Este libro, coordinado por Robert Gildea, profesor de la Universidad de Oxford, junto a James Mark y Anette Warring, respectivamente profesores de las universidades de Exeter y Roskilde (Dinamarca), es mucho más que un libro: es un magno proyecto de historia oral sobre las políticas, culturas y memorias de aquella oleada de movilización que identificamos con el año 1968. Un proyecto que ha requerido varios años para la recopilación de decenas de entrevistas, realizadas por catorce reconocidos especialistas en la historia de la Europa contemporánea (el profesor Nigel Townson para el caso español). Por tanto, no constituye solo una referencia inexcusable para los interesados en el 68 y, más en general, en los llamados «nuevos» movimientos sociales, sino también para cualquier estudio que utilice la metodología de las historia de vida.
La introducción, a cargo de los profesores Gildea y Mark, constituye precisamente una interesante reflexión sobre la naturaleza, la potencialidad y los límites de la historia oral. Entendida esta a la manera de los ya clásicos trabajos de Luisa Passerini y Alessandro Portelli, es decir, donde las entrevistas no se conciben como meras fuentes de información factual, sino como historias construidas y expresiones narrativas de la identidad, un espacio de subjetividad donde memoria e historia se funden. La historia narrada se convierte así en un punto de intersección de las relaciones entre la memoria individual y la colectiva, tanto de grupos humanos como de una (con)memorización pública sobre lo ocurrido en el pasado. Aquí los protagonistas no van a ser tanto las voces «desde abajo», objeto-sujeto de historias sociales en su momento tan innovadoras como las de Natalie Zemon Davies, Paul Thompson o Raphael Samuel, sino las vanguardias militantes, políticas e intelectuales: los activistas. La investigación recoge los testimonios de más de quinientos activistas procedentes de catorce países, algunos de ellos muy conocidos, otros no, hombres y mujeres, implicados en iniciativas políticas pero también culturales, marxistas pero también cristianos, en las ciudades pero también en el campo. Una prosopografía o «biografía colectiva» que da voz a quienes aprendieron entonces a reclamar derechos en el espacio público, y queriendo cambiar el mundo se cambiaron a sí mismos. Entre ellos algunos de los autores, como escribe en el prólogo la historiadora social y feminista Sheila Rowbotham, en lo que supone un interesante ejercicio de autorreflexión sobre las propias biografías.
Esos activistas actuaron dentro de redes fluidas, que iban desde partidos legales o clandestinos a grupos de artistas, colectivos de cristianos de base o asociaciones pacifistas o pro derechos humanos. El estudio ha elegido una media de siete redes en cada país, de acuerdo a tres criterios. Primero que ilustraran la profundidad y alcance de los proyectos radicales surgidos en torno al 68, algunas bajo etiquetas netamente políticas, otras más culturales, de expresión artística o reivindicación de identidad (o con ambas características, sobre todo cuando se desarrollaban bajo sistemas autoritarios en el este o sur de Europa). El segundo, que junto a las redes más conocidas, se trataran otras que dieron menos publicidad a sus acciones o han sido menos estudiadas por los historiadores. El tercero, que el estudio no se centrara sólo en los lugares clásicos del 68, como París, Berlín o Milán. Su perspectiva eminentemente europea deja fuera las movilizaciones en Estados Unidos, México o Japón, pero integra en una perspectiva única las de Europa del este, a menudo contempladas como «otros 68», o las de Europa del sur, donde durante mucho tiempo se creyó que el 68 nunca había existido.
La historia comparada y el enfoque transnacional ocupan, por tanto, un lugar central en la investigación en el marco del transnational turn de los estudios históricos, algo por otra parte inevitable cuando se aborda globalmente la oleada de movilización del 68, momento transnacional por excelencia. Pero los autores se interrogan sobre la existencia de un «68 europeo» más allá de las interpretaciones que lo vinculan de manera mecánica con un inevitable proceso de globalización o con un teleológico sentido de la historia a favor de la democratización que habría desembocado en el 89, otro lugar de la memoria europea tras cuatro décadas de división. Una de las principales aportaciones del libro es precisamente cómo analiza los contactos entre individuos y redes a través de las fronteras, sus formas de solidaridad y la transferencia de conceptos políticos como el de «revolución». A ambos lados del «telón de acero» muchos jóvenes sintieron que formaban parte de una revolución global, que poseían la capacidad de trabajar juntos incluso desde lugares alejados por miles de kilómetros y que tenían afinidades generacionales que traspasaban los confines nacionales, empezando por el desafío a la autoridad patriarcal, educativa, institucional o policial. En su despertar a la política aquellos jóvenes atravesaron fronteras no solo geográficas, sino también sociales, culturales, religiosas, de género o de identidad sexual.
Otro de los aciertos del libro es su división temática en varios apartados: convertirse en activista (despertar, familias, inspiraciones), ser un activista (revoluciones, encuentros, espacios, inconformismos, fe, género y sexualidad, violencia) y dar sentido al activismo (reflexiones). Lejos del patchwork que podía ser su resultado a la vista de la larga lista de colaboradores y temáticas diferentes, el conjunto muestra equilibrio y coherencia. Algunos temas han sido más trabajados por la historiografía, como pueden ser los relacionados con la idea de revolución y sus diferentes acepciones, el inconformismo generacional, los espacios de la revuelta o la violencia, que deja fuera −de manera discutiblemente motivada− la evolución hacia los terrorismos de izquierda en Italia, España o Alemania. Otros lo han sido menos, y es en ellos donde las «voces de la rebelión» se nos muestran más fascinantes y en gran medida desconocidas.
Así el «despertar» del activismo político en sus relaciones con la familia y con la memoria de un pasado traumático nos ofrece un retrato mucho menos rupturista de lo que suele afirmarse. Si muchos jóvenes percibieron su lucha como una rebelión contra sus padres, su conservadurismo e incluso su ambigüedad o apoyo al fascismo, otros lo vivieron como una continuación de combates mucho más heroicos que sus familiares habían afrontado antes o durante la guerra. En la memoria colectiva de la movilización y en su discurso político el antifascismo ocupó, asimismo, lugares muy distintos en países como Italia, Alemania o España. No menos sorprendentes puede resultar para muchos lectores españoles los «encuentros» entre activistas de Europa del este y del oeste, sus influencias recíprocas y vivencias comunes, que iban desde la música rock o la «canción protesta» al prestigio de pensadores como György Lukács, Ágnes Heller y la «escuela de Budapest».
La guerra de Vietnam, la guerrilla latinoamericana, la revolución cubana o las luchas anticoloniales en África les unieron en una «comunidad imaginada», pacifista y antiimperialista, pese a la naturaleza política tan diferente de los gobiernos con los que se enfrentaban. Los activistas del este de Europa, sin embargo, sintieron que sus coetáneos occidentales malinterpretaban sus críticas a los regímenes comunistas, aunque a su vez criticaron la superficialidad gauchiste de estos últimos en su denuncia de la democracia liberal. Que todos creyeran formar parte de una gran revuelta contra el autoritarismo y por mayores cotas de democracia, movidos por un planetario «espíritu del tiempo» y compartiendo símbolos, nuevas formas de expresión y repertorios de protesta, no contradice la especificidad de sus objetivos. En las democracias occidentales los jóvenes se rebelaron en nombre de la revolución política, pero también contra el conformismo moral, las normas sociales y los roles tradicionales de género, a favor de la liberación individual y los derechos de las minorías. En los regímenes autoritarios del sur su protesta se dirigió más hacia el cambio de sistema político y social, mientras que en el este unos defendieron proyectos radicales para hacer posible un socialismo verdadero y más humano, pero otros expresaron su hostilidad contra la dominación comunista.
Las cohortes demográficas, autopercibidas en términos intensamente generacionales, que protagonizaron la oleada de protestas de los años sesenta y primeros setenta han desempeñado después un papel muy relevante en el gobierno, la política y la cultura de sus respectivos países, lo que justifica con creces la inclusión de un tercer capítulo titulado «reflexiones». La memoria posterior de esos activistas fluctúa entre los relatos triunfalistas, que ven en 1989 la culminación del ciclo iniciado entonces, y los que interpretan el final de las políticas alternativas y la ofensiva neoliberal desde los 80 como un fracaso de la revuelta. Si algunos componen relatos heroicos, para otros fue un pecado o error de juventud sobre el que es mejor no volver la vista, como si temieran quedar petrificados, sobre todo cuando han evolucionado ideológicamente hacia las corrientes neconservadoras. Pero la mayoría, que reinventó su activismo canalizándolo en una esfera cultural o en sus vidas profesionales, huye de ambos extremos para reflexionar críticamente sobre un momento que marcó para siempre sus vidas. En 2008, cuando se cumplían cuarenta años de aquellos hechos, políticos e intelectuales conservadores en Francia e Italia acusaron al 68 de haber contribuido con su hedonismo cultural y su atracción por la violencia a la descomposición de las sociedades contemporáneas. Ahora, casi cincuenta años después, y gracias a libros como este, sabemos que nuestras sociedades, por el contrario, deben mucho a quienes entonces se movilizaron, con sus aciertos y errores, en busca de más libertad.