RESUMEN
El objetivo del artículo[3] es exponer los debates en la fundamentación teórica de los derechos de los niños que obstaculizan la progresión en el reconocimiento de su capacidad en tanto actores en el plano social y jurídico. Se presenta un contexto sobre el reconocimiento de la dignidad humana del niño, tejido por la historiografía de la infancia. Luego, se exponen los debates acerca de la titularidad de derechos en cabeza de los infantes, enquistados en las principales teorías sobre la fundamentación de los derechos subjetivos; se suman las discusiones al uso del lenguaje de los derechos para referir la protección a la niñez. La crítica a cómo las teorías sobre los derechos no alcanzan hoy a fundamentar el desarrollo de los derechos de los infantes es un llamado a salir de la conformidad que la Convención de 1989 produjo en la comunidad jurídica.
Palabras clave: Derechos del niño; derechos humanos; teoría de los derechos; infantes; autonomía progresiva.
ABSTRACT
The aim of the article is to expose the debates in the theoretical foundation of children’s rights, which hinder the progression in the recognition of their capacity as social actors. It presents a context on the recognition of the human dignity of the child, woven by the historiography of childhood. Then, we present the debates about the ownership of rights in the head of infants, embedded in the main theories about the foundation of subjective rights. The use of the language of rights to refer to the protection of children is added to the discussions. The critique of how rights theories are not today able to support the development of children’s rights is a call to break with the conformity that the 1989 Convention produced in the legal community.
Keywords: Rights of the child; Human Rights; theory of rights; children; progressive autonomy.
Romero (2007) afirma que los infantes han estado tradicionalmente «a la sombra de la ley». Empero, podría argumentarse lo contrario, pues mucho antes de la ratificación de la Convención de Derechos del Niño de 1989, la niñez ya era objeto de regulaciones jurídicas. A través de los tiempos la infancia ha permanecido sometida a la influencia del orden legal, diferente es que el tratamiento dado a los niños en el pasado pudiese parecer odioso a la luz de los valores y de las ideas actuales en torno a la infancia. Sin entrar en el detalle de un relato histórico, para demostrar que los niños no han estado «a la sombra de la ley», excluidos de ella, basta recordar que a través de las normas los infantes fueron confinados al espacio privado de la familia, donde el poder imperante se encontraba en manos de los padres, emanado del sistema jurídico y respaldado por él (Ravetllat Ballesté, 2015).
El derecho sí ha tenido bajo su foco a la infancia, pero ha confiado el destino de los hijos a sus progenitores, por ejemplo, a través de instituciones legales como la patria potestad, figura que continúa hoy presente en los ordenamientos jurídicos del civil law (David y Jauffret-Spinosi, 2002) heredada del derecho romano (Valencia Restrepo, 1995). En el pasado esta institución llegó a brindar grandes poderes al padre sobre el cuerpo y el destino de sus hijos. El pater podía exponer a los neonatos (ius exponendi); recurrir al ius noxae dandi, el cual consistía en el abandono del hijo que había cometido un delito en manos de la víctima; el poder del padre iba hasta la facultad de vender a los hijos (ius vendendi) y ostentaba la facultad suprema de vitae necisque potestas, es decir, disponer sobre la vida o la muerte de su progenitura (Amunátegui Perelló, 2006).
La niñez no ha estado a la sombra de la ley, se podría en cambio discutir si los infantes han estado a la sombra del reconocimiento de la subjetividad jurídica. La respuesta es afirmativa si se considera que en la modernidad, hasta la Convención de 1989, el niño se encontraba subsumido por la entidad primaria que lo acoge, la familia. El derecho confundía en su regulación la defensa de los intereses de la institución familiar con los intereses de los padres y con los intereses y necesidades propias de los infantes (Guio Camargo, 2020). Carbonell Esteller (2007) señala que el Estado generalmente ha descuidado a los individuos integrantes de las familias, dirigiendo su atención a la célula familiar misma. En el caso de los niños, el Estado no se interesó hasta entrado el siglo xx en el reconocimiento de su subjetividad jurídica, pues los infantes pertenecían a la familia, a sus progenitores, quienes recibieron la responsabilidad de su guarda. Aún en la actualidad, vestigios de la defensa estatal de la institución familiar generan tensiones con los intereses de los niños. Un ejemplo, la dificultad de materializar las libertades fundamentales de los infantes o las decisiones de protección que implican rebatir las convicciones religiosas e ideológicas de los padres.
Desde una visión más amplia como la de la historiografía de la infancia, Ariès (1960) ha planteado la existencia histórica de un protagonismo social de los niños en plano de igualdad con los adultos. Esta perspectiva, denominada «teoría humunculista» (Alzate Piedrahita, 2003), argumenta que el niño fue considerado un homúnculo, es decir, un «adulto en miniatura». Ariès (1960) describe cómo los infantes de la Edad Media vestían con los mismos trajes de los adultos y compartían con estos juegos, literatura, rutinas. Pero tal perspectiva puede inducir a un equívoco al pretender identificar con la lente de la historia una versión reducida del adulto en el niño. Por el contrario, la observación del estatus del niño en el plano jurídico arroja que los niños no tenían igual capacidad de ejercicio de derechos que las personas mayores para decidir participar en la vida política y social de su comunidad o en el ámbito cotidiano de su hogar (García Herrero, 1998). Los niños no contaban con los mismos derechos reconocidos en la época a los adultos. En realidad, las prácticas sociales relatadas por Ariès (1960) no evidencian el respeto a la personalidad del niño. Prueba de ello, los infantes eran iniciados de manera temprana en el ejercicio de labores, llevados por sus padres a casas de otras familias para que fungiesen como sirvientes, o entregados a terceros para que se constituyeran en aprendices de un oficio escogido por los adultos.
El afirmar que los infantes eran adultos en miniatura es un eufemismo peligroso, invisibiliza el hecho de que los niños no han sido considerados en la historia en tanto individuos, en igualdad respecto a la población mayor de edad. Desde otra historia de la infancia, una relatada por DeMause (1982), es posible observar la descripción de prácticas reprensibles hacia los infantes. El infanticidio y el abandono como usos banalizados, rutinas infantiles controladas a través del empleo del dolor, disfrazadas de educación y dirección por parte de padres y maestros. A esta narrativa pueden sumarse, en evidencia de la desigualdad entre infantes y adultos, las regulaciones del derecho romano, fuente importante del derecho civil en Occidente, que permitía la valoración del niño en términos de comercio (Valencia Restrepo, 1995). Los hallazgos sobre las culturas prehispánicas exponen cómo los pueblos originarios apreciaban al niño en tanto augurio de bienestar para la comunidad; no obstante, las prácticas de infanticidio a los gemelos y los sacrificios rituales se encontraban presentes en las tradiciones de estos pueblos (Rodríguez Jiménez, 2007).
Durante los siglos xvii y xviii se inició una transformación en la forma de entender el ser infante que mantiene su impulso en el presente. Los escritos de Rousseau, Locke y los moralistas cristianos introdujeron la noción de humanidad en la comprensión del niño. Estas obras comenzaron a la manera de orientaciones con fines educativos (Renaut, 2002), fueron vulgarizadas y se extendieron (Gómez-Mendoza y Alzate-Piedrahíta, 2014), contribuyendo más tarde a la cimentación del reconocimiento de derechos especiales a los niños (Youf, 2002). La obra de Rousseau fue determinante, al proponer una comprensión de la naturaleza propia del infante. Un ser perteneciente a la humanidad, aunque particular en sus características y por tanto diferente al adulto (Youf, 1999). A partir del siglo xx van a sumarse los avances científicos a estas nuevas construcciones de la imagen del niño en tanto ser dotado de capacidades (Chombart de Lauwe, 1990; Duarte Quapper, 2015; Gómez-Mendoza y Alzate Piedrahita, 2014). La ciencia va a descubrir las competencias de los niños para ser, desde su presente infantil, actores de su propio desarrollo (Bergonnier-Dupuy, 2013; Calderón Carrillo, 2015; Kellerhals y Montandon, 1991; Peñaranda Correa, 2003) y sujetos sociales (Ochaíta Alderete y Espinosa Bayal, 2004), con capacidades propias según el estadio del ciclo vital en que se encuentren y, por tanto, distintas de aquellas de los adultos, como ya había expuesto Rousseau (2009) cuando aún no germinaban las neurociencias. Con estas nuevas claridades y en adelante, el niño comenzará a ser considerado un ser humano actual, digno de ser protegido mediante instrumentos jurídicos que fueron construidos de manera paulatina en el consenso internacional, gracias a la firma de la Declaración de Ginebra de 1924 y la Declaración de Derechos del Niño de 1959, hasta concretarse en la ratificación de un instrumento jurídico internacional, la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989.
El debate en torno a la titularidad de derechos en cabeza de los infantes no ha cesado, a pesar de la existencia de un tratado internacional vigente, contentivo de sus derechos particulares. Esta situación no debe parecer anómala y debe buscarse su causa en la historia. La humanidad ha transitado durante siglos bajo una comprensión ideológica del infante que pasó de negar el reconocimiento de su dignidad humana a más tarde relegarlo a sujeto pasivo de la protección prodigada por los adultos en legislaciones tutelares (García Méndez, 2001). Por tanto, no es extraño que, aun ante la ratificación de la Convención de 1989, haya costado a la teoría jurídica considerar a los infantes como titulares legítimos de derechos.
La discusión sobre los derechos de los niños en el contexto de la teoría de los derechos se ha producido de manera tardía y ha reavivado la reflexión general sobre la naturaleza de los derechos subjetivos. En la actualidad, la definición sobre qué es un derecho viene dada por dos grupos de teorías principales: las teorías de la voluntad o de la elección y las teorías del interés o del beneficiario. Ninguna de estas corrientes teóricas ha logrado describir de manera suficiente la naturaleza de los derechos subjetivos. Además, la definición de los derechos se ha ideologizado (Arango, 2005), es decir, se ha vinculado de manera estrecha con la estructuración social, política y jurídica de la sociedad donde tiene lugar: «El conjunto de derechos reconocidos en cualquier sociedad específica tiene la misma medida que dicha sociedad» (Tushnet, 2005: 119).
Ante este panorama teórico, donde no hay respuestas que satisfagan las preguntas primigenias de la teoría de los derechos —¿qué es un derecho?, ¿quiénes son titulares y por qué?—, doctrinantes de la filosofía del derecho han propuesto integrar las diversas corrientes y elaborar teorías mixtas sobre los derechos con el fin de avanzar en la profundización de su comprensión (Arango, 2005). Empero, estos esfuerzos no han sido suficientes para lograr consolidar la fundamentación de los derechos especiales de los infantes. Por el contrario, el reconocimiento de derechos a los niños desafía estas teorías que hasta hoy se pretendían elucidaciones universales y consiguen evidenciar sus debilidades explicativas. El problema mayor se presenta en la práctica jurídica cotidiana de los operadores. Por ejemplo, los jueces enfrentan grandes dificultades cuando deben tomar decisiones sobre la materialización de libertades fundamentales para los infantes. En casos donde se debate el derecho a decidir sobre la identidad de género, la apariencia física, el cambio de nombre, entre otras situaciones semejantes, representan un desafío a la visión tradicional del niño como ser desprovisto de voluntad.
Es urgente continuar con la construcción de los derechos de los niños más allá del derecho a ser receptores de protección. Para avanzar en ese sentido, es necesario reconocer las tensiones actuales en la fundamentación de los derechos de los infantes y buscar comprenderlas. Así, este artículo tiene por objetivo exponer y discernir cómo las teorías más conocidas que justifican hoy los derechos humanos no alcanzan a proporcionar un sustento sólido para continuar con la construcción de los derechos de los niños y asegurar los caminos para la efectiva participación de los infantes en la vida social. Sin desconocer el camino andado y los logros plasmados en la Convención de 1989, este es un llamado a abrir la reflexión en torno a la cimentación de los derechos de los niños lejos de la infantología (Unda Lara, 2004), que impide pensarlos como sujetos y actores sociales.
«Aunque le mutiles las alas será siempre un ave, y nunca perderá la esperanza de retomar el vuelo».
Anónimo
Las denominadas teorías de la voluntad o de la elección propugnan que la capacidad de un individuo para realizar elecciones morales y con esas elecciones limitar la esfera de libertad de los otros, al imponerles a esos otros actuaciones o deberes, es el elemento esencial para reconocer la titularidad de un derecho. El filósofo del derecho H. L. A. Hart (1990) es el representante más conocido de esta corriente en el derecho continental. En su ensayo ¿Existen los derechos naturales? Hart se refiere al caso de los infantes y propone no aplicar el concepto de derechos a los niños. Desde la perspectiva planteada, se estarían identificando de manera errónea relaciones de derechos en escenarios donde se producen interacciones en torno a deberes de los adultos respecto a los infantes. Para ilustrar mejor su posición, el autor opta por comparar en tanto iguales a los niños con los animales. Bajo esta analogía, el infante, al no poseer la capacidad de discernimiento, como en el caso de las bestias, tampoco posee la libertad para restringir la acción de otras personas con las elecciones que realiza. De ahí que, para Hart, el niño no posea derechos. Siguiendo el razonamiento propuesto, el niño no tendría el derecho a un buen trato, sería incorrecto expresarse de esa manera, lo apropiado sería describir la situación como el deber en cabeza de los adultos de no infligir tratos crueles a un infante. No se está en presencia del derecho a un buen trato sino frente al deber de no maltratar. Para Finnis (2015), alumno de Hart, los derechos son responsabilidades de un individuo hacia otro, por ejemplo, deberes de cuidado.
Aunque, de acuerdo con Hart, los niños no tendrían la capacidad suficiente para detentar derechos, paradójicamente, sí la tendrían para detentar obligaciones. Este teórico explica que los derechos también pueden tener origen en relaciones especiales, entre ellas, la relación natural especial filioparental. En este escenario, los padres detentan el derecho sobre sus hijos y los niños adquieren la titularidad de la obligación de obediencia: «Queda una clase de situación que podría considerarse como una que crea derechos y obligaciones: cuando las partes tienen una relación natural especial, como en el caso de padres e hijos. Supongo que hoy se estima que el derecho moral de los padres a la obediencia de su hijo termina cuando el hijo alcanza la “mayoría de edad”» (Hart, 1990: 57).
En trabajos contemporáneos de desarrollo teórico de los derechos humanos persiste la idea de postular la voluntad como elemento esencial de la subjetividad jurídica. De manera particular, la voluntad se encuentra en tanto fundamento de la titularidad de los derechos en el discurso de autores afiliados a la ideología iusnaturalista, justificación histórica de los derechos humanos. La concepción iusnaturalista de los derechos se ha preocupado por romper las cadenas de la tiranía estatal, tratando de demostrar que existen derechos inherentes a la naturaleza humana, a la condición de hombres libres (Arango, 2005; Castro Cid, 2003). Siguiendo esta perspectiva puede encontrarse al reconocido teórico Luigi Ferrajoli. En la obra de Ferrajoli titulada Democracia y garantismo (2008), el autor propone considerar el elemento definitorio de los derechos fundamentales a partir del reconocimiento de quienes son sus titulares: «En el plano teórico-jurídico la definición más fecunda de los derechos fundamentales es, desde mi punto de vista, la que los identifica con los derechos que están adscritos universalmente a todos en cuanto personas, o en cuanto ciudadanos o personas con capacidad de obrar que son por lo tanto indisponibles e inalienables» (Ferrajoli, 2008: 42).
En el planteamiento de Ferrajoli (2008) se puede observar que la formulación escogida para describir el grupo de sujetos titulares de derechos es confusa. No es posible afirmar con certeza si «personas, o en cuanto ciudadanos o personas con capacidad» son sinónimos o entidades diversas. Esta forma de expresar su propuesta le ha valido a Ferrajoli críticas de autores como Zolo (2009), quien ha subrayado esta debilidad en la teoría construida. Ahora bien, cuando se analizan las palabras citadas de Ferrajoli a la luz del caso de los infantes, puede afirmarse que, al identificar una sinonimia entre personas, personas con capacidad y ciudadanos, esta formulación excluye a los infantes de la titularidad de derechos fundamentales al carecer estos de la capacidad o de la ciudadanía. Además, si son fundamentales los derechos que pertenecen solo a un grupo de individuos, cuando no se puede saber con certeza quiénes son los sujetos designados en ese grupo (como sucede en el planteamiento del autor), tampoco podrá conocerse qué derechos deben protegerse en tanto fundamentales. Es decir, si la identidad de los individuos que son potencialmente titulares de derechos fundamentales no es establecida claramente, llega a ser difícil, incluso imposible, materializar el ejercicio de esos derechos.
Ferrajoli (2009) responde a las críticas sobre su trabajo en otro texto titulado Los fundamentos de los derechos fundamentales. Mediante el desarrollo de una tipología de derechos, el autor busca aclarar su concepto acerca de los derechos fundamentales. Siguiendo su tesis, existirían cuatro clases de derechos, a saber: humanos, civiles, públicos y políticos. Para comprender esta clasificación de derechos es necesario tener presente la distinción establecida por el mismo Ferrajoli (2009) entre los sujetos que simplemente son personas, sin capacidad de obrar ni ciudadanía —en esta categoría se ubican los niños—, y los individuos con una o ambas capacidades, de obrar y/o ciudadanía. Partiendo de esta diferencia entre las personas, puede predicarse que para llegar a detentar los derechos civiles se requiere capacidad de obrar, para acceder a los derechos públicos es necesaria la ciudadanía y para ser titular de los derechos políticos son necesarios ambos presupuestos. Los únicos derechos que no demandan capacidad alguna para ser reconocidos a un individuo son los derechos humanos, pertenecientes a todas las personas, sin otra condición que ser parte del género humano. Empero, el debate sobre los derechos de los niños no queda resuelto con este nuevo planteamiento, pues en su propuesta Ferrajoli (2009) aclara que los niños sí tendrían derechos, pero solo aquellos que los ubican en calidad de beneficiarios de una no-lesión o de una prestación. Tal propuesta es coherente con la línea de pensamiento tutelar, inspiración de las declaraciones de derechos de los niños de 1924 y 1959, instrumentos políticos que contribuyeron a construir una representación del infante como sujeto pasivo de la protección de los adultos y que décadas más tarde converge en la consagración del derecho de protección a los infantes postulado en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, art. 24 numeral 1.°, en los siguientes términos: «Todo niño tiene derecho, sin discriminación alguna por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, origen nacional o social, posición económica o nacimiento, a las medidas de protección que su condición de menor requiere, tanto por parte de su familia como de la sociedad y del Estado».
El anacronismo en la teoría de Ferrajoli (2009) queda expuesto cuando se toma como referente la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989 para analizar el abordaje de los infantes y sus derechos. El autor deja reducida la subjetividad del infante al rol de mero receptor de cuidados, mientras la Convención consagra la titularidad directa de los derechos subjetivos en cabeza de los niños. Incluso las interpretaciones liberacionistas de la Convención han impulsado el debate sobre la necesidad de proporcionar espacios para el ejercicio de derechos políticos por parte de infantes y adolescentes (Baratta, 2001a).
Ahora bien, las teorías de la voluntad se componen por una pluralidad de propuestas teóricas. Entre estas corrientes de pensamiento algunos teóricos postulan la capacidad para reclamar los derechos como presupuesto esencial para detentarlos (Nash Rojas, 2010). En respuesta, Rodolfo Arango indica: «Los derechos subjetivos deben ser garantizados por la apertura de caminos legales, pero la exigibilidad (la facultad de demandar) no es una condición necesaria para la existencia de un derecho subjetivo» (Rodolfo Arango, 2005: 17). Es decir, la titularidad de un derecho no podría apoyarse en la condición de estar disponible para reclamarlo, pues la capacidad de hacerlo exigible podría encontrarse pasajeramente suspendida. Por ejemplo, quien es puesto bajo privación injusta de la libertad se encuentra en imposibilidad fáctica para reclamar precisamente su derecho a la libertad durante tal privación. Esta persona puesta en incapacidad de reclamar directamente su derecho continúa detentando el derecho a ser libre. No podría predicarse la pérdida de la titularidad del derecho debido a la violación de este. Asimismo, una persona en estado de coma no pierde la titularidad de sus derechos, pese a la ineptitud para hacerlos exigibles por sí misma en ese espacio temporal.
En el interior de las teorías voluntaristas de los derechos se ha producido la reflexión en torno al caso concreto de los derechos de los infantes. Los debates han impulsado el desarrollo de los enfoques gradualistas. De acuerdo con esta orientación, la titularidad de derechos sería reconocida en función del proceso de desarrollo infantil. Así, el conjunto de derechos reconocido a un niño se incrementa en la medida que tiene lugar su crecimiento. Wellman (2004), exponente de este enfoque, afirma de manera directa que los niños, de manera general, en su conjunto no tienen derechos, porque carecen de la capacidad para formular pretensiones. De ahí que no tendría ninguna importancia el asignar un derecho a quien no tiene la libertad de acción para reclamarlo.
A pesar de la Declaración Universal de Derechos Humanos de Naciones Unidas, no es verdad que «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos». El infante no tiene derechos humanos o morales en absoluto porque, faltándole la capacidad para cualquier tipo de acción voluntaria, no es el tipo de ser de quien se pueda decir con sentido que posea libertad o poder, ambos ingredientes esenciales de los derechos (Wellman, 2004: 57).
Para Wellman (2004) la adquisición de los derechos se produce por etapas, siguiendo los estadios evolutivos del infante. El niño adquiere todos sus derechos solo cuando alcanza la capacidad de elección y acción, es decir, cuando deja de ser niño. Además, el planteamiento gradualista requiere la construcción de un sistema para determinar la capacidad de los niños por períodos de desarrollo, según el ciclo vital infantil. Establecer los límites entre cada período puede llegar a ser un trabajo casuístico, pues siempre existe la posibilidad de encontrar procesos de desarrollo diferenciado entre los infantes, debido a factores múltiples, como el medio social, la cultura, la raza, la alimentación y los cuidados recibidos, entre otros. Sería difícil determinar las barreras o, por el contrario, establecer las facultades generales que tendría un infante de manera universal. Actualmente es objeto de debate jurídico el establecimiento de edades mínimas en asuntos como la aplicación de la responsabilidad penal, el matrimonio, la participación política, el inicio de la vida laboral, etc. La disparidad de posiciones conduce al establecimiento de regulaciones diferentes entre los Estados.
De manera más reciente, se ha construido la llamada doctrina de la capacidad o autonomía progresiva del infante. Esta encuentra fundamento en la Convención de Derechos del Niño, especialmente en los arts. 5 y 12 referidos al derecho de participación de los infantes. Es posible ubicarla en el grupo de los enfoques gradualistas de los derechos, pero posee un factor diferenciador: saca la discusión del análisis binario entre capacidad e incapacidad (Fernández Espinoza, 2017), aquí la inmadurez del infante no conduce a cuestionar la titularidad de derechos de los niños. La capacidad progresiva entiende al infante como sujeto de derechos, aunque le reconoce capacidades diferentes de las del adulto. Los padres no toman el lugar del infante en la titularidad de derechos y no se produce una sustitución de voluntad para el ejercicio de derechos personalísimos, sino que lo acompañan en su ejercicio progresivo siguiendo los estadios de madurez a través de sus ciclos vitales. De esta manera, los padres y las instituciones deben enfrentar el reto de mantener una reflexión constante sobre la adecuación en los niveles de intromisión cuando proporcionan dirección y apoyo a los infantes en el ejercicio de sus derechos (Salomone, 2013).
Para lograr esta evaluación de la autonomía del infante para el ejercicio de sus derechos se requieren parámetros. Así, no desaparece el problema de establecer puntos de referencia para decidir sobre la imputabilidad de los infantes, la atribución de responsabilidades por acciones u omisiones. Sin embargo, esta doctrina propone un giro, no establecer parámetros de autonomía en función de las edades cronológicas, sino en función de «edades psicológicas» (Montejo Rivero, 2012), teniendo presente que los elementos contextuales de origen cultural y social contribuyen al desarrollo de capacidades en los infantes. «No se establece una edad fija a partir de la cual los menores ejerzan sus derechos, sino que se evalúa el desarrollo del niño para ejercitarlos» (Gómez de la Torre Vargas, 2018: 134). Tal propuesta implica un examen caso por caso y una regulación más amplia de la responsabilidad parental con miras a limitar y plantear hitos de coordinación de las competencias parentales (Herrera, 2016).
El conjunto de teorías conocidas bajo la denominación del interés o del beneficiario comparten la consideración de que los derechos se fundan en la existencia de intereses primordiales a proteger. Una de las críticas significativas a esta teoría es el reproche moral que podría esbozarse ante la pretensión de protección de fines diferentes al bienestar de la persona misma y frente al peligro de intereses subyacentes insertos en el discurso de defensa de los derechos. Por ejemplo, no sería moralmente legítimo proteger la alimentación a los niños argumentando la necesidad de que lleguen a ser adultos sanos para contribuir al PIB del país. El único argumento aceptable para fundar los derechos sería que la persona merece respeto porque ella es un fin en sí mismo. MacCormick explica: «La creencia en el respeto a las personas es, efectivamente, una precondición esencial para la creencia en los derechos morales. Y el respeto por las personas es un principio moral fundamental y último» (2004: 70). Además, no deja de ser problemático que las nociones de intereses y necesidades sean más abundantes y extensas que el concepto de derechos (Fanlo, 2007). Uno de los retos de estas teorías es decidir cuáles son los intereses trascendentales para el bienestar de los individuos, tan esenciales que los ata a la naturaleza humana y, por ende, deben ser protegidos. Para algunos autores la teoría de las necesidades humanas es un itinerario posible para establecer los intereses meritorios de esta protección primordial. Determinar así las necesidades inherentes al ser humano conllevaría revelar los derechos a tutelar. Para Ochaíta Alderete y Espinosa Bayal (2004) es claro que tener un derecho significa tener una necesidad a tutelar. Ahora bien, sin la satisfacción de las necesidades básicas humanas no se genera la posibilidad real de ejercer la libertad. La satisfacción de necesidades sería presupuesto de la libertad, por tal razón la libertad no podría en sí misma sustentar los derechos.
Otra de las dificultades con esta idea de las necesidades como fundamento de los derechos es el carácter histórico y contextual propio de las necesidades. Observar las necesidades humanas desde una perspectiva dinámica, en la que se reconoce su naturaleza evolutiva conforme muta la sociedad que las reclama, les restaría a los derechos el pretendido carácter universal. Empero, Garzón Valdés (2004) propone considerar la existencia de un grupo de necesidades básicas que ha denominado «coto vedado», primordiales para todo ser humano y, por tanto, no negociables. Esta propuesta no resuelve el dilema de decidir qué necesidades deben ser consideradas vitales para garantizar la dignidad y el bienestar de toda persona. ¿Qué necesidades se encuentran comprendidas en ese coto vedado? ¿Qué necesidades deben ser tuteladas por el Estado en tanto derechos humanos? La respuesta a ambas preguntas implica un proceso de reflexión y hasta negociación en los planos social, político, jurídico.
De otra parte, la garantía de los intereses o beneficios como derechos implica la asignación de deberes a uno o varios sujetos. De esta idea se derivan dos consecuencias. Primera, una aparente correspondencia entre derechos y deberes (González Contró, 2008). Quien posee derechos adquiere responsabilidades, al ser protegidos sus intereses debe responder con las exigencias que le demande la institucionalidad. Esta idea en el caso de los niños es cuestionable, no podría supeditarse el reconocimiento de derechos a la posibilidad de asegurar el cumplimiento de obligaciones. Desde tal perspectiva se estaría transitando hacia las teorías de la voluntad, al conducir hacia una exigencia de capacidad moral.
Segunda, la teoría del interés presenta la oportunidad de aplicar el paternalismo moderado, admitido como necesario para la protección a los niños. Si los derechos implican la asignación de deberes a ciertos sujetos, tales sujetos deudores del cumplimiento de deberes pueden ser terceros, ajenos al titular directo de los derechos. El fundamento de este paternalismo aplicado a los niños es su condición de «vulnerabilidad absoluta». De acuerdo con González Contró (2008), el paternalismo debe ser admitido y, en el caso de los niños, es necesario debido a su condición especial de vulnerabilidad, que de negarse sería perjudicial para ellos. Pero solo el paternalismo con fin benevolente cabe en el contexto de los derechos, para evitar violar la dignidad, la autonomía y la igualdad de los niños. El paternalismo estaría justificado y a la vez limitado por las necesidades infantiles, así la acción interventora del Estado se legitima cuando se busca satisfacer una necesidad mediante la imposición de un derecho-obligación aun sin contar con la voluntad de su titular (González Contró, 2008). En este marco, la autora invita a realizar un análisis de lo que sería una necesidad teniendo como referencia una visión crítica de lo que históricamente se ha considerado conveniente para los niños. «Tomar más en serio los derechos de los niños requiere que tomemos en serio la crianza y la autodeterminación. Nos demanda que adoptemos políticas, prácticas, estructuras y leyes que protejan tanto a los niños como a sus derechos. De aquí la vía media del “paternalismo liberal”» (Freeman, 2004: 174). Bajo esta lógica, la especial protección a los niños implica la aplicación de medidas de acuerdo con el nivel de desarrollo del infante (Fanlo, 2009; Garzón Valdés, 2004). Esta aproximación trata de resolver el choque entre autonomía y protección, entre el liberacionismo y el paternalismo tutelar; tensiones exacerbadas a partir del reconocimiento de los derechos de los infantes por la Convención de 1989 (Hierro, 2004; Renaut, 2002).
Por su parte, Aláez Corral (2003, 2013) utiliza el paternalismo como herramienta teórica para construir una conexión entre las perspectivas voluntaristas y de los intereses en el debate sobre los derechos de los niños. Propone diferenciar dos cualidades de los derechos subjetivos, la titularidad y la capacidad de obrar. Reconoce la titularidad de los derechos en cabeza de todos los infantes al admitir la existencia de necesidades e intereses infantiles que justifican la protección constitucional, tal como está reconocido en la Convención de Derechos del Niño. La dificultad se plantea en el ejercicio de estos derechos y ahí entra el paternalismo a garantizar la efectividad de los derechos cuando el infante no puede realizar un ejercicio autónomo.
Terceros, en principio los padres, estarían llamados a realizar un ejercicio sustituto de los derechos de los infantes sin reducir la titularidad a un hecho formal, porque se estaría buscando proteger el interés del titular mismo. Deberá presumirse la capacidad constitucional; el ejercicio «por otro» de los derechos dependería, según el autor, de tres condiciones (Aláez Corral, 2007, 2013): cuando se persigue la satisfacción de un interés propio del niño; en las situaciones donde no es posible un autoejercicio debido a la falta de capacidad necesaria, entendida como la carencia de madurez de acuerdo con el negocio jurídico a realizar; en los casos donde el legislador de manera general estableció una heteroprotección respecto al ejercicio de los derechos en virtud de garantizar su eficacia en las relaciones paternofiliales. Este esquema tripartito de justificación de la acción de terceros para la heteroprotección de los derechos fundamentales de los niños se funda en la idea de una identidad inescindible de los intereses que los padres piensan son lo mejor para el infante con los intereses que los niños consideran son sus necesidades o la forma en cómo deberían ser satisfechas. Un presupuesto soportado en una pretensión de objetividad y universalidad de los intereses de los niños. Esta propuesta desconoce los elementos subjetivos, ideológicos, contextuales, axiológicos en la determinación de los intereses y de la forma en que las necesidades humanas deben ser protegidas. El caso de la toma de decisión respecto a la definición sexual o no de los infantes nacidos intersexuales ilustra cómo el afán parental por realizar lo considerado mejor para su hijo puede desconocer un horizonte más amplio de libertades y posibilidades de vida fuera de los cánones ideológicos de los padres (Bernal Crespo, 2011).
Existe también una perspectiva gradualista en el seno de las teorías del interés. Campbell (2004) clasifica los derechos de los niños según se relacionen con sus intereses «en tanto persona, niño, joven y futuro adulto». Esto permitiría justificar la defensa de intereses propios de los infantes y, por ende, derechos específicos de ellos. Según el autor, se trata de una clasificación de intereses desde la perspectiva de la niñez, un giro de la teoría de los derechos fuera del adultocentrismo en el cual se encuentra anclada. No obstante, el problema de establecer qué intereses deben ser tutelados de manera primordial por el Estado mediante la consagración como derechos fundamentales sigue vigente. Se suma la dificultad de establecer un baremo de intereses y necesidades a salvaguardar de manera particular en pro de los infantes, de forma escalonada, siguiendo sus ciclos de desarrollo vital, los cuales pueden ser diferentes de acuerdo con las adaptaciones que exige el contexto particular de desarrollo del infante.
Para autores como Moreau (2002) el respeto a los niños no supone el respeto a sus derechos. O’Neill (2004) llega a considerar que la protección de la niñez cimentada en los derechos es menos conveniente y propone apoyarla en las obligaciones de los adultos para con los niños. «En el caso específico de los niños, tomar los derechos como fundamento tiene costos políticos en lugar de ventajas» (O’Neill, 2004: 80). El argumento central de O’Neill para contestar la titularidad de derechos en los niños se encuentra basado en el origen de los derechos mismos. El razonamiento es el siguiente: el reconocimiento de los derechos humanos nace de la lucha contra los paternalismos sociales y políticos. Los infantes, por el contrario, requieren de medidas de tipo paternalista. Los derechos de los niños entonces implicarían la búsqueda contradictoria de la independencia, cuando los infantes son intrínsecamente dependientes.
Esta crítica al empleo del lenguaje de los derechos para tratar jurídicamente las necesidades de los niños no es extraña en la teoría general de los derechos. Ya Tushnet mencionaba que el tema debe ser manejado en términos de discusión política, no jurídica: «Si tratáramos las experiencias de solidaridad e individualidad como si fueran directamente pertinentes a nuestras discusiones políticas en vez de pasarlas a través del filtro del lenguaje de los derechos, estaríamos en mejor posición para manejar los asuntos políticos en un nivel adecuado» (Tushnet, 2005: 133). Bajo estas ideas, la consideración de la protección a la infancia puede darse en el marco de la transacción social y política, sin que esto requiera la inclusión del aparato jurídico legal del Estado. Para estos tratadistas, la defensa y el amparo de las necesidades infantiles mediante instrumentos jurídicos no garantiza de manera efectiva la realización de estos. Incluso, podría ser perjudicial para los niños desplazar la garantía de sus intereses al plano legal, ante el peligro de petrificarlos en postulados legales sin que derive a su realización efectiva.
Desde una perspectiva contraria, Baratta (2001b, 2007a, 2007b) considera que el lenguaje de los derechos es pertinente y necesario, aunque insuficiente para garantizar a los niños no solo la protección, sino también la participación en la construcción de sociedad y Estado. En este sentido, la firma de la Convención Internacional de los Derechos del Niño es una condición indispensable en la lucha por los derechos humanos de la niñez; no obstante, se trata de un combate inacabado, tal como evidencian las discusiones expuestas. Baratta (2001b, 2007a, 2007b) explica cómo esta lucha ha sido una de las más largas comparada con las que otros sujetos excluidos han tenido que dar. La tardanza histórica en el reconocimiento de derechos de los niños puede explicarse desde el hecho de que, a pesar de ser los derechos fundamentales naturales al hombre, sustentados en su dignidad, estos se encuentran sujetos a un proceso de reconocimiento histórico a través del consenso social (Castro Cid, 2003). Solo desde el advenimiento de la sociedad contemporánea se ha fortalecido la idea de la dignidad humana en el niño. Hasta el reconocimiento de la subjetividad jurídica de la niñez en 1989 los infantes fueron considerados algo diferente al adulto, difícil de definir, pero en todo caso más cercanos a los animales que al hombre, como ilustra la cita recogida por Youf de Aristóteles: «Aristóteles comparaba el niño al animal. En la Historia de los animales, él indica que “el alma del infante no difiere por así decirlo aquella de las bestias” (HA, VII, 588 a 32). Como el animal, el infante actúa voluntariamente bajo la dirección de la conscupiscencia y de la impulsividad»[4] (Youf, 2002: 10).
Actualmente, se encuadra al infante fuera del grupo de los animales para englobarlo en el de los hombres y las mujeres, formando parte del conjunto de todos los seres humanos. Pero otro factor clave explicativo de la lentitud del proceso de reivindicación de los derechos para los niños se encuentra en el círculo vicioso de su dependencia de quien los oprime (Baratta, 2001b). Son los adultos quienes tienen el poder de declarar la existencia de los derechos de la niñez y son ellos mismos quienes mantienen bajo sujeción al infante mediante el rótulo de la incapacidad.
La preocupación respecto a los intereses y al bienestar de la niñez podría ser considerada una norma connatural a la esencia humana desde el plano sociojurídico y político actual (Aguilar Cavallo, 2008). Sin embargo, la historiografía de la infancia (DeMause, 1982) evidencia lo contrario. La consideración en torno al niño es una construcción que tomó tiempo y adquirió mayor fuerza de manera reciente en el siglo xx evalucionar la manera como se entiende el ser infante (Ravetllat Ballesté, 2015).
Bajo el influjo del Estado liberal los niños son ponderados desde una perspectiva proteccionista. El Estado dirige su preocupación por la niñez a responsabilizar de manera principal a la familia del cuidado de los infantes. La sociedad y las instituciones estatales solo suplirán este rol de cuidado cuando la primera falle. En todo caso, la garantía de los derechos del niño implica en realidad el ejercicio de obligaciones por parte de los adultos y la adopción de una posición pasiva del infante como mero receptor de asistencia. El reconocimiento de las asistencias debidas a los niños postuladas en la Declaración de Ginebra de 1924 es coherente con esta concepción liberal, donde la libertad y la capacidad de elección del individuo son los factores fundantes de la titularidad de derechos. De ahí se explica por qué esta declaración no reconoce una titularidad directa de derechos, sino que ordena la prestación de servicios y auxilios en pro de los infantes.
Por el contrario, la Convención de Derechos del Niño ratifica el lenguaje de los derechos como discurso imperativo para dignificar en el infante su condición humana. Introduce un cambio de perspectiva y cuestiona el paradigma tradicional relativo a la naturaleza de los derechos subjetivos, al consagrar de manera directa para los infantes, en un mismo corpus, libertades fundamentales y derechos sociales con un bloque de garantías especiales. La Convención, mediante el reconocimiento de la subjetividad jurídica infantil, prueba que las teorías voluntaristas no alcanzan a explicar la naturaleza de los derechos humanos. Por el contrario, las teorías del interés, respetuosas de velar por el bienestar de los individuos, son una alternativa que podría ser aceptable al no realizar una discriminación de los sujetos que carecen de la capacidad de acción o se han visto privados de ella.
De manera paralela a las discusiones entre ambas corrientes mayores sobre los derechos, y bajo el amparo de los enfoques gradualistas, se construye la doctrina de la autonomía progresiva. Se trata de una doctrina gestada en el seno del derecho de la infancia que, sin cuestionar la titularidad de derechos por parte de los infantes, reconoce la mediación de los cuidadores del niño como guías en el ejercicio de sus derechos. Una mediación que debe irse eclipsando según la etapa de desarrollo madurativo del infante, la cual puede o no corresponder a una edad cronológica. Además, la misión de los cuidadores es entrenar al niño en la independencia para realizar acciones y elecciones, sin que se requiera esperar a una edad óptima que le abra la posibilidad de ejercer sus derechos. Esta doctrina implica un cambio de paradigma en las concepciones jurídicas sobre la capacidad, conduce al reto de desmitificar al sujeto de derecho ideal.
Ahora bien, la pugna entre las doctrinas explicativas del fundamento y la naturaleza de los derechos persiste. En ella se resguardan los tratadistas que consideran a los niños como sujetos incapaces de detentar la titularidad directa de los derechos. La firma de la Convención no logró zanjar este problema, lo perpetúa de manera tácita y proporciona argumentos a los críticos del uso del lenguaje de los derechos para referir la protección a la infancia, mediante la consagración de herramientas ineficaces para respaldar su propio cumplimiento (Dinechin, 2006). La labor del Comité de Derechos del Niño, órgano encargado de supervisar la materialización de la Convención en los países firmantes, es pobre y burocrática, pues carece de las herramientas necesarias para elevar su tarea de la mera vigilancia a la salvaguarda efectiva.
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Doctora en Ciencias Sociales y en Ciencias de la Educación. Profesora del Departamento de Derecho de la Universidad del Norte, Barranquilla-Colombia. |
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Doctor en Derecho, Máster en Argumentación Jurídica. Profesor del Departamento de Derecho de la Universidad del Norte, Barranquilla-Colombia. |
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Este artículo es resultado de la investigación «Droits de l’enfant face aux punitions corporelles dans la famille», financiada por la Universidad del Norte en convenio con la Université Paris Nanterre. En memoria del Profesor Paul Durning (1947-2018). |
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« Aristote comparait l’enfant à l’animal. Dans son Histoire des animaux, il indique que “ l’âme de l’enfant ne diffère pas pour ainsi dire de celle des bêtes ” (HA, VII, 588 a 32). Comme l’animal, l’enfant agit volontairement, mais sous la direction de la concupiscence et de l’impulsivité. » (Youf, 2002: 10). |
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