas por la disponibilidad de recursos, por los conflictos de intereses y por contingencias de todo tipo. Pero conocer el modelo ayuda a entender el sentido que daban los protagonistas a unas disposiciones legislativas y gubernamentales que de otra manera se nos presentan como puro caos guiado por consideraciones políticas coyunturales o, al contrario, como inevitable plasmación de soluciones naturales carentes de alternativa. Por otra parte, al escribir libres de las limitaciones materiales y políticas de la práctica administrativa, algunos de estos autores se entusiasmaron de tal manera con las posibilidades que ofrecía el Estado administrativo que vislumbraban, que lo llevaron sobre el papel hasta sus últimas consecuencias, diseñando un modelo utópico por lo radical y difícilmente realizable del planteamiento.
Los primeros esbozos del nuevo modelo aparecieron en los momentos finales del reinado de Fernando VII y los primeros de la Regencia de María Cristina. La crisis de la Monarquía tradicional era profunda e irreversible después del segundo periodo constitucional de 1820-1823, y la quiebra de la Hacienda Real era solo uno de los síntomas más evidentes de esa situación[11]. En aquella coyuntura en que la dinastía se arriesgaba a perder el trono, la Administración se ofreció como una alternativa a la revolución; y, de hecho, en el último periodo del reinado de Fernando VII, la llamada por los liberales ominosa década de 1823-1833, se produjo una oleada de reformas racionalizadoras que, impulsadas por la necesidad, anticiparon líneas modernas de la futura administración como la clasificación de los funcionarios (1827), la codificación del Derecho mercantil (1829), el departamento de Fomento o la creación del Consejo de Ministros (1832)[12].
Esa propuesta de administración contra revolución aparece en textos como los de Pedro Sainz de Andino (1786-1863)[13], Luis López Ballesteros (1782-1853)[14] y Javier de Burgos (1778-1848)[15]: la exposición que el primero elevó a Fernando VII en 1829, cuando era fiscal del Consejo de Hacienda y colaborador de López Ballesteros en el Ministerio; la que le presentó el segundo en 1830 proponiendo crear un Ministerio del Interior; y dos textos del tercero, la exposición que envió a Fernando VII desde París en 1826, y la instrucción que dio en 1833 a los subdelegados de Fomento, ya con María Cristina como regente del Reino. Textos de dentro y de fuera del régimen, de un lado y de otro de la divisoria que representa la muerte del último monarca absolutista en 1833.
En el primero de estos textos encontramos la propuesta de un sistema completo de organización de la administración civil en el que priman las ideas de centralización, jerarquía y cadena de mando[16]: frente al caos en el que se habían sumido las oficinas de la Monarquía tras la ocupación francesa, los dos paréntesis constitucionales, la quiebra de las arcas reales y, en general, la experiencia de la revolución y de la guerra, este experto recuperado del exilio le proponía al rey una receta para conjurar el peligro de hundimiento al que se veía abocado entre las amenazas cruzadas de las conspiraciones liberales y la disidencia interna de los monárquicos ultras. La receta era la administración: poner orden en la gestión de los asuntos, deslindar claramente las competencias, poner límite a los abusos y corruptelas, disciplinar a una burocracia ineficiente y ponerla estrechamente al servicio de los ministros del rey. Si bien las convenciones cortesanas le obligaban a fingir que no estaba proponiendo innovación alguna en las sabias y justas instituciones de la Monarquía, la propuesta no se limitaba a sugerir cómo poner orden en lo existente, sino que anunciaba un orden nuevo, potenciando el gobierno por administración frente a la constitución polisinodial y las prácticas jurisdiccionales de la Monarquía. Para ello empezaba por acuñar el concepto de administración de justicia, que sometía esta a la lógica administrativa, al tiempo que sugería sistematizar la legislación sujetándola a codificación (Sección primera, fols. 9-49); exponía luego un completo sistema de administración pública civil, entendida como la parte positiva y benéfica de la acción de gobierno, en contraposición a la dureza de los otros ramos administrativos: Hacienda, Justicia y Guerra (Sección segunda, fols. 50-85); y desgranaba finalmente el sometimiento uniforme a su idea de administración de las demás áreas de la acción estatal: Hacienda, ejército, marina y diplomacia (Secciones tercera, cuarta y quinta, fols. 86-257).
Un paso más dio en 1830 Luis López Ballesteros, secretario de Hacienda, al proponerle al rey la creación de un Ministerio del Interior: pieza clave del diseño administrativo en el que estaba pensando este grupo, un diseño en el cual resultaba esencial desplegar la idea ilustrada de policía e imponer una cadena de mando centralizada que conectara al Gobierno con los pueblos pasando por una instancia intermedia[17]. El ministerio se crearía, efectivamente, en 1832, bajo el nombre de Secretaría de Fomento General del Reino, para que no recordara demasiado al precedente del Gobierno afrancesado de José I[18]. Mientras que la pieza que faltaba en esa cadena de mando, algún tipo de gobernador provincial diferenciado del jefe político que había previsto la Constitución de Cádiz, lo crearía Javier de Burgos una vez que fuera nombrado para desempeñar aquel ministerio en el primer Gobierno de la regente María Cristina como parte de la operación para salvar el trono para Isabel II a la muerte de Fernando VII.
Burgos ya había anticipado su propuesta de Estado administrativo en una exposición que envió a Fernando VII en 1826 desde Francia[19]. Una vez de regreso en España y puesto al frente de la Secretaría de Fomento, plasmó esta visión administrativa en la instrucción que dio para los nuevos subdelegados de Fomento al tiempo de establecer la división provincial de 1833[20]. Las amplísimas competencias administrativas que otorgaba al subdelegado en su provincia le convierten en el antecedente directo del gobernador civil: un instrumento de centralización del Gobierno, que a través de estos 49 agentes canalizaba la comunicación entre el centro y la periferia, tanto para obtener información y recursos como para imponer normas, instrucciones y decisiones ejecutivas. El subdelegado sería el brazo ejecutor de un intervencionismo estatal que alcanzaría múltiples facetas, desde la agricultura, industria y comercio, obras públicas, transportes y comunicaciones, hasta la beneficencia, sanidad e instrucción pública, pasando por la policía general, a la que se aludía con un sentido expansivo de competencias indeterminadas que implicaba el control general de la vida social. Pero, sobre todo, el subdelegado de Fomento ejercía el control estatal sobre los ayuntamientos que convertía a estos en órganos administrativos del Estado.
Ni que decir tiene que el perfil de estos colaboradores de la transición entre el final del reinado de Fernando y el comienzo de la regencia de María Cristina, no era solo el de consejeros o intelectuales llamados a pensar el Estado. Fueron también ejecutores directos de gran parte de las reformas en las que se plasmó la construcción de los cimientos del Estado contemporáneo. Sainz de Andino se encargó de redactar disposiciones fundamentales como el Código de Comercio de 1829 o el Reglamento del Banco Español de San Fernando, así como de diseñar la Bolsa de Madrid en 1834; Javier de Burgos ha pasado a la historia como autor de la división provincial de 1833, que perduró como red básica para la organización territorial de la administración hasta la aparición del Estado de las Autonomías. Parece relevante el que ambos tuvieran un pasado afrancesado: Javier de Burgos había sido capitán de las Milicias Honradas de Motril y subprefecto de Almería en tiempos de José I; y Sainz de Andino secretario general de la subprefectura de Jerez y subprefecto de Écija. Esto tiene algo que ver con la sensibilidad que daba el afrancesamiento cultural para recibir tempranamente la influencia del administrativismo francés y de otras obras europeas, recibidas en España a través de traducciones francesas. Pero también –y sobre todo– tiene que ver con la concepción autoritaria y racionalizadora del Estado administrativo que albergaba el proyecto bonapartista, por el que personajes como los mencionados habían optado en su juventud[21].
Aquel pensamiento administrativo esbozado por los colaboradores de la transición entre finales del reinado de Fernando VII y los comienzos de la regencia de María Cristina quedó en hibernación durante la primera guerra carlista (1833-1840), momento álgido de la revolución liberal española en que la prioridad de los liberales era la consolidación del régimen constitucional y del trono de Isabel II con la realización de las grandes medidas políticas de la revolución (desamortización, desvinculación, etc.). Desde que el convenio de Vergara puso fin a la guerra en el Norte (31 de agosto de 1839) vemos aparecer de nuevo publicaciones en las que se plasma esa opción por la construcción de un Estado administrativo como solución posrevolucionaria para poner fin a la confrontación de los partidos estableciendo un orden que pudiera ser entendido como una tercera vía entre el liberalismo revolucionario y el involucionismo carlista.
El libro de Francisco Agustín Silvela[22] apuntaba ya en esa dirección, con su crítica a la Instrucción para el gobierno económico-político de las provincias de 1823[23]. Tal crítica, en efecto, era fundamental para el cambio que se propugnaba en la concepción del Estado, pues debía poner fin al ejercicio jurisdiccional del poder y a la idea de los entes locales como comunidades políticas autogobernadas. Ambos principios se materializaban en la Instrucción de 1823, pero inspiraban también en general el modelo de Estado de la Constitución de 1812[24], motivo por el que los administrativistas no solían referirse a ella. Al decir que planteaban un modelo nuevo –y de ruptura con el pasado–, pues, no se hace referencia solo al cambio con respecto a la Monarquía del Antiguo Régimen, sino también a esta forma de romper amarras con el sistema de Cádiz.
A partir de 1840 vendría una verdadera avalancha de publicaciones que apuntalaron una idea de Estado muy definida, basada en su identificación con la Administración. Entre enero y abril de 1841 publicó Javier de Burgos sus «Ideas de Administración» en el periódico La Alhambra de Granada[25]. Allí perfilaba el modelo de Estado administrativo incidiendo en la necesidad de limitar el principio de libertad de comercio a fin de proteger la industria nacional, en el mismo año en que List hacía del proteccionismo un sistema económico alternativo desde Alemania[26]. En 1841 apareció también un primer libro de Ortiz de Zúñiga –que se servía de las orientaciones de Burgos–, al que seguiría otro en 1842[27]. En el mismo 1842 salió a la luz la primera edición del decisivo texto de Oliván[28]. Y en 1843 los de José Posada Herrera y Pedro Gómez de la Serna[29].
El autor más representativo del grupo fue sin duda Alejandro Oliván (1796-1878)[30]. Por un lado, porque fue uno de los que más lejos llevaron la lógica del Estado administrativo, esbozándolo como un Estado grande, denso, bien dotado de recursos y capaz de actuar eficazmente en todo el territorio y en los más diversos campos de la vida económica, social y cultural. Nadie como Oliván se entusiasmó tanto con ese modelo que vislumbraba, hasta el punto de merecer el calificativo de mesiánico que se le ha dado al tono con que se refiere a las posibilidades de la Administración como garante de la felicidad de la nación[31]. Por otro lado, en él se reunían –como en otros administrativistas a los que nos hemos referido– las condiciones de teorizador del modelo y de empleado público y hombre político comprometido en su desarrollo efectivo. Oliván formó parte de innumerables comisiones técnicas en las que se perfilaron normativas cruciales para dar forma a la nueva Administración pública, como las relativas al censo de población, el catastro, la ley de aguas, la legislación local, el arreglo de la deuda pública o la reforma tributaria de 1845; viajó a Cuba en un viaje dominado por la observación de las cuestiones coloniales y la preocupación por mejorar el rendimiento de la industria azucarera; alcanzó cierta proyección intelectual como miembro del Ateneo de Madrid, de la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, de la Real Academia Española y de las academias de Ciencias Morales y Políticas y de Bellas Artes de San Fernando; finalmente, su estatura política creció desde el funcionariado hasta elevarle a cargos como los de senador y ministro de Marina (1847).
Pues bien, la obra que este funcionario de primer nivel, político de segunda fila e intelectual de referencia del moderantismo publicó en 1842 y 1843 refleja una concepción administrativista del Estado nítida y madura, que ayuda a entender el sentido de las realizaciones de la llamada «década moderada» (1844-1854) que por entonces se iniciaba. Su libro De la Administración pública en relación a España lleva tan lejos el plan de crear un funcionariado numeroso, bien formado y organizado, capaz de llevar la acción del Estado hasta los últimos rincones del territorio y hasta intervenir en toda clase de actividades en la vida social, económica y cultural, que parece estar imaginando más bien un programa de máximos, un esbozo utópico de los límites hasta los que pudiera llegar España bajo la acción tutelar de un Estado grande.
Llama la atención que estos autores de los años treinta y cuarenta acariciaran con entusiasmo la idea de un gran Estado español capaz de controlar el territorio y de intervenir en él con eficacia en toda clase de asuntos, precisamente cuando los aparatos burocráticos de la vieja Monarquía se habían hundido, la Hacienda se hallaba en bancarrota, Madrid no era ni sombra de la corte que había sido, las guerras y la inestabilidad política lastraban cualquier intento de poner orden en la gestión de la cosa pública y faltaban clamorosamente los medios para desplegar un funcionariado moderno, numeroso y con formación. El tono grandilocuente que textos como el de Oliván utilizaban para describir su Administración pública ideal era el propio de la utopía, de quien fantasea con un proyecto imaginario para huir de una realidad mucho menos halagüeña, o tal vez para establecer un horizonte de transformación de la misma. Con tintes de emoción lírica se pronuncia cuando se refiere a la Administración, tras dar por sentado que la libertad política ya está garantizada por el constitucionalismo, y con ella el camino de progreso material: «La administración pública, rota la valla del miserable círculo fiscal, y aun del puramente económico, se presenta, y deja contemplar extensa, tutelar, benéfica, creadora, presidiendo a los destinos del país, y proveyendo de elementos de poder y grandeza al Estado»[32].
La idea de que la Administración «presidiera los destinos del país» era toda una declaración de intenciones. Oliván presupone a lo largo de todo el texto que el poder ejecutivo no es uno más entre los tres del Estado cuyo equilibrio debe asegurarse; sino, por el contrario, la verdadera encarnación del Estado, al que imprime un rumbo y un impulso para la realización de los objetivos trazados.
El gobierno es el poder supremo considerado en su impulso y acción para ordenar y proteger la sociedad; y la administración constituye el servicio general o el agregado de medios y el sistema organizado para transmitir y hacer eficaz el impulso del gobierno, y para regularizar la acción legal de las entidades locales. De modo que administrando se gobierna[33].
La Administración es contemplada como el conjunto de herramientas («elementos de poder y grandeza») que se ponen al servicio del poder ejecutivo para hacerle capaz de esa misión patriótica. Y es la propia existencia de la Administración, a medida que va creciendo y desarrollándose, la que asegura la hegemonía incontestable del ejecutivo sobre los poderes legislativo y judicial. Según él, el proceso de ensanchamiento de la Administración pública ha acabado convenciendo a los pueblos de que su función recaudatoria está más que compensada por las contraprestaciones de protección y fomento de los intereses legítimos. En consecuencia, a la altura de los años cuarenta del siglo xix, cuando Oliván escribía, la opinión pública se hacía de la Administración una «idea grandiosa, que se desvía notablemente de la mezquina que debió formarse en su origen»[34].
El camino quedaba así trazado: la expansión material de la Administración pública (aumentando sus recursos financieros y humanos, desplegando sin parar nuevas oficinas y servicios) y la consiguiente extensión de la lógica de gobierno a todas las actuaciones del Estado no solo no despertaría resistencias, sino que contribuiría por sus efectos a legitimar la operación. El Estado grande se legitimaría por sus realizaciones. Así que gran parte del libro se destina a describir los «ramos» necesarios en la Administración pública. Desde el capítulo II («Atribuciones de la administración») hasta el IV («Acción administrativa») vemos desfilar un conjunto minuciosamente descrito de servicios especializados, oficinas y funciones atribuidas a la Administración, que parecen apuntar a que esta lleve la acción del Estado hacia todos los espacios de la vida social.
En materia económica, por ejemplo, no se trataría del Estado mínimo del liberalismo, sino de un Estado que se dota de medios para intervenir activamente en las actividades productivas, regulando, impulsando, protegiendo, creando industrias donde no aparezcan por el libre juego de los mercados. La Administración está llamada a garantizar las subsistencias «como necesidad universal enlazada con la salud y sosiego del público», y para ello le toca «la vigilancia de panaderías, carnicerías y fondas, del aseo de los mercados y mataderos, del repeso, de la calidad de los alimentos…»[35]. Sirva este ejemplo para mostrar el grado minucioso de detalle con que Oliván dibuja el plan para extender los tentáculos del Estado y de su lógica administrativa por todas partes. En materia social, el Estado se arroga la autoridad de someter a inspección y control la vida asociativa, incluyendo las entidades de previsión y socorro bajo cuya denominación se escondía la incipiente lucha obrera; si bien la «cuestión social» no había adquirido a la altura de 1840 la visibilidad suficiente como para requerir un capítulo propio en el despliegue de las funciones reguladoras e interventoras de la Administración. Por lo demás, está todo: la educación, la religión, los bosques, la policía de las ciudades, el control del orden público, las estadísticas, la cartografía, la defensa de las fronteras…
Entre medias, el capítulo III se refiere a la «Organización administrativa», y en él se define un esquema de funcionamiento parecido al tipo ideal de la burocracia moderna que años más tarde trazaría Max Weber inspirándose en la experiencia prusiana: centralización, profesionalización, orden riguroso en el trabajo de las oficinas, normas de procedimiento fijas, registro escrito de las acciones, claridad en la jerarquía, competencias bien definidas, obediencia ciega a las órdenes recibidas desde arriba, carácter apolítico para concentrar la toma de decisiones en la cúspide del poder que representa el Gobierno[36].
La jerarquía que se describe es territorial: la cadena de mando que iba del Gobierno al municipio, pasando por la provincia y por sus instituciones características (gobernador provincial y diputación). Pero el apartado que se dedica a la «Administración local o municipal» reviste la mayor importancia, puesto que presenta la concepción del poder local que por aquel entonces estaban imponiendo los moderados como fundamento de la integración territorial del Estado. El texto se hace eco de la conflictividad de este asunto, entre la opción de unos ayuntamientos políticamente autónomos, representativos del vecindario, que defendían los progresistas, y la de unos ayuntamientos gobernados desde arriba como último eslabón de la cadena de mando estatal y materialización local de la Administración pública. Tras plantear esta tensión y decir que sería demasiado costoso que el Estado nombrara en cada población un agente propio distinto del alcalde elegido por los ciudadanos para representarles, opta por un medio que según él conciliaría ambas necesidades, pero que en realidad convierte al alcalde en representante del Estado en el pueblo, más que en representante del pueblo ante el Estado. El modelo que le parece preferible es el de que el Gobierno nombre a los alcaldes de entre los concejales elegidos por la población para formar el Ayuntamiento. Un alcalde que, según dice, es «agente de la administración general» (p. 106), «una representación en pequeña escala de todos los ministerios, además de ser generalmente delegado de los tribunales» (p. 105).
Esta cuestión del poder local era de la mayor importancia: en torno a ella se dilucidaba el tipo de Estado que se construiría en España. Como funcionario y político de brega, Oliván sabía que gran parte de las funciones que en su libro atribuía a la Administración del Estado no podían, por el momento, ser cubiertas directamente por la Administración central, a la que le faltaban medios humanos y materiales para desplegarse en tantos y tan diversos campos. En la práctica, el modo en que se cubrían las funciones estatales más necesarias, como pudieran ser la recaudación de impuestos, el reclutamiento de soldados o la recopilación de datos estadísticos, consistía en delegar en los ayuntamientos para que colaboraran con una Administración que por sí sola no podía llegar hasta el territorio[37]. Si no se aseguraba que los ayuntamientos estuvieran en sintonía con el Gobierno y obedecieran a este plenamente, no funcionaría el único mecanismo administrativo del que se disponía de hecho. De ahí la opción por la centralización a ultranza y el vaciamiento de los ayuntamientos de verdadero contenido político. Con esto, todo un modelo de Estado quedaba trazado: el Estado como administración.
En la práctica, el modelo de Estado grande que encierra la obra de Alejandro Oliván no llegaría a realizarse; al menos, no en su tiempo. La delegación de funciones en los ayuntamientos no fue tan provisional como utópicamente había supuesto el aragonés. Y esto no se debía solo a las dificultades que imponían las limitaciones de liquidez de la Hacienda Pública y la escasa disponibilidad de personal con formación para llenar los cuadros de esa administración profesionalizada con la que se soñaba. Estos obstáculos eran reales, pero detrás de ellos había también cuestiones políticas. Una de ellas, sin duda, era la del poder de hecho que los militares habían adquirido en la política isabelina, hasta el punto de condicionar las acciones de la Corona y disuadir de reformas costosas que, al tiempo que mejorarían la eficacia de la administración, también harían al poder civil más fuerte e independiente[38]. Después de todo, la aspiración teórica del liberalismo a un estado mínimo –que costara lo menos posible y dejara los más amplios márgenes de acción para la iniciativa privada– daba una coartada para encerrar el desarrollo de la Administración pública dentro de límites muy estrechos, y eso valía no solo para los militares, sino para muchos otros portavoces de un liberalismo abstracto, inspirados por la lectura de la economía política clásica[39].
La otra cuestión política en juego, que se oponía a la realización completa del ideal utópico del Estado administrativo era la del poder que tenían, de hecho, las oligarquías locales que dominaban la vida social en cada población, tanto en el mundo rural como en las pequeñas y medianas ciudades; un poder acrecentado por la dependencia a la que habían sometido al Gobierno central desde que se convirtieran en auxiliares obligadas para llegar con su acción administrativa o recaudadora hasta todos los rincones del territorio. En la práctica los moderados se tuvieron que resignar a una estructura que podríamos llamar confederal, en el sentido de que el sometimiento de los poderes locales al Gobierno central era más nominal que real, pues actuaban con un alto margen de autonomía de facto. Esa situación a la que se había llegado en la práctica preservaba indefinidamente el poder de las elites locales; y estas obstaculizaron los intentos por aumentar el tamaño, los recursos y la capacidad de acción directa de la Administración central, dejando así el ideal del Estado grande en eso, un ideal[40].
Tal vez sea este, por definición, el destino de todas las utopías: el de no llegar a realizarse del todo, puesto que su plasmación práctica tenía algo de imposible, pero marcar un rumbo a largo plazo por el que pueden transitar acciones y realizaciones concretas inspiradas por ellas. Se da así la paradoja de que el ideal del «Estado grande» de los moderados no se realizó tal como había sido concebido, pero sí fue el modelo más influyente en la construcción efectiva del Estado español contemporáneo, perviviendo su inspiración más allá de la caída del poder y la desaparición del partido moderado.
Oliván no desarrolló una doctrina general que pudiera inspirar la construcción de todo un Estado: era más bien un hombre práctico, en cuya obra quedó reflejada la ambición del Estado grande, ese Estado administrativo denso y centralizado, capaz de controlar el país con un alto grado de eficacia para mantener el orden y encarrilar el progreso en una dirección determinada. Es, por ello, representativo de un entorno mucho más amplio, el de tantos políticos conservadores, funcionarios estatistas y personas de orden que soñaban con un Estado de ese tipo. Su ideal, sin duda, guio muchas acciones de los moderados, unionistas y conservadores del siglo xix. Encontramos ecos de su planteamiento especialmente en la obra de Juan Bravo Murillo cuando estuvo al frente del Gobierno y de los Ministerios de Hacienda y Fomento, e hizo del concepto de administración núcleo ideológico de su programa de orden, destinado a cerrar el tiempo de la revolución[41]. Y aún cabe encontrar la huella del mismo programa en tiempos posteriores, pues sin duda fue el régimen de Franco el que llevó hasta sus últimas consecuencias en el siglo xx aquel modelo de Estado basado en el desarrollo de una Administración centralizada y controladora, que en el xix había topado con límites infranqueables en los intereses de grupos poderosos potencialmente perjudicados por el crecimiento de un Estado fuerte o por los costes fiscales de su construcción.
Por los mismos años escribió Manuel Ortiz de Zúñiga (1806-1874) otra obra de gran importancia, destinada a orientar la acción de los alcaldes y de los ayuntamientos en el nuevo marco creado por la monarquía constitucional. Los materiales del gobierno político y económico de los pueblos bajo el Antiguo Régimen, que el autor había codificado en una obra anterior[42], se reutilizaban ahora para servir a un modelo distinto, el del Estado administrativo. Para ello, aun comenzando por exponer la normativa constitucional sobre la elección de concejales (título primero, pp. 25-33), era preciso establecer a continuación la «subordinación de los alcaldes al Gobierno» (título segundo, pp. 38-39). Los sistemas de gobierno local basados en la acción de policía, pasaban a ser la forma de ejercicio de un único poder centralizado, el poder del Estado. No es casualidad que Ortiz de Zúñiga citara para sostener esta idea al afrancesado Lista, al decir que:
Los ayuntamientos no son ni deben ser más que corporaciones administrativas: no pueden ni deben tener nunca ningún poder político: no deben ocuparse de ninguna cosa que tenga relación con el gobierno general del estado: obrar de otro modo, dar otras facultades a los ayuntamientos, sería un retroceso, y retroceso de cuatro o cinco siglos. Los ayuntamientos son, pues, puramente corporaciones administrativas, que están llamadas a administrar los intereses de la comunidad, y esta administración la deben ejercer, teniendo siempre en cuenta que son parte del gran todo nacional, y que están en relación con el estado y con la sociedad en que viven: de aquí nace una porción de relaciones, una multitud de enlaces y dependencias entre el gobierno central y el particular de sus pueblos[43].
Esas corporaciones locales, directamente sometidas al Gobierno –se nos explica a lo largo del libro de los alcaldes y ayuntamientos– serían las encargadas de comunicar y hacer cumplir en todo el país las leyes y órdenes generales; de mantener el orden público, expedir pasaportes, proteger la religión, velar por la moral pública, sostener la instrucción pública y la beneficencia, corregir la vagancia, vigilar la salud pública, fomentar la agricultura y la ganadería, organizar los medios de transporte y comunicación, regular el comercio, la pesca y el aprovechamiento de los pastos y los montes, impulsar las artes y la industria, repartir y recaudar los impuestos, formar el padrón de población, alistar y reclutar soldados para el ejército, formar el registro civil, levantar estadísticas, perseguir el contrabando y la defraudación fiscal, asegurar el abastecimiento de la población, organizar la milicia nacional, promover la formación de sociedades de socorros mutuos y la contratación de seguros y hasta ejercer varias atribuciones judiciales por delegación, entre las cuales no era la menor la relacionada con la persecución de los delitos de imprenta.
Muchas de estas atribuciones que en el diseño de Ortiz de Zúñiga se encomendaban a los alcaldes y ayuntamientos como materialización local del poder del Estado se situaban bajo la denominación de policía (policía de salubridad pública, policía de abastos, policía rural…). En parte tenemos aquí un recordatorio de la herencia del Antiguo Régimen, cuyo lenguaje testimonia continuidad de algunos materiales conceptuales, por más que fueran reinterpretados y reutilizados en un sentido nuevo. Y en parte, lo que tenemos es la voluntad deliberada de reducir la política a la mera policía: limpieza, regularidad, orden y racionalización en los asuntos, que equivale a la administración de las cosas. Como tantos otros autores de los años cuarenta, Ortiz expresaba el hartazgo de la política –entendida como conflicto, como disensión, como confrontación de ideas y partidos– y la opción por la administración como antídoto adecuado para una época posrevolucionaria.
Minucioso, como todos los libros de este tipo, el de Ortiz de Zúñiga pretendía instruir en el nuevo modelo de Estado a quienes debían aplicarlo en la práctica: alcaldes y concejales de ayuntamientos que, según el autor, eran muchas veces personas sin instrucción ni experiencia, desde que se abriera la puerta a la representación política electiva[44]. Y al hacerlo quedaba claro que estaba proponiendo un modelo en el que los ayuntamientos ejercerían administrativamente todas las atribuciones del Estado bajo la dirección del Gobierno, con la sola excepción de las relaciones diplomáticas, la gobernación de las colonias y la dirección de la guerra. El autor era plenamente consciente de estar argumentando a contracorriente de la coyuntura política del gobierno progresista durante el trienio esparterista (1840-1843), en que predominaba por un momento la idea de unos ayuntamientos electivos dotados de poder y de autonomía, recuperando el modelo de la Constitución de Cádiz y del RD de 1823[45]. Esa convicción de estar defendiendo un modelo contrario al que defendía el partido dominante en las Cortes, en el Gobierno y hasta en la Regencia del Reino, otorga aún mayor valor a la obstinación de autores como Ortiz en sostener a largo plazo un modelo alternativo, que fue el que a la postre se impuso.
Las dos obras de Ortiz de Zúñiga están escritas, como otras de las que hemos señalado como las más relevantes en esta materia, en los primeros años cuarenta del siglo xix, cuando, terminada la guerra carlista (6 de julio de 1840: huida de Cabrera), se iniciaba la fase crucial de la construcción del Estado en España: «La administración, propiamente dicha, está pues sin organizar: a la manera de un majestuoso edificio diseñado, para el cual solo se han echado los cimientos y preparado preciosos materiales»[46]. Era, pues, el momento de trazar planes y de definir modelos, antes de que la construcción material del Estado llenara el organigrama ideal de oficinas, funcionarios e instituciones capaces de crear realidades e intereses e imponer una trayectoria más difícil de alterar.
La obra de Ortiz de Zúñiga es complementaria de la de Oliván publicada por las mismas fechas. Si Oliván exponía el ideal máximo del Estado grande, en el que una administración central bien dotada y bien organizada lo controlaba todo y todo lo reglamentaba, Ortiz dejaba planteada una alternativa más realista: la de que fueran los ayuntamientos, unos ayuntamientos desprovistos de autonomía y de verdadero poder político, los que llevaran la acción del Gobierno hasta los ciudadanos, convirtiéndose en el último eslabón de la cadena de mando administrativa. Complementarios, más que contrapuestos, pues lo que ambos tenían en común era la idea de que el Estado español cuya construcción se emprendía por entonces, sería un Estado-administración, sería administración o no sería.
Mientras tanto, en las aulas universitarias se estaba desarrollando un saber específico adecuado para formar al personal que debía desarrollar y gestionar ese Estado: el Derecho administrativo. Enseñado primero en las facultades de Filosofía y más tarde en las de Derecho, el Derecho administrativo gozó de una presencia especialmente destacada en los planes de estudio. La materia se enseñaba con manuales muy significativos de esta cultura de Estado a cuyo surgimiento y triunfo estamos haciendo referencia, como el de Francisco Agustín Silvela de 1839[47]. Luego vinieron otros, como los de Gómez de la Serna y Posada Herrera[48], prescritos en 1846. Hasta que en 1850 desplazó a todos el manual de Derecho administrativo de Colmeiro[49], que luego complementó con unos Elementos de Derecho político y administrativo en 1858[50], obra más sintética, destinada a cubrir las necesidades docentes de la nueva asignatura universitaria en la que, significativamente, había reunido el Derecho administrativo con el Derecho político el Plan Moyano de 1857[51].
La sistematización jurídica del modelo del Estado grande culminó con la obra de Manuel Colmeiro (1818-1894), jurista de cabecera del administrativismo español del xix. Colmeiro, catedrático de Derecho político y Administración de la Universidad de Madrid, asumió en 1850 la tarea de dar consistencia orgánica al que ya entonces se llamaba «Derecho administrativo», en el momento en que este acababa de tomar forma en la España de Isabel II[52].
En su obra deja sentados los principios que garantizan la preeminencia del Estado sobre la sociedad y de la Administración sobre cualquier otro componente del Estado. Ya desde las primeras páginas de este tratado, establece que «el gobierno es la personificación del estado», dado que «posee la plenitud de las funciones propias del único poder social existente: dicta la ley, declara el derecho y provee al bien común, o legisla, juzga y administra»[53]. De un plumazo, la soberanía nacional, que incluso en las versiones doctrinarias de la monarquía constitucional era compartida por la Corona con las Cortes, quedaba marginada en la definición del Estado y hasta de su función legislativa. Estos principios describían, sistematizaban y legitimaban doctrinalmente una práctica común en el régimen isabelino, la postergación de las Cortes –o de su parte elegida por los ciudadanos, el Congreso de los Diputados– por la acción de un poder ejecutivo en expansión que monopolizaba la acción y la representación del Estado; práctica que se agudizaría después de 1850 hasta hacer concebible el proyecto de revisión constitucional de Bravo Murillo en 1852, que planteaba una verdadera dictadura gubernamental[54].
Las Cortes, representantes de la nación tan importantes para la legitimación de la monarquía constitucional, en general no solían estar reunidas: cerradas, suspendidas o disueltas a discreción por el poder ejecutivo, dejaban vía libre al Gobierno para actuar fuera de cualquier control e imponer sus decisiones por decreto. La manipulación electoral, por otro lado, garantizaba sistemáticamente la victoria al partido designado por la Corona para gobernar, de manera que incluso con las Cortes reunidas, raramente entraban estas en conflicto con el Gobierno ni puede considerarse que este fuera emanación de la representación elegida por los votantes. Estas tendencias se pueden cuantificar: a lo largo de la década moderada las Cortes estuvieron mucho más tiempo cerradas que abiertas, concretamente permanecieron reunidas un 36% del tiempo, en doce periodos separados con notable discontinuidad[55].
El trabajo legislativo era prácticamente nulo, dejando a la acción directa e independiente del Gobierno la realización de las reformas, incluidas las que suponían pasos decisivos en la construcción del Estado. Concretamente, en la segunda mitad de aquel periodo, entre 1851 y 1854, solo 13 de las 3324 disposiciones que se adoptaron (excluyendo los nombramientos para cargos públicos) fueron leyes aprobadas por las Cortes, lo que supone un 4 %, frente a 3311 (99,6 %) que no pasaron por las cámaras: 20 % de decretos (en donde se incluyen la mayor parte de las reformas relevantes de la época, como el decreto de funcionarios de 1852 que reguló su estatuto hasta 1918), 70,3 % de Reales Órdenes, 8,4 % de circulares, 0,2 % de Reales Cédulas y 0,4 % de «decisiones ministeriales»[56]. Añadamos a esto que los presupuestos del Estado, leyes de la máxima importancia en las que cada año debía cifrarse el control parlamentario de la acción del Gobierno, por lo general no eran aprobados regularmente, sino dictados por decreto, prorrogados de años anteriores y corregidos múltiples veces sobre la marcha con decretos de transferencia de créditos, créditos extraordinarios y suplementos de crédito[57].
El Gobierno actuaba sin control de las Cortes, desmintiendo las previsiones de las sucesivas constituciones. Esta constatación, que han hecho muchos historiadores, ha sido tenida generalmente por desviación en la práctica de un modelo teórico que diseñaba otra estructura institucional del Estado. Sin embargo, lo que estamos mostrando es que esta hegemonía del Gobierno, actuando por la vía administrativa y sin rendir cuentas a las Cortes, respondía a un modelo ampliamente teorizado en la época: el modelo del Estado grande de los administrativistas era este en el que el Gobierno encarnaba la acción del Estado por sí solo.
No era menor la postergación del poder judicial, al que la práctica seguida desde tiempos del Estatuto Real había convertido en parte de la Administración y no un poder separado y diferenciado cualitativamente de esta[58]. La denominación de Administración de Justicia, que ya sostuviera Sainz de Andino en 1829, sustituyó en la Constitución de 1845 (título X) a la de Poder judicial (inscrita en la Constitución de 1837). El cambio denota esa vocación totalizadora de lo administrativo que los moderados acabaron imponiendo en el Estado español durante las fases cruciales de su construcción. Cierto que la idea de poder judicial reaparecería en los textos constitucionales progresistas de 1856 (título IX), 1869 (título VII) y 1873 (título X), pero la noción de Administración de Justicia se impuso de nuevo en 1876 (título IX) y sería la que moldearía a largo plazo la concepción de la Justicia como un ramo administrativo más, en la línea que habían planteado Colmeiro y sus precursores.
Como no podía ser de otra manera, en su tratado de 1850 Colmeiro reconoce la división de poderes; pero a continuación desarrolla los contenidos de esa Administración a la que identifica con el Gobierno («Administrar, pues, equivale a gobernar; es decir, ejercer el poder ejecutivo») con tal extensión de sus funciones y facultades, que la convierte en un aparato omnipresente en la vida social y política del país. Defendía, pues, también, un modelo de Estado intervencionista, capaz de regular la economía a través de la Administración. Esta habría de estar presente en todo, puesto que desempeña una función moral:
Fomentar el bien, combatir el mal, ora nazcan de causas físicas, ora procedan de origen moral; tal es la tarea inmensa del poder administrativo. Es una verdadera Providencia de los estados, porque debe ser sabio, previsor y estar siempre despierto y presente en todas partes. La administración aplicada acompaña al hombre desde la cuna hasta el sepulcro, y todavía antes y después de estos linderos del mundo tiene deberes que cumplir[59].
Vista así, la Administración es lo más parecido a un Dios sobre la tierra, que todo lo ve y sobre todo tiene competencia, porque su sagrada misión justifica que no se le opongan límites:
Nada hay indiferente para la administración desde lo más grande hasta lo más pequeño; o por mejor decir, nada parece pequeño a los ojos de una administración solícita por el bien del estado; porque las cosas mínimas en la vida privada adquieren gigantescas proporciones en la existencia social; de que se infiere que su mirada debe ser penetrante, su voluntad firme, permanente su acción y su perseverancia infatigable[60].
A partir de esta formidable declaración de supremacía y de omnipresencia de la Administración, el tratado de Colmeiro se extiende en el desarrollo técnico jurídico sobre su modo de funcionamiento, sin descuidar por ello el análisis pormenorizado de las tareas y competencias que ya encontrábamos en Oliván. Especial interés reviste el libro quinto, dedicado a lo contencioso-administrativo, en donde se levanta acta del nacimiento de una jurisdicción propia para los actos administrativos a partir de 1845[61]. Allí se explica esta importante pieza del modelo de Estado hegemonizado por la Administración, en virtud de la cual los conflictos que surgieran entre esta y los ciudadanos no serían resueltos por un tribunal independiente, sino por la propia Administración. Los actos administrativos no se sometían a la jurisdicción ordinaria de jueces y tribunales, para evitar que estos fiscalizaran a la Administración y, por ese medio, pudieran poner límites a su arbitrariedad[62].
En definitiva, bajo la apariencia de un mero tratado de Derecho administrativo, en el libro de Colmeiro hay todo un modelo de Estado que él contribuyó a definir: un Estado que es fundamentalmente Administración, y que se rige por una lógica administrativa en todas sus funciones e instituciones. Un Estado que se manifiesta en la acción administrativa del Gobierno, y en el que este actúa como juez y parte. Siguiendo el precedente de Francia, el Derecho administrativo español no se codificó, porque los códigos eran manuales para los jueces y el modelo no pasaba por someter los actos de la Administración a la vigilancia judicial[63]. En lugar de la codificación, estaba el Derecho administrativo en sí, tal como lo definían los manuales. Y entre estos, el de Colmeiro ocupó por mucho tiempo un lugar de privilegio, como base segura para la formación de generaciones de juristas, funcionarios y políticos: sus manuales se reeditaron y se siguieron prescribiendo obligatoriamente en las universidades hasta que fueron reemplazados en los decenios finales del xix por los de Santamaría de Paredes (que, por cierto, eran menos cautelosos en la identificación del Estado con la Administración)[64].
Atrás quedaban las lecciones de «Derecho político constitucional» que dictaron Donoso Cortés, Alcalá Galiano y Pacheco mientras estuvo vigente la Constitución de 1837 en el Ateneo de Madrid[65]: fueron muestras de un empeño sin continuidad, al que no dieron cobertura las universidades; un proyecto reformista que tuvo poco recorrido, más que un saber de derecho constitucional, que en el siglo xix prácticamente no existió. Lo que se desarrolló en las universidades españolas, donde se formaban los juristas y gran parte de la clase política, fue un Derecho político, frecuentemente unido al Derecho administrativo y menos desarrollado, como una parte menor de este. La exposición y explicación de la estructura y funcionamiento del Estado español a partir de los planes de estudios de 1842 requería prestar atención principalmente a la Administración, columna vertebral y nervio político del Estado en formación, relegando a un lugar secundario las instituciones representativas y la cuestión de los derechos individuales[66].
Visto el alcance de esta idea decimonónica del Estado como administración, hay que señalar, sin embargo, que no surgió de una invención desde cero por parte de autores como los mencionados. Autores que, por cierto, no eran especialmente rupturistas ni se veían a sí mismos como revolucionarios, sino más bien como amantes del orden y de la continuidad. Hubiera sido extraño que sus doctrinas fundamentales partieran de una negación de la tradición española o de un rechazo de los modelos heredados de la Monarquía histórica.
Los administrativistas españoles del xix, como gran parte de los teóricos del liberalismo hispano, se movieron en una ambigüedad calculada entre ruptura y continuidad. Por un lado, los más destacados de entre ellos presentaron la que llamaban Ciencia de la Administración como una ciencia enteramente nueva, propia de la contemporaneidad, que se apoyaba en nuevos conceptos y principios aunque tratara de una realidad, la de administrar, que había acompañado siempre a la vida del hombre en sociedad[67]. Pero, por otro lado, combinaron esa conciencia de la novedad de su concepción del Estado con un lenguaje historicista que les llevaba a reclamarse continuadores de prácticas de gobierno y líneas de pensamiento del Antiguo Régimen. La paradoja responde al hecho de que los administrativistas construyeron su específica cultura de Estado reutilizando materiales procedentes de los siglos anteriores, que combinaron y reinterpretaron de formas nuevas. Tanto Colmeiro como Posada Herrera pusieron sus obras en continuidad con los precedentes de la Monarquía, salvando el anacronismo que suponía la comparación con un periodo como aquel, en el que predominaba la lógica jurisdiccional en los actos de gobierno, y en el que la separación entre Estado y sociedad aún no se concebía ni había empezado a realizarse.
Que pueda establecerse un hilo de continuidad no equivale a decir que la revolución liberal no supusiera un cambio en la concepción del Estado, ni que el administrativismo del xix careciera de originalidad con respecto a doctrinas previas. Los constructores del Estado nacional que apostaron por cimentarlo sobre el concepto de administración idearon un nuevo tipo de Estado, uno que ya merece propiamente el nombre de Estado desde nuestro punto de vista contemporáneo; pero lo hicieron reinterpretando y reorganizando materiales que había dejado disponibles la Monarquía del xviii, y a los que dieron un sentido nuevo apoyándose en doctrinas administrativistas procedentes de otros países, fundamentalmente de Francia.
La tradición administrativa avant la lettre que se había ido formando en el Antiguo Régimen era la del llamado «gobierno político y económico de los pueblos»[68]. En la Monarquía del Antiguo Régimen, dominada por un estilo jurisdiccional de ejercer el poder, se había venido desarrollando sin embargo una lógica alternativa, llamada de gobierno, por la que algunos actos se intentaban separar de los pesados y lentos procedimientos de la justicia, para que siguieran cauces más ejecutivos. Esta lógica de gobierno se fue acentuando en la Monarquía borbónica a lo largo del siglo xviii, como alternativa reformista a los mecanismos tradicionales. Se imponía bajo la especie de que se trataba de procedimientos más ágiles y eficaces, que superaban con más facilidad los obstáculos a la racionalización y de que el rey era el único intérprete legítimo del orden jurídico que estaba llamado a preservar; pero no cabe duda de que se trataba también de una opción política, en la medida en que la centralización del poder y el absolutismo regio encontraban en la lógica de gobierno un cauce óptimo para prescindir de la negociación con poderes, corporaciones e instituciones intermedias. La diferencia se establecía entre, por una parte, una lógica jurisdiccional en la que las decisiones se tomaban por órganos judiciales, tras escuchar a las partes y teniendo en cuenta los derechos e intereses de cada uno; y, por otra, una lógica de gobierno consistente en que las decisiones se adoptaban unilateralmente por los agentes reales y se imponían a los súbditos sin posibilidad de oponer razones o derechos preexistentes.
Esa práctica se había ido codificando en manuales que, partiendo de la necesidad de poner orden y buen gobierno en los asuntos locales –aparentemente apolíticos–, sustentaban el desarrollo de una administración centralizada e intervencionista. Obras del siglo xviii, como las de Santayana, Vizcaíno y Guardiola[69]. La síntesis de aquella tradición administrativista del Antiguo Régimen que identificamos con la práctica del «gobierno político y económico de los pueblos» la encontramos en las monumentales Instituciones de Dou y de Bassols, ya en el reinado de Carlos IV[70].
El ejercicio de la lógica administrativa a ultranza para ordenar el gobierno local quedó sistematizado en obras de los últimos años del periodo de Fernando VII, como la de Ortiz de Zúñiga y Herrera. Su obra Deberes y atribuciones de los corregidores se publicó en 1832 y constituye por tanto la última expresión doctrinal de aquel tipo de saber jurídico práctico[71]. Es significativo que uno de estos autores, Ortiz de Zúñiga –como se ha mencionado más arriba–, siguiera tratando de estos temas después del cambio de régimen y se uniera al aluvión de libros publicados en los primeros años cuarenta sobre Derecho administrativo y ciencia de la Administración. Y que lo hiciera con una obra dedicada a actualizar los saberes administrativos aplicados en el nivel local, adaptándolos al nuevo marco constitucional, pero también con otra que ampliaba el rango de aplicación del modelo de gobierno por administración al conjunto del Estado[72]. Porque en ese desplazamiento, Ortiz de Zúñiga personaliza el salto que se dio en dos decenios desde las prácticas locales del gobierno político y económico de los pueblos hasta concebir, sobre esa matriz, el nuevo modelo de Estado grande que sustentaron los moderados.
Fue todo un ambiente político monárquico y templado –el que se agrupó en el partido moderado– el que asumió esta idea del Estado como Administración y la vinculó a la continuidad de la «tercera vía» que habían esbozado los reformistas del último periodo de reinado de Fernando VII. Lo que hicieron fue reconducir esa vía intermedia entre el carlismo y la revolución, tomando el desarrollo de la Administración pública como punto de apoyo sobre el que fundamentar el nuevo orden estatal[73].
Hemos recorrido el proceso por el cual se fue abriendo paso una visión administrativa del Estado, hasta el punto de imponer un concepto de Estado que lo identificaba con la Administración pública. Este proceso no era políticamente neutro, puesto que tendía a arrinconar toda forma de acción estatal que implicara escuchar a las partes y arbitrar entre los intereses y derechos de los ciudadanos. Esa lógica, relacionada con la tradición jurisdiccional del Antiguo Régimen, fue marginada en beneficio de la lógica de gobierno y de las prácticas que a pequeña escala ya había legitimado el «gobierno político y económico de los pueblos». Así se imponía la idea de que lo moderno en materia de construcción estatal era desplegar una Administración pública centralizada y eficaz que asegurara al poder ejecutivo la posibilidad de imponer sus dictados sin negociar con los gobernados ni atender a derechos preestablecidos, resistencias ni argumentaciones contrarias. Al Estado nacional y a las instituciones que lo representaban, empezando por el Gobierno, se les asignaba la responsabilidad de velar por la prosperidad de la nación y la felicidad de sus súbditos; lo cual otorgaba legitimidad a todos los esfuerzos por dotarle de los medios para lograrlo y para «remover los obstáculos» que se opusieran a los designios gubernamentales. Sin embargo, una lógica de arriba a abajo, obviamente autoritaria, venía implícita en esta nueva cultura estatal que promovían los administrativistas: una lógica que postergaba como rémoras del pasado las alternativas que otorgaran cualquier clase de autonomía, representatividad o voz propia a instituciones y colectivos presentes en la sociedad.
El cambio por el cual se impuso esta visión del Estado administrativo es un proceso de importancia primordial, ya que constituye la vertiente cultural del proceso de construcción del Estado en España. La constatación de que en el paso del Antiguo Régimen al Estado liberal hubo un cambio en la concepción del gobierno que dio lugar a la hegemonía de la Administración modifica nuestra visión de la construcción histórica del Estado. Si consideramos que hasta el final del Antiguo Régimen se mantuvo la identificación del ejercicio del poder de la Monarquía con la jurisdicción, y que fue en el paso al Estado contemporáneo cuando se separaron jurisdicción y administración, hegemonizando esta última la noción de Estado y el ejercicio de todo poder político, apreciaremos en toda su extensión el salto que supuso la revolución liberal.
Ese salto se ha cifrado habitualmente en la aparición del constitucionalismo, con su separación de poderes y su gobierno representativo, en el que los derechos y libertades de los ciudadanos pasaron a estar garantizados por el Estado de Derecho y la elección de una asamblea parlamentaria que representaba la soberanía nacional o, al menos, la compartía con la Corona. Sin duda, esa cultura propiamente liberal también existió y desempeñó un papel relevante en la legitimación del sistema de la monarquía constitucional. Pero los intentos de potenciar esa cultura con el desarrollo de un verdadero Derecho constitucional en España quedaron muy pronto cortocircuitados y condenaron a la atrofia a esa parte del pensamiento político-jurídico que ponía por delante la representación de los ciudadanos y la protección de sus derechos. A largo plazo, lo que quedó fue la identificación del Estado con la Administración. Esa fue la herencia del ideal del Estado grande que habían preconizado los administrativistas del partido moderado.
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