RESUMEN
Este artículo examina las diferentes imágenes de España transmitidas por los representantes diplomáticos de los Estados Unidos entre la Revolución de Septiembre de 1868 y el estallido de la Guerra de 1898 con el objeto de establecer el peso que pudieron tener en la elaboración de la política exterior norteamericana. El análisis se concentra en la correspondencia oficial y particular de esos diplomáticos custodiada en los archivos norteamericanos, pero también dedica espacio a su producción en periódicos, revistas y libros. Aunque se ha asumido que la visión de la España del siglo xix predominante en los Estados Unidos era la de un país romántico, pintoresco y anclado en el pasado, a partir de la Revolución de Septiembre los diplomáticos norteamericanos más interesados en la realidad española empezaron a dar cuenta a sus superiores y a sus coetáneos del proceso de modernización que estaba viviendo España.
Palabras clave: España; Estados Unidos; imágenes; estereotipos; ideología;
ABSTRACT
This article deals with the different images of Spain transmitted by U. S. diplomatic representatives between the Revolution of 1868 and the War of 1898 in order to determine the weight these images could have had in the formulation of U. S. foreign policy. The analysis focuses on the diplomats’ official and private correspondence held in U. S. archives, but it also pays attention to their publications in newspapers, journals and books. Although it is accepted that the predominant view in the United States of nineteenth-century Spain was that of a romantic and picturesque country still clinging to its past, following the Revolution of 1868 the U. S. diplomats more concerned with Spanish matters began to offer accounts of Spain’s modernization process to their superiors and their fellow citizens alike.
Keywords: Spain; United States; images; stereotypes; ideology;
SUMARIO
Desde hace varias décadas, la historia diplomática está prestando una atención creciente a la dimensión cultural de las relaciones internacionales[1]. El análisis de las percepciones de diplomáticos, viajeros y otros intermediarios culturales, tradicionalmente considerado como irrelevante o trivial, se ha popularizado como objeto de estudio.
La historiografía norteamericana ha sido pionera en la aplicación de modelos explicativos culturales al análisis de la política exterior[2]. Al menos desde finales de los años setenta diversos historiadores han defendido la importancia específica de la cultura en las relaciones exteriores de los Estados Unidos, entendiéndola como un sistema de valores que determina los límites en los que se mueve la diplomacia[3].
Sin embargo, la aplicación de modelos culturales al estudio de la política exterior de los Estados Unidos en el siglo xix ha llevado a conclusiones dispares. Frank Ninkovich, por ejemplo, ha defendido que la ideología que guió la política exterior norteamericana hasta 1917 (que denominó «Open Door ideology») fue un factor que frenó el crecimiento del poder de los Estados Unidos en el exterior[4]. Emily S. Rosenberg y Michael H. Hunt, en cambio, han llegado a la conclusión de que en el siglo xix se generó una potente ideología expansionista que impulsó y justificó al mismo tiempo la creciente intervención de los Estados Unidos en los asuntos internacionales. No obstante, esta ideología estaba compuesta de elementos muy diferentes para cada autor: mientras que para Rosenberg la ideología norteamericana estaba cargada de intereses económicos, para Hunt era una mezcla de tres prejuicios identitarios (el excepcionalismo, el racismo y el miedo a las revoluciones)[5].
Hunt dio un peso muy importante a las percepciones sobre otros países en el proceso de elaboración de esa ideología, destacando especialmente las imágenes sobre los países vecinos de los Estados Unidos. Para Hunt, los estereotipos sobre Iberoamérica transmitidos por diplomáticos y viajeros norteamericanos fueron fundamentales para la configuración de una determinada imagen norteamericana de lo hispánico, heredera de la leyenda negra y rebosante de racismo, que habría tenido una influencia significativa en las intervenciones militares de los Estados Unidos en la región[6]. Autores más recientes han continuado subrayando la influencia de los estereotipos sobre América Latina en la política intervencionista de los Estados Unidos en el Hemisferio Occidental a partir de 1898, tanto por la amplitud de su difusión como por el grado de influencia de sus creadores en la maquinaria diplomática norteamericana[7].
Menos atención se ha dedicado a las imágenes que generó específicamente España en los Estados Unidos. James D. Fernández lo ha achacado a lo que ha denominado «ley de Longfellow», de acuerdo con la cual en la mayoría de las ocasiones el interés norteamericano en España ha estado subsumido dentro del interés por América Latina[8]. Sin embargo, otros historiadores han sostenido que, al menos en el siglo xix, sí se desarrollaron imágenes sobre España con características propias. Richard L. Kagan denominó a ese conjunto específico de estereotipos sobre España el «paradigma de Prescott», en honor a William H. Prescott, un historiador norteamericano que popularizó la visión romántica de la historia de España con sus estudios sobre los Reyes Católicos, Felipe II y la conquista de México y Perú.
Según Kagan, la visión de España elaborada por Prescott y otros intelectuales hispanófilos de su tiempo residentes en Boston y Nueva York (Washington Irving, Henry W. Longfellow, George Ticknor, Mary Peabody Mann, etc.) era la antítesis de los Estados Unidos: España era descrita como un país despótico, intolerante, indolente y decadente. En definitiva, España era considerada una reliquia premoderna en el mundo del siglo xix. Kagan también subrayó que los intelectuales hispanófilos que construyeron esos estereotipos estaban más interesados en el pasado que en el presente de España debido a que su verdadera preocupación era la construcción de la identidad norteamericana[9].
Aparte de Kagan, son numerosos los autores que se han interesado en el proceso de elaboración de estereotipos románticos de España en el siglo xix, pero hasta ahora ninguno se ha ocupado de su influencia específica en la política exterior norteamericana[10]. Por su parte, algunos especialistas en la política exterior de los Estados Unidos en el siglo xx han defendido que los estereotipos norteamericanos creados en el siglo xix no sufrieron modificaciones significativas con el paso del tiempo, aunque su utilización diplomática varió dependiendo de las circunstancias del momento[11].
Por su parte, este trabajo parte de la agenda de investigación abierta por Kagan y Frank Ninkovich. Kagan no solo defiende ahora que la visión norteamericana de España en el siglo xix iba mucho más allá del «paradigma de Prescott», sino que los diplomáticos estadounidenses en España fueron pioneros en cuestionar los estereotipos románticos[12]. Por su parte, Ninkovich sostiene que la generación intelectual que dominó la vida cultural en los Estados Unidos después de la Guerra Civil norteamericana fue mucho más cosmopolita de lo que se había supuesto y prestó una atención considerable a la España de su tiempo[13]. Sobre esta base, el objetivo de este artículo es analizar si las imágenes de España transmitidas por los diplomáticos norteamericanos que sirvieron entre la Revolución de Septiembre y la Guerra de 1898 rompieron con los estereotipos románticos de los hispanófilos. Asimismo, se examinará el grado de influencia de la información proporcionada por dichos diplomáticos en las decisiones del gobierno de los Estados Unidos.
En primer lugar, el artículo estudiará la evolución de la imagen de España en los Estados Unidos durante las tres últimas décadas del siglo xix. A continuación, se examinarán los mecanismos de selección de los diplomáticos norteamericanos en España y sus visiones sobre este país. Posteriormente, se estudiará el impacto de estas imágenes sobre la formulación de la política exterior norteamericana hacia España. Por último, se extraerán algunas conclusiones al respecto[14].
En la producción escrita sobre España en los Estados Unidos con posterioridad a la Guerra Civil norteamericana se pueden distinguir tres categorías. En primer lugar, la literatura de viajes, orientada al creciente público viajero interesado en vivir aventuras en destinos europeos exóticos[15]. En segundo lugar se encontraban los estudios del pasado español que continuaban la tradición hispanófila. Por último estaban los estudios políticos producidos por diplomáticos que habían servido en España, que surgieron en este periodo. La principal novedad de esta época es que por primera vez los trabajos sobre la España contemporánea (libros de viajes y estudios políticos) superaron a los dedicados a la España del pasado.
El catalizador de este cambio fue la Revolución Gloriosa. Este acontecimiento, que expulsó del trono a Isabel II y dio comienzo al Sexenio Democrático (1868-1874), conmovió los esquemas norteamericanos sobre España al iniciar un convulso periodo en el que se sucedieron varios sistemas de gobierno (monarquía constitucional, república y dictadura) y estallaron tres guerras civiles: la Guerra de los Diez Años en Cuba (1868-1878), la Tercera Guerra Carlista (1872-1876) y la rebelión cantonal (1873-1874). La España de Isabel II nunca había dejado de ser considerada una monarquía absoluta, así que el destronamiento de los Borbones generó un considerable shock[16]. En palabras del poeta Charles Gates, la revolución había resucitado al pueblo español de entre los muertos después de siglos de petrificación[17].
Pero lo cierto es que la revolución española no cogió por sorpresa a todos los observadores norteamericanos. Grupos abolicionistas, unitarios y congregacionalistas de Nueva Inglaterra ya habían entablado relaciones con republicanos y abolicionistas españoles con anterioridad a la revolución[18]. Estas redes se habían construido a partir del interés en España generado por los hispanófilos de Boston a través de la Cátedra Smith de Lenguas Modernas de la Universidad de Harvard. Para estos sectores, la revolución española había sido en parte resultado de la influencia del modelo republicano de los Estados Unidos[19].
Sin embargo, el interés por el presente español no fue acompañado necesariamente por la desaparición de los estereotipos románticos. La España del siglo xix retenía elementos exóticos más que suficientes, desde la monarquía al toreo[20]. Incluso la historia del reinado de Isabel II era susceptible de tratamiento sensacionalista[21].
La evolución política del Sexenio Democrático tampoco cumplió con las expectativas que había despertado inicialmente en los Estados Unidos, aunque el establecimiento de la libertad de cultos y los esfuerzos por abolir la esclavitud convencieron a muchos de que los tiempos del absolutismo habían terminado para siempre en España[22]. Por su parte, a pesar de la decepción que supuso el retorno de los Borbones y de la intolerancia religiosa, el régimen de la Restauración (1875-1923) prolongó el optimismo cauteloso que había generado la Revolución de Septiembre durante sus dos primeros decenios de existencia.
Este fenómeno coincidió con el eclipse de la generación de intelectuales hispanófilos que habían dominado la escena norteamericana hasta ese momento. Ni siquiera el principal epígono de la tradición hispanófila, el reverendo Edward Everett Hale, siguió los pasos de sus antecesores. Hale, también procedente de Nueva Inglaterra, había ejercido como lector de William H. Prescott en su juventud[23]. Asimismo, se benefició de la red de amistades españolas establecida previamente por Prescott y Ticknor. Pero, a diferencia de ellos, sus obras sobre España pertenecen a la literatura de viajes, al igual que las de su hermana (y también escritora) Susan. La única obra sobre el pasado español escrita por ambos, una historia divulgativa de España, fue el producto del éxito de sus libros precedentes[24]. Al mismo tiempo, aunque ambos autores viajaron a España en busca de aventuras, su correspondencia da testimonio de que fenómenos como el turismo, el ferrocarril o el telégrafo estaban acabando definitivamente con el romanticismo de la Península[25].
La culminación del interés norteamericano en España durante esas décadas llegó con la celebración del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América[26]. Las festividades en los Estados Unidos subrayaron especialmente la aportación de España a los viajes de Cristóbal Colón[27]. Pero la celebración del pasado español no fue incompatible con el reconocimiento del progreso experimentado por la España del siglo xix. De hecho, algunos de los patrocinadores de los festejos norteamericanos no dudaron en elogiar la conmemoración española coetánea.
The Independent, el semanario religioso de mayor circulación en los Estados Unidos, cubrió ampliamente la celebración española[28]. El misionero congregacionalista William M. Gulick estuvo presente en las celebraciones de Huelva y aplaudió tanto los festejos organizados como el rol histórico de España:
[…] but certainly it may be said that to Spain must be accorded the highest honor for the share that she had in the destinies of the hero whose intelligence, faith and daring gave to her a new continent, and to civilization a new world.
Spain has heartily, generously and worthily celebrated this deed of her illustrious adopted son, and it only remains to record some of the incidents of this centenary, which will go down in history as one of those events which has most deeply stirred the heart of this great nation[29].
Además, durante las celebraciones, figuras españolas contemporáneas como Manuel Alonso Martínez dispusieron de tribunas para discutir la actualidad española en revistas como The North American Review[30].
Pero nada llamó más la atención de la prensa estadounidense durante el Cuarto Centenario que la figura de la Infanta Eulalia, hermana del difunto Alfonso XII y representante de la monarquía española en la Exposición Universal de Chicago de 1893. La tradicional fascinación estadounidense con la realeza europea alcanzó su cenit con la visita de la «princesa de España». Las revistas le dedicaron artículos glosando su vestuario[31] o describiendo los episodios más célebres de su vida[32]. Pero Eulalia de Borbón no fue la única mujer española que apareció en la prensa estadounidense. La controversia generada por la escasa representación femenina en la sección española de la Exposición de Chicago también contó con la aportación de la escritora asturiana Eva Canel, cronista de la Cámara de Comercio de La Habana durante los festejos[33].
El panorama cambió enteramente a partir del estallido de la insurrección cubana de 1895. La imagen moderna de España se derrumbó a causa de la violencia del ejército español contra los insurgentes y todo aquel sospechoso de apoyarlos, que resucitó los peores estereotipos sobre el despotismo español. No obstante, la tensión bélica no hizo desaparecer todas las voces que intentaban explicar racionalmente el comportamiento de España. Al poco de estallar las hostilidades entre Madrid y Washington en 1898, Alice Gordon Gulick, esposa de William M. Gulick, publicó un artículo en el que argumentaba la posición española:
To-day the sympathies of the civilized world must be with the woman who has endeavored so bravely to hold an unbroken Kingdom for the son of Alfonso XII. Being an Austrian, a foreigner, she must out-Spanish the Spanish in expressions of loyalty and, therefore, she cannot yield one inch of Spanish territory at the demand of a foreign Power[34].
En general, sin embargo, predominó la percepción de que España era incapaz de escapar de su pasado despótico y de que el conflicto había sido inevitable. Incluso los observadores más interesados por la España de su tiempo sucumbieron a este fatalismo. Edward Everett Hale no dudó en argumentar que si la Guerra de 1898 hubiera estallado veinticinco años atrás se habrían salvado cientos de miles de vidas cubanas[35]. En plenas hostilidades, el prestigioso historiador Albert Bushnell Hart se hacía eco de este sentimiento al lamentar que el presidente Franklin Pierce (1853-1857) no hubiese evitado cuarenta años de diplomacia infructuosa anexionando Cuba en 1854[36]. Una vez terminado el conflicto hispano-norteamericano, para muchos observadores el único aspecto interesante del presente español serían los vestigios del pasado disponibles para ser catalogados en un museo[37].
El personal diplomático en Madrid durante el último tercio del siglo xix continuó formado (excepto durante el bienio 1882-1884, en el que se intentó establecer un Consulado General en Madrid) por un ministro plenipotenciario y un secretario de Legación[38]. Ocasionalmente, se añadieron agregados navales y militares a la Legación, pero solo para misiones temporales. La Legación en Madrid ni siquiera contó con una sede fija hasta 1886, en que se adquirió una propiedad en el número 7 de la Plaza de San Martín[39].
El servicio diplomático de los Estados Unidos en el siglo xix no estaba profesionalizado, de manera que el reclutamiento de personal era un proceso enteramente politizado y dependiente de los cambios de gobierno. Como resultado, la competencia de los diplomáticos que sirvieron en España entre 1868 y 1898 fue muy desigual. Su peso político, sin embargo, fue mucho más elevado que el de sus antecesores: entre ellos hubo un ex vicepresidente de los Estados Unidos, dos futuros secretarios de Estado, un antiguo chairman del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes, un senador y cuatro congresistas. Más importante aún, un porcentaje significativo de ellos fueron lo que podríamos denominar diplomáticos «semiprofesionales»: seis de los once jefes de misión y cinco de los ocho secretarios de Legación durante este periodo sirvieron en otras misiones diplomáticas u ocuparon puestos ejecutivos en el Departamento de Estado.
Los jefes de misión estadounidenses en España se pueden dividir en dos categorías. En primer lugar, se encontraban los nombramientos por motivos de equilibrio político, de duración siempre inferior a los dos años y cuyo trabajo en España fue en la mayoría de las ocasiones su única misión diplomática. En esta categoría se podrían clasificar las misiones de los republicanos Lucius Fairchild (1880-1881), Hannibal Hamlin (1881-1882), Thomas W. Palmer (1889-1890), A. Loudon Snowden (1892-1893) y Stewart L. Woodford (1897-1898), y del demócrata Perry Belmont (1888-1889). El nombramiento de Hamlin es paradigmático: en un contexto de división del Partido Republicano entre las facciones lideradas por el antiguo presidente Ulysses S. Grant y el secretario de Estado James G. Blaine, la administración Garfield decidió sustituir a Fairchild (un hombre de Grant) por la figura de consenso representada por Hamlin, hombre de confianza de Blaine y vicepresidente de los Estados Unidos en el primer mandato de Abraham Lincoln (1861-1865)[40].
En segundo lugar, se encontraban los diplomáticos nombrados en reconocimiento de los servicios prestados al partido, de mayor duración y en la mayoría de los casos con amplia experiencia diplomática. Fue el caso de Daniel E. Sickles (1869-1874), Caleb Cushing (1874-1877), James Russell Lowell (1877-1880), John W. Foster (1883-1885)[41], J. L. M. Curry (1885-1888), E. Burd Grubb (1890-1892) y Hannis Taylor (1893-1897). Aunque no siempre era la norma, en ocasiones esta clase de jefes de misión utilizaba su posición para ofrecer asesoramiento bien remunerado a particulares estadounidenses en el exterior.
Los secretarios de Legación fueron en general mucho más duraderos y por ello jugaron un papel crucial en el mantenimiento de cierta continuidad en la diplomacia norteamericana: Horatio J. Perry (1849-1855 y 1861-1869), John Hay (1869-1870)[42], Alvey A. Adee (1870-1877)[43], Dwight T. Reed (1877-1885) y Edward H. Strobel (1885-1890). La estabilidad, sin embargo, no impidió la existencia de conflictos personales entre algunos jefes de misión y sus secretarios. Además, tras la marcha del demócrata Edward H. Strobel en 1890[44], la secretaría de la Legación perdió en gran medida su estabilidad, sucediéndose rápidamente en el puesto Harrie R. Newberry (1890-1892), Francis MacNutt (1892-1893), Stephen Bonsal (1893-1897) y Stanton Sickles (1897-1898)[45].
La agencia consular de Barcelona –el primer puerto de la Península– se elevó al rango de Consulado General en 1895[46]. Pero la red consular continuó careciendo de dotación presupuestaria, con la excepción de las agencias de Cádiz y Málaga (principales puertos de exportación a los Estados Unidos), siendo el resto de agentes figuras honorarias.
La mayoría de los diplomáticos norteamericanos que escribieron sobre España durante el Sexenio Democrático se sintieron defraudados por la dirección monárquica de la Revolución de Septiembre, pero pusieron sus esperanzas en el próximo establecimiento de la república en España[47]. John Hay hizo la defensa más elaborada de ese optimismo cauteloso[48]. De acuerdo con un diagnóstico compartido por la mayoría de los diplomáticos norteamericanos, sólo un sistema de gobierno republicano sería capaz de introducir los cambios estructurales necesarios en la sociedad española[49]. Aunque el diplomático norteamericano se apoyó en los estereotipos habituales sobre el «carácter» español, en su caso fueron utilizados para justificar la posibilidad del cambio:
The Spaniards are not unfitted by character for the republican system. They have a certain natural personal dignity which assimilates them to the strongly individualized Northern races, and they possess in a remarkable degree the Latin instinct of association. They are the result of three great immigrations, –the Celtic, the Roman, and the Gothic. The republic would utilize the best traces of these races[50].
Caleb Cushing realizó un diagnóstico similar, a pesar de dirigir la misión diplomática estadounidense durante los convulsos años de transición entre la dictadura del general Serrano y la consolidación de la Restauración (1874-1877). Al margen de su carrera diplomática en Asia y América Latina, Cushing era un viejo hispanófilo de Massachusetts que pertenecía a la red de Ticknor, Longfellow y Prescott[51]. Su nombramiento en España fue un premio de consolación después de que su candidatura al Tribunal Supremo fuese rechazada por el Senado.
Al igual que Hay, Cushing sostenía que «the United States has a natural and necessary sympathy on behalf of the Republicans»[52]. Sin embargo, Cushing también constataba el progreso que había experimentado la sociedad española en las cuatro décadas que habían transcurrido desde su primera estancia en la Península, observando que los españoles habían avanzado hasta el punto de superar a los norteamericanos en algunas de sus costumbres. El diplomático estadounidense consideraba que en España los hábitos de bebida eran mucho más saludables y que los casos de ebriedad eran mucho menos frecuentes que en los Estados Unidos. En su opinión, esto era especialmente evidente en las celebraciones públicas, donde la población se comportaba con inusual civismo:
The amenity of the climate invites to outdoor amusements: festivals, religious, literary, political, are frequent […] to the effect that the many public squares, walks and gardens, together with the principal streets, are daily, but especially on festal days, filled with crowds of both sexes and of all ages and conditions, apparently happy in the enjoyment of the sun and air, and in mutual intercourse; and drinking freely […] not only with perfect orderliness on the part of mere men, but with family groups on all sides, of fathers and mothers with their children, deporting themselves as decorously, in the eyes of the world, as if they were the select guests of a courtly salon instead of the indiscriminate people of Madrid[53].
Una crítica habitual de los diplomáticos extranjeros en España era la intolerancia religiosa de las autoridades. Sin embargo, en su admiración Cushing llegaba al extremo de criticar la labor de los misioneros protestantes que venían a España, a los que acusó de ser tan intolerantes como los católicos:
In a majority of the cases which have come before the Legation, the intemperate zeal of the Protestant Missionaries, bordering on willfulness of mischiefmaking, –in other words, their bigotry,– has been as irrational and censurable as the intolerance of Catholics. Spain is in her own house, and these Missionaries are intruders there, falsely assuming their own infallibility, pretending without reason that they are better Christians than the Catholics, and in this presumptuous assumption troubling the peace of the Spaniards[54].
Aunque el establecimiento de la Restauración supuso una decepción para los diplomáticos estadounidenses después de las esperanzas democráticas generadas por el Sexenio, el balance general siguió siendo positivo[55]. Se podría decir que el sistema de gobierno ideado por Cánovas era mucho más conservador de lo que deseaban los norteamericanos, pero se seguía considerando como un producto del legado de la Revolución de 1868 que podía servir para encauzar el proceso de modernización de España[56]. La decisión de abolir la esclavitud en Cuba en febrero de 1880 confirmó esta percepción[57].
James Russell Lowell presenció la consolidación de la Restauración como jefe de misión estadounidense entre 1877 y 1880. Lowell era otro hispanófilo de Massachusetts que había sucedido a Longfellow en la Cátedra Smith de Lenguas Modernas, aunque su nombramiento diplomático fue producto de su trabajo como compromisario del candidato republicano Rutherford B. Hayes en la controvertida elección presidencial de 1876[58]. Su evaluación del régimen restaurador prolongaba el optimismo precedente: «There are strong prejudices and rooted traditions to be overcome, but with time and patience I believe that Spain will accomplish the establishment of free institutions under whatever form of government»[59].
La figura más admirada del nuevo régimen fue sin lugar a dudas Antonio Cánovas del Castillo, presidente del Consejo de Ministros en seis ocasiones entre 1875 y 1897. Para Alvey Adee, Cánovas era «by far the ablest of Spain’s nineteenth-century leaders»[60]. Lowell también había quedado vivamente impresionado por la figura del político malagueño: «Señor Cánovas del Castillo seems to me at present not only the ablest politician in Spain, but in many respects capable also of being her most far-seeing statesman»[61]. Pero fue John W. Foster, reconocido con la misión diplomática en España después de más de una década de servicios para el Partido Republicano, el diplomático que más elogió a Cánovas:
Señor Cánovas, whether judged by his record of achieved results or by his ability and attainments, must be regarded as the first Spanish statesman of his generation. He brought order out of the chaos into which his country has fallen. […]. It is his statesmanship more than any other influence which has given to the Peninsula the long era of continuous government, peace, and development enjoyed since 1874.
Of all the Prime Ministers with whom I had to do I found Cánovas the most satisfactory in our official intercourse. I had frequently to appeal to him from the dilatory practices of his colleagues. I found him broad-minded, prompt to comprehend and dispatch business, and I could place implicit reliance in his promises[62].
La figura del rey Alfonso XII era casi tan apreciada como la de Cánovas. «The King is intelligent and well meaning», según Lowell[63]. «The young King is generally accepted as furnishing a solution of some apprehended problems. These and others are cheerful signs for the old monarchy», de acuerdo con J. L. M. Curry, reconocido con la misión diplomática en España por la primera administración Cleveland debido a su labor de reconciliación entre el Norte y el Sur después de la Guerra Civil norteamericana[64]. Para Foster, el rey debía llevarse buena parte del crédito por la estabilidad de la Restauración: «During the eight years’ reign of Alfonso XII, the country has enjoyed an unprecedented era of prosperity and advancement, and no inconsiderable share of the credit for this happy state of affairs is due to the wisdom and prudence of the young King himself»[65].
A pesar de la simpatía por las figuras de Cánovas y el rey Alfonso XII, los diplomáticos norteamericanos siempre se sintieron instintivamente más cómodos con los gobiernos liberales de Sagasta. En agosto de 1878, Lowell describía así la política del primer gobierno Cánovas: «The policy of Señor Cánovas is, on the whole (under the convenient euphemism of liberal-conservative), a reactionary one, and seems in danger of becoming more so»[66]. El regreso de Cánovas al gobierno en enero de 1884, tras la caída del ministerio Posada Herrera (1883-1884), formado por miembros de la Izquierda Dinástica, fue descrito por Foster en términos dramáticos: «For the present it would seem as if all liberal progress has come to a halt in Spain»[67]. Además, Foster dedicaba a Práxedes Mateo-Sagasta palabras casi tan elogiosas como a Cánovas: «whatever progress in more enlightened principles of government has been made by Spain in the last quarter of a century has been brought about mainly by the championship of Sagasta»[68].
Pero fue J. L. M. Curry el diplomático norteamericano que estableció relaciones más estrechas con el Partido Liberal a causa de la coincidencia de su misión con el gobierno largo de Sagasta (1885-1890). Ciertamente, sus percepciones iniciales no se apartaban de los estereotipos tradicionales: «Spain has elements of wealth and greatness, but the vanity of the people, distrust of foreigners, traditional pride, or pride in traditions, the race intermixtures, the civil and religious policies, the fetters of superstition upon mind and soul, the whole mental environment, do not allow me to be very hopeful of early progress»[69].
Sin embargo, las impresiones de Curry empezaron a cambiar al poco de llegar. El comienzo de su misión coincidió con la muerte del rey Alfonso XII y el principio de la regencia de María Cristina de Habsburgo (1885-1902). La ausencia de incidentes durante la transición, en contra de todas sus expectativas, modificó su opinión sobre los españoles[70]. Después de los primeros seis meses de misión, Curry llegó a exhibir un entusiasmo inusitado por la marcha del progreso en España[71]. Las buenas relaciones de Curry con el ministro de Estado de Sagasta, Segismundo Moret, con el que podía comunicarse en inglés, también pudieron jugar un papel en su cambio de perspectiva[72].
Curry no era ningún hispanófilo, pero desarrolló más interés por la España del siglo xix que ninguno de sus colegas[73]. Curry dedicó un ensayo monográfico a los sistemas de gobierno que se habían sucedido en España desde la Constitución de 1812 hasta la Restauración con el fin de descubrir las causas del fracaso español para establecer un gobierno constitucional. El tema no solo era novedoso, sino que el «carácter» español ni siquiera encontraba espacio entre sus páginas. Sus conclusiones eran moderadamente optimistas: el progreso estaba al alcance de la mano si España profundizaba en las reformas introducidas por Sagasta. Su esperanza seguía estando, como en el caso de Hay y Sickles, en el establecimiento de un gobierno republicano en el futuro: «With all the undoubted drawbacks the drift in Spain is not strong, not consistent, but hopefully towards constitutional principles, promoting the general good while conserving individual rights. Under the tuition and guidance of Liberals and Republicans the advance must be towards democratic government»[74].
Sin embargo, el progreso político que Curry defendía para España era gradual. A raíz de la fallida sublevación republicana del general Manuel Villacampa en septiembre de 1886, Curry se manifestaba en contra de cualquier interferencia en los asuntos internos de España:
Ours is a successful Republic but its mission is not aggressive propagandism and most scrupulously should it observe respect for international rights, regard for national honor and abstinence from impertinent interference in the internal affairs of a nation with which it sustains relations of friendship. […] One may be a thorough Republican, opposing Monarchy, privileged classes, union of church and State and at the same time, be slow to perceive that a Republic per se is such a desirable government, for all peoples, under all conditions of ignorance and superstition as to justify its being sought for, or attained at the expense of justice, right, humanity and the laws of God[75].
Y es que a pesar del progreso observado, los diplomáticos estadounidenses nunca dejaron de pensar que la modernización española era muy superficial debido a que las reformas del siglo xix no habían venido acompañadas de cambios estructurales en la sociedad española. La causa principal del problema, para Hay, había sido la decisión de los líderes revolucionarios de restablecer la monarquía en España, considerada como el mayor obstáculo a la modernización y fuente de todas las contradicciones de la Revolución de Septiembre: «The fullest individual rights are guaranteed by the Constitution. But at the first civil uproar the servile Cortes gave them up to the discretion of the government. Law was to be established as the sole rule and criterion of action. But the most arbitrary and cruel sentences are written on drum-heads still vibrating with the roll of battle. The death-penalty was to be abolished. But the shadow of the gallows and the smoke of the fusillade are spread over half of Spain. The army was to be reduced, and the government has just asked the Cortes for eighty thousand men. The colonies were to be emancipated; and Porto Rico stands in the Cortes vainly begging for reforms, while Cuba seems bent upon destroying with her own hands the hateful wealth and beauty which so long have lured and rewarded her tyrants»[76].
Sin embargo, las esperanzas suscitadas por la Primera República se frustraron igualmente a los pocos meses de su establecimiento. A pesar de sus promesas, los dirigentes republicanos ni siquiera fueron capaces de terminar con la esclavitud en todas las Antillas, como habían prometido repetidamente en la oposición: las Cortes republicanas aprobaron la abolición de la esclavitud en Puerto Rico en marzo de 1873, pero no introdujeron reformas significativas en el gobierno de Cuba. En septiembre de 1873, Daniel E. Sickles, nombrado jefe de misión en España por sus servicios en la campaña electoral de 1868[77], hacía una lista de las contradicciones republicanas:
A Congress, with full powers, has been sitting for nearly four months, especially charged with the duty of dealing with the causes of no less than three civil wars that now afflict the Spanish dominions. The Carlist war is sustained by the priest-hood, and while the separation of Church and State has always been a dogma of the Republican party in Spain, the Church establishment still remains a dependency of the Commonwealth. The war of the Cantons is made by certain ultra partizans of a federal form of government; and although the Córtes declared, on the first day that body was organized, early in June last, that the form of the Republic was federal, all the public powers, without exception, are in the hands of the Executive at Madrid, as much so as in the time of Ferdinand the Seventh. The war in Cuba is a protest against the unqualified despotism which has for centuries oppressed that Island. The Republican party of Spain stood pledged to the abolition of slavery and the right of the people to a legitimate voice in their own self-government. No reform has been seriously begun in Cuba. To-day, the same as heretofore, the Captain General disposes as he pleases of the property, lives and rights of the inhabitants, and is not restrained in his authority by any order, decree or law of the Government at Madrid.
In a dispatch dated May 17th last, Nº 600, I expressed the fear that the republican movement in Spain, like other similar attempts at revolution which had preceded it, would be merely a superficial disturbance and end in giving new names to old abuses. And so it is […]. If this policy does not provoke a new and real revolution, it may end in a restoration of the monarchy[78].
Uno de los síntomas más evidentes de la inefectividad de los cambios en España era la inestabilidad gubernamental. Que el régimen republicano cayese mediante otro golpe militar en enero de 1874 solo sirvió para confirmar las peores impresiones de Sickles, que había vaticinado correctamente la próxima restauración de la monarquía[79]. Para Cushing, la constante sucesión de ministros impedía la administración efectiva de cualquier asunto: «…what real government can there be, with such Ministers, who, like the procession evoked by the witches in Macbeth, ‘like shadows come, so depart; –who have no certainty of holding office for three months;– who are subject to the incessant solicitude of self-defence against eager and passionate aspirants for the same office?»[80]
Asimismo, los diplomáticos norteamericanos percibieron rápidamente que el sistema de la Restauración no era realmente un régimen parlamentario al uso, sino un sistema autoritario arbitrado por la Corona bajo una fachada representativa: «the whole arrangement is artificial, and the majority represents no definite opinions either in the Cortes or the country», según Lowell[81]. J. L. M. Curry fue todavía más explícito: «If governments derive their just powers from the consent of the governed, if the people are the source of political power, then Spain has not accepted ‘the theory of national sovereignty’. […] An elect few can readily combine and conspire against the masses»[82].
Por su parte, el demócrata Hannis Taylor, que sirvió en España durante la segunda administración Cleveland debido a los servicios prestados al Partido Demócrata en Alabama, ahondó en la crítica del sistema de gobierno de la Restauración. Para Taylor, la España finisecular seguía siendo una monarquía absoluta con una fachada parlamentaria: «In Spain to a greater extent than in any other country in Europe the present is bound up with the past; her greatest misfortune is that the French Revolution, terrible as it was, did not sweep to Gibraltar. […] The so called system of representative government by which absolute monarchy was supposed to be superseded early in the century is nothing but an illusion; […] the supreme powers of the state to-day reside in the crown and not in the legislature. The administration of affairs is still carried on under the old bureaucratic system by certain notables named by the crown, who call upon the phantom body known as the Cortes to clothe their acts in the forms of legality»[83].
Al igual que sus antecesores, Taylor también reconocía la talla política de Cánovas, pero consideraba que su agenda política pertenecía al siglo xv:
After four years of careful observation of the mental and moral make-up of Señor Canovas del Castillo, I cannot draw of him other than a flattering picture, because, despite his one great mental defect, I was a genuine admirer of his genius. […] The one great defect in the organization of this subtle, high-thoughted, powerful personality was embodied in the fact that he was at heart a Spaniard of the past, an absolutist, a Cardinal Ximenez de Cesnaros masquerading in the garb of the nineteenth century[84].
Por otro lado, los estereotipos románticos nunca estuvieron ausentes de las reflexiones de los diplomáticos estadounidenses [85]. Cushing, por ejemplo, no tardó en convencerse a través de sus contactos con Labra y otros republicanos[86] de la inviabilidad a corto plazo de una república en España debido a causas raciales, lo que denominaba «the tempestuous tendencies of the French and the Spaniards […] It is not because or in consequence of having been conquered and, to a certain degree, latinized by the Romans: it is because they are Gallo-Celts»[87].
Pero el estereotipo romántico más utilizado por los diplomáticos estadounidenses fue sin lugar a dudas la indolencia española. Las impresiones de Cushing sobre España durante los primeros meses de su misión atribuían a esta «excentricidad» gran parte de los problemas del país:
In truth, half the educated persons in Madrid seem to be composed either of persons in office, –or of pretendientes, office seekers,– or of cesantes, office holders dismissed on pension as is the case with all the dismissed office holders in Spain. And thus we have an enormous crowd of persons living apparently in utter idleness, and the majority of them chiefly occupied in carping at and criticising whatever Government exists, and whoever may be the Ministers. For, in such a state of things, the number of outs is of course always greater than that of ins, and thus the general atmosphere of the city is one of perpetual, but very superficial, political discussion, fault-finding and agitation.
It is one of the incidents of this state of things, partly cause and partly effect, that public business falls into channels of inconceivable eccentricity. Thus, it continually happens, that the meetings of the Cabinet commence at 11 o’clock P. M. running along into 2 or 3 o’clock A. M. Corresponding to which is the fact that all night, literally from sunset to sunrise, the streets are filled with well-dressed persons promenading the plazas and paseos, or longing in the coffee-houses, in a mode of life, which seems the most strange in the actual disastrous circumstances of Spain[88].
Por su parte, en 1893 el cónsul norteamericano en Barcelona censuraba implícitamente la indolencia hispánica al examinar las diferencias entre catalanes y españoles: «The Catalans […] are as a people quite distinct from all other Spaniards not only in race, but in language, appearances, and habits. They are active, industrious, stalwart, sturdy, thrifty, and so are essentially a people well-fitted to become conspicuous for strength and virtue both in war and in peace»[89].
Igualmente, el estilo dilatorio de la diplomacia española (lo que Curry llamaba «the national characteristic of procrastination»[90]) llevó a este diplomático a la conclusión de que «Spanish character has not much changed» desde la época de George W. Erving, representante de los Estados Unidos en España entre 1816 y 1819: «the sluggishness, the pride, the annoying delays, the unfulfilled promises, which so harass the Chief of the present Legation»[91].
El otro estereotipo recurrente en la correspondencia diplomática de la época fue el legado de barbarismo oriental que la presencia islámica había dejado en España. Para Lowell, los españoles «are still Orientals to a degree one has to live among them to believe»[92]. El demócrata Perry Belmont, a su vez, no dudaba en atribuir a la influencia islámica la estructura social de España:
The greater portion of medieval Spain, while under Moslim rule, had developed a different system of landed aristocracy and of municipal freedom. […] The permanent influence of the Moorish Conquest and long occupation, so evident in Granada, extends throughout that portion of the country formerly under Moorish rule. Many of the great families of modern Spain are proud of their Moorish blood. The history of Spain accounts for the pride of the Spaniard[93].
Por su parte, las contradicciones entre las palabras y las acciones de los gobiernos españoles llevaban a Curry a acusar implícitamente a los habitantes de la Península del mismo tipo de malicia con la que se solía caracterizar a los musulmanes: «These Spaniards are strange people. When you enter a home for the first time, everything is placed at your disposition, but the polite compliment means nothing. The like offer of everything is carried into diplomacy and is equally meaningless»[94].
Hannis Taylor también hizo uso del orientalismo para explicar las dificultades surgidas en sus negociaciones con el gobierno español[95]. En junio de 1895, mientras negociaba la reclamación Mora[96], Taylor concluía que el grado de barbarismo español era tal que solo entendía el uso de la fuerza: «whenever anything involving the payment of money is to be accomplished in Spain, no progress whatever can be made until pressure is used»[97].
El grado de influencia de las percepciones en el proceso de toma de decisiones en política exterior no ha recibido aún la atención académica que merece. La mayoría de los historiadores internacionalistas han considerado fútil intentar analizar un factor tan difícil de aislar y cuantificar. Sin embargo, algunos politólogos y historiadores han propuesto varios modelos analíticos que pueden ser aplicables a las relaciones entre España y los Estados Unidos en el último tercio del siglo xix.
No es el objetivo de este artículo realizar un análisis integral del rol de las percepciones en el proceso de toma de decisiones de la política exterior estadounidense[98]. Por el contrario, se trata tan sólo de establecer el grado de influencia específico de los diplomáticos norteamericanos en España dentro del gobierno de los Estados Unidos sobre la base de los modelos explicativos que enfatizan el protagonismo de los agentes diplomáticos en las relaciones internacionales[99].
Parece poco discutible que antes de 1868 la percepción de España dominante entre la opinión pública y los diplomáticos norteamericanos estuvo determinada por el paradigma de Prescott y otras imágenes creadas por la red de hispanófilos de Massachusetts. Asimismo, el examen de la prensa norteamericana pone de manifiesto que la Revolución de Septiembre alteró significativamente esas mismas imágenes.
Ahora bien, ¿qué influencia tuvieron el Sexenio Democrático y la Restauración en la percepción de los diplomáticos estadounidenses? El modelo explicativo propuesto por Daniel Hucker para analizar el peso de la opinión pública en la política exterior puede clarificar la cuestión. Siguiendo su clasificación, las percepciones de los diplomáticos se pueden dividir en dos tipos: las representaciones residuales, que son narrativas dominantes y duraderas o tendencias aceptadas de opinión; y las representaciones reactivas, que reflejan los cambios de opinión recientes en respuesta a nuevos eventos. Estos dos tipos de representación no son excluyentes ni necesariamente opuestos[100]. Sobre la base de este esquema, se han detectado tres casos en los que las percepciones de los diplomáticos estadounidenses en España estuvieron claramente presentes en el proceso de toma de decisiones en Washington entre 1868 y 1898.
El primer caso tuvo lugar durante la crisis del Virginius. El litigio entre España y los Estados Unidos había sido provocado por el fusilamiento en Cuba de varios ciudadanos norteamericanos entre el 3 y el 8 de noviembre de 1873. Dichos ciudadanos habían sido apresados junto al barco rebelde del mismo nombre y fueron ejecutados sumariamente bajo la acusación de prestar ayuda a los insurgentes cubanos. Durante las negociaciones para llegar a un arreglo diplomático del problema, Daniel E. Sickles abogó en varias ocasiones, sin éxito, por declarar la guerra a España. Aunque la posición de Washington fue inflexible, en ningún momento consideró seriamente la opción militar[101].
En este caso, la percepción de Sickles puede ser clasificada como una representación residual. Aunque contrajo segundas nupcias con una dama de la aristocracia española, Carmina Creagh, y se convirtió al catolicismo, Sickles estuvo fuera de España durante gran parte de su misión y su evaluación de la revolución española fue mayoritariamente negativa[102]. Su percepción de España, por tanto, estaba construida sobre la red de imágenes elaborada por los hispanófilos de Massachusetts. Sin embargo, en esta ocasión fue mucho más influyente la oposición a la guerra de Charles Sumner, chairman del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, y de otras figuras de la administración a causa del apoyo a la Primera República española entre la opinión pública estadounidense[103].
El segundo caso en el que es perceptible la influencia de las representaciones de los diplomáticos es la iniciativa multilateral de noviembre de 1875, a través de la cual Washington buscaba la colaboración de las seis grandes potencias europeas (Gran Bretaña, Francia, Alemania, Rusia, Austria-Hungría e Italia) para acabar con la insurrección en la isla de Cuba. Durante los meses anteriores había crecido la frustración del secretario de Estado, Hamilton Fish, ante la inestabilidad gubernamental española a pesar del optimismo transmitido por Caleb Cushing en sus despachos, hasta el punto de describir España como un país sin gobierno efectivo:
Under these circumstances, and with this condition of things, it seems impossible to furnish instructions in anticipation of events. It is difficult enough to follow the retreating figures of the successive Ministries of Spain, and call to mind their abortive attempts to restore order and establish governments in its proper sense, without attempting to speculate upon those which are to succeed them, or what name will be given a new form of government[104].
Solo un mes después de estas reflexiones, Fish propuso su iniciativa multilateral. Sin embargo, la confusa proposición fracasó rápidamente debido a la falta de apoyo en el continente y a la oposición del propio Cushing[105]. En este caso, Cushing, a pesar de sus orígenes hispanófilos, transmitió constantemente representaciones reactivas sobre la viabilidad del régimen de la Restauración que contribuyeron a contrarrestar las negativas representaciones residuales del Departamento de Estado.
Por último, la crisis de 1898 proporciona el tercer ejemplo de influencia diplomática en la política exterior estadounidense. Aunque el papel en esa ocasión del ministro Stewart L. Woodford es relativamente bien conocido, la acción de sus antecesores en Madrid no es en absoluto desdeñable. Los demócratas Hannis Taylor y Stephen Bonsal produjeron largas reflexiones sobre la situación de Cuba dirigidas a orientar las acciones de la nueva administración McKinley (1897-1901). Poniendo el acento en la crueldad de la guerra que España estaba librando en Cuba contra los insurgentes independentistas, Taylor y Bonsal recomendaron insistentemente a la administración republicana la utilización del poder de los Estados Unidos para obligar a España a abandonar la isla. De acuerdo con su experiencia, solo bajo la coacción accedería España a las demandas estadounidenses en Cuba. En última instancia, si la presión política no era suficiente, se aconsejaba la vía militar[106]. Menos de un año después, estalló la guerra entre ambos países.
En esta ocasión, tanto Bonsal como Taylor utilizaron ampliamente representaciones residuales que enfatizaban que España seguía siendo un país regido por el despotismo bajo una fachada de modernidad, en términos muy similares a los empleados posteriormente por la propia administración McKinley. Además, sus imágenes confirmaban las representaciones dominantes entre la opinión pública norteamericana. Aunque ello no excluya la influencia de otros factores más conocidos, las representaciones de estos diplomáticos tuvieron sin lugar a dudas un peso superior a las de cualquier medio de masas en las decisiones de la administración McKinley.
A tenor de las imágenes analizadas en este artículo, se podría decir que los diplomáticos norteamericanos percibieron los cambios operados en España a partir de la Revolución de Septiembre, pero que esta percepción no cambió enteramente los esquemas interpretativos utilizados previamente. Asimismo, no todos los diplomáticos habrían percibido dichos cambios por igual.
Las premisas de las que partían los diplomáticos norteamericanos fueron similares (la leyenda negra, el «paradigma de Prescott») y sus análisis sobre la situación española no se diferenciaron tanto en sus representaciones. Todos los diplomáticos dedicaron espacio a los aspectos más pintorescos de la cultura española, criticaron la inestabilidad política del Sexenio Democrático y la falta de representatividad de la España de la Restauración. Sin embargo, es posible distinguir dos tipos de diplomáticos en función del tipo de representación que enfatizaron. Los diplomáticos que enfatizaron las representaciones reactivas sugirieron casi siempre soluciones cooperativas a los problemas bilaterales, mientras que aquellos que pusieron el acento en las representaciones residuales hicieron las proposiciones más agresivas. En la primera categoría se encontrarían Caleb Cushing, James Russell Lowell, John W. Foster, J. L. M. Curry y, en menor medida, John Hay y Alvey A. Adee. En la segunda, Daniel E. Sickles, Perry Belmont, Hannis Taylor y Stephen Bonsal.
Por tanto, es posible establecer una estrecha relación entre el tipo de imágenes transmitidas por los representantes estadounidenses y el curso de las relaciones hispano-norteamericanas. A la luz de los casos examinados, se puede concluir que las percepciones de los diplomáticos estadounidenses ejercieron una influencia significativa en el proceso de toma de decisiones de la política exterior de los Estados Unidos, especialmente cuando confirmaban creencias establecidas, aunque dicha influencia podía ser anulada por percepciones opuestas surgidas desde otras instancias de la estructura gubernamental o desde la opinión pública.
El caso español también permite matizar los modelos uniformes establecidos por Rosenberg y Hunt, ya que los diplomáticos norteamericanos no tuvieron un juicio unánime sobre el proceso de modernización española. Si bien figuras como Sickles, Hay y Taylor estuvieron a favor de la ruptura con el pasado y la implantación en España de un sistema republicano próximo al de los Estados Unidos, diplomáticos como Cushing, Lowell, Foster o Curry interpretaron el sistema de la Restauración como una solución razonable a los problemas políticos y económicos de España. Por último, la interpretación unánime de la Revolución de Septiembre y el Sexenio Democrático, a pesar del nivel de violencia que llegaron a alcanzar, como una manifestación del progreso de España también sugiere revisar la tesis de Hunt sobre el temor a las consecuencias indeseadas de las revoluciones como un elemento permanente de la política exterior de los Estados Unidos.
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