Con esa combinación de talento, lucidez y tesón infatigable que lo caracteriza, Joaquín Varela libra una nueva batalla en su cruzada personal por lograr (o afianzar) el reconocimiento de la historia constitucional como una disciplina científica con perfil propio. Pero no es solo la reivindicación del estatuto académico (autónomo) que merece esta especialidad a caballo entre la Historia, el Derecho y la Ciencia política lo que late en el fondo de estas páginas. Se ofrece también al lector un completo análisis del objeto, el método y las fuentes de la historia constitucional y de su relación con los diversos saberes que confluyen en su estudio (jurídicos, históricos, filosóficos y politológicos).
Si ya resulta insólita la publicación de una obra de estas características, más original aún es el formato elegido para acometer ese reto, porque el corazón del libro son las entrevistas realizadas por el autor a cuatro grandes maestros europeos de la historia constitucional, ya publicadas en la revista electrónica que dirige entre 2004 y 2013. Cada uno de ellos aporta su particular punto de vista sobre la historia del constitucionalismo: Ernst-Wolfgang Böckenförde es un constitucionalista alemán que conoce en toda su complejidad los avatares del constitucionalismo en su país, Michel Troper es un reputado teórico del derecho francés que pondrá el foco en la evolución experimentada por el Estado constitucional tras la Revolución de 1789, Maurice Vile es un politólogo británico y acreditado experto también en el constitucionalismo norteamericano y, por último, Maurizio Fioravanti, un historiador italiano del derecho que goza de un merecido prestigio entre sus colegas europeos. Las cuatro entrevistas responden a un cuestionario similar, aunque adaptado a la marcada personalidad de cada uno de los interlocutores.
En el primer apartado de cada entrevista se repasan las secuencias más relevantes de la trayectoria académica del entrevistado y se pondera su obra, su valiosa contribución al acervo común de la historia constitucional. En este aspecto, Varela hace gala de un conocimiento exhaustivo no solo de esas trayectorias y obras, sino también de toda la literatura especializada, tanto europea como norteamericana. Una erudición enciclopédica que no pretende exhibir para mayor lucimiento personal, sino que le permite construir modelos y formular hipótesis bien fundadas, sustentadas en un aparato bibliográfico apabullante. Se podría haber prescindido quizá de algunos apuntes biográficos (los maestros que despertaron su interés por la historia del constitucionalismo y otras vicisitudes), pero lo cierto es que arrojan luz sobre el modo en que se gestó una vocación, temprana en todos los casos.
En el segundo apartado se les pide una valoración sobre el desarrollo y la situación actual de la historiografía constitucional en sus respectivos países. Se les invita seguidamente a exponer su postura en torno a la metodología aplicable en este campo de investigación, para concluir finalmente con algunas preguntas sobre el futuro de la historia constitucional y el desafío de una historia constitucional europea.
Las entrevistas vienen precedidas de un capítulo en el que se recogen, de forma ordenada, algunas reflexiones metodológicas del propio Varela, que defiende una serie de criterios básicos a la hora de abordar el estudio del constitucionalismo en clave histórica. Son observaciones esclarecedoras que, en buena medida, serán corroboradas después por los cuatro entrevistados.
Parte el autor de una premisa: la historia constitucional es una disciplina que se ocupa de la génesis y desarrollo de la Constitución del Estado liberal y liberal-democrático, con independencia de la forma que adopte esa Constitución y de su posición en el ordenamiento jurídico. Mediante este concepto «sustantivo y axiológico» que se refleja en el célebre artículo 16 de la Declaración de Derechos de 1789, se acota temporal y espacialmente el constitucionalismo como un fenómeno histórico destinado a limitar el Estado al servicio de las libertades individuales.
Pues bien, uno de los momentos estelares del libro es el fragmento de la entrevista a Fioravanti en el que este cuestiona la validez de ese concepto. La discusión es tan franca como brillante. Varela recuerda que en su obra Costituzione (1999), el profesor toscano examina la «Constitución de los antiguos», la «Constitución medieval» y la «Constitución de los modernos», y no oculta su discrepancia por la utilización de la palabra Constitución para designar el ordenamiento básico de una comunidad al margen de su contenido (constitucionalismo antiguo, preliberal). A su juicio, ese término debe reservarse para aquella norma fundamental que limita efectivamente el poder público, que garantiza la división de poderes y asegura con ello la libertad individual. En rigor, insiste Varela, de Constitución no puede hablarse hasta después del surgimiento del Estado moderno y de la soberanía, por tanto, justamente con el propósito de limitar el ejercicio de esta. Y tampoco merecen ese nombre las Constituciones aprobadas en el siglo xx en los países comunistas o en las dictaduras de tipo fascista, porque se basan en una concepción del Estado y la Constitución que rompe con la tradición liberal y democrática. Para Fioravanti, en cambio, hay Constitución (y, por tanto, historia constitucional) allí donde se construya y articule el principio de unidad política, se organice la participación en la comunidad política y se reconozca una lex fundamentalis. No comparte la postura de quienes restringen el campo de la historia constitucional a la experiencia de una determinada forma de Estado, la del Estado constitucional en sus diversas versiones. Le parece difícil negar la dignidad de las doctrinas y las experiencias constitucionales en la polis y la res publica de los antiguos, o de las doctrinas y la praxis del derecho de resistencia o las leyes fundamentales en la Edad Media. Tampoco Troper suscribe la tesis de Varela: «Si el análisis constitucional consiste en investigar cuáles son los tipos de relación que pueden existir entre los órganos que se reparten los poderes y cómo estas relaciones pueden evolucionar, no veo motivos por los cuales haya que descartar los sistemas antiliberales». En un régimen autoritario, añade, la Constitución no es un simple ornamento.
Varela defiende la necesidad de integrar en cualquier indagación una triple perspectiva: la normativa, la institucional y la doctrinal. De acuerdo con este enfoque integral, el investigador no debe limitarse a la exégesis, a la glosa, de los textos normativos (de las Constituciones, en particular), sino que ha de analizar el contexto político y doctrinal, los conceptos imperantes y las ideologías y corrientes de pensamiento dominantes en la época (la cultura política), así como el diseño institucional (la organización de los poderes públicos) y su evolución (a veces, mediante convenciones y reglas no escritas acordadas por los actores políticos). Todas esas perspectivas han de conjugarse y ensamblarse sobre la base de un profundo conocimiento de la historia política e intelectual de la sociedad en la que se insertan y una sólida formación en teoría constitucional.
Por eso los cultivadores de la historia constitucional proceden de varias disciplinas: el derecho constitucional, la historia del derecho, la historia política o la historia de las ideas. Ninguno de los entrevistados percibe en esta circunstancia un riesgo de dispersión. Todo lo contrario; valoran ese dato como algo positivo y enriquecedor. Fioravanti va más lejos aún y recela de un estatuto científico autónomo («una pequeña jaula») que «condena a la historia constitucional a un papel demasiado especializado y, finalmente, marginal».
Para Varela, el derecho en general y el constitucional en particular son un producto histórico. Sus normas solo se «comprenden» plenamente si se las pone en relación con la historia constitucional, tanto nacional como comparada. Por eso, lo explica muy bien Fioravanti, la historia constitucional no debe concebirse como la introducción al estudio del derecho constitucional vigente o como la exposición de los «precedentes», sino como una parte integrante de la interpretación constitucional, como un ingrediente imprescindible a la hora de dotar de significado a los preceptos constitucionales.
El principal riesgo que debe evitar el historiador del constitucionalismo es el de «interpretar las doctrinas y los conceptos constitucionales desde el presente en vez de hacerlo desde la época en que tales conceptos surgieron»; esto es, el riesgo del presentismo, en el que incurren quienes se acercan al constitucionalismo del pasado no para comprenderlo y explicarlo en su contexto (cómo nacieron esos conceptos o categorías, con qué finalidad, de qué forma se interpretaron, cuál fue su impacto normativo, institucional e intelectual), sino para justificar o ratificar, más bien, sus propias conclusiones doctrinales. Esta perversión (aplicar conceptos actuales a las realidades del pasado) es la causa de muchos anacronismos, extrapolaciones y anticipaciones.
De la entrevista a Böckenförde yo destacaría su respuesta a la pregunta que le formula Varela sobre la declinante proyección de la actual doctrina alemana en el resto de Europa, muy lejos de la influencia que tuvo la doctrina iuspublicista del siglo xix (Laband, Jellinek) o la doctrina de Weimar (Kelsen, Schmitt, Smend, Heller). Para él, estos autores siguen siendo los grandes arquitectos de la teoría del Estado actual; no se han registrado grandes innovaciones. Y lo achaca, entre otras cosas, a que los colegas más jóvenes incurren en «un positivismo del Tribunal Constitucional» y se limitan a explicar e interpretar las decisiones de dicho Tribunal. Böckenförde lamenta que, salvo casos aislados, los juristas alemanes no muestren demasiado interés por la historia constitucional (otra cosa son los historiadores) y que se preste muy poca atención a la enseñanza de esta materia en los estudios de derecho (no tiene un espacio propio en los planes de estudio).
En el plano metodológico, el ilustre constitucionalista alemán cree que la historia constitucional es una rama tanto de la historia como del derecho; y en cuanto a su estatuto académico se muestra partidario de la creación de institutos de historia constitucional de carácter interdisciplinar en los que se integren investigadores de distintas facultades, de modo que el perfil propio de cada uno de ellos se vea completado (y relativizado) por el de los demás. Sobre el reto de una historia constitucional europea, Böckenförde defiende la necesidad de una historia comparada que ponga de relieve las raíces comunes (el derecho romano, por ejemplo) y las influencias recíprocas, y no se centre únicamente en la evolución del constitucionalismo en cada país. La elaboración de esa historia común puede contribuir a la construcción de una conciencia o identidad europea
En la entrevista a Troper se plantean varias cuestiones de indudable interés: la separación de poderes en Montesquieu y su plasmación actual, el decisivo papel de la función jurisdiccional, el estado de salud de la historiografía constitucional francesa o el impacto de la transformación del Conseil Constitutionnel en un auténtica jurisdicción constitucional (hasta ese momento, la década de los setenta del pasado siglo, el derecho público se identificaba prácticamente con el derecho administrativo, dado el débil desarrollo del derecho constitucional). Interpelado acerca de una cierta autosuficiencia de la historiografía francesa, replegada en exceso hacia sí misma, Troper reconoce una cierta asimetría: los alemanes y los italianos siempre se han interesado mucho por la historia constitucional francesa y los franceses bastante poco por el constitucionalismo alemán, italiano o español. El interés se ha centrado en las sólidas tradiciones constitucionales del Reino Unido o Estados Unidos. Ese nacionalismo historiográfico explica, tal vez, su escepticismo en relación con la dimensión europea de la historia constitucional. Es difícil encontrar rasgos comunes al conjunto de los países europeos y solo resultan interesantes los casos típicos: el nacimiento del parlamentarismo en Inglaterra o la formación de las grandes teorías constitucionales bajo la Revolución francesa.
El diálogo con el profesor Vile proporciona al lector algunas claves, ciertamente originales, para comprender la singularidad del constitucionalismo británico y norteamericano. No cabe duda de que el federalismo es una pieza esencial de la arquitectura constitucional de los Estados Unidos, pero no existe, según Vile, un modelo de federalismo claramente definido; existen más bien elementos federales en diferentes sistemas políticos. Así, en el proceso descentralizador (devolution) que se ha desarrollado en el Reino Unido se observan rasgos federales, aunque carezca de Constitución escrita. Es verdad que los poderes del Parlamento escocés dependen de una ley (statute) del Parlamento de Westminster y que dicha ley podría ser modificada o derogada, pero resulta políticamente inconcebible que pueda abolirse el Parlamento escocés sin más, unilateralmente. La autonomía de Escocia se encuentra tan garantizada como la de los estados de California o Nueva York.
Llama la atención su análisis de la separación de poderes en el Reino Unido. Bagehot puso en circulación la idea de que en el sistema político británico no había separación de poderes, sino fusión de poderes, porque se fundaba en la soberanía del Parlamento. Pero las cosas han cambiado mucho desde entonces. Con el ingreso en la Comunidad Económica Europea (CEE) y la ratificación del Convenio Europeo de Derechos Humanos, las fisuras en el dogma de la soberanía del Parlamento son evidentes. Es más, en su conocida monografía Constitutionalism and the Separation of Powers, Vile llega a hablar de la desaparición definitiva de los vestigios de la forma de gobierno parlamentaria en el Reino Unido y denuncia la incapacidad del Parlamento británico para controlar la Administración tras el frenético proceso de privatización de los servicios públicos. En la entrevista, abunda en la misma idea y afirma que «el poder del Gobierno en la Gran Bretaña resulta aplastante». El Parlamento se ha convertido en una Cámara de registro de las políticas gubernamentales, debido a la fuerte disciplina de partido, que determina el resultado de la mayoría de las decisiones. ¡Qué diría entonces de la implacable disciplina de partido que existe en nuestros parlamentos! El mismo Vile admite que tanto Blair como Brown encontraron muchas resistencias a sus políticas dentro del grupo laborista, una oposición a las directrices del Gobierno que nunca se ha manifestado en el seno del grupo mayoritario en las Cortes Generales.
Vile confiesa su fascinación por los Estados Unidos, por su sistema político. Le parece admirable su revolución contra la corona británica, el éxito de una sociedad forjada por oleadas sucesivas de inmigrantes de diferentes orígenes, la firmeza en la protección de la libertad de expresión. En las colonias inglesas de la costa atlántica, no había una clase aristocrática ni un grupo equiparable a los sans-culottes. Se trataba de un territorio inmenso, escasamente poblado, donde había tierra y oportunidades para todos. La élite que protagonizó la revolución no pretendía derribar el Antiguo Régimen ni transformar la sociedad, sino tomar el control del poder político. Vile desmitifica la epopeya de la independencia. A su juicio, la «tiranía» contra la que se rebelaron los colonos era muy tenue si la comparamos con los Gobiernos que regían entonces la mayoría de los países. Los colonos disfrutaban de un grado de libertad y democracia superior al de cualquiera de sus contemporáneos y mayor, desde luego, que los propios ciudadanos de la metrópoli. Muchos de ellos actuaron movidos por ideales de libertad y justicia, pero Vile subraya el papel desempeñado por hombres ricos e influyentes de las colonias (como Madison, un terrateniente) que defendían sus intereses frente al intento del Gobierno británico de recuperar unos poderes a cuyo ejercicio había renunciado hacía tiempo. Los colonos no formularon ninguna queja mientras necesitaron la protección del Ejército y la Marina británicos frente a los indios o los franceses. Y cuando estalló la sublevación, se alegraron de contar con el apoyo de un monarca absoluto, Luis XVI, sin cuyas tropas no habrían podido ganar la guerra. No eran unos idealistas que luchaban por la libertad y la emancipación de los seres humanos. Prueba de ello es que los padres fundadores no abolieron la esclavitud en la Constitución y los indígenas norteamericanos no adquirieron la plena ciudadanía hasta 1924.
Fioravanti es el mejor exponente de la pujante historiografía constitucional italiana, que se caracteriza por su enfoque interdisciplinar («en Italia se han dado las condiciones para un diálogo a tres bandas particularmente intenso y fructífero») y su interés por la historia comparada (sus Appunti di storia delle costituzioni moderne siguen siendo una referencia obligada, para comprender, por ejemplo, las diferencias entre la Revolución americana y la francesa). En el curso de la entrevista, desgrana una serie de consideraciones muy atinadas sobre la cultura constitucional norteamericana, la metodología y la enseñanza de la historia constitucional, el futuro constitucional de la Unión Europea o la influencia, no suficientemente valorada, del constitucionalismo español. Sobre esta última cuestión, Fioravanti se muestra rotundo: no puede haber una historia de la monarquía europea sin la monarquía hispánica ni una historia del liberalismo del siglo xix sin los acontecimientos españoles e hispánicos.
El libro se cierra con un excelente estudio de Ignacio Fernández Sarasola sobre los orígenes, el desarrollo y el estado actual de la historiografía constitucional española, un campo apenas explorado. Es un trabajo exhaustivo que se sustenta en los vastos conocimientos y la experiencia investigadora del autor. En el primer capítulo (desde el siglo xix hasta la transición) rescata del olvido los primeros precedentes de esa historiografía, que se remontan a los mismos orígenes de nuestro constitucionalismo (antes incluso de que se aprobara la Constitución de 1812). Con todas sus limitaciones, destaca en este período la obra de Martínez Marina, que se enmarca dentro de la corriente historicista que, en la línea del discurso preliminar, trata de conectar la Constitución de Cádiz con la tradición medieval de las leyes fundamentales para diluir su carga revolucionaria. Esa misma idea de Constitución histórica es la que se trasluce en las Memorias para la historia de las constituciones españolas, una obra de Juan Sempere y Guarinos publicada en París en 1820. En las siguientes décadas proliferaron los análisis de los acontecimientos políticos relatados muchas veces por sus propios protagonistas (Conde de Toreno, Argüelles). En 1860, ve la luz una obra más ambiciosa: la Historia política y parlamentaria de España de Rico y Amat, y en el último tercio del siglo se editan las primeras compilaciones de textos y documentos constitucionales españoles. En esa misma línea, la de recuperar las fuentes constitucionales, se inscribe otra recopilación, a cargo de Manuel Fernández Martín, que apareció con el título de Derecho parlamentario español (1885). En ella se recogen y se glosan los principales documentos que fueron discutidos o aprobados en las Cortes de Cádiz. Más tarde, ya a principios del siglo xx, se publicarían varias antologías con extractos de los diarios de sesiones y las normas aprobadas en esa etapa.
Desde finales del siglo xix, la historia constitucional fue ganando protagonismo en los tratados de derecho político. Pero no se analizaba en profundidad y faltaba una visión de conjunto. Tampoco abundaban los estudios sobre textos constitucionales concretos; si bien, con motivo de su primer centenario, se publicaron algunos en torno a la emblemática Constitución de Cádiz. De esa misma época son dos libros esclarecedores sobre la Constitución de Bayona, uno del francés Pierre Conard y otro de Sanz Cid, que sigue siendo hoy una obra de consulta imprescindible. Digno de mención es también el libro de Jerónimo Bécker La reforma constitucional en España. Estudio histórico-crítico acerca del origen y vicisitudes de las Constituciones españolas (1923), entre otros motivos, por el método que utiliza (por primera vez se analiza nuestra historia constitucional desde una triple perspectiva político-institucional, doctrinal y normativa).
La Segunda República no fue un período muy fecundo para la historia constitucional, pero brillan con luz propia las figuras de Adolfo Posada y su discípulo Nicolás Pérez Serrano. El maestro asturiano fue un pionero en el estudio de la historia constitucional comparada. En su Tratado de derecho político dedicó un volumen al análisis del derecho constitucional comparado, dando cumplida cuenta de la experiencia constitucional inglesa, norteamericana, francesa, alemana y española (desde la Constitución de Bayona hasta el régimen constitucional del 31). En su conocida exégesis de la Constitución republicana (La nouvelle Constitution espagnole, 1932), Posada prestó también una especial atención al estudio de la historia constitucional española (que ocupa casi la mitad del libro). Pérez Serrano escribió en 1933 un artículo sobre la «Diputación Permanente de Cortes en nuestra historia constitucional» y en 1951, esta vez en clave comparada, un discurso sobre «La evolución de las declaraciones de derechos».
La instauración de la dictadura franquista supuso un freno para el cultivo de la historia constitucional. Esta parálisis inicial se explica por la vinculación del constitucionalismo con el liberalismo, una ideología que el nuevo régimen rechaza y combate porque la considera disolvente y ajena a la sana tradición española. Pero con la evolución del franquismo hacia un sistema autoritario, sin los rasgos totalitarios de los primeros años, se asiste a un tímido renacimiento de los estudios de historia constitucional. En la década de los cincuenta, desempeña un papel destacado el Instituto de Estudios Políticos, que publicará en su colección Pensamiento e Historia Política algunos libros sobre fuentes (como la recopilación de documentos históricos de Diaz-Plaja o una colección de Constituciones Iberoamericanas) y obras que tendrían un gran influencia como El liberalismo doctrinario, de Luis Díez del Corral, Historia del parlamentarismo español: 1810-1833, de Maximiano García Venero, y sobre todo Historia del constitucionalismo español (1955) de Luis Sánchez Agesta, que estudia los textos constitucionales a partir de las doctrinas e ideologías subyacentes y las circunstancias sociopolíticas, aunque subraya en exceso, según el autor, los aspectos negativos de nuestra trayectoria constitucional (inestabilidad, superficialidad…).
A finales de los años cincuenta, la publicación de la obra de Miguel Artola, Los orígenes de la España contemporánea, sobre la revolución de 1808, que completaría posteriormente con el volumen dedicado a La burguesía revolucionaría (1808-1874), marca un hito en la renovación de la historiografía española, bajo un prisma liberal.
Con la tímida apertura del régimen franquista en la década de los sesenta se incrementa notablemente el número de publicaciones, tanto las destinadas a recuperar las fuentes, como las recopilaciones de Constituciones y otras leyes políticas fundamentales de Diego Sevilla Andrés (1969) o Enrique Tierno Galván (1968), como las que contienen análisis de diferentes etapas de nuestra historia constitucional, como el número monográfico de la Revista de Estudios Políticos (1962) con motivo del centésimo quincuagésimo aniversario de la Constitución de 1812, o la monografía de Joaquín Tomás Villarroya sobre el Estatuto Real (1968). Este mismo autor publicará en 1975 una breve, pero valiosa, Historia del constitucionalismo español, con un enfoque predominantemente normativo.
El retorno a la democracia constitucional se tradujo en un renovado interés por la historia constitucional y una eclosión de estudios que se centraron en un primer momento en nuestro pasado más reciente (la Segunda República). Con el transcurso del tiempo, el foco se amplía a otros períodos y se observa una progresiva despolitización, una mayor objetividad, en el análisis de los investigadores, que proceden de diferentes disciplinas académicas y operan con métodos propios de su especialidad.
El liderazgo en este ámbito lo siguen ostentando los especialistas en historia contemporánea. Quienes cultivan la historia del derecho, anclada durante mucho tiempo en el estudio de la Edad Media y el Antiguo Régimen, se interesan muy tardíamente por la historia constitucional. Dejando a un lado las incursiones pioneras de Francisco Tomás y Valiente o José Manuel Pérez Prendes, ese interés se centra en los momentos fundacionales de nuestro constitucionalismo (1808-1813), con una perspectiva institucional que tiende a prescindir de las referencias del derecho comparado. Entre los constitucionalistas, es patente el desinterés por la historia constitucional. Se ha abandonado prácticamente. Con muy pocas excepciones: Joaquín Varela (máximo exponente de esta disciplina en la actualidad), Roberto Blanco y Manuel Martínez Sospedra. Ignacio Fernández Sarasola —que es la cuarta excepción— repasa los proyectos y grupos de investigación más destacados en esta materia y las obras que han tenido más impacto. Menciona, por ejemplo, la colección de Las Constituciones españolas dirigida por M. Artola y compuesta por nueve volúmenes editados por Iustel. En esta obra colectiva, se pone especial atención en la génesis de las sucesivas constituciones y en los debates constituyentes. Otro esfuerzo encomiable por recuperar las fuentes es sin duda el que ha desplegado Varela, artífice de la colección Leyes Políticas Españolas, 1808-1978. Sus cinco volúmenes, editados también por Iustel, se dedican a las Constituciones y leyes fundamentales, la legislación electoral, los reglamentos parlamentarios, la Jefatura del Estado, el Gobierno y la Administración y, por último, los derechos y libertades.
En el terreno doctrinal, han proliferado las colecciones promovidas por distintas instituciones públicas. Es justo destacar la colección de Clásicos del Pensamiento Político y Constitucional, editada por el CEPC, que fue dirigida en un principio por Tomás y Valiente, y en la actualidad por Santos Juliá. En esta colección, se han publicado, por ejemplo, Lecciones de derecho político de Antonio Alcalá Galiano y Joaquín Francisco Pacheco o los cursos de Ramón Salas y J. M López; y obras de Francisco Martínez Marina, Agustín Argüelles, Jaime Balmes, Francisco Pi i Margall o Antonio Cánovas del Castillo. Sin olvidar, por supuesto, las Obras Completas de Manuel Azaña, bajo la dirección de Santos Juliá. En la misma línea se inscribe la colección patrocinada por la Junta General del Principado de Asturias sobre Clásicos Asturianos del Pensamiento Político, en la que figuran obras de Gaspar Melchor de Jovellanos, Francisco Martínez Marina, Argüelles, Conde de Toreno, Adolfo Posada y otros, con estudios preliminares a cargo de reputados especialistas. No menos loable es la iniciativa del Congreso de los Diputados de recopilar y reproducir en facsímil los discursos parlamentarios de insignes personalidades políticas como Azaña, Fernando de los Ríos, Castelar, Sagasta, Cánovas o Dato.
La historia constitucional ha cobrado protagonismo con motivo del bicentenario de la Constitución de Cádiz, que ha generado una explosión de actividades conmemorativas: numerosos congresos científicos, publicaciones colectivas y creación de páginas web específicas, como la integrada en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
El panorama descrito no estaría completo sin una referencia al principal foco de investigación y divulgación de la historia constitucional en nuestro país. Nos referimos, naturalmente, al grupo encabezado por Joaquín Varela en la Universidad de Oviedo. Tras poner en marcha en el año 2000 la revista electrónica Historia Constitucional, única en el mundo dedicada exclusivamente a esta disciplina, se creó en 2008 el Seminario de Historia Constitucional Martínez Marina, que aglutina a una veintena de investigadores de diversas disciplinas y universidades y que cuenta con una excelente biblioteca.
La historia constitucional, concluye el autor, ha alcanzado un considerable grado de madurez desde la transición, pero este avance global no puede ocultar algunas carencias, como la ausencia de un tratado de historia constitucional española debidamente actualizado, que pueda reemplazar el manual de Sánchez Agesta. Lo que más se aproxima a esa visión de conjunto es el libro Política y Constitución en España (2014) de Varela.
El capítulo final de Fernández Sarasola no es un anexo insertado con calzador, sino que se integra perfectamente, a mi juicio, en la trama de la obra, sin romper el hilo conductor. Un buen colofón para un libro que llena un vacío en nuestra bibliografía y que lo hace de modo original.