RESUMEN
Los resultados electorales fragmentados de 20 de diciembre de 2015 y 26 de junio de 2016 dieron lugar, en el primer caso, a una legislatura fallida y, en el segundo, a una investidura que no garantiza la estabilidad y eficacia de la acción gubernamental. En el artículo se pretende reflexionar sobre las causas de esa crisis y sobre sus consecuencias para el funcionamiento de nuestro régimen parlamentario. En tal sentido, se analizan la virtualidad del mecanismo previsto en el art. 99 de la Constitución, la posibilidad de control parlamentario del Gobierno en funciones, la necesidad de cumplimiento no solo de las reglas jurídicas, sino, sobre todo, de las reglas políticas inherentes a la forma parlamentaria de gobierno y, en fin, la conexión de aquella crisis con la que pudiera afectar a la democracia representativa. Todo ello expuesto mediante unas consideraciones de carácter general y no exhaustivo, puesto que ese estudio más detallado será el que realicen los demás artículos de este número de la Revista Española de Derecho Constitucional (REDC), respecto de las cuales el presente trabajo se presenta únicamente como una mera introducción.
Palabras clave: Investidura de presidente del Gobierno; pactos parlamentarios; estabilidad gubernamental; gobernabilidad; régimen parlamentario presidencialista; régimen parlamentario de asamblea; control parlamentario del Gobierno en funciones; régimen parlamentario y democracia.
ABSTRACT
The fragmented electoral results of December 20, 2015 and June 26, 2016 were, in the first case, a failed legislature and, in the second, an investiture that does not guarantee the stability and effectiveness of government action. The paper aims to reflect on the causes of this crisis and its consequences for the functioning of the Spanish parliamentary regime. In this sense, the virtuality of the mechanism provided in art. 99 of the Spanish Constitution, the possibility of parliamentary control of the outgoing Government which continue in power until the new Government takes office, the need to comply not only with the legal rules, but, above all, with the political rules inherent in the parliamentary form of government and, finally, the connection of that crisis with which it could affect representative democracy. All this is exposed by considerations of a general and non-exhaustive nature, since this more detailed study will be done by the other papers in this Revista Española de Derecho Constitucional (REDC), for which the present text is presented as a mere introduction.
Keywords: Investiture of president of the Government; parliamentary pacts; government stability; governability; presidential parliamentary regime; parliamentary assembly regime; parliamentary control of the caretaker government; parliamentary regime and democracy.
SUMARIO
En las páginas que siguen no se pretende realizar un examen detallado de los principales problemas constitucionales originados como consecuencia del resultado electoral fragmentado del 20 de diciembre de 2015, repetido, con algunas variaciones no sustanciales, en los resultados de 26 de junio de 2016 y que condujeron, en el primer caso, a una legislatura fallida y, en el segundo, a una investidura de presidente del Gobierno que he calificado de convulsa por lo que después se dirá. Tampoco pretendo abordar las posibles soluciones para esos problemas. Ambos cometidos son, precisamente, los que intentarán llevar a cabo los demás trabajos que integran el presente número monográfico de la REDC.
Solo me propongo exponer algunas consideraciones generales acerca de lo que estos sucesos han significado para nuestro régimen parlamentario, al que han sumido en una crisis de la que aún, creo, no se ha recuperado. O quizás han agudizado una crisis que antes de aquellos sucesos ya venía manifestándose hace tiempo. Con ese propósito dividiré mi exposición en tres partes: una destinada a comentar los problemas relativos a los resultados electorales de 20 de diciembre de 2015, que condujeron a la legislatura fallida; otra destinada a comentar los problemas relativos a los resultados electorales de 26 de junio de 2016, que desembocaron en una investidura convulsa; y la última dedicada a formular, a partir de esos hechos, algunas reflexiones sobre lo que el régimen parlamentario significa y a expresar mi preocupación por la suerte que ese régimen puede correr en el presente y el futuro de nuestro país. Todas las consideraciones anteriores estarán realizadas, obviamente, desde una perspectiva constitucional, esto es, de derecho o de política constitucional, como se deriva de mi condición profesional y como es exigible dada la naturaleza de la REDC.
En definitiva, estas páginas no tienen otro fin que el de servir de introducción al resto de los trabajos que integran el presente número monográfico y, por ello, serán breves y desprovistas de citas bibliográficas.
El fracaso de la investidura de presidente de Gobierno tras los resultados electorales de 20 de diciembre de 2015 podría plantearnos una serie de preguntas. La primera es la de si por ello había entrado en crisis nuestro régimen parlamentario, incapaz de dar respuesta, desde las previsiones constitucionales, a una situación nueva, la de un Congreso de los Diputados pluripartidista, en cuanto que el mecanismo de investidura regulado en el art. 99 de la Constitución española (CE), que había funcionado con regularidad en un pasado caracterizado por el bipartidismo, perfecto o imperfecto, se habría mostrado impotente cuando esa situación parlamentaria cambió radicalmente, por primera vez, en los ya casi cuarenta años de nuestra democracia constitucional. En resumen, cabría preguntarse si el art. 99 de la CE solo podría funcionar en un escenario de bipartidismo o cuasibipartidismo.
Mi respuesta a esa primera pregunta es la siguiente. Las previsiones del art. 99 de la CE no funcionaron en la situación parlamentaria fruto de las elecciones de 20 de diciembre de 2015 porque los dirigentes políticos de los partidos sostenedores del sistema constitucional no comprendieron, o no quisieron comprender, que el régimen parlamentario exige no solo el cumplimiento de unas reglas jurídicas (las del art. 99 de la CE), sino, sobre todo, el acatamiento por dichos partidos de unas reglas políticas inherentes a ese régimen, que obligan a los pactos, a los compromisos y a la inexistencia de vetos mutuos a priori inamovibles. Y, justamente, el hecho de la negativa, expresa y reiterada, al cumplimiento de esas reglas —y no exactamente la dicción literal del art. 99 de la CE— es lo que produjo la imposibilidad de investidura, la legislatura fallida y, en consecuencia, la disolución automática de las Cámaras y la convocatoria de nuevas elecciones.
En el pasado, los resultados electorales, bien por haber producido mayorías absolutas, bien por haber generado unas minorías próximas a la absoluta, hicieron fácil la investidura de un presidente de Gobierno. El art. 99 de la CE funcionó bien, simplemente porque no tuvo que ponerse a prueba en situaciones de dificultad. Ahora, cuando por primera vez eso sucede, es cuando la aplicación del art. 99 de la CE fracasa, pero no, a mi juicio, por defectos de ese precepto, sino por defectos de su interpretación; es decir, de la necesaria acomodación de su sentido a una realidad parlamentaria no bipartidista o cuasibipartidista. En otros países europeos con regímenes parlamentarios es normal la existencia de parlamentos sin mayorías absolutas —o próximas a la absoluta— tan fragmentados o más que el surgido en España a raíz de las elecciones de 20 de diciembre, y ello no ha sido obstáculo para la formación de Gobiernos pactados entre diversos partidos, ya sean Gobiernos de coalición, o sostenidos por pactos amplios y detallados de legislatura o menos detallados y reducidos a asuntos estatales de especial trascendencia (entre ellos los presupuestarios).
Que este tipo de actuaciones no hubiera sido posible en España tras los resultados electorales de 20 de diciembre de 2015 solo puede comprenderse, me parece, a partir de una situación que nuestro régimen parlamentario ya venía atravesando desde hace años, caracterizada por una excesiva polarización y un cerrado distanciamiento entre los dos grandes partidos nacionales representativos del centro-derecha y del centro-izquierda. El consenso entre ambos, en los grandes asuntos del Estado, que hizo posible el nacimiento de la CE y su posterior desarrollo, desapareció, sin embargo, desde los primeros años de este siglo. Las causas de esa desaparición son varias; y la corrupción (que por otra parte no solo se da en España, sino también, al menos, en otras naciones del sur de Europa) o la crisis económica (que con igual o menor intensidad también la han sufrido otros países) no son las únicas. También, para explicar la inexistencia de pactos, hay que acudir al efecto que en los partidos tradicionales de izquierda ha tenido la irrupción de las nuevas izquierdas populistas, a la autoexclusión de los partidos nacionalistas para integrarse en pactos estatales de gobierno al convertirse en fuerzas radicalmente independentistas o a la expansión (política y mediática) de una cultura política basada en la conversión del adversario (al que hay que tolerar y convencer) en enemigo (al que hay que expulsar o destruir). En un clima, ya extendido desde hace años, de escasa voluntad de pacto entre prácticamente todos los partidos, no es de extrañar que no se consiguiera acuerdo para investir a un presidente del Gobierno. Ello no impide reconocer que al menos un partido, Ciudadanos, sí mostró una posición receptiva al pacto y, en consecuencia, que fue, sobre todo, la reiterada negativa del Partido Socialista Obero Español (PSOE) (el «no es no» de su entonces secretario general) para acordar con el Partido Popular (PP) la mayor causante de ese fracaso.
A mi juicio, lo que debe descartarse es que el fracaso de la investidura se debiera también a la falta de activismo del rey para lograrla, por no haber presionado con más fuerza a los partidos para que pactasen o por no haber propuesto a un candidato independiente situado al margen de la contienda entre partidos en vista de que ellos no pactaban. Esta hipótesis, defendida por algunos políticos e incluso por algunos juristas, estimo que debe ser rechazada. En una monarquía parlamentaria, y menos aún en la nuestra, el rey no puede ser activista. Su facultad de propuesta de un candidato a la Presidencia del Gobierno no encierra, a mi juicio —pese a que algunos constitucionalistas así lo han sostenido—, un poder arbitral y moderador activo, capaz de suplir, mediante la voluntad regia, la falta de acuerdo entre los grupos parlamentarios. La idea de que, en situaciones de crisis parlamentaria, la facultad regia prevista en el art. 99 de la CE albergaría un auténtico poder discrecional me parece rechazable, pues quien ejerce ese tipo de poder acaba, inevitablemente, adquiriendo responsabilidad y ello podría significar un auténtico riesgo para la propia monarquía. Ya sabemos adónde condujeron los intentos de Gobiernos «del rey» en la España de la Restauración.
Hoy, el correcto entendimiento de la monarquía parlamentaria debe conducir a que, en la búsqueda de acuerdos para lograr la investidura del presidente de Gobierno, no cabe echar sobre las espaldas del rey una decisión que solo a los políticos corresponde adoptar. De ahí que a las consultas regias los responsables políticos de los grupos con representación parlamentaria deban acudir con los deberes hechos. Lo que, lamentablemente, no sucedió entonces. Y, ante esa ausencia de pactos, la actuación del rey no podía haber sido otra que la que llevó a cabo en esas circunstancias: dada la necesidad de que no se prolongara indebidamente una situación de Gobierno en funciones, celebradas reiteradas consultas sin que de ellas se desprendiera la posibilidad de que hubiera un candidato con probabilidades de ser investido, constatada la renuencia del líder del partido con mayor número de escaños, PP, a soportar la carga de una investidura abocada al fracaso, y aceptada esa carga por el líder del partido que lo seguía en número de escaños, el PSOE (y que contaba, al menos, con el acuerdo de otro partido, el de Ciudadanos, superando así, aunque fuese por muy poco, los apoyos con que contaba el líder del PP), la única solución para que pudiera ponerse en marcha el plazo de dos meses previsto en el art. 99 de la CE era la de que el rey propusiera como candidato, y así lo hizo, al líder del partido socialista.
La segunda pregunta que cabría formularse ante el fracaso de la investidura de presidente del Gobierno es la de si determinadas reformas podrían evitar que en el futuro se reprodujese una situación así. Es cierto que desde determinados sectores se propuso como solución que, sin acudir a una reforma normativa, evitase la anomalía (incluso se llegó a decir «el absurdo») de tener que proponer a un candidato abocado al fracaso, la de que el Congreso, sin necesidad de previas votaciones de investidura, «constatase» la imposibilidad de esa investidura y tal constatación sirviera como una causa determinante de la convocatoria de nuevas elecciones. Por fortuna, esa solución no prosperó, pues hubiera supuesto un abierto quebrantamiento de lo dispuesto en el art. 99 de la CE, que solo prevé la disolución y convocatoria de nuevas elecciones si transcurre el plazo de dos meses desde la primera votación de investidura sin éxito. Además, aquella solución se sustentaba, de un lado, en un grave error de interpretación jurídica, pues en el art. 99 de la CE no hay una laguna que hubiera de colmarse, y menos que hubiera de colmarse por la simple vía de inaplicar el precepto, y, de otro, en un inadecuado entendimiento de lo que el parlamento significa, pues daba por supuesto que la voluntad de los grupos de la Cámara estaría absolutamente predeterminada por lo que decidieran sus líderes y que el debate parlamentario no lograría cambiar nunca esa decisión. Que ello probablemente pueda ser así no asegura que, necesariamente, tenga que ser así y, sobre todo, que el derecho deba adjurar definitivamente del deber ser para atenerse solo al ser. No es este el lugar para prolongar esta reflexión, pero sí me permito apuntar los males que para el derecho constitucional en general y para la democracia representativa en particular se derivan de aceptar el axioma de que «todo lo real es racional», en el sentido no de que es comprensible por la razón, sino de que vale como «razonable».
Vuelvo al papel del rey previsto en el art. 99 de la CE. Y parto de que, por supuesto, el rey no es una figura meramente decorativa, sino que une, a su importante función simbólica de integración política, social y territorial, otra importante función de influencia política, basada en la auctoritas y que se despliega, entre otras vías, por los clásicos derechos regios de un monarca parlamentario de advertir, animar y ser consultado. Pero esa capacidad de actuar de la auctoritas que, como decía Mommsen refiriéndose a la que podía emanar del Senado romano, supone más que un consejo, aunque menos que una orden, en lo que se refiere al art. 99 de la CE, precisa, para su eficaz ejercicio, de la lealtad constitucional de los líderes políticos, que incluye el deber de guardar confidencialidad de las conversaciones mantenidas con el rey, lo que lamentablemente no ha sucedido. En nuestros dirigentes políticos ha faltado, en general, «cultura de régimen parlamentario» y, en particular, exacto cumplimiento de las reglas no escritas que prestan su sustento a la monarquía parlamentaria.
Ya adelanté que, en ausencia de una aceptación de las reglas políticas inherentes al régimen parlamentario, no veo que la reforma del art. 99 de la CE sirva como una solución segura. Es cierto que, en previsión de esa ausencia, cabría modificar su redacción para, al menos, forzar las negociaciones y, en todo caso, evitar una legislatura fallida. A tales efectos se han hecho diversas propuestas: la investidura del líder del partido con más escaños en el Congreso si fracasa la segunda votación por mayoría relativa, el sometimiento a una segunda votación entre los dos líderes con mayores apoyos parlamentarios o el nombramiento regio de un mediador (a la manera belga) para que él se encargue de formar acuerdos. Ha habido algunas más y, por supuesto, pueden pensarse otras. Todas con la finalidad de asegurar la investidura de un candidato si no hay mayorías absolutas en el Congreso ni predisposición a llegar a acuerdos por parte de los grupos parlamentarios, para evitar así la repetición inmediata de las elecciones. Incluso se volvió a proponer no para impedir la celebración de nuevas elecciones, sino para evitar que hubiese un largo período de Gobierno en funciones, la misma solución a la que antes me referí de que la disolución de las Cámaras se produjera por el hecho de que, celebradas las consultas regias, el monarca, ante la falta de acuerdos, no hubiera podido proponer candidato. Aunque este nueva propuesta —para evitar la patente inconstitucionalidad en que incurría la anterior que se había formulado y que ya comenté— ahora incluyese la previa reforma del art. 99 de la CE.
Pero todas esas propuestas de reforma del art. 99 de la CE tienen, a mi juicio, determinados inconvenientes. Las que descansan en la automaticidad de la elección a favor del candidato del partido más votado o en la votación dirimente entre los líderes de los dos partidos con mayor número de escaños —aparte de no dejar espacio para la presentación de un programa de gobierno o de complicar en exceso el procedimiento obligando a que se presenten dos, y de dejar completamente vacío el papel del rey en la elección del presidente del Gobierno (donde ya no podría decirse ni siquiera eso tan consustancial a la monarquía parlamentaria de que «el rey hace más de lo que parece hacer»)— conducirían inexorablemente a un Gobierno de minoría, con los problemas de inestabilidad o de ingobernabilidad que podría comportar. La que descansa en que sea el rey quien determine que no hay posibilidad de acuerdo (aunque sea la Cámara la que lo confirme) puede provocar un desgaste casi inevitable del monarca. La designación regia de un mediador, que no garantizaría por sí sola que lograse el pacto, también puede provocar ese desgaste, dada la dificultad de encontrar una persona con autoridad y neutralidad políticas indiscutibles para ese papel; aparte de que siempre habría partidos (esa es la realidad española que se nos viene impuesta) que criticarían, muy probablemente, dicha designación.
Por todo ello, quizá no sea tan necesario que se reforme el art. 99 de la CE, sino que se extraigan de él sus potencialidades. Que no son otras, en mi opinión, que las que giran alrededor del papel que debe desempeñar el presidente del Congreso en la preparación y desarrollo de las consultas regias. No en vano es quien ha de refrendar la propuesta regia de candidato a presidente del Gobierno, y tal referendo no ha de concebirse únicamente como un acto meramente formal, sino como la constatación de la participación del refrendante en la decisión que ha de tomar el refrendado. De ese modo, el presidente del Congreso se convertiría, a lo largo de todo el proceso de propuesta de candidato, en el verdadero mediador. Su actuación con los líderes parlamentarios, previa a la realización de las consultas regias, habría de estar encaminada a allanar el camino, a forjar los consensos necesarios para que se facilitase al rey la posibilidad de presentar un candidato con probabilidades de ser investido. Y antes, pues, pero también a lo largo, de las consultas, sería el interlocutor privilegiado del rey a través del cual este podría desempeñar con mayor eficacia sus tareas de animar y advertir, esto es, de contribuir con su auctoritas al buen fin de la investidura. Además, y a diferencia del mediador belga, al tratarse de un cargo institucional, que no ha sido elegido por el rey, sino por el Congreso al que representa, se evitan los inconvenientes que una designación regia pudiera tener. Por otro lado, la libertad de conversación con el monarca y su confidencialidad estarían mejor garantizadas en la relación monarca-presidente del Congreso que en las relaciones monarca-pluralidad de líderes políticos parlamentarios. Quizá no sería necesario regular esa función del presidente del Congreso en el mismo Reglamento de la Cámara, pero tampoco vendría mal, siempre que se limitase esa regulación a establecer unas reglas muy generales de procedimiento que no supusieran una intromisión sustancial en las facultades del rey, que es una materia vedada al reglamento parlamentario.
Ahora bien, una condición para que el presidente del Congreso desempeñase ese papel fundamental es que este cargo lo ocupe por una persona respetada por todos los grupos de la Cámara, caracterizada por su solvencia, neutralidad y no sometimiento a instrucciones de partidos. El presidente del Congreso, como el speaker de la Cámara de los Comunes británica, debiera ser, en suma, una autoridad auténticamente institucional. Creo, además, que ello —aparte de servir para la investidura de presidente del Gobierno— es lo que demanda la Presidencia del Congreso, con carácter general, y no solo con carácter especial en el caso de un Congreso políticamente muy fragmentado.
La disolución automática y la correspondiente convocatoria de nuevas elecciones prolongó de un modo inevitable la situación de un Gobierno en funciones, iniciada originariamente con la convocatoria de las elecciones de 20 de diciembre de 2015 y continuada hasta que, después de las nuevas elecciones de 26 de junio de 2016, se produjera, como así fue, por fin, la investidura de un nuevo presidente del Gobierno (que recaería en la misma persona que ostentó la Presidencia en toda la etapa anterior). Es cierto que el supuesto de un Gobierno en funciones no cabe entenderlo como una anomalía constitucional, sino como una situación perfectamente regular anudada a las convocatorias electorales, pero también es cierto que una duración tan larga del Gobierno en funciones, por causa del fracaso de la investidura, sí resulta anómala, ya que manifiesta la existencia de una crisis del régimen parlamentario, aparte de que supone un grave inconveniente, por las limitadas facultades de ese tipo de Gobierno, para el ejercicio pleno de las funciones de dirección de la política interior y exterior del Estado que la CE le encomienda.
Dicho eso, también esta experiencia de largo Gobierno en funciones ha mostrado la incapacidad, en este caso del Ejecutivo, para entender correctamente el significado del control parlamentario, al oponerse a que la Cámara pudiera ejercerlo. La argumentación que dio el Gobierno en funciones para negarse a ese control resulta, cuando menos, sorprendente: como el control del parlamento sobre el Gobierno, diría, se basa en la relación de confianza, y aquella solo existió respecto del Congreso que otorgó en su día, en 2011, la investidura al presidente, no puede un Parlamento nuevo controlar un Gobierno que no ha surgido de su seno. O incluso, aunque parezca increíble, se llegó a decir, por un portavoz cualificado del Ejecutivo, que, para que haya control parlamentario del Gobierno, tiene que haber Gobierno; y, como no hay Gobierno porque está cesado, no puede haber control parlamentario. El asunto llegó al extremo de que los ministros y otros cargos del Ejecutivo se negaron a comparecer en el Congreso pese a haber sido requeridos por este.
No es necesaria mucha explicación para demostrar lo erróneo de estos argumentos y criticar, en consecuencia, esa sorprendente actuación. De un lado, porque, en el período que transcurre entre la constitución de las Cámaras y la investidura de un nuevo presidente, la forma de gobierno establecida por la CE no puede quedar en suspenso y, por ello, mientras haya Parlamento, viejo o nuevo, y Gobierno (aunque este actúe en funciones), ha de regir la regla básica del régimen parlamentario establecida en el art. 66.2 de la CE: que las Cortes Generales controlan la acción del Gobierno. Y, de otro, porque la única expresión del control parlamentario no es la que se manifiesta a través de la relación de confianza. El control parlamentario del Gobierno también se ejerce a través de otros instrumentos (solicitud, y consiguiente obligación, de información, preguntas, interpelaciones, solicitud, y consiguiente obligación, de comparecencia de ministros y demás altos cargos del Ejecutivo, aprobación de proposiciones no de ley, etc.) que no pueden servir para remover el Gobierno, pero que no por ello dejan de ser eficaces.
Resulta obvio que un Gobierno cesado no puede plantear la cuestión de confianza, como tampoco puede ser objeto de una moción de censura, que son las formas de control inseparablemente unidas a la relación fiduciaria entre Gobierno y Parlamento. Pero igualmente obvio resulta que todos los demás instrumentos de control parlamentario subsisten frente a un Gobierno en funciones. Lo que sucede es que el empleo de esos otros instrumentos tiene el contenido limitado que se deriva del hecho de que el Gobierno, aún siéndolo, está en funciones. Por ello, el uso de tales instrumentos no puede servir para controlar, retroactivamente, la acción del Gobierno que ya cesó, sino que solo puede tener por objeto el control de la acción, o inacción, del Gobierno en funciones, al que, además, no debe pedírsele que adopte, o ser criticado porque no adopte, decisiones que están fuera de las limitadas competencias que un Gobierno en funciones posee. Incluso, a mi juicio, en una situación de Gobierno en funciones no debieran aprobarse iniciativas legislativas parlamentarias que no fuesen apoyadas por el Gobierno, por razones basadas en el necesario equilibrio del régimen parlamentario, ya que en aquella situación está impedida la iniciativa legislativa gubernamental. Unas Cortes Generales con plena y libre capacidad para elaborar leyes resultaría algo bastante contradictorio con un Gobierno que, por estar en funciones, carece de plena capacidad para gobernar, esto es, para dirigir (art. 97 de la CE) la política del Estado (incluida la legislativa).
Con las limitaciones que se han venido señalando, es claro que cabe el control parlamentario del Gobierno en funciones, y es de esperar que el Tribunal Constitucional (TC) así lo reconozca cuando resuelva el conflicto de atribuciones que ha planteado el Congreso.
Celebradas nuevas elecciones el 26 de junio de 2016, con un resultado próximo (aunque con diferencias significativas) al del anterior proceso electoral de 20 de diciembre de 2015, podría parecer que, por fin, nuestros principales dirigentes políticos habían comprendido la necesidad de atenerse a las reglas no escritas del régimen parlamentario, ya que, después de las consultas regias, el monarca pudo proponer un candidato que contaba, de entrada, con muy altas probabilidades de resultar investido por el Congreso en segunda votación, como así fue.
Sin embargo, no es esa mi opinión, es decir, no creo que por el hecho de haberse logrado un pacto para la investidura se hayan aceptado en su integridad las reglas políticas de la forma parlamentaria de gobierno. Y ello por dos razones. Una es que la decisión del PSOE de abstenerse, que es lo que hizo posible la investidura (habida cuenta de que ya se contaba, desde el primer momento poselectoral, con el apoyo de Ciudadanos) se adoptó a costa de una grave crisis orgánica en el seno de aquel partido. El cambio de actitud del PSOE (del no rotundo mantenido desde la misma noche electoral del 20 de diciembre de 2015 a la abstención acordada por el comité federal después de la salida traumática del entonces secretario general del partido) le supuso una auténtica convulsión interna y, en tal sentido, la constatación de que las reglas políticas (necesidad de pactos para gobernar) no funcionaron con regularidad, esto es, con normalidad, sino de manera traumática. De ahí el calificativo de convulsa que he dado a esta investidura.
La otra razón, y creo que más importante, es que, si bien hubo acuerdo para investir, no lo hubo (salvo en la actitud de Ciudadanos) para gobernar. Lo que puede conducir a una situación de inestabilidad gubernamental o, al menos, de ingobernabilidad. Realidades ambas que no resultan adecuadas para la normal subsistencia de un régimen parlamentario. La experiencia histórica nos alerta suficientemente acerca de ello.
En los catorce años de la República de Weimar se celebraron nueve elecciones al Reichstag, lo que suponía una media de una por un poco más de año y medio, aunque ese porcentaje puede ser engañoso, pues si se descuenta el período de relativa calma de 1924 a 1928, en los otros diez años se celebraron 8 elecciones. Entre 1920 y 1930 se sucedieron 14 gobiernos y, entre 1930 y 1933, 5 gobiernos; en total, 19 gobiernos en trece años.
En los ochenta y un años de las III y IV Repúblicas francesas, la duración media de los Gobiernos fue de seis meses. En la IV República, en doce años hubo 21 primeros ministros.
En la República italiana, desde 1946 hasta ahora, setenta años, ha habido 64 gobiernos, aunque allí la inestabilidad de fondo fuese menor de la que se deduce de esa cifra mientras duró el compromiso histórico entre la democracia cristiana y el partido comunista; una situación que, no obstante, termina cuando, como consecuencia de la crisis política experimentada en los últimos decenios, desaparecen de la escena ambos partidos.
Las soluciones constitucionales que, auspiciadas por la doctrina ya surgida en los años treinta del pasado siglo acerca de la necesidad de un parlamentarismo racionalizado, se adoptaron para remediar la inestabilidad gubernamental son bien conocidas. En la Ley Fundamental de Bonn se previó que la moción de censura fuese «constructiva» e igualmente se hizo así en nuestra CE vigente de 1978. En Francia, la Constitución de la V República giró hacia otra solución: el semipresidencialismo (y un régimen electoral mayoritario a doble vuelta). En Italia, el último proyecto de reforma de la Constitución, que ha resultado fracasado porque acaba de rechazarse en referéndum, intentaba, entre otras cosas, introducir determinados cambios en el sistema para fomentar la estabilidad institucional. Aunque, en el mismo sentido, y más en concreto para procurar estabilidad a los Gobiernos, la ley electoral (conocida como Italicum) impulsada por el primer ministro Renzi ha sido objeto de una reciente Sentencia de Tribunal Constitucional italiano que da por buena la amplia prima en escaños (hasta el 55 % de ellos) al partido que alcanzase el 40 % de los votos y el bloqueo de los cabezas de lista; aunque ha declarado inconstitucionales otras puntos de esa ley: la segunda vuelta electoral para las dos fuerzas políticas más votadas y la posibilidad de los cabezas de lista de presentarse en distintos colegios electorales y elegir luego el que más los favoreciese.
Pero, acudiendo a los ejemplos alemán y español (los dos regímenes parlamentarios más próximos), lo que puede conseguir la moción de censura constructiva es una (relativa, por lo que ahora diré) estabilidad del Gobierno, pero no garantiza, por sí sola, que ese Gobierno pueda gobernar. De ese modo, estas previsiones constitucionales del parlamentarismo racionalizado pueden producir Gobiernos sin capacidad de gobernar, aunque sí con capacidad de resistir. E, incluso, esa capacidad de resistencia podría resultar en la práctica inviable si el Gobierno no cuenta con apoyos para llevar a cabo las políticas más acuciantes (entre ellas la presupuestaria), con lo cual resultaría muy probable que hubiese legislaturas muy cortas por hacer uso el Gobierno de la facultad de disolución anticipada de la cámara.
Si en Alemania ha habido estabilidad y gobernabilidad, más que a las previsiones constitucionales, se debe al acatamiento por los grandes partidos de las reglas (políticas) no escritas del régimen parlamentario, que inducen a la celebración de pactos con el objeto de evitar la inestabilidad y la ingobernabilidad. Allí la ausencia, en muchas ocasiones, de un partido con mayoría absoluta en el Bundestag no ha impedido Gobiernos estables ni ha producido Gobiernos incapaces de gobernar porque los grandes partidos siempre han llegado a acuerdos, instrumentados, generalmente, mediante la fórmula de Gobiernos de coalición. Y en las monarquías parlamentarias de la Europa continental ni siquiera ha habido necesidad de constitucionalizar, en todos los casos, el parlamentarismo racionalizado, ya que, cuando no hay mayorías absolutas (que es lo que allí generalmente sucede), siempre se han llegado a Gobiernos de coalición o a pactos de legislatura capaces de formar gobiernos y mantenerlos.
La necesidad de que el régimen parlamentario produzca Gobiernos estables y con capacidad de gobernar se basa, al menos, en dos razones: una de legitimidad de la democracia representativa, pues la inestabilidad e ingobernabilidad provocaría, muy probablemente, desafección del electorado; y otra de eficacia, pues hoy, en una economía globalizada, en un Estado, como el español (podría valer para otros Estados) de indudable importancia en el ámbito internacional (no una gran potencia, por supuesto, pero si una potencia media), integrado en la Unión Europea (UE), donde el Gobierno ha de concurrir cotidianamente a la adopción de grandes decisiones en materia política, social y económica, e, incluso, asediado por un importante desafío independentista, se requiere de un Gobierno estable y con capacidad de gobernar. Más aún, es que solo por esa vía pueden cumplirse el mandato constitucional (art. 97 de la CE) de que el Gobierno ha de dirigir la política interior y exterior del Estado.
Y es en este punto donde veo que no acaban de cumplirse en España, pese al éxito, por fin, de la investidura, aquellas reglas políticas exigibles en un régimen parlamentario. El partido Ciudadanos sí parece (aunque con algunos reparos) apostar por la estabilidad y gobernabilidad, pero el PSOE ya ha manifestado —desde el primer momento en que aprobó su decisión de abstenerse— que esa decisión se reducía estrictamente a la investidura, pues en cuanto a la acción del Gobierno proclamaba su abierta oposición a cualquiera de las medidas que adoptase, incluida la próxima Ley de Presupuestos (curiosa forma de oponerse a algo sin saber todavía qué contenido tendrá). Los partidos nacionalistas, incluido el PNV, también han manifestado, a priori, su radical oposición a las políticas del Gobierno. Y lo mismo la extrema izquierda. Hoy existe, frente a un Gobierno en minoría, una oposición mayoritaria que ya ha mostrado su poder dejando sin efecto, o proponiéndose dejar sin efecto muy próximamente, políticas legislativas que el mismo Gobierno de ahora ya había conseguido aprobar en el inmediato pasado acerca de la educación, la seguridad ciudadana, la reforma laboral o la atribución de poderes de ejecución al TC, por poner algunos ejemplos.
Por todo ello, sin negar que la fructificación, por fin, de la investidura a presidente del Gobierno haya que considerarla muy positivamente, pues la prolongación del Gobierno en funciones por mucho más tiempo y la convocatoria de unas terceras elecciones habrían producido un gran daño al sistema e incluso podrían calificarse como una deslealtad constitucional si se entiende, como yo, que, aparte de una Constitución jurídica, hay una Constitución política que impone la obligación, política, de cumplir determinadas condiciones para la efectividad de las instituciones estatales, en este caso para la efectividad de la forma parlamentaria de Gobierno, no creo, sin embargo, que solo con ello se esté produciendo el cabal cumplimiento de las reglas políticas del régimen parlamentario, que es un sistema que descansa en la democracia representativa, pero también en una división equilibrada de funciones, de manera que el Parlamento es el encargado de controlar al Ejecutivo, pero este el competente para gobernar. Tengo dudas de si, por fin, nuestros políticos han comprendido lo que el régimen parlamentario significa.
Porque lo cierto es que, en el inmediato pasado, esa comprensión no existió. Una nueva prueba que los casi diez meses de la crisis nos ha suministrado acerca de la incomprensión del régimen parlamentario por parte de destacados líderes políticos nos la suministra la declaración pública del candidato a presidente que no logró la investidura acerca de que lo que pretendía era que hubiese un Gobierno parlamentario, entendiendo por tal que gobernase el Parlamento y no el Ejecutivo. O que esa misma persona, cuando fue propuesto como candidato, dijera que el rey «le había encargado que intentase formar Gobierno».
El rey, lo único que hizo, y que podía hacer, es proponerle como candidato a presidente para que compareciera en el Congreso a efectos de su investidura. Solo si la investidura hubiera tenido éxito, se abriría después la etapa de formación de Gobierno, una formación que sería de la exclusiva responsabilidad del nuevo presidente. Según el art. 99 de la CE, no se propone a un candidato para «formar Gobierno», sino para que comparezca en el Congreso a efectos de someterse a la votación de investidura. Comparecencia que, una vez designado formalmente el candidato, este tiene necesariamente que realizar. Como es bien sabido —y hoy es común en esa forma de gobierno— el régimen parlamentario actual no es de gabinete, sino de primer ministro, en nuestro caso, literalmente, de presidente de Gobierno. Y mucho menos nuestro régimen parlamentario es de asamblea, pues está claro que es el Ejecutivo y no la Cámara, el que ha de gobernar (art. 97 de la CE).
Es cierto que por una serie de causas —que ahora no es necesario detallar y sobre las que he venido alertando desde hace tiempo— en España habíamos pasado en la práctica de un régimen parlamentario de presidente del Gobierno a un régimen parlamentario presidencialista, que es un sistema político bien distinto y que supone una grave alteración del régimen parlamentario, pues, como consecuencia de esa transformación fáctica, nuestro presidente del Gobierno disfrutaría, incluso, de más poderes que el jefe del Estado en una república presidencialista, pero con menos controles. En los Estados Unidos de América, el régimen presidencialista ha podido funcionar de manera equilibrada porque el sistema constitucional de frenos y contrapesos modera la relativa separación de poderes, y porque la naturaleza de sus partidos políticos ha venido garantizando que, frente a un Ejecutivo fuerte, ha habido siempre un Parlamento fuerte que goza de independencia política respecto del presidente (sea cual sea el partido al que este pertenezca).
Esa incorrecta práctica española de un régimen parlamentario presidencialista incluso se había impulsado normativamente. No solo porque la CE designe al jefe del Ejecutivo como presidente (art. 98.1 de la CE) y no como primer ministro, que podría haber sido quizá más adecuado, o porque también en la CE se diga (lo que hoy es lógico) que el presidente dirige la acción del Gobierno (art. 98.2 de la CE); sino porque, pese a tales denominación y funciones, ello no tenía por qué conducir a que nuestros presidentes del Gobierno gozasen de un estatuto jurídico más próximo al de los presidentes de una República que al de los primeros ministros. Que es lo que ha sucedido en España, donde el estatuto de los expresidentes del Gobierno, desde 1992, aproxima a estas figuras a la de los expresidentes de los Estados Unidos, cuando resulta que nuestros presidentes de Gobierno, a diferencia de aquellos, no son jefes del Estado. A nuestros expresidentes se les asegura un sueldo vitalicio, un servicio público permanente de asesores, escoltas, coche oficial, etc. Más aún, esa aproximación a la figura del presidente norteamericano se ha acrecentado por la implantación, en algunos partidos, de las primarias para elegir al candidato del partido a presidente de Gobierno y, sobre todo, con la costumbre, parece que aceptada, de que los presidentes de Gobierno no cumplan más de dos mandatos
En consonancia con ese entendimiento, se ha convertido en opinión política común la idea de que los expresidentes de Gobierno no deben dedicarse a la política activa, convirtiéndose en una especie de personas amortizadas para la vida de los partidos, rodeados, en suma, de un halo institucional que sí es el propio de los presidentes norteamericanos, pero impropio de los exprimeros ministros, que, normalmente, continúan activos en la vida política y pueden desempeñar, después, con naturalidad, puestos de ministros o incluso, otra vez, de primeros ministros. Por todo ello, no deja de ser sorprendente, y plenamente incorrecto, que se diga, como algo normal (hasta los propios presidentes de Gobierno españoles se han presentado muchas veces así públicamente) que el presidente lo es «de España» o (con frase tópica) «de este país», con olvido de que España no es una República (que tenga un presidente), sino una monarquía, cuyo jefe del Estado es el rey, único cargo del que cabe predicar que lo «es de España» o de «este país». El presidente solo lo es «del Gobierno de España», esto es, de uno de los poderes del Estado: del Ejecutivo. Ni representa al Estado ni a la nación. Solo el rey representa, interna y externamente, al primero y solo las Cortes Generales representan, internamente, a la segunda.
Después de las últimas elecciones, con un Parlamento multipartidista como el que ahora tenemos en España, parece difícil que perdure aquella anomalía de un parlamentarismo presidencialista, que en buena hora sería conveniente que desapareciera. Pero podría suceder que, después de decenios de un criticable parlamentarismo presidencialista, ese multipartidismo nos condujera a un parlamentarismo de asamblea, que sería más criticable aún que aquel, porque, si el primero pone en riesgo el régimen parlamentario, el segundo, directamente, lo destruye. Espero que no trascurramos de uno a otro extremo y que, por una vez, nos situemos en el justo medio y la moderación. Pero ello dependerá de la aceptación, por los partidos sostenedores del sistema constitucional, de que la estabilidad de los Gobiernos y su capacidad para gobernar son una regla política del régimen parlamentario que esos partidos están obligados a promover y defender. El cabal entendimiento de ese régimen no consiste solo en que el poder legislativo le corresponda a las Cortes y el poder Ejecutivo al Gobierno, sino en que el Gobierno dirija la política y las Cortes la controlen. Por ello cabe hablar, en términos materiales y no solo formales, de una reserva de Parlamento y de una reserva de Gobierno. Si esa distinción desaparece, el régimen parlamentario se destruye.
En el fondo, los problemas que se han venido señalando están íntimamente ligados a otro más principal: el que afecta a nuestra democracia representativa. Ha faltado cultura de régimen parlamentario sencillamente porque en los últimos tiempos ha sido escasa nuestra cultura de democracia representativa. Las pretensiones de hacer valer la democracia de la calle o de la gente, por encima de la democracia en las instituciones, las apelaciones a la democracia directa como más verdadera que la democracia representativa, eslóganes tan repetidos en los últimos tiempos, solo pueden conducir a la destrucción de la misma democracia. La experiencia lo ha demostrado suficientemente. Y la teoría también, porque la confusión de papeles entre representantes y representados lo que significaría es la desaparición de la distinción, fundamental en la democracia constitucional, entre el pueblo y el Estado o, dicho de otra manera, entre el poder constituyente y los poderes constituidos, una distinción sin la cual el poder político carecería de límites en su actuación. Por ello, en el Estado constitucional, la democracia directa no puede sustituir la democracia representativa, y por ello Kelsen alertó de que la democracia parlamentaria es la única democracia posible. Esto es, la única democracia que puede estar jurídicamente garantizada.
Una cuestión distinta es que en algunos ordenamientos —en el nuestro, por ejemplo— existan determinadas instituciones de democracia directa como complemento, pero nunca como sustitución de la democracia representativa. Y como excepción que son estas instituciones a la regla general de la representación política, allí donde existen han de ser interpretadas restrictivamente. Las decisiones políticas tienen una complejidad tal que requieren del debate, la transacción y el compromiso como fórmulas para adoptar dichas decisiones con acierto y para dotarlas de la legitimidad que les proporciona el pluralismo. Esas condiciones, que únicamente pueden darse en las Cámaras parlamentarias, desaparecen en las consultas directas a los ciudadanos, donde la complejidad se simplifica mediante una opción puramente binaria abonada, por ello, al riesgo plebiscitario cuando no demagógico.
El problema, en todo caso, no consiste en demostrar el mayor valor de la democracia representativa sobre la democracia directa, que ello está claro, en la teoría y en la práctica, sino en preguntarse por qué ese mayor valor no está siendo aceptado, hoy, en España y fuera de ella, por amplios sectores de la opinión. La respuesta me parece que está en el mal funcionamiento que en los últimos años ha tenido la democracia representativa, debido, sobre todo, al papel defectuoso desempeñado por los partidos políticos. La conversión del Estado con partidos (sin los partidos no puede haber democracia representativa) en el Estado de partidos (en el que estos no son solo vehículos, sino autores de la representación política) ha deteriorado la selección positiva de liderazgos, ha puesto en riesgo la división de poderes y ha facilitado la desconfianza de los ciudadanos en las instituciones. El remedio ante esa situación no está, desde luego, en sustituir la democracia representativa por la democracia directa, sino en vigorizar aquella y sanarla, mediante reformas jurídicas y políticas, de la enfermedad que la afecta. Reformas jurídicas que pueden ir desde las electorales a las de la organización y funcionamiento de los partidos. Pero, sobre todo, reformas políticas que conduzcan a fortalecer la ejemplaridad de los líderes, la ética pública y, en fin, el magisterio de costumbres sin el cual la democracia no puede conservarse. Ese es el camino para que los representados no se sientan defraudados por sus representantes.
La legislatura fallida y la investidura convulsa que recientemente hemos tenido quizá podrían ser también una oportunidad para que nuestros partidos (al menos los que se sienten comprometidos en el sostenimiento de nuestra democracia constitucional) aprendan la lección y entiendan que la representación política no está a su servicio, sino al servicio del sistema, de manera que el pacto sea la regla general para los grandes asuntos del Estado, sin perjuicio de la legítima oposición al Gobierno y de su imprescindible control. Un Gobierno minoritario no tiene por qué significar un Gobierno inestable e ineficaz, sino un Gobierno que ha de pactar en las Cámaras. Pero una oposición mayoritaria tampoco debe significar una constante obstrucción de la tarea del Gobierno. Como ya se advirtió más atrás, por razones externas (economía globalizada, compromisos internacionales de un Estado relevante, como el español), de integración europea (adopción común, en seno de la UE, de decisiones económicas, políticas y sociales de gran importancia) e internas (necesidad de una acción política sistemática con efectos para la totalidad de la nación), puede resultar sumamente ineficaz una acción del Gobierno carente por completo de autonomía porque cada medida que adopte debe de ser pactada, constantemente, en la Cámara. De ahí la conveniencia de que existan pactos parlamentarios amplios y duraderos que permitan al Gobierno realizar su tarea, al menos respecto de los asuntos de mayor trascendencia.
En suma, un Gobierno minoritario sin tales pactos sería un Gobierno incapaz de gobernar. Quizás ello no tiene que ser necesariamente así en los Gobiernos autonómicos en minoría, dado que sus competencias no son tan determinantes para los intereses generales como las que tiene, y ha de ejercer, el Gobierno estatal. Por ello es de desear, en el ámbito estatal, que entre el Gobierno del Estado y la oposición parlamentaria se acabe llegando a compromisos que, al dotar de eficacia a la función de dirección política, den estabilidad al sistema y, en consecuencia, hagan que los ciudadanos recuperen la confianza en las instituciones, algo resentida en los últimos años. Los políticos deben aprender de lo que sucede en otros Estados europeos y demostrar que un régimen parlamentario multipartidista no tiene por qué ser un régimen ingobernable y que el legítimo derecho de la oposición a sostener su identidad ideológica y a criticar y condicionar la acción del Gobierno no significa eliminar el también derecho del Gobierno a ejercer sus competencias. El uno y la otra, además de esos derechos, también deben ser conscientes de que tienen deberes, entre ellos el de lealtad constitucional, que los obliga a comportarse con la finalidad de facilitar y no debilitar el funcionamiento del Estado.
Algunos pasos en el correcto entendimiento de los derechos, pero también de los deberes, mutuos del Gobierno y la oposición parece que en los últimos meses ya se están dando, por fortuna, entre nosotros, aunque sea con luces y sombras. Ojalá que ese camino no se tuerza y se acabe, por fin, consolidando la cultura del pacto, que es la regla política inseparable del régimen parlamentario, cuyo olvido ya nos ha ocasionado bastante daño en los últimos tiempos y que no deparó, más recientemente, casi un año de crisis institucional.
Para resolver los problemas de nuestro régimen parlamentario (como para resolver otros que aquejan a nuestra vida pública), quizá no sea tan necesario reformar la CE como cumplirla, en su espíritu y no solo en su letra. No sé si el bipartidismo (perfecto o imperfecto) hay que darlo por desaparecido para el futuro. En todo caso, con él o sin él, lo que nunca debiera desaparecer es algo que sí se había olvidado y ahora parece que, al menos, por la mayoría de los partidos, se está recuperando: que políticamente no debe haber enemigos, sino adversarios que, por encima de sus legítimas diferencias ideológicas, se sientan concernidos por una tarea común, como es la estabilidad del sistema y, por ello, la necesidad de alcanzar acuerdos en los asuntos fundamentales de los que dependen el progreso de España y el bienestar de los ciudadanos que la componen. La democracia constitucional que, por fortuna, nos dimos los españoles en 1978 no se merece otra cosa.