Con la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, se produjo el colapso del socialismo real que durante más de cuatro décadas sojuzgó a los pueblos de la Europa del Este sovietizada. Todo había comenzado con Berlín, la capital del Reich, como clave fundamental en el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa; de este modo, la situación central de Alemania en el Viejo Continente terminó por fijar las zonas de influencia al Oeste y al Este bajo control de los vencedores. Al impulsar la URSS la sovietización de todos los países en su zona surgió una nueva realidad geopolítica: Europa del Este, y Berlín dividido su símbolo. Cuando se produjo la reacción occidental ya había caído sobre estos países el «telón de acero».
Así las cosas, en función de los acuerdos de los años bélicos y posteriores a la guerra aprobados por las potencias aliadas, Alemania fue dividida, y en el sector más oriental la URSS comenzó a edificar su sistema de dominación. Fue aquí donde los soviéticos —después del fracaso en el bloqueo de Berlín— promovieron la construcción de un nuevo «Estado obrero y campesino» —la República Democrática de Alemania (RDA)—, que se constituyó el 7 de octubre de 1949 (el 23 de mayo de ese mismo año, en la zona occidental había sido creada la República Federal, la RFA). A partir de este momento, con los comunistas del Partido Socialista Unificado de Alemania (SED por sus siglas alemanas) —con Walter Ulbricht al frente— controlando todos los resortes del nuevo Estado, la RDA siguió rápidamente el camino trazado para el resto de las democracias populares. Sin embargo, la contestación interior al sistema del socialismo real no tardó en llegar al nuevo Estado de Alemania oriental. La primera de las crisis recurrentes —la de junio de 1953, que, partiendo de Berlín Este, se extendió por otras zonas de la RDA— estuvo protagonizada por los trabajadores, ya que la política de industrialización a ultranza no era capaz de satisfacer las necesidades primarias de la población; de igual forma, las tensas relaciones entre el poder comunista y las distintas iglesias y la presencia soviética en el país no hicieron más que aumentar el descontento popular durante la primera posguerra. Las medidas socializadoras no fueron aceptadas de buen grado por toda la sociedad, de tal modo que, como sabemos, la imposición de dicha política socializadora y la represión radical condujo al exilio a cientos de miles de personas (muchas de ellas inscritas en las oficinas de la RFA como refugiados), número que se dispararía al sumar los contingentes de población no registrados pero que huyeron igualmente hacia el oeste de Alemania.
El caso de Berlín era paradigmático de las desiguales relaciones entre los dos estados alemanes. De los dos millones de personas que se calcula que pasaban diariamente de un lado a otro de la ciudad a finales de los años cincuenta, más de cincuenta mil trabajaban en la zona occidental pero consumían en el este, lo cual generaba una demanda imposible de abastecer por las autoridades comunistas, y esto sin contar el caos derivado de la circulación de dos monedas distintas. Para terminar con todo atisbo de contestación y con el propósito de evitar salidas masivas —la sangría demográfica era incontenible: hasta ese momento casi tres millones de alemanes del este habían abandonado el Estado «de los obreros y campesinos» para refugiarse en la República Federal—, las autoridades de Alemania del Este, apoyadas por Moscú, decidieron romper los vínculos con el oeste y para ello optaron por la vía radical del cierre de la frontera: el 13 de agosto de 1961 ordenaban levantar el Muro de Berlín. A partir de este momento, como escribió Hans-Joachin Maaz, fundador de la Academia de Psicología Profunda de la República Democrática: «La RDA fue el símbolo de una vida amurallada y limitada».
Fue precisamente en esos años cuando el bloque soviético empezó a ser considerado en círculos intelectuales y políticos cada vez más amplios de Occidente una nueva «cárcel de los pueblos», y la contestación al sistema socialista de tipo soviético impuesto en los países de Europa del Este tomó nuevos bríos a mediados de la década de los setenta. La situación socioeconómica resultante y la actuación al mismo tiempo de toda una serie de factores internos y externos o «catalizadores» hizo entrar en crisis terminal al sistema del socialismo real. En esta comprometida actitud por parte de Occidente de rechazo al sistema soviético, y su clamor ante la ignominia que representaba el Muro de Berlín, destacó el papel desempeñado por el presidente Ronald Reagan, quien en su visita a Berlín Oeste (que casi veinticinco años antes había recibido la visita del presidente Kennedy), en junio de 1987, pronunció las siguiente palabras: «¡Secretario General Gorbachov! Si busca usted la paz, si busca la prosperidad para la Unión Soviética y Alemania del Este, si busca la liberación, venga a esta Puerta [la Puerta de Brandenburgo], señor Gorbachov. Abra esta Puerta. Derribe este muro [“Tear down this wall!”], señor Gorbachov». Desde un punto de vista endógeno el factor catalizador clave, además de la evolución de la crisis en el propio sistema soviético, resultó ser el secretario general del PCUS, Mijail Gorbachov. El desolador panorama económico de Alemania Oriental y la creciente protesta social no iban a encontrar respiro en el centro hegemónico soviético: el programa de cambios estructurales impulsado por Gorbachov pronto afectaría a sus aliados. La gerontocracia de Alemania del Este no parecía dispuesta a seguir la pauta liberalizadora de Moscú en un momento en que, a la vez, las presiones de los países occidentales tomaban también la misma dirección en este sentido. Para Honecker, la perestroika no tenía viabilidad y solo generaría el caos. En todo caso, la cerrazón del viejo líder socialista y sus más allegados les impedía hacerse cargo de una realidad que ya les estaba superando.
De este modo, si Polonia —sin olvidarnos de Hungría— fue considerada clave en el inicio del colapso del socialismo real, la República Democrática de Alemania, por su especial significación en el statu quo entre el Este y el Oeste, contribuyó de manera definitiva al triunfo de las reformas democráticas y al colapso del totalitarismo en el resto de países del antiguo bloque comunista. Los acontecimientos empezaron a complicárseles a las autoridades comunistas al manipular y falsear los resultados de las elecciones municipales del 7 de mayo de 1989. Ante tal estado de cosas, se multiplicaron las peticiones de salida para la Alemania del Oeste y durante el verano de 1989 se produjo el gran éxodo hacia la otra Alemania, a través de Hungría y Austria. Desde comienzos de dicho año, los acontecimientos pusieron en evidencia al régimen del SED, el cual solo fue capaz de actuar a la defensiva de enero a noviembre. Las autoridades del partido, en su intento de preservar el monolitismo del sistema, se obsesionaron en la persecución de «contrarrevolucionarios» y Honecker no cesaba de afirmar la «fuerza inquebrantable del socialismo», anunciando que «nada ni nadie detendrá su marcha». En efecto, en un primer momento el Gobierno comunista no varió sus planteamientos dogmáticos, ni siquiera cuando, con motivo del cuadragésimo aniversario de la República Democrática, el 7 de octubre de 1989, la oposición al régimen expresó su repulsa ante la situación del país y exigía la democratización del mismo: cabe destacar las manifestaciones del 9 y del 16 de octubre, donde las consignas fundamentales fueron «¡Nos quedamos aquí!» y «¡El Muro debe caer!». Ante el desarrollo de los acontecimientos fueron los comunistas renovadores los que, con el apoyo tácito de Moscú, obligaron a Honecker el 17 de octubre a abandonar todos sus cargos en el partido y en el Estado por «motivos de salud»: fue reemplazado al frente del partido por Egon Krenz, el cual se comprometió a impulsar la reforma en las estructuras del régimen. Todas estas acciones estaban prefigurando el futuro de la República Democrática. Sin solución de continuidad, el 7 de noviembre, el Gobierno de Alemania del Este encabezado por Willy Stoph presentaban su dimisión, y lo mismo hacía un día después el Politburó en pleno. El 9 de noviembre de 1989 a las siete de la tarde las autoridades anunciaban, por medio de Günter Schabowski, la apertura del Muro de Berlín y el propio Krenz prometía la celebración de elecciones libres. Unos días después, el 13 de noviembre, Hans Modrow era nombrado primer ministro, y un nuevo Gobierno era constituido con la inclusión de personalidades de la oposición democrática; pero ni los buenos oficios reformistas del jefe del Ejecutivo lograron detener la descomposición del Estado. De este modo, cuarenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial y del comienzo de la Guerra Fría, el statu quo de una Europa dividida en dos zonas irreconciliables comenzó a resquebrajarse.
Precisamente al estudio de todo aquello —con Berlín como clave fundamental de la división de bloques producida por la Guerra Fría— se dedica el libro objeto de esta recensión, escrito por el profesor y catedrático Ricardo Martín de la Guardia —conspicuo representante del denominado «grupo de Valladolid», centrado, entre otras tareas de investigación, en la crisis del socialismo realmente existente—: La caída del Muro de Berlín. Lo primero que debemos decir al respecto, tal como se deduce del contenido de la obra que nos ocupa —estructurada en once apretados epígrafes o capítulos que nos muestran con maestría dicho proceso histórico, cuenta con una «Introducción. El Muro de Berlín, emblema de una Alemania dividida» modélica que resalta justamente su significación ignominiosa y opresiva, unas «Conclusiones» precisas referidas al proceso narrado, un «Epílogo. 1989-2019: Europa y el mundo, treinta años después» plenamente justificado en este trigésimo aniversario del final de aquella etapa histórica simbolizada precisamente por el Muro, y un «Apunte bibliográfico» muy apropiado—, es que estamos ante una producción en el campo de la historia realmente notable. Se trata, sobre todo, de constatar el avance de este tipo de investigaciones que ponen el acento en el colapso del socialismo real, y que tuvo en la caída del Muro de Berlín su punto de no retorno. En este sentido, y como señala muy acertadamente su autor en las «Conclusiones» (p. 313): «Por muy oscuras que sean las sombras proyectadas en el proceso reunificador alemán […], no bastan para desviar la atención del significado verdaderamente histórico que supone su éxito. La caída del Muro de Berlín y el final de la Guerra Fría abrieron las puertas a una nueva era». Nueva era que comenzaba precisamente con la reunificación de Alemania, como bien atisbó Helmut Kohl haciendo suyas las palabras de Konrad Adenauer: «Tendremos que estar alerta si llega ese momento. Si parece inminente y existe una ocasión favorable, no debemos dejarla pasar».
En definitiva, con este libro Ricardo Martín de la Guardia cierra el círculo virtuoso que abrió años atrás con la publicación de otra aportación muy destacable: 1989, el año que cambió el mundo. Los orígenes del orden internacional después de la Guerra Fría. Así, de lo general a lo particular, con dicho año como eje básico en la evolución de las relaciones internacionales desde finales del siglo xx, se trataba de acercarnos —empeño plenamente logrado— a un tema de gran trascendencia de la historia europea y de enorme influencia en otros ámbitos históricos llamados a vivir grandes transformaciones cuyo origen no fue otro que la caída del Muro de Berlín en 1989 y la consecuente desintegración del sistema soviético que había marcado el devenir del mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial.