RESUMEN
La provincia es pieza clave de la organización territorial en España desde hace dos siglos y el estudio de su configuración resulta de interés. La Constitución española de 1978 no realiza un tratamiento detallado de la provincia ni de su órgano de gobierno autónomo, las diputaciones, siendo su regulación tarea del legislador estatal. En particular, el sistema de elección de los miembros de las corporaciones provinciales se regula en la normativa electoral que establece las reglas de este procedimiento, a realizar tras la constitución de los ayuntamientos. La elección de los diputados provinciales es indirecta de segundo grado, lo que ha planteado dudas sobre la relación de representatividad de estos representantes; y en ella, el control de los partidos políticos es casi absoluto. La ausencia de obligación legal para elaborar candidaturas que incorporen el principio de presencia equilibrada, a diferencia de otro tipo de elecciones, provoca una infrarrepresentación de las mujeres en las diputaciones provinciales.
Palabras clave: Democracia; representación; igualdad; partidos políticos; provincia; diputaciones provinciales.
ABSTRACT
Province has been a key part of territorial organization in Spain for two centuries and the study of its configuration is interesting. Spanish Constitution does not provide a detailed treatment of the province or of its autonomous governing body, provincial governments, their regulation being the task of the state legislator. In particular, the system for electing members of provincial corporations is regulated in electoral regulations which establish the rules of this procedure, to be carried out after the constitution of the town councils. Election of provincial deputies is a second-degree indirect election, which has raised doubts about representativeness of these representatives; and the control of political parties is almost absolute. Absence of a legal obligation to draw up candidacies incorporating the principle of balanced presence, unlike in other types of elections, leads to an under-representation of women in provincial governments.
Keywords: Democracy; representation; equality; political parties; province; provincial governments.
La provincia es pieza clave de la organización territorial del poder a lo largo de la historia española contemporánea (Prats Catalá, 1979: 411-415)[2], definida ya por los ilustrados como ente local descentralizado (Boix Reig, 1988: 342), con reflejo en los textos constitucionales desde 1812 y una evolución «vinculada a la convulsa historia política de nuestro país» (Tajadura Tejada, 2019: 235). Sin embargo, asumiendo el papel histórico y relevante de la provincia, no podemos ser ajenos al impacto de la principal innovación en materia territorial de la Constitución española de 1978: el reconocimiento del derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones. La configuración de la organización territorial del Estado en la Constitución vigente ha dado como resultado una construcción original desarrollada desde la Transición política hasta nuestros días (Aragón Reyes, 1998: 169), instaurando un modelo sui generis bajo la denominación de Estado autonómico o Estado de las autonomías, y una clara transformación en la distribución territorial del poder con respecto a periodos constitucionales anteriores que, con carácter general, configuraban a España como «Estado unitario, centralizado, simbolizado por la Monarquía, convertida en su eje salvo en cortos periodos de excepción» (Cámara Villar, 2018: 397).
El contraste con el pasado centralizador de nuestra tradición histórica despertó, desde el primer momento, el interés de la doctrina, convirtiéndose desde entonces en objeto central de debate y estudio de los principales trabajos sobre la cuestión territorial, interés acrecentado paradójicamente por la falta de definición constitucional (Solozábal Echevarría, 2001: 127). La característica indefinición por un determinado «modelo» de Estado desde el punto de vista territorial ha llevado a considerarlo como «proceso abierto» —consecuencia del principio dispositivo del derecho de acceso a la autonomía—, abrazando la idea de estar ante una «construcción inacabada» (De la Quadra Salcedo, 2014: 37), al mismo tiempo que se asume haber llegado a niveles de descentralización «inimaginables no hace demasiado tiempo» (Saiz Arnaiz, 2000: 376).
La obra inacabada trae causa de la complejidad para abordar un elemento configurador del Estado en un periodo transicional entre representantes de fuerzas políticas con posiciones antagónicas en materia territorial y con cierto temor a repetir los errores del pasado. Para alcanzar el necesario acuerdo, el texto constitucional de 1978 incorporó términos caracterizados por una cierta ambigüedad al establecer «un conjunto normativo muy abierto, fundado en el reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, para que el proceso descentralizador pudiera iniciarse mediante su ejercicio, pero permitiendo diversas combinaciones y grados posibles de descentralización política y administrativa» (Cámara Villar, 2018: 405), con escasa vocación por ofrecer respuestas concretas e inmediatas, pero, al menos, sí satisfacía de una u otra forma las pretensiones de las distintas posturas en el periodo constituyente porque, pese a las diferencias, se partía de una idea compartida: «La descentralización territorial era una fórmula de organización estatal más democrática y eficaz que la centralización y, en consecuencia, que la autonomía debería generalizarse en todo el territorio del Estado» (Aragón Reyes, 2006: 77).
Transcurridas cuatro décadas de vigencia del texto constitucional, el desarrollo del Estado de las autonomías continúa protagonizando el debate doctrinal e inunda de forma constante la esfera política debido a las tensiones habituales que marcan los debates parlamentarios y la propia gobernabilidad del país[3]. De hecho, la dinámica jurídico-política en torno a la cuestión territorial también explica el devenir hasta su configuración actual, a la que se ha llegado por la influencia de formaciones políticas de corte nacionalista y, en no pocas ocasiones, transmutando la literalidad de algunas de las previsiones constitucionales integrantes del título VIII (Aparicio Pérez, 2017: 17). Sin embargo, lo ocurrido respecto al nivel territorial autonómico no se ha extendido al ámbito provincial, que ha gozado de una inusitada estabilidad. También es cierto que, a diferencia de las autonomías, la provincia no ha supuesto una novedad en la organización territorial en España y ello puede explicar la menor atención recibida, sin restar importancia a lo que representan las provincias —para la iniciativa autonómica (arts. 143 y 151 CE), sin ir más lejos— ni ocultar la existencia en el debate público de posiciones contrarias a su mantenimiento desde dos frentes: quienes aseguraban que su pequeño tamaño hacía necesaria la absorción por las regiones y, en sentido contrario, quienes argumentaban que resultan demasiado grandes planteando su sustitución por las comarcas (Guaita Martorell, 1981: 38).
La posición destacada de la provincia en el texto constitucional también puede encontrar su explicación, como indica el profesor Tajadura Tejada (2019: 237, 238), principalmente en dos razones que basculan entre lo emocional y el pragmatismo jurídico-político ante un escenario incierto en el desarrollo del modelo territorial caracterizado por el principio dispositivo. La primera, más emocional, por la presencia en las Cortes Constituyentes y en el Gobierno de varios dirigentes políticos vinculados en el pasado con las instituciones provinciales, combinada con el peso de las provincias en la tradición de la estructura territorial española. En segundo lugar, por el papel atribuido a las provincias en la iniciativa autonómica del art. 143 CE y también porque, en caso de no haberse generalizado el ejercicio del derecho a la autonomía del art. 2 CE[4], las diputaciones provinciales hubieran sido las únicas instituciones supra municipales en el territorio.
La opción de la Constitución de 1978 fue, por tanto, asumir y mantener la provincia, pero no solo como mero reflejo del pasado con el que no se quería romper, sino reforzando su posición en el art. 137 —el primero del título VIII— al configurarla como entidad esencial de la organización territorial junto a municipios y comunidades autónomas, así como reconocer su autonomía para la gestión de sus intereses. Además, la provincia asume principalmente tres funciones constitucionales: como estructura territorial básica del Estado con reconocimiento de personalidad jurídica propia, determinada por la agrupación de municipios[5] (art. 141.1 CE); como división territorial para cumplir las actividades del Estado (art. 141.1 CE), y como circunscripción electoral (arts. 68 y 69 CE). Este reconocimiento adquiere más relevancia en términos de protección porque esta se extiende a través de la garantía institucional (García de Enterría, 1991: 7 y ss.), cuyo contenido no está constitucionalmente definido, a diferencia de lo que sucede en relación con el Estado autonómico (Aparicio Pérez, 2017: 24). Por tanto, la concepción teórica de la garantía institucional como límite a la acción del legislador es, al mismo tiempo, una contradicción porque su concreción como institución precisa de la acción del legislador[6] y no es suficiente solo con acudir al contenido de los preceptos constitucionales (Esteve Pardo, 1991: 131). A pesar de esta parquedad, la garantía implica, en todo caso y en palabras de la profesora Salvador Crespo (2007), que «la provincia es una entidad local de carácter necesario de la cual se predica su autonomía y su carácter democrático y cuya supresión está descartada dentro del actual marco constitucional».
El Tribunal Constitucional, en diversas sentencias, ha afirmado que la garantía institucional de las autonomías provincial y municipal «no prejuzgan su configuración institucional concreta, que se defiere al legislador ordinario, al que no se fija más límite que el del reducto indisponible o núcleo esencial de la institución que la Constitución garantiza» (STC 32/1981, FJ 3), de modo que esta garantía asegura «la preservación de una institución en términos reconocibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar»; y solo «podrá reputarse desconocida esta garantía cuando la institución es limitada, de tal modo que se la priva prácticamente de sus posibilidades de existencia real como institución para convertirse en un simple nombre» (STC 109/1998, FJ 2). En definitiva, estamos ante un supuesto de configuración legal, de manera que el cauce y el soporte normativo para articular la garantía institucional derivada del reconocimiento constitucional de la autonomía provincial es la legislación estatal del régimen local (la Ley 7/1985, Reguladora de las Bases del Régimen Local)[7], donde deben establecerse los rasgos definitorios de la autonomía y la regulación legal del funcionamiento, la articulación o la planta orgánica, entre otras cosas, de los entes locales (STC 159/2001, FJ 4). El régimen local no se encuentra exclusivamente en la legislación estatal, sino que también ha sido objeto de regulación en normativa autonómica por la incorporación de disposiciones en los respectivos estatutos de autonomía para asumir esta competencia, esto es, el carácter bifronte del régimen local (Salazar Benítez, 2009: 105 y ss.) e incluso, en casos de conflicto aplicativo, los estatutos autonómicos prevalecen sobre la normativa básica estatal (Velasco Caballero, 2005: 136), si bien las leyes básicas del Estado mantienen su posición de superioridad frente a leyes autonómicas relativas a la misma o distinta materia (Gómez-Ferrer Morant, 1991: 57); pero abordar esta cuestión excedería con mucho el objeto de este trabajo y únicamente acudiremos en aquello que tenga relación con nuestra investigación a la legislación estatal.
La Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local[8], que supuso una aportación novedosa al ordenamiento (Orduña Rebollo, 2003: 81), en su art. 31 define la provincia como «entidad local determinada por la agrupación de municipios, con personalidad jurídica propia y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines», destacando como fines propios y específicos de la provincia «garantizar los principios de solidaridad y equilibrio intermunicipales» y, más en concreto, asegurar la prestación integral y adecuada de servicios municipales y participar en la coordinación de la Administración local con niveles territoriales superiores —comunidad autónoma y el Estado—. El cumplimiento de estos fines es argumento fuerza para quienes sostienen la existencia de la provincia como espacio amplio idóneo para desarrollar las funciones de solidaridad y equilibrio intraprovincial, que no sería posible o más difícil de conjugar en ámbitos más reducidos como pueden ser los comarcales (De la Quadra Salcedo, 2016). Para ello, el mencionado precepto in fine determina la institucionalidad del Gobierno y la Administración autónoma de la provincia atribuyendo este papel a la diputación u otras corporaciones de carácter representativo, a lo que dedicaremos el siguiente apartado.
La diputación provincial se configura como el órgano de gobierno autónomo de la provincia para la defensa de sus intereses, esto es, la institución que representa y defiende los intereses provinciales, de acuerdo con las previsiones constitucionales. No obstante, antes de referirnos a cómo se ha configurado la institución provincial a lo largo de nuestra historia, es necesario aclarar, como ha hecho buena parte de la doctrina, la inexistencia de intereses propios de la provincia, sino que se trata de la asunción por la diputación de la defensa de los intereses locales o municipales que, por distintas razones, no pueden asumir los propios municipios (Cosculluela Montaner, 2011: 50). De hecho, comúnmente a casi todos los periodos históricos de existencia de las diputaciones provinciales, la principal tarea de su razón de ser ha sido la asistencia y apoyo a los municipios.
A través del útil estudio de Jordà Fernández (2018) podemos hacer un repaso del reconocimiento de las diputaciones provinciales en los textos constitucionales españoles. Así, la institución de la diputación provincial aparece reconocida por primera vez en el texto de la Constitución de 1812 «como respuesta a la cuestión de los poderes intermedios» y «una profunda reorganización de la administración territorial del Estado» (Tajadura Tejada, 2019: 234). En Cádiz, las diputaciones provinciales son reconocidas constitucionalmente con dos caracteres principales: la ausencia de atribuciones sobre el gobierno político de la provincia y la promoción de la prosperidad de la provincia. Estaba formada por el jefe político superior como presidente, el intendente —sustituye al presidente en ausencia— y siete miembros elegidos por los electores del partido judicial el día siguiente a la elección de los diputados a Cortes. Lo más destacable es el papel del jefe político como elemento central de comunicación entre el Gobierno con los ayuntamientos y la propia diputación provincial (Sanjuán Andrés, 2012: 276). Las atribuciones a las diputaciones apenas tenían concreción y no fue hasta el Decreto CLXIV, de 23 de mayo de 1812, que aprobó el establecimiento provisional de las diputaciones, y después se dictó la «Instrucción para el gobierno económico y político de las provincias de 23 de junio de 1813» por Decreto de Cortes CCLXIX, que no tuvo aplicación. El regreso del absolutismo truncó el desarrollo de la descentralización liberal en las provincias, tarea que se retomó durante el Trienio Liberal con la Ley de 3 de febrero de 1823 y la «Instrucción sobre el gobierno de las provincias», que tampoco dio tiempo a aplicarse. Hasta 1833 no tuvo lugar la verdadera división administrativa en provincias, bajo el liderazgo de Javier de Burgos. Posteriormente, en la Constitución de 1837, tampoco se concretó demasiado el papel que desempeñaban en la organización territorial del poder.
En esta primera etapa de creación y relativa consolidación, las diputaciones provinciales se caracterizan, sobre todo, por ser una corporación administrativa, funcional, colaboradora de la Administración estatal y subordinada al jefe político; con un gran número de normas para su regulación que guarda relación con el vigor con que surgieron (Jordà Fernández, 2018: 181). No fueron concebidas como Administraciones prestadoras de servicios públicos ni para fomentar el desarrollo provincial (Tajadura Tejada, 2019: 235, 236), sino como instituciones políticas para el control económico y político de los municipios y asegurar «la vinculación de las “fuerzas vivas” de la provincia al Gobierno central», convirtiéndose junto al gobernador civil situado a su frente «en pieza esencial de la maquinaria caciquil de la época, fuente de prebendas y de favores en el reparto de los presupuestos públicos» (Sánchez Morón, 2017). Ciertamente, el establecimiento de las diputaciones contribuyó al reforzamiento de las élites locales, quienes al fin y al cabo dominaban de forma efectiva el territorio, asignándoles un papel preponderante como interlocutores de la Administración del Estado, pero también supuso el paso previo al necesario proceso de modernización administrativa de la España decimonónica (Estrada Sánchez, 2018: 99).
El principal avance para definir el papel que desempeñarían en el futuro las diputaciones se produjo con la aprobación del Estatuto Provincial de 20 de marzo de 1925, en el marco de las reformas impulsadas por Calvo Sotelo, al reconocer la provincia como entidad local en nuestro derecho (García de Enterría, 2018: 36)[9], pero también la autonomía provincial y el ejercicio de determinadas competencias, entre las que destacaba la función de apoyo y asistencia a los municipios para asegurar la prestación de los servicios públicos (Tajadura Tejada, 2019: 236). En esa tarea de apoyo a los municipios para la prestación de servicios, estos deben considerarse de índole local, ya sean prestados por un ayuntamiento o por una diputación, «y esta, en realidad, se limita a organizarlos cuando por su ratio territorial o coste económico sobrepasan las posibilidades de las corporaciones municipales» (García Rubio, 2014). Ahora bien, en otro sentido, es preciso señalar que el Estatuto Provincial de 1925 convirtió a las diputaciones como instituciones de naturaleza política en «meros apéndices del gobernador civil dentro de un Estado centralista y rígidamente unitario», atribuyendo únicamente a estas «la administración y fomento de los intereses peculiares de la provincia y la organización de los servicios de la Administración local que no fuera de la competencia exclusiva municipal, así como aquellos delegados por el Estado» (Vera Torrecillas, 2022: 170-171).
Con la proclamación de la II República sobrevino la supresión de las diputaciones provinciales y la absorción en favor de las regiones, aunque el art. 10 del texto republicano de 1931 estableció que «las provincias se constituirán por los municipios mancomunados conforme a una ley que determinará su régimen, sus funciones y la manera de elegir el órgano gestor de sus fines político-administrativos» (Jordà Fernández, 2018: 189). Tras el golpe de Estado militar que provocó la Guerra Civil (1936-1939), durante la larga dictadura franquista las diputaciones «fueron instituciones no democráticas, carentes de autonomía, con escasas competencias y recursos, y sometidas a la tutela permanente de sus actos por parte del Estado» (Tajadura Tejada, 2019: 237). El tránsito a la democracia no supuso la negación de la provincia como elemento clave para la organización territorial, sino su mantenimiento y consolidación, siendo la actual etapa democrática el periodo en que las diputaciones han gozado de mayor cobertura legal para el ejercicio de sus competencias como gobierno autónomo de la provincia, no por el grado de concreción en el texto constitucional, que como hemos señalado es escaso, sino por el desarrollo legislativo posterior para concretar la garantía institucional derivada de su constitucionalización.
La estructura provincial asumida en la Constitución española de 1978 responde al esquema de la distribución territorial llevada a cabo en 1833, sin variación durante los dos últimos siglos. Sin embargo, el desarrollo del Estado autonómico ha tenido, entre otros efectos, la extinción de las diputaciones en las comunidades autónomas uniprovinciales[10] (Orduña Rebollo, 2012: 106). De este modo, y excluyendo de este estudio las diputaciones forales vascas, los cabildos y consejos insulares, en la actualidad existen 38 diputaciones de régimen común. El propio texto constitucional vigente deja claro en el art. 141.2 CE que no solo las diputaciones tienen encomendados el gobierno y la administración autónoma de las provincias, sino que también cabe la asunción por «otras corporaciones de carácter representativo»; y también el art. 141.3 CE posibilita la creación de agrupaciones de municipios diferentes de la provincia, habiendo surgido mancomunidades, áreas metropolitanas y otras entidades supramunicipales (Tajadura Tejada, 2019: 241). Así, las diputaciones provinciales son una modalidad de gobierno de la provincia por voluntad del legislador estatal, pero no puede decirse que sean el «modo constitucional necesario de gobernar las provincias como entes locales» (Linde Paniagua, 2018: 118).
El régimen local en la legislación básica del Estado dedicado a las diputaciones se encuentra en el título III de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local (LBRL)[11]; una legislación que supuso «el tránsito de un régimen de autoridad a una democracia» (Orduña Rebollo, 2012: 106). El capítulo I del título III se dedica a las reglas de la organización de las diputaciones (arts. 32 a 35); el capítulo II se ocupa de las competencias de la diputación o entidad equivalente (arts. 36 a 38), y el capítulo III está dedicado a los regímenes especiales, esto es, lo referido a las provincias vascas, las comunidades autónomas uniprovinciales y la Foral de Navarra, los cabildos insulares canarios y los consejos insulares de las Islas Baleares (arts. 39 a 41). En relación con su organización, el art. 32 de la Ley contempla la existencia obligatoria de una serie de órganos en todas las diputaciones provinciales: el presidente, los vicepresidentes, la junta de gobierno, el pleno y órganos con representación de todos los grupos políticos de la corporación para «el estudio, informe o consulta de los asuntos que han de ser sometidos a la decisión del Pleno, así como el seguimiento de la gestión del Presidente, la Junta de Gobierno y los Diputados que ostenten delegaciones»[12]. No obstante, se permite que la normativa autonómica pueda prever una forma organizativa distinta respetando, eso sí, las competencias de control del Pleno; y una organización provincial complementaria a la legalmente prevista. Los arts. 33 a 35 de la Ley determinan las competencias del pleno, del presidente de la diputación y de la junta de gobierno, respectivamente.
El capítulo II está dedicado a las competencias de la diputación o entidad equivalente que se atribuyen por las leyes del Estado y de las comunidades autónomas, si bien establece un mínimo competencial que, en todo caso, les corresponde. Entre otras, destacan la coordinación de los servicios municipales entre sí para la garantía de la prestación integral y adecuada; la asistencia y cooperación jurídica, económica y técnica a los municipios, especialmente los de menor capacidad económica y gestión; la cooperación en el fomento del desarrollo económico y social y en la planificación en el territorio provincial, o la asistencia en la prestación de los servicios de gestión de la recaudación tributaria. Ahonda la legislación básica en el papel de las diputaciones en la tarea fundamental de cooperación de las diputaciones con los ayuntamientos para asegurar la prestación eficaz de los servicios municipales (art. 36.2 LBRL). También se contempla, en el art. 37 LBRL, la posibilidad de asumir competencias por delegación del Estado o de las comunidades autónomas, en un «intento de provincializar la gestión administrativa de las comunidades autónomas» que, con el paso del tiempo, ha fracasado (Cosculluela Montaner, 2011: 57). La ausencia de obligatoriedad constitucional para que las comunidades autónomas gestionen sus servicios a través de las corporaciones provinciales (Clavero Arévalo, 1983: 2138), unida a la aspiración de las instituciones autonómicas recién creadas para ser reconocidas y apreciadas por el conjunto de la población, explica en gran medida que no se haya producido delegación de competencias a las diputaciones provinciales (De la Quadra Salcedo, 2016).
El marco competencial de las diputaciones determinado por la legislación básica estatal no puede ser considerado parco en modo alguno, sino más bien todo lo contrario porque, de acuerdo con Parejo Alfonso (1991: 103), el régimen local «abre grandes posibilidades y anchos horizontes a la provincia», aunque no podemos ser ajenos a la afectación, en coherencia con lo ya apuntado, que también en esto ha tenido sobre estas posibilidades el desarrollo del Estado autonómico con su propia dinámica de extensión y ejercicio de competencias. En este sentido, las diputaciones provinciales se han visto afectadas directamente por la voracidad competencial autonómica desde un doble frente: por un lado, no han añadido ninguna competencia por delegación de las comunidades autónomas; y, por el otro, no han podido desplegar completamente todo el potencial competencial propio. Esta realidad ha llevado también a una consecuencia probablemente no deseada: el cuestionamiento de la duplicidad de instituciones en el ámbito provincial que ha puesto en el foco de la discusión la continuidad de las diputaciones provinciales, como veremos a continuación.
Las diputaciones provinciales han sido objeto de crítica desde su nacimiento, aunque en los últimos años las posiciones favorables a su desaparición se han extendido (Sánchez Morón, 2017: 46). En los inicios de la etapa democrática, entre otras críticas, se mostraban recelos hacia estas instituciones por identificarlas con la estructura político-administrativa de la dictadura franquista. Posteriormente, se han sumado visiones críticas por parte de quienes han defendido, en uno u otro sentido, su supresión para que sus funciones y competencias fueran asumidas bien por otras instituciones, como las comarcas o mancomunidades o, en otro sentido, por las Administraciones autonómicas, como de hecho ha ocurrido con las comunidades autónomas uniprovinciales. Las principales objeciones en torno a las diputaciones se pueden clasificar por razones organizacionales, con argumentos relativos a los fallos en su gestión y, por último, con argumentos de carácter democrático (De la Quadra Salcedo, 2016). No podemos ser ajenos tampoco a que las posiciones a favor y en contra de las diputaciones provinciales en la última década se han producido en el marco del debate partidista: los partidos políticos que controlan las diputaciones provinciales han tendido a defender su supervivencia, mientras que aquellas formaciones políticas emergentes surgidas al albur de la crisis económica de 2008 han justificado su supresión (Linde Paniagua, 2018: 114).
Desde un punto de vista organizacional, las diputaciones provinciales se ven prescindibles porque su papel puede ser desempeñado por las comunidades autónomas, cuyo desarrollo, como ya hemos apuntado, ha ido más allá de lo previsible en el proceso constituyente. Actualmente, en España coexisten cinco niveles de Administraciones: local, provincial, autonómico, estatal y europeo, lo que ha sido objeto de recelos por parte de la ciudadanía, que percibe un excesivo solapamiento institucional para la prestación de los servicios, más en concreto en el nivel provincial, donde tiende a haber una percepción de duplicidad administrativa entre la Administración autonómica y la diputación provincial, sobre todo porque las comunidades autónomas han replicado en cada provincia servicios de sus consejerías en cada provincia. Ahora bien, si ya con la existencia de diputaciones el expansionismo de las comunidades autónomas ha sido notable, este podría llegar a niveles superiores en un Estado confederal, que anularían la interlocución provincial para elevarla al ámbito autonómico, restando peso específico a los municipios, sobre todo a aquellos más pequeños (Linde Paniagua, 2018: 131, 132).
En relación con los fallos de gestión de las diputaciones, se suele aludir a la escasa eficacia en la prestación de servicios y que el principal gasto de sus presupuestos es el destinado al pago de su personal. La complejidad de la planta municipal es causa de gran parte de las disfunciones de las instituciones provinciales, algo que se intentó salvar con la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, reforzando las diputaciones en el seno del Estado autonómico (Medina Guerrero, 2014: 149) con más competencias; en particular, con relación a los municipios más pequeños que precisan de la asistencia provincial para garantizar la prestación de los servicios (Tajadura Tejada, 2019: 243), evitando la duplicidad en la misma (Linde Paniagua, 2018: 125), si bien este mayor peso competencial de las diputaciones incorporado en la legislación estatal básica del régimen local, así como su aplicación, no han estado exentas de controversia (Franco Jiménez, 2022). En todo caso, la garantía de los servicios es argumento de peso para quienes defienden la continuidad de las diputaciones, incluso porque esta asistencia contribuye a la propia subsistencia y supervivencia de los pequeños municipios (Herrero y Rodríguez de Miñón, 2016: 14). Sin embargo, esta función se ha ensombrecido con las prácticas caciquiles y opacas de algunas corporaciones provinciales durante los últimos años, derivando en sonados casos de corrupción política que han socavado el crédito social de las diputaciones. La utilización de estas instituciones por los partidos políticos como cortijos para beneficiar a sus afines (Sánchez Morón, 2017: 50), así como una lejanía en la rendición de cuentas de sus miembros (Tajadura Tejada, 2019: 249), han encendido los ánimos contra las diputaciones, sobre todo en periodos de crisis económica.
Por último, la elección indirecta de los miembros de las diputaciones ha provocado una desconexión entre los representantes en estas instituciones provinciales y a quienes representan. La utilización partidista de los recursos públicos y los métodos caciquiles sin controles eficientes (Linde Paniagua, 2018: 131) hacen que desde un punto de vista democrático estas corporaciones despierten recelos entre la ciudadanía por considerar que carecen de legitimación democrática (Tajadura Tejada, 2019: 230, 250). Por ello, en el siguiente apartado se abordará la función de representación de los miembros de las diputaciones provinciales, así como el sistema de su elección de acuerdo con la legislación electoral vigente.
Los preceptos constitucionales referidos a la provincia y, más concretamente, el art. 141.2 CE, no determinan modalidad alguna para la elección de los miembros de las diputaciones provinciales, a diferencia de lo que sucede con relación a la elección de los alcaldes y concejales ex art. 140 CE, cuando de forma expresa establece la elección de los concejales por los vecinos del municipio «mediante sufragio universal, igual, libre, directo y secreto». Así, y en palabras del Tribunal Constitucional, «la Constitución, a la vez que garantiza la autonomía de la provincia (art. 141.1 CE), exigiendo del legislador las intervenciones que la materialicen, deja deliberadamente abierto el tipo de legitimidad (directa o indirecta) que exige su carácter representativo (art. 141.2 CE)» (STC 111/2016, FJ 9). En este sentido, el legislador orgánico optó por establecer un sistema indirecto de elección de los miembros de las diputaciones, si bien con anterioridad a la aprobación de la LOREG hubo intentos de establecer otras modalidades de elección directa o mixta (Garrido López, 2022: 81). De acuerdo con la STC 38/1983, de 16 de mayo, FFJJ 6 y 7, el modelo de legitimidad democrática concretamente establecido para la provincia en la LOREG es uno de los constitucionalmente posibles. Esta sentencia, lejos de discutirlo, confirmó la validez de sus reglas (en cuanto al reparto de diputados provinciales entre partidos judiciales) porque «lo que es difícil fundamentar es que al actuar de tal modo no se haya respetado el texto constitucional, que en concreto nada disciplina al respecto» (FJ 7).
El procedimiento de elección de los miembros de las diputaciones provinciales de régimen común se establece en el capítulo III del título V de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General (LOREG, en adelante), entre las disposiciones especiales para la elección de diputados provinciales, más concretamente en los arts. 204 a 206 de la LOREG. El art. 204 LOREG determina el número de diputados para las corporaciones provinciales en función de la población de la provincia: hasta 500 000 residentes, 25 diputados; de 500 001 a 1 000 000, 27 diputados; de 1 000 001 a 3 500 000, 31 diputados; y de 3 500 001 en adelante, 51 diputados. En el décimo día posterior a la convocatoria de las elecciones locales, las juntas electorales provinciales reparten proporcionalmente, y en función de la población, los puestos correspondientes a cada partido judicial. La circunscripción electoral para la elección de diputados provinciales es el partido judicial, una división territorial propia de la Administración de Justicia, que cuenta con una larga tradición de demarcaciones territoriales para atribuir los puestos de diputados provinciales, y evita así nuevas divisiones que pudieran generar problemas adicionales (Foguet, 2012). Opera como «referencia instrumental» para agrupar diversos municipios utilizando la demarcación judicial como «unidad territorial de operaciones electorales» (Fernández Pérez, 1979: 137 y ss.).
Los partidos judiciales que operan como circunscripción electoral para la elección de los diputados provinciales son los mismos desde las primeras elecciones locales de 1979 (art. 204.3 LOREG), por lo que han permanecido congelados, evitando cualquier cambio que pudiera romper equilibrios o desvirtuar la distribución original[13]. Ahora bien, con el paso del tiempo el reducido tamaño de los partidos judiciales y la evolución en la distribución poblacional han provocado una limitación en la proporcionalidad del sistema electoral (Garrido López, 2022: 84). Además, el art. 204.2 LOREG incorpora una serie de reglas que intentan corregir la falta de proporcionalidad del sistema electoral para la elección de diputados provinciales. En primer lugar, establece una representación mínima por cada partido judicial: al menos deben contar con un diputado; y, en segundo lugar, un máximo de diputados por partido judicial, que no puede superar los tres quintos del total de diputados provinciales. También se añaden reglas en las letras c) y d) del art. 204 LOREG para el reparto proporcional de diputados cuando el resultado no sea un número entero, ya sea por exceso o por defecto (Acuerdo JEC núm. 197/2015, de 13 de mayo).
La apertura del procedimiento por las juntas electorales de zona (JEZ) exige la constitución de todos los ayuntamientos de la provincia[14], de modo que la constitución de las diputaciones debe aplazarse hasta la resolución de los recursos contencioso-electorales planteados contra la proclamación de concejales electos en los municipios de la provincia (art. 205.1 LOREG). Sin embargo, tras la reforma de la LOREG introducida por la Ley Orgánica 2/2011, se contempla la constitución de las diputaciones a pesar de no haberse constituido todos los ayuntamientos en los casos en que se deban convocar elecciones en algún municipio de la provincia —por no presentarse ninguna candidatura o por haberse anulado total o parcialmente el proceso—; lo que supone una minusvaloración del derecho de sufragio activo y pasivo de los concejales para agilizar la constitución de las corporaciones provinciales, habiéndose cometido un error con esta reforma legal «al privar por completo a unas personas de un derecho fundamental con el único objetivo de evitar que otras personas tuviesen que soportar un relativo retraso en el ejercicio del suyo» (Cacharro Gosende, 2011: 49, 51).
Constituidos los ayuntamientos, las JEZ realizan una serie de operaciones para la asignación de escaños: en primer lugar, forman una relación ordenada de todos los partidos políticos, coaliciones, federaciones y de cada una de las agrupaciones de electores con representación —al menos un concejal electo— en cada partido judicial, en orden decreciente en función del número de votos obtenidos por cada uno (art. 205.1 LOREG); y, en segundo lugar, distribuye los puestos que corresponde a cada formación política en cada partido judicial aplicando el procedimiento del art. 163 LOREG (esto es, de acuerdo con la fórmula D’Hodnt). Por tanto, se computa el número de votos obtenido por cada formación política en las elecciones locales y no el número de concejales electos. Una vez asignados los puestos de diputados, la JEZ convoca por separado, dentro de los cinco días siguientes, a los concejales de partidos políticos, coaliciones, federaciones y agrupaciones con representación en la diputación, para que elijan de entre las listas de candidatos, avaladas por el menos un tercio de los concejales, a quienes vayan a ser proclamados diputados (art. 206.1 LOREG). El carácter indirecto y de segundo grado de esta elección determina una lógica interna del procedimiento distinta a la que se produce en elecciones directas, con una proclamación de candidatos previa a la asignación de los puestos que es independiente del número de concejales obtenidos, sino que está en función de los votos obtenidos en la circunscripción —partido judicial— por cada formación política (STC 24/1989, FJ 4).
Los escaños de diputado provincial, en palabras del propio legislador orgánico (art. 205.3 LOREG), «corresponden» a las formaciones políticas que, por lo general, concurren a las elecciones con candidaturas bajo el paraguas de los partidos políticos. Sin embargo, esta expresión no debe interpretarse como que el legislador ha dado validez a un mandato de partido hacia los diputados provinciales que resulten electos, sino que los votos obtenidos por las candidaturas respaldadas por formaciones políticas —habitualmente, partidos políticos— son los que determinan la representatividad en términos de escaños en la corporación provincial, pero una vez proclamados la titularidad de los escaños son de los diputados provinciales, que, al menos teóricamente, son libres para la conformación de su voluntad como miembros del pleno de la diputación (Garrido López, 2022: 94). Ahora bien, la realidad apunta en dirección contraria, esto es, el control absoluto de los partidos políticos en las fases de elaboración de candidaturas y promoción de personas concretas para ser aupados a un escaño en la diputación provincial. Para ser diputado provincial, como hemos señalado, debes ser candidato y resultar elegido como concejal en algún ayuntamiento del partido judicial correspondiente, siendo el filtro de elaboración de las candidaturas la propia maquinaria partidista; por tanto, si el partido no quiere dar opción a que una persona se pueda postular en su momento para formar parte de la corporación provincial, no facilita su inclusión en candidatura alguna y, en ese caso, no cumple con el requisito habilitante para ser elegido diputado provincial. Además, no solo se requiere la condición de concejal electo, sino haberlo sido en una candidatura de la fuerza política a la que, por el cómputo de los votos, le corresponde al menos un escaño.
La elección de segundo grado implica que esta no se realiza por todos los concejales electos en los municipios de un determinado partido judicial, sino únicamente por aquellos que resultaron electos por concurrir en candidaturas de una determinada formación política en estos municipios, de tal forma que se constituyen tantos colegios electorales como partidos a los que ha sido asignado un escaño de diputado provincial por el número de votos obtenido. Así, se establece una nueva relación representativa entre los correligionarios y el representante, anulando la relación básica entre representantes y la ciudadanía (López Garrido, 1999: 8), puesto que acuden no en representación de sus municipios, «sino en calidad de delegados de las formaciones o agrupaciones que los incluyeron en sus listas» (López Garrido, 2022: 95). El único requisito formal previsto en el art. 206.1 LOREG es el aval de al menos un tercio de los concejales electos a la lista de las personas propuestas para su proclamación como diputados, por lo que nada impide que se presenten varias listas, aunque solo se podrá avalar válidamente a una lista (Acuerdo JEC 250/1991, de 1 de julio); y de avalarse a más de una lista, puede ser requerido para que se pronuncie por el aval que mantiene (Acuerdo JEC núm. 825/1995, de 22 de junio). La fase de recogida de avales también está impregnada por la maquinaria partidista porque, de hecho, suele ocurrir que en la fase de conformación de las candidaturas municipales se solicita el aval en blanco a sus integrantes sin saber muy bien a quiénes van a otorgar su respaldo en el futuro, algo que determinará el órgano de dirección provincial del partido y trasladará a esas hojas firmadas antes de celebrarse las elecciones municipales. El control en esta fase del procedimiento de elección, por tanto, puede llegar a ser casi absoluto por unos partidos políticos que ven en las diputaciones una forma de control política del territorio, en conexión directa con los ayuntamientos y sus integrantes, las instituciones más cercanas a la población, que con su voto en última instancia determina el respaldo electoral en los próximos comicios.
La votación de las listas presentadas con los avales requeridos no está regulada de forma específica en la legislación electoral, debiendo acudir a la doctrina de la JEC para aclarar el procedimiento. Así, la convocatoria con la fecha y hora de la votación dirigida a los concejales de cada partido es realizada por la JEZ en los cinco días siguientes a la asignación de puestos de diputados provinciales, siendo esta votación secreta y para la elección de los titulares y tres suplentes (Acuerdo JEC núm. 441/1996, de 20 de febrero); aunque esta labor de convocatoria se suele realizar por el representante de la formación política ante la JEZ que, a su vez, se encargará de comunicarlo a los concejales electos o, en ocasiones, también se preocupan de trasladar esta información quienes integran la lista o listas presentadas para su proclamación como diputados provinciales. No cabe la votación por delegación o apoderamiento, sino que se requiere la presencia física y personal de los concejales del partido judicial (Acuerdo núm. 816/1995, de 10 de julio). Cabe la posibilidad de que concurran varias listas de candidatos siempre que todas ellas cuenten con el aval de un tercio de los concejales del partido judicial y concurrieran por la misma formación política, por lo que como máximo, y siempre que avalen todos los concejales, pueden presentarse tres listas de candidatos (Acuerdo núm. 592/1995, de 24 de abril). No obstante, debido al control ejercido por las fuerzas políticas con la maquinaria que tienen a su alcance, normalmente se presentan candidaturas únicas y, en caso de concurrir varias, suele obtener mayor respaldo la que cuenta con el apoyo del partido político que se considera candidatura oficial u oficialista. Las listas deben ser cerradas, bloqueadas y completas con el número de candidatos titulares coincidente con el número de puestos a elegir más tres suplentes, ya que «la asignación de los puestos de diputados provinciales se realizará mediante la aplicación supletoria de lo dispuesto en el art. 163 de la LOREG» (Acuerdo JEC núm. 167/1999, de 3 de mayo). En esas listas a diputados provinciales no pueden ser incluidos concejales electos que concurrieran en la candidatura de otra formación política, debiendo ser comunicada una inclusión de este tipo por la Junta Electoral y dar un plazo de tiempo para subsanar tal error, sin que la invalidación de toda la lista en la que se incluya un concejal electo por otra formación política sea una medida proporcionada (STC 24/1989, FJ 6).
Una vez realizada la votación, de acuerdo con el art. 206.2 LOREG, la JEZ proclama a los diputados electos y los suplentes, expide las credenciales y remite a la Junta Electoral Provincial y a la diputación las certificaciones como diputados electos en el partido judicial, para proceder a la posterior constitución de la corporación provincial. Los miembros de la diputación lo son en tanto mantengan su condición de concejales, y si pierden tal condición, cesará como diputado provincial y se procederá a su sustitución por uno de los suplentes, pero en el caso de que no existieran suplentes, éstos hubieran renunciado o perdido la condición de concejales, se activará nuevamente el procedimiento de elección del art. 206 LOREG (art. 208 LOREG y, entre otros, Acuerdo JEC núm. 8/2024, de 18 de enero), debiéndose encargar la JEZ de su activación o, si no estuviese constituida, le corresponderá a la Junta Electoral Central (Acuerdo JEC núm. 236/2009, de 15 de octubre).
Por último, en relación con el derecho fundamental de acceso a los cargos públicos del art. 23 CE, debemos señalar que también protege a quienes son elegidos en elección indirecta de segundo grado, como sucede con el caso de los diputados provinciales. Y ello porque los cargos públicos amparados por el derecho fundamental «son aquellos configurados por una relación de representación política y que traen origen en el sufragio universal de los ciudadanos», de forma que debe considerarse igualmente cargo público representativo tanto quien procede de una elección directa como quien lo hace de una elección indirecta. Es más, podría considerarse que deben tutelarse con mayor intensidad los imperativos democráticos en el caso de los elegidos por elección indirecta ante «el mayor riesgo de ruptura de la relación representativa» por encontrarse más alejada la elección respecto del sufragio activo de la ciudadanía (García Roca, 1999: 48-50).
El establecimiento de medidas en favor de la igualdad, como, por ejemplo, las cuotas para garantizar la presencia de las mujeres en los órganos de representación, no ha sido una cuestión asumida unánimemente por la doctrina. Estas fórmulas coercitivas —a través de la obligatoriedad de cuotas electorales— han sido objeto de cuestionamiento por parte de la doctrina por diferentes razones, tanto de oportunidad como de legitimidad. Así, Rey Martínez (1999, 55 y ss.), aun reconociendo la situación de partida con un claro desequilibrio histórico en la representación política con menor presencia de mujeres, manifestaba posibles efectos contraproducentes por la introducción de medidas que supongan una obligación legal para su inclusión en las listas electorales. Este autor apuntaba al posible refuerzo de la ideología de la desigualdad y la reintroducción de problemas de paternalismo en la sociedad por una serie de efectos que podría provocar, tales como: a) aumentar el sentimiento de inferioridad en la confrontación con el grupo dominante; b) no siempre existe correspondencia de las cuotas con los deseos de sus posibles usuarias; c) división de la sociedad al provocar el sentimiento de resentimiento en el excluido, y d) provocar el estigma en las «mujeres de cuota» que contraviene el ideal de igualdad entre sexos.
La argumentación crítica fue formulada en abstracto, esto es, con anterioridad a la concreción por el legislador español de la presencia equilibrada introducida por la reforma de la LO 3/2007, tras cuya aprobación el profesor Rey Martínez reorientó en buena medida su planteamiento anterior para aceptar parcialmente la configuración realizada por la citada ley, aunque manteniendo dudas acerca de su encaje constitucional, sobre todo en relación con la limitación que la obligación supone a la potestad de los partidos políticos para autoorganizarse y a su libertad a la hora de definir la composición de los miembros integrantes de las candidaturas con las que competir electoralmente, existiendo alternativas a las cuotas electorales obligatorias como, por ejemplo, establecer incentivos en las subvenciones electorales para favorecer la presencia de mujeres en las candidaturas (Rey Martínez, 2007: 74; Álvarez Rodríguez, 2022). En realidad, la limitación a la libertad de los partidos que, de hecho, se produce con las cuotas electorales, podría tener un menor efecto en un contexto de listas abiertas donde la libertad sería del elector, e incluso se podría plantear, con listas cerradas y bloqueadas, la posibilidad de convertir la composición de las candidaturas en una cuestión identitaria de las formaciones políticas, de modo que se podría permitir la presentación de listas con presencia equilibrada o solo compuestas por miembros de un sexo (Ruiz Miguel, 2007: 66), opción esta última que podría ser objeto de debate, pero que no puedo compartir, entre otras razones, porque desvirtúa la universalización del objetivo legítimo —en términos constitucionales— de la presencia equilibrada en la representación política, convirtiéndolo de forma permanente en una seña de identidad ideológica en la pugna partidista.
No obstante, Álvarez Rodríguez (2012: 167) ha sostenido que la fórmula del 60/40 para garantizar la presencia equilibrada de mujeres y hombres plantea problemas, hasta identificar tres puntos de fricción con el modelo de representación política reflejado en la Constitución española. En primer lugar, la desnaturalización de la representación con el surgimiento de representación corporativa que puedan llevar a cabo las mujeres en los Parlamentos, de modo que podrían estar tentadas a representar los intereses de su propio sexo y no los generales del conjunto del electorado. En segundo lugar, la imposición de un porcentaje mínimo para cada uno de los sexos impone un límite injustificado —a juicio del autor— al derecho de sufragio pasivo, aunque debe señalarse que, por la dinámica partidista en la conformación de las candidaturas electorales, podría decirse que los partidos pueden suponer un límite oficioso al ejercicio del derecho de sufragio pasivo. Y en tercer lugar, y ya señalado anteriormente, un argumento compartido con otros autores, como Rey Martínez, que exponen la restricción que suponen estas medidas coercitivas para las libertades de asociación, libertad ideológica y de expresión de las formaciones políticas.
En otro sentido, con argumentos favorables hacia el establecimiento de medidas coercitivas para garantizar la presencia equilibrada, se han manifestado, entre otros, autores como Salazar Benítez (2019, 63, 64), que asegura categóricamente que tales medidas contribuyen al perfeccionamiento del sistema democrático para la construcción de una «mayor y mejor democracia», así como que los efectos perseguidos con su adopción son la demostración de un presupuesto básico para encontramos ante una sociedad democrática avanzada. En idéntico sentido, se posiciona Aldeguer Cerdá (2020: 346) al destacar los efectos positivos que sobre la representación política tiene la introducción de medidas para garantizar «el pleno ejercicio de los derechos de los que son titulares las mujeres en tanto que ciudadanas». Argumentos favorables que, frente a los que sostenían el difícil encaje constitucional de la obligación de presencia equilibrada en las candidaturas electorales, han salido reforzados tras el pronunciamiento del Tribunal Constitucional en su STC 12/2008, que ha convalidado la constitucionalidad de las disposiciones en materia electoral de la LO 3/2007.
El derecho a la participación es un derecho propio del individuo ejercido en el seno de la comunidad política a la que pertenece y donde participa «en la formación de una decisión pública o de la voluntad de las instituciones públicas», como parte de «los derechos políticos del ciudadano en el Estado, diferentes de los derechos de libertad frente al Estado y de los derechos sociales y prestacionales» (Aguiar de Luque, 1977: 124). Como señalaba Kelsen (1934: 33), destacando su relevancia, «la participación en la formación de la voluntad colectiva es el contenido de los llamados derechos políticos». En el constitucionalismo posterior a la II Guerra Mundial, el derecho a participar políticamente fue incorporado en los textos constitucionales de los países europeos; y así, la Constitución española de 1978 reconoce el derecho de participación política como fundamental en el art. 23.1 CE.
El derecho de participación política no debe entenderse como derecho al margen del aparato estatal, sino más bien un derecho en el Estado, de forma que solo puede ser ejercido de acuerdo con las normas y los requisitos previstos en la ley (Biglino Campos, 2008: 282). Además, debe considerarse desde la perspectiva de la igualdad efectiva del art. 9.2 CE y en conexión con el art. 14 CE, teniendo en cuenta el valor político que encierra en sí mismo el propio concepto de igualdad. En este sentido, la igualdad abstracta y formal entre individuos debe transformarse «en una igualdad compleja que permita corregir las desigualdades de condición entre los sexos», promoviendo la igualdad real y efectiva no tanto a través de las medidas propias de la discriminación positiva que se han demostrado escasamente eficaces, sino por medio del establecimiento de cuotas en favor de las mujeres para garantizar el acceso en condiciones de verdadera igualdad a los cargos de representación, lo que resulta plenamente legítimo (Martínez Sempere, 2000: 141).
El verdadero hito que impulsó la paridad en el sistema representativo español fue, en efecto, la reforma legal en la legislación electoral a través de la Ley Orgánica 3/2007, conocida como ley de igualdad. Así, en la primera de las disposiciones adicionales de esta ley se estableció el porcentaje de presencia para cada uno de los sexos en las listas electorales, de tal forma que no puede haber más del 60 % ni menos del 40 %, respectivamente. Por medio de su disposición adicional segunda, se añadió a la LOREG un nuevo art. 44 bis que extendía la regla del 60-40 para las candidaturas al Congreso de los Diputados, municipales —salvo municipios de menos de 5000 habitantes—, miembros de consejos insulares y cabildos canarios, al Parlamento Europeo y las cámaras legislativas de las comunidades autónomas, aunque en este caso dejando un margen a las legislaciones autonómicas para el establecimiento de medidas tendentes a favorecer la presencia de mujeres en parlamentos autonómicos.
Con estas medidas incorporadas en la legislación electoral se buscaba garantizar la presencia equilibrada entre sexos en las instituciones, favoreciendo la presencia del sexo femenino, infrarrepresentado en los cargos de responsabilidad política; de manera que la eliminación de esta discriminación que de hecho se producía en España, sea el elemento entre la voluntad del legislador y el operador jurídico para conseguir la igualdad real y efectiva en el ámbito representativo (Sevilla Merino et al, 2007: 67). En puridad, se trataba de un verdadero caso de diferencia en positivo hacia las mujeres, de forma que se favorece su incorporación a la participación política y, de forma concreta, a los órganos de representación; esto es, expresado de otra forma: «La motivación primordial que subyace a las políticas de la diferencia es asegurar la inclusión de grupos tradicionalmente excluidos y de voces marginadas» (Beiner, 1997: 12).
Sin embargo, en las disposiciones sobre la elección de los miembros de las diputaciones provinciales no se estableció ninguna medida para incorporar el principio de presencia equilibrada, ni tampoco en el art. 44 bis de la LOREG en la redacción dada por la Ley Orgánica 3/2007, no siendo aplicable la normativa sobre composición equilibrada de candidaturas (Acuerdo JEC núm. 358/2007, de 12 de junio). La ausencia de obligación legal para que las fuerzas políticas incorporen la presencia equilibrada en las candidaturas presentadas para la elección de miembros en las diputaciones ha hecho que, como veremos en el siguiente subapartado, las mujeres continúen infrarrepresentadas en las corporaciones provinciales. En palabras de las profesoras Sevilla Merino y Pérez Pérez (2013), «donde no hay obligación, no hay devoción», por lo que respaldan la conveniencia de establecer medidas obligatorias para que la representación sea equilibrada porque donde no existen no se produce tal equilibrio.
La mejor forma de responder a la pregunta sobre si existe presencia equilibrada en las corporaciones provinciales de régimen común en la actualidad es, precisamente, atender a los datos de sus miembros. Para ello, es relativamente fácil acceder a la información en las respectivas páginas web de las diputaciones, donde podemos conocer quiénes forman parte de las corporaciones provinciales, su adscripción política e información básica personal, biográfica y de contacto. Así, hemos podido extraer los datos para esta investigación, centrándonos en el número y proporción de mujeres y hombres que, hoy en día, son miembros de las diputaciones. A continuación, reflejaremos en tres tablas los datos de las mujeres presidentas de diputaciones por comunidades autónomas, el número y la proporción de mujeres y hombres en las diputaciones y, en último lugar, el número y la proporción de mujeres por formaciones políticas.
Comunidad autónoma | Presidentas de diputación |
---|---|
Andalucía | 1 |
Aragón | 0 |
Castilla y León | 1 |
Castilla-La Mancha | 1 |
Cataluña | 2 |
Extremadura | 0 |
Galicia | 0 |
C. Valenciana | 1 |
TOTAL | 6 |
Fuente: elaboración propia.
Los datos reflejados en la tabla 1 demuestran el escaso número de mujeres que están al frente de una diputación provincial de régimen común en España actualmente. De las 38 diputaciones existentes, solo 6 de ellas están presididas por una mujer; es decir, apenas el 16 % de las corporaciones provinciales. Por comunidades autónomas, en las que hay presidencia de diputación por una mujer: una en Andalucía (Cádiz), una en Castilla y León (Palencia), una en Castilla-La Mancha (Toledo), dos en Cataluña (Barcelona y Tarragona), y una en la Comunidad Valenciana (Castellón). Es evidente que no hay una representación adecuada al frente de las diputaciones españolas, donde las mujeres que ejercen como presidentas son una minoría; pero es necesario ahondar más en las cifras de sus miembros por si esta ínfima presencia se traslada también en la composición de las corporaciones provinciales.
En la tabla 2 observamos cómo continúa existiendo una mayor representación de hombres que de mujeres en las corporaciones provinciales, si bien la cifra porcentual de mujeres se aproxima al mínimo del 40 % que el legislador orgánico incorporó en la normativa electoral en el año 2007, aunque eximiendo de esta obligación legal a las elecciones a diputados provinciales. No obstante, no es posible afirmar que exista una presencia equilibrada de mujeres y hombres en las diputaciones, aunque sí se aproxima a la regla del 60-40, porque la tendencia debe ser una representación paritaria, esto es, mismo número de hombres que de mujeres o en cifras próximas a la paridad, situación de la que aún estamos muy lejos. De hecho, hay casos, como Segovia y Lugo en los que las mujeres representan solo el 20 % de la corporación provincial.
Diputación | Miembros | Hombres | % hombres | Mujeres | % mujeres |
---|---|---|---|---|---|
Albacete | 25 | 17 | 68% | 8 | 32% |
Alicante | 31 | 17 | 55% | 14 | 45% |
Almería | 27 | 14 | 52% | 13 | 48% |
Ávila | 25 | 19 | 76% | 6 | 24% |
Badajoz | 27 | 16 | 59% | 11 | 41% |
Barcelona | 51 | 28 | 55% | 23 | 45% |
Burgos | 25 | 16 | 64% | 9 | 36% |
Cáceres | 25 | 15 | 60% | 10 | 40% |
Cádiz | 31 | 21 | 68% | 10 | 32% |
Castellón | 27 | 18 | 67% | 9 | 33% |
Ciudad Real | 25 | 12 | 48% | 13 | 52% |
Córdoba | 27 | 13 | 48% | 14 | 52% |
Coruña | 31 | 18 | 58% | 13 | 42% |
Cuenca | 25 | 14 | 56% | 9 | 36% |
Girona | 27 | 19 | 70% | 8 | 30% |
Granada | 27 | 16 | 59% | 11 | 41% |
Guadalajara | 25 | 15 | 60% | 10 | 40% |
Huelva | 27 | 14 | 52% | 13 | 48% |
Huesca | 25 | 17 | 68% | 8 | 32% |
Jaén | 27 | 16 | 59% | 11 | 41% |
León | 25 | 18 | 72% | 7 | 28% |
Lleida | 25 | 16 | 64% | 9 | 36% |
Lugo | 25 | 20 | 80% | 5 | 20% |
Málaga | 31 | 17 | 55% | 14 | 45% |
Ourense | 25 | 17 | 68% | 8 | 32% |
Palencia | 25 | 18 | 72% | 7 | 28% |
Pontevedra | 27 | 15 | 56% | 12 | 44% |
Salamanca | 25 | 19 | 76% | 6 | 24% |
Segovia | 25 | 20 | 80% | 5 | 20% |
Sevilla | 31 | 17 | 55% | 14 | 45% |
Soria | 25 | 19 | 76% | 6 | 24% |
Tarragona | 27 | 17 | 63% | 10 | 37% |
Teruel | 25 | 12 | 48% | 13 | 52% |
Toledo | 27 | 17 | 63% | 10 | 37% |
Valencia | 31 | 19 | 61% | 12 | 39% |
Valladolid | 27 | 20 | 74% | 7 | 26% |
Zamora | 25 | 17 | 68% | 8 | 32% |
Zaragoza | 27 | 18 | 67% | 9 | 33% |
Totales | 1038 | 651 | 63% | 385 | 37% |
Fuente: elaboración propia.
Partido | Total | Mujeres | % mujeres | Hombres | % hombres |
---|---|---|---|---|---|
PP | 448 | 144 | 32% | 304 | 68% |
PSOE | 403 | 179 | 44% | 224 | 56% |
VOX | 32 | 7 | 22% | 25 | 78% |
Junts | 40 | 14 | 35% | 26 | 65% |
ERC | 38 | 17 | 45% | 21 | 55% |
BNG | 16 | 9 | 56% | 7 | 44% |
IU-Podemos | 14 | 8 | 57% | 6 | 43% |
Compromís | 6 | 3 | 50% | 3 | 50% |
Otros | 41 | 10 | 24% | 31 | 76% |
Fuente: elaboración propia.
Por último, en la tabla 3 se presenta un cruce de datos entre la representación por formaciones políticas y la presencia de mujeres y hombres. Como se puede observar, el 80 % de la representación está concentrada en los dos principales partidos políticos, PP y PSOE, y entre ellos hay diferencias en cuanto a la representación por sexos, de tal forma que mientras en el caso del PSOE se ajusta a la regla 60-40, incluso supera el mínimo de representación del 40 % de uno de los sexos, en este caso, de las mujeres, en el caso del PP la cifra de presencia femenina está todavía lejos del porcentaje mínimo del 40 % y, de hecho, por debajo de la media que observamos en la tabla 2. En el resto de las formaciones políticas, hay disparidad: mientras que en el caso de VOX, casi el 80 % de sus representantes en las diputaciones provinciales de régimen común son hombres, en otros como ERC, BNG, IU-Podemos o Compromís, están en una situación de representación paritaria, cercana a ella o incluso con más presencia de mujeres que de hombres. En el grupo «otros» se han agregado las formaciones políticas que obtienen representación en una provincia, generalmente con un representante, y donde también se observa un desequilibrio por sexos con una presencia mayoritariamente masculina.
El sistema de elección de los miembros de las diputaciones provinciales de régimen común ha sido objeto de crítica desde diversas posiciones, destacando aquellas que han identificado una ruptura de la relación representativa entre representantes y representados, provocada por la modalidad de elección indirecta y el control casi absoluto de los partidos políticos del procedimiento. Pero este no ha sido un elemento central del presente trabajo, sino identificar la incidencia sobre la representatividad de las mujeres en las corporaciones provinciales como consecuencia de no existir obligación legal para incorporar el principio de presencia equilibrada en las candidaturas a miembros de las diputaciones. Por ello, las propuestas que a continuación se formulan persiguen la mejora de la legitimidad democrática de la elección de los diputados provinciales, pero, sobre todo, la presencia equilibrada en las corporaciones provinciales con medidas tendentes a la paridad entre sexos.
Lo deseable, bajo nuestro punto de vista, sería un cambio en el sistema de elección de los miembros de las diputaciones provinciales con elección directa y por todo el cuerpo electoral de la provincia mediante sufragio libre, secreto, igual, directo y universal, como establece el art. 3.2 de la Carta Europea de Autonomía Local de 1985[15]. En este caso, las candidaturas para la elección de miembros de las diputaciones provinciales deberían ser cerradas, bloqueadas y con presencia equilibrada en los mismos términos que se establece para elecciones generales, autonómicas o al Parlamento Europeo. La votación se produciría por el electorado el mismo día de las elecciones municipales en urna separada y, por tanto, los integrantes de las candidaturas presentadas no tienen por qué ser candidatos a concejales y se asignaría un reparto aplicando los criterios del art. 163 de la LOREG en función de los votos obtenidos por cada candidatura en la provincia, desechando la división territorial en partidos judiciales. Esta solución cambia de forma sustancial el modo de elección con respecto al vigente, aunque mantiene el peso de los partidos políticos y añade un problema adicional: el impacto sobre el electorado, algo sobre lo que a priori no tenemos respuesta mensurable.
Sin embargo, la propuesta que puede resultar más factible desde un punto de vista político, sin suponer un cambio sustancial en la modalidad de elección, sería incorporar una disposición en la legislación electoral que establezca la obligatoriedad de presentar listas cremallera para la elección de diputados provinciales, manteniendo el resto de los elementos que configuran el actual sistema de elección. De este modo, aunque en la mayor parte de los partidos judiciales suelen asignarse uno o dos puestos de diputados a cada formación política, se podría incrementar el equilibrio en la composición de estas candidaturas con la obligación de que sean cremallera, esto es, combinando de forma alternativa candidatos de cada sexo, no solo para los titulares, sino también suplentes. Esto reduciría parcialmente la discrecionalidad de los partidos políticos para la conformación de las candidaturas a miembros de las diputaciones provinciales, con una medida que obligue a reflejar en las corporaciones provinciales la realidad social y no se siga produciendo, como hasta ahora, una infrarrepresentación de las mujeres en este tipo de instituciones democráticas.
Bien es cierto que estas propuestas solo afectan a una parte de los problemas de los que se atribuyen a las diputaciones, pero no lo es menos la desconexión existente entre ciudadanía y representación política, muy en particular, en las instituciones provinciales. Por ello, y más allá de otro tipo de reformas aconsejables para mejorar la legitimidad democrática de la representación en los gobiernos autónomos de las provincias, resulta imprescindible incorporar medidas como las aquí propuestas en torno a la presencia equilibrada de los miembros de las diputaciones, que no serán definitivas para terminar con los problemas que arrastran, pero servirán para reducir la brecha existente en la actualidad como se ha intentado exponer de una forma analítica a lo largo del presente trabajo.
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Profesor Asociado de Derecho Constitucional en la Universidad de Salamanca. Doctor con mención internacional por la Universidad de Salamanca y Premio Extraordinario de Doctorado. |
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La división territorial en provincias adquiere estabilidad a partir de la reforma impulsada a través del Real Decreto del 30 de noviembre de 1833 por Javier de Burgos desde el Ministerio de Fomento para organizar de forma más eficiente y eficaz la administración del Ministerio. Esta división, que partía de una previa realizada una década antes, se planteó únicamente en términos administrativos y no políticos, respetando en buena medida los límites de división en función de criterios históricos, y no tanto bajo una visión revolucionaria liberal de su impulsor, como se ha intentado hacer ver en algunas ocasiones (Morán Orti, 1990: 572). |
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El peso decisivo de fuerzas políticas de corte nacionalista o independentista para la conformación de mayorías parlamentarias que sustentan los Gobiernos que carecen del respaldo de un solo partido con mayoría absoluta durante varios periodos de la presente etapa democrática, ha situado el debate territorial y el desarrollo del Estado autonómico como elemento central de los acuerdos entre fuerzas políticas. En particular, tras las tensiones territoriales derivadas de la declaración de independencia en Cataluña en el año 2017 y los ciclos electorales celebrados posteriormente, los partidos nacionalistas e independentistas tales como PNV, ERC y Junts Per Catalunya se han convertido en apoyos parlamentarios claves para la investidura del presidente del Gobierno y la aprobación de las principales iniciativas legislativas de los partidos del Gobierno durante las legislaturas XIII, XIV y XV. |
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La solución adoptada por la Constitución de 1978 asume el planteamiento de la Constitución republicana de 1931 en cuento al reconocimiento de la provincia en el ejercicio del derecho a la autonomía del art. 2 en relación con el art. 143 CE, «aunque las disposiciones transitorias terminarían por sustituir esta iniciativa de las diputaciones provinciales por los órganos superiores creados para el gobierno de las preautonomías y, en el caso de Cataluña, País Vasco y Galicia, se les reconocería directamente a dichos órganos el derecho a utilizar el régimen previsto en el art. 148.2 CE» (Cosculluela Montaner, 2011: 48 y 49). |
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La expresión utilizada en la Constitución acerca de la determinación de la provincia «por la agrupación de municipios» no es original porque, como señala el Tribunal Constitucional en su STC 38/1983, «fue ya utilizada en el Estatuto Provincial y en las Leyes de Régimen Local de 1955, Orgánica del Estado de 1967 y de Bases del Régimen Local de 1975, y que incluso puede entenderse como simple alusión a una base física, geográfica o territorial, expresión sustitutoria o equivalente a una descripción jurídica, sin más alcance que el anotado» (FJ 6). |
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La labor del legislador básico estatal goza de un amplio margen a la hora de determinar el desarrollo del gobierno y la administración provincial que, tras la STC 32/1981, «ha tenido como consecuencia la expansión de la capacidad legislativa de las Cortes Generales, tanto en la definición de los aspectos que pueden incardinarse directamente en los arts. 137 y 141 CE, como en la determinación de aquellas materias que pueden considerarse como desarrollo del art. 149.1.18.ª CE» (Orduña Prada, 2018: 211). |
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En virtud del art. 149.1.18.ª CE que atribuye al Estado como competencia exclusiva las bases del régimen jurídico de las Administraciones públicas. |
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Ley de bases cuyo contenido pasó el filtro de la constitucionalidad del Tribunal Constitucional en la STC 214/1989, de 21 de diciembre. |
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Insiste García de Enterría al señalar que los redactores del Estatuto Provincial de 1925 tienen pleno conocimiento de configurar la provincia como entidad local porque «por una parte, consagran la plena separación entre la Administración provincial y la municipal en el orden funcional, engarce donde se habían refugiado las pasiones políticas y el caciquismo que habían esterilizado la mayor parte de la labor de las diputaciones. Por otro lado, es ahora cuando por primera vez logra plena conciencia la idea de que la provincia es una entidad sustantiva y no una mera demarcación de la Administración del Estado». |
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Así ha ocurrido con las provincias de Asturias, Cantabria, La Rioja, Madrid, Murcia y Navarra, donde el órgano de gobierno provincial se ha sustituido por las instituciones de las comunidades autónomas. |
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Una ley «excesivamente larga» y considerada constitucional por el Tribunal Constitucional en la STC 214/1989, de 21 de diciembre (Cosculluela Montaner, 2011: 56). |
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Comúnmente, estos órganos con representación plural en función de la representatividad de los distintos grupos políticos en el pleno de la corporación provincial, se denominan comisiones o comisiones informativas. La temática y periodicidad de sus sesiones varía en función de la diputación correspondiente, si bien suelen existir varias comisiones que aglutinan materias afines de distintas delegaciones del equipo de gobierno provincial y su convocatoria es semanal. La composición plural de las comisiones garantiza que no solo sea un espacio de información unilateral, sino también un foro de debate político para ampliar la información sobre algún asunto, donde la oposición política ejercita su imprescindible labor de control a la acción del gobierno y exigir la necesaria rendición de cuentas por quienes ostentan las delegaciones. |
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El Real Decreto 529/1983, de 9 de marzo, determina los partidos judiciales de cada provincia considerada a efectos de las elecciones a diputados provinciales para las elecciones de 1979, distribución que ha permanecido invariable en más de cuarenta años de elecciones locales. |
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Los ayuntamientos se constituyen, con carácter ordinario, en sesión pública que se celebra el vigésimo día posterior a la celebración de las elecciones, salvo que se presente recurso contencioso-electoral contra la proclamación de concejales electos, retrasándose la constitución hasta el cuadragésimo día posterior a las elecciones (art. 195 LOREG). |
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En la ratificación de la Carta Europea de Autonomía Local, de 1985, España añadió una salvedad excluyendo la aplicación de estos principios en todo el territorio nacional, con la intención de salvaguardar el sistema actual de elección de los miembros de las diputaciones provinciales (Biglino Campos, 2017: 372). |
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