RESUMEN
Este artículo se propone analizar los motivos del impacto del modelo constitucional gaditano en la península italiana en los años veinte del siglo xix, yendo más allá de las explicaciones que ven en el liberalismo español un ejemplo para unir la lucha por la independencia contra el dominio de una potencia exterior con la lucha por la libertad política frente al absolutismo. Haciendo hincapié en las interpretaciones más recientes sobre el constitucionalismo gaditano, se subrayan los aspectos que, según nuestra opinión, podrían ser atractivos en un contexto, como el italiano, en el que se discutía sobre la forma que la nueva nación —más que el nuevo Estado— tenía que asumir. Abordar estas cuestiones desde una perspectiva de análisis más amplia, que tome en cuenta el carácter transatlántico de la Constitución de 1812, puede esclarecer algunos elementos vinculados con su adopción y adaptación en el Piamonte y en las Dos Sicilias en 1820-1821.
Palabras clave: Constitución; federalismo; nación; autonomía local; Italia; España; siglo
ABSTRACT
This essay examines the impact of the 1812 Spanish Constitution on the Italian peninsula during the 1820s. It proposes further explanations, in addition to the classic vision that considers Spanish liberalism as an example that was able to unite the struggle for independence from a foreign power with the fight for political freedom with respect to absolutism. Focusing on recent interpretations of the Spanish Constitution, the essay points to aspects that could have been more appealing in the Italian context, where intellectuals and politicians debated the form that the new nation —more than the new State— should take. It contends that the Atlantic dimension of the 1812 Constitution is essential to clarify some elements concerning its adoption and adaptation in Piedmont and Two Sicilies in 1820-1821.
Keywords: Constitution; federalism; nation; local autonomy; Italy; Spain; 19th century;
SUMARIO
El doble proceso de guerra y revolución protagonizado por los españoles durante el primer cuarto del siglo xix tuvo una amplia proyección sobre la Europa del momento y permitió redimensionar la consideración pública de la nación española, definida pocas décadas antes como «un pueblo de pigmeos», «pobre en mitad de sus tesoros», una nación que nada ha hecho para el progreso de Europa y que «se parece a esas colonias débiles y desgraciadas, que necesitan sin cesar el brazo protector de la metrópoli: hay que ayudarla con nuestras artes, con nuestros descubrimientos; se parece incluso a esos enfermos desesperados que, sin conciencia de su enfermedad, rechazan el brazo que les da la vida»[2]. Esta consideración de España, que se fundaba en la «leyenda negra» del siglo xvi, reelaborada según la teoría de los temperamentos y de los caracteres de los pueblos, típica del xviii, parece entrar en crisis a partir de 1808, cuando tanto el modo de enfrentarse a la amenaza francesa como la respuesta política articulada en 1812 frente al absolutismo despertaron un enorme interés, sobre todo entre quienes deseaban unir la lucha por la independencia contra el dominio de una potencia exterior con la lucha por la libertad política frente al absolutismo. Esta doble naturaleza de la lucha española fue de pronto valorada en territorios y contextos diferentes.
Si la resistencia española a la invasión francesa tuvo una influencia inmediata en Europa, la repercusión del modelo constitucional español fue más limitada en la era napoleónica, para alcanzar mayor protagonismo a partir de 1820, cuando los españoles volvieron a aparecer ante la opinión europea como los únicos capaces de romper con el orden impuesto en 1815. El éxito del pronunciamiento de Rafael de Riego no solo devolvió a los españoles al primer plano de la opinión pública europea, sino que, al poner de manifiesto la debilidad del absolutismo restaurado, incrementó la actividad conspirativa de aquellos que aspiraban, como los españoles, a romper con el rígido marco político impuesto por la Restauración.
El resultado fue la apertura de un proceso revolucionario de escala europea, que tuvo su epicentro en España y que entre 1820 y 1823 propagó especialmente sus ondas por la Europa meridional, donde dio lugar al establecimiento, en Nápoles, Portugal y el Piamonte, de distintos regímenes constitucionales cortados según el patrón español[3]. La enorme fuerza del modelo español, que unía al mismo tiempo la lucha para liberarse de la dominación extranjera y la voluntad de dotarse de un sistema representativo de gobierno, hizo que en los tres casos se siguiera por completo el patrón marcado por los españoles, esto es, la secuencia iniciada por la conspiración secreta y continuada por el pronunciamiento, la formación de una junta de gobierno y la promulgación de la Constitución de 1812. En los dos casos italianos, los que más nos interesan en este trabajo, la movilización de los descontentos con el panorama político postnapoleónico dio lugar a una lucha, emprendida en general por la libertad, pero que para muchos representaba también la aspiración a la independencia y a la unidad; lucha que dio como resultado el establecimiento de regímenes liberales inspirados en el código gaditano de 1812, en Nápoles durante casi un año y en Cerdeña durante apenas un mes. La rápida derrota de la revolución impidió que en el Piamonte, a diferencia de lo ocurrido en Portugal o en Nápoles, pudiera abrirse un debate público sobre la naturaleza de la Constitución española y sobre su idoneidad —o no— como modelo político. Los regímenes establecidos entre 1820 y 1821 no solo tendrían un origen similar al español, sino que también correrían, en este caso de forma anticipada, su misma suerte: serían víctimas del empleo de la fuerza por parte de las potencias europeas, de forma que, si las revoluciones de la península italiana fueron interrumpidas por la intervención militar austríaca, las revoluciones ibéricas se vieron afectadas por la intervención francesa, que motivó indirectamente el fin de la experiencia portuguesa y directamente el de la española.
A pesar de la existencia de varios estudios sobre la influencia del modelo liberal español y de la Carta gaditana en Italia, los motivos de su éxito en el contexto de la península de esta época quedan, sin embargo, poco claros. Si se exceptúan las explicaciones ligadas a la fortuna del modelo guerra/libertad/constitucionalismo o las muy genéricas que se refieren al carácter monárquico y católico del régimen liberal español, no existen —aparte de algunas raras excepciones[4]— estudios más profundos sobre los elementos de la Carta más interesantes y atractivos por los napolitanos, sicilianos o piamonteses. En general, la Constitución gaditana es considerada por la historiografía italiana como un modelo liberal revolucionario para la época y, por lo tanto, atractivo para los miembros de las sectas secretas, que impulsaron su adopción en los territorios italianos[5].
A la luz de las interpretaciones más recientes sobre el modelo constitucional gaditano, que acentúan su naturaleza jurisdiccional y tradicional más que su carácter democrático y liberal[6], este artículo quiere avanzar algunas explicaciones teóricas sobre la fortuna de la Carta en la península, partiendo de las ideas y debates que se desarrollaron en esta época en torno al constitucionalismo y a la forma que el futuro Estado nacional habría tenido que asumir. Se propone responder al interrogante sobre qué se veía en esa Carta para que mereciera ser patrocinada, para que se luchara por su propaganda y por su importación, adoptando una visión más compleja sobre la naturaleza del primer constitucionalismo español y tomando en cuenta unos aspectos de vinculación al pasado que, de hecho, limitaron la aplicación de algunos principios, como el de la supremacía de la ley.
Abordar estas cuestiones desde una perspectiva de análisis más amplia, que tome en cuenta el carácter transatlántico de la Constitución de 1812, puede contribuir a esclarecer algunos aspectos. En efecto, ningún estudio sobre la influencia de la Carta gaditana en la península italiana ha subrayado que el texto se había concebido para una nación que abarcaba territorios a los dos lados del Atlántico, e incluso las islas Filipinas (en el Pacífico). Los hechos de 1808 no solo habían llevado a una solución constitucional de la crisis, sino que además habían transformado la monarquía en nación, otorgando a las colonias los mismos derechos políticos y representativos de la metrópoli[7]. Esta transformación trascendental y las consecuencias que la aplicación de la Carta tuvo en América tienen que ser seriamente consideradas a la hora de analizar los motivos que llevaron a una adopción del mismo régimen en algunos territorios italianos. La abundante producción historiográfica que se ha desarrollado en las últimas dos décadas sobre los efectos del sistema gaditano en la América española puede ayudarnos en esta tarea[8].
La falta de un análisis profundo sobre la influencia y los legados de la Constitución liberal española en los territorios italianos se debe también a la escasa importancia dada por la historiografía a los movimientos revolucionarios de 1820-1821. Las experiencias más apreciadas desde este punto de vista fueron las de 1848, conocidas como la «primera guerra de independencia» y consideradas como el momento fundador de una específica tradición política nacional. El fenómeno de remoción de la etapa española del Risorgimento se alimentaba también de motivos políticos y culturales, al reconfigurar el relato ideológico del siglo xix en términos puramente «nacionales». A esto hay que añadir el peso de la «leyenda negra», en base a la cual la dominación española era vista como una experiencia esencialmente negativa, la causa principal de la decadencia política, cultural y económica de la península y, por consiguiente, de las dificultades para liberarse de la opresión extranjera y formar un Estado nacional. Fue esta la visión que acabó por imponerse en la segunda mitad del siglo xix y buena parte del xx, como lo testimonian la fortuna de Promessi Sposi de Manzoni y el relato propuesto por Francesco De Sanctis en la Storia della letteratura italiana, en la que España aparece solo como objeto polémico[9].
A la postergación cultural y política de la etapa española ha contribuido, además, la interpretación que ve en la adopción del liberalismo gaditano un simple espejismo. Se ha afirmado y suele apuntarse que la Constitución de Cádiz fue en Italia una opción precipitada y una moda pasajera, el producto de una identificación irreflexiva con una posición liberal sin demasiado conocimiento de causa. Habría sido un mito democrático que, al no superar la prueba de los hechos, se reveló inviable[10]. Sin embargo, si miramos aun superficialmente a la Carta, no se entiende bien en qué consistiría el mito democrático y liberal que la rodeaba. Tenía un carácter monárquico, en una época que desde luego conocía constituciones republicanas, y una condición confesional, en un tiempo en el que se apreciaba la libertad de cultos; la Carta, además, confería al rey importantes facultades, incluida la participación en el poder legislativo con posibilidad de veto suspensivo.
En realidad, como trataré de demostrar, el texto se conocía y entendía perfectamente. Se le veía un sentido programático y una idoneidad práctica incluso en los capítulos iniciales sobre el orden político y la confesión religiosa. Los que lo exaltaban, como los que lo criticaban, percibían claramente cuáles eran sus beneficios y sus desventajas. El hecho de que en Nápoles, contrariamente al caso piamontés, no se hiciera una simple traducción de la Carta española, sino que se modificaran algunas partes importantes, demuestra el perfecto conocimiento del texto. Sin embargo, para llegar a una comprensión profunda de los motivos que llevaron a su adopción, hay que reconstruir el contexto político y cultural de la época, arrancando de un dato fundamental: a partir del trienio jacobino de 1796-1799, la península italiana había participado en un importante proceso de elaboración constitucional que no se puede olvidar al analizar el impacto de la Constitución de 1812.
Antes de la influencia revolucionaria francesa, el término constitución se seguía utilizando en un sentido tradicional en la península, tanto como «ley del príncipe» como con el significado de «estructura, organización» de una ciudad o de un Estado. No evocaba, sin embargo, la idea de una normatividad inherente y procedente de esta misma estructura u organización. Para expresar esa idea se utilizaban más bien vocablos —la mayoría declinados en plural— como órdenes, instituciones, estatutos o capítulos, que reflejaban el carácter compuesto de la constitución en los antiguos estados italianos. En efecto, hasta la cesura revolucionaria, la mayoría de esos estados no eran más que lábiles contenedores administrativos de otros órdenes menores con base en la ciudad, el feudo o la provincia[11]. Hacia la segunda mitad del siglo xviii, la nueva élite intelectual que se había formado en el contexto de la Ilustración empieza a percibir un fuerte sentido de extrañamiento con respecto a la sociedad corporativa que la circundaba, considerada como la principal responsable del proceso de decadencia que aislaba a Italia del resto de Europa. Los privilegios de esa sociedad, lejos de constituir la base de una posible constitución, representaban lo que tenía que ser extirpado del terreno institucional.
El nuevo grupo intelectual, que en los años de las reformas había logrado una plena conciencia de su identidad y de su valor potencial, no pudo integrarse en los aparatos estatales; y, a partir de los años ochenta del siglo xviii, empezó a imaginarse como portavoz de la sociedad, defensor de sus derechos frente al soberano. Sin embargo, antes de 1796, estas aspiraciones no dieron lugar a una Carta destinada a fundar un nuevo orden político: hasta la llegada de los franceses, la constitución se concebía como funcional para una mejor garantía de los derechos de los miembros de la sociedad, sin poner en cuestión, por lo tanto, la soberanía del monarca. La posibilidad de experimentar directamente los modelos constitucionales de la Francia republicana durante el trienio 1796-1799 cambió radicalmente el concepto de constitución: ya no se trataba de consolidar o reelaborar una constitución existente, sino de crear una nueva.
A pesar de los esfuerzos que algunos hicieron por realizar verdaderas constituciones creativas de nuevos ordenes, al final del trienio los italianos tuvieron que darse cuenta de que, para funcionar, una constitución radicalmente nueva necesitaba una sociedad regenerada culturalmente. El debate en torno al concepto de constitución que se desarrolló a raíz de la dramática crisis de 1799 resulta esencial para entender los procesos que llevaron a la adopción de la Carta gaditana. Una de las críticas a la experiencia constitucional jacobina más influyentes apuntaba, en efecto, al carácter totalmente ajeno de la constitución con respecto a la cultura italiana. Esta opinión, expresada con fuerza por Vincenzo Cuoco y compartida por muchos intelectuales de la época, contribuyó al regreso a una idea de constitución basada en la recuperación de una supuesta tradición popular itálica, hecha de libertades locales y autonomías corporativas. La operación realizada por el escritor napolitano a principios del siglo xix sigue la misma pauta de reescritura del pasado elaborada por los constituyentes gaditanos en esa época. Mientras esta contrapone a la época absolutista de los Austrias una España medieval caracterizada por instituciones representativas (los fueros y las cortes) depositarias de libertades[12], la obra de Cuoco, vinculando la antigüedad prerromana a la época medieval, redescubre un pasado lleno de maravillas y triunfos, que no solo se contrapone a la época decadente, sino que además reúne todos los territorios de la península (norte, centro y sur) bajo un destino común[13]. De Cuoco a Romagnosi y Tommaseo, pasando por la obra monumental de Sismondi, son muchos los que se interrogan sobre la posibilidad de fundar el nuevo edificio de la libertad política no en la «arena flácida y disuelta de la individualidad», sino en la «fuerza unida, vigente y con continuo instinto de libertad que es la persona inmortal de una corporación»[14].
Más allá de las reacciones frente al fracaso del trienio jacobino, los años de la dominación napoleónica se revelaron fundamentales para una maduración política de las élites de la península. Aceptando involucrarse en la gestión de las nuevas instituciones, tanto centrales como locales, realizaron de hecho un interesante e importante experimento de aprendizaje administrativo, judicial, fiscal y, por ende, político. El objetivo de las Cartas constitucionales napoleónicas no era, en efecto, la limitación de la participación política, sino más bien su impulso. Eso fue particularmente evidente en el caso de la Italia meridional: el personal político que colaboró allí con el gobierno de Murat estuvo entre los principales defensores del giro constitucional de 1820. Además, el énfasis en la oposición a la amenaza angloborbónica siciliana convirtió a la experiencia napoleónica en elemento de exaltación de la independencia nacional[15].
Sin embargo, la ausencia de garantías constitucionales y, sobre todo, el fuerte carácter centralizador del régimen napoleónico, mantenido por las monarquías administrativas que siguieron desde 1815, crearon mucho descontento entre la población. Las instituciones napoleónicas, en aquellos casos en que fueron conservadas en parte, tuvieron esencialmente una función contraria a las instancias representativas ya presentes durante el periodo de dominación francesa; sobre todo en el Reino de las Dos Sicilias, cuyos habitantes reivindicaban una mayor autonomía político-administrativa de sus instituciones. En el estado de los Saboya, por el contrario, la herencia francesa fue arrasada en favor de un retorno al absolutismo, fuertemente deseado por los ambientes conservadores de la Corte y de la Iglesia. En consecuencia, se realizó una amplia purga de los aparatos administrativos y militares filo-napoleónicos, provocando un fuerte descontento, que desembocó en revuelta cuando una parte de la aristocracia progresista y de la burguesía liberal se pusieron de acuerdo para demandar garantías constitucionales.
El proceso que se acaba de describir debería permitir comprender las razones que llevaron a la revolución de 1820. La noticia de los hechos de España parecía confirmar la idea de que no podía existir una modernización administrativa sin que al mismo tiempo se cumpliera una reforma constitucional. Desde esa óptica, la adopción de la Carta gaditana puede ser vista como la etapa final de un proceso de renovación que empezó en el trienio revolucionario y que en el sur terminó con el proyecto de las élites de Murat de lograr una legitimación política más amplia para la primacía social que habían adquirido. La Constitución española de 1812 les pareció un instrumento capaz de sanar la fractura entre grupo dirigente y pueblo que el periodo napoleónico no había podido resolver y que el regreso al absolutismo había exacerbado. El modelo gaditano, al no prever requisitos de tipo censitario para el voto y establecer un sistema indirecto de cuatro grados, habría permitido una amplia participación de la población en la política y, al mismo tiempo, una recomposición de la heterogeneidad y la fragmentación que caracterizaban a los territorios meridionales de Italia. Uno de los periódicos de esta época más favorables a la Carta gaditana, el Amico della Costituzione, afirmaba, en efecto, que la Constitución de Cádiz garantizaba, por medio de una representación fundada en el sufragio de todos los ciudadanos, un justo equilibrio entre la Corona y la nación[16].
Esa capacidad de la Carta para resolver la cuestión clave del encaje de la monarquía en el escenario político posrevolucionario es importante, en primer lugar, para entender su éxito en la península italiana, pues permitía descartar la temida opción republicana, todavía ampliamente asociada con la Revolución francesa. En segundo lugar, hay que tener en cuenta la rotunda afirmación de la nación católica presente en la Constitución española. La defensa de la religión católica, ha afirmado la historiografía italiana, ha sido un elemento que ha permitido que la Constitución fuera aceptada también por los ambientes moderados de la península, previniendo además el estallido de sublevaciones campesinas reaccionarias, como ocurrió durante el trienio revolucionario, especialmente en el sur[17]. Ahora bien, precisamente este último aspecto debería llevarnos a profundizar en la cuestión de la naturaleza católica de la Carta. En efecto, la protección o defensa de la religión no solo se expresó en términos de exclusividad del culto católico y prohibición de cualesquiera otros. Más allá de la defensa de la fe católica, el constitucionalismo español se apoyó en una serie de dispositivos y prácticas institucionales que se elevaron a categoría política; y esto no solo en el caso de España, sino en todos los territorios que habían formado parte de la monarquía, como lo confirman las constituciones americanas después de la crisis de 1808[18]. El constitucionalismo gaditano entendió que los eclesiásticos eran empleados públicos y no es casualidad que se les encargaran a ellos la celebración de los más significativos actos constitucionales —el juramento constitucional— o la compleja tarea de realizar los censos necesarios para organizar las elecciones en su escalón más bajo, el parroquial. El enorme peso de la religión en el constitucionalismo gaditano desbordó el terreno de las creencias para radicarse en el seno de unos aparatos que pretendían alcanzar carácter estatal.
Fue justamente esta dimensión, más que la mera protección de la religión católica, la que sedujo a muchos italianos. Esto es evidente, como señaló Bartolomé Clavero, si miramos a la adaptación del texto en el caso de las Dos Sicilias con respecto al título sobre la instrucción pública[19]. En los artículos 353, 355 y 358 de la adaptación napolitana (correspondientes a los artículos 366, 368 y 371 del texto original español), contrariamente a la Carta gaditana, la inspiración católica prevalece sobre la constitucional; o sea, la primacía en la enseñanza primaria es claramente de la religión, que marca unos principios y se mezcla menos con una ética civil. En el texto napolitano resulta aún más evidente la verdadera naturaleza de la Carta de 1812: pretendía producir la conversión constitucional de una religión y una Iglesia, de una cultura religiosa y unas instituciones eclesiásticas; pretendía traerlas al terreno de los derechos y las libertades.
La cuestión religiosa nos lleva directamente a otro aspecto que favoreció la adopción del régimen constitucional gaditano y que, según mi opinión, la historiografía italiana no ha considerado debidamente: la naturaleza jurisdiccional de la Carta. La legitimación historicista de la primera Constitución española ha ocupado y ocupa a una historiografía que, mayoritariamente, la ha venido a calificar de maniobra política liberal. En realidad, desde hace veinte años los historiadores del derecho español han venido demostrando ampliamente, contra esta opinión, que la referencia de los constituyentes gaditanos hacia el constitucionalismo histórico no fue simple táctica ni mera retórica[20]. La relación que quedó establecida entre las viejas leyes fundamentales y la nueva Carta condicionó toda la obra legislativa de las Cortes, la cual hubo de moverse en el marco de un debate jurídico acerca de la compatibilidad entre la Constitución y las antiguas leyes de la monarquía. Los términos de esta relación, además que en el famoso Discurso Preliminar, son patentes en el preámbulo de la misma Carta. Tras invocar «el nombre de Dios todo poderoso, Padre, Hijo, y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad»:
Las Cortes generales y extraordinarias de la Nación española, bien convencidas, después del más detenido examen y madura deliberación, de que las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones, que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación, decretan la siguiente Constitución política para el buen gobierno y recta administración del Estado.
No se trataba, obviamente, de restaurar una monarquía histórica o de resucitar una vieja constitución, sino de extraer la sustancia constitucional contenida en las antiguas leyes españolas, principalmente acerca de las limitaciones del poder real, la representación nacional y la libertad política y civil[21]. La Carta doceañista pretendió constitucionalizar una serie de elementos clave de la cultura e instituciones de la antigua monarquía católica, poniéndolos al servicio de una nueva comprensión de la política. En la práctica, el proceso constituyente, con su invocación de las «leyes fundamentales», impuso una manera de articular las relaciones entre derecho viejo y derecho nuevo, que subordinó la actividad legislativa de las Cortes a la compatibilidad entre la Constitución y las antiguas leyes de la monarquía católica. Al no permitir que se aplicara efectivamente el principio de supremacía de la ley (como veremos más adelante), la naturaleza jurisdiccional de la Carta permitió de hecho esa compatibilidad entre viejo y nuevo. El historicismo sirvió, pues, para justificar la continuidad, bajo el nuevo constitucionalismo, de algunas prácticas e instituciones del pasado.
Este planteamiento no es tan ajeno a la reflexión constitucional que se había elaborado en Italia a raíz de la experiencia jacobina y que, como hemos visto en Cuoco, tendía a reconocer y valorar la pluralidad de sus antiguos componentes territoriales y corporativos más que a suprimirlos. Esas ideas resultan particularmente evidentes en un panfleto anónimo, aparecido en Nápoles en 1820. El autor considera a la Carta gaditana un instrumento de retorno al pasado y, por lo tanto, de rechazo a la experiencia napoleónica. En el texto se subraya la afinidad del Parlamento que debe ser nombrado en base a la nueva Constitución con los que hasta 1788 se habían convocado en el reino; se invita a los legisladores a seguir el camino de un rápido regreso a la tradición, aboliendo todo el orden institucional construido en los años de la dominación francesa, y se afirma claramente que la Constitución española prevé la restitución de todas las antiguas leyes del Estado:
Allorché la nazione spagnola fece la costituzione da noi adottata stabilì per principio che la di lei gloria, prosperità e bene dipendano dall’accompagnare con alcune provvidenze e precauzioni ad assicurare in maniera stabile e permanente l’intera osservanza delle antiche leggi della monarchia. Tutto il male nostro è derivato dall’averci i francesi imposti enormi e insoffribili gravezze e di aver distrutto le nostre leggi e surrogate le loro[22].
Esta interpretación de la Constitución como regeneradora de antiguas instituciones y libertades influyó también en la manera en la que se percibió e identificó la nación.
La idea de que existía una nación italiana y que, por lo tanto, valía la pena movilizarse para construir un Estado nacional, empieza a aparecer en Italia en los últimos años del siglo xviii entre los simpatizantes de la Revolución francesa. Es Filippo Buonarroti el primero en formular con claridad la hipótesis de un Estado fundado sobre el reconocimiento de la existencia de una nación italiana[23]. Después del trienio jacobino, el concepto de nación fue identificándose con «el sujeto originario del que dependía la legitimidad de las instituciones que en un espacio y un tiempo determinado habrían tenido que disciplinar la vida colectiva»[24]. La afirmación de este concepto convirtió sin duda a la península italiana en un tierra fértil para acoger la Constitución de Cádiz.
Sin embargo, si la nación era el sujeto que debía ejercer la soberanía sobre un determinado territorio —que en teoría correspondía a aquel en donde vivían los miembros de la nación—, la identificación de este último remitía a una serie de cuerpos territoriales ya existentes. Si en el título primero de la Constitución gaditana se habla de nación en singular, «La Nación española», en el título segundo se habla de Españas en plural, «el territorio de las Españas», enumerando todos los territorios que abarcaba la monarquía. La operación mediante la cual se pretendió fundamentar en términos historicistas las «libertades perdidas» de la nación en las Cortes, llamando a su recuperación y (re)inventando un nuevo orden, evitó que su territorio coincidiera simplemente con el espacio donde vivían sus miembros. El territorio sigue en efecto constituido por cuerpos territoriales heredados del Antiguo Régimen (las Audiencias, las provincias, los municipios, las parroquias). La redefinición de la nación no implica, pues, una nueva concepción del territorio, o sea de un espacio unitario delimitado hacia el exterior por fronteras claras y dividido en el interior por nuevos distritos administrativos capaces de romper los antiguos vínculos territoriales y sociales.
Ahora bien, esta idea de nación correspondía bastante bien a la que tenían muchos italianos en los años veinte del siglo xix. En aquella época, la orientación unitaria, que abogaba por una reunificación de todos los territorios de la península italiana bajo un mismo soberano, era muy minoritaria. La mayoría de los intelectuales, tanto moderados como democráticos, eran favorables a posiciones de tipo federal. Luigi Angeloni, un antiguo jacobino exiliado en París, por ejemplo, propugnaba una confederación de estados republicanos[25]. Las sociedades secretas también abogaban por una federación, en este caso de estados monárquicos constitucionales[26]. La Carta gaditana, con su énfasis en la nación más que en el Estado, se adaptaba bien a soluciones de tipo federal. Como demuestra claramente la experiencia americana, a pesar de la declaración de una idea centralizada, unitaria e indivisible de la soberanía (en el artículo 3), la Constitución de 1812 dejaba amplios márgenes para una construcción pluralista de la misma. Además de las intervenciones de los diputados americanos en el seno de las Cortes[27], las lecturas federalistas del régimen constitucional español procedían de dos elementos esenciales. En primer lugar, de la indefinición del territorio heredada del Antiguo Régimen: un territorio compuesto por jurisdicciones que no estaban definidas por límites precisos y que, como hemos visto, la Carta no modificó. En el caso americano, esta indefinición del territorio produjo, durante la crisis de la monarquía —e incluso después de la independencia—, el recurso de muchas regiones americanas a la formación de toda una serie de «conjuntos territoriales compuestos» (federaciones, confederaciones, confederaciones de confederaciones) para defenderse contra amenazas exteriores, evitando al mismo tiempo la guerra civil. En este caso, el federalismo apareció como la solución que permitía traducir la pluralidad institucional y territorial del imperio a la soberanía moderna fundada en la nación[28]. Siguiendo al modelo gaditano, muchas constituciones americanas de la primera época republicana preveían, en efecto, la posibilidad de mudar el territorio nacional, federándose o confederándose con otras entidades territoriales[29].
En segundo lugar, la interpretación federalista de la Constitución liberal española se debe a los amplios poderes otorgados por la Carta gaditana a las instituciones locales, ayuntamientos y diputaciones provinciales. La descentralización administrativa constituye, sin duda, uno de los contenidos más novedosos y originales de la Constitución y, a pesar de ello, ha sido generalmente subestimado por los estudios italianos. No sucede lo mismo en el caso de América, pues la historiografía ha analizado ampliamente en los últimos veinte años las consecuencias producidas por la aplicación de la Carta en los territorios americanos, sobre todo en el nivel local, mostrando la extensa fragmentación territorial que esta creó[30]. En efecto, además de ser electivos, los municipios y las diputaciones conformaban instituciones de carácter muy activo, con sustanciosas competencias no solo administrativas, sino políticas y judiciales.
La idea de los constituyentes era promover una amplia participación de los ciudadanos en la vida de los poderes públicos de nivel local para, en primer lugar, limitar la esfera de acción del poder ejecutivo. Sin embargo, no subordinaron estas instituciones al control del poder ejecutivo, porque ambas —ayuntamientos y diputaciones— eran consideradas no solo distintas de los otros poderes públicos, sino anteriores a estos. La contradicción latente entre el principio de soberanía nacional y las concesiones en favor de la autonomía local emergió durante los debates en el seno de las Cortes, cuando se analizaron los artículos relativos a los municipios y diputaciones provinciales. Dos posiciones diferentes se contrapusieron: una, defendida por los liberales peninsulares, que consideraba a las dos instituciones como órganos de gobierno territorial, subordinadas al Ejecutivo; la otra, sostenida especialmente por los diputados americanos, que las consideraban órganos representativos de los pueblos, como lo eran las Cortes para la nación[31]. La práctica de los cabildos americanos de seguir enviando sus instrucciones a los diputados en las Cortes muestra muy claramente cómo los representantes nunca fueron, para los municipios, la verdadera esencia de la nación. Este conflicto latente entre soberanía y representación desempeñó un papel decisivo al configurar la forma en la que se recibieron los modelos liberales en los territorios americanos: a la nueva idea de nación, abstracta y totalizante, los americanos siguieron contraponiendo una concepción concreta y tradicional de la nación, es decir de un conjunto de cuerpos políticos naturales (parroquias, cabildos, provincias, etc.).
Ahora bien, la amplia descentralización propuesta por el régimen liberal español atraía mucho a los napolitanos y piamonteses. Estos veían en la Carta el instrumento para superar la centralización administrativa napoleónica —confirmada por el absolutismo después de 1815— y restituir a las provincias y a los municipios aquel margen de maniobra que habían perdido y que las élites reclamaban con insistencia. Las ordenanzas francesas, al establecer una jerarquía muy rígida, que iba del Ministerio del Interior hasta las intendencias, las subintendencias y los municipios, habían anulado los márgenes de autonomía local. Funciones, ingresos y gastos estaban reglamentados por normas iguales para todo el país; los administradores se nombraban desde arriba y su actividad estaba estrictamente controlada; los intendentes intervenían de oficio para modificar los presupuestos municipales y provinciales, desatendiendo las deliberaciones de los consejos. El resentimiento contra la jerarquización impuesta por el modelo francés, que había subordinado las instituciones locales al despotismo ministerial y despojado a la mayoría de los municipios de sus poderes tradicionales, representó uno de los principales estímulos para la revuelta. Con motivo de la aprobación de una ley sobre las autonomías locales, el Parlamento de Nápoles invitó, en efecto, a los municipios a enviar sus desiderata [32].
Lo que hay que destacar aquí es que si los napolitanos hubieran podido participar en las Cortes de Cádiz habrían avanzado, sin duda, propuestas similares a las de los americanos, que, tanto en 1810-1813 como durante el trienio liberal de 1820-1823, siguieron considerando a los municipios y las diputaciones verdaderos órganos soberanos. Quien expresó muy claramente estas posiciones fue Bartolomeo Fiorilli, un abogado (romano de origen, napolitano de adopción) que, después de la revuelta de 1820-1821, estuvo exiliado en España, donde publicó un opúsculo bilingüe con el título castellano de Causas filosófico-políticas de la caída del Reino constitucional de las Dos Sicilias [33]. Fiorilli aconsejaba cambiar varios puntos de la Constitución de Cádiz para combatir mejor a los enemigos de la libertad, tales como abolir el veto regio, suprimir el Consejo de Estado (considerado una cuña aristocrática) o dejar a las Cortes el nombramiento de los ministros y de todos los empleados. Y aún más necesaria era una total descentralización administrativa, que los napolitanos no supieron ejecutar hasta las últimas consecuencias: «debía […] proclamarse libre cada país por lo tocante a la administración». Y ello porque, a su juicio, en un orden liberal bien construido, «la soberanía reside esencialmente en los pueblos» y no «en la nación». Un antinomia entre nación —o pueblo— y pueblos, que reaparece abundantemente en el debate público y constitucional americano a partir de la crisis de la Monarquía en 1808 y hasta mucho después de la independencia[34].
Mientras que los territorios americanos (excepto los que entre tanto se habían declarado independientes) tuvieron que aplicar la Constitución de 1812 tal como estaba escrita, los napolitanos (pero no los piamonteses) tuvieron la posibilidad de introducir importantes modificaciones en el texto. Sin embargo, si miramos a estos cambios, nos damos cuenta de que lo que los napolitanos modificaron por escrito, los americanos lo alteraron en la aplicación concreta, constitucionalizando prácticas e instituciones heredadas del Antiguo Régimen. Los mayores cambios deben buscarse en los títulos quinto y sexto, relativos el primero a la Administración de la justicia y el segundo al gobierno local y provincial. Los dos puntos están en realidad muy ligados entre ellos, dado que las atribuciones judiciales a las instituciones locales contribuían a ampliar los poderes de estas últimas.
Aparte de la reducción de las instancias de justicia de tres a dos, como en el modelo francés, a los napolitanos no les satisfacía la timidez con la que en Cádiz se había planteado la institución del jurado, lo que dejaba la justicia en manos de magistrados profesionales. Para la mayoría de los parlamentarios de las Dos Sicilias, por contra, la participación activa del pueblo en el tercer poder se entendía como una garantía frente a la hipotética arbitrariedad de los jueces de carrera, funcionarios del Estado al fin y al cabo. Por eso se estableció la obligatoriedad de los jurados, tanto para decidir la admisión o no de una demanda (el «gran jurado», constituido por ciudadanos elegidos por sorteo) como para dictar un veredicto de culpabilidad o inocencia (la corte d’assise, formada a medias por magistrados profesionales y jurados). En las causas de menor importancia, la presencia del pueblo en el ejercicio de la justicia la garantizaban los jueces municipales (giudici municipali), equivalentes a los alcaldes españoles, electos popularmente y cuyas sentencias eran apelables; los jueces de circundario o menores eran, por el contrario, de nombramiento gubernativo.
Se ha afirmado que la previsión del jurado, así como la introducción de un juez municipal distinto del sindaco (alcalde), que desarrollaba solo funciones ejecutivas sin romper el principio de la división de los poderes, representarían elementos más democráticos del texto napolitano con respecto al español[35]. Sin embargo, hay que subrayar que, aun en el caso napolitano, no se cambió uno de los aspectos más controvertidos de la Constitución española, o sea su (in)capacidad de fundarse en el principio liberal de la supremacía de la ley. A partir de la Revolución francesa, en efecto, la ley, entendida como expresión de la voluntad general, fue defendida de la actividad de los jueces, obligándoles a formular la conclusión de un silogismo que pretendida —y utópicamente— anulaba la existencia de una jurisprudencia[36]. La motivación de las sentencias deviene entonces un componente absolutamente esencial del sistema del imperio de la ley y de la libertad a él inherente[37]. Por lo tanto, no es posible hablar de constitucionalismo de impronta legalista sin reflexionar sobre la ausencia, no ya de la práctica efectiva de motivar las decisiones judiciales, sino incluso de la mera generalización de su obligación[38].
La inconveniencia de motivar las sentencias era una herencia del Antiguo Régimen, en el que la inseguridad jurídica que lo caracterizaba hacía enormemente difícil que los jueces expresaran la causa (tal era la formulación corriente) de su decisión. Esto no significa que allí donde prevaleció la práctica de no motivar sentencias faltara cualquier tipo de garantía y reinase el más puro arbitrio; significa tan solo que los particulares podían tener otras garantías distintas y más apropiadas a un derecho jurisprudencial y no legal, como el ius commune. En efecto, allí donde se impuso, la regla de la no motivación propició la formación de un conjunto de mecanismos institucionales, dependientes de las circunstancias jurídico-políticas peculiares del lugar, pero en todo caso apropiados para garantizar la justicia de las decisiones judiciales inmotivadas. Así ocurrió en Castilla, donde la práctica de no motivar las sentencias determinó desde la Baja Edad Media la formación de un modelo jurisdiccional peculiar, que concentraba la garantía en la persona —y no en la decisión— del juez[39]. De ahí la articulación por parte de la monarquía de un conjunto muy severo de prohibiciones para los jueces y una política judicial claramente favorecedora de la ajenidad social de los magistrados.
Ahora bien, la afirmación de un nuevo concepto de ley abstracta y general, producto de la representación nacional, necesitaba no solo de instrumentos teóricos, sino también de herramientas institucionales nuevas. Al no prever la obligación de motivar las decisiones judiciales, en la Constitución de Cádiz el principio de vinculación del juez a la ley (expreso en el artículo 242) no se articuló con la garantía institucional correspondiente, limitando en la práctica la implantación de un régimen de legalidad. La supervivencia de esta antigua práctica en el nuevo orden constitucional, aun cuando en principio pudiera parecer contradictoria con el mismo, muestra claramente que en Cádiz no se cortó con el pasado, ni siquiera se lo rechazó, antes bien se solicitó su ayuda.
En una cultura que en el acto de juzgar estimaba más a las personas que los saberes, la importancia de las calidades no podía ser despreciada. La disciplina de la persona del juez aseguraba su vinculación al derecho, porque en un mundo en el que el juez decidía inmotivadamente pleitos y causas, la única forma de vincular el juez, no a la ley, sino al proyecto político de transformación de la sociedad que la ley contenía, pasaba por asegurar la adhesión de su persona a ese mismo proyecto. Junto a este criterio, hay que referirse al que tiene que ver con la condición del juez como empleado público: dado que a todo empleado público se le exigía moderación en las costumbres, sobriedad, religiosidad y buen concepto, los comportamientos que contrariasen estas conductas eran susceptibles de generar la responsabilidad del funcionario[40]. El condicionamiento cultural que obligaba a los jueces a ganar la confianza de los justiciables llevó tanto a los hombres de las Cortes de Cádiz como a los de Nápoles a imaginar como ideal de justicia, al menos en primera instancia, una justicia de iguales o, al menos, una justicia electa: la representada por jurados, alcaldes, árbitros. Mientras que el representante del pueblo se veía como sagrado y virginal, el juez letrado o profesional era identificado con los intereses más espurios[41].
Sin embargo, la justicia ciudadana de los alcaldes no era solo inercia histórica. En efecto, la jurisdicción en manos de alcaldes y cabildos devino en la península ibérica instrumento para la eliminación de la jurisdicción señorial y en América el depósito necesario de una soberanía que dejaría de ser española[42]. La lectura podría ser similar en los territorios de Italia del sur, donde los municipios se armaron no solo de justicia, sino también de un discurso político autónomo. En efecto, el otro título de la Constitución de Cádiz significativamente reformado fue el sexto, referido al gobierno interior de municipios y provincias. Resulta muy significativo a este propósito que el artículo 1 de la retocada Carta italiana defina la nación de las Dos Sicilias como l’unione di tutte le popolazioni che la compongono, mientras que el texto de Cádiz hablaba de «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». O sea, al concepto español de nación, basado en el individuo, los diputados reunidos en Nápoles contraponen otro de carácter territorial, donde los pueblos importan más que las personas[43]. Así, mientras los empleos municipales se interpretan en España como de «carga concejil», en las Dos Sicilias se redacta que esos mismos empleos son cariche nazionali. A partir de las instituciones locales de la Carta gaditana, los diputados italianos hacen de las provincias y de los municipios una especie de «mini-estados», con sus «mini-parlamentos» y sus «mini-gobiernos». Americanos e italianos compartían así una interpretación federalizante, que contrariaba el espíritu de los liberales españoles, pues, como quiso dejar claro el conde de Toreno en su momento, provincias y ayuntamientos eran espacios meramente administrativos, y no «cuerpos separados» que dieran lugar a una «nación federada» en vez de «una sola e indivisible nación»[44].
Si el mandato era adaptar la Constitución española a los usos y costumbres de la patria, los defensores de lo local proponían recuperar (reinterpretando) las mitificadas libertades municipales de los días de Federico II de Sicilia (siglo xiv). Para conseguir una autonomía local más fuerte se abolió la figura del jefe político, nombrado por el Ejecutivo para el gobierno de las provincias, pero que también podía presidir (e inspeccionar) los ayuntamientos de las capitales provinciales o de cualquier otro pueblo que tuviera a su cargo. Suprimida la mención al jefe político, todos los miembros del cuerpo municipal de las Dos Sicilias (sindaco, decurioni, giudici municipali, eletti) serían elegidos por sufragio de los ciudadanos residentes en el municipio. La dirección gubernativa se encomendaba al sindaco, que no era el equivalente exacto del alcalde español, ya que no tenía atribuciones judiciales. Si a esta escala el sindaco era el poder ejecutivo y el giudice municipale el judicial, las funciones legislativas se encomendaban a los decuriones (regidores) con el auxilio de los eletti (los procuradores síndicos de España).
El provincialismo tenía menos apoyos que el municipalismo, quizá porque el espacio provincial no tenía la misma tradición histórica que el municipio, o quizá porque los liberales enemigos de la Carboneria sabían que la defensa de la provincia era una de las señas de identidad de aquella sociedad. Los partidarios de una mayor descentralización provincial consiguieron como primer objetivo que se aprobase una importante reforma del Consejo de Estado mencionado en la Constitución española, un órgano colegiado compuesto de cuarenta ciudadanos cuya función era la de asesorar al rey en «asuntos graves gubernativos» y en nombramientos eclesiásticos y judiciales. La reforma obligaba al Parlamento a elegir un consejero por cada una de las veintidós provincias del Reino de las Dos Sicilias, lo que confería a este Consejo de Estado una dimensión provincial de la que carecía el español. El siguiente objetivo de los partidarios de unas provincias fuertes sería el de reorganizar el frágil equilibrio entre jefe político y diputaciones, querido por el legislador español para esquivar toda tentación federalista; se trataba de reforzar la autoridad de la diputación, el órgano electivo, y de reducir en la misma medida la del jefe político-funcionario. Tras un agitado debate, los «provincialistas» consiguieron que el Parlamento privara al jefe político de voto en las deliberaciones de la diputación, que el número de diputados provinciales pudiera pasar de siete a once en las provincias más pobladas, y que los diputados cobraran dietas por el desempeño de su labor, lo que habría animado —en principio— las candidaturas de individuos menos pudientes que habitaban en los pueblos más remotos[45].
Aun en este caso, las similitudes con el caso americano son evidentes: durante las sesiones de Cortes, los diputados americanos no solo pidieron un incremento del número de las diputaciones provinciales, sino también un refuerzo de sus funciones. En las instrucciones del Ayuntamiento de Ciudad de Guatemala, enviadas al representante de esa audiencia en las Cortes, el padre Larrazábal, se pedía que las diputaciones pudiesen solicitar a las Cortes la suspensión de las leyes que podían perjudicar a la provincia. Aun si la propuesta no fue aceptada por los liberales españoles, las diputaciones, con el tiempo y las guerras, se transformaron de hecho en congresos representativos provinciales y, después de la independencia, en la base para la construcción de Estados federalistas como México. Durante el trienio liberal, los diputados novohispanos pidieron varias veces la convocatoria de tres congresos legislativos americanos (en México, Bogotá y Buenos Aires). Este proyecto, que nunca llegó a realizarse, no es tan diferente de las propuestas avanzadas algunos años más tarde por intelectuales italianos favorables al federalismo. El piamontés Giovanni Battista Marochetti, exiliado en París después de la derrota de 1821, sugirió por ejemplo un sistema federativo articulado en tres estados (uno en el norte, otro en el centro y otro en el sur) bajo los Saboya[46].
La derrota de los movimientos revolucionarios de 1820-1821 implicó también la derrota del modelo constitucional español. La propuesta democrática de Mazzini en los años treinta marca la condena de una constitución entendida como instrumento capaz de contemperar los derechos de una pluralidad de sujetos diferentes. La constitución que los italianos deberían construir ya no tenía el objetivo de proteger a individuos y comunidades intermedias de las invasiones del poder, sino el completamente opuesto de construir un conjunto político fuerte, eliminando todo tipo de fractura y suprimiendo los antiguos particularismos en una unidad.
Sin embargo, el modelo constitucional gaditano, con su anclaje en la tradición y en la fuerza de los poderes locales, siguió desempeñando un papel importante aun después de 1848, sobre todo en los territorios del sur. Esto explicaría la derrota política sufrida por estas regiones durante el Risorgimento. Probablemente eso se debe también al hecho de que los territorios meridionales italianos habían compartido durante mucho tiempo la cultura política de la monarquía española y que, como los otros territorios hispánicos, sufrieron las consecuencias de la crisis dinástica de los Borbones. La crisis de legitimidad fue, en efecto, común a todas las coronas borbónicas, arrasadas por las revoluciones y las guerras de 1789-1815 y por el choque entre liberalismo y absolutismo (1819-1823)[47]. La sustitución del centro de poder monárquico tradicional, por el efecto combinado de las crisis internas y de la política de Napoleón, no tuvo equivalentes en el imperio hasbúrgico ni en el ruso, por no hablar de Inglaterra o de Prusia. En ninguno de estos casos la soberanía tradicional fue tan radicalmente puesta en duda como en Madrid o en Nápoles, lo que favoreció la multiplicación de las fracturas antiguas y recientes, la explosión del conflicto interno, la pérdida de autoridad en las más lejanas ramificaciones del Estado. El conflicto interno fue una regla en gran parte de ese espacio político, desde España hasta Colombia o Uruguay, con una diferencia profunda porque en Europa continuó una lucha entre revolución y contrarrevolución, que en América se transformó en un enfrentamiento entre liberales y conservadores, federalistas y centralistas, caudillos y centros urbanos, sobre diversos proyectos de nación y de Estado.
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