Edmund Burke ha solido aparecer en todos los manuales al uso sobre Historia del pensamiento político como uno de los principales representantes del conservadurismo frente a la oleada revolucionaria que agitó Europa a partir de la toma de la Bastilla. Los estudios sobre su trayectoria son más bien escasos en España, sin embargo, y ya estamos acostumbrados a que su difícil contextualización haga que normalmente sean autores foráneos, y más concretamente británicos o, en el mejor de los casos, estadounidenses, quienes se dediquen a su figura y obra. En consecuencia, a nadie puede extrañar que ahora tengamos entre nuestras manos un volumen de nuevo escrito por uno de los primeros, si bien en esta ocasión con una calidad, detalle y exigencia dificiles de mejorar en cualquier estudio realizado sobre el autor del Discurso a los electores de Bristol.
El trabajo, por cierto, llegó a nuestras manos no mucho antes de producirse la negativa del Reino Unido a permanecer en la Unión Europea, y quizá muestre, así sea de forma inopinada, muchas claves acerca del cisma originado. Burke representa muy bien una tradición política netamente británica, identificable con el rechazo a veleidades continentales que no encajaran con sus fundamentos. En este sentido, ayuda también a dilucidar cuál ha sido la tradición constitucional inglesa, que durante muchas décadas ha permanecido al margen de la que existía en el continente y que ha observado tan solo de reojo a la de Estados Unidos, intentando mantener parte de sus postulados pese al fragor de los acontecimientos mundiales y dejando caer solo paulatinamente el peso de la transformación democrática.
En este sentido, pues, nadie mejor para emprender el análisis sobre la obra de Edmund Burke que Richard Bourke, historiador doctorado en Cambridge y actualmente profesor en el Queen Mary de la Universidad de Londres, y quien ha tratado ya con inmensa fortuna diversos temas relacionados principalmente con problemas de la democracia y las ideas de la Ilustración.
El extenso volumen que nos ocupa, pues, va desgranando las diversas etapas de la biografía intelectual de Edmund Burke, empezando con su formación en una escuela cuáquera (p. 44), exponiendo sus antecedentes familiares de manera breve, y sumergiéndose después en su etapa parlamentaria, rodeada de escritos polémicos y de una fama como orador envidiable. El libro se divide en varias porciones, siendo la primera la referente a su más temprana educación, y llegando así hasta 1749 de forma aproximada, y ocupándose la segunda de los diversos escritos de Burke escritos en la década de los cincuenta, cuando decide dedicarse a escribir in extenso en lugar de emprender la carrera como jurista para la que se había formado. En tales textos, así, Burke aparece como un ilustrado que bebe de diversas fuentes previas, como las de Locke, Hume, Montesquieu o Adam Smith, siempre dentro de una corriente moderada y también muy apegado a los específicos modos, circunstancias y mecanismos de las instituciones políticas británicas. De sus primeros escritos, pues, deducimos fácilmente que no pretendía una profundidad filosófica exquisita, pero sí que poseía una clara noción de los principales debates intelectuales de su época, así como de la situación política concreta que atravesaba el Reino Unido. A este respecto, también pronto se manifestó, desde un anglicanismo atemperado, como defensor de la tolerancia religiosa, oponiéndose así a la vigencia de leyes penales contra los católicos existentes en Irlanda (pp. 209 y ss.). Aunque el autor de la monografía ya nos avisa desde las primeras páginas de que no va realizar estudio alguno sobre la psicología burkeana, y menos aún sobre su vida familiar, no deja en todo caso de insinuarnos una posible influencia en su toma de posición que sería debida a su ascendencia irlandesa (p. 25).
La empresa de Burke, pues, muestra desde el principio de su recorrido clara vocación por los asuntos públicos, pero también nos indica su inclinación por soluciones prácticas y de compromiso, que nunca pudieran chocar frontalmente con la construcción política de la que se dotaba el Imperio británico, si bien reconociendo que debía adaptarse a distintas coyunturas con flexibilidad, prudencia y precaución. Burke sigue cierta idea de «razón», pero en sus manifestaciones penetradas por la historia, asemejándose más bien a una «inteligencia práctica acumulada» (p. 71). El common law, al respecto, le suministraba así el suelo formativo firme en el que sustentar un moderantismo ilustrado y poco propenso al cambio vertiginoso.
Así, pues, la tercera parte del libro nos introduce ya de lleno en las claves del pensamiento político burkeano. El político y pensador muestra un especial aprecio por el «equilibrio constitucional» típicamente británico, con sus ramas de lores, comunes y monarca, que en su opinión resulta una construcción perfectamente adecuada para el Imperio y sus necesidades (pp. 331, 337), y acepta la dimensión partidista de la política parlamentaria, centrada entonces en la división entre whigs y tories. Además, esta perspectiva se halla proyectada a través de una visión que implica cierta justificación para la expansión británica en un mundo que Burke era incapaz de entender sin la existencia de imperios, al margen de que sus fundamentos pudieran ser diversos (pp. 226, 309) y por tanto, más o menos acordes con la humanidad y el derecho de gentes (p. 83). Para Burke la «propiedad» tiene un sentido civilizatorio (pp. 248, 347), sirviendo para alimentar el comercio y por tanto la prosperidad entre las naciones.
Esta adopción del principio imperial le conduce a mirar hacia el Este, más en concreto en dirección a los problemas originados por la explotación de la India, y hacia el Oeste, en relación con la política británica en Norteamérica. Sus sucesivas aproximaciones a tales asuntos que ocupaban la escena parlamentaria resultan ampliamente descritas en esta tercera parte del libro, en donde también se aportan los elementos necesarios para entender su participación en la Cámara de los Comunes a través del grupo de Rockingham, desde 1765 hasta 1774 (p. 225).
La cuarta parte del volumen prosigue con el período inmediatamente posterior de la biografía política e intelectual burkeana, presentando los sucesivos esfuerzos y escritos del político dedicados a la reforma constitucional (p. 374). En este campo, precisamente Edmund Burke esbozó una idea de representación que, como ya sabemos, es su aportación más conocida y quizás más brillante a la teoría política moderna. Así, basta con recordar aquella Carta a los electores de Bristol para percatarse del alcance de su propuesta, muy alejada de las ideas del mandato imperativo que en su día aún se utilizaban con frecuencia. Como bien señala Richard Bourke, el campo de significados de la representación en el siglo xviii era variado y abarcaba desde la elección de candidatos que debían responder ante sus votantes hasta algún tipo de agente no sometido a tal proceso y que sin embargo, de alguna manera retenía la confianza popular (p. 370). Es decir, que para entender a Edmund Burke debemos separarnos por un momento de lo que se entiende por democracia en sentido estricto. El famoso parlamentario abogaba así por una representación solo comprensible en tres niveles a un tiempo: el referido a la compatibilización de los distintos intereses que operan en la sociedad a través del Estado, es decir, de una representación común a todos; en segundo término, el relativo a la colaboración de distintas fuerzas a través de las diversas ramas del gobierno; y, por último, el asumido por unos Comunes que, aunque representaban en un sentido más específico a quienes no eran pares ni monarca, incluían, sin embargo, y de algún modo también, a personas selectas, una aristocracia que no lo era por título nobiliario (pp. 381 y 382).
Todo esto dibujaba un cuadro complicado en opinión de Burke, y pretender instrucciones concretas para los representantes en el Parlamento suponía la imposibilidad de reducir los intereses existentes a un compromiso razonable (p. 385). La unidad imponía, de esta forma, una concepción de la representación que permitiera el funcionamiento adecuado de las instituciones y de la constitución británicas.
Por supuesto que esta posición eludía problemas de envergadura, con los cuales precisamente Burke se topó durante su activa carrera política. Los colonos americanos recriminaban así, incluso a sus amigos whigs, aquellos entre los que se contaba el propio Burke y que se hallaban en contra de un reforzamiento del monarca, su rechazo de una representación propia para ellos en Westminster. Burke intentó hacer fintas y salvar el problema, como el propio autor del libro nos indica en varias ocasiones, entendiendo que la soberanía podría ser ejercida en un plano coercitivo solo en última instancia. De esta forma, y aunque aquel sostuvo siempre que las asambleas coloniales y órganos de carácter similar resultaban teóricamente siempre subordinados al Parlamento británico, defendió que esta idea no dejaba de ser un principio abstracto que bajo ciertas condiciones resultaba impracticable (pp. 292 y 293, 303). Y por eso, y hasta el último momento, Burke intentó mantener un tono conciliador con los colonos, esperando que algún tipo de proceso federativo impidiera su escisión de la metrópoli (p. 295). Pero no porque mantuviera cierta concepción de la igualdad entre los pobladores de uno y otro lado del océano, tal y como asimismo demostraba su defensa a ultranza de una constitución que mantenía estratos sociales bajo una representación política separada y con un sufragio restringido que dejaba fuera de la participación parlamentaria a buena parte de las capas populares.
Esta trayectoria es precisamente la que nos conduce a la quinta y última parte del volumen y que explica bastante bien sus posiciones posteriores respecto a episodios como el de la Revolución francesa. En realidad, y en esto nuevamente resulta acertado el análisis del biógrafo, Burke fue muy coherente con sus opiniones a lo largo de toda su carrera (pp. 553 y 554). Su defensa de una reforma constitucional suponía la de unos cambios a realizar «desde dentro» del sistema que defendía, dirigida a evitar algunos de los males que amenazaban al Imperio. Al respecto, y pese a sus fuentes ilustradas, se opuso abiertamente al nuevo lenguaje de los derechos humanos que estaba calando entre numerosos hombres con idéntica formación en diferentes lugares de Europa y América (p. 574). En Burke había una teoría del consentimiento, como siempre había ocurrido en los whigs, quienes habían sostenido la legitimidad del trono solo en tanto en cuanto el monarca no cometiera persistentes violaciones de la ley contra sus súbditos, pero no otra sobre el gobierno democrático. Y de ahí también que Burke, aunque defendiera la existencia de unos derechos, tal y como ocurría en el propio ordenamiento británico desde la Gloriosa y quizá antes (y que los asignaba con distintas gradaciones a los súbditos de Jorge III, incluso si habitaban las colonias), no contaba entre ellos la libertad política (p. 445). No existía para él esa facultad de autogobierno colectivo, y eso lo pensaba con toda sinceridad, al modo en que a Bentham hablar de derechos humanos le parecía un disparate con zancos.
A partir de ahí, el resto es Historia de sobra conocida. Burke, por perseverar en sus ataques contra la Revolución francesa a través de todas sus fases (de la Constitución de 1791 a la etapa jacobina, sin muchos matices), aparecerá, si no como un furibundo reaccionario al estilo de De Maistre, sí como un tozudo conservador, empeñado en esa contundente respuesta a Richard Price que fueron las Reflexiones sobre la Revolución Francesa, y replicado a su vez por los Derechos del Hombre del enérgico Thomas Paine. Pero precisamente esta es una decantación que nos interesa ahora, y más aún en el seno de la crisis europea, porque sitúa en sus justos términos la posición burkeana. Y es que pese a sus afirmaciones exageradas en las Reflexiones, la Revolución francesa sufrió reveses que la hicieron derivar hacia un nuevo establecimiento imperial (bonapartista), lo cual confirmaría la presuposición planetaria burkeana. Asimismo, la reconfiguración del mapa europeo tras la derrota de Napoleón consolidaría la posición británica, impidiendo mutaciones constitucionales destacables durante un largo tiempo. ¿Qué continuidad existe ideológicamente entre aquel Reino Unido de Edmund Burke y el actual? ¿Hasta qué punto desea seguir manteniendo una senda independiente del resto de Europa, y, sobre todo, por qué?
El volumen de Richard Bourke puede aportar una serie de referencias para que podamos contestar a estas preguntas. La ciclópea tarea que rodea su esfuerzo es digna de encomio, aunque en ella pese más el dato histórico que el análisis de la filosofía burkeana. De hecho, esto quizás no sea en absoluto reprochable: Edmund Burke fue una llamativa mezcla de hombre reflexivo y político vocacional. Separar uno y otro elemento, por tanto, resulta sumamente difícil y es mérito del trabajo del profesor Bourke haberlo sabido mostrar.