RESUMEN
Al aproximarse el décimo aniversario de la aprobación de Obergefell v. Hodges y el vigésimo de la Ley 13/2005, el presente artículo acomete una reflexión crítica e incisiva sobre el significado de la institución matrimonial como presupuesto del derecho fundamental al matrimonio. El autor se centra en el fundamento antropológico que explica la institución, tal y como ha sido entendida a lo largo de la historia de la cultura hasta tiempos relativamente recientes. Contrapone la «concepción conyugal» del matrimonio a lo que viene a denominar «concepción emotivista», a fin de demostrar por qué solo la primera justifica, en rigor, la existencia de una institución jurídica específica.
Palabras clave: Derecho constitucional; matrimonio; familia; matrimonio homosexual; igualdad; libertad religiosa; derechos de los menores; adopción; derecho al matrimonio; dignidad humana.
ABSTRACT
As we approach the tenth anniversary of the approval of Obergefell v. Hodges and the twentieth anniversary of the Spanish Law 13/2005, the following essay undertakes a critical and incisive reflection on the meaning of the institution of marriage as a presupposition of the fundamental right to marriage. The author focuses on the anthropological foundation that explains the institution, as it has been understood throughout the history of culture until relatively recent times. He compares the conjugal conception of marriage to what he calls the emotivist conception, in order to demonstrate why only the former justifies, strictly speaking, the existence of a specific legal institution.
Keywords: Constitutional law; marriage; family; same-sex marriage; equality; religious freedom; rights of children; adoption; right to marriage; human dignity.
Pero en el matrimonio debe haber sobre todo perfecta compañía y amor mutuo de marido y mujer, tanto en la salud como en la enfermedad y en todas las condiciones, ya que fue con el deseo de esto, así como de tener hijos, que ambos contrajeron matrimonio.
Musonio Rufo
No es exagerado afirmar que el matrimonio constituye uno de los pilares de cualquier civilización. La Constitución española lo reconoce como un derecho fundamental en su art. 32[1], un precepto cuyo entendimiento ha sido relativamente pacífico hasta hace dos décadas. De acuerdo con el art. 32.1 CE, «el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica»; y, conforme al 32.2 CE, «la ley regulará las formas de matrimonio, la edad y capacidad para contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación y disolución y sus efectos». En nuestros días, parece que la «imagen social» que se tiene del matrimonio sigue haciendo posibles ciertos límites en el ejercicio de semejante derecho. Así, por ejemplo, en España no está permitida la poligamia ni el matrimonio incestuoso, y no es posible contraer nupcias antes de la pubertad. De acuerdo con el art. 12 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, «a partir de la edad núbil, el hombre y la mujer tienen derecho a casarse y a fundar una familia según las leyes nacionales que rijan el ejercicio de este derecho». En fin, el art. 16 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos afirma que «los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia, y disfrutarán de iguales derechos en cuanto al matrimonio».
En los últimos años, sin embargo, hemos asistido a un replanteamiento radical del concepto de matrimonio. Como autoproclamada pionera del cambio se situó España, como es conocido, con la aprobación de la Ley 13/2005, de 1 de julio, que fue avalada por la Sentencia del Tribunal Constitucional 198/2012, de 6 de noviembre[2]. La decisión de mayor impacto internacional al respecto, sin embargo, fue la dictada por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en el caso Obergefell et al. v. Hodges, de 26 de junio de 2015. Esta resolución vino a reconocer un derecho fundamental al matrimonio entre personas del mismo sexo amparado en el principio de igualdad de la XIV Enmienda. En el ámbito del Consejo de Europa, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos rehusó incluir el matrimonio entre personas del mismo sexo dentro del derecho al matrimonio en su sentencia Schalk y Kopf c. Austria, de 24 de junio de 2010; aunque, en un obiter dictum, determinó que las parejas del mismo sexo no solo estaban protegidas por el derecho a la «vida privada», sino también por el derecho a la «vida familiar»[3]. Se trata de una posición en la que el Tribunal de Estrasburgo ha ahondado en pronunciamientos posteriores, impulsando una tendencia igualadora mediante la exigencia de, al menos, un equivalente jurídico del matrimonio para las parejas del mismo sexo[4]. Más lejos, en fin, ha llegado la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cual declaró, en noviembre de 2017, que «el Estado debe reconocer y garantizar todos los derechos que se deriven de un vínculo familiar entre personas del mismo sexo»[5].
A lo largo de la historia de la humanidad, la institución matrimonial se ha caracterizado invariablemente, más allá de las diferencias culturales, por la complementariedad sexual del varón y la mujer. En la tradición central de nuestra civilización, la definición clásica de Pedro Lombardo caracterizaba el matrimonio como «la unión marital de hombre y mujer, entre legítimas personas, que retiene una comunidad indivisible de vida»[6]. Las raíces de esta fórmula son muy antiguas, y nos remiten a los textos de Modestino, que habla de «coniunctio maris et feminae»[7]; y Ulpiano, que define el matrimonio como «viri et mulieris coniunctio»[8]. Juntamente con el derecho romano, escritos seminales de la religión bíblica y de los principales filósofos clásicos, griegos y latinos, han celebrado el matrimonio como unión entre varón y mujer[9]. En rigor, sin embargo, estamos ante una realidad que se extiende más allá de nuestra propia civilización. Tal y como afirmó la opinión mayoritaria del Tribunal Supremo de Estados Unidos en Obergefell v. Hodges, «el matrimonio ha existido durante milenios, y en todas las civilizaciones». Y añadía el Chief Justice de la Corte, en una opinión separada: «En todos esos milenios, en todas las civilizaciones, el matrimonio se refería tan solo a “la unión entre un hombre y una mujer”». Si es cierto que el matrimonio como unión de varón y mujer recorre toda la historia de la cultura, la ruptura con esta idea constituye, con todo rigor, una ruptura con la historia cultural de la humanidad.
El entendimiento clásico del matrimonio ha recibido el nombre de «unión conyugal», expresión de origen latino (conjux, conjugalis) que hace referencia al compartir (cum) un mismo vínculo o yugo (jugum). La idea de «conyugalidad» ha designado siempre, en su especificidad, la unión orgánica que puede darse entre varón y mujer (véase Lee y George, 2014). Frente a la concepción conyugal clásica, el replanteamiento contemporáneo del matrimonio lo concibe, principalmente, como una comunidad afectivo-sexual entre dos personas, del mismo o de distinto sexo (1.º), que se comprometen a cuidarse mutuamente (2.º) y a compartir las cargas y beneficios de la vida doméstica (3.º). Habida cuenta de que esta idea del matrimonio se basa en el afecto sexual y en las emociones de los contrayentes, en las páginas que siguen me referiré a ella como la concepción emotivista[10].
No es posible hacerse cargo de la trascendencia histórica de una alteración tan profunda en la institución matrimonial sin haber comprendido, previamente, la importancia crucial que posee la integridad del matrimonio. El filósofo estoico del siglo i, Musonio Rufo, llegó a decir que «quien destruye el matrimonio destruye el hogar, la ciudad y todo el género humano» (Musonio Rufo, 1947: 93); dado que el orden conyugal constituye la base de la salud y el florecimiento familiar. La familia, por su parte, constituye la célula nuclear de la sociedad política[11], y su configuración condiciona a radice la entera estructura de las instituciones civiles. Según advirtió Fustel de Coulanges, existe una íntima conexión entre las tres instituciones que ordenan los ámbitos relacionales básicos del ser humano, los cuales le vinculan, respectivamente, con su círculo de afinidad más íntimo (familia), con la sociedad humana (res publica) y con la realidad sobrenatural (religio)[12]. La comunidad familiar es la primera sociedad en la que el espíritu humano arraiga en el mundo, puerta de acceso desde la que el hombre comienza su proceso de radicación, asentamiento u oikeiōsis. En la familia se educan las nuevas generaciones; los niños aprenden a amar y a situarse en el mundo; los hermanos descubren el significado de la fraternidad y de la autoridad; los adolescentes se entrenan en los rudimentos de las virtudes sociales; etc. Cuanto en la familia se enseña lleva la marca del amor naturalis; un afecto que está llamado a preparar al ser humano para autotrascenderse hacia vínculos más amplios. La familia, en definitiva, es la sociedad nuclear, cuyos lazos insustituibles pertrechan al ser humano para el camino de la vida.
A punto de cumplirse una década desde la sentencia Obergefell v. Hodges, y veinte años desde la aprobación de la Ley 13/2005, quisiera dedicar las páginas que siguen a reflexionar críticamente, con exquisito respeto y con no menor franqueza, sobre el tránsito de la concepción conyugal clásica a la concepción emotivista del matrimonio. Las páginas que siguen están concebidas como una exposición netamente intelectual, basada en razones y argumentos y sin ningún componente negativo del ánimo. Justamente por ello, solo puedo constatar con pena las presiones que se siguen cerniendo sobre la libertad de palabra en ámbitos controvertidos como este. Este hecho no puede impedir que los académicos cumplamos nuestro deber intelectual, inherente al ethos del oficio que practicamos, de practicar la parresía. Así lo declaró el conocido iusfilósofo liberal Ronald Dworkin (Dworkin 1996: 250 y ss.), con quien coincido plenamente en este punto.
En cuanto que base de la vida familiar, la cláusula constitucional del matrimonio ha sido caracterizada por la jurisprudencia como una garantía institucional[13]. Esto es así porque —en palabras del creador de esta categoría— «afecta a una institución jurídicamente reconocida, que, como tal, es siempre una cosa circunscrita y delimitada, al servicio de ciertas tareas y ciertos fines» (Schmitt 2017: 171). Es preciso distinguir, por tanto, entre la institución (constitucionalmente garantizada) del matrimonio (1.º); y el derecho fundamental a contraer matrimonio, esto es, la facultad de acceder a la institución (2.º)[14]. En rigor, el matrimonio como institución goza de lógica primacía frente al matrimonio como derecho, dado que constituye su contenido mismo. La garantía institucional no es «mero corolario de los derechos», sino «razón de su fundamento»[15].
Con carácter general, las garantías institucionales no prohíben —ha sostenido la jurisprudencia constitucional española— cualquier mutación de las instituciones que tutelan, sino que aseguran «la preservación de una institución en términos recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar»[16]. De acuerdo con esta doctrina, lo que la Constitución garantiza es la «imagen social» de la institución, que puede variar con el transcurso de los años.
El tránsito de la concepción conyugal a la concepción emotivista del matrimonio podría plantearse, en definitiva, como una mutación de este tipo, como un cambio en la imagen social que se tiene del matrimonio. Sin embargo, en la medida en que la institución matrimonial esté anclada en una constante antropológica irreemplazable que la justifica, parece que sus transformaciones habrían de respetar dicha constante. Existen autores que, amparándose en la evidencia de que las instituciones o prácticas sociales contienen elementos mudables, deducen que todos los elementos de toda institución o práctica social son mudables. Semejante razonamiento constituye una falacia, dado que la historicidad relativa de una institución es compatible con su anclaje en elementos objetivos y constantes de la naturaleza o physis humana[17]. Pretender alterar jurídicamente dichos elementos constituye un movimiento violento o antinatural. Lo que se contempla como un «cambio de imagen» entraña más bien, en ese caso, una desfiguración de los rasgos que justifican la institución, o lo que es lo mismo, una disolución de la institución. Pues bien, en estas páginas defenderé la tesis de que solo la concepción o imagen conyugal del matrimonio constituye un interés público que justifique su existencia como institución jurídica garantizada.
El matrimonio —proveniente de la conjunción de la palabra «madre» (mater, matris) y el sufijo -monium, con el que se designaban ciertos actos rituales y jurídicos (vadimonium, testimonium, etc.)— parece presuponer, ya en su misma raíz etimológica, la complementariedad del varón y la mujer. Nos encontramos ante una complementariedad que puede apreciarse en los distintos niveles del ser y, sin ella, no existiría la vida humana ni, por ende, la maternidad ni la paternidad.
La «masculinidad» y la «feminidad» son arquetipos, no estereotipos. No aluden a un modelo (typos) que se asiente simplemente sobre una convicción social firme (stereos), sino a algo que está en el principio u origen (archē) de la realidad. En palabras de Peter Kreeft, «un estereotipo es creado por los prejuicios sociales, los cuales pueden asociarse a un cierto tiempo y lugar, mientras que la diferencia entre la masculinidad y la feminidad es creada por la naturaleza, y existe en todos los tiempos y lugares». Ello implica —concluye atinadamente Kreeft— que «se trata de un arquetipo, más que de un estereotipo» (Kreeft, 2012: 110). Por desgracia, es posible observar en nuestra época una tendencia creciente a reducir la masculinidad y la feminidad a simple estereotipo, algo que la realidad desmiente con pertinacia:
Las palabras «masculinidad» y «feminidad» […] han sido reducidas de arquetipos a estereotipos. Las expectativas tradicionales de que los hombres sean hombres y las mujeres, mujeres, se confunden porque ya no sabemos qué esperar que sean los hombres y las mujeres. Sin embargo, aun confundidas, las expectativas permanecen[18].
La dualidad de masculinidad y feminidad constituye un archetypus o, empleando un término acuñado por Goethe, un «fenómeno primordial» (Urphänomen) presente en la realidad en multitud de formas análogas:
Fenómeno primordial: ideal, real, simbólico, idéntico.
[…]
Fenómeno primordial:
ideal como último reconocible,
real como reconocido,
simbólico, porque abarca todos los casos,
idéntico con todos los casos[19].
Conviene advertir que no estamos simplemente ante categorías biológicas sino, más bien, ante analogías primordiales, fenómenos «cosmológicos». En efecto, «toda sociedad a lo largo de la historia del mundo ha visto que el ying y el yang, lo masculino y lo femenino, no está limitado a los humanos, ni siquiera a los animales». Lejos de ser así, «los arquetipos están edificados en la naturaleza de las cosas». El hecho mismo de poner géneros a las cosas revela una cierta percepción primordial, de carácter simbólico, de la masculinidad y la feminidad en el mundo[20].
Hoy resulta frecuente, sin embargo, considerar estos arquetipos naturales como una proyección ficticia de nuestra sexualidad en el universo, como una especie de antropomorfismo infundado. Sin embargo, subraya Kreeft con razón que semejante explicación «nos hace extraños al universo»[21], lo cual parece poco plausible. La experiencia de las analogías primordiales se explica mejor como fruto de una semejanza originaria entre los seres, de la cual participamos, que como una autoproyección infundada[22].
La presencia de la masculinidad y la feminidad en el cosmos es radical; y su presencia en la naturaleza humana constituye la base, según la entera historia de la cultura, del matrimonio. El matrimonio, pues, es nada menos que la unión orgánica de los sexos complementarios, de consecuencias cruciales para la vida social. Esta unión orgánica constituye un «bien humano básico» (Finnis, 2011c) que configura un status específico caracterizado, entre otras cosas, por un entramado de expectativas y obligaciones de justicia. Como trataré de explicar, la institución civil del matrimonio debe reconocer tal entramado, a fin de dotarle de una efectividad social acorde con su misma trascendencia pública.
Algunos de los defensores contemporáneos más destacados de la concepción conyugal del matrimonio lo han calificado como una «unión orgánica comprehensiva»[23]. Este carácter comprehensivo de la unión se debe a que abraza la vida de una persona más allá de cualquier amistad ordinaria. El matrimonio crea, en efecto, un «lazo» (jugum) radicalmente distinto, único, que comprende a toda la persona, incluida la unión corporal orgánica. Es preciso enfatizar, en este sentido, algo en lo que no suele repararse, a saber, que solo la unión sexual orientada a la procreación tiene, biológicamente, un carácter orgánico, es decir, forma un único órgano entre el hombre y la mujer. Un órgano es un conjunto de partes diferenciadas que concurren y colaboran en la realización de una función. A diferencia de lo que sucede con la unión de los sexos, ninguna otra unión entre dos personas puede formar un órgano biológico unitario. El individuo se basta a sí mismo para realizar sus funciones vitales (visual, auditiva, digestiva, respiratoria, etc.) porque es capaz de coordinar orgánicamente distintas partes de su cuerpo. La función de transmitir la vida, sin embargo, es la única para la que el individuo no se basta a sí mismo, sino que es, a tal efecto, orgánicamente incompleto. La donación de la vida trasciende al individuo, y solo puede realizarse naturalmente en la coordinación biológica de hombre y mujer formando un único órgano[24]. El órgano biológico que, en el acto conyugal, forman hombre y mujer, es tan real y unitario como los órganos que uno y otro poseen como individuos. Al embarcarse en la actividad reproductiva, varón y mujer «están unidos, y no meramente se tocan, en buena medida como el propio corazón, pulmones, y otros órganos están unidos: coordinándose hacia un bien biológico del todo que forman juntos»[25].
Esta constatación constituye un hecho radical y fascinante, si tenemos en cuenta —como creo que deberíamos hacer— que existe una interrelación insoslayable entre las distintas dimensiones de la persona humana[26]. Desde la estructura biológica hasta las dimensiones más elevadas del ser, el hombre y la mujer conforman, en el matrimonio, una unión orgánica. No parecería una aproximación sensata a la realidad, por ejemplo, desligar el plano más visible de la unión orgánica —el de la función biológica reproductiva— de las realidades morales de la maternidad y la paternidad como complementos esenciales para el desarrollo psíquico y espiritual del individuo, o de la complementariedad afectiva que normalmente se da entre el marido y la mujer. El carácter orgánico de la unión, aunque solo sea visible en el plano físico, es perceptible en todos los planos. Si nuestros actos corporales encierran una dimensión que va más allá de lo físico, no sorprende que la complementariedad que se precisa para formar una unión orgánico-biológica vaya ligada a la aptitud natural para formar una unión orgánico-espiritual en el plano psíquico. Tampoco sorprende, sensu contrario, que la ausencia de dicha complementariedad dificulte —o incluso imposibilite— la unión orgánico-espiritual. Al contrario, sería poco razonable pensar lo contrario.
Al tratarse de una unión orgánica estructuralmente orientada a la procreación, es propio del matrimonio producir una relación especial con los hijos. Ciertamente, no todos los esposos pueden tener hijos y no por ello dejan de pertenecer al tipo de unión estructuralmente orientada a la procreación. Aunque, subjetivamente, los cónyuges no puedan tener hijos, es la orientación estructural objetiva de la unión orgánica a la procreación la que permite hablar de un órgano y, por ende, de matrimonio. Y fruto de esa orientación estructural objetiva, el matrimonio está estructuralmente orientado, igualmente, a crear un vínculo interpersonal especial entre padres e hijos de carácter único. Lo que no implica —valga la insistencia— que la incapacidad de los cónyuges para tener hijos desvirtúe el matrimonio como estructura o forma orientada a la procreación. Igual que un defecto que obstaculice la función del órgano auditivo o del órgano digestivo del individuo no entraña la negación de la naturaleza del órgano, un defecto que obstaculice la función del órgano reproductor conformado por el hombre y la mujer tampoco entraña la negación de la naturaleza del órgano. El «fallo en la naturaleza» (hamartía tēs physeōs)[27] presupone justamente una «naturaleza» (physis) que falla. Aunque no se realice la reproducción, la «unión orgánica» se produce porque es del tipo, estructura o forma natural apta para la procreación.
De los mismos rasgos de la unión orgánica matrimonial se desprenden, como corolario, un conjunto de normas que regulan la vida de los cónyuges. En palabras de Maggie Gallagher, el matrimonio está llamado a desempeñar —en su concepción conyugal— una «misión pública o “civil” crítica». Ordenando el espacio de estabilidad en la convivencia conyugal entre varón y mujer, propende «a reducir la probabilidad de que los hijos (y las madres, y la sociedad) hayan de afrontar las cargas de la ausencia de paternidad, y a aumentar la probabilidad de que la nueva generación será criada por madres y padres en una familia en la que los dos progenitores estén comprometidos el uno con el otro, y ambos con sus hijos» (Corvino y Gallagher 2012: 96). En el contexto de una naturaleza humana afectada por pasiones e impulsos susceptibles de degenerar en promiscuidad, abandono familiar, abusos, etc., la fortaleza institucional del matrimonio conyugal resulta imprescindible para proteger la familia[28], así como el derecho al cuidado, en la medida de lo posible, del propio padre y madre[29].
El interés público en la estabilidad y la armonía del matrimonio se desprende, en buena medida, del vínculo estructural entre el matrimonio y la procreación y educación de los hijos, dado que la infidelidad y la inestabilidad o desarmonía perjudican su desarrollo. Al asumirse el matrimonio emotivista, la estabilidad y la fidelidad dejan de ser valores objetivos que la institución matrimonial deba preservar y promover, y pasan a ser meras posibilidades u opciones. No parece fácil afirmar el «interés superior del menor»[30] cuando, simultáneamente, se priva a la unión matrimonial del sometimiento a los condicionantes y restricciones institucionales que, de manera apremiante, dependen de su definición como ámbito natural de la procreación y la educación de los menores.
Si la naturaleza humana fuese otra y la unión conyugal no fuese orgánica —esto es, no estuviese objetivamente orientada a la procreación—, dejaría de cumplir la función que sirve de base al contexto familiar de la procreación humana (Girgis, Anderson y George: 96). Ahora bien, estando naturalmente orientada a la procreación, es la unión orgánica comprehensiva la que justifica el status matrimonial. También el matrimonio infértil, como se ha explicado, constituye una unión orgánica, por más que, en el caso concreto, la reproducción no se realice. Ello pone de manifiesto que los fines de la unión orgánica no se agotan en la procreación (Girgis, Anderson y George: 77); sin perjuicio de que la orientación estructural a la procreación sea inherente a dicha unión.
Conviene insistir en que la unión conyugal infértil es esencialmente distinta de la unión sexual entre personas del mismo sexo, o de una comunidad de monjes, o de dos hermanas viudas que deciden convivir juntas y cuidarse hasta que la muerte las separe. Ninguna de estas uniones forma un órgano estructuralmente orientado a la procreación, que es lo que confiere al matrimonio una función pública única, merecedora de protección institucional. En atinadas palabras del Dictamen del Consejo General del Poder Judicial de España, de 26 de enero de 2005,
una cosa es que por razones patológicas o de edad una concreta pareja no obtenga o no pueda obtener descendencia, y otra bien distinta que el legislador abra el matrimonio a uniones que por principio, de forma generalizada y estructural, es imposible que tengan descendencia por obvias razones físicas o biológicas, porque está en la naturaleza de las cosas que una mujer no puede fecundar a otra mujer ni un hombre a otro hombre[31].
En los últimos años, pienso que la concepción emotivista del matrimonio se ha abierto camino, en buena medida, merced a la simplificación de la argumentación práctica a través del discurso de los derechos y del discurso de la igualdad. Es oportuno hacer al respecto algunas observaciones.
En primer lugar, es importante no confundir el simple agere licere con el acceso a un complejo institucional. Esto último comporta un cúmulo de derechos diversos, que pueden avanzar desde el derecho-pretensión —y, correlativamente, el deber ajeno (véase Hohfeld, 1923: 23-64)— de reconocimiento de la propia relación como buena, hasta el privilegio de la adopción conjunta, pasando por una amplísima gama de posiciones jurídicas. No es acertado negar efectos imperativos frente a terceros a una transformación semejante del status civil. Reducir la discusión a un simple derecho a no verse privado de la posibilidad de tener relaciones sexuales, o de amar a alguien, o a no ser objeto de injurias por la propia condición, supone una simplificación errónea.
En rigor, el argumento de la igualdad de derechos no ofrece, por sí mismo, una explicación del concepto de matrimonio. En Estados Unidos, el Tribunal Supremo ha recurrido a este argumento al comparar la prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo con la antigua prohibición del matrimonio interracial[32]. Se trata, sin embargo, de casos notablemente distintos, porque la interdicción del matrimonio interracial no pretende afectar a la definición del matrimonio, sino restringir el derecho a acceder a una institución que, como tal, se comprende en idénticos términos con o sin dualidad racial. A diferencia de la homogeneidad racial, que carece de relevancia para el concepto de matrimonio, la dualidad sexual es inherente al carácter orgánico de la unión matrimonial. La comparación entre una y otra prohibición pretende únicamente alzar en pro de la equiparación la bandera, atrayente de suyo, de la «no discriminación». Con esta bandera no se construye sin más, como he señalado, un concepto de matrimonio.
A falta de una propuesta claramente definida de matrimonio, el argumento de la discriminación se ha empleado bajo la asunción tácita de un matrimonio emotivista, entendido como una forma de convivencia «basada en la afectividad», a través de la cual las personas «se prestan entre sí apoyo emocional y económico»[33]:
a)Esta imagen exigiría reconocer jurídicamente como matrimonio las uniones poliamorosas, en todas sus variantes posibles: la poliginia (un hombre-varias mujeres), la poliandria (una mujer-varios hombres) y otras modalidades (varias mujeres-varios hombres; varias mujeres entre sí; varios hombres entre sí). Desde la nueva concepción del matrimonio resulta lógico que, de manera creciente, se repute como discriminatorio no dar reconocimiento legal a las uniones poliamorosas[34]. Y es que, en efecto, es discriminatorio. No dejamos de habérnoslas, en definitiva, con formas afectivo-sexuales de convivencia consentida, lo que les permite cumplir con todos los rasgos con que la concepción emotivista caracteriza el matrimonio: unión afectivo-sexual (1.º), cuidado y apoyo mutuo (2.º) y reparto de las cargas domésticas (3.º).
b)En los últimos años, se ha llegado a afirmar la «sologamia»[35], dado que, según sostienen algunos, la relación afectivo-sexual puede ser mantenida, incluso, con uno mismo. Más allá de lo que tiene de extravagante, es importante enfatizar que se trata, en rigor, de una simple vuelta de tuerca en la dinámica emotivista. Toda vez que el «derecho a amar a quien uno quiera» se identifica con el «derecho a que se reconozca como matrimonio la relación afectivo-sexual que uno quiera», la infinitud potencial del deseo hace que se abra paso un mundo de posibilidades ignotas. Como dijo Goethe, «uno nunca llega más lejos que cuando ya no sabe hacia dónde se dirige»[36].
El Estado, pues, carece de un interés específico en regular la convivencia afectivo-sexual por el hecho de ser afectiva o sexual. Solo añadiendo a la convivencia afectivo-sexual la orientación estructural a la procreación se puede justificar un interés público específico en regularla. Conviene referirse, en este contexto, a una relevante objeción, muy habitual, que se ha planteado a los defensores de la concepción conyugal clásica del matrimonio. Me refiero a los intereses civiles y económicos que, derivados de la convivencia afectiva estable, pueden compartir otro tipo de uniones sexuales con el matrimonio. Piénsese, por ejemplo, en los beneficios fiscales hereditarios o en preferencias basadas en la cercanía afectiva en ciertas relaciones jurídicas (visitas hospitalarias, posibilidad de subrogación en determinadas posiciones ante la ley, etc.). En relación con estas cuestiones, hay que indicar que estamos ante beneficios o privilegios que pueden aplicarse, de idéntica manera, a diversas formas de cohabitación, sin que sea precisa la relación sexual. Cinco monjes célibes o dos hermanas viudas que cohabitan podrían reclamar estos derechos, sin que por ello sea justificable conferirles el status específico del matrimonio. Que no se les confiera tal status no supone una estigmatización de los cinco monjes, ni de las dos hermanas viudas, como tampoco lo es el que no se le conceda a la pareja de personas del mismo sexo. Sí es discriminatorio, sin embargo, que se confieran estos derechos a la pareja del mismo sexo y no se le confieran a una comunidad religiosa o a dos hermanas viudas que cohabitan. Así lo apreciaron, acertadamente a mi parecer, hasta tres jueces —Pavlovschi, Bonello y Garlicki— en sus opiniones disidentes a la STEDH Burden y Burden c. Reino Unido, de 12 de diciembre de 2006, al tildar de «patente injusticia» la denegación a dos hermanas que convivían establemente la exención del impuesto de sucesiones concedida a los cónyuges y a las parejas homosexuales[37]. En estricta justicia, una ley de uniones estables debería ser «sexualmente neutra» (Girgis, Anderson y George 2012: 85), y permitir acogerse a ella a todo tipo de situaciones de convivencia estable. Lo relevante para otorgar un status específico económico es, en ese caso, la convivencia estable, no la relación sexual.
En congruencia con la flexibilidad del principio que, como estamos viendo, subyace al matrimonio emotivista, algunos autores han sugerido la privatización completa del matrimonio. Bajo la etiqueta de «matrimonio mínimo» (minimal marriage), por ejemplo, Elizabeth Brake propone un contrato privado en el que «las personas puedan mantener relaciones matrimoniales legales con más de una persona, de forma recíproca o asimétrica, determinando ellas mismas el sexo y el número de partes, el tipo de relación de que se trata y los derechos y responsabilidades que se intercambian con cada una de ellas» (Brake, 2012: 157)[38]. En el fondo, se plantea aquí la asunción coherente de la concepción emotivista frente a la concepción conyugal clásica, al tiempo que se pone de manifiesto el carácter deconstructivo de la primera. La «minimización del matrimonio» corre pareja a su irrelevancia como institución, máxime teniendo en cuenta la flexibilidad del moderno derecho de contratos: «Al privar de forma a la política matrimonial, le privamos de su sentido público» (Girgis, Anderson y George, 2012: 21). Lo que la propuesta del matrimonio mínimo no alcanza a explicar es la legitimidad del interés subyacente a la supresión que se lleva a cabo, con semejante transformación, de la institución conyugal del matrimonio.
Cabe todavía reflexionar sobre las consecuencias que está teniendo el reconocimiento civil del matrimonio emotivista. Y es que, pese a los razonamientos expuestos, todavía sería posible objetar que, mientras no se prohíba directamente el matrimonio entre personas de distinto sexo, la supresión del requisito de la dualidad sexual se limita a «ampliar derechos». Con extraordinaria ingenuidad, en el mejor de los casos, esta objeción pasa por alto lo que el gran jurista de la Alemania de entreguerras Hermann Heller calificó como «la fuerza normalizadora de lo normativo» (normalisierende Kraft des Normativen) (Heller, 1934: 252). Joseph Raz ha mostrado la dirección de esta «fuerza normalizadora», precisamente, en relación con la institución matrimonial. Según afirmó en los años ochenta, más allá de los efectos imprevisibles de las alteraciones —entonces incipientes— en el núcleo del régimen jurídico matrimonial, «una cosa se puede decir con certeza»: que «no se limitarán a añadir nuevas opciones a la familia heterosexual monógama», sino que «cambiarán el carácter de esa familia»; y lo harán hasta el punto de que, «si esos cambios arraigan en nuestra cultura, la relación matrimonial que nos es familiar desaparecerá» poco a poco (Raz, 1986: 393). La supresión de la complementariedad sexual como rasgo esencial del matrimonio tiene enormes efectos en la sociedad, dado que altera el significado del matrimonio:
a)En primer lugar, distorsiona el entendimiento conyugal del matrimonio, dando a entender que el matrimonio se define suficientemente por un tipo de inclinación sexual, con independencia de la unión orgánica de los sexos opuestos. De la definición quedan excluidas, por consiguiente, la apertura estructural a la generación y crianza de nuevos seres humanos, derivada de la unión orgánica comprehensiva entre los esposos. Siendo esto lo que justifica la existencia institucional del matrimonio, dejar de considerarlo como nota del matrimonio legal es tanto como desfigurar su naturaleza. Sin que nadie formule ninguna prohibición explícita, semejante desfiguración difumina, por sí misma, el horizonte de comprensión que orienta y favorece el que las personas puedan disfrutar del bien del matrimonio conyugal (Girgis, Anderson y George, 2012: 47 y ss.). Nihil est volitum nisi praecognitum.
b)El oscurecimiento de las correlaciones entre «matrimonio» y «procreación y educación de los hijos» conduce inexorablemente a una pérdida de sentido de todas las normas maritales basadas en dicha correlación. Las reglas jurídicas de una institución son indisociables del orden concreto del que se ocupa (Schmitt, 2006: 17 y ss.). Modificado el objeto que define el matrimonio, las normas que justificaban el antiguo orden se empiezan a revelar como inexplicables. Piénsese, a guisa de ejemplo, en la necesaria desaparición de los sustantivos singulares «padre» y «madre» de buena parte de la legislación matrimonial y su sustitución por «progenitor»[39]. Es digno de notar que, para hacer frente a la confusión inherente al matrimonio emotivista, se ha recurrido a una simple ficción lingüística que hace violencia a la realidad; dado que, en el matrimonio entre personas del mismo sexo, al menos uno de los miembros de la pareja ha de carecer, necesariamente, de la condición de progenitor.
c)Más allá de esta transformación, tan contraria al common sense, la obsolescencia de las normas conyugales producida por la redefinición del matrimonio se revela progresivamente, con la mutación de las costumbres sociales. Estas se han visto afectadas, forzosamente, al ser despojadas de la estructura jurídica que les proveía el matrimonio conyugal, esto es, al romperse el «escudo protector de la sanción del derecho»[40]. La sociología del matrimonio que protege la exclusividad y la fidelidad conyugal —en aras del bienestar de su fruto estructural natural— es una sociología de exclusividad y fidelidad conyugal. Si se oscurece la realidad de que la educación en un hogar con un padre y una madre naturales favorece el desarrollo del niño[41], la fidelidad conyugal tiende a perder sentido, y los padres se han de ver forzosamente menos atados a permanecer junto a su mujer y sus hijos. Necesariamente aumenta el abandono familiar, y los hijos han de ir dejando de ser una constricción a la infidelidad. En suma, allí donde se oscurece el significado de la estructura familiar y matrimonial, se fomenta la desestructuración de la familia y del matrimonio. Esta consecuencia ha de perjudicar con mayor intensidad, como es obvio, a las personas más vulnerables; esto es, a aquellas que carecen de soportes institucionales alternativos (véase Wilcox y Wand, 2017).
d)Además, considerar como discriminatoria la concepción conyugal del matrimonio conduce inevitablemente a una condena de quienes la sostienen, en cuanto que defienden —según se afirma— la discriminación. La concepción emotivista no se limita a «ampliar derechos», sino que lleva consigo un enorme potencial restrictivo de la libertad ideológica, educativa y de expresión. La Ley 13/2005 trata la concepción conyugal como una «discriminación que el legislador ha decidido remover»[42]. Sobre la base de esta premisa, agencias de adopción católicas en Estados Unidos han sido forzadas a abandonar sus programas antes que dar en adopción a los niños a parejas homosexuales[43] —si bien han sido amparadas, más recientemente, por el Tribunal Supremo[44]—. Asimismo, desde las etapas infantiles más tempranas se ha de imponer en las escuelas una enseñanza de la sexualidad permisiva —que no neutra, porque la (mal llamada) neutralidad moral comporta un juicio ético permisivo—. Ello colisiona, evidentemente, con la libertad educativa de los padres y, en general, con la libertad de conciencia de quienes, asistidos por la razón, insisten en vincular la sexualidad con la procreación[45]. En suma, si la concepción conyugal es considerada discriminatoria —argumento que está en la base, como hemos visto, de la equiparación— es inevitable que sostenerla sea visto, cada vez más, como una expresión negativa que ha de erradicarse, y que el ordenamiento jurídico tienda a condenarla de un modo u otro[46].
Quisiera hacer, a partir de los razonamientos expuestos, una valoración de la Sentencia del Tribunal Constitucional español de 6 de noviembre de 2012, en virtud de la cual se afirmó la constitucionalidad de la Ley 13/2005, que reconoce el matrimonio entre personas del mismo sexo. La cuestión decisiva que se planteó el Alto Tribunal era si la ley impugnada suponía una desnaturalización de la garantía institucional del art. 32 CE; o si, por el contrario, respondía a la imagen social que del matrimonio se tiene. La ratio decidendi del Alto Tribunal se halla sintetizada en el siguiente fragmento de la sentencia:
Tras las reformas introducidas en el Código Civil por la Ley 13/2005, de 1 de julio, la institución matrimonial se mantiene en términos perfectamente reconocibles para la imagen que, tras una evidente evolución, tenemos en la sociedad española actual del matrimonio, como comunidad de afecto que genera un vínculo, o sociedad de ayuda mutua entre dos personas que poseen idéntica posición en el seno de esta institución, y que voluntariamente deciden unirse en un proyecto de vida familiar común, prestando su consentimiento respecto de los derechos y deberes que conforman la institución y manifestándolo expresamente mediante las formalidades establecidas en el ordenamiento. Así, la igualdad de los cónyuges, la libre voluntad de contraer matrimonio con la persona de la propia elección y la manifestación de esa voluntad son las notas esenciales del matrimonio, presentes ya en el Código Civil antes de la reforma del año 2005, y que siguen reconociéndose en la nueva institución diseñada por el legislador[47].
Las «notas esenciales» con que el Tribunal Constitucional definió la «imagen maestra» del matrimonio en 2012 configuran, lisa y llanamente, lo que en este trabajo vengo denominando la concepción emotivista del matrimonio. Asumiendo esta concepción, la barrera que detiene ulteriores desarrollos es, como vengo señalando también, el simple factum social del rechazo que, hasta el momento, han producido tales desarrollos. Se trata, de todas maneras, de un argumento no normativo, que habrá de ceder tan pronto como la presión sea lo suficientemente intensa para derribar los actuales tabúes. La infinitud y multidireccionalidad del deseo permite aventurar una disolución progresiva de los consensos presentes y una deconstrucción social creciente del matrimonio como consecuencia de dicha disolución.
Tampoco se puede obviar, además, el hecho de que la transformación de la imagen social del matrimonio en España fue favorecida por la propia actitud del Tribunal. La ley que aprobó el matrimonio entre personas del mismo sexo fue aprobada en el año 2005, y la sentencia del Tribunal Constitucional no fue dictada hasta el año 2012. Fue el propio Tribunal el que contribuyó, con su noluntad de decidir, a que la legalidad cuestionada desplegase su «fuerza normalizadora». Al dictarse la ley, sin embargo, no puede decirse que «las opiniones de la doctrina jurídica y de los órganos consultivos previstos por el ordenamiento» —de cuya relevancia para captar «la cultura jurídica» afirmó hacerse cargo el propio Tribunal[48]— fuesen mayoritariamente favorables al cambio. De hecho, la norma se aprobó en contra de numerosas altas instancias jurídicas: del Consejo General del Poder Judicial, cuyo dictamen de 26 de enero de 2005 se opuso rotundamente a la constitucionalidad de la Ley 13/2005; del Consejo de Estado, que en un dictamen de 16 de diciembre de 2004 afirmó que el reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo suponía «forzar los principios articuladores del matrimonio, de acuerdo con la concepción de este que actualmente impera tanto en España como en Europa»; y de la Real Academia de la Jurisprudencia y la Legislación; así como de numerosos juristas españoles, entre los cuales se encontraban, sin duda, algunos de los más destacados civilistas[49].
Antes de cerrar este apartado, quisiera dedicar unas líneas, por último, a referirme a una aporía que se ha producido en relación con el reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo. Me refiero a la aceptación simultánea del nuevo modelo de matrimonio, de un lado; y de la adopción conjunta por parte de matrimonios entre personas del mismo sexo, de otro.
a)A fin de examinar adecuadamente el problema, es preciso empezar explicando que el art. 175.4 del Código Civil español afirmaba, en el momento de dictarse la STC 198/2012, que «nadie puede ser adoptado por más de una persona, salvo que la adopción se realice conjunta o sucesivamente por ambos cónyuges o por una pareja unida por análoga relación de afectividad a la conyugal». Se trata de un precepto tradicional sobre la adopción que, en su versión original afirmaba: «Los cónyuges pueden adoptar conjuntamente, y, fuera de este caso, nadie puede ser adoptado por más de una persona»[50]. Este precepto se basaba en una premisa muy simple: justamente porque el matrimonio constituye la cuna natural de la vida y de los hijos, el «matrimonio adoptivo» constituye la forma análoga más próxima —no idéntica, pero sí la más próxima[51]— para suplir al padre y la madre naturales.
b)Una vez que el matrimonio entre personas del mismo sexo fue admitido, la lógica de la equiparación total llevó al Tribunal Constitucional a admitir, igualmente, la equiparación de las parejas del sexo opuesto y las parejas del mismo sexo en cuanto a la adopción. Semejante equiparación desconoce, sin embargo, que la aceptación del matrimonio entre personas del mismo sexo no opera ningún cambio en la naturaleza biológica, y la regla tradicional de la adopción matrimonial conjunta se basaba en una premisa biológica, a saber, que el matrimonio es, por definición, la cuna natural de la vida y la crianza de los hijos. Sin embargo, es justamente este presupuesto el que se rechaza al admitir el matrimonio entre personas del mismo sexo. La premisa que se desecha para admitir el matrimonio entre personas del mismo sexo constituye la premisa implícita que, en el origen de la cláusula, justificaba la adopción matrimonial conjunta: que el matrimonio es la cuna natural de la vida y de los hijos. O, dicho de otro modo: lo que nos mueve a asimilar los matrimonios entre personas del mismo sexo al resto de matrimonios a efectos de la adopción conjunta es que, por mor de la igualdad plena de derechos, estamos dispuestos a seguir asociando al matrimonio, siquiera como presupuesto tácito, una cualidad que le habíamos negado: a saber, que el «matrimonio» es la cuna natural de la vida y de los hijos.
A lo largo de estas páginas, he procurado exponer las razones por las que, históricamente, la institución matrimonial ha dado cobertura jurídica a la unión orgánica que se da entre el hombre y la mujer; y por qué, en las últimas décadas, la transformación del matrimonio en clave emotivista supone un avance en su deconstrucción. Muchos de los argumentos presentados vienen siendo objeto de desarrollo, en los últimos años, por notables juristas y filósofos del derecho, entre los que destacan, en el ámbito anglosajón, algunos de los formados al calor del magisterio de John Finnis. Si bien es cierto que buena parte del mundo occidental parece rechazar hoy la concepción conyugal, no lo es menos que la verdad de una concepción u otra del matrimonio no depende del consenso social que concita en un momento histórico particular. De hecho, la perspectiva que se está abriendo, desde algunos sectores, favorable a la legalización de nuevas formas de unión como el llamado poliamor, supone una llamada a mantener la reflexión sobre el significado del matrimonio y las consecuencias de la definición que hagamos de él. En este sentido, no creo que la desestructuración del ámbito institucional idóneo para traer hijos al mundo y formar una familia sea alentadora para la supervivencia de nuestra sociedad, como muestran las tasas de natalidad y envejecimiento. En contra de los frágiles estereotipos actuales, este trabajo apela, respetuosamente, a arquetipos más arraigados; y propone la concepción conyugal clásica del matrimonio como base de la cultura, fundamento de nuestro pasado y esperanza para nuestro futuro.
[1] |
Sin perjuicio de que no reciba la tutela jurisdiccional reforzada atribuida al art. 14 y a los derechos de la sección 1.ª (véase art. 53.2 °CE), el derecho al matrimonio tiene, de acuerdo con la jurisprudencia constitucional española, el carácter fundamental que corresponde a los derechos del capítulo segundo del título I (arts. 14-38 CE). |
[2] |
La sentencia fue celebrada por muchos autores, aunque no faltaron quienes se mostraron críticos. Entre las múltiples voces favorables, véanse v. gr., con acentos diversos, los artículos publicados en el número 17 de la Revista General de Derecho Constitucional, de octubre de 2013. Entre los críticos, véanse v. gr., Montalvo Jääskeläinen (2017); Martínez de Aguirre Aldaz (2016); Ollero (2013) y Delgado Ramos (2013). |
[3] |
Véase STEDH Schalk v. Kopf c. Austria, de 24 de junio de 2010, § 94. Sobre la trascendencia de este dictum y el polémico devenir procesal del caso en el seno del Tribunal de Estrasburgo, véase Puppinck (2020: 105-107 y 159 ss.). |
[4] |
Véanse SSTEDH Hämäläinen c. Finlandia, de 16 de julio de 2014; Chapin y Charpentier c. Francia, de 9 de junio de 2016; Oliari y otros c. Italia, de 21 de julio de 2015; Orlandi y otros c. Italia, de 14 de diciembre de 2017; y Fedotova y otros c. Rusia, de 13 de julio de 2021. Véase también Puppinck (2020: 224-225). |
[5] |
Opinión Consultiva OC-24/17, de 24 de noviembre de 2017, n.º 7 (p. 88). |
[6] |
Sententiarum Libri Quatuor, Distinctio XXVII, 2: «Sunt ergo nuptiae vel matrimonium, viri mulierisque coniunctio maritalis inter legitimas personas individuam vitae consuetudinem retinens». |
[7] |
Digestum 23.2.1: «Nuptiae sunt coniuctio maris et feminae, et consortium omnis vitae, divini et humani iuris communicatio». |
[8] |
Digestum I.1.9.1: «Nuptiae autem sive matrimonium est viri et mulieris coniuctio, individuam vitae consuetudinem continens». |
[9] |
En la Biblia destaca, ciertamente, el Cantar de los Cantares, aunque la celebración nupcial de la unión de los sexos complementarios se encuentra en numerosos de sus libros. En lo que respeta al pensamiento grecolatino, John Finnis ha analizado cuidadosamente la concepción del matrimonio y el sentido de las relaciones sexuales en Sócrates (tanto en el Sócrates platónico como en el que nos presenta Jenofonte); Platón (cuya visión se recoge con particular claridad en las Leyes, aunque también está presente en la República, el Fedro y El banquete); Aristóteles (sobre todo, en la Ética a Nicómaco); Plutarco (en el diálogo Erōtikos y, en parte, en la Vida de Solón); y el sabio estoico Musonio Rufo (principalmente, en los Discursos XII-XIV, recogidos en Musonio Rufo [1947: 85-97]). Véase Finnis (2011b y 2011c). |
[10] |
Véase la exposición de motivos de la Ley 13/2005, de 1 de julio: «La relación y convivencia de pareja, basada en el afecto […] convivencia mediante la cual se prestan entre sí apoyo emocional y económico […]». Véase también STC 198/2012, FJ 7. Para una firme apología de esta idea del matrimonio, véase Macedo 2015. |
[11] |
Véase Aristóteles, Política: 1280b, 33. |
[12] |
Aun superada en muchos aspectos, La cité Antique sigue siendo una fuente de inspiración por la lucidez y penetración de su planteamiento básico, a saber, el de la interrelación insoslayable entre las instituciones de la familia, la religión y la polis. |
[13] |
STC 184/1990, FJ 3. |
[14] |
En el mismo sentido, véase la STC 198/2012, FJ 7. |
[15] |
Voto particular de Andrés Ollero Tassara a la STC 198/2012. |
[16] |
STC 32/1981, FJ 3. |
[17] |
Me he ocupado ampliamente de este problema en Simón Yarza (2022a: 81-98). Véase Girgis, Anderson y George (2012: 47). |
[18] |
Disponible en: https://tinyurl.com/344rw7s5. |
[19] |
Goethe (1963: 366): «Urphänomen: ideal, real, symbolisch, identisch. […] Urphänomen: ideal als das letzte Erkennbare, / real als erkannt, / symbolisch, weil es alle Fälle begreift, / identisch mit allen Fällen». |
[20] |
Peter Kreeft: Humanum - Episode 1: The Destiny of Humanity. The Meaning of Marriage. Disponible en: https://tinyurl.com/yc5n4hkk. |
[21] |
Ibid. |
[22] |
En rigor, rechazar la presencia del arquetipo «masculino/femenino» en el cosmos aduciendo que se trata de un antropomorfismo debería llevarnos a rechazar, por el mismo motivo, la posibilidad misma del conocimiento. En cada ser humano, la ampliación del conocimiento discurre como un proceso de ensanchamiento en cuyo punto de partida se encuentra la autoexperiencia originaria del niño. La primera ventana al mundo, la raíz última de toda ulterior integración, viene dada por esa experiencia íntima. A partir de ahí, la expansión de la comprensión progresa como un proceso de asimilación, de integración continua de lo desconocido en lo familiar. Así, por ejemplo, el sujeto es capaz de empezar a entender la causalidad exterior sobre la base de su autoexperiencia como ser actuante; y toda novedad adicional debe ser remitida analógicamente a una experiencia anterior para poder ser comprendida. En este sentido, toda la realidad puede considerarse en última instancia, como ha dicho el filósofo Robert Spaemann, como antropomorfismo (véase, más ampliamente, Spaemann [2000: 13-34]). Sin una semejanza primordial entre las cosas, y entre las cosas y nosotros mismos, la comprensión es imposible. Las analogías primordiales o arquetipos preceden a todo conocimiento o ciencia, de suerte que «el uso de conceptos solo es posible cuando las cosas y acontecimientos se perciben como análogos», susceptibles de vinculación o asimilación recíproca. La integración de lo desconocido en lo familiar solo es posible sobre la base de la analogia entis. Por eso, la analogía ha sido calificada, con toda razón, como «el alfa del alfabeto de los métodos» (Anonymous d’Outre-Tombe [1984: 32]: «l’aleph de l’alphabet des méthodes»). En el ámbito del pensamiento político, autores como Eric Voegelin se han hecho cargo, de manera especialmente lúcida, del carácter participado y analógico de toda comprensión de la realidad (véase v. gr., la «Introducción» de Voegelin [1956]). |
[23] |
Véase, más ampliamente, Girgis, Anderson y George (2012: 1). El libro desarrolla los argumentos inicialmente expuestos en Girgis, Anderson y George (2010). |
[24] |
En este sentido, no está de más advertir, siquiera incidentalmente, que la Biblia no es metafórica, sino literal, cuando afirma que el hombre y la mujer se hacen «un cuerpo» (hen sōma) (véase I Co 6,16 con referencia a Gen 2,24). Véase también Pruss (2012: 89-91). Perspicazmente, advierte Alexander Pruss que, al citar el texto del Génesis, San Pablo no se limita a adoptar su literalidad, que habla de una «carne» (en griego, sarx; en hebreo, basar), sino que desarrolla su significado genuino y habla de «cuerpo» (sōma). |
[25] |
Girgis, Anderson y George (2012: 26). Hace una década, el 5 de noviembre de 2014, asistí a un concurrido debate entre Sherif Girgis y Steve Macedo sobre el significado del matrimonio, celebrado en la Universidad de Princeton. Recuerdo que alguien del público trató de ridiculizar la defensa de Girgis del matrimonio conyugal por basarse, supuestamente, en la simple ensambladura de los genitales masculinos y femeninos. Pienso que el oyente se descalificaba con esta observación porque, dejando de lado, incluso, la simplificación que se hacía de la unión orgánico-teleológica, parece ilógico subestimar una ensambladura natural que ha permitido a tantos venir al mundo. |
[26] |
Sobre el carácter hilemórfico de la unidad cuerpo-alma, véase Aristóteles, De anima, 412a. Para una crítica de la separación dualista del cuerpo y la identidad, véase, en relación con la sexualidad, Lee y George (2008: 176 y ss.). |
[27] |
Véase, con referencia a Aristóteles, Spaemann (2010: 51). |
[28] |
Tal y como ordena, por cierto, el art. 39 de la Constitución Española. |
[29] |
Tal y como reconoce el art. 7.1 de la Convención sobre los Derechos del Niño, de 20 de noviembre de 1989. |
[30] |
«Todo menor tiene derecho a que su interés superior sea valorado y considerado como primordial en todas las acciones y decisiones que le conciernan, tanto en el ámbito público como privado» (art. 2.1 Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor). |
[31] |
Dictamen del Consejo General del Poder Judicial, de 26 de enero de 2005, n. 3.3 (cursiva mía). |
[32] |
Véase las referencias de Obergefell v. Hodges (576 U. S. 644) a Loving v. Virginia (388 U. S. 12). |
[33] |
Exposición de motivos de la Ley 13/2005, II. |
[34] |
Véase, a título puramente ejemplificativo, Den Otter (2015 y 2018); Bedi (2013); Emens (2004); Levinson (2005); Turley (2015); Den Otter (2018); Miccoli (2021); Klesse (2016), y Tapia Ramírez (2022). Este último se ocupa de una sentencia dictada por un juzgado de Puebla (México) el 21 de mayo de 2021, que consideró discriminatorio que un varón no pudiese contraer matrimonio con dos mujeres con las que convivía. Según afirmó el juez, «no existe razón de índole constitucional para no reconocer el matrimonio o el concubinato entre más de dos personas, ni tampoco existe ninguna justificación objetiva para no reconocer los derechos fundamentales que les corresponden como individuos». La resolución ha sido recientemente revocada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. |
[35] |
«Sologamia o el “boom” de casarse con uno mismo», El Mundo, ed. Madrid, 22 de octubre de 2022, GranMadrid, p. 7; «Sologamia, la tendencia de casarse con uno mismo: Es importante quererse y cuidarse», Perfil.com, ed. digital, 12 de agosto de 2022; «I love me», ABC, ed. Sevilla, 15 de agosto de 2018, p. 15; «La sologamia o casarse con uno mismo, una tendencia cada vez más extendida», La Voz de Galicia, 8 de junio de 2022, ed. Coruña, p. 22; «Sí, me quiero», Deia, 7 de julio de 2018; etc. |
[36] |
Goethe (1963: 547): «Man geht nie weiter, als wenn man nicht mehr weiß, wohin man geht». |
[37] |
Véase también la Sentencia de la Gran Sala Burden c. Reino Unido, de 29 de abril de 2008, y los votos discrepantes que contiene. |
[38] |
En un trabajo de distinto alcance, tienen interés también algunas consideraciones de Martín-Casals (2013: 1-43). |
[39] |
Véase Ley 13/2005, de 1 de julio; y Ley 15/2005, de 8 de julio, por la que se modifican el Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de separación y divorcio. |
[40] |
Sentencia del Tribunal Supremo de California Sharon v. Sharon, publicada el 31 de enero de 1888; 75 Cal. 1, p. 33; citando a Stewart, Marriage and Divorce, sec. 103. Para una amplia catalogación de resoluciones en la misma dirección, véase Girgis, Anderson y George (2012: 44). |
[41] |
Véanse numerosos datos en el documento, suscrito por aproximadamente setenta profesores y publicado por The Witherspoon Institute: Ten principles on Marriage and the Public Good, Princeton, New Jersey, 2008, en especial las pp. 9-19; el documento está disponible en: https://tinyurl.com/38rttw7v (consultado el 23 de abril de 2024). |
[42] |
Ley 13/2005, exposición de motivos, II. |
[43] |
Véase M. Gallagher, «Banned in Boston: The Coming Conflict Between Same-Sex Marriage and Religious Liberty», en The Weekly Standard, 5 de mayo de 2006. |
[44] |
Sentencia del Tribunal Supremo Fulton v. City of Philadelphia, de 17 de junio de 2021. Un panorama amplio de los conflictos que se están produciendo puede encontrarse en Corvino, Anderson y Girgis (2017). |
[45] |
Véase a título de ejemplo, en España, la Guía de educación afectivo-sexual 2021: Atrévete a sentir, atrévete a cuidar y cuidarte, Burgos, Ayuntamiento de Burgos, Área de Infancia, Familia e Igualdad, 2021 (disponible en: aytoburgos.es/archivos/educacion/articulo/documentos/guia-educacion-afectivo-sexual-2021.pdf); Guía de educación sexual integral para educación infantil, Valencia, Generalitat Valenciana, 2021 (disponible en: ceice.gva.es/es/web/inclusioeducativa/guia-educacio-sexual); Guía didáctica para la educación sexual en centros de menores, Oviedo, Gobierno del Principado de Asturias, 2017 (disponible en: observatoriodelainfanciadeasturias.es/documentos/f05062017053251.pdf); Skolae: ¿Igualdad o ideología de género?, Pamplona, Asociación Familiae, 4/1/2021 (disponible en: asociacionfamiliae.com/skolae/); etc. |
[46] |
Los ataques recibidos por el eminente profesor de jurisprudencia de la Universidad de Oxford, John Finnis, son muy ilustrativos al respecto. Véase, más ampliamente, Simón Yarza (2022b). |
[47] |
STC 198/2012, FJ 9 (cursiva mía). |
[48] |
Ibid. |
[49] |
Véase, v. gr., Díez-Picazo y Ponce de León (1999) (p. 20: «[…] tanto en el art. 12 del Convenio Europeo de Derechos Humanos como en el art. 32 de la Constitución se presta una garantía institucional a una institución muy concreta como es el matrimonio, que es contraído por un hombre y una mujer y que tiene una función institucional como es la creación o fundación de una familia»); Bercovitz Rodríguez-Cano (2003) (p. 65: «[…] el marco constitucional excluye pues del matrimonio a las uniones homosexuales»); Clavería Gonsálvez (2007) (p. 14: «[…] en rigor, el concepto de matrimonio implica heterosexualidad»); A. De la Hera (1992) (p. 33: «[…] la esencialidad del matrimonio radica en la heterosexualidad, la monogamia, la estabilidad y la ordenación a unos fines en el Derecho»); Cañamares Arribas (2007); Navarro-Valls (1995); Tirapu (2005); Tirapu (2011); etc. |
[50] |
Art. 174.4 RD 24 de julio 1889, por el que se publica el Código Civil. |
[51] |
En alguna ocasión, ante la defensa del matrimonio conyugal con base en su idoneidad exclusiva para la paternidad y la maternidad naturales, y en la inidoneidad al respecto de cualquier unión no conyugal, me he enfrentado a la objeción de que la posibilidad de la adopción invalida ese argumento. La adopción, sin embargo, constituye por definición un instrumento paliativo subóptimo, no un paradigma para definir el matrimonio. Justamente por eso, la adopción procura asemejarse al modelo natural. Se pretende con ello cubrir, del mejor modo posible, una carencia objetiva. |
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