RESUMEN
Los cambios que han tenido lugar en el sistema de partidos español tras las dos elecciones generales celebradas en el año 2015 han modificado el funcionamiento del sistema parlamentario español. Este trabajo analiza esos cambios y sus consecuencias en el ámbito de la gobernabilidad y propone una reforma del sistema de elección del presidente del Gobierno establecido en la Constitución española.
Palabras clave: España; Constitución; sistema parlamentario; estabilidad; gobernabilidad; sistema de partidos; nuevos partidos; sistema electoral; investidura; elecciones.
ABSTRACT
The changes that have taken place in the Spanish party system after both legislative elections celebrated in 2015 have modified the functioning of the Spanish parliamentary system. This work analyzes those changes and its consequences in the governability area and proposes a reform on the election system of the prime minister established in the Spanish Constitution.
Keywords: Spain; Constitution; parliamentary system; stability; governability; party system; new parties; electoral system; investiture; elections.
SUMARIO
Aunque tirar con artillería pesada o mero fuego de fogueo contra lo que ha dado en llamarse el régimen de 1978 forma hoy parte en nuestro país de una cierta corrección política, nada hay a mi juicio que justifique una actitud tan extendida como esnob. Bastaría con destacar un hecho verdaderamente excepcional para desautorizar de plano muchas de las críticas, tan duras como injustas, que hoy sufre la Constitución española (CE) de 1978 y el sistema político que, tras su aprobación, acabó consolidándose: la vigente ley fundamental no es solo, tras la de 1876, la de más larga duración en toda nuestra historia, sino la única de naturaleza democrática que ha logrado regir la vida nacional durante cuatro largas décadas; sin duda, las mejores de la España contemporánea. Sea cual sea al parámetro de medición que para constatarlo se utilice —político, económico, social o cultural—, el resultado es siempre el mismo: ni desde el punto de vista de la modernización económica, de la cohesión social, de la calidad democrática o del avance cultural, hemos vivido jamás un período histórico tan positivo y tan fructífero. Ello no quiere decir, claro, que no hayamos tenido que enfrentar en estos años dificultades verdaderamente impresionantes, ni que todos los problemas de diversa índole que existían cuando se aprobó la CE hayan sido superados, pues ahí sigue, más enrevesada que nunca, la cuestión territorial, gracias al esfuerzo titánico de los nacionalistas para poner todos los palos imaginables en las ruedas de su posible solución. Pero la constatación de esa obviedad no debería llevarnos, a mi juicio, a negar una evidencia comparable: el régimen de 1978, si así quiere llamársele, no ha sido el último que los españoles hemos padecido, sino el primero que, sin duda, hemos logrado disfrutar. Y, aunque no es infrecuente que sigamos oyendo hablar en la actualidad de la joven democracia española, que lo era de verdad cuando en los primeros años ochenta tomábamos como ejemplos de madurez democrática Estados constitucionales (Italia o Francia, por ejemplo) en los que la democracia tenía entonces menos años de los que aquí ha cumplido hoy, lo cierto es que el sistema democrático español ha avanzado a un ritmo que para sí quisieran, o hubieran querido, algunos de nuestros vecinos: mucho más pronto que en la Francia o en la Italia de la segunda posguerra mundial, sin ir más lejos, se produjo en España la primera alternancia en el Gobierno (apenas cinco años después de iniciado el proceso democrático y cuatro de aprobada la CE) y en una medida perfectamente comparable a la de Francia y muy superior a la de Italia ha gozado de estabilidad nuestro sistema parlamentario de gobierno.
De hecho, la gobernabilidad ha sido una de las señas de identidad de la política española posconstitucional, quizá con la única salvedad de su período inicial, cuando Adolfo Suárez hubo de pagar el precio de la autodestrucción de su partido a cambio de asumir la dificilísima tarea de dirigir la transición. Desde entonces, y rompiendo con la dinámica de conflictos, de enfrentamientos y, en suma, de ingobernabilidad que definió el período democrático previo al actual —el de la Segunda República española—, la estabilidad, más que ninguna otra, ha sido la característica definidora de la política española desde el final de la transición. O lo ha sido, por lo menos, hasta que las elecciones generales de 20 de diciembre de 2015 abrieron un período, de casi un año de duración, en el que, tras la citada convocatoria electoral y la que el 26 de junio la siguió, los partidos españoles estuvieron a punto de ser incapaces de investir a un presidente y lo fueron a la postre de configurar una mayoría dispuesta a apoyarlo de manera duradera en las Cortes Generales. Tales hechos han supuesto un cambio de tal envergadura en la dinámica del parlamentarismo español posterior a la adopción de la CE de 1978 que parece indudable el sobresaliente interés que tiene analizarlo, materia que constituye el objeto de este texto. Estudiaré, pues, en él, con la brevedad que impone su naturaleza, los caracteres esenciales del sistema de partidos vigente en España desde 1980 hasta 2015 y algunas de las influencias que en su dinámica produjeron las previsiones contenidas en nuestra legislación electoral. Luego, tras estudiar los elementos objetivos que permiten constatar la gran estabilidad de nuestro sistema parlamentario en el período citado, abordaré las alteraciones producidas en el sistema de partidos español por la irrupción de las fuerzas emergentes (Ciudadanos y Podemos) configuradoras de lo que ha dado en llamarse nueva política y los cambios que, como consecuencia de ello, y pese a la continuidad de la legislación electoral, han tenido lugar en la dinámica de nuestra dinámica parlamentaria, origen de su presente inestabilidad. El trabajo se cerrará con una referencia a algunos de los debates que esas nuevas realidades de la inestabilidad y la ingobernabilidad han provocado en la esfera concreta que aquí nos interesa: la del derecho constitucional.
Las primeras elecciones celebradas en España tras la caída del régimen franquista configuraron un sistema de partidos cuya anatomía puede describirse con una relativa concisión: los votantes se dividieron casi a partes iguales entre la izquierda y la derecha, que obtuvieron prácticamente el mismo número de sufragios; aunque, en gran medida, por efectos del sistema electoral, el reparto de escaños benefició claramente a la primera: con el 35 % de los votos, que le valieron 165 escaños, Unión de Centro Democrático (UCD) venció, sin alcanzar, en todo caso, la mayoría absoluta en el Congreso; el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) logró reunir algo más del 29 % y 118 representantes, a los que pronto se sumaron los seis obtenidos por el Partido Socialista Popular (PSP); el Partido Comunista de España (PCE) consiguió veinte escaños, con algo más del 9 % de los votos; y Alianza Popular (AP), dieciséis puestos en la Cámara Baja, con un porcentaje un poco superior al 8 % de los votos. El reparto se cerró con los escaños obtenidos por el nacionalismo vasco (ocho el Partido Nacionalista Vasco [PNV] y uno Euskadiko Ezkerra) y el nacionalismo catalán: once el Pacto Democrático por Cataluña (PDC) y uno Esquerra Republicana (ER). Con este panorama, el sistema de partidos acabaría vertebrándose en la fase inicial de nuestro proceso democrático sobre la base de las seis fuerzas (UCD, PSOE, PCE, AP, PCD y PNV) que, a pesar de poseer un tamaño electoral y parlamentario muy distinto, fueron claves en el proceso de negociación política que condujo a la aprobación de la actual CE. Aunque la correlación entre ellas se mantuvo sin variaciones destacables en las primeras elecciones posconstitucionales, las de 1979, la situación experimentó muy pronto, sin embargo, un cambio sustancial que, debido a dos fenómenos sucedidos de forma casi paralela, acabó dando lugar en las elecciones generales de 1982 a una alteración muy importante de nuestro sistema de partidos. En esos comicios tuvo lugar, por un lado, la debacle de UCD, que, como partido de Gobierno, hubo de soportar entre 1977 y 1982 durísimos conflictos entre las diversas familias que componían el partido, conflictos que se tradujeron finalmente en un formidable hundimiento electoral: de 168 escaños en el Congreso UCD pasó a obtener en los comicios de 1982 tan solo once, en lo que constituyó un paso previo para su definitiva desaparición como partido. Pero en esas misma elecciones se tradujo también, por otro lado, la crisis del PCE, derivada en gran medida de las luchas fraccionales nacidas de su debilidad electoral frente a un mucho más potente PSOE, pero también de la absoluta imposibilidad de los comunistas para hacer frente al vendaval del voto útil que, en beneficio del PSOE, subsiguió al frustrado golpe de Estado del 23 de febrero: el PCE vio reducida drásticamente su representación al pasar de veintitrés a tan solo cuatro escaños, mientras el PSOE obtenía una victoria impresionante, avanzando de 121 a 202. AP, por su parte, completando el nuevo panorama, se apoderaba de una buena parte del antiguo electorado de UCD y daba un gran salto al pasar de nueve escaños a un total 107.
Las elecciones generales de 1982 marcaron, pues, el inicio de un profundo proceso de recomposición del sistema de partidos español que, nacido en 1977, estuvo vigente hasta ese año, y dieron lugar, por tanto, a la configuración de los grandes ejes del que habría de dominar nuestra vida política y parlamentaria desde entonces hasta la aparición, ya bien entrado el siglo xxi, de las fuerzas emergentes que han terminado por poner patas arriba el juego político al que estábamos acostumbrados tanto los electores españoles como los partidos que nos representaban. Entre tanto, el nuevo sistema de bipartidismo imperfecto nacido en 1982 se caracterizó por tres elementos esenciales:
La existencia de dos grandes partidos estatales (el PSOE y el Partido Popular [PP]) el primero de los cuales contó, en todo caso, durante un largo período de tiempo con una ventaja electoral muy sustancial sobre el segundo, al ganar por mayoría absoluta además de las elecciones generales de 1982, las de 1986 y, de hecho, las de 1989[1]. Solo en las generales de 1993 la gran diferencia de peso electoral entre el PSOE y el PP se redujo de forma sustancial, al pasar su relación en número de escaños en la Cámara Baja de 175-107 a 159-141, un paso previo a la que sería la primera victoria del PP, en 1996, muy corta en número de votos (poco más de un punto porcentual) y de escaños (156 a 141). En los comicios posteriores, los celebrados en el año 1999, logró el PP, al fin, una cómoda mayoría absoluta. Después de esa fecha y hasta las generales del año 2015, ha habido en España dos mayorías relativas (las obtenidas por el PSOE en las elecciones de 2004 y 2008) y una nueva mayoría absoluta: la del Partido Popular en las generales del año 2011. Y, aunque es verdad, como veremos seguidamente, que en el Congreso han obtenido representación parlamentaria otros partidos de ámbito estatal y regional, lo es también que los dos grandes han mantenido un nivel de apoyo electoral que se ha traducido en que hayan tenido conjuntamente una mayoría abrumadora en el Congreso de los Diputados, como es sabido la Cámara verdaderamente relevante de nuestro régimen político: desde las generales de 1982 hasta las que marcaron a finales de 2015 el inicio de la nueva situación en la que hoy nos encontramos la suma de los escaños del PSOE y el PP ha oscilado entre los 321 de 2008 (un 92 % del total de 350 del Congreso) y los 268 del año 1986 (un 77 % del total), de forma que en cuatro elecciones legislativas su peso en la Cámara Baja de las Cortes se ha situado entre el 77 % y el 82 % (1986, 1989, 1996 y 2011), en tres entre el 84 % y el 88 % (1982, 1993 y 2000) y en otras dos, por último, ha superado el 90 % (2004 y 2008). Esta situación de bipartidismo parlamentario de facto se ha visto en todo caso matizada, según explicaré a continuación, por la presencia de otros partidos cuya relevancia ha dependido, más que de su tamaño, de su capacidad para ayudar a conformar mayorías cuando la que apoyaba al Gobierno no era absoluta, tal y como sucedió, además de en 1977 y 1979 (UCD), en 1993 (PSOE), 1996 (PP) y 2004 y 2008 (PSOE).
Junto a los dos grandes partidos nacionales y, además de los de ámbito no estatal (regionalistas o nacionalistas), han existido pequeños partidos de ámbito estatal que solo raramente han influido de un modo relevante en el funcionamiento de nuestro parlamentarismo, pues su capacidad de presión sobre el Gobierno, aunque por motivos muy distintos, ha sido escasa o nula. El PCE, luego transformado en Izquierda Unida (IU), ha tenido siempre, desde 1977, presencia en el Congreso, pero ni aun cuando aquella resultó numéricamente significativa (veintitrés diputados del PCE en 1979 y veintiuno de IU en 1996) consiguieron los comunistas o sus herederos ejercer una influencia real en la gobernabilidad. La única excepción se produjo durante las dos legislaturas socialistas posteriores a los comicios generales de 2004 y 2008, cuando los nuevos dirigentes del PSOE mudaron la tradicional política de alianzas socialista en el Congreso que había guiado la ejecutoria presidencial de Felipe González entre 1982 y 1996. Y ello por más que los resultados de IU y sus aliados resultaran en ambas elecciones (2004 y 2008) muy poco significativos. Además, Adolfo Suárez creó, tras la debacle de UCD, un nuevo partido, el Centro Democrático y Social (CDS), que logró obtener diecinueve diputados en 1986 y catorce en 1989, una representación que no pudo, en todo caso, actuar como aliada de la mayoría parlamentaría socialista, que fue absoluta en ambos casos. Finalmente, debe señalarse el nuevo intento de configurar un partido bisagra con presencia en el conjunto del país: el que significó la creación en 2007 de Unión, Progreso y Democracia (UPyD), una nueva fuerza que, como las anteriores, tampoco tuvo posibilidades de jugar como bisagra de las mayorías existentes a partir de 2008 (del PSOE) y de 2011 (del PP), años de celebración de las dos elecciones generales a las que concurrió tras su aparición: y es que, más allá de sus diferencias políticas con uno y otro partido, los resultados electorales de UPyD fueron apenas relevantes (un diputado en los comicios de 2008 y cinco en los de 2011), lo que restó al partido de Rosa Díez un margen de maniobra para influir de un modo relevante en la gobernabilidad.
Es este panorama político el que explica, en gran medida, el hecho de que los auténticos partidos bisagras existentes en España hayan sido, con la única excepción que acaba de apuntarse, los nacionalistas de Cataluña y el País Vasco (Convergència i Unió [CiU] y PNV y, en una fase temporalmente posterior, Esquerra Republicana de Catalunya [ERC]), sin cuyo papel no es posible entender, en su totalidad y complejidad, el funcionamiento del sistema de partidos español. En su totalidad, pues, casi todas las mayorías parlamentarias gubernamentales existentes en España (más, claro está, si no eran absolutas) han tenido como referente principal para sus pactos parlamentarios, bien dirigidos a asegurar la gobernabilidad, bien a ampliar la base social de sus acuerdos en las Cortes Generales cuando aquella no estaba en discusión, a las fuerzas que durante mucho tiempo se incluían en España bajo rótulo común del nacionalismo moderado: CiU y PNV. Y en su complejidad, porque esos partidos, más ERC durante el tiempo que apoyó al presidente socialista Rodríguez Zapatero, lejos de comportarse como leales socios en la gobernabilidad lo han hecho como partidos extractivos, es decir, como auténticos grupos de presión, que, sin entrar jamás en el Gobierno y sin asumir, por tanto, la responsabilidad derivada de su gestión y decisiones, le ofrecían su apoyo parlamentario al Ejecutivo del que se tratase en cada caso a cambio de obtener contrapartidas políticas (más poder y competencias) y económicas (inversiones y mejor financiación) del Gobierno del Estado a favor de sus respectivos territorios autonómicos. Como no podía ser de otra manera, ello acabaría por constituir un gran problema en el desarrollo del nuestro proceso de descentralización[2], pero también por influir en el modelo parlamentario español de un modo decisivo.
La comprensión cabal del sistema de bipartidismo imperfecto que acaba de describirse de forma tan sumaria exige, en todo caso, aclarar que su dinámica ha estado condicionada por dos de los elementos definitorios del sistema electoral con arreglo al cual han tenido lugar en España todas las elecciones generales celebradas desde 1977 en adelante. El primero de ellos está relacionado con el procedimiento establecido para el reparto entre los distritos provinciales de los 350 escaños que componen el Congreso, es decir, en la distribución de sus miembros entre las porciones del territorio en que tras los comicios se procede a traducir votos en escaños. Ya la opción del constituyente a favor de convertir una preexistente división territorial —la provincial— en una división electoral del territorio, que iba a acabar siéndolo para los comicios generales y autonómicos, planteaba problemas de no pequeña relevancia a la vista de la gran diferencia de población existente entre las distintas provincias españolas: desde aquellas cuyo censo electoral apenas alcanza unos pocos de miles de electores hasta otras donde tal número supera los cientos de miles e, incluso, la cifra de uno o dos millones. A esa opción del constituyente, que impedía establecer una nueva división del territorio que, a los solos efectos electorales, fuera susceptible de resultar más racional, se añadió luego la del legislador orgánico en relación con el reparto de los escaños del Congreso. Recogiendo el principio establecido en la legislación electoral provisional, vigente en España desde la publicación del Real Decreto-ley de 1977 sobre Normas Electorales, la Ley Orgánica de Régimen Electoral General en 1985 mantuvo en dos el número de escaños iniciales asignados a los distritos provinciales, en lugar de reducir tal mínimo a uno como hubiera resultado indispensable para incrementar la proporcionalidad del reparto interprovincial de los escaños. Con dos escaños asignados como mínimo a los distritos provinciales, el resultado final era evidente: las provincias con menos población resultaban sobrerrepresentadas sobre el conjunto en la misma medida en que se infrarrepresentan las provincias más pobladas. Esa doble circunstancia (el hecho que tan solo 248 de los 350 diputados a elegir se repartieran en función de la distribución interprovincial de la población, unida a las grandes diferencias demográficas existentes entre las provincias españolas) dio lugar, en suma, a una gran desproporción en el coste del escaño en las diferentes provincias españolas, una desproporción que suele ejemplificarse con los casos extremos de Soria y Barcelona.
El segundo de los elementos referidos está directamente relacionado con el previamente analizado. Y ello porque la constitucionalización de la provincia como distrito electoral trajo como inevitable consecuencia la existencia de un alto número de circunscripciones de tamaño reducido; entendiendo por tales, como es norma general en la sociología electoral, a aquellas que reparten siete o menos de siete escaños parlamentarios. En tal contexto, cobra toda su relevancia el dato de que en nuestro sistema electoral para el Congreso 33 de sus distritos tengan seis o menos de seis diputados asignados, pues ello significa que en todos se ve reducida de forma sustancial la proporcionalidad entre el reparto de votos y de escaños. Resulta bien conocida, al respecto, la regla general formulada, entre otros, por Douglas W. Rae[3], una regla que Dieter Nohlen subraya en su Sistemas electorales del mundo [4] con toda claridad: «Cuanto mayor es la circunscripción mayor es la proporcionalidad. Por el contrario la elección en circunscripciones pentanominales e, incluso, más pequeñas, es una elección mayoritaria». No es por ello de extrañar que haya llegado a subrayarse el hecho de que, visto en conjunto, el sistema electoral que rige en España para la elección del Congreso de los Diputados no resulta, en realidad, proporcional, por más que así lo exija el art. 68 de la CE, sino, más bien, teniendo en cuenta sus efectos desproporcionadores, uno que debería ser incluido propiamente dentro del grupo de los mayoritarios, al otorgar una muy notable prima de ventaja a los partidos más votados en detrimento de los que menos votos han logrado obtener en el correspondiente proceso electoral[5].
De hecho, el resultado final que se deriva de la conjunción de los cuatro grandes elementos configuradores del régimen electoral para el Congreso (distritos provinciales, pequeño tamaño del 65 % de ellos, una fórmula electoral proporcional corregida y asignación mínima inicial de dos escaños por distrito)[6] es fácil de enunciar: ese régimen, en combinación con el sistema de partidos que ayudó a consolidar según se apuntará más adelante, ha otorgado en la mayoría de nuestras circunscripciones electorales una prima de ventaja muy notable a las candidaturas que han ocupado la primera posición o la primera y la segunda. Y, en coherencia con ello, se ha traducido en una notable dificultad para que los restantes partidos —los que han ocupado la tercera posición y, en algunos casos, la tercera y la cuarta— hayan accedido a la representación parlamentaria. Tal ha sido nuestra realidad electoral, salvo en un corto número de circunscripciones donde el sistema funciona en realidad como proporcional y no como mayoritario, que es lo que ocurre en las provincias que reparten pocos diputados. Al resultado final de todo ello me he referido previamente: nuestro régimen parlamentario bipartidista solo se ha visto corregido en realidad por la presencia de partidos nacionalistas, que han obtenido representación en el Congreso por la sencillísima razón de que han alcanzado la primera o segunda posición en una amplia mayoría de las circunscripciones en las que competían. Y, de ese modo, cuando uno de los dos grandes (el PSOE y el PP tras el hundimiento de UCD) no ha conseguido la mayoría absoluta en el Congreso, la inexistencia de una posible bisagra estatal con la que formar Gobierno o de la que obtener el apoyo parlamentario necesario para formar una sólida mayoría capaz de sostenerlo, se ha traducido en que el ganador por mayoría relativa solo ha sido capaz de gobernar buscando la ayuda de los nacionalistas
Aunque por supuesto discutible, el balance del funcionamiento de nuestro régimen parlamentario durante el período de algo más de tres décadas transcurrido entre las primeras elecciones democráticas y las que pusieron fin al bipartidismo imperfecto que dominó la política española entre 1982 y 2015 parece indudablemente positivo en la medida en que, pese a las correcciones a la proporcionalidad derivadas del sistema electoral, la dinámica parlamentaria se ha basado en una razonable combinación de estabilidad y representatividad. De hecho, nunca como en la actual etapa democrática el sistema político había funcionado en España con tanta normalidad y durante un período tan largo, según lo confirman todos los parámetros que a ese respecto pueden manejarse.
Las diez elecciones generales celebradas entre las primeras posconstitucionales y las del año 2011 ofrecen un panorama que resulta, ya en sí mismo, altamente significativo: en la mitad de ellas el partido ganador alcanza la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados (el PSOE en 1982, 1986 y, de facto, en 1989; el PP en 2000 y 2011) y en tres más el primer partido, que se distancia sustancialmente del segundo, se acerca mucho a esa mayoría: UCD obtiene 168 escaños en 1979, 164 el PSOE en 2004 y 169 diputados ese mismo partido en 2008. De este modo, solo en dos elecciones la distribución de los votos se traduciría en un reparto de escaños que acercaba las posiciones del primer partido y el segundo y alejaba al ganador de la mayoría absoluta (en 1993 el PSOE alcanza 159 escaños por 141 el PP; en 1996, 156 el PP por 141 el PSOE), aunque, como explicaré seguidamente, tan escasa diferencia no impidió la normal investidura del presidente del Gobierno. En efecto, entre 1979 y 2011 tuvieron lugar en España once procesos de investidura, uno más que procesos electorales como consecuencia de la dimisión de Adolfo Suárez el 29 de enero de 1981, a quien sustituyó, según el lector recodará, Leopoldo Calvo Sotelo. El candidato a la presidencia del Gobierno obtuvo la investidura del Congreso de los Diputados en primera votación por mayoría absoluta, según las previsiones del art. 99 de la CE, en nueve de esas once ocasiones, de modo que tan solo en 1981 para elegir a Leopoldo Calvo Sotelo (169 votos en la primera ronda y 186 en la segunda) y en 2008, para elegir a José Luis Rodríguez Zapatero (168 votos en la primera ronda y 169 en la segunda), se produjo la investidura por mayoría simple. Tuvo lugar por mayoría absoluta en 1979 (183 votos para Adolfo Suárez); 1982, 1986 y 1989 (207, 184 y 176 votos, respectivamente, para Felipe González), 1996 y 2000 (181 y 202 votos, respectivamente para José María Aznar), 2004 (183 votos para José Luis Rodríguez Zapatero) y 2011 (187 votos para Mariano Rajoy). Presenta también interés señalar que, excepto en un debate de investidura (el de José María Aznar en 1996, que tuvo lugar el 4 de mayo, dos meses después de las elecciones de 3 de marzo), ninguno de los restantes se dilató temporalmente: el período transcurrido entre la fecha de las elecciones y la de la votación de investidura (única o primera) fue, de este modo, de poco más o poco menos un mes en nueve de las diez investiduras poselectorales: 1979 (elecciones el 1 de marzo e investidura el 30 de marzo), 1982 (28 de octubre y 1 de diciembre), 1986 (22 de junio y 23 de julio), 1989 (29 de octubre y 5 de diciembre), 1993 (6 de junio y 9 de julio), 2000 (12 de marzo y 26 de abril), 2004 (14 de marzo y 16 de abril), 2008 (9 de marzo y 11 de abril) y 2011 (20 de noviembre y 20 de diciembre). Por último, salvo Adolfo Suárez, que dimitió y fue sustituido por otro dirigente de UCD en la presidencia del Gobierno, todos los restantes presidentes concluyeron, aunque no siempre los completaran, sus mandatos, lo que se traduciría en que en un período de treinta y tres años (1982-2015) haya habido en España tan solo cuatro presidentes del Gobierno (González, Aznar, Rodríguez Zapatero y Rajoy): una media de un presidente cada ocho años.
El desarrollo de las legislaturas de las Cortes Generales a las que me vengo refiriendo han sido un fiel reflejo de esa estabilidad, según lo demuestra palpablemente el agotamiento práctico del período de duración de siete de los diez parlamentos elegidos entre 1979 y 20015. Más allá de pequeños adelantos de los comicios a los meros efectos de ajustar adecuadamente el calendario electoral y al margen del hecho de que casi todas las legislaturas finalizaran formalmente tras ejercer el presidente del Gobierno la facultad de disolución anticipada que le confiere el art. 115 de la CE, lo cierto es que prácticamente se agotaron las legislaturas de 1982, 1989, 1996, 2000, 2004, 2008 y 2011. El desarrollo de la I Legislatura de las Cortes, elegida en 1979, se vio gravemente alterado por la dimisión de Adolfo Suárez, el fallido golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 y la profunda crisis de UCD, que hizo insostenible la situación del Gobierno de Calvo Sotelo. La disolución anticipada de la III Legislatura, elegida en 1986, no tuvo que ver con la solidez de la mayoría parlamentario-gubernamental[7], pues el presidente Felipe González estaba apoyado por la mayoría absoluta de la Cámara, sino con la situación derivada de la celebración del referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN el 12 de marzo de 1986. De este modo, solo la disolución de la V Legislatura de las Cortes, elegida en 1993, respondió a un genuino problema de falta de apoyos parlamentarios: Felipe González fue elegido en julio de 1993 presidente del Gobierno por cuarta vez, por una mayoría de 181 votos, fruto de la suma de 159 diputados socialistas, 17 de CiU y 5 del PNV. Pero cuando CiU decidió retirar el apoyo al Gobierno, lo que quedó de manifiesto con el rechazo al proyecto de ley de presupuestos generales del Estado a finales de 1996, el presidente decidió, sin más esperas, anticipar las elecciones en una situación de fuerte deterioro político como consecuencia de los escándalos de corrupción y el caso de los GAL, y de crisis económica.
Junto a la escasa relevancia efectiva del mecanismo parlamentario de la disolución anticipada, en tanto instrumento esencial para salir del bloqueo que puede producir la quiebra de la mayoría parlamentario-gubernamental, también han carecido de importancia, durante el actual período democrático, los otros dos mecanismos en los que nuestra CE hace reposar las relaciones de colaboración y control entre el Gobierno y las Cortes Generales en nuestro sistema parlamentario[8]: las cuestión de confianza y la moción de censura. En cuanto a la confianza, fueron llevadas a la Cámara entre 1979 y 2015 tan solo dos cuestiones: una por el presidente Suárez en 1980 y otra por el presidente González en 1990, pero ni la una ni la otra se dirigieron a cohesionar la mayoría parlamentario-gubernamental, la verdadera finalidad de esa institución constitucional. La planteada ante el Congreso de los Diputados por Adolfo Suárez se debatió entre el 16 y el 18 de septiembre y su objetivo primordial fue intentar restaurar ante la opinión pública la imagen del Gobierno, desgastada tras la moción de censura presentada por el PSOE contra el presidente cuatro meses antes. Felipe González planteó, por su parte, una nueva cuestión de confianza una década después, en abril de 1990, pero no con la finalidad de compactar políticamente su mayoría, entonces fuerte y unida, sino con la de despejar cualquier sombra de duda sobre la legitimidad de su investidura, en la que no habían podido participar un total de 18 diputados como consecuencia de las reclamaciones presentadas por el PP e IU contra los resultados de las elecciones generales de 29 de octubre de 1989 en algunas circunscripciones, de forma muy especial Pontevedra, Murcia y Melilla. Por lo que se refiere a las mociones de censura, nuevamente fueron dos las presentadas en el período antes citado y, de igual manera que las cuestiones de confianza, ninguna de las dos persiguió el objetivo genuino que la CE le atribuye a la censura —conformar una nueva mayoría a partir de «una forma extraordinaria de investidura del presidente del Gobierno entre dos procesos electorales»[9]—, pues tanto la presentada en mayo de 1980 por el PSOE contra Adolfo Suárez como la planteada en marzo de 1987 por el PP contra Felipe González, a la sazón sostenido en una sólida mayoría absoluta, estaban condenadas al fracaso de antemano, al no contar los respectivos candidatos alternativos (Felipe González en el primer caso y Antonio Hernández Mancha en el segundo) con la mayoría absoluta exigida para su aprobación en el art. 113 de la CE. González perseguía en 1980 contribuir con la moción al proceso de desgaste de Suárez y del Gobierno de UCD y las encuestas realizadas en el momento pusieron de relieve el éxito de los censurantes al respecto. Por su parte, Hernández Mancha, que no era diputado, fracasó tan estrepitosamente en su intento de desgastar a González y al gobierno del PSOE que, de hecho, el debate de investidura fue en gran medida el canto del cisne del entonces recién elegido líder de AP.
En conclusión, sea contemplada la práctica de nuestro régimen parlamentario —o nuestro régimen parlamentario en la práctica, por decirlo con el título de la célebre obra de don Gumersindo de Azcárate[10]— desde la perspectiva de la correlación de fuerzas entre mayoría parlamentaria y minorías, de la facilidad para investir presidentes del Gobierno tras la celebración de elecciones, de la propia continuidad de los presidentes en sus liderazgos parlamentarios, de la duración de las legislaturas, de la escasísima recurrencia de los Gobiernos a plantear la cuestión de confianza como forma de cohesionar sus apoyos parlamentarios o de la inexistencia de investiduras extraordinarias del presidente del Gobierno entre convocatorias electorales por medio de la moción de censura constructiva, caben pocas dudas de que la nota dominante del parlamentarismo en España en el entero período democrático ha sido su estabilidad y la consiguiente gobernabilidad. La forma en que en nuestro país se han conjugado el sistema de partidos de bipartidismo imperfecto y un sistema electoral que ha corregido la proporcionalidad de forma notable ha favorecido esa práctica al mismo tiempo que ha sido capaz de combinar la estabilidad política y representatividad de una forma que, desde mi punto de vista, es claramente razonable. Ha bastado, por eso, con que se produjera una sustancial alteración del sistema de partidos para que sus efectos sobre la estabilidad y la gobernabilidad se hayan dejado sentir de una manera grave e inmediata sobre la estabilidad parlamentaria y la gobernabilidad.
Sin tener a la vista los datos de la terrible crisis económica (recesión, paro, pérdida de poder adquisitivo, rebajas salariales) que comenzó a finales de 2007 y principios de 2008 y el profundo malestar social por ella generado, un malestar que encontraría su catalizador político en el denominado Movimiento 15-M, es imposible entender la rapidez con que un partido que se había inscrito en el registro existente a tal efecto en el Ministerio del Interior el 11 de marzo de 2014 conseguiría obtener muy poco después un excepcional resultado electoral en las elecciones europeas de 25 de mayo. Hablo, claro, de Podemos, una fuerza que será capaz de transformar en sufragios[11] una buena parte de las reivindicaciones y sentimientos que se habían expresado en el movimiento de indignados[12]. Los datos hablan por sí mismos: en una situación política marcada por el retroceso de los dos grandes partidos nacionales, que de obtener 44 escaños en las anteriores europeas de 2009 (veintitrés el PP y veintiuno el PSOE) se quedarán en 2014 tan solo en 30 (dieciséis el PP y catorce el PSOE), Podemos se hace con casi el 8 % de los sufragios, que se tradujeron en cinco escaños en el Parlamento de Estrasburgo.
Pero, como es bien sabido, no se trató solo de Podemos, pues, del mismo modo que en la izquierda, también en el centro derecha se fortalecerá un nuevo partido con capacidad para competir con la otra gran fuerza de ámbito estatal, el PP, que iba a verse afectada decisivamente, al igual que el PSOE, por la aparición de la llamada nueva política en España. Ciutadans, un partido fundado en el año 2006 en Barcelona, a partir sobre todo de la plataforma cívica denomina Ciutadans de Catalunya[13], decide convertirse en Ciudadanos, lo que cambiará la naturaleza de una fuerza política que había tenido hasta las elecciones europeas de 2014 una dimensión primordialmente catalana, aunque había concurrido, con muy escasa capacidad competitiva y nulo éxito, a otros comicios celebrados fuera de su propio territorio. Ciertamente, la evidente mejora de los resultados de Ciutadans en las consultas electorales celebradas en Cataluña (tres escaños sobre 135 en las elecciones autonómicas de 2006, tres en las de 2010 y nueve en las de 2012) contrastaba con toda claridad con sus pobres resultados en el resto de España, prácticamente irrelevantes tanto en las elecciones municipales de 2007 como en las generales de 2008 (0,18 % de los votos en el conjunto de España) y en las autonómicas andaluzas de 2008 (0,13 % en el conjunto de la comunidad). Ciudadanos, que decide no concurrir a las municipales de 2011, entrará, sin embargo, como Podemos, por la puerta grande de la política nacional en los comicios europeos de 2014, en los que el partido de Rivera se colocará como la octava fuerza política española, con algo más del 3 % de los votos expresados, que le valieron dos escaños. Pese a sus diferencias de muy diverso tipo, ni la irrupción en el escenario español de Podemos ni la de Ciudadanos resultan, en todo caso, compresibles sin tener en cuenta la importancia combinada de dos factores esenciales: el grave deterioro de la percepción social sobre el aumento de la corrupción[14] y sobre el mal funcionamiento de la democracia en España[15], es decir, sobre lo que el Centro de Investigaciones Sociológicas denomina en sus encuestas «los/as políticos/as en general, los partidos y la política»; de otro, el indudable acierto de Podemos y de Ciudadanos a la hora de lanzar su discurso y sus propuestas, que, en el citado ambiente de profundo descontento social y desconfianza hacia las fuerzas políticas tradicionales, les permitieron muy pronto hacerse un hueco y luego pasar a ocupar una posición decisiva en el sistema de partidos español.
Tras las europeas, unas elecciones especialmente idóneas para los objetivos de los partidos de la nueva política, tanto por la baja participación y la escasa relevancia política que los electores atribuyen a esa consulta electoral como por la alta proporcionalidad derivada de la existencia de un distrito único nacional para la traducción de votos en escaños[16], Podemos y Ciudadanos se enfrentaron a un desafío más difícil: el de las autonómicas de Andalucía, el único territorio en el que no se había producido la alternancia política desde la primeras elecciones regionales de 1982. Celebrada el 22 de marzo de 2015, la consulta dio una apretada victoria al PSOE, que, con el 35,4 % de los votos y repitiendo sus resultados parlamentarios del año 2012, obtuvo 47 escaños —lejos, por tanto, de la mayoría absoluta en un parlamento de 109 diputados—, seguido por el PP, que consiguió 33 escaños con el 26,8 % de los votos expresados y experimentó una fuerte caída de diecisiete diputados. IU, la tercera fuerza parlamentaria, sufrió un descalabro al perder casi la mitad de sus votos (del 11,3 % al 6,9 %) y más de la mitad de sus escaños: de doce a cinco. ¿Qué había sucedido para que dos de los competidores perdiesen escaños que no iban a parar a la tercera fuerza en liza? Muy fácil: que por primera vez desde 1982 en unas elecciones de dimensión española y no europea el bipartidismo imperfecto antes descrito había desaparecido. No solo Podemos entraba con fuerza en el parlamento autonómico (quince diputados con el 14,8 % de los votos), sino también Ciudadanos, que con un 9,3 % alcanzaba nueve escaños. En conclusión, las fuerzas tradicionales del sistema de partidos andaluz (PSOE, PP e IU) perdían apreciablemente peso electoral[17], aunque el que lograban conservar entre los tres (el 68,9 % de los sufragios expresados) estaba muy lejos de significar la desaparición de las fuerzas tradicionales y su sustitución por dos nuevos partidos que sumaban en conjunto el 24,1 % de los votos.
Los comicios andaluces levantaban acta, con toda claridad, de una nueva situación política cuyo reflejo electoral no parecía ser ya meramente episódico, según habrían de confirmarlo en el conjunto del país las elecciones municipales y las autonómicas de vía general que tuvieron lugar un mes después: nuestro sistema de dos grandes partidos de ámbito estatal, flanqueados por dos o tres partidos relevantes de ámbito autonómico, entró entonces en una quiebra profunda cuyas gravísimas consecuencias solo iban a poder apreciarse cuando los españoles fuimos llamados, a finales año, a renovar las Cortes Generales. Entre tanto, en las elecciones locales de mayo el PSOE y el PP perdieron varios millones de votos (el PP pasó del 37,5 % al 27% y el PSOE del 27,8 % al 25 %), aunque la derrota del PP acabó siendo muy superior a la de los socialistas: en primer lugar porque mientras los populares perdían diez puntos de votación, los socialistas perdían tres, pero, además, y en segundo lugar, porque los pactos postelectorales del PSOE con fuerzas situadas a su izquierda o con los nacionalistas le permitieron ganar mucho poder municipal en detrimento del PP[18]. En contraste, el resultado de Podemos y de Ciudadanos resultó muy relevante. Ciudadanos, que concurrió a los comicios con sus siglas, obtuvo, partiendo de cero, casi un millón y medio de votos (el 6,5 %), superando a IU, hasta entonces la tercera fuerza política de ámbito estatal. Podemos, que formó parte de las autodenominadas candidaturas de unidad popular (Ahora Madrid, Barcelona en Comú-E, Zaragoza en Común, Marea Atlántica, Por Cádiz sí se Puede, Compostela Aberta, Ferrol en Común), obtuvo con ellas un éxito notable al pasar a gobernar no solo las dos mayores ciudades de España (Madrid y Barcelona), sino también importantes capitales: Zaragoza, A Coruña, Cádiz, Santiago de Compostela o Ferrol. En otros núcleos urbanos significativos, sus buenos datos le permitieron cogobernar con otros partidos de izquierdas o apoyar al PSOE para formar mayorías alternativas al PP.
En las elecciones autonómicas, la tendencia política general no fue distinta a la de las municipales. Los dos grandes partidos perdieron también un número significativo de sufragios en las trece comunidades que celebraban en España comicios de forma simultánea, una caída que fue, en general, más ostensible en el caso del PP —cuyos resultados en las anteriores autonómicas habían sido los mejores de su historia en regionales— que en el del PSOE, pues sus datos de 2011, ya muy malos, colocaban el umbral de voto socialista tan abajo que resultaba muy difícil perder en 2015 mucho más. Frente a esas pérdidas, Podemos y Ciudadanos, que concurrieron a las elecciones con sus siglas, demostraron, aunque en diferente medida, una gran capacidad de penetración en el cuerpo electoral, según puede apreciarse con claridad en los cuadros 1 y 2 en los que pueden verse sus votos en número y porcentaje, su presencia parlamentaria en las diferentes Cámaras autonómicas y su posición relativa entre los partidos contendientes en cada territorio.
Ámbito | Votos | % de votos | Escaños | Posición |
---|---|---|---|---|
Cortes de Aragón | 135.554 | 20,51 | 14 de 67 | 3.ª |
Junta General del Principado de Asturias | 102.178 | 19,02 | 9 de 45 | 3.ª |
Parlamento de las Islas Baleares | 62.868 | 14,69 | 10 de 59 | 3.ª |
Parlamento de Canarias | 132.159 | 14,53 | 7 de 60 | 4.ª |
Parlamento de Cantabria | 28.272 | 8,83 | 3 de 35 | 4.ª |
Cortes de Castilla La Mancha | 106.565 | 9,73 | 3 de 33 | 3.ª |
Cortes de Castilla y León | 163.637 | 12,10 | 10 de 84 | 3.ª |
Asamblea de Extremadura | 50.873 | 7,99 | 6 de 65 | 3.ª |
Asamblea de Madrid | 587.949 | 18,59 | 27 de 129 | 3.ª |
Asamblea Regional de Murcia | 83.133 | 13,15 | 6 de 45 | 3.ª |
Parlamento de Navarra | 45.848 | 13,71 | 7 de 50 | 4.ª |
Parlamento de La Rioja | 18.298 | 11,22 | 4 de 33 | 3.ª |
Cortes Valencianas | 279.596 | 11,23 | 13 de 99 | 5.ª |
Fuente: elaboración propia.
Ámbito | Votos | % de votos | Escaños | Posición |
---|---|---|---|---|
Cortes de Aragón | 62.188 | 9,41 | 5 de 67 | 5.ª |
Junta General del Principado de Asturias | 38.197 | 7,11 | 3 de 45 | 6.ª |
Parlamento de las Islas Baleares | 25.317 | 5,92 | 2 de 59 | 7.ª |
Parlamento de Canarias | 53.981 | 5,93 | 0 de 60 | 7.ª |
Parlamento de Cantabria | 22.165 | 6,92 | 2 de 35 | 5.ª |
Cortes de Castilla La Mancha | 94.626 | 8,64 | 0 de 33 | 4.ª |
Cortes de Castilla y León | 138.926 | 10,27 | 5 de 84 | 4.ª |
Asamblea de Extremadura | 27.833 | 4,37 | 1 de 65 | 4.ª |
Asamblea de Madrid | 383.874 | 12,14 | 17 de 129 | 4.ª |
Asamblea Regional de Murcia | 79.057 | 12,50 | 4 de 45 | 4.ª |
Parlamento de Navarra | 9.826 | 2,94 | 0 de 50 | 8.ª |
Parlamento de La Rioja | 17.138 | 10,51 | 4 de 33 | 4.ª |
Cortes Valencianas | 306.396 | 12,31 | 13 de 99 | 4.ª |
Fuente: elaboración propia.
El resumen de esos datos podría describirse, en lo que aquí nos interesa, sobre la base de los siguientes elementos esenciales: Podemos —que no fue ni primera ni segunda fuerza en ninguna de las trece comunidades y alcanzó la tercera posición en nueve, la cuarta en tres y la quinta en una— se situó en el 17 % de los escaños en diez comunidades y solo superó, en menos de un punto, el 20 % en tres: Aragón, Asturias y Madrid. Con una situación de partida muy distinta, pues las encuestas no llevaban meses asignándole como a Podemos una posición de preeminencia en el sistema de partidos, Ciudadanos —que fue la cuarta fuerza en siete comunidades, quinta en dos, sexta en una, séptima en dos y octava en una— no alcanzó el 10 % de los escaños en ocho comunidades y lo superó ligera o muy ligeramente en cinco: Castilla y León (10,3 %), La Rioja (10,5 %), Madrid (12,1 %), Valencia (12,3 %) y Murcia (12,5 %).
Las elecciones municipales y autonómicas apuntarán, en conclusión, en el mismo sentido en que ya lo habían hecho los comicios andaluces: pese a sus buenos resultados —realmente magníficos para dos partidos que partían prácticamente de cero— ni Podemos ni Ciudadanos consiguieron desplazar al PP y al PSOE de su posición de preeminencia en nuestro sistema de partidos, pues ambas fuerzas, pese a su indudable caída electoral, demostraron su capacidad para conservar su clara ventaja electoral sobre las fuerzas emergentes. Y ello aun subrayando el hecho indudable de que el peso electoral conjunto del PP y el PSOE disminuye, en todos los territorios, desde los comicios europeos. Nuestro bipartidismo imperfecto, en los términos en que era descrito al comienzo de este trabajo, pasa a ser, si puede expresarse así, más imperfecto y menos bipartidista que antes de los comicios de mayo de 2015, lo que confirma de este modo una tendencia que ya se había manifestado en las elecciones europeas del año 2014 y en las autonómicas andaluzas del año 2015.
A la vista de todo lo apuntado, escribí, poco después de que se produjeran las citas electorales de la primavera de 2015, que, vistos los porcentajes obtenidos por Podemos y Ciudadanos en las elecciones autonómicas, parecía razonable suponer que ambas fuerzas accederían en las siguientes generales, y en un número significativo de provincias, al Congreso de los Diputados, aunque esta posibilidad quedase muy condicionada por un sistema electoral que no es proporcional, de hecho, en 33 de los 50 distritos provinciales. Añadí, además, que, en todo caso, ello inducía a suponer que Podemos y Ciudadanos —y eventualmente las candidaturas de la llamada unidad popular que pudieran ser apoyadas por Podemos— tenían posibilidades de alcanzar una representación parlamentaria en el Congreso de los Diputados en una proporción que las colocase en condiciones no solo de condicionar la mayoría parlamentaria que pudiera apoyar la formación de un futuro gobierno del PP o del PSOE, sino, incluso, de vetar la configuración de una mayoría que pudiera sostener la propia formación de un Gobierno de uno u otro signo, lo que daría lugar a un gravísimo problema de estabilidad gubernativa. Y concluía tales consideraciones con la siguiente previsión:
De hecho, es razonable predecir que, o mucho cambian las cosas, o en las próximas generales el partido más votado (sea el PP, como parece más probable, o el PSOE) y el que le siga se quedarán por debajo del resultado que ambos obtuvieron en 1993 (159 escaños el PSOE, 141 el PP) y en 1996 (156 el PP, 141 el PSOE). A ello hay que añadir algo nada irrelevante: que CiU, el principal socio del PSOE en 1993 y del PP en 1996, es hoy, por su deriva secesionista, un socio político imposible[19].
Aunque siento de verdad no haberme equivocado, acertar no tenía en tal ocasión un especial mérito, pues, desde una valoración adecuada de los datos que en la primavera de 2015 estaban bien a la vista, la posibilidad apuntada era la más probable sin ningún género de dudas. La evolución de los acontecimientos confirmó que los comicios previos marcaban una tendencia de fondo que iba a manifestarse también con toda claridad cuando el día 20 de diciembre los españoles fuimos llamados a renovar las Cortes Generales. Tras el escrutinio de los votos, la España que amanecía el día 21 era política y parlamentariamente muy distinta, y mucho más compleja, que la que hasta la fecha, y con pocas variaciones desde 1982, habíamos conocido. El PP y el PSOE fueron abandonados por una gran parte de sus tradicionales electores y con el 33,4 % y 20,8 % de los votos obtuvieron 123 y 90 diputados, respectivamente 63 y veinte menos que en los comicios anteriores. La otra cara de la moneda de esa gran caída conjunta en votos y en escaños —que redujo de una forma sustancial la hegemonía en el Congreso de los dos grandes partidos nacionales— será la irrupción espectacular de Podemos (y sus denominadas confluencias) y de Ciudadanos, unas fuerzas que con el 20,6 % y 13,9 % de los sufragios, respectivamente, alcanzan 69 y 40 escaños en la Cámara. Entre los demás partidos que consiguen entrar en el Congreso de los Diputados, uno —la antigua Izquierda Unida (ahora Unidad Popular en Común: dos escaños con el 3,7 % de los votos) será de ámbito estatal— y todos los demás se encuadrarán en el ámbito nacionalista o regionalista: ERC (nueve diputados con el 2,4 % de los votos), Democràcia y Llibertat (la antigua CiU: ocho con el 2,3 %), PNV (seis con el 1,2 %), Bildu (dos con el 0,9 %) y Coalición Canaria (uno con el 0,3 %).
Tales resultados, a cuyos gravísimos efectos sobre la gobernabilidad habré de referirme de inmediato, suponían, en todo caso, algo que creo que merece la pena subrayarse: un rotundo mentís a la afirmación, repetida una y mil veces, de que con el sistema electoral español era imposible que partidos que no ocupasen la primera y la segunda posición en su circunscripción obtuviesen representación parlamentaria en aquellas de proporcionalidad muy reducida. Lo cierto, frente a tal suposición, es que Ciudadanos obtuvo diputados en veintiséis distritos y Podemos y sus confluencias, en un total de 36 (Podemos en veinticinco, En Comú Podem en cuatro, En Marea en cuatro y Compromís-Podemos en tres) de modo que solo en diez de los 33 distritos pequeños (de seis o menos de seis diputados) los escaños se repartieron en su totalidad entre el PSOE y el PP: Ávila, Cáceres, Ciudad Real, Cuenca, Jaén, Palencia, Segovia, Soria, Teruel y Zamora. Tal reparto venía a demostrar que el dominio previo de los dos grandes partidos nacionales en los distritos de tamaño reducido se debía no solo a las evidentes desviaciones producidas por el sistema electoral, en los términos analizados previamente, sino también a un dato al que, con alguna excepción[20], no habíamos prestado la atención que sin duda se merece: la gran diferencia de votos entre el primer y segundo partido y todos lo demás, lo que otorgaba al PP y al PSOE una ventaja muy notable en el reparto de los escaños del Congreso. En el momento en que tal diferencia disminuyó de forma sustancial, que fue lo acontecido en las elecciones del 20 de diciembre de 2015, se redujo también la ventaja que suponía el sistema electoral, lo que dio lugar a la formación de un Congreso de los Diputados de composición muy distinta a todos los que desde 1977 lo habían precedido.
La llamada nueva política y los profundos cambios que irrumpieron en la realidad parlamentaria española se tradujeron, según resultaba perfectamente previsible, en un incremento de las dificultades para conformar una mayoría capaz de investir al presidente del Gobierno: a nueva política, pues, viejos problemas. Constituida la Cámara Baja de las Cortes el 13 de enero del año 2016 y celebradas las consultas del jefe del Estado con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, se produjo la primera novedad respecto de lo que había venido aconteciendo hasta la fecha: el rey, tras la renuncia de Rajoy a ser propuesto —con toda la razón, a mi juicio, según luego explicaré—, no propuso como primer candidato al líder del partido más votado, sino al que ocupaba la segunda posición. Pedro Sánchez acudió a la Cámara para solicitar su confianza y ello dio lugar a la segunda novedad: por primera vez desde 1977 un candidato a presidente resultaba derrotado tanto en primera como en segunda votación y su investidura era, por tanto, rechazada por el Congreso de los Diputados. Las negociaciones posteriores entre partidos no pudieron evitar, y esta fue la tercera y más trascendental de todas las novedades entonces acaecidas, la puesta en práctica del mecanismo de la disolución parlamentaria previsto en el art. 99 de la CE para el caso de que, transcurridos dos meses desde la primera votación de investidura, ningún candidato hubiera logrado la confianza de la Cámara. En resumen, nunca, hasta entonces, habían conformado los ciudadanos con su voto un Congreso partidistamente tan atomizado y nunca, hasta entonces, habían sido los partidos presentes en la Cámara incapaces de configurar una mayoría parlamentario-gubernamental y de investir a un presidente para dirigir la acción política del poder ejecutivo.
La disolución de las Cámaras y la convocatoria de nuevas elecciones no fue, en todo caso, solo una consecuencia de los números, es decir, del nuevo reparto de diputados en la Cámara, que daba lugar a la sustitución de un sistema de partidos que pivotaba sobre dos grandes fuerzas de ámbito estatal, más varias fuerzas mucho más pequeñas de ámbito no estatal, por otro basado en dos partidos grandes, dos medianos y varios nacionalistas o regionalistas. A ese notable cambio cuantitativo se añadían otros dos, cualitativos, que no pueden dejar de subrayarse para entender cabalmente la profunda alteración sufrida en 2015 por nuestra forma de gobierno. En primer lugar, el profundo cambio de las posiciones políticas del otrora nacionalismo moderado catalán (la antigua CiU), cuya apuesta secesionista anulaba su capacidad para servir de apoyo parlamentario a uno de los dos grandes partidos nacionales al desaparecer su posición de bisagra para pactar con el PSOE o el PP. De hecho, aunque tras las elecciones de 2015 habría sido numéricamente posible investir a un presidente con los diputados adscritos al centro derecha (PP, Ciudadanos, Democràcia i Llibertat y PNV, que sumaban 177, uno más que la mayoría absoluta), tal posibilidad no llegó ni siquiera a plantarse dado el compromiso del nacionalismo conservador con el desafío secesionista en Cataluña. Junto a ello y, en segundo lugar, debe también destacarse, en el terreno de los cambios cualitativos, la dificultad del PSOE para llegar a acuerdos con otras fuerzas situadas a su izquierda (con ERC por su impulso a la secesión y con Podemos y sus confluencias por su radicalismo y su defensa del derecho de autodeterminación) dado el rechazo frontal que ello generaba en sectores muy importantes del partido socialista.
En la situación política que esos cambios cuantitativos y cualitativos dibujaban, se celebraron nuevas elecciones el 26 de junio de 2016, pero sus resultados pronto demostraron que los viejos problemas de la ingobernabilidad, típicos del primer parlamentarismo europeo de entreguerras y presentes aún en la actualidad en países como Bélgica o Italia, habían llegado a España para quedarse… al menos por un tiempo. El PP incrementó significativamente su presencia en el Congreso (de 123 a 137 diputados), el PSOE descendió ligeramente (de 90 a 85 escaños), al igual que Ciudadanos (de 40 a 32), Podemos apenas aumentó (de 69 a 71) y los partidos pequeños (ERC, la antigua CiU, Bildu y Coalición Canaria) repitieron su presencia parlamentaria, con la única excepción del PNV, que pasó de seis a cinco diputados. Con tal correlación de fuerzas, la dificultad para elegir a un presidente y sostener su Gobierno volvió a situarse como la cuestión central de la política española, dominada por el bloqueo nacido de la imposibilidad de configurar mayorías vertebradas en torno a los dos grandes partidos de ámbito estatal: por un lado, ni aun contando con el eventual apoyo de Ciudadanos, el PNV y Coalición Canaria, estaba el PP en condiciones de lograr la investidura de su candidato a la presidencia del Gobierno, que podría sumar en el mejor de los casos 175 diputados frente al veto de otros tantos; por el otro, la situación no era tampoco mejor para el PSOE, que solo podía liderar una mayoría alternativa asumiendo los votos del secesionismo catalán y, claro, las exigencias políticas, inaceptables para los socialistas, que llevaba aparejadas tal apoyo. Un equilibrio de debilidades que condujo, como no podía ser de otra manera, a un auténtico impasse una vez que Pedro Sánchez descartó por completo la única salida —la abstención de todos o una parte de los diputados socialistas— que podía evitar la repetición, por segunda vez, de las elecciones generales. Mariano Rajoy presentó, pese a ello, a principios de septiembre su candidatura a presidente y, confirmando lo que se sabía de antemano, no obtuvo la mayoría absoluta en la primera votación y fue derrotado en la segunda por 180 diputados que no apoyaron la investidura frente a 170 que lo hicieron. Como consecuencia de todo ello, y tras un verdadero juego de presiones a favor y en contra de la abstención del grupo parlamentario socialista, origen de un gravísimo conflicto interno que supuso finalmente el abandonó del cargo de secretario general por parte de quien había sido en el PSOE el más relevante valedor de la oposición radical a investir a un candidato del PP (el conocido «no es no»), estuvo a punto de agotarse nuevamente el plazo de dos meses que, contados desde la primera votación de investidura, contempla la CE para la disolución de las Cortes y la convocatoria de nuevos comicios. Algo que, de haber tenido lugar entonces, hubiera conducido a que se celebrasen en doce meses tres elecciones generales. Para evitarlas, el PSOE pasó del no a la abstención, y asumió por ello un coste altísimo, y Mariano Rajoy resultó finalmente investido cuando acababa el mes de octubre con 170 a favor (los del PP, Ciudadanos y Coalición Canaria), 68 abstenciones de los diputados socialistas y 111 votos en contra, entre los que debían contabilizarse quince de diputados del PSOE que no asumieron finalmente la posición de su partido. Habían transcurrido 315 días desde que el Gobierno entrara en funciones con arreglo a las previsiones contenidas en la CE. Otra relevante novedad en nuestra historia democrática desde 1977 que daba idea de hasta qué punto el nuevo mapa de partidos había cambiado la práctica histórica de nuestro parlamentarismo.
Durante el largo período de diez meses que comenzó el 20 de diciembre de 2015, cuando tuvieron lugar las elecciones generales en las que quebró nuestro sistema de bipartidismo imperfecto, y finalizó el 29 de octubre de 2016, fecha de la segunda investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno, vivió nuestro país sometido a una situación de tensión política creciente, como consecuencia de la cual se abrieron debates políticos y constitucionales, de indudable relevancia, todos ellos relacionados, directa o indirectamente, con los dos principales desafíos —los de la gobernabilidad y la estabilidad—, que acabó por suponer para el régimen parlamentario la profunda alteración del sistema de partidos vigente en España desde 1982. Por razones evidentes, ni procede ni es posible referirse aquí a los debates políticos centrados en los diferentes motivos que originaron la referida alteración y en las reformas que podrían o deberían abordarse para hacer frente a sus efectos más perturbadores en el terreno de la gobernabilidad. Todo lo más, me atrevería yo a apuntar lo profundamente inconveniente que creo que sería abordar ahora la propuesta reforma del sistema electoral en la que desde hace tiempo algunos vienen insistiendo y que cobró de hecho nuevos bríos tras ser asumida con unos u otros matices por Ciudadanos y Podemos: la dirigida a hacer más proporcional nuestro sistema electoral. Y es que, constatado ya el hecho apuntado páginas atrás —que los efectos desproporcionadores del sistema electoral español entre 1977 y 2015 han procedido en buena medida no solo de él, sino también de la notable distancia en número de votos existente entre los grandes y los pequeños partidos de ámbito estatal—, parece razonable sostener que han desaparecido no pocos de los motivos que se venían aduciendo para plantear como inexcusable la necesidad de la reforma. Por si ello no fuera suficiente, tampoco resulta improcedente subrayar lo que a día de hoy es una obviedad: que si el cambio de nuestro sistema de partidos —que, insisto, la legislación electoral vigente no ha impedido en cuanto se ha alterado también la correlación de fuerzas entre los principales competidores del sistema— ha traído de la mano el problema de la ingobernabilidad, desconocido hasta la fecha en la España democrática posterior al final de la transición, una reforma tendente a hacer el régimen electoral más proporcional no haría otra cosa que agravarlo. Más bien cabría sostener cabalmente todo lo contrario: que la eventual persistencia de las dificultades que a lo largo de 2015 hemos vivido para asegurar la gobernabilidad debería conducir antes o después a abrir el debate sobre si deberían o no introducirse también en España, al igual que en otros países europeos, mecanismos tendentes a facilitar la conformación de mayorías estables de Gobierno, bien en la línea de los premios de mayoría —como en Italia o Grecia, por ejemplo—, bien en la de la introducción de un sistema electoral a dos vueltas similar al que ha venido funcionando en Francia desde hace varias décadas.
Sea como fuere, no es esta la cuestión a la que aquí me interesa referirme. Ha habido en los largos meses de impasse político dos discusiones constitucionales, ambas relacionadas con el contenido y la interpretación que debe darse al art. 99 de la CE, que, a mi juicio, sí resultan muy al caso en estas páginas, aunque ambas deban ser tratadas con la concisión que exige un trabajo de la naturaleza del presente. Me estoy refiriendo, por un lado, a la polémica surgida con motivo del rechazo de Mariano Rajoy a ser propuesto, en su momento, como candidato a la investidura, y a la que, paralelamente, se derivó de la petición de Pedro Sánchez para que el jefe del Estado lo propusiera a él tras la negativa del líder del PP a ir al Congreso a solicitar la confianza de la Cámara. No menos interés tiene, por otro lado, analizar si, a la vista de las nuevas circunstancias políticas, las previsiones del art. 99 de la CE sobre el procedimiento de investidura del presidente del Gobierno tendrían que continuar siendo las vigentes o deberían, por el contrario, reformarse. Me referiré, con brevedad, y ya para terminar, a ambas cuestiones.
¿Debió aceptar Mariano Rajoy, en contra de lo que hizo, ser propuesto por el jefe del Estado como candidato a la investidura tras haber sido el líder del partido más votado en las elecciones del 20 de diciembre de 2015, y pese a la evidencia de que no tenía ninguna posibilidad de ser elegido presidente al contar en el Congreso de los Diputados con muchos más votos en contra que a favor? Esa pregunta fue respondida positivamente no solo por los adversarios políticos de Rajoy —quienes, ateniéndose a hábitos del juego político bien conocidos, trataron de ese modo de desgastar al dirigente del PP—, sino también, en el mismo sentido, por no pocos juristas y politólogos, de modo tal que la afirmación de que el presidente del Gobierno en funciones habría, con su negativa, eludido una inexcusable obligación constitucional acabó por convertirse en un mantra que se repitió durante meses una y otra vez, como si fuese una evidencia concluyente. ¿Debió requerir Pedro Sánchez al jefe del Estado para ser propuesto candidato a la investidura, según lo hizo tras la negativa de Rajoy a acudir al Congreso a solicitar su confianza inmediatamente después de las elecciones generales de diciembre, pese a la evidencia de que no tenía ninguna posibilidad de ser elegido presidente al contar en el Congreso de los Diputados con muchos más votos en contra que a favor? Esa otra pregunta fue respondida, en general, de un modo igualmente positivo, al darse por buena la tesis socialista de que el candidato del PSOE habría evitado, con su candidatura, que el proceso de investidura entrase en una situación de bloqueo para cuya salida la CE no contenía previsiones específicas.
Pues bien, ambas respuestas, de las que siento disentir, parten, a mi juicio, de un incorrecto entendimiento del sentido de la investidura en nuestro sistema constitucional, que no es otro que el de elegir a un presidente y configurar, en el mismo acto de elección, una mayoría parlamentario gubernamental que le permita sacar a delante el programa con el que se presentó a las elecciones, primero, y a la propia investidura, con posterioridad. ¿Qué quiere decir eso? Es fácil: que el procedimiento previsto en el art. 99 de nuestra CE ni persigue someter al ganador de los comicios, por el mero hecho de serlo, a un debate y a una votación que tiene perdida de antemano, ni tiene tampoco por finalidad ofrecer a quien no ha ganado los comicios la oportunidad de forzar un debate televisado al que no podría acceder de otra manera. Desde mi punto de vista, Mariano Rajoy, en tanto que ganador el 20 de diciembre, no solo no estaba obligado, ni jurídica ni políticamente, a aceptar un eventual encargo del rey para someter su candidatura al Congreso de los Diputados, sino que su negativa a acudir a la Cámara a solicitar su confianza fue lo verdadera y plenamente coherente con la naturaleza de la institución prevista en el art. 99 de la CE a la vista del hecho de que no tenía ni la más remota posibilidad de ser investido una vez que los líderes de los grupo políticos con representación parlamentaria que representaban a más de la mayoría absoluta del Congreso informaron al rey, tras hacerlo a la opinión pública, del sentido negativo de su voto. Es verdad que para no comprometer la indispensable posición de imparcialidad política del jefe del Estado, este debería haber propuesto a Rajoy en el caso de que aquel lo hubiera exigido así, en tanto candidato electoral del partido más votado, algo que resulta, sin embargo, radicalmente diferente a afirmar que ese candidato tuviese la obligación de hacer o asumir mecánicamente su propuesta como candidato a la investidura presidencial. De hecho, a la falsa lógica según la cual Rajoy debería ser el propuesto en todo caso y según la cual el presidente en funciones tenía la obligación de decir que sí sin rechistar al margen de sus nulas posibilidades de obtener la investidura, contribuyó sin duda el comunicado hecho público por la Casa de su Majestad el Rey del que se deducía que Rajoy había rechazado la propuesta del rey, que es algo muy distinto al rechazo a ser propuesto. Esto último fue lo que ocurrió en la realidad, según se concluye de todas las informaciones de las que entonces se pudo disponer, aunque del comunicado de la Casa de su Majestad el Rey se deduce con claridad algo muy distinto[21], sin que, por razones que son fáciles de imaginar, ni el presidente en funciones ni su partido optasen por entrar en una polémica con el jefe del Estado que, profundamente inconveniente en cualquier caso, lo hubiera sido mucho más en las delicadas circunstancias del momento.
Pero la errada interpretación del auténtico sentido del procedimiento previsto en el art. 99 de la CE no afectó solo, desde mi punto de vista, al juicio mayoritario que en su momento se asentó sobre la negativa de Rajoy a ser candidato a la presidencia del Gobierno, sino también al que acabó por hacer fortuna sobre la candidatura del entonces máximo dirigente del PSOE, quien la planteó al jefe del Estado pese a saber de antemano que carecía de cualquier posibilidad de obtener, ni aun de lejos, las mayorías absoluta o relativa que hubiera necesitado para ser elegido presidente. La constatación de esa realidad en las dos votaciones sucesivas que sobre la investidura de Pedro Sánchez se celebraron en el Congreso (220 votos en contra por 130 a favor en la primera y 219 por 131 en la segunda)[22] convirtieron al líder socialista en el primer candidato que fue rechazado por la Cámara desde la entrada en vigor de la CE. Aunque Sánchez aceptó serlo, en cualquier caso, proclamando, contra toda lógica, que lograría vencer la oposición de uno o de los dos partidos que habían confirmado su voto negativo por activa y por pasiva, lo cierto, y creo que debe subrayarse, es que su iniciativa acabó por desnaturalizar la finalidad de la investidura, que no está prevista para que los candidatos prueben suerte y aprovechen, de paso, para hacerse con la oportunidad de un debate con gran cobertura informativa. Por lo demás, el análisis detallado del desarrollo de los acontecimientos lleva a pensar que solo cuando el líder socialista comprobó su grave error de cálculo recurrió a una reconstrucción, ex post facto, del objetivo que la propuesta que el PSOE pretendía, supuestamente, proponiendo al Congreso de los Diputados un candidato a presidente sin posibilidad alguna de triunfar: desbloquear una situación que, ciertamente, estaba bloqueada ante la ausencia de un candidato dispuesto a ir, si se me permite la expresión, al matadero. Hágase el juicio que se haga sobre si esa fue o no la auténtica —y patriótica— intención de Pedro Sánchez al presentarse ante el Congreso para ser investido por la Cámara, lo cierto es que su candidatura posibilitó, de hecho, que se rompiera el impasse provocado por una situación que, sencillamente, nuestra CE no había previsto.
El constituyente español no reguló, en efecto, la hipótesis de que, después de cada renovación del Congreso de los Diputados, y en los demás supuestos constitucionales en que así proceda, pudiera darse el caso de que no existiera candidato alguno dispuesto a presentarse a la investidura, situación esa que impediría la aplicación del mecanismo automático de disolución de las Cámaras, pues, no habiendo primera votación de investidura, no podría comenzar a correr el plazo de dos meses previsto en el apartado 5.º del art. 99 de nuestra CE. Y, aunque siempre cabría recurrir a una candidatura pro forma, pactada entre los partidos del Congreso a los meros efectos de cumplimentar el citado requisito para el comienzo del cómputo del plazo, parece razonable que en cualquier futura reforma imaginable de nuestra CE se incluya la del procedimiento para la investidura del candidato a presidente del Gobierno. En tal sentido, la experiencia acumulada como consecuencia de lo sucedido tras las elecciones de 20 de diciembre de 2015 y 26 de junio de 2016, unida al hecho de que el cambio de nuestro sistema de partidos podría haber venido para permanecer por más o menos tiempo, aconsejaría introducir dos reformas concretas en el art. 99 de la CE.
La primera modificación se referiría al establecimiento de un plazo, que hoy no existe[23], para que el jefe del Estado proponga al primer candidato a la presidencia del Gobierno, un plazo cuya necesidad no procede, a mi juicio, de la eventualidad de que el monarca pudiera tener por propia voluntad la tentación de retrasar tal propuesta, una hipótesis que en la actualidad me parece sencillamente inverosímil, sino de la posibilidad que hoy tienen en sus manos los partidos para retrasar sin límites un acuerdo sobra la base del cual pueda el jefe del Estado proceder según lo previsto en el apartado 1.º del art. 99 de la CE. Pero la fijación de un plazo tendría, además, una funcionalidad adicional, pues, en el caso de que dentro de este no formulase el rey ninguna candidatura, el propio rey, de nuevo con refrendo del presidente del Congreso, disolvería las Cortes Generales y convocaría nuevas elecciones, posibilidad esta última que, como es sabido y ya he apuntado, no contempla en la actualidad nuestra ley fundamental. El dies a quo para el computo de tal plazo, que no tendría por qué extenderse más allá de un mes, parece debería ser el de la constitución del Congreso, pues si fuera la fecha de celebración de las elecciones generales, como en alguna ocasión se ha propuesto[24], el período de tiempo del que dispondría el jefe del Estado podría quedar reducido a nada si se agotase el plazo legal previsto en nuestra ley fundamental para la constitución de la Cámara Baja de las Cortes Generales. A esos cambios en el art. 99 de la CE en su actual redacción debería añadirse el consistente en establecer otro plazo, de no más de cinco días desde la propuesta del rey, para que él o los candidatos a presidente acudiesen a la Cámara a solicitar su confianza[25]. Dado que esta debe convocarse, como acabo de apuntar, según el art. 68.6 de la CE, dentro de los veinticinco días siguientes a la celebración de las elecciones[26], los partidos dispondrían como máximo de dos meses desde el momento en que se conocieran los resultados electorales para llegar a un acuerdo o constatar la imposibilidad de alcanzarlo, lo que daría lugar, en consecuencia, a un nuevo llamamiento al cuerpo electoral.
La segunda modificación —íntimamente vinculada a la que acaba de exponerse— consistiría en la reducción, quizás a la mitad, del plazo de dos meses que, desde que se hubiera llevado a cabo la primera votación de investidura por parte del Congreso, prevé la CE para proceder a la disolución de las Cortes en el supuesto de que aquella hubiera resultado fallida. De llevarse a cabo tal reforma, el mayor tiempo del que dispondrían los partidos para llegar a un acuerdo en esta segunda hipótesis de rechazo al primer candidato propuesto sería de tres meses desde la celebración de las elecciones generales: un máximo de veinticinco días para la constitución del Congreso, de un mes para que el jefe del Estado proponga al primer candidato a presidente, de cinco días para que el o los candidatos acudan a la Cámara desde la fecha en que son propuestos y de otro mes desde la primera votación de investidura. Es verdad que, dados los plazos que se apuntan, el número de candidatos posibles se reduciría frente a los que podrían llegar a presentarse en la actualidad. Pero lo es también que, ni en el horizonte actual ni en cualquier otro ahora imaginable, el problema que se debería resolver parece que vaya a ser el de una posible inflación de candidatos, sino el contrario: que no llegase a haberlos ante la imposibilidad de los partidos con representación parlamentaria de alcanzar acuerdos para investir un presidente del Gobierno y configurar una mayoría parlamentario-gubernamental. Una última consideración me parece a este respecto procedente: cabría argumentar, a favor de los dos meses de plazo que prevé al apartado 5.º del art. 99 de la CE, que fue su extensión la que permitió finalmente llegar a un acuerdo para investir a Mariano Rajoy presidente del Gobierno tras los comicios de 26 de junio de 2015, lo que evitó la repetición por segunda vez de las elecciones generales. Frente a ello cabría sostener, sin embargo, que los partidos se demoraron dos meses en llegar a una posición para resolver la investidura simplemente porque ese era el plazo del que disponían y que, si hubieran dispuesto de un plazo más breve, lo habrían resuelto con anterioridad.
Termino ya. He expresado en las páginas anteriores un profundo, y creo que fundado, temor a que se produzca en España un fuerte deterioro de la situación de gobernabilidad que ha caracterizado nuestro período democrático, al menos desde 1982, tras los cambios que se han producido en el sistema de partidos, un deterioro del que habrían sido un anuncio contundente los diez largos meses de interinidad política transcurridos entre el 20 de diciembre de 2015, fecha de las elecciones generales que hubieron de repetirse, y el 30 de octubre de 2016, cuando el candidato del partido que las ganó fue elegido presidente del Gobierno. Frente a tal temor, podría, sin duda, argumentarse que, desde que se produjo su toma de posesión hasta el momento en que se escriben estas páginas a finales de diciembre de 2016, nuestra vida parlamentaria ha dado más signos de amplios acuerdos partidistas que de inestabilidad. No discutiré tal evidencia. Pero, aunque bien pudiera ser, y ojalá sea, que esa dinámica de estabilidad y gobernabilidad se mantenga en el futuro incluso hasta el final de la XII Legislatura de las Cortes Generales, no es improbable que termine por acontecer todo lo contrario: que esa estabilidad y gobernabilidad se compliquen de forma sustancial en el momento en el que desaparezca el factor político que ha contribuido de forma decisiva tanto a la segunda investidura de Mariano Rajoy como a sus primeros meses de relativa estabilidad parlamentaria. Hablo, obviamente, de la profunda crisis interna en que se debate el PSOE, cuya superación, que creo será un factor esencial para el normal funcionamiento de nuestro sistema democrático, podría traducirse, dentro de su lógica normal, en un aumento de las tensiones políticas y parlamentarias que vendría a dificultar las posibilidades del PP para gobernar en clara minoría. Puede parecer una paradoja, pero, sin duda alguna, no lo es.
[1] |
De hecho, porque, aunque el PSOE obtuvo en 1989 un total de 175 diputados, uno menos, por tanto, de la mayoría absoluta, contó con ella dada la ausencia de la Cámara de los cuatro representantes de Herri Batasuna, que no llegaron a tomar posesión de sus escaños. |
[2] |
Véase sobre ese problema y sus múltiples y desestabilizadoras manifestaciones, Blanco Valdés (Blanco Valdés, R. L. (2005). Nacionalidades históricas y regiones sin historia. A propósito de la obsesión ruritana. Madrid: Alianza Editorial.2005: 67 y ss.; y Blanco Valdés, R. L. (2014). El laberinto territorial español. Del Cantón de Cartagena al secesionismo catalán. Madrid: Alianza Editorial.2014: 186 y ss.). |
[3] |
Véase Rae (Rae, D. W. (1977). Leyes electorales y sistemas de partidos políticos. Madrid: CITEP.1977). |
[4] |
Puede verse al respecto Nohlen (Nohlen, D. (1981). Sistemas electorales del mundo. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.1981: 304). |
[5] |
Debe consultarse en ese sentido Gunther (Gunther, R. (1989). Leyes electorales, sistemas de partidos y élites: el caso español. Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 47, 73-106.1989: 73-106). |
[6] |
Véase, por todos, Baras y Botella (Baras, M. y Botella, J. (1996). El sistema electoral. Madrid: Tecnos.1996). |
[7] |
Sobre la importancia de la mayoría parlamentario-gubernamental, véase Molas y Pitarch (Molas, I. y Pitarch I. (1987). Las Cortes Generales en el sistema parlamentario de gobierno. Madrid: Tecnos.1987: 179 y ss.). |
[8] |
Me he referido a ello con detalle en Blanco Valdés (Blanco Valdés, R. L. (2011). La Constitución de 1978. Madrid: Alianza Editorial, 2.ª ed.2011: 187-193). |
[9] |
Tomo la cita de Solé Tura y Aparicio Pérez (Solé Tura, J. y Aparicio Pérez M. A. (1984). Las Cortes Generales en el sistema constitucional. Madrid: Tecnos.1984: 212). |
[10] |
Lectura obligada: el libro de Azcárate (Azcárate, G. (1885). El régimen parlamentario en la práctica. Madrid: Imprenta de Fontanet.1885). |
[11] | |
[12] |
Véase, sobre ese movimiento, por todos, Castells (Castells, M. (2012). Redes de indignación y esperanza: los movimientos sociales en la era de Internet. Madrid: Alianza Editorial.2012: en especial, para España 115-155). |
[13] |
Es de gran interés Azúa, Boadella, Carreras, Espada, Ovejero, Pericay y Savater (Azúa, F., Boadella, A., Carreras F., Espada, A., Ovejero, F., Pericay, X. y Savater, F. (2007). Ciudadanos. Ser realistas: decid lo indecible. Madrid: Triacastela.2007), un libro constituido por las aportaciones de un grupo de intelectuales de gran prestigio, la mayoría de los cuales estuvieron entre los fundadores del movimiento que llevó a la creación de la nueva fuerza política. |
[14] |
Según datos procedentes de los barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), la percepción de la corrupción como uno de los principales problemas de España experimentó un incremento espectacular entre enero de 2012 (12,3 %) y diciembre de 2014 (75,5 %), tras una apreciable inflexión a la baja entre marzo de 2013 y enero de 2014 (del 44,5 % al 39,5 %). Esa evolución tuvo que ver decisivamente con el constante estallido de escándalos que, vinculados o no a la financiación partidista, dominaron las portadas de todos los periódicos y las noticias de cabecera de los informativos televisivos y radiofónicos (Malaya, Gürtell, Matas, Palma Arena, Pretoria, ERE falsos, Campeón, Millet, Nóos, Pokemon, Bárcenas, Tarjetas Black, Pujol o Púnica), casos en los que se verían implicados dirigentes de partidos y sindicatos, representantes institucionales (en activo o ya retirados) pertenecientes al ámbito de la política local, autonómica y estatal, banqueros, empresarios y hasta una infanta de España y su marido. |
[15] |
La percepción social del problema que representarían «los políticos en general, los partidos y la política» parte, según datos del CIS, de un porcentaje mayor de preocupación en enero de 2012 (17,8 %), para subir al 31,4 % en marzo de 2013, y bajar luego de forma sustancial: el 26,9 % en el barómetro de enero de 2014 y el 21,8% en el diciembre de mismo año. En el barómetro de febrero de 2015 el 6,5 % de los entrevistados estimaba a «los/as políticos/as en general, los partidos y la política» como «el principal problema que existe actualmente en España», solo por detrás del paro (55 %) y la corrupción y el fraude (19,2 %). Considerados en conjunto los porcentajes para los tres primeros problemas, el representado por «los/as políticos/as en general, los partidos y la política» bajaba al cuarto lugar (20,1%), tras el paro (78,6 %), la corrupción y el fraude (48,5 %) y los problemas de índole económica (24,9 %). El quinto bloque de problemas, ya muy alejado, para el 10,5 % de los entrevistados, era el que forman los de índole social. |
[16] |
Véase Santamaría, Reniu y Cobos (Santamaría, J., Reniu, J. M. y Cobos V. (1995). Los debates sobre el procedimiento electoral uniforme y las características diferenciales de las elecciones europeas. Revista de Estudios Políticos, 90, 11-44.1995). |
[17] |
PP, PSOE e IU habían sumado el 86,9 % de los sufragios en las autonómicas de 1986, el 84,3 % en las de 1990, el 92,1 % en las de 1994, el 91,8% en las de 1996, el 90,4 % en las de 2000, el 89,5 % en las de 2004, el 93,8 % en las de 2008 y el 91,4 % en las de 2012, porcentajes todos muy superiores al 68,9 % de las autonómicas de 2015. |
[18] |
En efecto, el PP pasó a gobernar en diecinueve capitales de provincia, algo más de la mitad de las 34 en las que tenía alcalde con anterioridad. En contraste, los pactos cerrados por el PSOE con las fuerzas situadas a su izquierda o con los nacionalistas significaron para los socialistas pasar de contar con ocho alcaldías a asentarse en un total de diecisiete. Además de ello, el PNV se hizo con dos alcaldías de capital de provincia y CiU, BNG, IU, Coalición Canaria, Bildu y Compromís con una. En el conjunto de España el PP sumó 22 750 concejales y 20 823 el PSOE. |
[19] |
Véase, Blanco Valdés (Blanco Valdés, R. L. (2015). España: partidos tradicionales y fuerzas emergentes (entre la crisis política y la crisis económica). Diritto Pubblico Comparato ed Europeo, 3, 797-798.2015: 797-798). |
[20] |
En efecto, ya en 1996 apuntaba Julián Santamaría que la desproporcionalidad del sistema español se había visto «magnificada de forma extraordinaria por la enorme distancia electoral que separa a los dos primeros partidos» de los demás. Véase su interesantísimo trabajo en Santamaría (Santamaría, J. (1996). El debate sobre las listas electorales. En Antonio J. Porras Nadales (ed.). El debate sobre la crisis de la representación política. Madrid: Tecnos.1996: 241: cursivas en el original). |
[21] |
«COMUNICADO DE LA CASA DE S.M. EL REY: 1. Su Majestad el Rey ha concluido en el día de hoy la ronda de consultas que inició el día 18 de enero con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, en cumplimiento del art. 99 de la Constitución. 2. En el transcurso de la última consulta, celebrada con Don Mariano Rajoy Brey, Su Majestad el Rey le ha ofrecido ser candidato a la Presidencia del Gobierno. Don Mariano Rajoy Brey ha agradecido a Su Majestad el Rey dicho ofrecimiento, que ha declinado. 3. Su Majestad el Rey ha informado al Señor Presidente del Congreso de los Diputados, Don Patxi López Álvarez, de la decisión de Don Mariano Rajoy Brey. 4. Su Majestad el Rey ha convocado en audiencia al Señor Presidente del Congreso de los Diputados el próximo lunes 25 de enero, a las 17:00 horas, con el objeto de que le facilite la preceptiva lista de representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, para llevar a cabo una nueva ronda de consulta que se iniciará a partir del miércoles día 27 de la próxima semana. Palacio de La Zarzuela, 22 de enero de 2016.» Disponible en: http://www.casareal.es/ES/Documents/comunicados/Comunicado%20de%20la%20Casa%20de%20S.M.%20el%20Rey.pdf. |
[22] |
Solo la diputada de Coalición Canaria cambió su voto entre la primera y la segunda votación. |
[23] |
La inexistencia de un plazo para que el rey realice su propuesta de candidato a la presidencia del Gobierno no ha sido en general un problema para la doctrina española. Véase, entre otras, una obra aparecida pocos años después de aprobada la CE, Bar Cendón (Bar Cendón, A. (1983). El presidente del Gobierno en España. Encuadre constitucional y práctica política. Madrid: Editorial Civitas.1983: 151-154); y otra publicada casi tres décadas después: Mateos y De Cabo (Mateos y de Cabo, O. I. (2006). El presidente del Gobierno en España. Status y funciones. Madrid: La Ley; Universidad Rey Juan Carlos.2006: 216-218). |
[24] |
Véase al respecto los, por lo demás muy interesantes, artículos de Bravo de la Laguna (Hernández Bravo de la Laguna, J. (2016a). El artículo 99 de la Constitución: una propuesta de reforma constitucional. El Notario del Siglo XXI , 67, 48-52.2016a: 48-52 y Hernández Bravo de la Laguna, J. (2016b). La reforma del artículo 99 de la Constitución y el papel del rey en la investidura. El Notario del Siglo xxi , 70, 30-34.2016b: 30-34) en los que, con leves variaciones, se adelanta una propuesta de reforma constitucional muy similar a la aquí se propone. |
[25] |
Con ese plazo trataría de evitarse que pudieran volver a repetirse situaciones como las que se dieron con ocasión de la primera candidatura de José María Aznar —que fue propuesto por el rey el 13 de abril de 1996 y acudió a la Cámara el 3 de mayo— y de la candidatura de Pedro Sánchez, que fue propuesto por el rey el de 2 de febrero de 2016 y acudió a la Cámara el 1 de marzo. |
[26] |
Esos veinticinco días casi se han agotado en las últimas constituciones del Congreso: después de las elecciones de 20 noviembre 2011, se constituyó la cámara el 13 de diciembre (Real Decreto 1329/2011, de 26 de septiembre, de Disolución del Congreso de los Diputados y del Senado y de Convocatoria de Elecciones); después de las 20 de diciembre de 2015, el 13 de enero (Real Decreto 977/205, de 26 de octubre, de Disolución del Congreso de los Diputados y del Senado y de Convocatoria de Elecciones; y después de las de 26 de junio de 2016, el 19 de julio (Real Decreto 184/2016, de 3 de mayo, de Disolución del Congreso de los Diputados y del Senado y de Convocatoria de Elecciones). |
Azcárate, G. (1885). El régimen parlamentario en la práctica. Madrid: Imprenta de Fontanet. |
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Azúa, F., Boadella, A., Carreras F., Espada, A., Ovejero, F., Pericay, X. y Savater, F. (2007). Ciudadanos. Ser realistas: decid lo indecible. Madrid: Triacastela. |
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Baras, M. y Botella, J. (1996). El sistema electoral. Madrid: Tecnos. |
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Bar Cendón, A. (1983). El presidente del Gobierno en España. Encuadre constitucional y práctica política. Madrid: Editorial Civitas. |
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Blanco Valdés, R. L. (2005). Nacionalidades históricas y regiones sin historia. A propósito de la obsesión ruritana. Madrid: Alianza Editorial. |
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Blanco Valdés, R. L. (2011). La Constitución de 1978. Madrid: Alianza Editorial, 2.ª ed. |
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Blanco Valdés, R. L. (2015). España: partidos tradicionales y fuerzas emergentes (entre la crisis política y la crisis económica). Diritto Pubblico Comparato ed Europeo, 3, 797-798. |
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Blanco Valdés, R. L. (2016). Fuerzas emergentes y fuerzas tradicionales en la democracia española. Revista de Libros. Disponible en: http://www.revistadelibros.com/discusion/fuerzas-emergentes-podemos-y-ciudadanos. |
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Castells, M. (2012). Redes de indignación y esperanza: los movimientos sociales en la era de Internet. Madrid: Alianza Editorial. |
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Hernández Bravo de la Laguna, J. (2016a). El artículo 99 de la Constitución: una propuesta de reforma constitucional. El Notario del Siglo XXI, 67, 48-52. |
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