En los tiempos de inmediatez y solipsismo mediático que corren es difícil encontrar ya obras que combinen erudición, cuidadosa escritura y brevedad didáctica. El profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Cantabria, Josu de Miguel, acaba de elaborar una de ellas: Libertad. Una historia de la idea, publicada en la editorial sevillana Athenaica, tan cara para quien escribe estas líneas y que promete seguir enriqueciendo la reflexión académica y teórica en España con piezas exquisitas como la que aquí recensionamos.
La pretensión de la obra no es pequeña: un recorrido sucinto por la concepción que de la libertad han tenido antiguos y modernos desde la Grecia de Pericles a la posmodernidad líquida de Bauman. El topos elegido es el de la cultura occidental de raíz grecolatina y judeocristiana, entre Atenas y Jerusalén, con una acertada selección de referencias a autores de distintas épocas y latitudes.
Comienza el libro con la famosa distinción de Constant entre la libertad de los antiguos y la de los modernos, en la que la primera se volcaría en las llamadas libertades públicas o positivas, y la segunda, en las denominadas libertades individuales o negativas. De Miguel repasa los diferentes tratamientos que el concepto de libertad tuvo en la Antigüedad, donde la libertas que blandieron Casio o Bruto frente a la tiranía de César se refería a un orden político constituido en torno a una «comunidad de iguales», de la que, por supuesto, estaba excluida la mayor parte de la población. La libertad era la participación en el poder, la garantía de la permanencia de esa comunidad de hombres libres en el vértice de la pirámide social y en la que apenas podían guarnecerse en esferas de privacidad o indemnidad frente a las intervenciones del poder. El giro hacia la libertad negativa de base individualista comienza a darse con el estoicismo y, sobre todo, con el cristianismo de raíz agustiniana, que reserva un espacio de «mundo de la vida» vinculado a la fe y a lo espiritual ajeno a las intromisiones del poder político. Santo Tomás, recuperando a Aristóteles, intentará combinar ambas libertades, pero la perfección de la fórmula teórica y su materialización práctica no se alcanzará hasta las revoluciones protoliberales y liberales de los siglos xvii y xviii. Aquí el autor sigue la conocida tesis de Tocqueville o Weber, al entender que la concentración de poder en las manos del rey absoluto durante el Antiguo Régimen impulsó la eliminación de los poderes intermedios y la creación de un Estado cada vez más intervencionista, lo que supuso una fuente de temor para los liberales tras la caída del trono y el altar. Al heredar las facultades cada vez más intensas y extensas de un Estado ahora despersonalizado, la burguesía liberal tuvo que buscar un expediente normativo para encauzar el nuevo poder, encontrándolo en el constitucionalismo y en su correlato, la codificación. Así, la separación de poderes, que tiende a atenuar las potencialidades más radicales de la soberanía, y la garantía de los derechos fundamentales, que por su parte sirven a los intereses de la nueva clase social al crear una esfera de protección del individuo, fungieron como mejores mecanismos para una renovada concepción de la libertad. Siguiendo al propio autor (p. 32), «el absolutismo expropió el poder a los cuerpos privados intermedios y el imparable crecimiento de las facultades del Estado hacía necesaria su racionalización. En esta racionalización, resultaba indispensable establecer una relación de equilibrio entre el individuo y el Estado». Y esa racionalización es la Constitución.
De Miguel parte desde ese momento de la defensa de una concepción liberal de la propia libertad, de una libertad liberal que se distingue de la de Mably o Rousseau, vinculadas estas al ejercicio directo del poder como ocurría en la (idealizada) Antigüedad. ¿En qué consistiría esa libertad para los modernos, para los liberales? Aunque Constant la teorizara con maestría, el autor acude mejor a la formulación de Stuart Mill, más avanzada y cercana a los postulados del liberalismo democrático. En esta, la libertad negativa, entendida como espacio de protección frente al Estado, se entiende también como un conjunto de facultades que, garantizadas, le permiten al individuo desplegar libremente su personalidad y, por ende, completarse en sociedad. Ello redundaría en el beneficio de todos y de la propia comunidad, al poder cada uno aportar sus consecuciones individuales y sus conquistas y descubrimientos, desde una idea sanamente competitiva de articulación de lo social. De aquí la defensa acérrima de la libertad de opinión para el auténtico liberal, puesto que es la manifestación más prístina de esa realización que defiende el inglés en el contexto de una sociedad abierta y plural. Se lee en este punto del libro una alerta, que recojo y hago también mía, ante las actuales tendencias inquisitoriales con las que parecen querer revestir al Estado y a la intervención pública de algunas opciones políticas, cuya desorientación en el ámbito de la realidad material a la que dicen seguir vinculadas les hace perderse por derroteros moralistas que ponen en cuestión el reducto de libertades, liberales, de nuestra democracia constitucional.
No obstante, la concreción de un catálogo de derechos fundamentales, por muy amplio que fuera, contenía desde el inicio una problemática de difícil solución. Si el planteamiento liberal partía de la idea de que la libertad, individual y negativa, era el principio general conformador del orden social, al que legitimaba como manifestación de la dignidad humana (lean el artículo 10.1 de la Constitución española), la determinación de un listado de derechos concretos, perfilados y contornados, podía entenderse como un agotamiento en ellos de aquel principio. Esta fue una de las causas, aunque no la única (como parece desprenderse de la obra), que está detrás de las reticencias originarias a dotar a la Constitución Federal de los Estados Unidos de un catálogo de derechos, como sí hacían las constituciones estatales. He aquí donde encontramos el nudo gordiano, a mi parecer, de la contribución que nos regala Josu de Miguel (p. 40): «Se acerca una época caracterizada por prohibiciones menores cuya entidad no encajaría en la protección de los derechos fundamentales, pero que por su intensidad y alcance general podrían afectar al principio general de la libertad.» Es decir, si reducimos la libertad a los derechos fundamentales que pretenden protegerla, no abarcarla en su totalidad, estaríamos al final poniendo en entredicho la virtualidad de aquella como principio basilar de todo el edificio político y social. Es más, me atrevo a aventurar, hasta los propios derechos fundamentales positivizados se encuentran hoy en crisis como consecuencia, entre otros factores, de la reducción que a su vez padecen por la asunción de la jurisprudencia internacional como un parámetro de máximos, y no de mínimos. Para atajar aquella problemática y recuperar la libertad liberal como principio ubicuo, De Miguel propone, para el caso español, una reinterpretación del artículo 17 de la Constitución a fin de evitar que se restrinja únicamente a las garantías de la detención preventiva y pueda, con prudencia, convertirse en una cláusula residual general a favor de la libertad. Claro que esta apuesta por los principios, aunque sobre la misma (reitero) el autor arroje serias preocupaciones y una visión muy prudente, podría enmarcarse en la no menos preocupante tendencia neoconstitucionalista de alejamiento del positivismo y del derecho como fuente de normatividad democrática. En el frontispicio de las escuelas de derecho constitucional podría inscribirse una leyenda que, al modo shakesperiano, alertara: «¡Cuídate de los principios!»
Pero tampoco podemos olvidarnos, nos dice el profesor, de que la libertad «siempre tiene una naturaleza social y que no puede ser reivindicada como un principio común si no la puede disfrutar el conjunto de ciudadanos» (p. 48), alertándonos así contra el escapismo de los nuevos Thoreau y sus cabañas, ya sean las neorrurales, las contraculturales o las siempre activas del indiferente hedonismo consumista. La libertad es, sí, en comunidad. Algo que parece entrar en contradicción con el poco aprecio con el que el autor relega y desplaza al ideal de «fraternidad» en tanto acompañante de la igualdad y de la propia libertad. Afirma que «la fraternidad es consecuencia de la disposición personal hacia los otros seres humanos y no una virtud que pueda impulsarse desde los poderes públicos» (p. 58), algo que casa mal tanto con la defensa que al final de la obra hace de los deberes ciudadanos como con una concepción integral de la propia libertas (Viroli). La fraternidad en tanto fórmula que suaviza el formalismo de los principios de igualdad y libertad mediante la introducción de un fuerte componente material de solidaridad, no solo no es antitética a la libertad, sino su mejor complemento y acicate. Porque la libertad es un presupuesto de partida, sí, pero también un objetivo de llegada que ha de alcanzarse, que ha de labrarse, y para ello, para obtener la autonomía que nos concede esa libertad, necesitamos previamente no depender materialmente y en exceso de otros. La autonomía de la voluntad se queda en papel mojado si no se nutre de una independencia económica cuya necesidad para aquella ya vieron clásicos como Aristóteles. No se entiende, pues, ese desprecio a la fraternidad como valor y criterio-guía, como ideal-tipo, para corregir los desequilibrios económicos y sociales en los que la libertad no puede desplegarse igual para todos. Recordemos la ficción liberal-burguesa que supuso el reconocimiento formal de la libertad contractual y de la igualdad ante la ley en las sociedades industriales del xix, atravesadas por una desigualdad material que corroía el cuerpo social hasta desvirtuar por completo dicho reconocimiento, convertido en mero artefacto funcional para los intereses del capitalismo incipiente. Hay una tradición de republicanismo democrático y de tintes sociales en torno a la fraternidad, tan bien descrita en nuestro país por Toni Doménech, que el autor parece relegar al ostracismo. En este sentido, tampoco «la procura existencial» de Forsthoff, en tanto reducción a veces demasiado simplista del Estado social, debe ser siempre un constreñimiento para la libertad liberal, pues, aunque en tensión, pueden convivir (y de hecho lo hicieron) los principios liberales y los del Estado social bajo la fórmula de la democracia constitucional, máxime si se reconociese la interdependencia e indivisibilidad de todos los derechos, incluidos los económicos.
El autor se preocupa no solo del expansionismo de lo estatal, que atenaza la libertad individual, sino también del llamado «capitalismo de vigilancia» que, sirviéndose de las nuevas tecnologías, acaba difuminando los contornos de la intimidad, la privacidad y nuestra propia personalidad; es decir, acaba socavando el reducto liberal del que partían Locke, Constant o Mill. «La aparición y proliferación de la realidad virtual refuerza el proceso irreversible que se viene dando desde la aparición del Estado total, es decir, la reducción de la libertad dominada y la penetración de la técnica en todos los aspectos relacionados con el mundo de la vida» (p. 85). Nuevas formas de control social se añaden, además, en la sociedad tecnológica actual. De Miguel es muy crítico, lo que comparto, con las teorías neoconductistas de Sunstein y Thaler sobre el «paternalismo libertario». La idea de que mediante empujoncitos o nudges se puede condicionar desde las políticas públicas y el Estado la conducta y los hábitos de los ciudadanos para mejorar los resultados de sus elecciones, muchas veces irracionales o costosas para el conjunto de la comunidad, pone en solfa la libertad individual y, sobre todo, abre un camino sumamente incierto que puede ser aprovechado por diversos intereses en juego, no siempre coincidentes con parámetros éticos compartidos. El riesgo de un «Estado psicológico» sería latente, y más cuando, añado, discursos tan en boga como el de la «salud mental» refuerzan esa «burocracia del consuelo» a la que parecemos orientar a la Administración actual. Ya nos alertaba George Steiner de que el psicologismo era un sustitutivo, hoy, de las religiones y de los grandes relatos políticos.
Concuerdo también con De Miguel en la crítica furibunda que lanza contra la fragmentación identitaria y tendente al victimismo de nuestros días. El abandono de la concepción kelseniana de la autoridad, del Estado y del derecho en favor de la visión foucaultiana y extensa del poder en la articulación de las relaciones sociales ha impelido a la conversión, como sujeto político, del ciudadano republicano en el «oprimido» necesitado de «reconocimiento identitario». La lanza que parte el autor por recuperar y revigorizar el universalismo kantiano frente a la desbocada exigencia de un derecho constante a «la diferencia» constituye la base de la que podemos partir para la propuesta final de la obra.
Porque si de preservar la libertad se trata, necesitamos reconducir la sociedad del riesgo, la del miedo y la incertidumbre sobre el futuro, mediante el fortalecimiento de un «constitucionalismo de los deberes», que haga hincapié en un uso responsable de las libertades y en la determinación de unos límites sobre nuestro crecimiento. El Antropoceno nos exige un «tiempo de los deberes» que ampare, con su cumplimiento, las clásicas libertades, lo que nos retrotrae al republicanismo cívico como depósito de enseñanzas y orientaciones. Y también, añado de nuevo, al liberalismo olvidado del que nos habla Helena Rosenblatt, pues existe una tradición liberal, a veces muy apagada o escondida, que siempre incidió en la necesidad de una virtud cívica y colectiva cultivada por los por los propios (ciudadanos) liberales. Combinar de nuevo la libertad de los antiguos con la de los modernos, en un horizonte limitado por nuestra responsabilidad y por el ejercicio consciente de unos deberes colectivos, tanto para nuestra comunidad como para las generaciones futuras, se erige en el principal reto del constitucionalismo contemporáneo. «No es posible superar la actual crisis de autoridad a través del republicanismo cívico si se elimina de la democracia un ingrediente liberal sin el cual dejaría de ser constitucional», dice el autor (p. 118). La persona en el centro de lo político, pero con la mirada y la acción puesta en el bien común y compartido que define a una democracia presidida por la virtud cívica: he aquí la posible, o la deseable, solución a los retos del presente y del mañana.
Lean a Josu de Miguel, lean este breviario de la libertad como idea, para seguir adquiriendo las armas con las que defendernos de sus enemigos, tanto internos como externos.