SUMARIO
I. Los trabajos del profesor Garrorena que se presentan en este volumen constituyen jalones imprescindibles en el pensamiento constitucional sobre la democracia y la representación en nuestro país.
Aparecen recopilados en dos partes, tituladas respectivamente «Escritos sobre la democracia» y «Escritos sobre la crisis de la democracia representativa», e incluyen cinco contribuciones publicadas en diferentes momentos y con distinta extensión. Todas ellas acreditan la profundidad de la teoría constitucional que los anima. Su élan común lo podemos encontrar en una aproximación metodológica que tira de rigor y claridad, y en unos presupuestos materiales comprometidos, como en el resto de sus obras, en la mejora de las precarias reglas de convivencia política que el constitucionalismo nos ha ofrecido. La suya es una visión de una amplitud esclarecedora, ya que conoce a la perfección cómo se han ido elaborando las narrativas de la Constitución, de la democracia, de la representación, de todas las categorías esenciales de nuestra disciplina; lo que lo sitúa en una atalaya privilegiada desde la cual puede aportar todo un caudal de referencias que se convierten en una fuente de inspiración necesaria para los intérpretes posteriores.
Como acabo de manifestar, son cinco trabajos los integrados felizmente en esta nueva recopilación. Cuatro eran conocidos y el quinto —y más actual— era inédito hasta su publicación en estas páginas.
II. La primera de las invitaciones a pensar que nos ofrece el profesor Garrorena es «Democracia, Estado y Derecho» que cabe entender como un prólogo sustancioso que prepara el terreno para el resto de los capítulos. Contextualiza, así, las relaciones «Democracia-Estado», en primer lugar, y «Democracia-Derecho», en segundo término, con un pulso firme que prescinde de ficciones y lugares comunes. El planteamiento sustancial es profundo en cuanto que nutrido por el conocimiento histórico de las categorías a las que se hace mención. Resulta especialmente interesante el modo en que se incide en la evolución que nos lleva desde la democracia de Pericles (básicamente «unanimista» y, sobre todo, desconocedora del concepto de minoría) a la democracia liberal, que erige a la autonomía del individuo en el centro de su construcción; el camino que parte de la democracia directa —que exige que la definición de los intereses generales correspondiera a la totalidad de los expuestos a sus consecuencias— y nos trae hasta la democracia representativa, primero burguesa y luego abierta a todas las clases sociales. Se traza, así, una eficaz síntesis en la que no se soslayan las sombras. Estas son la posibilidad de la dictadura de la mayoría y el papel tutelar que, sobre todo el modelo, ejercen los partidos políticos no adecuadamente conectados con la ciudadanía. A ellas me permito añadir la que puede derivarse de la desviación del complejo equilibrio entre economía y democracia en la globalización auspiciada por las instituciones supranacionales; la renovada vigencia de viejos principios rivales, como la tecnocracia; y las complejidades a las que aboca el resurgir del concepto de pueblo y la precaria situación en la que quedan las minorías disidentes.
En lo que se refiere al segundo haz de relaciones, las que se traban entre «democracia y derecho», resultan contextualizadas a partir de la consideración del principio democrático como indiscutible legitimador de todo el sistema de fuentes. Pero en lo que se incide con toda rotundidad es en que los procedimientos de producción normativa no permiten albergar cualquier resultado, sino que, por el contrario, hay una afectación material de la democracia a la consecución de la libertad y la igualdad. En tal sentido, es obvio que el concepto de democracia es difícilmente reductible a una sola categoría y que es el propio derecho, ese derecho legitimado democráticamente, el que procede a establecer el concreto modelo que se adopte.
De esta forma termina este meridiano esquema que permite diseccionar a su luz tanto la realidad como las posibilidades que abre. Si el modelo no está completamente trabado, no cesarán de abrirse costuras; y de la democracia no quedarán sino retales con los que apenas cubrir a un emperador al que alguien, en algún momento, en algún lugar, verá desnudo; y no será, previsiblemente, la compasión el sentimiento que prevalezca.
III. En el segundo trabajo, «Democracia y justicia constitucional: el debate “justicia constitucional-democracia” en los procesos constituyentes de 1931 y 1978», se lleva a cabo un análisis de las relaciones intrínsecamente conflictuales entre justicia constitucional y democracia teniendo como marco la historia constitucional española. Así muestra como nuestro país no admitió sino un autocontrol de la acción legislativa del Parlamento hasta la Constitución de 1931, en la que se incorporó a la estructura orgánica el Tribunal de Garantías Constitucionales, lo que dio pie a una total reconfiguración de los conceptos de Parlamento y de ley y, en consecuencia, de Constitución y democracia. Desde luego, como explica con todo lujo de detalles el profesor Garrorena, en estos momentos se está lejos de saber exactamente el alcance y las consecuencias de una innovación de este calado. Dicho con sus palabras: «Aquel régimen democrático […] no tenía nada claro ni lo que quería hacer con la justicia constitucional ni casi su compatibilidad con la democracia y aun su existencia»[1]. Y es que es evidente la enorme dificultad de inaugurar al mismo tiempo democracia (esto es, regla de la mayoría, según era mayoritariamente entendida entonces) y justicia constitucional (contramayoritaria, por definición). En el convulso contexto de la Segunda República española no hubo forma de sofocar racionalmente los bien conocidos temores a que el Tribunal pudiera frenar la legislación social ni de superar la crítica que estimaba que sus sentencias eran meras decisiones políticas con la veste del derecho.
En definitiva, la primera intentona de establecer un sistema de justicia constitucional en nuestro país corrió la misma suerte que la propia democracia. En un contexto en el que se impugnaba desde todos los frentes la legitimidad del sistema, los tribunales de control de constitucionalidad enseguida aparecían como un instrumento para desvirtuar la voluntad de los ciudadanos, al tiempo que se recelaba de un Parlamento al que se pensaba capaz de arruinar el destino de todos aquellos que no compartían los presupuestos de quienes habían votado la ley. Resulta totalmente explicable que una institución que no resuelve totalmente la tensión entre derecho y política, sino que contemporiza, tuviera tan pocos amigos en los tiempos del cólera.
El nuevo episodio en el que repara el profesor Garrorena es el del proceso constituyente actual que, como es sabido, se desenvuelve en una clave completamente distinta. A estos efectos recuerda que, en los estados constitucionales de nuestro entorno, el Tribunal Constitucional (TC) no se discutía; como no se discutía la supremacía de la Constitución o la sujeción de la ley a esta.
Pero, pese a que la jurisdicción constitucional llegó a la España de 1978 en loor de multitudes, las suspicacias que constitutivamente su existencia suscita no han desaparecido. Y a ello han contribuido el propio TC —cuando ha dejado de actuar como el idealizado legislador negativo del que hablaba Kelsen— y la clase política —que no ha mantenido al TC al margen de la disputa partidista—. Con este certero diagnóstico, al que el lector avisado podrá sumar ejemplos que lo corroboren para cubrir el lapso temporal que se inicia en 2011 (año de publicación del artículo), termina este espléndido desarrollo. El problema es un «eterno problema»[2], pero creo que ahora podemos contar con nuevos datos para señalar que es consustancial a la democracia constitucional y que se reproduce urbi et orbi desde que Marshall comenzó el experimento.
IV. El tercer capítulo («Democracia y rigidez de las normas. La rigidez de la ley electoral de las Comunidades Autónomas») versa fundamentalmente sobre democracia y sistema de fuentes —una conexión que resulta explorada en aspectos no habitualmente tratados— y en el que, al hilo de las previsiones estatutarias sobre las leyes electorales como leyes de mayoría reforzada, se lleva a cabo toda una impugnación de esta categoría.
Y es que efectivamente el profesor Garrorena asevera que un modelo democrático abierto debe articularse en torno a una Constitución que reconozca el derecho a elegir y a ser elegido y a la ley ordinaria como expresión de la apertura del modelo democrático por el que efectivamente se opta[3].
Porque lo cierto es que las leyes electorales en nuestro país están ultraprotegidas a través de la técnica de la rigidez, de la que predica su carácter de técnica excepcional en una democracia
Con tales planteamientos no extrañará el juicio muy crítico que se vierte sobre el modelo de regulación del derecho electoral en los subsistemas normativos autonómicos que han sometido a las leyes electorales de las comunidades autónomas a importantes mayorías cualificadas dando lugar, por tanto, a un nuevo tipo de fuente en el ordenamiento autonómico. Este ejercicio de innovación normativa es admitido por el TC, siempre que se contemple en el Estatuto correspondiente (STC 179/1989), pero esto en su opinión no permite negar que «existe una tensión manifiesta entre las leyes reforzadas y el principio democrático que arguye en contra de las primeras»[4]. Estas consideraciones continúan por la senda de su influyente y estimulante estudio fundacional sobre las leyes orgánicas[5], y el lector encontrará aquí una nueva exposición de un planteamiento revulsivo que se apoya en una concreta visión del principio democrático aplicado al sistema de fuentes. Lo que se busca clarificar es el significado de la democracia; cómo se debe actualizar nuestro marco jurídico, qué se debe dejar a la decisión mayoritaria y qué debe exigir un mayor consenso. En este debate se adentra el autor con ideas claras y con una metodología expositiva precisa, que sorprenderá a quien tenga la suerte de acercarse por primera vez a estas páginas. El profesor Garrorena mantiene los siguientes postulados:
La mayoría simple es la base fundamental y primera de todo régimen democrático.
Lo es porque la exigencia de mayorías superiores depara a la minoría una capacidad de bloqueo (determinar la realidad conforme a sus dictados), lo que constituye una quiebra del principio de equivalencia de las opciones.
Eso supone que las leyes de mayoría reforzada solo son admisibles si «acreditan suficientemente su necesidad intrínseca; esto es, si prueban su correlación con una carencia del sistema y, por lo tanto, su derecho a ocupar un hueco dentro del correspondiente ordenamiento jurídico»[6].
Lo anterior no resulta desvirtuado recurriendo al lugar común de la quiebra del concepto unitario de ley. Las razones que valen para justificar la existencia de leyes autonómicas o decretos-leyes (plenamente admisibles) no amparan una ley cuyo presupuesto es la elevación de las mayorías.
Y tampoco asume el autor que se haya operado una transformación paulatina, pero gigantesca, del concepto de democracia que la haya llevado hasta la democracia de consenso en la que las mayorías reforzadas quedaran elevadas a la condición de nueva regla estructural.
En suma, la existencia de mayorías cualificadas para la modificación de una ley privilegia la ley ya aprobada, y no debe haber una presunción de que la ley en vigor es mejor que la que está por aprobar. Coincidiendo en lo general en el planteamiento, que espero haber glosado con rigor, me permito presentar la cuestión desde otra óptica. Mientras la regla de la mayoría cualificada cuantifica como negativos todos los votos que no sean afirmativos, con la mayoría ordinaria las abstenciones no juegan en el cómputo. ¿Es posible considerar desde el punto de vista democrático equivalente la opción que supone apoyar una medida o rechazarla a ese ponerse de perfil que implica la abstención? ¿No hay, por ejemplo, en la máxima eficacia que se debe exigir a la relación representativa una deriva necesaria que debería impulsar al representante a un lado concreto del juicio al que se le somete para poder rendir cuentas adecuadamente ante quien lo ha elegido?
En resumen, un trabajo fascinante sobre fuentes, sobre democracia. Un trabajo esencial de quien puede plantear con todo fundamento afirmaciones como las siguientes:
En todo ordenamiento jurídico razonablemente organizado, la existencia de una norma superior y más alta (llámese Constitución o Estatuto de Autonomía) para contener las decisiones básicas de la comunidad correspondiente, aquellas que merecen un especial refuerzo y protección, y de la ley ordinaria para recibir aquellas otras disposiciones que, por no ser fundamentales, deben quedar a la habitual competencia de nuestros representantes, cubren —como legalidad y como supralegalidad— todas las necesidades que el sistema pudiera tener[7].
Latigazos que contestan esa tendencia de cierto constitucionalismo que pretende extender la estrategia Ulises más allá del propio texto constitucional como mecanismo para defender a los votantes de sí mismos.
V. La segunda parte de este volumen se destina a un lugar muy querido por el profesor Garrorena: la representación o, mejor dicho, la crisis de la democracia representativa, un tema al que se acerca con dos trabajos separados por veintitrés años y que permiten ver perfectamente en el autor el propósito de revivificar un concepto que sigue estando llamado a «organizar la participación y realizar la democracia». Para tal empeño no nos cabe otra que conocer los presupuestos fundacionales que gestan este contexto, determinar cuáles de ellos resisten en su aplicación a la realidad actual y enriquecer la lex artis, nunca enteramente desentrañada de los conocimientos canónicos sobre la esencia de la representación, con las nuevas técnicas que puedan servir para insuflarle vida.
VI. «Representación política y Constitución democrática (Hacia una revisión crítica de la teoría de la representación») —un punto de inflexión en la formación de todos aquellos interesados en el derecho constitucional y forma de gobierno— se inicia con un excurso histórico, obligado ya que la tesis de este trabajo es que «muchas de las cosas que hoy suceden —o no suceden— en el terreno de la representación tienen que ver bastante con cómo esta fue inicialmente concebida»[8]. Garrorena disecciona así el contexto ideológico en que se fragua con enorme éxito la representación en el contexto revolucionario y posrevolucionario francés, del cual destaca como elemento definitorio de un nuevo estadio el hecho de que el representante encarna la nación y, por tanto, «es» el poder. Se pone de manifiesto así un importantísimo cambio respecto del concepto de representación medieval al que el profesor Garrorena atribuye una trascendencia capital. Señala:
Pasa a ser comprensible —casi inevitable— que, en ese obligado desdoblamiento de personalidad al que ahora se ven sometidos tanto el representante como las instituciones representativas (por una parte, detentadores del poder; por otra parte, interventores del poder), la primera de ambas identidades acabe prevaleciendo sobre la segunda, no solo en el plano de las identificaciones, sino también en el terreno de los cometidos institucionales u orgánicos: el diputado —ese es el riesgo— puede tender, a partir de ahora, a autopercibirse primordialmente como agente de poder, con detrimento de otras dimensiones de sus mandato; y, en las instituciones representativas, la función de fiscalización de los que gobiernan puede comenzar a ceder alarmantemente el sitio a la función de soporte de los que gobiernan[9].
Sin embargo, nada mal se avenía este funcionamiento al modelo que tenía a la burguesía como sujeto político exclusivo («Aquí es tan solo una clase —la clase burguesa— la que, tanto en el Parlamento como en el posterior juego institucional está dialogando consigo misma»[10]). En tanto que se mantenga la perfecta y completa simbiosis entre sociedad burguesa y estado burgués, la representación, tal y como se acaba de glosar, será un juego de complicidades y ficciones en la que las dos partes expresaban confianza mutua.
El siguiente estadio de la investigación nos conduce al período en el que el principio democrático decreta, desde el punto de vista jurídico, el fin de los presupuestos burgueses del Estado. Sin embargo, algunas de las inercias anteriores apenas se vieron corregidas y la representación no mutó; tal y como hubiera cabido esperar si los partidos políticos que irrumpieron hubieran realizado la función de mediación para la que parecían estar llamados. Es especialmente destacable cómo no se rompe esta dinámica por los partidos de masas, lo que los hace a todos responsables de la conformación de la representación tal y como es reconocible durante todo el siglo xx. Es efectivamente inesquivable obviar lo que de escindido (o dislocado) hay en la representación: de un lado, elector y partido; de otro, partido y representante. La primera parte no llega a ser una relación y cabe ser descrita, mejor, como un otorgamiento de la confianza sobre la base de un programa electoral genérico que busca merecer el apoyo del votante en razón de su pertenencia grupal; la segunda también carece de contenidos relacionales: el representante forma una unidad con el partido; es un órgano del partido, como lo es materialmente el grupo parlamentario[11]. Lo cierto es que, en cualquier caso, la relación representante-representado ya no existe ni como relación ni como confianza. En definitiva, el Estado de partidos no solo no ha permitido que la representación supere su pecado original burgués: la reticencia frente al representado, sino que ha acentuado la mentalidad cautelar que casa tan bien con el concepto de libertad de Constant. La evolución en este sentido de las Cámaras representativas no nos permite ser complacientes: el diálogo de la burguesía consigo misma ha sido sustituido por el «nadie habla ya para nadie»[12].
Por lo tanto, la tarea pendiente para el intérprete es intentar que la representación colme las expectativas nunca cumplidas de convertirse en una relación. Y a su juicio esto es solo posible a través de una reformulación crítica de sus postulados, de lo que se deduce, por ejemplo, que no considera que la categoría representación se decline de forma diferente en otros estados con sistemas electorales diferentes. Por otra parte, tampoco considera una solución solvente las medidas de las que habitualmente se echa mano para la corrección de las carencias atribuidas a la representación política (democracia directa, o democracia corporativa). Lo que propone es mucho más radical, ya que supone desplazar todo el telos de la representación que, como vuelve a advertir, se define a partir de la desconfianza en el ciudadano.
Este planteamiento toma ahora nueva forma con ocasión del repaso que hace a la dogmática que trata de la representación y que constituye la necesaria base teórica de cualquier esfuerzo de reconstrucción. Así, mantiene, al hilo del desmitificador planteamiento de Kelsen, que en la actualidad representación y relación representativa no son conceptos que vayan de consuno. En su opinión, no hay una relación representativa porque no se da el presupuesto que daría lugar a ella cuando las diferentes partes no están trabadas en términos de derechos-deberes recíprocos.
En definitiva, es notorio que ha sido la ausencia de contenidos relacionales en la representación la que ha alejado el momento democrático de esta, lo que ha originado a la crisis de legitimidad que todavía hoy el sistema no ha resuelto totalmente. Premonitorias parecen afirmaciones como las siguientes:
[…] si este proceso [la pérdida progresiva de distancia entre el poder y sus controladores] no se frena de alguna manera y por algunas vías, la representación dejará definitivamente de ser la fórmula natural de intervenir en nuestro nombre los actos de los gobernantes, para pasar a ser tan sólo la técnica que permite competir por el poder, utilizando a dicho fin nuestro respaldo. No dudo que esto último sea funcional, como no dudo que lo sea también una representación desentendida de sus representados; lo que me preocupa es si, además, ese singular curso de la realidad acerca o aleja, y en qué medida, el momento democrático de la representación[13].
Y, así las cosas, la solución reside en la aproximación; en crear un nuevo entramado relacional a través de fórmulas inéditas que excluyan la imperatividad y concibiendo en el interior de los partidos estructuras de comunicación con los electores. Procedería también, según el profesor Garrorrena, llevar este impulso a las reglas de funcionamiento del Parlamento, de manera que quedará fijado institucionalmente un estatuto constitucional de la oposición. Aprecia ya en esos momentos el papel de las nuevas técnicas de comunicación. Estos son los mimbres con los que planteaba el problema de la representación, ejerciendo de conciencia crítica y desvelando lo que ocurría y lo que podía ocurrir; viendo más allá del horizonte inmediato.
Las dificultades para acometer la tarea de renovación son el último de los aspectos que aborda en sus consideraciones finales, tan moderadamente pesimistas como lúcidas. En concreto, nos advierte del modo en que se trabaría la transformación requerida en un contexto en el que los partidos políticos no se sienten concernidos, en el que la ciudadanía de la globalización resulta difícilmente articulable y, sobre todo, en una sociedad en la que los ciudadanos creen en Constant más que en el Ágora. Ya incidiremos en estas cuestiones en el último episodio de este seguimiento que estamos llevando a cabo de la representación según Garrorena. Baste, ahora, con señalar muy sucintamente que los partidos están viéndose obligados a introducir nuevas dinámicas para evitar su colapso y el del mismo sistema; y que la globalización está provocando tantas consecuencias (algunas de ellas muy desfavorables) que los ciudadanos han recuperado una dinámica intervencionista en los asuntos públicos. Bien es verdad que llegan al Ágora cuando la sesión está a punto de acabar (en el momento de la decisión) y se pierden gran parte del nudo (la deliberación), pero esa es otra historia.
El profesor Garrorena lleva a cabo aquí, en definitiva, toda una construcción reinterpretativa, tanto de los fundamentos jurídicos como de la conformación actual de la representación, que, si hubiera tenido la capacidad persuasiva que debe tener un discurso bien armado en quienes son también parcialmente sus destinatarios (los políticos), hubiera podido frenar un tanto la espiral de desafección ciudadana en la que desde hace tanto tiempo están inmersos.
VII. La constante preocupación por la representación por parte de un constitucionalista incisivo como el profesor Garrorena lo ha de llevar necesariamente a analizar el momento actual. Lo hace en el último trabajo que forma parte de esta monografía, que cabe entender, así, como la síntesis y la última elaboración de su pensamiento.
Este capítulo lleva por título «La crisis actual de la democracia representativa. ¿Qué hacer?» y en él contextualiza adecuadamente del momento actual enfatizando en el concepto de representación. En concreto plantea que la crisis financiera de 2008 ha dado lugar, entre otras consecuencias, a que amplios estratos sociales hayan visto empeorar severamente sus condiciones materiales de vida. Y esta precariedad —generalizada, pero enormemente desigual— ha tenido una repercusión en el modelo jurídico-político en el que ha reaparecido el conflicto bajo la forma de una espontánea indignación dirigida contra quienes debían haber evitado lo que ocurrió. El profesor Garrorena da forma constitucional a esta visión que solo considera a los políticos como un grupo privilegiado alejado de las preocupaciones reales de la sociedad, cuya motivación es puramente personal, y señala que esto no supone sino una exacerbación de la ajenidad que la representación lleva ínsita desde sus presupuestos burgueses. Así las cosas, la crisis económica derivó en una crisis constitucional e, incluso, en una crisis de legitimidad en la medida en que, como el profesor Garrorena advierte inmediatamente, si se descree de la representación, el elemento clave de la democracia de nuestros días queda en entredicho.
Obligado resulta en este análisis reparar en el período de entreguerras y establecer relaciones. Y, desgraciadamente, más semejanzas encuentro que el profesor Garrorena entre ambos momentos. En particular, me gustaría coincidir con el autor en su percepción de que el concepto de «Pueblo de trascendencia» sea meramente un resabio de los años treinta. Antes bien, el pueblo y quien lo representa (quien dice encarnarlo) vuelve a intentar revestirse de ese halo mítico, superador de toda dificultad para la realización del destino de las grandes naciones, y de ahí una reapropiación de un concepto que muchos han dado por olvidado demasiado pronto: la soberanía.
En definitiva, jugando con la ventaja de quien escribe después del glosado sobre un concepto en permanente ebullición, creo que la dinámica política más pujante está intentando rearticular el concepto de pueblo para extraer toda su potencia política y conseguir con esta operación desacreditar a los partidos tradicionales, a los que se presenta como meros conglomerados incapaces de expresar otra conciencia política que no sea la de permanecer en el poder al servicio del poder. La reivindicación del pueblo corre pareja, así, a la defensa de una nueva forma de acción política ya no reducida a la satisfacción de necesidades puntuales de esos grupos diversos, sino como una posibilidad de gran transformación. La política, como gestión de la necesidad es capaz de prescindir del concepto de pueblo. La política cuando es considerada una capacidad de remoción de las reglas que impiden a las personas vivir con dignidad necesita de un sujeto, el pueblo, y de todo el aparataje doctrinal clásico con el que este se ha pertrechado: poder constituyente, soberanía. En definitiva, la distancia con los años treinta no es tan grande, si bien espero que sea la suficiente para no ser salvada.
En el apartado de soluciones es completamente secundable la óptica pragmática de la que el autor parte y que nos lleva a los partidos como realidad definitoria de este contexto social. No se anda con paños calientes a la hora de atribuirles una responsabilidad clave tanto en los problemas detectados como en la dificultad de encontrar soluciones. Dice: «[…] ¿van a ser capaces de regenerar la democracia, los propios partidos causantes de su deterioro?[14]». Una esperanza tenue surge, sin embargo, si se considera el evidente cambio en la percepción de la ciudadanía, lo que nos permite albergar con cierto fundamento la esperanza de que sean los propios partidos los que se vean obligados a soltar el lastre ante el temor de ver relegado su peso en las instituciones.
El profesor Garrorena, en línea con el empeño que lo ha animado siempre, estima que los problemas fundamentales están vinculados con la matriz liberal del concepto de representación —matriz liberal, que, por otro lado, considera parte insustituible del Estado social y democrático de derecho—[15]. En plena coherencia con la teoría que viene sustentando, encuentra tres causas a la profunda crisis de la representación: en primer lugar, que la misma en la actualidad no de origen a contrapoderes, sino a poderes tout court; en segundo lugar, que el concepto del mandato representativo viene siendo entendido como un mandato de desconexión o desvinculación; y, en tercer lugar, que la vinculación de la representación al estado liberal lo ha sido también a la economía de mercado cuyo funcionamiento está muy alejado de los principios y exigencias que el concepto de Estado social impone a aquellos estados que han constitucionalizado la fórmula. Aquí están, bien definidos, por el profesor Garrorena las claves para comprender la representación en su definición actual, claves que son, en buena medida, la esencia del constitucionalismo: el poder y su control, la dualidad representantes y representados, y las relaciones derecho/economía. Nos anuncia el autor que este planteamiento está solo apuntado y quedamos a la espera de sus desarrollos futuros.
Pero, de acuerdo con este diagnóstico, el capítulo desemboca en un conjunto de propuestas considerablemente concretas para superar estas disfunciones. Así las cosas, arriesga un buen número de argumentos para, en primer lugar, conseguir que los representantes operen como contrapoderes; esto es, como límites efectivos de la acción de la mayoría. En segundo término, intenta encontrar mecanismos para que, cuando se habla de representación, también se pueda hablar de «vínculos relacionales entre representantes y representados». En el tercer grupo de propuestas, trata de corregir las nefastas tendencias de la «profesionalización de la política»; y, por último, se trata de cortocircuitar en la clase política la tendencia social general a considerar el enriquecimiento a toda costa como «signo de éxito y distinción social[16]» —magnífica fórmula con la que introduce las medidas anticorrupción.
El primer conjunto de medidas trata de conjurar el peligro que surge cuando quienes debieran ser contrapoderes mudan su naturaleza y se convierten en «poderes». Lo oportuno es, pues, recurrir a las técnicas del constitucionalismo y trabar mecanismos de control eficaz donde no los hay, y ampliar la nómina de sujetos que con una implantación social significativa puedan hacer saber a los poderes que cuentan con elementos para responder. A tales efectos propone el establecimiento de nuevas pautas de funcionamiento parlamentario, de acuerdo con lo que desde hace mucho tiempo se viene reclamando. La oposición y las minorías deben tener un reconocimiento mucho más importante que el que actualmente tanto la Constitución como los reglamentos los deparan. Fuera de este aspecto institucional, la idea de considerar los movimientos sociales como contrapoderes supone una teorización tan acertada que hasta los propios partidos han acusado recibo. De nuevo, y como en el caso anterior, la cuestión está en lograr el engrase del modelo para que pluralidad y unidad mantengan las óptimas relaciones que hacen exitoso un modelo constitucional.
En segundo término, propone alternativas para estrechar las relaciones entre partidos y electores sin conceder crédito a las propuestas de revocatorios. De lo que se trata en su propuesta es de incentivar los mecanismos de interlocución permanente, para lo cual considera útil la creación de un registro de votantes. Mediante este, los electores de un partido, debidamente conectados, podrían contar con un cauce de traslado de sus intereses y necesidades, y los partidos dispondrían de un instrumento de primera magnitud para pulsar el estado de ánimo de quienes les han dado su confianza. Pero me resulta difícil concebir una formalización tan estricta de sus reglas de organización interna de los partidos, cuyos resultados, por otra parte, serían difíciles de prever. Es posible, por ejemplo, que la obligatoriedad de estas instancias comunicativas partidos-votantes (seguramente aquellos con más disponibilidad o más implicación) nos lleve a un modelo en el que la disensión interna fuera permanentemente aventada, lo que frustraría la misión fundamental de todo partido político, que es ofrecer a los electores unas pautas reconocibles del modelo de gestión de los intereses generales que proponen.
Las propuestas del tercer y cuarto bloque van dirigidas a contribuir que la sociedad aprecie que la política es una actividad, un servicio a la comunidad, (no una profesión) honesta. Limitación de mandatos, regulación restrictiva de las «puertas giratorias», revisión de los elementos del estatus del cargo público representativo para descartar todos aquellos que no sean estrictamente anejos a la función, prevención frente a la colonización general de los espacios sociales e institucionales por los partidos… En todas estas páginas, late la tremenda desconfianza de que los partidos puedan ser capaces de modificar en un sentido positivo los comportamientos que han llevado a la situación degradada en la que nos encontramos.
Por último, hay dos medidas directamente dirigidas a combatir esta enorme lacra que es la corrupción en España, una corrupción que muy acertadamente sitúa el profesor Garrorena en un contexto social y económico proclive. Las proposiciones del trabajo pasan por reforzar la posición del juez y por excluir de los delitos de corrupción del ámbito de la justicia negociada. El profesor Garrorena repara en el ciudadano y destaca como, a consecuencia de la aplicación de la justicia negociada en los casos de corrupción, «en la mayoría de los casos, sumados tales descuentos, la pena acordada no excede de los dos años, con lo cual es suspendible o sustituible por multa que el condenado paga sin tener que entrar nunca en prisión[17]». La conclusión se impone por sí misma.
VIII. Así llega al final este espléndido ensayo, tras cuya redacción se han producido una serie de modificaciones en la conformación del sistema de partidos cuyas consecuencias están siendo valoradas al tiempo en que se concretan. En concreto, las dos elecciones generales que se han sucedido desde noviembre de 2015 nos han abocado a un escenario inédito cuya manifestación más evidente es la fragmentación del Congreso de los Diputados. En tal contexto, los contrapoderes sociales son una parte clave en la estrategia tanto de los nuevos partidos como de los veteranos, en lo que se admite como un necesario revulsivo de la relación representativa. E, incluso, la modificación del sistema electoral comienza a ser plausible. Por lo tanto hay que abrirse a contemplar la posibilidad de su reforma así como los nuevos vínculos políticos entre electores y elegidos, a los que se pueden dar lugar.
En definitiva, creo que la mayor representación, que fue la bandera del 15-M, ha sido alcanzada en el sentido de que hay nuevos partidos enlazando con sectores de la ciudadanía que estaban completamente ajenos al sistema. Este fin del descreimiento generalizado ya es un aspecto muy positivo en lo que se refiere a la implicación de la sociedad, lo que permite recuperar para el concepto de libertad algo de lo que los modernos le hurtaron. De otro lado, las transformaciones del sistema de partidos no han sido únicamente cuantitativas. Los nuevos competidores y los veteranos están en un proceso de configuración y reconfiguración en la que los electores y los votantes se presentan como un bien escaso y más volátil de lo que ha sido nunca desde el inicio de nuestra democracia. Si la representación tiene que ver con la sensibilidad para acoger las demandas de los ciudadanos, ahora hay más partidos que nunca; y en el interior de cada partido, más sensibilidades que nunca. Pero en tal coyuntura no menos importante que la representación es el cumplimiento de la función de la clarificación de la política que a los partidos corresponde y que tan fundamental es para permitir la exigencia de responsabilidad.
[1] |
P. 53. |
[2] |
P. 74. |
[3] |
Pp. 78-79. |
[4] |
P. 108. |
[5] |
«Acerca de las leyes orgánicas y de su espuria naturaleza jurídica», Revista de Estudios Políticos, núm. 13, 1980, pp. 169-208. |
[6] |
P. 112. |
[7] |
P. 112. |
[8] |
P. 131. |
[9] |
P. 149. |
[10] |
P. 150. |
[11] |
Esta última deducción es una lectura más drástica del que suscribe este trabajo. Lo que el profesor Garrorena mantiene es que hay una relación entre representante y partido y que esta tiene un carácter efectivamente imperativo. Señala concretamente que «La relación partido-diputado ha pasado a ofrecer una visible condición imperativa, lo que, aparte ahora la mutación en los sujetos, constituye su gran novedad; sin embargo, habida cuenta de que, como prueban muy bien sus propios términos (partido-diputado), el elector ha dejado de estar presente en ella, es claro que la imperatividad que de ahí pudiera resultar sobre nuestros representantes no tiene ya al elector, sino al partido como exclusivo beneficiario» (pp. 158-159) |
[12] |
P. 164. |
[13] |
Pp. 180-181. |
[14] |
P. 196. |
[15] |
Al que, como es conocido consagró un estudio absolutamente fundacional. Véase El Estado español como Estado social y democrático de Derecho. Madrid: Tecnos, 1984. |
[16] |
P. 211. |
[17] |
P. 214. |