RESUMEN

El debate sobre el consentimiento sexual de las mujeres es reciente en la sociedad española. Si bien desde los años ochenta en EE. UU. se ha reflexionado sobre esta cuestión, el #MeToo, movimiento fundamental en la explosión global de la cuarta ola feminista, ha situado en el centro de la opinión pública la cuestión de la violencia sexual. En este artículo se analizarán las sombras patriarcales que envuelven el consentimiento sexual.

Palabras clave: Consentimiento sexual; violencia sexual; jerarquía patriarcal; contrato.

ABSTRACT

The debate about women’s sexual consent is recent in Spanish society. Although this issue has been reflected on in the US since the 1980s, #MeToo, a fundamental movement in the global explosion of the fourth feminist wave, has placed the issue of sexual violence at the center of public opinion. This article will analyze the patriarchal shadows that surround sexual consent.

Keywords: Women’s sexual consent; sexual violence; patriarchal hierarchy; contract.

Cómo citar este artículo / Citation: Cobo Bedía, R. (2024). El consentimiento y sus sombras patriarcales. IgualdadES, 10, 319-‍335 doi:https://doi.org/10.18042/cepc/IgdES.10.11

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

La discusión acerca del consentimiento es relativamente reciente en la sociedad española. En EE. UU., sin embargo, desde finales de los años ochenta el feminismo ha reflexionado críticamente sobre esta cuestión. La explosión del #MeToo alrededor de la denuncia de la violencia sexual en el cine ha facilitado el acercamiento de este debate a nuestro contexto; y la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de Garantía Integral de la Libertad Sexual, ha sido la que definitivamente ha situado el consentimiento en el centro de la agenda política española. Esta ley ha impuesto la retórica del consentimiento en la opinión pública y ha terminado de colocar este concepto en el debate feminista. Así, el consentimiento aparece vinculado a las agresiones sexuales.

Durante la segunda década del siglo xxi ha estallado lo que el feminismo ha conceptualizado como la cuarta ola feminista: un movimiento de masas de carácter global. La vindicación política que hará explotar estas movilizaciones será la denuncia contra la violencia sexual. Ese grito colectivo se ha escuchado en todos los continentes. Millones de mujeres reconocen la violencia sexual en sus biografías. Otras no lo han sentido en sus cuerpos, pero la temen. La rabia de este grito ha movilizado conciencias, pero también ha provocado reacciones adversas. Muchos varones se han interrogado con malestar acerca de si las demandas a sus compañeras para tener sexo, a veces con enfado o presiones y sin deseo por parte de ellas, es una forma de violencia, tal y como denuncia el feminismo. A medida que se ha puesto en pie una lógica analítica y política de búsqueda de todas las formas de violencia en diferentes situaciones y espacios, grupos masculinos han rechazado nombrar esta realidad por su nombre. La han enmascarado con palabras como seducción o flirteo y allí donde las feministas perciben violencia, estos grupos apelan al consentimiento. Por todo esto y por más razones, las discusiones en torno a la violencia sexual en el siglo xxi ya están indisociablemente unidas a la idea de consentimiento.

II. ORIGEN DE LA CATEGORÍA DE CONSENTIMIENTO[Subir]

Esta categoría se gesta en la modernidad con el fin de distinguir las relaciones sociales que son legítimas de las que no lo son. Surge para irracionalizar y arrumbar el sistema político y social medieval y para dotar de legitimidad las nuevas instituciones y las nuevas jerarquías sociales que ha impuesto la modernidad occidental. Así, para el mundo moderno la libertad se encarna en el contrato y este en el consentimiento. El corpus teórico que acuña la Ilustración incluye abstracciones como mérito, consentimiento, libertad, igualdad, universalidad, derechos o democracia, entre otros. En el interior de este cuerpo teórico la noción de consentimiento ha tenido una dimensión fundamentalmente política, pues su utilidad ha sido la de sancionar la validez de los contratos en la vida política y económica. El consentimiento dota de legitimidad a los contratos. El contrato es lo que confiere legitimidad a las instituciones políticas, a las relaciones sociales y a la democracia. El acto de consentir certifica que el individuo es el sujeto de la nueva sociedad emanada del contrato social. En otros términos, la palabra consentimiento encontró un lugar en el desarrollo del vocabulario democrático (‍Fraisse, 2012: 32).

Este concepto se acuñará en el marco de la teoría contractualista. La ficción política que es el contrato social es inseparable de la noción de consentimiento. Las jerarquías sociales y los entramados institucionales solo llevan la marca de la legitimidad si los ciudadanos los aceptan formalmente a través de contratos libremente firmados.

El consentimiento es descriptivo y normativo. Como categoría no habla solo de la realidad de los individuos que otorgan su consentimiento a un contrato o a una relación social. También tiene una dimensión normativa, pues propone que la legitimidad de las relaciones sociales debe articularse alrededor del contrato. Esta idea está en el fundamento de la democracia moderna. Si el sujeto no consiente formalmente, la sombra de la deslegitimación se cierne sobre el conjunto de relaciones sociales, políticas y económicas sobre las que se asientan los sistemas democráticos. Por tanto, el consentimiento está concebido como una de las piedras angulares de la democracia.

Sin embargo, si como principio ético y político es indiscutible —como instancia de regulación, pues ensancha y fortalece la subjetividad y es el fundamento de las nociones de ciudadanía y de individuo—, como mecanismo de legitimidad política ha sido colonizado por intereses dominantes. El sistema patriarcal y el capitalismo han encontrado en el consentimiento el modo de silenciar la existencia de jerarquías de poder con la coartada de la libertad del individuo. El argumento que se difunde desde instancias dominantes y que se ha logrado colocar en el imaginario colectivo es que la libre voluntad del individuo legitima cualquier acción social, realidad o contrato. En el mismo sentido, Carole Pateman señala que el consentimiento no es una ficción política emancipadora, como tampoco lo es la de individuo. Como explica en este sentido Geneviève Fraisse, «la modernidad abre el debate sobre “la servidumbre voluntaria”» (‍Fraisse, 2018: 101). Pateman lo analiza como una categoría funcional a los sistemas capitalista y patriarcal cuyo objetivo es hacer plausible el entramado institucional sobre el que se articulan estas dominaciones. Del análisis de esta politóloga no solo no se puede deducir que el consentimiento sea útil a la emancipación de las mujeres, sino que es un mecanismo político esencial en la legitimación del patriarcado.

La categoría de consentimiento, tal y como sostiene Pateman, ha contribuido a ocultar las relaciones de poder sobre las que se constituyen los sistemas de dominio. Por eso, la teoría feminista comenzará a reflexionar sobre este asunto en el contexto intelectual y político de la tercera ola feminista. El feminismo radical y su secuela, el feminismo cultural, pronto analizarán el consentimiento como una estratagema patriarcal para legitimar el dominio masculino en el terreno de la sexualidad con el argumento de la libertad (‍Mackinnon, 1995: 221-‍273). El consentimiento no resuelve la desigualdad de recursos y poder entre hombres y mujeres ni disuelve la jerarquía patriarcal. Hoy, el debate sobre el consentimiento encarna una preocupación y una lucha política feminista. Y solo la teoría crítico-feminista está colocando este tema como objeto de estudio y como denuncia política. El feminismo ha politizado la categoría de consentimiento, ha desvelado las dificultades que tiene ese mecanismo político para las mujeres y lo ha puesto sobre la mesa con el objetivo de reflexionar sobre la violencia sexual. La conceptualización y politización de esta categoría ha mostrado la violencia sexual que soportan cotidianamente las mujeres, así como la debilidad de su estatus de ciudadanas; muestra también la socialización diferenciada entre hombres y mujeres y contribuye a poner al descubierto la estratificación patriarcal que coloca a las mujeres en posiciones permanentes de subordinación.

Sin embargo, el contrato sexual que se firma entre un varón y una mujer es un contrato de naturaleza distinta a la de un contrato legal. No hay que confundir el consentimiento contractual con el consentimiento sexual:

El contrato vincula el consentimiento a la idea de que se ha expresado una voluntad de acuerdo que exige un cumplimiento o un curso de acción no susceptible de ser evitado o reformulado […]. A pesar de que existen semejanzas entre una y otra manifestación de la voluntad, el objeto de la relación sexual consentida no puede, por sus propias características, depender de una única manifestación de la voluntad, ya que esta puede variar a lo largo del desarrollo de las relaciones presexuales o sexuales en cuestión. La propia configuración de la relación, como algo dinámico, sujeto a cambio, comunicación y confirmación, hace que la voluntad deba actualizarse a lo largo de la relación según se avance hacia un encuentro sexual íntimo» (‍Álvarez Medina, 2023: 360).

Por tanto, hay que distinguir analíticamente la diferencia entre consentimiento contractual y consentimiento sexual para comprender las discusiones entre libertad, coacción y servidumbre.

III. CONSENTIMIENTO Y VIOLENCIA SEXUAL[Subir]

El debate que se ha desarrollado en estos últimos tiempos en torno al consentimiento sexual está centrado en distinguir lo que es violencia sexual de lo que no lo es. Por eso, en algunos países se está introduciendo el consentimiento en la justicia penal. Sin embargo, y como pretendo analizar en este artículo, mi propósito es reflexionar sobre las sombras patriarcales del consentimiento sexual. El punto de partida no puede ser una renuncia y descalificación absolutas de este mecanismo de legitimación política, a pesar de que su propio origen androcéntrico determine en buena medida su aplicación práctica. ¿Se puede argumentar con coherencia que el consentimiento es un instrumento adecuado para los varones y que las mujeres deben ser excluidas o excluirse de ese derecho debido a los sesgos patriarcales de este mecanismo político? La propuesta que se defenderá en este texto es que el consentimiento es inherente a la democracia y dota de contenido al principio ético y político de libertad. Este mecanismo político no puede legitimar cualquier contrato, pero tampoco pueden prescindir las mujeres del acto político y sexual de consentir como vía de legitimación de los pactos y relaciones que entablan.

Ahora bien, que el consentimiento político sea una práctica fundamental para el sistema democrático, no excluye que los sectores dominantes de la sociedad se reapropien de esa práctica política para legitimar sus intereses. El poder masculino ha privado a lo largo de la historia de ese derecho a las mujeres. Solo cuando a partir del siglo xviii el feminismo se articula en un actor político e interviene en la vida pública, en algunas partes del mundo se conquista la posibilidad de que las mujeres puedan firmar contratos. La secuencia más o menos ha sido esta: primero no son seres plenamente políticos y, por tanto, no pueden firmar contratos. Su voluntad y libertad es sustituida por la del marido, padre, hermano o hijo. En segundo lugar, tras una lucha interminable las mujeres de algunas partes del mundo pueden convertirse en titulares de algunos contratos. En algunas sociedades incluso tienen el derecho a ser titulares de prácticamente todos los contratos. Cuando esto sucede se convierten en sujetos políticos. Sujetos políticos plenos en el terreno de lo formal e infrasujetos en el terreno de lo material. Y, en tercer lugar, las mujeres han conquistado el estatus de titulares de los contratos políticos y económicos, pero no pueden serlo en el ámbito de la sexualidad. Como argumentaba el feminismo radical en los años setenta, la clave del poder patriarcal se encuentra en el control masculino de la sexualidad y de la reproducción de las mujeres. Tal y como explicaban las feministas radicales, la sexualidad es el elemento fundacional del poder masculino.

El consentimiento sexual tiene un espacio precario e inestable entre dos realidades materiales que lo aprisionan: de un lado, la violencia sexual; de otro, la libertad sexual. En otros términos, las mujeres son objeto de la violencia sexual, mientras que la libertad sexual se ha desarrollado socialmente en la dirección de garantizar la disponibilidad de las mujeres para uso sexual masculino (‍Cobo, 2015: 7-‍19). La cultura del consentimiento sirve tanto para interpelar la violencia como para legitimar la libertad sexual patriarcal. Por eso conviene extendernos sobre este debate. El consentimiento transita entre dos imaginarios políticos: el de la libertad sexual masculina y el de la emancipación de las mujeres. Cuando se usa en el marco del imaginario de la libertad sexual se sobredimensionan dos realidades, el deseo y la voluntad (de los varones). El deseo para poner en duda la absoluta y radical validez del consentimiento por la dificultad que entraña consentir en el interior de pulsiones imprevisibles, opacas, desconocidas para el propio individuo. Y la voluntad para afirmar el consentimiento. La prostitución, la pornografía, las relaciones sadomasoquistas o el sexo de adultos con menores necesita de la voluntad del consentimiento para justificar su legitimidad. Ahí no hay opacidad, solo un sujeto racional que calcula y elige libremente.

Cuando el consentimiento aparece en el imaginario de la emancipación lo hace indisociablemente unido a las relaciones de poder patriarcal. ¿Qué grado de validez tiene consentir cuando las condiciones materiales y simbólicas empujan a las mujeres al sí? Quien ha sido socializado para decir que sí, quien ha recibido una educación para la desigualdad o quien ha crecido en la indefensión y en la creencia de que los hombres tienen algo de lo que la mujer carece, ¿de dónde saca razones y fuerza para decir que no, para no consentir? Lo que nos interesa en este trabajo para comprender este debate es el vínculo complejo y ambivalente entre consentimiento y poder masculino.

Prescindir del consentimiento, en tanto condición de posibilidad de la autonomía individual, es sancionar la minoría de edad de las mujeres, pero entender el consentimiento como un hecho ahistórico, ajeno a las relaciones de poder, imparcial y trascendental, como si fuese el único eje de la libertad,y como si estuviese por encima de las complejas y enmascaradas estratificaciones patriarcales, es una ilusión que carece de base material. La legitimidad del consentimiento exige condiciones para su validez. Fuerzas sociales difíciles de identificar para miradas no críticas trabajan en la dirección de vaciar de contenido la noción de autonomía. Una de las mayores conquistas del sistema capitalista y del sistema patriarcal —además de otros sistemas de poder, como el racial y el cultural— ha sido enfrentar el consentimiento a las estructuras de dominio con el argumento de que no hay nada que sea superior ética y políticamente a la libertad individual, es decir, al consentimiento. Por eso, es preciso preguntarse si las voces de sujetos que se identifican con las estructuras hegemónicas tienen mayor validez ética que aquellas que critican esas estructuras dominantes y opresivas. Las voces de aquellos sujetos que no interpelan los sistemas de poder que les oprimen o subordinan son presas de lo que Bourdieu denomina la violencia simbólica (‍Bourdieu y Passeron, 2014). Los sistemas de poder sobreviven porque se naturalizan, porque los individuos los normalizan e inconscientemente los hacen parte de un orden natural de las cosas que suponen que es imposible de alterar. Los sistemas de poder existen y se reproducen históricamente a pesar de las voces críticas o de adhesión de quienes están inscritos en esas estructuras de poder, a no ser que esas voces críticas se organicen en un actor político colectivo que oriente su actividad política hacia la transformación social. Las voces críticas erosionan la estructura de plausibilidad del sistema, mientras que las voces que se adhieren al sistema facilitan su perdurabilidad.

El consentimiento, como mecanismo de legitimación política de los sectores hegemónicos de la sociedad, es traducido en términos de libertad individual. Sin embargo, los pensamientos críticos, como el feminismo, el antirracismo, la crítica al colonialismo o aquellas teorías hijas del marxismo ponen el foco en la estratificación social y en las jerarquías de poder. Es imposible disociar el consentimiento de la libertad del individuo, pero también es condición de posibilidad para una teoría crítica, como es el feminismo, no desligar el consentimiento de las dominaciones. Conceptualizar el consentimiento solo como libertad individual tiene efectos de despolitización y descarga de contenido la propia idea de autonomía en un sentido ilustrado.

Por tanto, el consentimiento es un mecanismo sociopolítico lleno de implicaciones para las mujeres. Y por eso también es un tema de reflexión para el pensamiento feminista contemporáneo desde hace décadas. Autoras como Catherine Mackinnon, Carole Pateman o Geneviéve Fraisse, entre otras, han escrito sobre este asunto desde diferentes disciplinas y con distintos matices. Tal y como señala Genéviève Fraisse: «Una palabra corresponde a un problema y eso hace concepto» (‍Fraisse, 2018). El consentimiento es una categoría central de la teoría política moderna a efectos de legitimar las relaciones sociales, políticas y económicas que consagran la desigualdad. Sin embargo, el consentimiento sexual tiene una lógica interna diferente, a pesar de que ambos forman parte de un mismo universo de sentido.

IV. ALGUNOS PROBLEMAS DEL CONSENTIMIENTO SEXUAL[Subir]

La sexualidad se desarrolla, según los términos del debate sobre el consentimiento, cuando los varones no respetan la voluntad sexual de las mujeres. Cuando no dan valor a su palabra ni a sus gestos. Cuando su deseo no es tenido en cuenta. La cultura del consentimiento afirma que solo cuando las mujeres dicen sí, la sexualidad es legítima. Sin embargo, al feminismo le interesan las condiciones materiales sobre las que se asienta el consentimiento. Antes de consentir hay un largo camino de violencia oculta, inexplícita, no fácil de nombrar como violencia ni como violencia sexual. Ese es el terreno de la persuasión y de las estrategias de presión masculinas de quienes acumulan históricamente una posición de poder. Antes de consentir nos encontramos con la desigualdad entre hombres y mujeres profundamente inscrita en la vida social.

La interpelación del consentimiento sexual solo es posible si compartimos el supuesto de que vivimos en sociedades patriarcales en las que los varones tienen posiciones dominantes consolidadas tanto en las estructuras simbólicas como en las estructuras materiales. En cada una de las instituciones y realidades sociales está profundamente anclada la jerarquía patriarcal. Todas las instituciones envían a la sociedad mandatos de inferioridad de las mujeres. Aunque, al mismo tiempo, hay instituciones y realidades sociales que envían también mensajes de igualdad. La igualdad y la desigualdad a veces operan al mismo tiempo, sin que una neutralice a la otra.

Los procesos de socialización son la condición de posibilidad para que una sociedad no se fragmente ni entre en descomposición. Y eso solo sucede si los individuos aceptan las reglas por las que se regula esa comunidad. Para ello no es suficiente la coacción. Ese es el último mecanismo al que acude el poder en las sociedades democráticas. Para que una sociedad perdure en el tiempo, para que una comunidad no se quiebre se necesita que los individuos que la forman ni siquiera se pregunten por la pertinencia de las reglas que la regulan. Es necesario que las acepten como si formasen parte de un orden natural. En la naturalización de las reglas juegan un papel esencial los procesos socializadores.

La socialización es la condición de la reproducción de cualquier sistema social, de cualquier dominación. En una sociedad patriarcal la socialización de género tiene como finalidad que hombres y mujeres acepten la propuesta hegemónica de feminidad y masculinidad normativas que, a su vez, se convierten en elementos centrales del imaginario simbólico de la sociedad. La normatividad femenina está articulada alrededor del sí, del no poder, de la pasividad, de la aceptación del poder masculino. Está configurada a medida de los intereses de los varones, que son quienes tienen una posición de hegemonía en las sociedades patriarcales. ¿No es desde la propia estructura social y la totalidad del entramado institucional, asentados ambos sobre la división sexual del trabajo, desde donde se envían mandatos de inferioridad a las mujeres? Los procesos de socialización desembocan en lo que Bourdieu denomina la violencia simbólica. Esa violencia no deja de ser tal cuando los sujetos que la padecen no tienen conciencia de su existencia. Explica Durkheim en su magnífico libro Las reglas del método sociológico (‍1982: 56-‍68) que los hechos sociales son coactivos para el individuo, pero solo sienten esa coacción cuando tratan de escapar de ellos, cuando los pones en cuestión y no los aceptas. Por tanto, la normatividad femenina solo es sentida como una estructura de poder cuando se produce una desidentificación con las normas que la constituyen. Cuando eso no ocurre las normas que regulan la normatividad femenina ni siquiera son entendidas y vividas como normas. Forman parte de la metapolítica, del sentido común colectivo. Niñas y niños son socializados de manera distinta. Los niños son socializados para el poder y las niñas para el no poder (‍Del Valle, 1992/93: 5-‍16). Desde la familia hasta la escuela, desde los juegos hasta la literatura infantil, entre otros fenómenos sociales, nos encontramos con mandatos de desigualdad. ¿Con una subjetividad marcada por la desigualdad tiene el mismo significado y la misma contundencia el consentimiento sexual para hombres y mujeres?

Katherine Angel explica que las mujeres son educadas para tener en consideración de una forma desmedida los sentimientos y el bienestar de los hombres, pero también para que se hagan cargo de su ira y su violencia:

Además, se le enseña que, si «emite señales» debe prever las reacciones; que, si dice «no» después de que parezca que ha mostrado interés, ella será la única culpable de las repercusiones. El ego masculino herido es proclive al ataque, y teniendo en cuenta que gran parte de la comunicación social es indirecta —especialmente cuando el miedo entra en juego—, la mujer puede decir que no con precaución, cautela, indirectamente, como para permitir que el hombre guarde las apariencias y evitando contrariarlo (‍Angel, 2021: 23).

Un poco más adelante explica que «es difícil decir que no» (íd.) y que «cuando se considera que una mujer ha accedido a algo, ya no puede negarse a nada» (ibid.: 25).

La violencia simbólica se produce cuando los individuos están inscritos desde que nacen en tramadas y sólidas relaciones de poder. Naturalizar esa posición mermada de sujeto pone de manifiesto la violencia simbólica. Por tanto, el consentimiento pierde legitimidad si la autonomía de las mujeres es silenciosamente recortada, si su subjetividad es erosionada. Si aceptamos el supuesto de que los varones tienen una posición de hegemonía y de poder sobre las mujeres —sin que esto presuponga negar la diversidad social, cultural, económica, racial y sexual en el interior del genérico masculino—, entonces hay que interpelar el consentimiento sexual. Esta es su gran debilidad. ¿Hasta qué extremo es libre el consentimiento sexual para las mujeres en una estructura social articulada para reproducir y al mismo tiempo ocultar la jerarquía patriarcal?

La asignación del consentimiento sexual a las mujeres como un derecho ya pone de manifiesto que carecen de él. Esta categoría está asentada en la noción de subordinación, contiene el subtexto de la desventaja social de las mujeres. ¿Quiénes consienten? Consienten las mujeres, a ellas se empuja, exige o pide el sí. La propia ficción del consentimiento nos devuelve la imagen de las mujeres como seres subordinados y como receptoras de violencia. Por tanto, el hecho de que el consentimiento sea de una sola dirección nos ofrece un retrato claro y preciso de la estructura social patriarcal. De esta forma, el consentimiento sexual expresa la posición de infrasujetos de las mujeres. Les carga de responsabilidad a ellas y descarga a los varones. Sobre ellas, con su afirmación o negación, descansa no solo el debate o la reducción de la violencia sexual, sino también la negociación de los deseos en el intercambio sexual: «En los últimos años han aflorado dos requisitos para el sexo satisfactorio: consentimiento y autoconocimiento. En el terreno sexual, donde el concepto de consentimiento es el rey supremo, las mujeres deben tomar la palabra... Y deben tomar la palabra con respecto a lo que quieren. También deben, por tanto, saber qué es lo que quieren» (ibid.: 19).

¿Sería concebible un tipo de debate que colocase la violencia sexual y el consentimiento en el espacio masculino y toda la discusión se desplegase sobre las agresiones de los hombres y lo que debe hacerse para desactivarlas? Es preciso que se produzca un desplazamiento conceptual y político desde la mujer agredida al varón agresor. El feminismo ha mostrado el carácter estructural sobre el que se asientan esas agresiones. Y, sin embargo, el debate exige a las mujeres conocimiento y voluntad para detenerlas. La sociedad patriarcal nos convierte en objetos y la ideología dominante nos demanda que nos convirtamos en sujetos fuertes y poderosos solo para detener la violencia. La legitimidad del debate sobre el consentimiento sexual se fundamenta en un subtexto en el que la jerarquía entre hombres y mujeres está invertida. En otros términos, las mujeres tienen una posición marcada de desventaja social y los varones acumulan posiciones de poder y privilegios. Y, sin embargo, se demanda a las mujeres que transformen las lógicas de los intercambios sexuales y que detengan la violencia sexual. ¿No es incoherente que se exija posiciones de sujeto a quien está inscrita en los espacios materiales y simbólicos más devaluados de la vida social? Esa es otra de las sombras que persigue e interpela el debate sobre el consentimiento.

V. EL LUGAR DEL CONSENTIMIENTO SEXUAL EN EL PROYECTO POLÍTICO FEMINISTA[Subir]

¿Es el consentimiento un mecanismo político útil para las mujeres? ¿Qué relación existe entre el consentimiento y el proyecto emancipatorio que es el feminismo? ¿Es un lugar de autonomía? ¿Hay que incluir en este debate el no consentir, «dado que decir “sí” es también poder decir “no”?» (‍Fraisse, 2012: 23) ¿O tenemos que introducir un nuevo término, el deseo? Consentir en demasiadas ocasiones es ceder porque está muy arraigado en los mandatos socializadores que reciben las mujeres desde que nacen (‍Leguil, 2021: 39-‍40). La socialización y la naturalización de las estructuras de desigualdad y violencia hacen que el consentimiento y la cesión se confundan. Explica Fraisse que lo subversivo es plantar cara y decir que no (‍Fraisse, 2012: 139).

Como se argumentaba anteriormente, el consentimiento está envuelto en sombras patriarcales. Una de esas sombras es la resignificación de la idea de libertad individual en nuestro imaginario político en las últimas décadas. La irrupción de la globalización de las políticas económicas neoliberales ha debilitado el principio ético y político de igualdad y sobre esa debilidad ha crecido la libertad individual. Y esta idea está sólidamente arraigada en el consentimiento. Por tanto, el feminismo se encuentra con una idea, la libertad individual, articulada institucionalmente y resignificada para debilitar el nosotras sobre el que se asienta el feminismo.

El consentimiento es mostrado como la perfecta y utópica encarnación del ejercicio de la libertad. Como señalaba anteriormente, una relación social o una institución alcanzan su legitimidad si renuncian a la fuerza y pactan libremente los términos de esa relación. Lo que tiene que calibrar el feminismo es cuánto de fuerza encontramos en el consentimiento porque si bien este mecanismo político es desarrollado junto a otros para poner fin a la fuerza, cuando es tomado por el capitalismo y por el sistema patriarcal se puede convertir, y de hecho se convierte en numerosas ocasiones, en un acto contrario a la libertad. En un acto de fuerza de facto. Se convierte en una nueva servidumbre difícil de identificar porque la ideología dominante la presenta como un acto de libertad.

El nuevo capitalismo ha encontrado en la idea de libertad individual y en la de consentimiento sus fuentes primordiales de legitimación. Ese poderoso principio ético y político —la libertad—, que se desarrolló en el siglo xviii en el corazón de la Ilustración, junto al principio de igualdad, se ha transformado en un dispositivo legitimador para los intereses de los sectores dominantes de nuestras sociedades. La idea de libertad, vinculada a la de autonomía y entendida como un derecho fundamental de los individuos —varones—, pero también como la condición de posibilidad de la democracia, ha entrado en una profunda crisis como principio rector y ha sido sustituido por la idea de libertad individual. El mercado y el sistema patriarcal han colonizado ese principio y lo han puesto al servicio de estos sistemas de poder.

El concepto de libertad individual nos empuja a poner el foco en los individuos al tiempo que borra las estructuras de poder que los envuelven. En otros términos, el crecimiento de la idea de libertad individual tiene como efecto el ocultamiento del imaginario de la igualdad. La categoría de libertad individual, en el marco de los sistemas de poder, no se desarrolla como autonomía ni tampoco es entendida como efecto de la ampliación de la igualdad. Su característica es que está despojada de cualquier dimensión ético-normativa. Es una idea que solo adquiere sentido en el mercado. El individualismo posesivo, tal y como lo analizaba Macpherson (‍2005), se ha desarrollado hasta extremos inéditos en el siglo xxi. El mercado de consumo da forma a esta idea de libertad individual que ha crecido en el marco del nuevo capitalismo. Y al mismo tiempo, la idea de libertad individual funciona como el dispositivo fundamental de legitimación de ese mercado de consumo. Potencia los deseos y vacía de contenido los derechos. Por eso, precisamente, la libertad individual se ha convertido en la fuente primordial de legitimación del capitalismo neoliberal. Sobre esta idea se crean nuevas necesidades y se rearticula el mercado. Así, la libertad se convierte en un proceso aparentemente infinito de posibilidades y de elecciones. Y en esas potenciales elecciones se encarna la libertad. Y el contrato aparece como el paradigma del libre acuerdo entre individuos. La propia Carole Pateman ya advertía de esta maniobra teórica y política, pero desde que lo argumentó en El contrato sexual en 1988 hasta ahora la cultura del consumo y el avance de la mercantilización de los cuerpos femeninos se ha convertido en una de las principales amenazas para las mujeres. La legitimidad de nuestro sistema social se fundamenta en el contrato legal y sexual como forma de regulación de las relaciones entre los sexos. Los entramados institucionales y nuestra vida cotidiana han incorporado los contratos como mecanismo de legitimación política. «El contrato es el medio específicamente moderno de crear relaciones de subordinación, pero como la subordinación civil se origina en el contrato, se la presenta como libertad» (‍Pateman, 1995: 165). La dimensión que está adquiriendo la idea de libertad individual y la legitimidad en la que se está instalando la idea de consentimiento están haciendo de la libertad sexual una idea-fuerza que se ha colocado en el centro del imaginario simbólico de las sociedades occidentales.

Sin embargo, el triunfo absoluto de la idea de libertad individual, tan promovida y tan necesaria para el crecimiento del mercado, no ha sido solo asumida por el pensamiento conservador y neoliberal. La resignificación del principio de libertad, tan funcional al capitalismo, ha sido reivindicada por sectores intelectuales y políticos progresistas con la convicción de que la radicalización de la libertad individual podría quizá transformarse en libertarismo. Han puesto en pie esta operación y la han aplicado a la prostitución, pornografía, vientres de alquiler e hipersexualización de los cuerpos de las mujeres: «Lo que hizo de la libertad un fenómeno problemático y ambiguo desde el punto de vista normativo fue su reivindicación simultánea como bandera ideológica de movimientos políticos y sociales, de una ética hedonista de la autenticidad y de la explotación intensiva del cuerpo sexual por vía de las industrias visuales» (‍Illouz, 2020: 308). Esta transición de la libertad individual liberal al libertarismo la han realizado estos sectores vía resignificación del consentimiento.

VI. LOS CLAROS DEL CONSENTIMIENTO[Subir]

Nuestra hipótesis desarrollada en las páginas anteriores es que, si el consentimiento está ligado a voluntades individuales, concebidas ahistóricamente, es decir, no vinculadas a estructuras de poder y ajenas a las jerarquías que en buena medida determinan sus vidas, entonces el consentimiento no puede ser considerado desde una perspectiva ético-normativa una categoría útil para el feminismo y para las mujeres. El consentimiento sexual pierde toda plausibilidad ética si hay coerción, como en el caso de la prostitución y los vientres de alquiler (‍Nuño, 2020), y se debilita como instancia de legitimación si la violencia simbólica está tan tramada y tan naturalizada que oculta la dominación masculina. Las desigualdades de poder, la normalización simbólica de la subordinación, la explotación enmascarada, las adicciones, el desconocimiento, la necesidad de sobrevivir o el miedo vician el consentimiento. La legitimidad del consentimiento sexual no requiere solo de la libertad del individuo, que a veces, no es fácil de evaluar, necesita también de políticas y estructuras de igualdad. El concepto de consentimiento es políticamente útil para el feminismo si desciframos sus límites, si comprendemos la ideología patriarcal que tiene como objetivo que las mujeres legitimen con su voluntad los procesos de mercantilización de sus cuerpos.

La hipótesis es que el consentimiento es tan incuestionable como puede serlo la democracia. No puede ser desechada esa categoría por muy sesgada que esté a favor de los intereses masculinos —que, indudablemente, lo está— porque invalidarla sería aceptar la muerte de las mujeres como sujeto político. Sería colocarlas en una permanente minoría de edad. Supondría aceptar su condición política de infrasujetos. Ahora bien, ¿cómo resignificar un concepto de consentimiento ahistórico, descontextualizado, trascendental y ajeno a las relaciones de poder que contribuya a transformar el estatus de las mujeres de infrasujetos a sujetos?

En otros términos: ¿cuándo puede ser el consentimiento sexual legítimo? El consentimiento sexual nunca es completamente libre mientras las estructuras patriarcales sean la columna vertebral del sistema social. La legitimidad del consentimiento sexual para cada mujer depende del tipo de sociedad y de la ubicación social en la que ellas están situadas, pero también del desarrollo y constitución de la subjetividad de cada una. La igualdad es un elemento clave para evaluar la legitimidad del consentimiento.

Sin embargo, la tarea del feminismo no solo es analizar las sombras patriarcales de este mecanismo político, sino también señalar las grietas que está abriendo el feminismo en el debate del consentimiento. En otros términos, la discusión en torno al consentimiento sexual muestra la fuerza del feminismo al colocar esta categoría en el debate público, pues no solo está haciendo posible que identifique estructuras de poder que tienen la apariencia de ser neutras y de estar por encima de los entramados institucionales patriarcales, sino que también está argumentando sobre las formas de desactivarlas. El debate sobre el consentimiento está contribuyendo a rearmar teórica y políticamente al feminismo, pero también a identificar las trampas que enturbian el consentimiento sexual.

Si el consentimiento es una categoría patriarcal que sanciona y, en cierto modo, justifica la subordinación de las mujeres, lo es porque contribuye a fundamentar «la irrelevancia de la palabra testimonial femenina instituida fundacionalmente por el patriarcado y que la inhabilita para fundar genealogía» (‍Amorós, 2014: 33). Cualquier posición política, cualquier ley de igualdad que tenga como objetivo dotar de legitimidad el consentimiento sexual debe legitimar la palabra de las mujeres, «acogerla en el ámbito del logos» (ibid.: 33). La discusión política sobre el consentimiento sexual pone de manifiesto tanto la lucha por la legitimidad de la palabra de las mujeres como la ausencia material de la legitimidad de su palabra. La revisión feminista de este concepto es resultado de una larga lucha política, pues lo hace sobre prejuicios sólidamente instalados en el imaginario colectivo: «cuando una mujer dice no, quizá está diciendo sí» (y al revés). Las mujeres carecemos de credibilidad porque nuestra palabra y nuestros deseos nunca son claros y precisos para la ideología patriarcal. Este prejuicio masculino alimenta la idea de que las mujeres no saben lo que desean. Si no saben lo que desean, no será fácil definir que es una agresión sexual. Y si su palabra no tiene credibilidad, aunque afirmen que se ha producido una agresión sexual, la sociedad o el sistema de justicia no tiene por qué creerla. Que el consentimiento se haya colocado en el espacio público puede contribuir a dotar de relevancia y de credibilidad la palabra de las mujeres. El propio debate, en sí mismo, politiza la falta de credibilidad de la palabra de las mujeres. Y lo ha colocado críticamente en la agenda política feminista y en la del poder político.

La misma discusión que está teniendo lugar sobre el consentimiento sexual es un proceso de politización como respuesta al uso que los sectores dominantes de la sociedad están haciendo de esta categoría. Hoy, la discusión sobre el consentimiento sexual es un espacio de disputa entre aquellos sectores que proponen la utilización de este mecanismo político para legitimar sus espacios de poder y aquellos otros, fundamentalmente los sectores feministas, que argumentan que este concepto debe ser politizado y resignificado para dotar de credibilidad la palabra de las mujeres. Como ha argumentado lúcidamente Celia Amorós, en feminismo conceptualizar es politizar (‍Amorós, 2005). Pues bien, esta es la tarea que ha emprendido el feminismo con la categoría de consentimiento sexual.

En la misma dirección, es preciso reflexionar sobre la relación entre consentimiento y autonomía. ¿Decir o no fortalece la autonomía femenina? ¿Cómo afecta la categoría de consentimiento a la autonomía de las mujeres? ¿Ensancha su subjetividad o la debilita? La politización del consentimiento, la idea de que el sexo debe ser placentero y gratificante para ambas partes, el clima ideológico que se ha creado respecto a negar o afirmar que su sexualidad es un derecho que tienen las mujeres, la idea de que se puede negociar e intervenir activamente en el intercambio sexual, todas estas características contribuyen también a fortalecer la subjetividad y la autonomía de las mujeres.

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