RESUMEN
Este trabajo tiene por objeto el estudio del absentismo de los miembros del Congreso de los Diputados de mediados del siglo xix como un medio para reflexionar sobre la representación política. Se muestra durante dicho período una extensa falta de seguimiento en las sesiones que permite ahondar en las relaciones entre representantes y representados desde la consideración de fenómenos como la accountability, o sea, el pedir cuentas al político por la acción desarrollada. Asimismo, se expone la posibilidad de que entre el electorado hubiera una voluntad de seguimiento del mandato parlamentario que iba más allá de los colectivos próximos al liberalismo avanzado y concernía a una mayor generalidad.
Palabras clave: Representación política; absentismo; accountability; liberalismo.
ABSTRACT
This paper aims to study the absenteeism of Spanish Members of Parliament in the lower House during mid-nineteenth century as a means to consider political representation. In particular, the lack of attendance at Parliamentary sessions was so extended that it called into question the relationship between representatives and the represented from the perspective of accountability. The paper considers whether politicians were able to give satisfactory account of the parliamentary actions developed. The paper raises the possibility of the electorate’s willingness to monitor parliament, which extended this engagement beyond liberal groups to include the citizenry more generally.
Keywords: Political representation; absenteeism; accountability; liberalism.
SUMARIO
Representar, del latín representare, significa hacer presente a alguien o alguna cosa mediante palabras, símbolos o figuras
que la imaginación retiene. Es decir, este concepto remite a la capacidad de alguien
para encarnar una realidad que está ausente y, por lo tanto, a un proceso con posibles
implicaciones en todas las áreas de conocimiento y actuación humanas. Desde la lingüística,
que se ha preguntado por la estructuración del lenguaje y la visión que configura
nuestra relación con el mundo (Elder-Vass, D. (2012). The reality of social construction. Cambridge, New York: Cambridge University Press. Disponible en:
En concreto, el presente trabajo pretende centrar su atención en uno de los terrenos más prolíficos del concepto: el de la representación política. Eso es, en cómo la sociedad y sus intereses son considerados en las instituciones políticas. Empezando por un planteamiento general de la cuestión, algunas de las reflexiones más interesantes al respecto, proviniendo tanto de la ciencia política como de la historiografía, se han centrado en dos vías de análisis. En primer lugar, una vertiente muy rastreada, y quizá con más predominio en la historiografía, es aquella que atiende a la representación política poniendo el acento en el grado en que la sociedad puede intervenir en la política a partir del estudio de la extensión del derecho al voto. Este punto de vista, grosso modo, se ha traducido en la valoración y evolución del sufragio censitario (Santirso, M. (2008). Progreso y libertad: España en la Europa liberal, 1830-1870. Barcelona: Ariel.Santirso, 2008), así como en la reflexión sobre la caracterización, las modificaciones y las consecuencias de las leyes electorales (Presno Linera, M. A. (2013). Leyes y normas electorales en la historia constitucional española. Madrid: Iustel.Presno Linera, 2013; Estrada Sánchez, M. (1999). El significado político de la legislación electoral en la España de Isabel II. Santander: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cantabria.Estrada Sánchez, 1999, y Fernández Domínguez, A. (1992). Leyes electorales españolas de diputados a Cortes en el siglo xix : Estudio histórico y jurídico-político. Madrid: Civitas.Fernández Domínguez, 1992).
No necesariamente, pero tal y como ha subrayado Raffaelle Romanelli (Romanelli, R. (1998). Electoral Systems and Social Structures. En R. Romanelli (ed.). How did they become voters? The history of franchise in modern European representation (pp. 1-36). The Hague, Boston: Kluwer Law International.1998: 1-36), esta visión puede acarrear una interpretación lineal y teleológica que conduce de manera inevitable al sufragio universal y, por lo tanto, las lecturas de ciertas circunstancias se formulan a condición de este futuro, que se prevé inevitable y que se alcanza después de pasar por diversos escalones, como el ensanchamiento del sufragio censitario, la estandarización de las reglas del mismo, la maximización de derechos universales e igualitarios entre la ciudadanía, la extensión del sufragio entre la totalidad de la población y la equiparación de los votantes mediante la representación proporcional. Se puede ceñir dicho enfoque a la denominada teoría de la democratización, según la cual se seguirían los pasos descritos hacia el sufragio universal. Se ha tendido a matizar estas conjeturas con una focalización hacia distintas dimensiones del proceso de democratización y con una perspectiva no lineal, que puede presentar resistencias o crisis (Forner, S. (coord.) (1997). Democracia, elecciones y modernización en Europa: siglos xix y xx . Madrid: Cátedra.Forner, 1997; Best, H. y Cotta, M. (eds.) (2000). Parliamentary representatives in Europe, 1848-2000: legislative recruitment and careers in eleven European countries. Oxford, New York: Oxford University Press.Best y Cotta, 2000, Best, H. y Cotta, M. (eds.) (2007). Democratic representation in Europe: Diversity, change and convergence. Oxford, New York: Oxford University Press. 2007: 1-26, y Garrard, J., Tolz, V. y White, R. (eds.) (1999). European democratization since 1800. Houndmills, Basingstoke, Hampshire: Macmillan. Garrard et al., 1999).
A modo de ilustración, se han superado dichos inconvenientes gracias a aportaciones
como las ofrecidas por el estudio de la ciudadanía, en auge en los últimos tiempos.
Si al principio este campo de investigación se había centrado en el acceso al voto
como medio de ejercer la ciudadanía, últimamente se han abierto nuevas vías de indagación
que han explorado otros caminos de entrada, demostrando así que ni el proceso de democratización
era lineal ni excluía de la politización a los que no tenían derecho al voto. Autores
como J. G. A. Pocock (Pocock, J. G. A. (1998). The ideal of citizenship since the Classical Times. En S.
Gershon (ed.). The citizenship debates: A reader (pp. 31-41). Minneapolis: University of Minnesota Press.1998: 31-41), Quentin Skinner (Skinner, Q. (2003). States and the freedom of citizens. En Q. Skinner y B. Strath
(eds.). States and citizens (pp. 11-27). Cambridge: Cambridge University Press.2003: 11-27), Philip Pettit (Pettit, P. (2012). On the people’s terms: A republican theory and model of democracy. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en:
La segunda principal línea de examen de la representación política responde a aquellas investigaciones que la han valorado a partir de la composición social de los Parlamentos. Es decir, incidiendo en la relación entre la composición interna de la cámara y la evolución social de la colectividad que representa (Best, H. y Cotta, M. (eds.) (2007). Democratic representation in Europe: Diversity, change and convergence. Oxford, New York: Oxford University Press. Best y Cotta, 2000, 2007). Esto es, apreciando el grado en que se asemeja un Parlamento a su sociedad. Este modo de análisis resulta muy interesante para evaluar la representatividad social si no se limita a una interpretación dual desde una perspectiva sociológica, en la que únicamente se confronta la realidad de la sociedad a la del Estado o Parlamento; o si se entiende la representación política como un mero proceso reflejo de la sociedad y en el que no intervienen complejas relaciones de reciprocidad entre sociedad e instituciones representativas (Narud, H. M. y Valen, H. (2000). Does social background matter? En P. Esaiasson y K. Heidar (eds.). Beyond Westminster and Congress: The Nordic experience (pp. 83-106). Columbus, OH: Ohio State University Press.Narud y Valen, 2000: 83-106 y Wängnerud, L. (2000). Representing Women. En P. Esaiasson y K. Heidar (eds.). Beyond Westminster and Congress: The Nordic experience (pp. 132-150). Columbus, OH: Ohio State University Press.Wängnerud, 2000: 132-150)[1].
Estos enfoques de la representación política conciernen un nivel macro, en el que se atiende a la dialéctica entre la sociedad y las instituciones políticas, señalando el grado en que estas encarnan a la primera o en que la población puede participar en dichos organismos. Así, se centra el interés en la forma en que los organismos políticos representan a la sociedad en general. Pero estos planteamientos pueden ser insuficientes en este campo de estudio, ya que un Parlamento no tiene razón de ser representativo solo porque refleja la composición social de una sociedad si no lo hace a la vez con los distintos intereses de la misma. Para complementar este tipo de enfoques emergen otros aspectos a los que prestar atención, como, por ejemplo, las relaciones de representación entre gobernantes y gobernados. Es decir, el acto mediante el cual un representante (en el caso que nos ocupa se tratará de un diputado) actúa en nombre de un representado (elector) en satisfacción de sus intereses. Se estudia entonces el tipo de vínculo que el político establece con sus votantes.
La caracterización de estos lazos en el liberalismo ha supuesto para la historiografía
poder dar pasos relevantes en el conocimiento de la representación política. En los
últimos tiempos, la influencia de la historia cultural y sus perspectivas de estudio
han permitido acercarse a estas realidades con una visión holística. Desde este punto
de partida, las relaciones entre representantes y representados se han abordado a
partir de la comprensión de la realidad cultural y social del momento, para así entender
cómo los nexos políticos tomaban sentido a partir de unos pensamientos establecidos
culturalmente (Kahan, A. S. (2003). Liberalism in nineteenth-century Europe: The political culture of limited suffrage.
Houndmills, Basingstoke, Hampshire: Palgrave Macmillan. Disponible en:
Puesto que la aparición de los Parlamentos, como cámaras de representación nacional, dio lugar a nuevas formas de mediación política entre los gobernantes y los gobernados, el propósito de este trabajo es precisamente ahondar en dichas relaciones a partir de la consolidación del sistema en la España liberal en el segundo tercio del siglo xix. Como ya definió Hanna Fenitchel Pitkin (Pitkin, H. F. (1985). El concepto de representación. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.1985: 10), y como se ha recordado al principio de estas líneas, el concepto de representación implica a la vez presencia y ausencia: la presencia del representante y la ausencia de aquel que es representado. Así, una de las cuestiones que se pueden plantear para abordar dichas relaciones hace referencia a la adscripción de los gobernantes a su cargo. Eso es, la concurrencia de los diputados en el Congreso.
En referencia al absentismo, no se descubre ninguna nueva perspectiva de estudio (Casals Bergés, Q. (2014). La representación parlamentaria en España durante el Primer Liberalismo (1810-1836). Cádiz: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz.Casals Bergés, 2014: 181-183). Uno de los autores que ya ha trabajado esta vertiente con anterioridad es Francesco
Soddu (Soddu, F. (1998). The Italian Senate in the era of Giolitti and the House of Lords:
Some comparative insights. Parliaments, Estates and Representation, 18, 103-133. Disponible en:
Aquí se pretende considerar la adscripción de los diputados a su cargo a partir del
análisis del absentismo no como un fin en sí mismo, sino como un instrumento para
evaluar en último término las relaciones entre diputados y electores, desde el papel
jugado por este último colectivo. Se tiene la intención de reflexionar sobre las posibilidades
que el electorado tenía de incidir en el comportamiento de sus políticos y, en particular,
de frenar el absentismo y hacer valer sus demandas desde su condición de votantes.
En este sentido, resulta apropiado aludir al concepto de accountability, proporcionado por la ciencia política y que remite a un fenómeno que se puede definir
en la medida en que un representante, que actúa en nombre de un representado, es capaz
de satisfacerlo mediante su actuación. Dicha relación, pues, se vertebra tanto por
la necesidad del representante de comportarse de acuerdo a las voluntades del representado
como por la de tener que darle explicaciones de sus actuaciones (Carey, J. M. (2008). Legislative voting and accountability. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en:
Para tratar estos aspectos se estudiará en primer lugar la asistencia parlamentaria a partir de distintos elementos: el juramento o resignación del diputado de su función, la asistencia de los políticos a las sesiones parlamentarias, el uso de las licencias de ausencia en el Congreso y la continuidad de su presencia en el cargo. En segundo término, se explorarán los medios que los representados tenían a su alcance para responder a los comportamientos absentistas, así como su grado de influencia para frenar dichas conductas.
Frente a la posibilidad de abarcar un campo más extenso, este trabajo se decide por el análisis de los datos concentrados en dos períodos concretos: los de las legislaturas que van de 1846 a 1850 y de 1858 a 1863. Se trata de las dos primeras veces que en el liberalismo español hubo continuidad de cuatro años para los elegidos en unos comicios generales, puesto que con anterioridad las experiencias habían sido interrumpidas y la renovación del personal mediante elecciones resultó constante. Así, es de interés distinguir el comportamiento que tuvieron los políticos escogidos a lo largo de esos años, que a su vez representan períodos dominados por distintos partidos políticos: el primero en un momento de auge del Partido Moderado, y correspondiente el segundo al largo gobierno de la Unión Liberal liderado por Leopoldo O’Donnell.
En 1846 se consolidaba el régimen del Partido Moderado después de la aprobación de la Constitución de 1845 y la instauración de una nueva ley electoral un año después. Entre sus principales novedades, esta introdujo los distritos uninominales, entendiendo que mediante su implantación los diputados se vincularían a la circunscripción de su elección (Estrada Sánchez, M. (1999). El significado político de la legislación electoral en la España de Isabel II. Santander: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cantabria.Estrada Sánchez, 1999: 59). Es decir, se planteó un mandato parlamentario cercano a los votantes y, por lo tanto, propicio a estar condicionado por sus deseos. Esta medida suponía un paso atrás en cuanto a la desvinculación del diputado con el territorio y, en consecuencia, respecto al avance del mandato representativo, favoreciendo, por el contrario, la permanencia del mandato imperativo. Cabe entender esta última conducta como una práctica mecánica según la cual el representante sigue las instrucciones recibidas por el representado. En oposición, el mandato representativo se caracteriza por una relación de confianza entre los dos sujetos (Varela Suances-Carpegna, J. (2011). La teoría del Estado en las Cortes de Cádiz: orígenes del constitucionalismo hispánico. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Varela, 2011: 154-160; Manin, B. (1998). Los principios del gobierno representativo. Madrid: Alianza Editorial.Manin, 1998, y Garrorena Morales, A. (1991). Representación política y constitución democrática: (Hacia una revisión crítica de la teoría de la representación). Madrid: Civitas.Garrorena, 1991).
A su vez, dicha legislación redujo de manera significativa el cuerpo electoral —solo el 0,8 % de la población podía votar—, dificultando así la llegada de los diputados del Partido Progresista y del liberalismo avanzado a las instituciones parlamentarias. En cambio, la legislación de 1865 acabó con los distritos uninominales y estableció pequeñas demarcaciones plurinominales, rebajando, además, a la mitad, la cuota económica que daba acceso al voto, de manera pareja a la legislación progresista de 1837, hecho que se entendió como un guiño hacia el progresismo (Sierra, M., Peña, M. A. y Zurita, R. (2012). Elegidos y elegibles: La representación parlamentaria en la cultura del liberalismo. Madrid: Marcial Pons.Sierra et al., 2012: 207-218).
El primer vínculo entre un diputado y el electorado se establecía con anterioridad a la elección, pero una vez elegido el político demostraba qué valor daba a su tarea al rechazar o jurar el cargo, o al hacerlo lo más pronto posible o con demora. Este es el motivo por el que se presenta un análisis pormenorizado sobre dicha situación a lo largo de las ocho legislaturas consideradas (tablas 1 y 2). Para estructurar los datos se han considerado los hombres seleccionados por cada uno de los distritos. Cuando estos renunciaban al cargo y eran sustituidos, solo se estima el primer individuo. En caso de que una misma persona fuera seleccionada por distintas circunscripciones, si era suplida en la misma legislatura, se tiene en cuenta la última investida, pero si no era reemplazada entonces, el distrito en cuestión permaneció un tiempo sin representación y no se ha podido contabilizar. Dadas estas circunstancias[2], en la primera legislatura indagada, en vez de los 349 diputados que conformaban la Cámara Baja, se han registrado 314. Circunstancias parejas se repiten en el curso 1858-1859, cuando 19 circunscripciones quedaron de manera transitoria sin representación. En las demás legislaturas se han contemplado solo aquellos nuevos diputados que juraron su cargo, ya sea por sustitución de otro delegado o porque hasta entonces no se habían resuelto las votaciones.
Por otro lado, se ha apreciado como jura sin retraso relevante aquella producida dentro de los 14 días después de la aprobación de cada acta y de la proclamación del diputado, al tener en cuenta que muchos diputados se tenían que desplazar a Madrid desde provincias lejanas y considerando las dificultades de transporte propias de la época (Uriol Salcedo, J. I. (1992). Historia de los caminos de España. Siglos xix y xx. Madrid: Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos.Uriol Salcedo, 1992: 103-105 y 118)[3].
Por lo que atañe a los resultados, se aprecia que en una abrumadora mayoría de las juras no medió un retraso significativo, teniendo en cuenta asimismo que de los 159 casos registrados con una demora de hasta cuatro semanas en la primera legislatura casi un 90 % fueron investidos el 23 de enero de 1847, el día oficial de constitución del Congreso en la legislatura 1846-1847. Según estos hechos, a quienes respondían a esas circunstancias no se les puede atribuir estrictamente una dilación, visto que muchos de ellos ya estaban presentes en las sesiones y pendientes de prometer el cargo de manera oficial.
Legislatura 1846-1847 | Legislatura 1847-1848 | Legislatura 1848-1849 | Legislatura 1849-1850 | Total | |
---|---|---|---|---|---|
No jura | 15 | 4 | 5 | 0 | 24 |
Jura sin retraso relevante | 129 | 82 | 31 | 21 | 263 |
Retraso de dos a cuatro semanas | 159 | 1 | 3 | 2 | 165 |
Retraso de uno a dos meses | 9 | 1 | 2 | 0 | 12 |
Retraso de más de dos meses | 2 | 0 | 0 | 0 | 2 |
Total | 314 | 88 | 41 | 23 | 466 |
Fuente: elaboración propia a partir de la consulta de los Diarios de Sesiones de Cortes del Congreso de los Diputados (DSC, en adelante) de las legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849 y 1849-1850.
Legislatura 1858-1859 | Legislatura 1860-1861 | Legislatura 1861-1862 | Legislatura 1862-1863 | Total | |
---|---|---|---|---|---|
No jura | 5 | 2 | 1 | 0 | 8 |
Jura sin retraso relevante | 304 | 44 | 27 | 16 | 391 |
Retraso de dos a cuatro semanas | 7 | 2 | 0 | 1 | 10 |
Retraso de uno a dos meses | 11 | 2 | 0 | 0 | 13 |
Retraso de más de dos meses | 3 | 0 | 0 | 1 | 4 |
Total | 330 | 50 | 28 | 18 | 426 |
Fuente: elaboración propia a partir de la consulta de los DSC de las legislaturas 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862 y 1862-1863.
En el cómputo global del primer período más de la mitad prestaron juramento sin retraso destacado (263 de 466), y, si se añade que casi todos los que presentaron una demora de 2 a 4 semanas habrían jurado tarde por ajustarse al calendario oficial, solo a muy pocos (menos del 9 %) cabría atribuirles un retraso sustancial. Esta tendencia se repite durante el período 1858-1863, si cabe con más claridad, puesto que cerca del 92 % juraron el cargo sin demora. De hecho, en ambas etapas, los que acudieron al Congreso uno, dos o más meses tarde fueron una excepción. Tampoco los que no confirmaron la responsabilidad significaban una gran proporción: poco más del 3 % del total y, entre ellos, varios casos de muerte u hombres que sustituían a otros y cuyas actas se aprobaron pocos días o semanas antes de cerrar las Cortes. Cabe destacar que el hecho de no prestar juramento no era una actitud precisamente encomiada entre homólogos. Por el caso, Agustín Saco, a pesar de haber sido admitido y proclamado diputado por Monforte (Lugo) en abril de 1847, no atendió la llamada hasta la legislatura siguiente (1847-1848), encontrándose con un clima de hostilidad por no haberlo hecho con anterioridad (Barreiro Fernández, X. R. (2013). Saco Quiroga, Agustín. Marqués de Villaverde de Limia. En M. Urquijo (dir.). Diccionario biográfico de parlamentarios españoles (1820-1854). Madrid: Cortes Generales.Barreiro Fernández, 2013).
En pocas palabras, prometer el cargo de diputado y no desentenderse de él, una vez el candidato era escogido y proclamado, era una acción generalizada y habitual. Otra cuestión muy distinta es que a partir de estos datos se pueda certificar la plena adscripción o no de esos mismos políticos a la responsabilidad que desempeñaban. Para ahondar en estas relaciones se analizará la presencia a las sesiones. Como no se puede verificar cada sesión, se ha optado por recurrir a la única forma de computación de asistencia disponible: las votaciones nominales.
No se trata de la fórmula más óptima ni precisa, puesto que el hecho de no aparecer en los votos no significaba un absentismo sistemático, pero es una tendencia indicativa. En primer lugar, se ha registrado la participación media a las votaciones nominales en cada legislatura (figura 1). A continuación, se muestran las asistencias numéricas máximas y mínimas, divididas por legislaturas (figura 2). Sobre la elaboración de los datos se ofrecen algunas observaciones. Algunas de las votaciones se producían para aprobar el acta del día anterior, nada más empezar las sesiones. En la mayoría de estas deliberaciones la concurrencia era escasa, casi siempre por debajo del centenar de individuos. La afluencia iba aumentando a medida que avanzaba la mañana, aunque sin razón aparente el número de asistentes podía variar en resoluciones producidas el mismo día y con poco tiempo de diferencia.
Fuente: elaboración propia a partir de la consulta de los DSC de las legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862 y 1862-1863.
Fuente: elaboración propia a partir de la consulta de los DSC de las legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862 y 1862-1863.
A diferencia de la jura, las votaciones nominales indican que habitualmente la presencia de los diputados en las sesiones del Congreso era exigua. Siguiendo los datos expuestos, la media de la concurrencia en dichas asambleas parlamentarias se sitúa entre los 111 y los 170 hombres. Con más claridad, la tendencia demuestra que menos de la mitad del total de la Cámara Baja solía frecuentar las reuniones. Los porcentajes de afluencia se acomodan entre el 30 y el 50 %. Si se fijan en las asistencias mínima y máxima de cada legislatura, la propensión siquiera es más llamativa. En primer lugar, porque se habrían desarrollado sesiones con menos del 15 % del cuerpo parlamentario. En segundo término, esta situación se confirma puesto que la participación máxima, salvo en la legislatura 1861-1862, tocaría techo alrededor de los 250 miembros (poco más del 70 %).
Estos datos empiezan a ser reveladores de la adscripción de los políticos a su escaño, visto que a pesar del deber contraído un importante número no tenía la costumbre de acudir a las sesiones programadas. Para esclarecer aún más dicha tendencia, a continuación se explora uno de los recursos de que disponían los diputados para ausentarse: las licencias con permiso de ausencia. En su estudio se contabiliza el uso que se hizo de este procedimiento a lo largo de las legislaturas trabajadas (tablas 3 y 4), a la vez que se exponen las razones alegadas para recurrir a él (figura 3).
Legislatura 1846-1847 | Legislatura 1847-1848 | Legislatura 1848-1849 | Legislatura 1849-1850 | Total | |
---|---|---|---|---|---|
Licencia de ausencia de tres semanas a un mes | 1 | 1 | 5 | 0 | 7 |
Licencia de ausencia de dos meses | 21 | 18 | 14 | 3 | 56 |
Licencia de ausencia de tres meses | 13 | 26 | 9 | 2 | 50 |
Licencia de ausencia de cuatro meses | 0 | 0 | 2 | 1 | 3 |
Total | 35 | 45 | 30 | 6 | 116 |
Fuente: elaboración propia a partir de la consulta de los DSC de las legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849 y 1849-1850.
Legislatura 1858-1859 | Legislatura 1860-1861 | Legislatura 1861-1862 | Legislatura 1862-1863 | Total | |
---|---|---|---|---|---|
Licencia de ausencia de quince días | 1 | 1 | 1 | 0 | 3 |
Licencia de ausencia de tres semanas a un mes | 9 | 10 | 6 | 0 | 25 |
Licencia de ausencia de dos meses | 33 | 14 | 3 | 0 | 50 |
Licencia de ausencia de tres meses | 3 | 3 | 0 | 0 | 6 |
Licencia de ausencia de cuatro meses | 3 | 1 | 2 | 0 | 6 |
Licencia de ausencia sin especificación temporal | 4 | 1 | 11 | 0 | 16 |
Total | 53 | 30 | 23 | 0 | 106 |
Fuente: elaboración propia a partir de la consulta de los DSC de las legislaturas 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862 y 1862-1863.
El uso de las licencias demuestra la naturalidad con que se utilizaban. A excepción de las legislaturas 1849-1850 y 1862-1863, entre el 7 y el 15 % de la Cámara recurría a ellas con asiduidad. Esta situación era pareja a la de la Francia del Segundo Imperio (1852-1870). Como demuestra Éric Anceau (Anceau, E. (2000). Les députés du Second Empire: Prosopographie d’une élite du xix e siècle. Paris: Honoré Champion Éditeur.2000: 689), la demanda de licencias de ausencia estaba incluso más extendida que en España, y cerca del 28 % de los parlamentarios franceses escogidos pidieron un permiso de estas características. Junto a la extensión, otra circunstancia a acentuar es la dilatación de su provecho. La mayoría de concesiones de la Cámara Baja española se prorrogaban entre los dos y tres meses. Y eso se producía precisamente en el desarrollo de unos breves cursos políticos, en particular durante las legislaturas en tiempo de gobierno del Partido Moderado. Dejando de lado el curso 1848-1849, que se alargó unos siete meses, los otros tres duraron alrededor de los cuatro meses. Por tanto, los diputados que entonces hicieron usanza de una licencia se ausentaron con facilidad toda la legislatura.
Fuente: elaboración propia a partir de la consulta de los DSC de las legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862 y 1862-1863.
Las razones aducidas para recurrir a las licencias (figura 3) son poco precisas y, por eso, no parece que fuese particularmente difícil desentenderse del funcionamiento habitual del hemiciclo. Explicaciones que, por otro lado, solían ser mínimas. Asuntos propios y urgentes representaban por ejemplo el 17 % de los argumentos, mientras que en el 11 % de los casos la ausencia era injustificada. Aun así, acercándose a la mitad, se situaban las razones familiares, aunque sin más especificación. Esta falta de concreción sobre los motivos de abandono temporal del cargo no se circunscribía solo a la España liberal. En el Parlamento francés de las décadas de 1850 y 1860, entre los principales deseos para recurrir a licencias de ausencia se encontraban los problemas de salud (casi el 38 %) o los asuntos (más del 18 %), sin más precisión (Anceau, E. (2000). Les députés du Second Empire: Prosopographie d’une élite du xix e siècle. Paris: Honoré Champion Éditeur.Anceau, 2000: 692).
El escaso seguimiento habitual de las sesiones en el Congreso de los Diputados y la extensión del recurso de las licencias de ausencia revelan niveles altos de absentismo entre los parlamentarios españoles. A continuación, se personalizan los datos con algunos ejemplos. Ginés Valcárcel, representante de Elche de la Sierra (Albacete), consiguió una autorización de ausencia de dos meses en cada una de las cuatro primeras legislaturas y por motivos diferentes: asuntos privados, sin especificación, negocios de interés y asuntos familiares, por orden cronológico. Su semblanza, pasados esos cuatro años, lo describía con las siguientes palabras: «una sola vez habló para decir que es de Tobara. Es hacendado y cuando ve venir la nube cargada pidiendo dinero y autorizaciones, inmediatamente pide licencia y antes que descargue se marcha a su casa» (Anónimo (1850). Semblanzas de los 340 diputados a Cortes: Que han figurado en la legislatura de 1849 a 1850. Madrid: Gabriel Gil.Anónimo, 1850).
Otro caso puede ser el de José Felipe de Quijano, representante de Torrelavega (Santander), que pidió una licencia de tres meses en la legislatura 1847-1848, y detrás de cuyo trámite se escondía una manifiesta voluntad de no volver a las Cortes, tal y como habían acordado con Antonio María Rábago, delegado de Puentenansa (Santander) (Garrido Muro, L. (2013). Rábago Gómez de la Torre, Antonio María. En M. Urquijo (dir.). Diccionario biográfico de parlamentarios españoles (1820-1854). Madrid: Cortes Generales.Garrido Muro, 2013). Este último no reapareció y el primero solo lo hizo unos meses en la legislatura 1848-1849. No fueron los únicos que se sirvieron de una licencia temporal para convertirla en una aprobación permanente de ausencia. Mariano Camps, diputado de Valderrobles (Teruel), obtuvo dos meses de permiso en la legislatura 1848-1849 para solventar cuestiones familiares, pero ya no consta su presencia en el siguiente curso. La misma situación y cronología se repite con el diputado de Baleares José Miguel Trías, después de dos meses para resolver asuntos propios.
Estos son solo algunos de los casos que demuestran no solo una ostentosa falta de apego al cargo, sino que el mismo era incluso contemplado como una tarea con la que no apetecía lidiar o que suponía un lastre para otras ocupaciones habituales. Para tratar de esclarecer un poco más la situación, se analizará una última variable: la continuidad a lo largo de las cuatro legislaturas. Dentro de estos parámetros se tiene en cuenta la presencia o ausencia de los hombres a lo largo de las cuatro legislaturas, a partir de su participación en los debates y comisiones y, si no era así, de acuerdo con la figuración en las votaciones nominales. Únicamente se considera ausente si no consta ningún rastro de aparición a lo largo de la legislatura. Así, se aprecia como asistente un individuo, a pesar de si fue sujeto a reelección por algún tipo de gracia recibida y tuvo que concurrir a nuevas elecciones (siempre que fuera otra vez elegido)[4], de si aprovecharon licencias de ausencia e incluso de si asistieron a una o a muy pocas sesiones. Las limitaciones de este sistema no pueden garantizar del todo la ausencia de participación de la dinámica parlamentaria a partir de su no participación en votaciones, comisiones e intervenciones. Pero incluso con esta salvedad, el resultado es significativo (figura 4).
Fuente: elaboración propia a partir de la consulta de los DSC de las legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862 y 1862-1863.
El gráfico coincide con la tendencia apuntada, de carencia de apego al cargo. Menos
de 7 de cada 10 diputados que fueron escogidos en 1846 y en 1858 desarrollaron su
responsabilidad a lo largo de las cuatro legislaturas pertinentes y entre ellos habría
muchas objeciones que oponer. Sin ir más lejos, el citado Ginés Valcárcel forma parte
de los que concurrieron a lo largo de los cuatro cursos políticos, a pesar de la recurrencia
a abandonar las sesiones gracias a las licencias de ausencia. Como él, hubo otros
casos con participaciones irregulares. Políticos como Luis Iñarra —diputado por Pamplona
(Navarra)— o el duque de Berwick —Puentedeume (La Coruña)— corroboran su presencia
en algunas legislaturas con un único voto en una de las sesiones con votación nominal.
La situación planteada no era distinta del Parlamento italiano de la década de 1860,
con una asistencia media cercana al 48 % (Soddu, F. (2005). The Italian Parliament at work, 1861-1876. Parliaments, Estates and Representation, 25, 135-148. Disponible en:
En consecuencia, y de acuerdo con los datos aportados, se puede pensar que el cargo de diputado no era vivido como una responsabilidad social. Es decir, como una tarea con la que se tenía que rendir cuentas a la sociedad, y en concreto a los electores, cuya confianza —traducida en votos— había permitido la elección de los candidatos. Entonces, ¿los políticos no percibían mayoritariamente esta tarea como una obligación a la que cabía atender y que si no se hacía se tenía que justificar de acuerdo a la posición que desempeñaban y que surgía de la elección de los votantes?
Fíjense en el caso de Felipe Segundo Sierra Pambley, diputado de Murias de Paredes (León). De los cuatro cursos políticos a los que tenía que asistir, solo se documenta su presencia en los de 1846-1847 y 1849-1850. Según parece, el leonés estaba más concentrado en la preparación de su matrimonio con su sobrina, aunque este se frustraría (Aguado Cabezas, E. (2013). Sierra Pambley Álvarez Blasón, Segundo Felipe. En M. Urquijo (dir.). Diccionario biográfico de parlamentarios españoles (1820-1854). Madrid: Cortes Generales.Aguado Cabezas, 2013). La despreocupación que acredita el comportamiento de Sierra Pambley no era una actitud aislada. Aunque fueron muy pocos (figura 4), algunos nunca juraron el cargo ni se desplazaron a Madrid para sentarse en el escaño. Parte de ellos fueron sustituidos si renunciaban a la función, pero algunos no lo hicieron a lo largo de los cuatro años. Por ejemplo, Benito Espinosa Varela, escogido por Prado (Pontevedra), podría haber retenido el acta para consolidar su poder e intereses en la zona de elección, que ya dominaba en la representación provincial, a la vez que para frenar a los progresistas (Baz Vicente, M. J. (2013). Espinosa Varela, Benito. En M. Urquijo (dir.). Diccionario biográfico de parlamentarios españoles (1820-1854). Madrid: Cortes Generales.Baz Vicente, 2013).
De hecho, en especial entre los funcionarios y algunos hombres ambiciosos, el cargo de diputado era apreciado más como un instrumento para progresar en sus carreras personales que como un servicio ciudadano con responsabilidad social. Tal y como ha reflexionado Encarna García Monerris (García Monerris, E. (2003). El territorio cuarteado, o cómo organizar el «gobierno de los pueblos». En E. La Parra y G. Ramírez (eds.). El primer liberalismo: España y Europa, una perspectiva comparada (pp. 81-124). Valencia: Biblioteca Valenciana.2003: 81-124), todavía se mantenían vigentes ciertas concepciones del cargo de parlamentario provenientes del Antiguo Régimen. Desde una naturaleza de carácter patrimonial, el ejercicio de estas responsabilidades se entendía como una parte de un conjunto de bienes por el cual se obtenían rentas, toda vez que confería un estatus superior a la persona que lo detentaba. Ya señaló Cánovas Sánchez (Cánovas Sánchez, F. (1982). El partido moderado. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.1982: 127) que las elecciones parciales de 1845 se celebraron para reemplazar 45 hombres que habían dejado el escaño vacío al ser promocionados a senadores o nombrados para otros altos cargos administrativos.
Otro ejemplo revelador podría ser el de Celestino Mas, elegido por Igualada (Barcelona) en 1858 y cuya continuidad en el escaño no solo se reveló frágil sino más bien interesada. No completó ni la primera legislatura. Dos meses después de jurar el cargo renunció al mismo para aceptar la plaza de gobernador civil de Alicante (Diario de las Sesiones de Cortes del Congreso de los Diputados (DSC): legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862, 1862-1863 y 1865-1866.DSC, legislatura 1858-1859: 1167). No era la primera vez que actuaba de la misma manera. En la legislatura anterior también había renunciado como diputado para ocupar el gobierno civil de Toledo (Diario de las Sesiones de Cortes del Congreso de los Diputados (DSC): legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862, 1862-1863 y 1865-1866.DSC, legislatura 1858: 392). Progresión similar siguió José Gálvez Cañero, escogido por Lucena (Córdoba) en 1858. Tampoco terminó la legislatura como diputado, en este caso por convertirse en senador vitalicio (Diario de las Sesiones de Cortes del Congreso de los Diputados (DSC): legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862, 1862-1863 y 1865-1866.DSC, legislatura 1858-1859: 3997). Ambos eran simpatizantes de la Unión Liberal y ambos ocuparon a lo largo de su carrera distintos cargos como funcionarios civiles, teniendo particular ascendencia en tiempos de gobierno de la Unión Liberal.
Por este tipo de situaciones protagonizadas por empleados públicos que querían progresar
en la administración y por hombres que ambicionaban integrarse en ella, cabría pensar
que ciertos colectivos se valían del cargo como un mecanismo de promoción social.
Es decir, en tanto que apoyaban al gobierno, este, satisfecho con la actuación de
los diputados que le daban estabilidad y sostenimiento con su aval sistemático, les
favorecía mediante concesión de gracias, licencias empresariales, distinciones y empleos
en la Administración. Si bien es cierto que se trata de una esquematización de la
realidad y que esta explicación no se refiere a todo el conjunto de diputados, sí
que lo hace respecto a una parte significativa y siempre muy próxima a los gobiernos
de turno (Luján, O. (2016). El voto en el Congreso de los Diputados durante el reinado de Isabel
II. Historia Contemporánea, 53, 461-490. Disponible en:
En cualquier caso, los datos presentados invitan de algún modo a pensar que el cargo de diputado no era entendido aún por el conjunto de elegibles como una tarea por la que se tenía que rendir cuentas al electorado. De hecho, en la cultura del liberalismo europeo existía una percepción diáfana del ejercicio de parlamentario entendido como una función o servicio que aquellos hombres elegibles, con aptitudes económicas e intelectuales suficientes, ejercían para el conjunto de la sociedad. Es decir, el derecho al voto se ceñía por un sufragio censitario, restringido a unas limitadas capas sociales, unas personas capacitadas —según parámetros económicos muy exigentes— y con habilidades que supuestamente les dotaban de autonomía para desplegar sus pensamientos sin atadura alguna.
Dado que estas circunstancias solo las podía cumplir una limitada parte de la sociedad —en torno al 0,8 % según la legislación española de 1846 y el 2,7 % a partir de 1865—, estos escasos colectivos ejercían un servicio de liderazgo político al grueso de la población que no disponía de acceso suficiente a la educación ni de un patrimonio holgado para cumplir los requisitos necesarios para poder votar —400 reales de contribución directa en 1846 y la mitad en 1865—. De este modo, el diputado realizaba un servicio de estas clases más instruidas y acomodadas al conjunto de la población. Esta percepción era sostenida por el conjunto de fuerzas políticas liberales. En el caso español, así lo entendían moderados, progresistas y unionistas, mientras demócratas y liberales avanzados se inclinaban por derogar las limitaciones económicas para poder acceder a los cargos políticos.
En otras palabras, la ciudadanía política era asociada con las capacidades, en particular con las económicas. Las elecciones se revelaban, en último término, como un proceso de ratificación colectiva de la influencia social de los notables. Como expone María Cruz Romeo (Romeo Mateo, M. C. (2005). De patricios y nación: Los valores de la política liberal en la España de mediados del siglo xix. Mélanges de la Casa de Velázquez, 35 (1), 119-141.2005: 119-141), pueden entenderse como el reflejo de la estructura orgánica de la sociedad, es decir, como la ratificación de una supremacía social basada por lo general en la propiedad. De hecho, esta jerarquización se concretaba en unas campañas electorales casi inexistentes, durante las cuales los aspirantes no acostumbraban a dirigirse a los electores. Estos, a su vez, proponían a los candidatos como reconocimiento a su posición destacada en el seno de la sociedad (Zurita Aldeguer, R. (2007). Intérprete y portavoz. La figura del diputado en las elecciones de 1854 en España. Spagna Contemporanea, 32, 53-71.Zurita, 2007: 53-71).
Se trataba, entonces, de una visión comunitaria de la sociedad, trasladada a la política, que ratificaba la preeminencia de los sectores capacitados y, por lo tanto, su influencia supuestamente natural. Llegados a este punto, cabe preguntarse si el diagnóstico era compartido por los votantes. Es decir, ¿qué papel jugaban los electores? Y también, ante la citada falta de adscripción al cargo, ¿qué formas de control tenían los votantes para alterar dichos comportamientos y qué incidencia obtenían estas medidas?
En primer lugar, cabe tener en cuenta que el absentismo no implicaba por sí mismo una falta de representación del electorado por parte de su delegado. Como Pitkin (Pitkin, H. F. (1985). El concepto de representación. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.1985: 227-228) sostiene, la representación aparece cuando la ciudadanía está presente en la acción del gobierno. Quizá tan importante como la presencia del político en el Congreso era su capacidad para que el gobierno atendiese los deseos de sus electores. Para conseguirlo no solo la asistencia a las sesiones parlamentarias podía ser trascendente, sino también otras estrategias como reuniones extraparlamentarias con miembros del gobierno. Asimismo, las vías de canalización de los intereses de los electores no pasaron en exclusiva por una relación bidireccional entre diputado y votantes, sino que hubo más accesos al Parlamento. Por ejemplo, Mark Knights (Knights, M. (2009). Participation and representation before democracy: petitions and addresses in premodern Britain. En I. Shapiro, S. C. Stokes, E. J. Wood y A. S. Kirshner (eds.). Political Representation (pp. 35-57). Cambridge: Cambridge University Press.2009: 35-57) se ha referido a las peticiones ciudadanas llegadas a la Cámara Baja como formas de incorporar visiones extraparlamentarias. También el derecho de petición de los mismos electores ofrecía otro canal por el que los ciudadanos y la población en general podían hacer sus reclamaciones. Como ha definido Diego Palacios, este fenómeno habilitaba la vigilancia ciudadana de la política, desde un punto de vista del liberalismo avanzado (Palacios Cerezales, D. (2014). Ejercer derechos: reivindicación, petición y conflicto. En M. C. Romeo y M. Sierra (coords.). La España liberal, 1833-1874 (pp. 253-285). Madrid/Zaragoza: Marcial Pons/Prensas de la Universidad de Zaragoza.Palacios Cerezales, 2014: 253-285).
En cualquier caso, el absentismo condicionaba sobremanera la representación de los intereses de los votantes, en tanto que la falta de participación de los diputados en las sesiones parlamentarias impedía intervenir y votar según las preferencias de los electores, y, en consecuencia, se reducía su voz en el Congreso. Sin la asistencia de los políticos, los deseos de los electores quedaban mermados. Por eso, a continuación, se indagará en los recursos que estos disponían para frenar, moldear o responder a las conductas que suponían explícito desapego. Estas medidas, como se comentaba al principio, se interpretarán a partir del fenómeno de accountability, es decir, a partir de la posibilidad de que los representados exigiesen a su representante explicaciones del comportamiento desarrollado.
A su vez, para entender estos vínculos, en primer lugar, cabe partir de la concepción representativa que entrañaba la cultura política del liberalismo. Aunque ya se hayan ofrecido algunos detalles al respecto, resulta imprescindible subrayar de nuevo la vinculación de la ciudadanía política a la propiedad y en particular la representación jerarquizada de la sociedad que suponían las elecciones. No era más que un sector muy restringido de la sociedad, a los ojos de la mayoría de los partidos liberales, quienes tenían aptitudes suficientes para poder votar. Las elecciones se presentaban como el reflejo de la estructura social, que confirmaba la influencia de los propietarios. Y por eso se entendía que los aspirantes, más que presentarse por sí mismos, tenían que ser propuestos por los electores como reconocimiento a su posición destacada.
Estas circunstancias han facilitado que hasta el momento el papel del electorado haya quedado en un segundo plano o bien con una desdibujada relevancia, absorbida por los engranajes de las redes de clientelismo. Esto es, analizados como parte de una relación vertebrada por el intercambio de favores, en la que el sufragio adquiere valor como elemento de negociación (Veiga Alonso, X. R. (1999b). Los marcos sociales del clientelismo político. Historia Social, 34, 27-44.Veiga, 1999b). De hecho, progresistas, moderados y unionistas coincidían en entender el voto como resultado de una función, no como un derecho. Es decir, como una confianza o servicio que prestaban al común de la sociedad los sectores sociales que disfrutaban de las capacidades necesarias para poder votar. Por lo tanto, como un instrumento que permitía legitimar la organización del poder establecida en el ámbito social, convirtiéndola en organización de poder político (Sierra, M., Peña, M. A. y Zurita, R. (2012). Elegidos y elegibles: La representación parlamentaria en la cultura del liberalismo. Madrid: Marcial Pons.Sierra et al., 2012: 311-317).
También ha contribuido a consolidar esta visión toda una línea de investigación historiográfica, encarnada por historiadores como José Varela Ortega (Varela Ortega, J. (1997). De los orígenes de la democracia en España, 1845-1923. En S. Forner (coord.). Democracia, elecciones y modernización en Europa: Siglos xix y xx (pp. 129-201). Madrid: Cátedra.1997, y Varela Ortega, J. y Medina Peña, L. (2000). Elecciones, alternancia y democracia: España-México, una reflexión comparativa. Madrid: Biblioteca Nueva.Varela Ortega y Medina, 2000: 17-21), que describen una estructura organizativa del poder político dominada por el Ejecutivo y por una Administración pública jerarquizada que desactivaba el electorado. Es cierto que en los últimos años se ha revalorizado el papel de los notables locales. Como destaca Xosé R. Veiga (Veiga Alonso, X. R. (2000). Clientelismo e historia política: algunas puntualizaciones sobre viejos temas. Spagna Contemporánea, 18, 91-108.2000), se ha pasado de una visión de sometimiento de los notables provinciales al Ejecutivo a otra en que el gobierno no puede prescindir de estos y tiene que negociar con ellos el control de los distritos. Sin embargo, el papel del electorado no ha sido juzgado con detención, y de manera destacada se ha descuidado su relación con los representantes después de las elecciones. Eso es, durante el mandato parlamentario del político.
En general, se ha tendido a relacionar la cosmovisión derivada de los partidos políticos liberales, es decir de su cultura política, a la práctica de los electores. Si la visión compartida entre partidos liberales entendía el ejercicio del voto como una función, mientras el liberalismo avanzado lo defendía como un derecho, solo los electores de estos últimos sectores hubieran tenido un papel activo y politizado. En consecuencia, se ha asignado exclusivamente a los sectores demócratas un papel de seguimiento continuado de la acción de su delegado, mientras en el resto de sensibilidades políticas habría tenido lugar una desconexión de los políticos hacia sus elegidos, una vez que los primeros eran proclamados diputados (Peyrou, F. (2008). Tribunos del pueblo: Demócratas y republicanos durante el reinado de Isabel II. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Peyrou, 2008: 122-123).
En realidad, este diagnóstico no ha sido demasiado trabajado. En las siguientes líneas se plantearán reflexiones a partir de una hipótesis de trabajo abierta, fundamentada en algunos ejemplos que responden a una línea de investigación que se encuentra todavía en sus inicios. La hipótesis que hará de hilo conductor es la siguiente: el conjunto del electorado, durante el reinado de Isabel II, tuvo un papel activo y con voluntad de seguimiento del mandato parlamentario de sus representantes. Este planteamiento surge de diferentes ideas de apoyo.
En primer lugar, es cierto que en los entornos del liberalismo avanzado el seguimiento del mandato fue mucho más estrecho, pero los diputados de las demás formaciones políticas no descuidaron sin más a sus votantes. En el Congreso, el representante tenía que hacer prevalecer el interés general, siendo a la vez ecuánime con los intereses de los electores de su distrito, que no tenía que olvidar (Sierra, M., Peña, M. A. y Zurita, R. (2006). Elegidos y elegibles. La construcción teórica de la representación parlamentaria en la España isabelina (1844-1868). Revista de História das Ideias, 27, 473-510.Sierra et al., 2006: 473-510). Esto se percibe en las actuaciones de los políticos, también entre aquellos próximos a las sensibilidades moderadas, progresistas o unionistas.
El electorado recurría con frecuencia a la comunicación epistolar con su representante para reclamarle el cumplimiento de sus intereses, exigiendo así un comportamiento parlamentario acorde con sus voluntades y nada desligado de sus peticiones. A modo de ilustración, el moderado Agustín Esteban Collantes intervino en la discusión sobre las actas de Calatayud en la legislatura 1849-1850 para quejarse de la falta de protección que tenían los votantes moderados en su provincia de Palencia. Como reconoció, su intervención tuvo lugar a instancias de sus electores (Diario de las Sesiones de Cortes del Congreso de los Diputados (DSC): legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862, 1862-1863 y 1865-1866.DSC, legislatura 1849-1850: 304). Un comportamiento similar exhibió el progresista Manuel León Moncasí. En las Cortes del Bienio Progresista reclamó más armamento para la milicia nacional, con el objetivo de proteger la nación de partidas carlistas. Se refirió con detención a la provincia que entonces representaba, Huelva. Lo expuso con las siguientes palabras: «[...] mientras que mis paisanos continúan sin arma alguna, y amenazados, según cartas que recibo diariamente, de una próxima invasión que pudiera dar lugar a funestas consecuencias» (Diario de las Sesiones de Cortes del Congreso de los Diputados (DSC): legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862, 1862-1863 y 1865-1866.DSC, legislatura 1854-1856: 1032-1035). Un último ejemplo, en este caso procedente de las filas de la Unión Liberal. Tomás Capdepón, representante de Orihuela (Alicante), se hizo eco de una declaración de un elector suyo. El texto rechazaba el uso de su nombre para certificar la existencia de alteraciones en la elección del distrito de Orihuela, por las elecciones de 1858 (Diario de las Sesiones de Cortes del Congreso de los Diputados (DSC): legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862, 1862-1863 y 1865-1866.DSC, legislatura 1858-1859: 474).
Casos como los referenciados sugieren la posible existencia de una continuidad de relación entre votantes y diputados, más allá de las elecciones. Es decir, no solo sus vínculos se limitarían a la campaña electoral, sino que tal vez perdurarían a lo largo de su mandato y no solo en el sentido que fuese de los candidatos a sus posibles votantes, sino también en el contrario.
Uno de los medios utilizados por el electorado era la prensa. De hecho, se ha analizado la prensa como un elemento fundamental para forjar la opinión pública de la época. El concepto de opinión pública estaba vinculado, desde la España de finales del siglo xviii, al ámbito de control y vigilancia al que todo gobierno tenía que estar sometido (Capellán de Miguel, G. (ed.). (2010). Historia, política y opinión pública. Ayer, 80, 13-162.Capellán de Miguel, 2010: 13-162, y Fernández Sebastián, J. (2002). Opinión pública. En J. Fernández Sebastián y J. F. Fuentes (dirs.). Diccionario político y social del siglo xix español (pp. 477-486). Madrid: Alianza.Fernández Sebastián, 2002: 477-486). El significado, como es obvio, fue polisémico en función de sus intérpretes. En la primera mitad del siglo xix y dentro del imaginario político del liberalismo se fue vinculando al reducido círculo de los ciudadanos que valoraban la evolución del gobierno. Este colectivo, pues, podía remitir tanto a un restringido público ilustrado como a una opinión popular que integraba el conjunto de la población masculina, en función del colectivo que daba sentido al término. Entonces, el grado que la vigilancia pública tenía que conseguir dependía de cada punto de vista. Por lo tanto, se constataba una pluralidad de opiniones públicas.
Desde esta función de vigilancia más o menos extensa, la prensa funcionaba como altavoz de las críticas de los electores al absentismo de sus representantes. Ante la falta continuada de asistencia, entendida esta situación como un quebrantamiento de la relación de seguimiento entre diputado y elector, este último podía intentar restablecer la situación mediante la voz de los periódicos. Por ejemplo, ante el absentismo de algunos electores, El Observador (2-1-1850: 2) reclamaba medidas legislativas paliativas:
Creemos que, para evitar males y perjuicios de esta naturaleza, debería votar el Congreso una ley adicional a la electoral, para que el diputado que no se presentara, trascurrido cierto plazo, se le considerara como si hubiese renunciado.
Esta proposición se formulaba después de la queja de algunos electores y corporaciones ante la ausencia continuada de sus representantes. Según dicho periódico, se trataba de los delegados de Vic y Mataró (Barcelona) y Valls y Montblanc (Tarragona). Por este orden, y teniendo en cuenta su participación en el Congreso durante las legislaturas entre 1846 y 1850, Pablo de Barnola no juró hasta la legislatura 1847-1848, usó dos licencias de ausencia y su presencia fue discontinua; Joaquín Martí se presentó en el primer curso político con un mes de retraso, en el segundo no acudió y en los últimos solo lo hizo de manera temporal; José Ixart también juró con un mes de retraso y en 1847-1848 pidió una licencia para no asistir más a las sesiones; y Rafael de Magriñá prometió en la última semana del curso 1846-1847, pero no se le volvió a ver por las Cortes. Los tres primeros eran afines al Partido Moderado y el último al Progresista. Como respuesta, sus representados tenían muy clara su reprobación. Así la remarcaba El Observador (2-1-1850: 2):
Tanto los compañeros y amigos de los mencionados representantes, como diversas corporaciones populares de diferentes pueblos, se disponen a dirigirles enérgicas excitaciones para que vengan a ocupar su puesto en el Congreso o lo dimitan en un breve término, reprendiéndoles su negligencia, que ha dejado por tanto tiempo sin representación una de las provincias más importantes de España.
El valor de la comunidad electoral jugó aquí un peso determinante, facilitando la expresión de un sentimiento de desatención que adquirió más relevancia pública de la que podría haberlo hecho mediante epístolas a título individual. Prensa y cartas directas pidiendo explicaciones eran algunos de los recursos de los que los ciudadanos disponían, pero no los únicos, ni quizá los más efectivos. Al fin y al cabo, el voto en las urnas también podía servir para aprobar la gestión del político o para castigarlo, por ejemplo, por su ausencia prolongada. Parece el caso del citado Magriñá, quien en 1850 se presentó por Falset (Tarragona) y obtuvo un único voto. Si bien el aspirante Mariano Escartín, candidato moderado vencedor, se sirvió de la influencia del gobierno para salir victorioso, no sería nada extraño que los votantes dieran la espalda a Magriñá por su comportamiento[5], aunque se trata de una posibilidad no confirmada.
Incluso el comité y las autoridades progresistas también podrían haber dado la espalda al político. No hubiera sido un caso excepcional. Diego María García, representante por Gergal (Almería), en 1850 podría haberse encontrado con una situación similar después de asistir únicamente a la primera de las cuatro legislaturas pertinentes y perjudicar la ya de por sí escasa minoría progresista (Cánovas Sánchez, F. (1982). El partido moderado. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.Cánovas Sánchez, 1982: 130-131, y Araque, N. (2008). Las elecciones en el reinado de Isabel II: la Cámara Baja. Madrid: Congreso de los Diputados.Araque, 2008: 384)[6]. En consecuencia, el aspirante progresista oficial fue Francisco Salmerán (El Católico, 19-8-1850: 6-7), que no pudo derrotar a Francisco de Las Rivas, aunque este rehusó representar a Gergal y optó por Bilbao, donde también fue escogido.
Entonces, lo que estos distintos ejemplos sugieren es que, si la mayoría de los parlamentarios de mediados del siglo xix demostraban tener un apego limitado al cargo de diputado y, por lo tanto, una concepción del desarrollo del mismo poco ligada a sus votantes, estos quizá no tenían la misma percepción. Tal vez los electores acostumbraban a exigir a sus delegados la representación de sus intereses en el hemiciclo. Por eso, les escribían cartas con frecuencia, expresándoles sus inquietudes para que las trasladaran al conjunto de representantes de la nación. En el caso de que los diputados se ausentaran en repetidas ocasiones de las sesiones parlamentarias, los electores, parece ser que se movilizaban para frenar dichas conductas, y lo hicieron no solo desde el liberalismo más avanzado sino también desde posiciones liberales moderadas y progresistas.
Ahora bien, siguiendo con la hipótesis de existencia de esta continua relación entre representado y representante, la siguiente pregunta a formular sería: ¿cuál es la naturaleza que guiaba dicha relación? Con otras palabras, si la cultura política del liberalismo, encarnada por los partidos Moderado, Progresista y Unión Liberal, entendía el sufragio como una función, y por lo tanto el conjunto de los elegidos lideraba dicho servicio, esta visión parece presentar objeciones con las reflexiones aportadas. ¿En realidad hubo una contradicción entre dichas concepciones?
Una posible actitud activa del electorado no significa que se rechazara per se la cosmovisión del voto como función, resultado de una visión social comunitaria y con preeminencia de la ciudadanía propietaria. Tal vez, respondiendo a esta percepción de grupo de la política, se reclamaba la consideración del conjunto de representados (la comunidad electoral). Además, las conductas clientelares, tan bien descritas por la historiografía durante las elecciones, quizá también se trasladaron con posterioridad en las relaciones entre diputados y electores en el Parlamento. Es decir, las deudas contraídas en las elecciones para salir elegido diputado se podían introducir entonces en las instituciones parlamentarias, como recompensa al apoyo recibido en las urnas. El clientelismo (Clapham, C. (ed.) (1982). Private patronage and public power: Political clientelism in the modern State. London: Francis Pinter.Clapham, 1982, y Moreno Luzón, J. (1995). Teoría del clientelismo y estudio de la política caciquil. Revista de Estudios Políticos, 89, 191-224.Moreno Luzón, 1995: 191-224), identificado como un fenómeno de relaciones informales y de tipo instrumental que se aparta de la moral oficialmente proclamada para acceder al intercambio recíproco de bienes y servicios de distinta especie entre dos sujetos, operaba sin lugar a dudas en estos contextos.
Ya se ha visto cómo las aspiraciones para progresar en la Administración suponían un aliciente destacable entre algunos de los aspirantes a convertirse en diputados, en especial entre aquellos más próximos a los gobiernos de turno, que los apoyaban en las elecciones. A modo de ejemplo, no resultaba extraño que el conde de Heredia Spinola pidiese explicaciones al ministro de la Gobernación a razón de la destitución del alcalde de Lárraga (Diario de las Sesiones de Cortes del Congreso de los Diputados (DSC): legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862, 1862-1863 y 1865-1866.DSC, legislatura 1865-1866: 530). Es posible que le ayudase, después de que el edil pudiera haber apoyado en las elecciones la candidatura moderada de la que el noble formaba parte.
Como reflexiona Xosé R. Veiga (Veiga Alonso, X. R. (1999a). Anatomía del clientelismo político en la España liberal decimonónica: una realidad estructural. Hispania, 202, 637-661. 1999a: 637-661), el estudio del clientelismo ha sido significativo desde su entendimiento como elemento para acercarse al conjunto de lo político, para estudiar el acceso al poder, los medios de control social que proporciona y los beneficios de su usufructo. Por eso también resulta relevante contemplar su incidencia durante el mandato parlamentario. Aunque no representaban los únicos cauces de relación entre diputados y electores, los intercambios de favores estaban muy presentes en la política del momento. En todo caso, las peticiones de los electores a sus representantes, ¿se tendrían que leer siempre en base a unos vínculos determinados por el clientelismo, donde el intercambio de favores contraído por los políticos con sus votantes en las elecciones era recompensado entonces en el Parlamento?
Como expone el ejemplo dado, es evidente que este mecanismo se dio, aunque resulta difícil, y tal vez temerario, contemplar la realidad política del momento solo a través de esta óptica simplificadora. La naturaleza de los motivos que impulsaban los electores a reclamar sus derechos podía ser de índole diversa, teniendo en cuenta el influjo que podían tener otros elementos, como la ideología, las necesidades materiales y de alimentación, la influencia de la comunidad electoral o incluso la intercesión de los partidos políticos en la acción parlamentaria del diputado y, por lo tanto, en la dialéctica entre políticos y electores. Basten como muestra las numerosas protestas ciudadanas contra el sistema tributario de 1845, quejándose del incremento de los impuestos. Llegaron como peticiones extraparlamentarias al Congreso, pero también como reclamaciones de los electores hacia sus representantes (Diario de las Sesiones de Cortes del Congreso de los Diputados (DSC): legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862, 1862-1863 y 1865-1866.DSC, legislatura 1845-1846: 147 y 180). Por ejemplo, diversos diputados moderados presentaron en la legislatura 1845-1846 una enmienda a la contestación al discurso de la Corona, con intención «de calmar los ánimos de los contribuyentes, ofreciéndoles alivio en las contribuciones» (Diario de las Sesiones de Cortes del Congreso de los Diputados (DSC): legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862, 1862-1863 y 1865-1866.DSC, legislatura 1845-1846: 354). Se trataba de una iniciativa, como defendió José de la Peña Aguayo, que tenía en cuenta las cartas recibidas tanto de sus electores como de toda España (Diario de las Sesiones de Cortes del Congreso de los Diputados (DSC): legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862, 1862-1863 y 1865-1866.DSC, legislatura 1845-1846: 358).
Lo cierto es que detrás de estos u otros factores parece que los electores se movilizaban y procuraban que su representante considerase sus opiniones. Puesto que muchos de los diputados se ausentaban de las sesiones, los electores entendían que sus reclamaciones no podían ser representadas en el Congreso y, por lo tanto, se veían perjudicados. Por eso, acostumbraban a pedir explicaciones al diputado con el fin de reducir su absentismo.
Otra realidad a tener en cuenta sería la evaluación resultante de esta dialéctica. Esto es, lo productiva que resultase la presión del electorado sobre el mandato y el comportamiento del representante. Porque una cosa era que el diputado pudiese considerar algunas de las peticiones que sus electores le hacían llegar mediante vía epistolar y otra distinta que reorientase su actitud absentista. Por ejemplo, y siguiendo los cuatro casos anteriormente expuestos, Ixart y Magriñá no repitieron en el cargo, el primero por deceso y el segundo por la pérdida de confianza del electorado, pero Barnola y Martí fueron de nuevo elegidos. El primero volvió a ser diputado en l866, siguiendo con normalidad las sesiones a lo largo de la legislatura 1866-1867, y por lo tanto cambiando su conducta absentista, mientras el segundo repitió en las legislaturas 1850-1851 y 1857-1858. Solo asistió con regularidad en la segunda, mientras en la primera juró el cargo con más de un mes de retraso respecto a su proclamación como diputado (Diario de las Sesiones de Cortes del Congreso de los Diputados (DSC): legislaturas 1846-1847, 1847-1848, 1848-1849, 1849-1850, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1859, 1860-1861, 1861-1862, 1862-1863 y 1865-1866.DSC, legislatura 1850-1851: 148 y 422). Es decir, es probable que la presión del electorado pudiese tener incidencia, pero una vez más se trata de una hipótesis que, aunque apoyada por distintos ejemplos, todavía se encuentra en vías de desarrollo.
En este trabajo se ha analizado el nivel de absentismo de los diputados españoles de mediados del siglo xix, demostrando una importante propensión al mismo y que corrobora a la vez una falta de apego a la responsabilidad similar a la de otros Parlamentos liberales europeos de mediados del siglo xix, como el italiano o el francés. Más de la mitad de los parlamentarios españoles no asistía con asiduidad a las sesiones del Congreso, mientras que alrededor del 32 % no concluía su mandato. Concebían el cargo como un servicio al conjunto de la sociedad, aunque lejos de verse como una responsabilidad a la que cabía atender con constancia. Por contra, la función política, entendida como una gracia, incorporaba en su razón de ser un posicionamiento secundario en la escala de valores de los representantes, que patentizaba en muchos casos su ausencia continuada.
El estudio del absentismo, en todo caso, no se ha entendido como un fin del presente trabajo, sino como un medio para reflexionar sobre las relaciones entre elegidos y votantes. Se ha formulado como hipótesis de trabajo, apoyada por distintos ejemplos, la posibilidad de que el electorado jugase un papel activo una vez depositado su voto. Como mínimo, y ante las evidencias aportadas, parece razonable pensar que los votantes intentaban incidir en la política mediante cartas que enviaban a sus delegados. Por eso, estas realidades empujan a revisar las relaciones entre representantes y representados políticos a partir de fenómenos como el descrito con el término accountability. La vigilancia que los sectores del liberalismo más avanzado hicieron de sus representantes fue singular, aunque quizá dicha praxis fuese también extensiva a otras sensibilidades políticas. Así, electores de distintas ideologías parecen también seguir las actuaciones de sus representantes en el Congreso, y cuando estos se ausentaban se movilizaban para frenar dicho comportamiento mediante cartas o denuncias a la prensa.
Parece verosímil entonces plantear la existencia de una dialéctica entre representantes y representados que iba más allá del contexto electoral. Y llegados a este punto surgen diferentes interrogantes que, no obstante, quedan abiertos a una mayor profundización. En primer lugar, no se puede valorar con suficiente conocimiento la extensión del seguimiento del mandato parlamentario por parte del electorado, en el sentido de que este diálogo entre actores con alta probabilidad abrió espacios de negociación política que todavía no sabemos hasta qué punto se revelaron determinantes para ejercer un control estrecho de la acción del parlamentario.
En segundo lugar, y aún más importante, se intuye una probable voluntad de los votantes de ejercer un papel relevante en la política, considerando el cargo de diputado como un ejercicio que tenía que responder a sus intereses. Por lo tanto, el delegado tenía que dar cuentas de su acción a sus electores. Ahora bien, ¿esto significa que hubo una confrontación de visiones entre gobernantes y gobernados? Es decir, ¿hubo una fractura entre una cosmovisión del cargo, entendido como una gracia por parte de los representantes, y como una tarea con responsabilidad social por parte de los electores? Tal vez no hubo aún tal fisura, porque la propia visión del cargo por parte de la mayoría de los electores parece que se formulaba desde el respeto por la preeminencia de los propietarios, que encarnaban el poder natural. En otras palabras, quizás no se cuestionaba esta perspectiva y el cargo era entendido como una función. Entonces, si probablemente hubo coincidencia en el diagnóstico, ¿cómo se explicaría una posible actitud activa de los electores?
El comportamiento solícito podría entenderse desde la voluntad de mantener un papel relevante del conjunto de electores durante el mandato parlamentario, fruto de una visión no individualista de la sociedad. De hecho, la cosmovisión comunitaria de la sociedad podía facilitar el entendimiento de las peticiones de los votantes al Congreso. El derecho de petición ya estaba recogido en el Antiguo Régimen. Otra posibilidad no excluyente es que los vínculos entre representados y representantes pudiesen surgir como nexos derivados del clientelismo. Es decir, como recompensa al apoyo con el sufragio, el mandato parlamentario tenía que responder a los intereses del votante. En este sentido, el sistema electoral de 1846, con distritos uninominales y la cercanía del aspirante a los votantes, facilitaba dichas relaciones.
Estas consideraciones inclinan a considerar que las visiones de la funcionalidad del ejercicio de diputado no estaban solo sujetas a las consideraciones de los mismos parlamentarios, sino que podían modificar sus acepciones en función del sujeto que las formulara. Así, aunque los electores podían coincidir en la percepción del cargo como una función, en estas miradas podría haber matices que incorporaban al mismo un papel más destacado de los votantes.
[1] |
Los trabajos citados de Best y Cotta, por ejemplo, no solo tratan de analizar la evolución de la composición social y la realidad del Parlamento en comparación con la de la propia sociedad, sino de entender la sustantividad de una y otra y las influencias que ejercen entre ellas. |
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Además, algunas elecciones fueron declaradas nulas y se tuvieron que repetir, y en 1846 los diputados canarios estaban pendientes aún de realizar sus comicios. |
[3] |
Por ejemplo, en la década de 1830 el viaje en diligencia desde uno de los puntos más lejanos de Madrid, Barcelona, se alargaba hasta una semana. |
[4] |
También se han estimado aquellos hombres que, elegidos de nuevo, representaron otros distritos diferentes de los primeros, aunque se dan muy pocos casos. Por otro lado, no se han considerado aquellos que habiendo renunciado al escaño regresaron a las Cortes después de otras elecciones, una o dos legislaturas más tarde de la dimisión. |
[5] |
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Alrededor de unos 60 diputados. |
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