RESUMEN
Es la primera vez que se gesta en el Estado español un debate de fondo acerca del consentimiento sexual de las mujeres. El contexto ha sido el de la legalidad penal y sus protagonistas preferentes las/os juristas y la academia feminista, con sus potentes voces dispares. Las polémicas existentes en su seno dejan ver dos caras bien distintas: la de un consentimiento sexual construido en torno a la capacidad de autodeterminación de todas las mujeres sin interferencias intolerables en su intimidad y sin alertas ni miedos al peligro de expresar su voluntad libre, y la de un consentimiento fragmentado y jerárquico que divide a las mujeres entre clases privilegiadas con opción a decidir sobre su sexualidad y clases subalternas que, gracias a una mirada victimista interesada, ven negado el valor de su consentimiento haciéndolo inválido e irrelevante en nombre de la igualdad de género. Este es el análisis crítico que se desarrolla a lo largo de este artículo.
Palabras clave: Consentimiento sexual de las mujeres; caras ocultas; victimización secundaria; violencia sexual; cultura de la violación; caso de La Manada de Pamplona; ley de «solo sí es sí»; trabajadoras del sexo; jerarquía sexual; igualdad de género.
ABSTRACT
It is the first time that a substantive debate about women’s sexual consent has taken place in the Spanish state. The context has been that of criminal legality and its preferred protagonists: jurists and feminist academia, with their powerful disparate voices. The controversies within it reveal two very different faces: that of a sexual consent built around the capacity for self-determination of all women without intolerable interference in their privacy and without alerts or fears of the danger of expressing their free will; and that of a fragmented and hierarchical consent that divides women between privileged classes with the option to decide about their sexuality and subaltern classes that, thanks to an interested victimist perspective, see the value of their consent denied, making it invalid and irrelevant in the name of gender equality. This is the critical analysis that is developed throughout this article.
Keywords: Women’s sexual consent; «hidden faces»; secondary victimization; sexual violence; rape culture; case of the Pamplona Herd; Law of «only yes means yes»; sex workers; sexual hierarchy; gender equality.
Durante décadas, las reflexiones feministas acerca de la libertad sexual de las mujeres han marcado un largo proceso de concienciación y de movilización por su reconocimiento jurídico. Entre la larga lista de los agravios que ha acumulado el derecho para con las mujeres figura su carácter sexista, primero sexuado, después aparentemente neutral pero, siempre, portador privilegiado de valores masculinos (Smart,1994: 173 y ss.; Larrauri, 1994: 101,105; Asúa, 1998: 58; Pitch, 2003: 256 y ss.). Sus normas penales más anacrónicas, las que señalaron como objeto de tutela la honestidad de las mujeres, ignoraron, por congruencia, la conciencia y la autonomía femeninas en un orden sexual establecido por el hombre y para el exclusivo beneficio suyo y de la institución familiar: ni el honor ni la dignidad ni la libertad de las mujeres figuraron en ningún momento como objetos suyos de protección. Pero esa vocación moralista y patriarcal, tan evidente en los largos siglos de la historia legal y la práctica de los delitos sexuales (Acale, 2006: 21 y ss.), ha persistido durante demasiado tiempo bajo la apariencia de normas supuestamente universales, objetivas y neutras, que proclamaban la protección de valores de la libertad sexual, también de las mujeres, pero sin tener en cuenta su experiencia ni sus preocupaciones más fundamentales.
El derecho penal sexual, en su afán de respetar la igualdad de los sexos y hacer desaparecer de sus preceptos el nombre de las mujeres, olvidó que eran sus víctimas preferentes y que los cambios jurídicos no iban a ser eficaces si no operaban al ritmo en que se transforman las concepciones sociales y la mente de los legisladores y de los juristas. Porque no son solo las normas sexuales las que acusan la masculinidad del derecho, también se contagian, a veces más aún, los procesos que siguen su interpretación doctrinal y su aplicación judicial.
Se imponen tiempos de reflexión. «El sexo es siempre político» y aún más en momentos críticos, de ansiedad y tensión social, donde los debates sobre los valores sexuales ganan especial relevancia (Rubin, 1989: 114) y dejan paso a la regulación de contenidos y límites implicados en la revisión de la legalidad penal.
Recientemente, el caso de La Manada de Pamplona, como otros sucesos fuertemente impactantes a los que aquí se hará referencia, ha sido un escenario privilegiado de intensas polémicas ideológicas en el seno de fuerzas tan potentes como las del derecho y el feminismo. El fruto ha sido la llamada ley del «solo sí es sí», que ofrece un pretexto oportuno para comprobar el valor del consentimiento de las mujeres bajo la tutela declarada de su libertad sexual, sin despreciar el peso negativo de influencia que exhiben sus caras más oscuras.
Merece la pena recordar los hechos probados del caso, la perturbadora praxis judicial y sus múltiples lecturas teóricas, a veces enfrentadas, acerca del consentimiento sexual de las mujeres: primero se abordará el panorama jurídico, y después el de las voces desiguales del feminismo.
Es bien conocido el proceso que siguieron las sentencias de La Manada en las primeras instancias judiciales. Los hechos aspiraban a ser tratados como delitos de violación continuados por la presencia de una intimidación ambiental especialmente degradante, tal y como fueron calificados por una sentencia de casación del Tribunal Supremo (Sentencia 344/2019, de 4 de julio…), pero demasiados estereotipos de género condujeron a una praxis judicial cuando menos perturbadora[2]: un «escenario de opresión» y una «atmósfera coactiva»[3] que fueron minimizados, unos silencios nada ambiguos[4] pero malinterpretados para justificar un consentimiento no ausente, sino viciado, un «reproche soterrado» por su actitud «intuitiva y no racional» que no quisieron ver el estado de shock en que se encontraba la víctima[5] o una lluvia de pruebas periciales psicológicas empeñadas en dar por acreditados rasgos de personalidad y un estado mental irrelevantes y morbosos detalles de su vida íntima que no arrojaban ninguna luz al enjuiciamiento del caso, pero garantizaban una perversa victimización secundaria de la mujer… (Maqueda, 2020: 276).
«No es abuso, es violación» era la denuncia popular de lo que se interpretó como el signo provocador de una justicia patriarcal —«¡Basta ya!»— que era administrada de forma parcial e indeseable para con la víctima y ajena a los riesgos del enjuiciamiento de las mujeres. Fue el inicio de la toma de conciencia feminista de que «algo había que cambiar» (Miralles, 2020: 85). El masivo apoyo popular en las calles de todo el país había cosechado la legitimidad necesaria para proponer la reforma penal de los principales delitos sexuales: la prueba de la violencia sexual debía rebajar sus exigencias para hacer inteligible la traducción al lenguaje penal en un terreno tan complejo como el de la sexualidad en las relaciones entre los sexos. La clave se hizo residir en la ausencia de consentimiento.
Un nuevo modelo de incriminación daría al traste con la existencia de esas dos figuras centrales de ataque a la libertad sexual: la agresión sexual y el abuso sexual, que encontraban sus signos identificativos, respectivamente, en la presencia o la ausencia de violencia e intimidación. Con cualquiera de esos medios comisivos el agresor imponía su voluntad a una víctima indefensa y la pena debía verse especialmente agravada. Sin ellos, el abusador competía con una víctima «cómplice» porque mostraba una oposición y una voluntad débiles ante sus presiones; por ello, la pena se rebajaría sustancialmente: el consentimiento de la víctima aparecía aquí solo viciado, no anulado, como sucedía en la agresión.
La reforma de esa ley del «solo sí es sí»[6] modificó el escenario penal. Desde entonces, la violencia sexual ya no se hace depender de la actitud de la víctima a las propuestas del autor, violentas o no violentas, porque la mirada no se dirije a ella y a sus condicionamientos internos, sino a los actos que, a la vista de las circunstancias, muestran la afirmación o la negación de su consentimiento[7]. Con el cambio de significado de la violencia sexual, su esencia se agota ahora en el ataque a la autonomía de la decisión de la víctima, sin más acompañamientos (Acale y Faraldo, 2018: 25 y ss.).
Convertido en el centro del sistema del derecho penal sexual, el valor del consentimiento de la víctima se somete a prueba sin mediciones intermedias, como pretendían las viejas figuras de agresión y abuso sexual. De acuerdo con ellas, hoy desaparecidas, había cuatro niveles de contradicción de la libertad sexual. Se enumeraban así: «Uno, consistente en la ausencia del consentimiento de la víctima por imposición de la voluntad del agresor […], (agresión sexual); otro, que describía el aprovechamiento de un consentimiento inválido […]; un tercero, donde se servía de un consentimiento viciado […], y el último, por fin, que cubría los casos de falta de manifestación de ese consentimiento […] (abuso sexual)[8].
En definitiva, un esquema legal que graduaba el consentimiento de la víctima hasta la exasperación para poder diferenciar los comportamientos más graves —las agresiones— de los menos graves —los abusos—; eso sí, al precio de incurrir en el inquietante examen de las actitudes de la víctima y de su posición frente al agresor. Los niveles más peligrosos —y menos objetivos (no serían ni la minoría de edad ni pérdida de sentido o abuso de transtorno mental…)— se situaban en la diferenciación de los casos de ausencia del consentimiento, donde no existía participación de la víctima porque el agresor había vencido su voluntad contraria (Diez Ripollés, 2019: 9) y otros de consentimiento viciado por el prevalimiento del abusador, porque la víctima había evidenciado la debilidad de ceder a sus presiones y no oponerse a sus designios.
La fragilidad de los criterios que sustentaban la diferencia de esos dos delitos residía en la artificialidad del concepto de intimidación frente al de prevalimiento y las connotaciones no eran inocuas ni el poder simbólico tampoco (Asúa, 2009: 114; Acale, 2021: 478; Caruso, 2023: 95). En el abuso sexual de prevalimiento persistía un reproche inherente a la víctima por no haberse resistido al poder y/o ascendencia del actor y en esa corresponsabilidad culpabilizadora se encontraba la razón de ser de la menor pena de ese delito. Los estereotipos de sentido común funcionaban (Asúa, 2009: 105) y no solo en el imaginario colectivo de la sociedad, también en el de la doctrina penal.
Tras el caso de la manada se han avivado argumentos que dejan ver los significados recónditos de esa separación entre víctimas «agredidas» y víctimas «abusadas». No es lo mismo «la persona que accede a mantener una relación sexual con su superior, a quien detesta tanto como teme contrariarlo por el poder que tiene, no «consiente profundamente», pero no ha sido agredida, ni puede pretender que el derecho penal la considere así, y equiparar, sin más, la ausencia de consentimiento a la agresión violenta es más que un error: es una equivocación que desquicia la función jurídica del consentimiento», dicen Gonzalo Quintero y Guillermo Portilla (2022) cuando acometen artificiales grados de consentimiento: de lo «profundo» a lo «menos profundo o» meramente «superficial». Más expresivas aún son las comparaciones de Alicia Gil y José Núñez (2022) hablando de evidencias empíricas: «Algunas víctimas de abuso sexual, al percibir lo sucedido como algo hasta cierto punto evitable, dada la ausencia de medios violentos o intimidatorios, son más proclives a sentirse culpables, a padecer depresiones y a recibir menos empatía de su entorno. Por su parte, las personas que sufren agresión sexual suelen concebir el atentado como algo impuesto y, por ende, inevitable y reciben más apoyo y comprensión de su medio social y familiar. Por esos motivos, los que sufren agresión sexual son menos propensos a padecer depresión y, sin embargo, tienden a sufrir miedo y ansiedad en mayor medida […]». Unos hallazgos que «no […] lleva a pensar que debe justificarse la modificación legal».
Y no menos en la jurisprudencia, donde las tensiones y las inercias son evidentes (Asúa, 2009:105; Cuerda, 2018:104 ss.; De Vicente, 2018: 210 y ss.). Los mismos hechos del caso de La Manada han mostrado detalladamente el desigual argumentario de los tribunales implicados. En este escenario, el Tribunal Supremo salvó la calificación jurídica de una violación con intimidación frente a la del abuso sexual de prevalimiento defendida por las instancias inferiores. Estas últimas lo habían fundado básicamente en un juicio acerca de la víctima y de su consentimiento viciado, sin demostraciones de oposición frontal porque adoptó «una actitud de sometimiento y pasividad […]» (fue «el no» lo que llevó a las sentencias de La Manada al abuso sexual, esto es, «que no verbalizó la falta de consentimiento», dicen Gil y Núñez, 2022). A cambio, el Alto Tribunal atribuyó «ese sometimiento —que no consentimiento— a la intimidación», que fue la que hizo que la víctima adoptara esa actitud (FJ 5.º, 7, pág. 84). Como en otras ocasiones, el peso del componente intimidatorio se haría residir en la acción de los agresores y su contexto: las circunstancias de lugar, tiempo y ambiente en que se produce el ataque a la libertad sexual (FJ 4.º). Otros pronunciamientos que cita la doctrina científica lo expresan con toda claridad: «Lo verdaderamente importante es la actitud violadora del sujeto activo frente a lo cual nada significa la conducta de la víctima, de mayor o menor fuerza opositora» (Álvarez García, 2023: 25). O bien, «la calificación jurídica de los actos enjuiciados debe hacerse en atención fundamentalmente a la conducta del sujeto activo. Si este ejerce una intimidación clara y suficiente (para con la víctima) lo que determina el tipo es la actividad o la actitud de aquel, no la de esta» (De Vicente, 2018: 186).
Esa construcción deseable del Tribunal Supremo tenía que haberse consolidado en la praxis judicial de nuestro país para alejarnos del temor ancestral a la revictimización de las mujeres sexualmente agredidas (Acale, 2021: 483). Ahora se incorporan nuevas garantías, gracias al olvido de arbitrarias mediciones de grados —cuantitativos y/o cualitativos— de consentimiento («de la mayor o menor fuerza opositora» o de «un consentimiento más o menos profundo»…), que se ven sustituidas por un esfuerzo interpretativo acerca de la existencia y la forma en que la voluntad de la víctima se manifiesta externamente. La clave queda, entonces, «situada en la realidad de nuestro lenguaje y de nuestras actividades sociales», más allá de esa noción problemática que concibe el consentimiento como «un arcano de la mente», como «un acto de asentimiento interior», que no interesan. En esos términos, la fórmula que se propone desde el feminismo no es consensual, sino comunicativa, «no se basa en el consentimiento, sino en el hecho de que haya existido una comunicación positiva entre los intervinientes en la relación sexual» (Ramos, 2023: 235 y ss., 240).
Pero la preocupación por la prueba del consentimiento ha hecho estragos en buena parte de la academia penal, abiertamente disconforme con la cláusula contenida en la ley del «solo sí es sí» a la que le ha dado el nombre (Álvarez García, 2022; García Arán, 2023). Su insistencia crítica carece, sin embargo, de una base teórica correcta. La definición, tomada del Convenio de Estambul [9], se expresa así: «Solo se entenderá que hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona».
Sus estudiosos han partido muchas veces de las diferencias entre el viejo modelo del «no es no» frente al de «solo sí es sí» para señalar las ventajas del segundo (Alvarez Medina, 2022: 35 y ss.). El «no es no» estuvo vigente durante el proceso de La Manada y el fallo de la víctima residió precisamente en «no verbalizar su falta de consentimiento», como ya se ha afirmado, porque era el modelo clásico donde aparecía concebido como una negativa expresa. Bajo él, los varones se ven representados como proponentes unilaterales o iniciadores de la relación sexual en busca de anuencia y las mujeres quedan reducidas a elementos pasivos de la relación que aprueban o rechazan. El testimonio y la calidad de ellas —credibilidad, verosimilitud y consistencia— son las que requieren continuas demostraciones de resistencia o negación inequívoca o se pierde en ambigüedades que malinterpretan sus silencios sin comprender la complejidad de las respuestas psicológicas de la víctima (el estupor, el bloqueo físico o emocional…[10]). De ahí su victimización secundaria por las eternas repeticiones del relato con la vista puesta en la declaración de la víctima e incursiones permanentes en su estado mental y su vida privada (Álvarez Medina, 2022: 36, 42 y ss.).
A cambio, el «sí es sí» es un modelo bilateral y no requiere una manifestación expresa de la víctima porque es comunicativo, no consensual, de modo que el sí o el no pueden extraerse de las circunstancias circundantes: el contexto en que se producen los «actos» de que habla la ley: miradas, gestos, tonos de voz o cualesquiera señales inteligibles según el lenguaje que hemos aprendido en nuestra vida social. Se trata de criterios externos y reconocibles que están al alcance de la interpretación del actuante y de los observadores externos, según un estatus de razonabilidad (Álvarez Medina, 2022: 43 y ss.). Su significado es clave. Como explica José Antonio Ramos (2023:242 y ss.), no hay problemas cuando la voluntad queda expresada claramente, pero cuando surgen dudas porque hay equívocos de comunicación, de lenguaje, influencias de los roles de género y otros prejuicios[11], nos encontramos con «zonas de penumbra» que plantean una cuestón epistemológica, de comprensión y queda todavía un portillo abierto: el error sobre el consentimiento sometido a esa prueba de razonabilidad. El criterio de ponderación del que hablan sus expertos es el del hombre y la mujer «razonables» que podrían llegar a la misma conclusión del autor, asegurándole así un potencial espacio de impunidad (Ramos, 2023: 251; Diaz y Trapero, 2021: 568). La jurisprudencia ha recorrido ya esa oportuna vía conciliadora (Ramos, 2023: 247 y ss.) sin abrigar los temores expresados por la academia penal. Tal y como señala la STS 23/2023, de 20 de enero,
la fórmula que utiliza el legislador es, pues, una fórmula abierta, y que ya se tomaba en consideración, en términos similares jurisprudencialmente, para entender concurrente el consentimiento […]. De modo que siempre se partió —y ahora también— de una inferencia: el tribunal sentenciador extrae, en atención a las circunstancias del caso, la existencia o no de consentimiento conforme a los elementos probatorios que expresen de manera clara la voluntad de la persona. En consecuencia, el tribunal sentenciador debe extraer de los elementos probatorios si concurre en el caso enjuiciado consentimiento o ausencia del mismo, que es uno de los elementos del tipo. En efecto, la definición del artículo 178 del Código Penal se ajusta a este canon.
Lo que veta el precepto es considerar como prueba del consentimiento algo que no sea un acto que, en el contexto de los hechos, exprese claramente la voluntad de la persona (y, en particular, considerar el silencio o la falta de oposición como elemento probatorio del consentimiento)[12].
Los problemas interpretativos del modelo del consentimiento parecían resueltos, sin más obstáculos. Pero los había. Las voces disidentes no encontraron freno en el lenguaje jurídico, sino en una lectura parcial e interesada de fantasmagóricos componentes de género. En el primer sentido, basta afirmar que hay un delito contra la libertad sexual cuando no hay consentimiento, cuando «el autor invade ilegítimamente el espacio de autonomía que tienen todas las personas para decidir sobre su propia sexualidad» porque «la esencia del atentado a la libertad sexual solo depende de la falta de consentimiento», como argumenta Patricia Laurenzo (2022); también Cancio (2023). O, expresado en términos de violencia sexual, su significado «se espiritualiza […], situando en el centro la falta de consentimiento autónomo, el disenso de la ofendida» (Asúa, 2009: 112)
En la «perspectiva de género» es donde se buscan razones para cuestionar el objeto de tutela que defiende la nueva ley. «No protege la libertad sexual, sino otro interés diferente», dicen los detractores de la reforma. Así se expresaban Gonzalo Quintero y Guillermo Portilla (2022) en pleno proceso legislativo: «Las intenciones de sus impulsores […] han pretendido que se interprete ese bien jurídico según una “perspectiva de género”, lo cual, planteado de esa manera, equivale a defender que el objeto de tutela no es ya la libertad sexual, o no lo es principalmente, sino otro interés diferente, cual es la postración histórica de la mujer, al margen de lo que acontezca en el caso concreto enjuiciado». Más radical y más explícito se muestra José Luis Diez Ripollés (2019: 5, 29) cuando critica que «el acerbo feminista» ha forzado el entendimiento de la libertad sexual en clave identitaria, donde deja de tener referencias individuales y se pasa a entender en clave colectiva…
Ese derecho penal desplaza su enfoque desde la protección de los intereses individuales o colectivos más importantes de todos y cada uno de los ciudadanos hacia la protección de los intereses propios de determinados colectivos sociales. Ya no se trata de la autorrealización personal, sino de un enfrentamiento entre dos grupos antagónicos, hombres y mujeres, estructuralmente enfrentados debido a la sociedad patriarcal vigente […]. Es el turno, al parecer, de que el derecho penal asuma de forma protagonista una nueva empresa social y acomode a toda costa sus contenidos a ella, la lucha contra la desigualdad en las relaciones entre los sexos.
No hay mejor interlocutor que el feminismo para responder a esos malentendidos fabricados en torno a esa manipulada perspectiva de género.
El consentimiento sexual de las mujeres permite lecturas enfrentadas entre feminismos. Con la vista puesta en la reforma legal a debate, una es más neutral, más imparcial y está pensando en una construcción compatible con el lenguaje penal; otra lectura, más normativa, opera con visiones binarias de género a la búsqueda de criterios de valor (¿coercitivos?) acerca del consentimiento sexual de las mujeres.
Es verdad que feminismo y derecho penal operan con lógicas muy distintas, que existe una conciencia feminista bastante generalizada acerca de la incapacidad del sistema penal para ofrecer una respuesta satisfactoria a los atentados de género (Larrauri, 1994:98). En particular, porque se pierde su significado político y la complejidad del contexto en que estos buscan ser planteados y resueltos. Se entiende que esa percepción de un daño colectivo resulta incompatible con el reduccionismo penal que tiende a individualizar el conflicto, traduciéndolo en términos de violencia interpersonal (Maqueda, 2007: 30, 31), olvidando una situación estructural de contexto y significado para reducirse a un problema de responsabilidad personal. Las estructuras jurídicas del procedimiento penal se caracterizan por la individualización de la persona infractora, como la conducta concreta de un agresor contra una víctima. De esta manera, el conflicto social se reduce a un problema de violencia interpersonal, al margen del contexto y el significado de las agresiones contra las mujeres (Bodelón, 1998: 196; también, Asúa, 1998: 55 Laurenzo, 2015: 797, 798 y ss.).
Pero junto a esa íntima conciencia de desconfianza en el derecho penal y en sus soluciones para resolver adecuadamente los conflictos relacionados con la violencia contra las mujeres, hay también una convicción feminista de que la mejor manera de validar las soluciones penales es simplificando la percepción del daño, traduciéndolo en uno individual, al margen de historia, significados y complejidades sociales.
Y es esta perspectiva feminista más pragmática la que se ha impuesto en la lectura penal de la reforma sobre violencia sexual. Había que repensar —y combatir— la actitud de los diferentes operadores jurídicos y los estereotipos y prejuicios que estaban incorporados en sus tareas de creación, interpretación y aplicación de las viejas normas. Y también desdecir a quienes no han comprendido el verdadero significado de la perspectiva de género que ha informado la nueva ley, tachándolo de mera «ideología», como suele suceder con los discursos inmovilistas que deslegitiman los cambios jurídicos superadores de las desigualdades históricas entre los sexos (en esos términos, Laurenzo, 2023: 558).
Merece la pena describir el proceso que muestra las claves que nos han traído hasta aquí. El punto de partida coincide con un momento decisivo de tensión social vivido en la sociedad italiana de los años setenta a noventa del siglo pasado. Tamar Pitch (2003: 182, 183) nos cuenta cómo el pensamiento feminista creó en su país «un horizonte de sentido». En su relato se refiere a un clima de movilización muy intensa y una toma de conciencia colectiva acerca de la necesidad de reforma de la ley sobre violencia sexual. Lejos de la mediación de los partidos políticos la proposición feminista fue de iniciativa popular, centrándose en el significado de lo que les preocupaba.
No se estaba debatiendo sobre la sexualidad, sino sobre la violencia, entendida de una manera más simple y más inteligible, como «agresión a la autonomía de decisión de la víctima». Así lo explica la socióloga: es una visión racionalista y simplificada de las relaciones entre partes asexuadas que responde a la lógica del derecho penal, «una visión que empuja la violencia sexual hacia el régimen de violencia sin más, que es la que se puede más fácilmente traducir al lenguaje penal, depurándole de cualquier especialidad que pudiera debilitar el estatus de la víctima y hacer ambiguo el de los culpables» (Pitch, 2003: 213).
Así desaparece la naturaleza sexuada de la acción y de la complejidad: se hace igualitaria, neutra y se rebaja el límite de lo que se considera violento, ofensivo e inaceptable —lo no consentido—, dotando de mayor reconocimiento al valor de la credibilidad de la acusación. No más experiencias penosas para la víctima sin el estereotipo dominante que transforma a la víctima en cómplice, en culpable. Se trata de averiguar lo que efectivamente ha pasado y en qué medida y cómo el acusado fue consciente de la falta de consentimiento normalizando el delito y depurando su carácter especial. No serán necesarias preguntas sobre la dinámica de la violación, salvo que sean necesarias para la reconstrucción de los hechos; así se combate la cifra negra de denuncias y aumenta la iniciativa de resolver el conflicto con el ejercicio de su libertad sexual (ibid.: 191, 192, 199).
Vale, pues, la definición de lo que debe entenderse como violencia sexual, sigue afirmando Tamar Pitch: «La violencia empieza donde no hay consentimiento, no hacen falta amenazas, intimidaciones, malos tratos específicos para que se produzca menosprecio de la libertad sexual […]. La coerción […] es la que define un acto como violento y hay coerción en el momento en que falta el consentimiento de la otra parte»[13]. La existencia de la fuerza y la intimidación no deben tener, pues, carácter constitutivo porque no son idóneas para tutelar la libertad de autodeterminación sexual, son requisitos que son ajenos a la lesión del bien jurídico (como en la agresión y en el allanamiento de morada, donde basta el disenso). Al traducirse al lenguaje penal acaban «contaminando» las construcciones de la sexualidad y de las relaciones entre los sexos, de un lado, peligrosas y que representan intrínsecamente un «mal»; y, de otro lado, marcadas por el dominio y la sumisión y, por tanto, por la agresividad y la victimización (ibid.: 209, 213, 214, 215).
La batalla es simbólica: hay que huir de las imágenes de la sexualidad como un peligro en sí misma, como afirma Tamar Pitch (ibid.: 187, 207). Clara Serra toma el testigo cuando apunta a esa cultura feminista que expresa la necesidad de combatir «la idea de que el gran obstáculo para la libertad sexual de las mujeres es la sexualidad depredadora de los hombres […]. Olvidan que ese no es ningún relato que no haya explotado ya el propio patriarcado, que lleva siglos advirtiendo a todas las caperucitas del peligro que suponen los lobos. Lo realmente peligroso para nuestro orden social es asociar el sexo al peligro y fomentar nuestro miedo […]» (Serra, 2021).
Todo este discurso es trasladable hoy a las ideas compartidas por buena parte del pensamiento feminista español. Quienes formularon sus propuestas —y las apoyamos— partieron de un sector de la academia penal que, desde una perspectiva de género, buscaban un cambio de significado en la argumentación jurídica que impregnara las normas penales sobre la violencia sexual. Ese nuevo significado es el que expresa la letra de la ley sobre violencia sexual como ausencia de consentimiento con un solo objetivo, el de crear a las víctimas las expectativas de que su capacidad de autodeterminación, de dignidad y de seguridad están protegidas sin interferencias intolerables en su intimidad, evitando su victimización secundaria (Acale y Faraldo, 2018: 27 y ss.; Maqueda, 2020: 277).
O, expresándolo en otros términos, ahuyentando lo que se conoce como «cultura de la violación», una expresión que fue analizada por primera vez en el seno del feminismo estadounidense de los años setenta, queriendo visibilizar todo un conjunto de mitos, estereotipos y creencias dictadas por el patriarcado y arraigadas en toda la sociedad, en la opinión pública, en los mass media, en los operadores jurídicos, en las estructuras políticas… «Un sistema que tolera, acepta y reproduce la violencia sexista» a través de «narrativas» que alimentan todo un imaginario colectivo cómplice, como señala Raquel Miralles (2020: 83 y ss.).
De aquellas fechas nos llega el relato de Susan Brownmiller, que habló por primera vez de la cultura de la violación en términos de «sexismo cultural», de «una ideología violatoria nutrida de valores culturales» (1981: 373), denunciados por grupos de activistas feministas que «se atrevieron a hablar de lo inexpresable hablando de su opresión», organizando grupos de apoyo mutuo y de «toma de conciencia» para compartir las violencias que habían recibido y actuar colectivamente para combatirlas. «El que las mujeres debían organizarse para luchar contra la violación —nos cuenta la autora— fue una invención del movimiento feminista», que auspició programas de alcance comunitario, de solidaridad fraternal, panfletos, boletines y consignas, como «basta de violaciones», «guerra contra la violación», «aplasten el sexismo», «desarmen a los violadores»… (1981: 381, 382).
Nuestro ejemplo de La Manada fue, asimismo, muy significativo de la operatividad de esa cultura cómplice de la que hablamos: muchos medios de comunicación, aliados con la defensa de los agresores, que culpabilizaron a la víctima dudando de su testimonio («Hermana, yo sí te creo» era el lema de las movilizaciones públicas), o los magistrados de Navarra, que nunca hablaron de violación, conformándose con un consentimiento no ausente, solo viciado («No es abuso, es violación» gritaba el público en las calles)… (Miralles, 2020: 85)
Pero «el caso de La Manada no es el modelo de La Manada», en palabras de Clara Serra (2021). «El contexto amenazador de aquel portal oscuro no es el mundo en el que vivimos y pensar desde ese escenario el conjunto de la sexualidad limita y restringe las posibilidades de ampliar nuestra libertad al instaurar un escenario de peligro que acaba trayendo consigo la negación de nuestra voluntad». Y la filósofa repite el lema que preside la reforma de las violencias sexuales: «No podemos actuar contra las agresiones sexuales tomando La Manada como modelo» porque gana ese imaginario impuesto de inseguridades y temores y se convierte en una apuesta securitaria por el arbitraje estatal sobre la sexualidad.
Coincido plenamente con esa lectura feminista que denuncia los peligros de cuestionar el valor del consentimiento de las mujeres y de maximizar la sombra de la amenaza de una sexualidad masculina violenta y depredatoria. Otras lecturas de género sobre violencia sexual promueven, a cambio, estados de alarma y alerta permanentes que se acaban traduciendo en crecientes imposiciones normativas a las mujeres y a sus comportamientos sexuales. Veamos estas últimas.
En los primeros años ochenta del siglo pasado, Ellen Carol Dubois y Linda Gordon afirmaban que durante demasiado tiempo el movimiento feminista había «tenido un papel importante en la organización e, incluso, en la creación del sentimiento de peligro sexual de las mujeres» en torno a «dos temas que han englobado y simbolizado los miedos de las mujeres: la prostitución y la violación» (1989: 54).
Aunque las autoras rastreaban los recorridos de la ortodoxia feminista, especialmente a lo largo del siglo xix, son muchas las similitudes que se mantienen hoy en día entre las filas del feminismo más normativo. Porque la libertad sexual de las mujeres ha estado en pugna, primero, con la moralidad sexual tradicional, y después con la moralidad que se desarrolla en las últimas décadas, bajo el pensamiento antineoliberal sexual. El lenguaje parece cambiar —y también los agentes del conocimiento—, pero el significado es el mismo: el afán del proteccionismo de las mujeres a costa de mermar el valor de su consentimiento (Vance, 1989:10 y ss.).
El principio fundamental es que «la sexualidad tiene género» (De Miguel, 2015: 123) y encierra una visión binaria de los sexos cuyo retrato es el de una rapacidad y violencia masculinas y una victimización eterna de las mujeres. Ellas son el testimonio de los «males de la permisividad». Cualquier mandato incumplido busca imponer un sentimiento de culpabilidad y un menosprecio de sí misma por su exposición al riesgo (Echols, 1989: 98, 104): el «más vale segura que arrepentida» se convierte en una precaución esencial, resume Carole Vance (1989:14)
Las manifestaciones de las primeras campañas antiviolación en manos de los movimientos de pureza social ofrecieron esa visión del mundo limitada y limitante. Su conservadurismo se traducía en la imposición de códigos sexuales muy estrictos para las mujeres con vistas a librarse de su condición de víctimas de la lujuria y la agresividad masculinas. La idea de la asexualidad de las mujeres desarrollada bajo las feministas del siglo xix (Vance,1989: 11) se renovaría bajo el mandato cultural del feminismo de ese nombre, que proponía marcar los movimientos y comportamientos de las mujeres a través de sus miedos a la inmoralidad y al peligro sexual. La libertad sexual pasaba a ser una fuerza reaccionaria contaminante que adormecía la lucha política contra la opresión de los hombres (Dubois y Gordon, 1989: 75; Echols, 1989: 105 y ss.).
Pero el moderno feminismo radical se parece mucho a esa cruzada moral. Hay suficientes lecturas que se proponen «cómo producir y representar cuerpos femeninos no victimizables», huyendo del lenguaje de su vulnerabilidad. Para Cristina Molina (2009: 138 y ss.), la forma «realista» de prevenir la violencia sexual no reside en el lado de los agresores («cómo educarlos o penalizarlos o como sensibilizar a la sociedad para que los rechace o al aparato jurídico-legal para que los castigue»), sino en el de «la posible víctima» evitando un lenguaje corporal de gestos eróticos que hablan de disponibilidad sexual, «hay que saber lo que se está diciendo», curtirse en la capacidad de «prever los problemas y sobrevivir a desdichas sexuales». Las ideas de peligro sexual y de miedo cerval a la violación sigue latente e inspira la necesidad de «resignificar» voluntarismos irresponsables para poner freno a las amenazas de un ataque sexual masculino (2009: 140). Hablaba de ello, hace años, Carole Vance cuando se refería críticamente a esa «mitología cultural» que rodea a la violencia sexual de los hombres y a su deseo sexual intrínseco, incontrolable y fácilmente excitable que ponen cortapisas dañinas a las manifestaciones libres y espontáneas del deseo y la sexualidad femeninas (1989:13).
Esa voz de alarma frente a los comportamientos irresponsables de las mujeres por «el exceso de naturalismo» y el «entendimiento naif de las relaciones sexuales» se acompaña de un reproche por sus «consecuencias perversas para el propio feminismo» (Molina, 2009: 138, 140). Son ideas muy desarrolladas en el tratado sumamente pedagógico de Ana de Miguel. En el centro se sitúa la pretensión de mantener al feminismo estable y libre de contaminaciones y, en particular, del pensamiento de la voluntariedad y el consentimiento de las mujeres. «Hoy, especialmente cuando hay sexo por medio, se trata de imponer la idea de que toda acción es feminista con tal de que sea fruto de la decisión individual de una mujer». Se trata de una nueva normativa sexual que está a falta de legitimación: «Yo lo he elegido, no hay problemas» es el lema del posfeminismo y el enfoque queer que se identifican con una concepción neoliberal de la sexualidad (2015: 145, 147). Sexo, poder y mercado son las claves críticas: «Bajo la coartada de la tolerancia y la libre creación, lo que se hace es dejar la estructura de poder intocable y a los jóvenes indefensos frente a la normativa y la coacción del mercado» (2016:146).
Pero si se profundiza en las lecciones de la autora sobre «el mito de la libre elección», ellas no se agotan en la denuncia de esa inspiración neoliberal de las decisiones de las mujeres frente al sexo, sino que ganan prioridad argumentos —fuertemente ideologizados— que se sitúan, casi sin excepciones, en el contexto de las sexualidades disidentes y del feminismo más libertario. Lo que nos muestra es, básicamente, una guerra abierta entre dos posiciones teóricas y políticas enfrentadas dentro del feminismo acerca de la situación de las mujeres voluntariamente implicadas en el trabajo del sexo, esto es, en la pornografía, pero, sobre todo, en la prostitución. Si bien, se hace evidente que más allá de sus convicciones acerca del valor de su consentimiento, a esos feminismos les separa una cuestión de principios.
Frente a quienes defienden el lenguaje de los derechos para afirmar la legitimación social y legal de toda conducta sexual voluntaria, dentro o fuera del mercado[14], el pensamiento radical de Ana de Miguel es selectivo y negacionista: «Esas mujeres» —y sus actos sexuales— no tiene cabida en una sociedad igualitaria y antipatriarcal. Les falta el reconocimiento de su libertad: «La democracia pone límites a los contratos “voluntarios” por la desigualdad y los más desfavorecidos» o, en otras palabras, «es irracional e injusto argumentar seriamente al consentimiento (de las mujeres prostituidas) en un plano globalizado y atravesado por las desigualdades económicas, étnicas y, muy especialmente, de género» (2016: 151, 161)
El reflejo de esa fuerte polarizacion ideológica entre feminismos se ha hecho evidente en otra de las líneas más polémicas abiertas en el reciente debate español acerca de la ley del «solo sí es sí» y el modelo del consentimiento. En ese contexto, necesitan hacerse ver contenidos esclarecedores que sean significativos y se alejen de la simplicidad de bandos enfrentados en torno a la prostitución. Corrigiendo el término descalificador e inexacto de feminismos pro-prostitución[15], a favor del más adecuado de feminismos pro-derechos, podemos hablar, al otro lado, de feminismos abolicionistas bajo una diferenciación entre abolicionismo moderado y abolicionismo punitivo, más fieles para describir la diversidad de posiciones políticas y legales acerca del consentimiento sexual de las trabajadoras del sexo dentro del escenario español.
Llamadas por su nombre, el feminismo pro-derechos define, sin ambages, sus líneas de pensamiento filosóficas acerca del consentimiento sexual femenino. Su signo identificativo se deja ver en un manifiesto elaborado en la fase prelegislativa de la ley del «solo sí es sí» que exhibía una vocación abolicionista criminalizadora por su «mirada victimizadora»:
Con «esta mirada victimizadora de las mujeres y […] un excesivo proteccionismo estatal, se niega la capacidad de decisión de las trabajadoras sexuales al establecer como delito el proxenetismo no coactivo. Queremos manifestar nuestro rechazo a un texto legal que considera a las mujeres no aptas para otorgar consentimiento, dando por hecho que encontrarse en una situación de vulnerabilidad te convierte en alguien que no sabe lo que quiere. De nuevo creemos que la tarea de las instituciones ha de ser garantizar derechos para fortalecer, empoderar y ampliar la capacidad de negociación, pero nunca poner en duda la mayoría de edad de las mujeres. No creemos que las mujeres tengan siempre razón —como no lo creemos de los hombres—, pero, como feministas, combatimos el tradicional descrédito que el patriarcado ha hecho de la voz de las mujeres. En este sentido nos parece indefendible, y menos en nombre de lemas como «Yo sí te creo», la introducción en nuestro código penal de delitos sexuales que quedan establecidos volviendo inválido e irrelevante el consentimiento de las mujeres. Manifestamos nuestra profunda preocupación por la posibilidad de que, en nombre del consentimiento de las mujeres, se apruebe un texto legal que supone la anulación del valor del consentimiento de las mujeres (Manifiesto, 2023).
Para una lectura fidedigna del pensamiento abolicionista acerca del consentimiento de las mujeres implicadas en el mercado sexual hay que remontarse a la historia de su victimización. Un afán victimizador que se ha concentrado, durante décadas, en la ausencia de libertad en la elección sexual de la prostitución. Se lee, a menudo, en sus dogmas: mujeres que muestran una debilidad psíquica, de inmadurez o fragilidad ante engaños y presiones, que han sufrido daños en la infancia, abusos constantes, una socialización defectuosa… (críticamente, Juliano, 2004: 64). Así las definía en 2007 el Informe de la ponencia para el estudio de la situación actual de la prostitución en España: Son «víctimas del sistema, víctimas de sus proxenetas y víctimas de sus clientes […] víctimas de abusos sexuales en la infancia […] graves secuelas psicológicas (como el estrés postraumático), violencia, abuso, etc.» (Maqueda, 2009: 27).
Pero ese estatus de vulnerabilidad se ha ido debilitando con el tiempo. Ha crecido la falta de convicción de las abolicionistas de que las prostitutas no son libres. Y la estrategia estadística, una supuesta mayoría aplastante (un ilusorio 95 %: críticamente, Maqueda, 2009: 28), no aporta ninguna evidencia empírica porque la prostitución transcurre en un contexto de diversidad, alegalidad y clandestinidad incontrolables (Sánchez, 2022: 184 y ss.). Había que reformular las razones que justifican su abolición. El marco crítico al neoliberalismo les ha ofrecido una utilidad adicional: «El neoliberalismo busca que pensemos la prostitución desde el punto de vista individual, borrando todo rastro de lo social que podría cuestionarla […]», se trata de «desplazar el énfasis en la voluntariedad o no de la prostitución al efecto que esta tiene en la igualdad de género». Así lo explica Beatriz Gimeno:
Durante décadas, el sector abolicionista se ha empeñado en discutir esta cuestión del consentimiento y en hacer pilotar sobre ella todo el debate: ninguna mujer puede consentir en ser prostituta. Al defender el argumento de la radical falta de consentimiento, las abolicionistas nos vemos en un callejón sin salida. No podemos seguir pensando la prostitución como una cuestión de libertad individual… Es absurdo basar el debate en que es imposible que existan mujeres que prefieran la prostitución… Porque las hay, pocas o muchas. Las razones hay que buscarlas en otro lado. El patriarcado necesita que los varones consuman desigualdad en el cuerpo de las mujeres, que es cuando, qué causalidad, se reivindica libertad para prostituirse…La prostitución de hoy adiestra, enseña, disciplina el cuerpo masculino en la desigualdad extrema, en la mercantilización desnuda de las relaciones humanas y erotiza esa relación. ¿Nos tiene esto que dar igual a las feministas? ¿Nos da igual que mientras que luchamos por la igualdad, la sociedad refuerce por otro lado un espacio para que los hombres «descansen» del feminismo o de la igualdad? ¿Puede una sociedad considerarse igualitaria mientras mantiene un ámbito, un espacio, de desigualdad radical? (Gimeno, 2014).
Ana de Miguel insiste en esa relación de desigualdad que transcurre en la prostitución entre «mujeres vulnerables» y hombres con «el derecho a acceder a sus cuerpos» (2016: 162), pero en su construcción persiste la idea de negar el valor del consentimiento de las prostitutas. Lo que cambia es el carácter prescriptivo de su falta de libertad porque esta vez no reside en su subjetividad desviada, sino en una imposición determinista: las mujeres prostituidas «no son sujetos, son los objetos, las mercancías expuestas para que el comprador, el cliente, elija, pague y se corra» (ibid.: 164), «cuerpos desnudos, en fila, sin nombre, a disposición de quien tenga dinero para pagarlos» (ibid.: 162) «mujeres como cuerpos y trozos de cuerpos de lo que es normal disponer» (ibid.: 168). Desde el abolicionismo, esa idea objetualizadora se repite hace años poniendo en jaque su dignidad: «Por definición, las mujeres que ejercen la prostitución no son autónomas. Por definición, son cuerpo objeto para el placer de otros. Su cuerpo subjetivo, su persona, está cosificada y no hay un “yo” en el centro. En esta situación no hay posibilidad de construir una persona que se autodefine, que se autolimita, que se protege y se desarrolla a sí misma» (Lagarde, 2000: 55).
No hay una violencia simbólica más invasiva y más insidiosa sobre las trabajadoras del sexo que la administrada por el feminismo abolicionista más radical y que funciona como una genuina sanción de género: me refiero a esa devaluación que les viene impuesta —como seres alienados y de una identidad deteriorada o aún como simples cuerpos sin alma asimilables a mercancías susceptibles de venta o arriendo— por ser incapaces de satisfacer las expectativas creadas para ese otro sujeto construido y estereotipado que es la Mujer (en mayúscula) (Smart, 1994: 179 y ss.). Una ceremonia de heterodesignación que se comporta como una estrategia de dominación y de negación con lugares comunes a los que frecuenta el patriarcado. Pensando en ella, Femenías la califica lúcidamente de «violencia simbólica» cuando enumera sus características identitarias: «Descalificando, negando, segregando, invisibilizando, marginando, fragmentando o utilizando arbitrariamente el poder sobre otros/as» (2007: 70, 74).
El abandono del debate acerca del consentimiento de las trabajadoras del sexo es, pues, pura apariencia. Persiste con virulencia la misma lección del patriarcado: «Por un lado están las mujeres madres, esposas e hijas, compañeras de trabajo, mujeres a las que se reconoce el derecho a limitar el acceso al cuerpo, a su autonomía sexual y, por otro, las prostituidas, las mujeres que por definición no pueden impedir el acceso y son las célebres “mujeres públicas”» (De Miguel, 2016: 172). Una estratificación sexual interna que ofrece una imagen deshumanizada de las prostitutas, que las coloca en su lugar, «llevadas a un concepto límite, un insulto o una maldición», describe De Miguel (ibid.: 216), sin el reconocimiento de su capacidad de autodeterminación ni el de sus experiencias y sentimientos. Paula Sánchez trae a colación las lecciones de la filosofía kantiana aplicadas a la prostituta: «Se nos dice que la prostituta deja de ser un fin en sí mismo para convertirse en un medio para el placer de otro. Reducida a ser una cosa, pierde su estatus como sujeto moral capaz de autodeterminarse; esto es, pierde su libertad o autonomía, ergo, su dignidad» (2023: 166)
Es una de las caras oscuras más evidentes del consentimiento sexual de las mujeres. Ese negacionismo radical constituye la esencia más dura del abolicionismo hegemónico, el más dogmático, atrapado en grandes principios, sin visos de realidad (Mestre et al, 2019). A salvo quedan corrientes más moderadas donde se gestionan las vías del acuerdo y de la alegalidad (Gimeno, 2012). Concebida la prostitución como un problema de género, la tensión transcurre entre soluciones fuera o dentro de la legalidad penal. Hay, pues, «grises», como afirma Paula Sánchez: la prostitución puede «estar mal» como institución patriarcal y, sin embargo, considerar que lo menos dañino es dar derechos y alternativas (2022: 37). La más contraproducente nos lleva a la ideología punitivista.
Hay hambre de criminalización. En su primera versión de la ley de «solo sí es sí», cuando estaba en fase de proyecto (26/07/2021), ya se había contemplado el intento de criminalizar el proxenetismo lucrativo consentido y sin explotación, y la tercería locativa. Un renovado estigma moral vestido ahora con una visión radical de género que toma la forma de un nuevo orden moral sexual que se proyecta e impone sobre las mujeres, precisamente por ser mujeres. Un plan perfecto para apuntalar la vulnerabilidad institucional de las trabajadoras sexuales ante la explotación, la clandestinidad y otras formas de violencia (Pomares y Maqueda, 2022), eso sí, en nombre de la igualdad de género.
Pero le faltaron dos apoyos imprescindibles: el primero, los votos favorables necesarios para hacer prosperar el texto de una ley penal como la proyectada, que se acompañaba de una adenda abolicionista con vocación criminalizadora de la prostitución; el segundo, una buena razón para encontrar intereses materiales de protección alternativos a la libertad sexual porque esta es ya un atributo de las víctimas señaladas.
Empecemos por el principio. Esa ley, con el nombre oficial de «garantía integral de la libertad sexual», salió publicada poco más de un año después, sin encontrar los votos precisos de las fuerzas más progresistas del Parlamento. Fruto de la presión política del feminismo más punitivista, la integridad de la propuesta criminalizadora quedaría a salvo gracias al acuerdo de socialistas y populares para un nuevo texto abolicionista de tintes más punitivos. Hasta ahora había sobrevivido —pero ha caducado (Cugat, 2023)— una nueva proposición de ley de 27/05/2022 para prohibir el proxenetismo en todas sus formas, que castigaba con penas de prisión de uno a cuatro años y multa a quienes promuevan, favorezcan o faciliten la prostitución aún consentida de otra persona, de cualquier forma (art. 187.2: «Proxenetismo lucrativo no coercitivo») o a quienes lo hagan destinando de forma habitual algún inmueble, local o establecimiento destinado al ejercicio de la prostitución consentida (art. 187 bis: «Tercería locativa») y también con penas de multa a los que convengan la práctica de actos sexuales a cambio de dinero (art. 187 ter: «Clientes»).
Basta hacer un ejercicio de memoria de otras complicidades antinaturales. Recientemente nos habla de ellas Clara Serra al referirse al feminismo cultural «antipornografía» de los años ochenta en EE. UU.:
Bajo las premisas de un enorme sistema de abuso de poder generalizado, el feminismo generalizó también, y de modo igualmente sistemático, la incapacidad que las mujeres tenemos de dar nuestro consentimiento. Y este feminismo […] puso en entredicho la capacidad de decir «no» que tenían las mujeres en el terreno de la pornografía o de cualquier forma de trabajo sexual [...]. Así, el abolicionismo americano infantilizó a las mujeres y restauró en nombre del feminismo un puritanismo sexual que encontró felices alianzas con el moralismo conservador de la derecha americana de Reagan.
El sentido crítico de las fuerzas parlamentarias disidentes estuvo muy presente en los debates a la enmienda sobre la totalidad que se presentó a la proposición de ley socialista. Su voz unánime fue de denuncia de una regulación aporofóbica, generadora de miseria, de abandono, de falta de recursos de supervivencia y de condiciones y garantías sociales dignas a partir de las cuales fundar y defenderse frente al abuso, la precariedad, el aislamiento y las agresiones que les esperan. Algunos ejemplos significativos se verbalizaron: «Un modelo que solo contribuye a perseguir a las mujeres» (CUP); «les van a machacar» (Esquerra Republicana); «una ley escasamente democrática» por el alejamiento de las trabajadoras del sexo del debate» (PNV), etc. El resultado fue estremecedor: 34 votos en contra de la proposición de ley frente a los apoyos de la derecha y socialistas, que sumaron en total 293 votos a favor (y 17 abstenciones) (29/09/2022).
Con la ayuda de la legalidad penal se levantan muros en torno a las comunidades sexuales marginales. Es obra de una ceremonia de desposesión del estatus de sujetos completos. Su subjetividad estigmatizada y silenciada, condenada a carecer de entidad moral y de libertad, les convierte en víctimas fáciles que carecen de poder para defenderse sin aportar daño alguno que justifique su criminalización (Rubin, 1989: 165, 166).
Con esos ingredientes, es difícil traducir una actividad inofensiva en un marco de prohibición penal que repercuta sobre su entorno. Así, llegamos al segundo de los puntos débiles del abolicionismo punitivista. Frente al sexo bueno de las clases sexuales privilegiadas, la trasgresión de las trabajadoras sexuales consiste en ser mujer y optar por el sexo malo, que proporciona placer por dinero, preferentemente a los hombres, y con ello amenaza las estructuras de la igualdad de las sociedades occidentales, formalmente igualitarias. Pero si su libertad o su dignidad no se ven en peligro por un contexto involuntario, o el de abusos o explotación, faltan víctimas y victimarios que puedan justificar una respuesta penal. Como ya se ha dicho aquí, la percepción de un daño colectivo resulta incompatible con el reduccionismo penal que tiende a individualizar el conflicto traduciéndolo en términos de violencia interpersonal. Tiene razón Paula Sánchez cuando afirma que es cuestionable que el derecho penal pueda transformar la realidad social y combatir desigualdades como las de género: no «es una instancia capaz de resolver problemas estructurales y transformar las relaciones entre los sexos por sí misma» (2022: 158, 159).
Sus funciones simbólicas y pedagógicas chocan, pues, con su falta de legitimidad material. El derecho inventa víctimas para crear delitos sin bienes jurídicos de sustento. No es competencia de la legalidad penal. Pero los ejemplos cunden. El estigma que persigue a los clientes ha sido mérito del neoabolicionismo nórdico, que en su esfuerzo por criminalizarlos ha procurado espacios cada vez más amplios de vulnerabilidad y de indefensión para las trabajadoras del sexo, que ven obstaculizados sus intentos de luchar por sus derechos y que pierden autonomía y agencia en la necesidad de ocultarse para pasar desapercibidas. El caso sueco es muy representativo de la victimización a que me refiero. Se dice que por efecto de las últimas reformas ha crecido la invisibilidad, la clandestinidad y la discriminación porque las trabajadoras del sexo han perdido poder en los encuentros sociales de todo tipo y se ven amenazadas, a menudo, por la retirada de la custodia de sus hijos y los permanentes cacheos policiales. Su situación de aislamiento se ha visto asimismo incrementada porque han tenido que salir de las calles, las trabajadoras sociales tienen dificultad para acceder a ellas y los clientes ya no les ayudan denunciando los casos de coacción o abuso que detectan por temor a autoinculparse (Eriksson, 2008: 187, 188; Villacampa, 2012: 123 y ss.). Los propios informes oficiales suecos no han sido capaces de desmentir esos argumentos y admiten el probable incremento de la prostitución oculta y de la publicidad de los servicios sexuales por internet[16], así como los crecientes obstáculos surgidos para la persecución de los comportamientos de explotación de la prostitución. No obstante, señala Jacobson, los políticos se sienten muy orgullosos porque han logrado lanzar su mensaje de que la prostitución es violencia contra las mujeres:
Esta trabajadora del sexo sueca cuenta que en una ocasión tuvo la oportunidad de preguntarles: «¿No les preocupa que desaparezcan cientos de mujeres de las calles? ¿Saben dónde se encuentran ahora?». Su respuesta fue clara: «Lo más importante es que llegue el mensaje». Similar fue la que dio nuestra ministra sueca de Calidad, Mona Shalin, a la pregunta de si «¿Es consciente de que esta ley hiere a los más débiles?». «Lo sé —contesta—, pero vale la pena enviar el mensaje» (Jacobson, 207: 111, 112).
La propia jurisprudencia internacional está estudiando la legalidad de la criminalización de los clientes de la prostitución. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha reconocido recientemente que las personas que se prostituyen en Francia pueden considerarse víctimas de la legislación del país que penaliza a los clientes de sus servicios a consecuencia del daño personal que ellas sufren por el empeoramiento de sus condiciones de trabajo y de vida (31/08/2023: demanda n.º 63664/19 en proceso de resolución)
Pero la arrogancia del feminismo punitivista no tiene límites. Su normativismo a la hora de transformar valores colectivos, como la igualdad, en modelos jerárquicos, rígidos y excluyentes conduce a marginar e ignorar la experiencia de muchas mujeres, las más vulnerables (Vance, 1989: 39 y ss., 42). Como si esa jerarquización no fuera sino una estructura más de desigualdad en que se organizan las diferencias entre las mujeres, y «para conquistar la igualdad —como dice Paula Sánchez— hay que empezar por conquistar la igualdad política entre las mujeres mismas». O, en palabras de Carole Vance:
Parte de las reticencias de muchas feministas […] se derivan del «miedo a las diferencias entre las mujeres». Si las mujeres se organizan alrededor de su opresión por medio y a través de la diferencia con los hombres, ¿no deberían mantener un frente unido que destacara su característica unificadora y compartida, el hecho de ser mujeres?... Una vez que se reconocen las diferencias, ¿qué puede impedir que se vuelvan amargas y divisorias, y que rompan la base de la acción política conjunta? En una sociedad que estructura y mantiene los antagonismos entre grupos, ¿qué modelo tenemos para reconocer las diferencias y trabajar juntas? (Vance, 1989: 39).
Antes de que la nueva ley del «solo sí es sí» institucionalizara el modelo del consentimiento como centro clave de la violencia sexual, la libertad femenina estaba sometida a prueba y su consentimiento se encontraba fragmentado, gracias a arbitrarias mediciones de grados cuantitativos y/o cualitativos que estaban a merced de la mayor o menor fuerza opositora o de un consentimiento más o menos profundo de las mujeres.
Era el signo identificativo de las diferencias entre la agresión y el abuso sexual, que descansaban en el inquietante examen de las actitudes de la víctima frente al agresor y fuente principal de la revictimización femenina. Hacerlos desaparecer se convirtió en una asignatura pendiente para las feministas, a sabiendas de su «falta de sintonía» con el derecho y con su lectura complaciente con estereotipos, mitos patriarcales y, en general, modelos no contrastados con la experiencia original de las mujeres (Alvarez Medina 2023: 351).
Pudiera pensarse que ahora el consentimiento está a salvo, pero las jerarquías subsisten. Muchas experiencias contadas siguen poniendo en evidencia las caras oscuras del consentimiento sexual (Serra, 2023). Hablando de la cultura de la violación, Raquel Miralles nos narra la denuncia colectiva de las temporeras de Huelva que se produjo dos meses después de las primeras sentencias sobre el famoso caso de La Manada. Eran mujeres que trabajaban en la campaña de recogida de la fresa en condiciones especialmente precarias, que fueron acosadas, abusadas y chantajeadas por sus encargados. Hablamos de decenas de mujeres marroquíes, de entre treinta y cincuenta años, que sufrieron agresiones sexuales trabajando temporalmente en un país que no era el suyo. Las violaciones sucedían de forma sistemática desde hacía, al menos, una década. Los abusos no se produjeron de noche, por parte de desconocidos, y las agredidas no eran estudiantes jóvenes. ¿Ccómo denunciar cuando eres extranjera, no entiendes el idioma y puedes perder tu trabajo? ¿Cómo denunciar —y conseguir que te crean— en un país en el que trabajas de forma temporal? Pese a todo, algunas de ellas se organizaron para denunciarlo a la justicia y a los medios de comunicación, pero todas las causas fueron archivadas.
Como feministas debemos preguntarnos, dice la autora, ¿por qué en un caso salimos masivamente a la calle y en el otro no? ¿Por qué establecimos un vínculo de hermandad con la mujer que denunció a La Manada y no lo hicimos, en cambio, con las temporeras de Huelva? ¿Fue acaso responsabilidad de los medios por no haber dado suficiente cobertura al segundo caso? ¿Hasta qué punto dependen nuestras reivindicaciones de la agenda mediática? Muchos factores posibilitaron que las convocatorias por el caso de La Manada fueran masivas, pero la respuesta feminista al caso de las temporeras de Huelva fue triste e insuficiente. Si queremos analizar y combatir de qué modo opera la cultura de la violación en nuestras vidas, es necesario preguntarnos en qué medida, como feministas, participamos en esta estructura sexista que distingue a mujeres de primera y mujeres de segunda (Miralles, 2020: 86,87).
La posición libertaria de Raquel Miralles es una llamada a la sororidad sin discriminaciones de clase. Da igual que las caras oscuras de su consentimiento se vean representadas por migrantes trabajadoras del campo o por mujeres estigmatizadas por su trabajo sexual. La jerarquía funciona en ambos casos con la única diferencia de que en la prostitución su discriminación clasista es, además, vocacionalmente legal porque trasgrede un código nutrido de normas arbitrarias sobre el sexo correcto o incorrecto que demoniza la disidencia en la sexualidad. Como con razón dice Carole Vance, toda política feminista sobre el sexo debiera dejar de establecer certezas, «zonas de seguridad» alimentadas por la ignorancia y el oscurantismo, sin volverse dogmática, seca, controladora e ineficaz (1989: 42, 48).
[1] |
Este trabajo se realiza en el contexto del proyecto PID2021-122498NB-100 «La condena de los excluídos: fronteras institucionales de los derechos humanos», financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España. |
[2] |
Ver con detalle las descripciones contenidas en la Sentencia 38/2018, de 20 de marzo, de la Audiencia Provincial de Pamplona, y la Sentencia 8/2018, de 30 de noviembre, del Tribunal Superior de Justicia de Navarra. |
[3] |
Una descripción expresa añadida por la STSJ de Navarra 8/2018, de 30 de noviembre. |
[4] |
«Expresó gritos que reflejan dolor […] estas imágenes evidencian que la denunciante estaba atemorizada y sometida de esta forma a la voluntad de los procesados» (SAP 38/2018). |
[5] |
«La denunciante se sintió impresionada y sin capacidad de reacción […] que sintió un intenso agobio y desasosiego que le produjo estupor y le hizo adoptar una actitud de sometimiento y pasividad determinándoles a hacer lo que los procesados le decían que hiciera, manteniendo la mayor parte el tiempo los ojos cerrados» (SAP 38/2018). |
[6] |
Ley 10/2022, de 6 de septiembre, de Garantía Integral de la Libertad Sexual, en vigor el 07/10/2022. |
[7] |
El nuevo delito de agresión sexual castiga con penas de uno a cuatro años —susceptibles de atenuación de hasta una multa— al «que realice cualquier acto que atente contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento». «Solo se entenderá que hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona» (art. 178 CP). Cuando hay «acceso carnal vaginal, anal o bucal o introducción de miembros corporales u objetos» se castiga como violación con penas de cuatro a doce años (art. 179 CP). |
[8] |
Por orden: la agresión sexual por la violencia o la intimidación; el abuso sexual por consentimiento inválido (menores de diecisiéis años o con abuso de un trastorno mental); por consentimiento viciado (prevalimiento o engaño); sin manifestación del consentimiento (personas sin sentido o que no han aceptado inequívocamente el acto sexual) (Diez Ripollés, 2019: 9, 10). |
[9] |
Así conocido a secas. Su referencia completa es la de Convenio del Consejo de Europa sobre Prevención y Lucha contra la Violencia contra la Mujer y la Violencia Doméstica, hecho en Estambul el 11 de mayo de 2011 y ratificado por España el 10 de abril de 2014. En el texto de su articulado (art. 36) no solo incorpora un concepto de consentimiento inspirador («debe prestarse voluntariamente como manifestación del libre albedrío de la persona, considerado en el contexto de las circunstancias circundantes»), sino mucho más. Bajo la rúbrica «violencia sexual, incluida la violación», el Convenio ignora, en todo momento, las exigencias de violencia y de intimidación y define el núcleo de la prohibición en base a los actos de carácter sexual (de penetración o no) no consentidos. Ese mandato de significar la violación como sexo sin consentimiento se reitera sin ambigüedades en el informe presentado en 2020 por el Grupo de Expertos en la Lucha contra la Violencia contra la Mujer y la Violencia Doméstica (GREVIO), donde se valora muy positivamente el cumplimiento por parte de España de las directrices contenidas en el texto internacional (apartado correspondiente al n.º 222 del informe). |
[10] |
En sus páginas, GREVIO (2020: apdo. 220, nota pie de página n.º 110) afirmaba, refiriéndose al bloqueo, que «estudios muestran que un número considerable de víctimas no se resisten al agresor de ninguna manera: la inmovilidad tónica se describe como un estado temporal involuntario de inhibición motora en respuesta a situaciones que traen consigo un miedo intenso. Esos estudios señalan que, entre el 37 % y el 52 % de las víctimas de agresión sexual manifestaron una inmovilidad significativa». |
[11] |
Como afirmara Pitch (2003: 210), las relaciones entre los sexos no se caracterizan por el paradigma de la racionalidad, sino que están impregnadas de emociones, sentimientos contradictorios, deseo, complejidad, ambivalencias y conflicto, una ambigüedad comunicativa que no es transparente. |
[12] |
Sentencia citada por la Circular 1/2023, de 29 de marzo, de la Fiscalía General del Estado sobre criterios de actuación tras la reforma de los delitos contra la libertad sexual operada por la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre. En esa línea prometedora, Lloria (2023). |
[13] |
Una idea simplificadora, también influyente en la legislación norteamericana, que fue sustentada en su día por Susan Brownmiller cuando hablaba de la necesidad de combatir políticamente la violencia sexual entendida como «un asalto sexual consistente en una invasión de la integridad corporal y una violación de la libertad y la autodeterminación de las mujeres». Sobre ellas recaen «el peso de la prueba y a ellas los castigos paternalistas del patriarcado reservan el más duro de los castigos a las que violan su propiedad […] y el mensaje que transmitían era que tenían que cumplir las reglas para no ser responsables de su propia violación […]» (1981: 367, 370, 382; también Cárdenas, 2022). |
[14] |
Una normalización de la prostitución que Ana de Miguel a veces atribuye personalizadamente a Gayle Rubin y otras a posmodernos, poscoloniales y posfeministas o, más generalizadamente, a antiabolicionistas y gays teóricos y de la autodeterminanción prosexo (2016:136, 160, 165). |
[15] |
Es el término acuñado por Ana de Miguel (2016: 161) que no es de recibo para quienes somos antiabolicionistas sin declararnos a favor de la prostitución y la industria del sexo. Como afirma Gayle Rubin, nadie defiende que sea una «utopía feminista», sin que deba eliminarse el sexo comercial (1989: 173). |
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Por si acaso, la prohibición de esa publicidad de la prostitución con efectos administrativos se ha adelantado en el Estado español para garantizar el aislamiento de las trabajadoras del sexo sin contar con ninguna base jurídica. Como afirma Cugat (2023), a falta de ilicitud, el derecho se ve sustituido por un imperativo moral o, si se prefiere, por intereses puramente políticos. También Villacampa (2012, 131). |
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