RESUMEN

En las civilizaciones contemporáneas la justicia es inevitablemente una expresión de fuerza. Se trata de la expresión de una fuerza necesaria para fines altos, constitucionalmente importantes, necesarios en la convivencia social, con la finalidad de garantizar seguridad y orden, prevenir el crimen y sancionar la responsabilidad del culpable. Se trata de una fuerza dentro de las leyes. Este texto sostiene que la justicia restaurativa es un modo de mirar los conflictos de cualquier tipo, no solo los que se originan en el ámbito de la justicia penal, capaz de irradiarse para convertirse en fuerza benéfica que pacifica cualquier tipo de comunidad, desde las aulas escolares a los grandes teatros de lucha de la historia, que arrollan en la dinámica destructora de la violencia a decenas, centenares o miles de víctimas.

Palabras clave: Justicia restaurativa; justicia; tribunal; independencia; conflicto.

ABSTRACT

In contemporary civilizations justice is inevitably an expression of force. It is the expression of a necessary force for higher ends, constitutionally relevant, necessary for social coexistence, with the aim of securing security and order, prevention of crime and the punishment of the guilty. It is a use of force within the remit of the laws. In this text, it will be argued that restorative justice is a way of looking at conflicts of any kind, not only those originating in criminal justice, with the ability of irradiating and become a positive force for any community, from schools to the grand theaters of history’s struggles, which have the ability of displaying a destructive trend of violence with dozens, hundreds or thousands of victims.

Keywords: Restorative justice; justice; court; independence; dispute.

Cómo citar este artículo / Citation: Cartabia, M. (2024). Los caminos y los métodos de la justicia. Revista de Estudios Políticos, 205, 13-‍27. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.205.01

¿Adónde irá a parar?

¿Se detendrá, pues, finalmente,

adormecida ya, esta cólera de Ate, diosa de la discordia?

(Las Coéforas, vers. 1075-‍1076)

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

La exigencia de instituir un juez, tercero e imparcial, para resolver las contiendas interpersonales y sociales pertenece, desde sus albores, a la historia de la humanidad. A lo largo de los siglos, los diferentes sistemas jurídicos han dado vida a jueces, cortes de justicia y tribunales para cada tipo de controversia: los jueces civiles para las controversias entre privados; los jueces penales para responder a las agresiones contra la persona u otros bienes particularmente merecedores de protección; los jueces administrativos especializados —en algunos países— en las controversias que nacen entre los particulares y el poder público; más recientemente, los tribunales constitucionales para defenderse contra las violaciones de los principios y de los derechos de rango constitucional por parte de todos los poderes públicos, y las cortes internacionales de justicia para las controversias entre los Estados hasta llegar a la Corte Penal Internacional, hoy dramáticamente en el foco de atención por la guerra en Ucrania, que ha hecho que sea urgente abrir inmediatamente investigaciones sobre el escenario de la guerra para recoger las pruebas de eventuales crímenes de guerra y contra la humanidad.

La exigencia de justicia nace para responder a la conflictividad que, desde siempre, caracteriza las relaciones humanas y sociales, comenzando por Caín y Abel. Los textos más antiguos de nuestra civilización muestran de qué modo está inscrita en las dinámicas humanas la inclinación a la discordia y lo necesaria que es la institución de un sistema de jueces independientes e imparciales para resolver las controversias, según leyes compartidas, para mantener la cohesión y la paz social.

Siempre me ha llamado la atención aquel pasaje del Éxodo (18, 13-‍27) en el que Moisés, al día siguiente de haber hecho salir al pueblo de Israel del exilio en tierra de Egipto, permanece sentado desde la mañana hasta la noche para «hacer justicia al pueblo», y el suegro, que lo ve absorbido en esta actividad, le reconviene diciéndole: «¡No está bien lo que estás haciendo! Acabaréis agotándoos tú y el pueblo que te acompaña; la tarea es superior a tus fuerzas; no podrás realizarla tú solo». Entonces Moisés, siguiendo su consejo, instituye jueces —eligiéndolos entre los hombres capaces, honrados e incorruptibles— y los pone al frente del pueblo como jefes de mil, de cien, de cincuenta, de diez. Estos son encargados de administrar la justicia en los negocios y litigios, mientras que Moisés solo se queda con la tarea de explicar los preceptos y las leyes y solucionar los asuntos más difíciles. Con pocas palabras, sugestivas y evocativas, como saben hacer los textos clásicos, se delinea la distinción entre la función legislativa y la jurisdiccional, la organización de un sistema articulado de justicia que incluye la apelación a un juez superior para los casos difíciles, el principio de la independencia de los jueces. Pero, sobre todo, se delinea plásticamente la litigiosidad de un pueblo que, al día siguiente de la liberación de la esclavitud, ocupa todo el tiempo de su líder para resolver variados contrastes y controversias. Desde algunos puntos de vista, nada nuevo bajo el sol.

Hoy en día, como al inicio del pueblo de Israel, estamos atravesando un momento de la historia marcado por una alta tasa de conflictividad. La guerra en Ucrania es solo el rostro más oscuro y feroz de la sociedad del rencor, del odio, del resentimiento, de la rabia que caracteriza de modo tan profundo nuestro tiempo.

Es de hace pocos días la noticia de que, una vez más, una escuela elemental de Texas ha sido objeto de un imprevisto tiroteo masivo en el que se han visto involucrados niños y profesores. La punta de un iceberg de un malestar latente, del que nadie puede considerarse absuelto. Pero podríamos pararnos en datos que indican, de modo inequívoco, el aumento de la violencia doméstica, especialmente el daño causado a las mujeres durante el periodo de la pandemia. Todos los días, en los periódicos encontramos agresiones de carácter sexual y homicidios en el seno de las relaciones personales más íntimas. Asimismo, no podemos dejar de constatar el hiperbólico agravamiento del tema de los discursos del odio, especialmente on-line, donde son agredidos los grupos más vulnerables con resultados muchas veces fatales, especialmente para las personas más frágiles o para los adolescentes. Por no hablar de los conflictos persistentes generados por los nacionalismos.

Algo se ha deteriorado profundamente en las relaciones humanas y sociales si es verdad, como lo es, diciéndolo con Martha Nussbaum, que la ira, la rabia (y la violencia que esa conlleva) afecta igualmente a los tres círculos de la vida relacional: el de las relaciones más íntimas y familiares, el del «reino del medio» —es decir, todas las relaciones sociales, económicas, profesionales— y el «reino político» y de la vida pública entre instituciones y entre Estados (‍Nussbaum, 2016).

Hace pocos días se ha publicado un libro de Justin Welby, arzobispo de Canterbury, The power of reconciliation, en el que el autor hace intensas consideraciones sobre el poder de la reconciliación con un profundo y desarmante realismo que parece decir una obviedad: «Tendemos a equivocarnos, a llevar a cabo cosas malas, a herir a los demás. Esta es la naturaleza humana» (‍Welby 2022a, ‍2022b).

Hoy en día, cuando las dinámicas sociales están marcadas por la pandemia y sus secuelas, así como por la guerra y las consecuencias que podrá tener, la pregunta sobre la que quisiera hacer algunas consideraciones es: ¿qué práctica de la justicia es verdaderamente capaz de pacificar las relaciones sociales? Es decir, ¿de disolver las controversias, de resolver los conflictos, de reestablecer una convivencia pacífica, de sanar las relaciones? ¿Cuáles son los caminos de la justicia para esta sociedad nuestra del conflicto? ¿Cuál es el rostro de la justicia en estos tiempos de oscuridad?

Saco esta expresión de tiempos de oscuridad del título y de las reflexiones de un discurso que pronunció Hannah Arendt con ocasión de la entrega del Premio Lessing, en 1959. En aquel momento, al aceptar el premio dijo: «Un honor ofrece una vigorosa lección de modestia […]. Otorgándonos un honor, el mundo toma la palabra, [aquel] mundo al que le debemos el espacio en el que hablamos y somos escuchados» (‍Arendt, 2006: 39-‍40).

A partir de esa posición —que la hago propia— de modestia, de agradecimiento y deuda hacia quien me ha otorgado hoy un honor tan grande y me concede el espacio para compartir algunas reflexiones, quisiera exponer algunas consideraciones sobre la diferente fisionomía que la justicia puede asumir y que ha asumido a lo largo de la historia utilizando un texto clásico que, como tal, habla eternamente a nuestro presente. Me referiré a la Orestiada de Esquilo.

II. LA TRAMA[Subir]

Recapitulemos, en primer lugar, los hechos objeto de la narración. Una serie de homicidios, sangrientos, atroces, aflige a la familia de los Atridas, por lo menos a partir del sacrificio de Ifigenia, el inmediato motor externo de los hechos narrados en la Orestiada. El gran guerrero Agamenón mata a su hija Ifigenia para obtener el favor de los dioses para la conquista de Troya, guerra que ganará después de diez largos años. La esposa, Clitemnestra, lo espera durante aquel tiempo infinito y cuando regresa lo recibe con todos los honores que le corresponden: le prepara una entrada triunfal a su casa con alfombra roja y allí, con la ayuda de su amante Egisto, lo mata a sangre fría y sin piedad para vengarse de la muerte de su hija Ifigenia. Este grave delito no quedará impune. El hijo, Orestes, que ha vivido en el exilio, regresa a Argos para vengarse de la muerte del padre: matará a su madre Clitemnestra y a su amante Egisto, perpetrando una maldición que pesa sobre la familia de los Atridas desde hace un tiempo inmemorable.

La justicia antigua es venganza, nada más que venganza. Ningún delito tiene que quedarse sin ser vengado. Delito llama a delito. Sangre llama más sangre. La justicia antigua está personificada por las Erinias, antiguas diosas ctónicas, monstruosas figuras femeninas relacionadas con el mundo subterráneo y obscuro de la noche, de lo incognoscible, de lo que no se puede decir. Las Erinias son malolientes, imposibles de mirar, inefables, sedientas de sangre y desencadenan su ira implacable en cuanto hay un delito.

Las dos primeras tragedias de la Orestiada de Esquilo —Agamenón y Las Coéforas— son siniestras y rememoran esta infinita cadena de maldad, violencia, sangre y muerte que atormenta los lazos familiares y a los ciudadanos. Pero en la tercera tragedia, las Euménides, la situación cambia. Orestes, después de haber matado a su madre, intenta huir de la persecución de las Erinias y se refugia en Delfos, en el templo de Apolo, que, de algún modo, le había inducido a llevar a cabo aquel gesto para vengar la muerte del padre. Apolo, a su vez, lo envía a Atenas al templo de Atenea, que, llamada para juzgar la culpabilidad de Orestes, se niega a decidir ella sola: «Si este caso se tiene por muy grave para que unos mortales lo diriman, tampoco puedo yo fallar un caso de muerte por encono […]. Escogeré […] jueces atados por gran juramento y luego en un augusto tribunal lo tornaré que dure para siempre» (470-‍484)

La complejidad del caso de Orestes induce a Atenea a instituir un Tribunal, compuesto por doce de los mejores ciudadanos y presidido por ella misma. Así, nace el tribunal —que recuerda al Areópago de Atenas, fundado justamente en la época en la que fue escrita esta tragedia—, una institución que permanecerá firme para siempre. Por primera vez, con la institución del tribunal, el delito no llama a la venganza, sino a la realización de un proceso.

El primer acto del inicio del proceso es la confesión de Orestes del matricidio; pero, al mismo tiempo, se le permite explicar los motivos que lo llevaron a cometer tal gesto extremo. Recuerda el homicidio del padre y la traición por parte de su madre: «Yo, que maté a la que me concibió, no lo niego, castigando así el asesinato de mi padre carísimo [...]. [Apolo] me anunció que los males me abrumarían si no vengaba en los culpables la muerte de mi padre. Si bien o mal obré, juzga tú mi causa» (456-‍469). Aquí se inicia una larga confrontación entre la acusación y la defensa. La palabra se da, en primer lugar, a la acusación, a las Erinias: «A vosotras os cumple hablar primero. Doy comienzo a la causa. El acusador ha de comenzar y exponer el asunto» (582-‍584). Luego entra en escena el defensor, Apolo, como en una secuencia procesal donde la última palabra se da siempre a la defensa. Una defensa que no niega los hechos, pero que invita a comprender los motivos del acusado (614-‍621). Y solo después de que «se ha debatido suficientemente» (675), al final de una larga confrontación dialéctica entre las partes en causa, la diosa que preside el tribunal invita a los jueces a que voten. Hay un empate en la votación, pero Orestes es absuelto porque a su favor tiene el voto de Atenea, que vale más que el de los demás.

En este punto, las Erinias —las Furias— reaccionan con rabia contra la sentencia, amenazando en varios momentos de muerte y destrucción a la ciudad. No obstante, Atenea abre un largo diálogo con ellas hasta tranquilizarlas. Garantizándoles veneración eterna, las persuade a convertirse en Euménides, es decir, divinidades benévolas de la justicia en vez de la venganza.

III. DE LA MALDICIÓN AL LOGOS [Subir]

Así pues, esta tragedia marca una doble transformación de la justicia: a través del juicio del Tribunal se pasa del ímpetu vengativo de las Erinias a la justicia pacificadora de las Euménides. La primera transfiguración de la justicia la obtenemos con la fundación del Tribunal. En este sentido, podemos decir que la Orestiada celebra un cambio de civilización. La cadena del mal provocada por la antigua justicia de las Erinias, hecha de venganza, ira, instinto, reacción, rencor, rabia, que parece destinada a durar indefinidamente, se interrumpe gracias a la intervención de la diosa de la sabiduría, nacida de la mente de Zeus.

La intervención de Atenea no acarrea el paso de una divinidad más buena a otra más cruel en la administración de la justicia. Atenea no toma el puesto de las Erinias. La liberación tiene lugar en lo trágico y no por la intervención de un deus ex machina, fuera de lo trágico. En el juicio que se celebra ante el Tribunal dominan el logos, la palabra, el razonamiento, la persuasión, la prueba. El razonamiento pasa a ocupar el sitio del instinto vengativo. La serenidad y la reflexión, el de la reacción. El argumentar y motivar, el del misterio. La prueba, la verificación de los hechos y de las circunstancias toman el lugar del juramento y de otras ritualidades performativas.

Fuerte y nítido es el contraste entre la indecibilidad de las Erinias y el argumentar de Atenea en el Tribunal. Las Erinias no pronuncian palabras, emiten un murmullo tétrico: permanecen «en una dimensión anterior a la articulación de un verdadero lenguaje» (‍Di Benedetto, 1983: 11). Las Erinias son lúgubres hijas de la noche. Su nombre, bajo tierra, es maldición. Esta es la única palabra que son capaces de pronunciar, una palabra que se concreta en el momento que se dice. Su palabra es afásica, fragmentada, reiterativa; es una fórmula que, en la repetición obsesiva, encuentra la fuerza de su materialización; no es capaz de argumentar y no permite que se establezca un diálogo.

Las Erinias le piden a Orestes un juramento, aquella práctica judicial que preveía que el acusado jurara la propia inocencia invocando el castigo divino en caso de perjurio. Pero Orestes no puede jurar porque no puede negar que ha matado a su madre. El juramento requeriría una simplificación de la posición de Orestes, que no es conforme con la complejidad de su acción: él es culpable —porque ha cometido ese horrendo hecho—, pero, al mismo tiempo, no lo es —ya que ha tenido que llevar a cabo la venganza necesaria a fin de castigar a los responsables del vergonzoso y engañoso asesinato de su padre Agamenón—. Orestes ha matado a su madre por orden del dios Apolo y también para vengar un crimen igualmente odioso. Debido a ello es el símbolo de una «duplicidad irresoluble»: héroe vengador y, al mismo tiempo, hijo asesino. Orestes es un caso serio porque, si por un lado ha cumplido con una «obligación social, cuya eventual elusión dejaría abierta la herida por el asesinato de Agamenón, legítimo soberano de la ciudad», por otro, su acción es «impía traición llevada a cabo mediante el matricidio» (‍Curi, 2019: 57-‍58).

Esta complejidad, esta duplicidad irresoluble, se refleja en el resultado del veredicto final: una igualdad de votos que, por su complejidad, y no por clemencia, lleva a la absolución de Orestes. Aquí se sitúa el primer paso de la civilización marcada por Esquilo: de la justicia como venganza al proceso jurisdiccional; de la maldición al logos.

En la actualidad, no es difícil hallar la herencia de aquella institución humana fundada con la pretensión de permanecer para siempre (verso 484) y ser reglamentada por normas eternas en el tiempo (572 ca), justo en aquellas partes del proceso donde se comprende que el corazón del juicio es la palabra, su estructura dialógica en lo contradictorio, el argumentar racional, la persuasión, la motivación. Audiatur et altera pars: las reglas procesales fundamentales del proceso justo basadas en lo contradictorio se pueden identificar en este primer —mitológico— proceso de la civilización occidental.

Esquilo pone en escena plásticamente la actitud de la escucha, la primera de las virtudes que se requieren a un juez: escuchar a la acusación, escuchar a la defensa, escuchar a las partes, escuchar a los terceros interesados cuando sea posible y, finalmente, a los componentes del tribunal. En primer lugar, escuchar, ya que en palabras de Hannah Arendt «en la escucha aprendo del mundo, es decir, de cómo el mundo se presenta desde otros puntos de vista. En cada doxa se manifiesta el mundo. Esta no es una mera opinión» (‍Arendt, 2015: 64).

François Ost observa que de todos los temas en los que están forjadas las tramas de la trilogía de Orestes, el de la palabra resulta el más decisivo. Es más, se pregunta si ese «no sea también más importante que las mutaciones del derecho que pone en escena la Orestiada» (‍Ost, 2007: 123). Añadiría que la mutación de la civilización jurídica que se lleva a cabo a través de la Orestiada tiene como instrumento fundamental la palabra, el logos, el argumentar, el persuadir. Las Euménides ponen en escena el carácter discursivo y argumentativo de la justicia. Antes que obligar, la sentencia pronuncia, dice el derecho —jurisdicción es jus dicere— a través de un proceso que no es nada más que un intercambio reglamentado de argumentos, de razones a favor y en contra, de forma dialógica (‍Ricoeur, 1991: 20).

Como diría Paul Ricoeur, es necesaria «una palabra de justicia» (‍Ricoeur, 2012: 84), que se expresa en el juicio y termina con una condena o una absolución. Una palabra de justicia. Justicia y palabra no pueden caminar por separado: ni en la acción de los sujetos procesales ni aún menos en la del juez que está llamado a motivar, a hacer saber el porqué de la decisión tomada.

La entrada del logos en la práctica de la justicia interrumpe la cadena de la venganza, pone la palabra fin al recrudecimiento de violencia, de perversidad, de dolor y de muerte. La tragedia no termina en tragedia. El final pone en escena la disolución feliz del entrelazado trágico, como respondiendo casi al dramático interrogante con el que concluye Las Coéforas, la segunda tragedia de la trilogía, talmente capaces de representar la angustia de nuestro tiempo: «¿Adónde irá a parar? ¿Se detendrá, pues, finalmente, adormecida ya, esta cólera de Ate [la diosa de la discordia]?» (Las Coéforas: vers. 1075-‍1076)

En el breve texto Los dos polos del silencio, María Zambrano ofrece sobre el poder de la palabra un destello de luz potentísimo: «[…] las palabras llevan consigo otra presencia […]. La palabra del diálogo puede permanecer mucho tiempo sin otra respuesta que no sea el silencio […]. Pero cada palabra que tenga una presencia nace del poder del «logos», y aunque esa y quien la pronuncie no lo posea, encontrará su plenitud además que en ella misma en los que siempre la pronuncian. El diálogo no es nada más» (‍Zambrano, 2008: 144)

A nuestra pregunta inicial —¿qué justicia es capaz de restablecer el orden violado y pacificar la convivencia civil?—, las Euménides ofrecen un primer camino dominado por la fuerza de la palabra dialogante. Pero no es todo.

IV. JUSTICIA INDIVIDUAL Y PAZ SOCIAL[Subir]

Como hemos dicho, las Euménides no terminan con el proceso de Orestes. Él está absuelto, pero la tarea de Atenea no ha acabado. Una vez pronunciada la sentencia, las Erinias, desilusionadas, reaccionan con rabia amenazando, una y otra vez, con esparcir veneno, muerte y destrucción sobre la ciudad. El espíritu de venganza no acepta con agrado una sentencia de absolución, aunque dictada no por un acto de clemencia sino por la complejidad del caso. Se trata de un acto cometido por deber y, al mismo tiempo, delictivo.

Ante esta nueva explosión de furia destructiva por parte de las Erinias, la responsabilidad de Atenea no puede considerarse finalizada con la conclusión del caso de Orestes, sino que tiene que asegurarse de que aquella decisión garantice el bien de toda la ciudad. Y aquí se inicia un largo e inesperado final de la tragedia, que parecía haber terminado con la conclusión del proceso. Después de que el Tribunal ha pronunciado la debida «palabra de justicia», «otra historia comienza aquí» (pidiendo prestada, de nuevo, una feliz expresión de Paul Ricoeur). La sentencia no es suficiente. Lleva a algo más.

Es cierto que la palabra de justicia expresada en la sentencia define, cierra una controversia específica en una determinada situación a través del juicio —es interesante señalar que tanto en francés (jugement) como en inglés (judgement), la misma palabra indica al mismo tiempo contenido y forma de las decisiones judiciales—. En cualquier caso, en la palabra de justicia expresada por la sentencia siempre habrá espacio para un «pero», por ejemplo, bajo forma de recurso, de una apelación a una instancia superior.

También ante el juicio más equilibrado, procesalmente irreprensible, capaz de escuchar los motivos de las partes según las reglas del fair trial y de reflejarlas en el decisum, las cuentas nunca salen. Diké no pertenece a nuestro mundo, pues ella solo aparece esporádicamente; la suya es solo una aparición fugaz e intermitente en los hechos humanos, puesto que su morada está en un «más allá». Cuando se muestra, vela; al hacerse visible, oculta (‍Curi, 2019: 79). El «didònai dìken, “hacer justicia”, no indica algo que pertenece al ámbito humano y aún menos al de las relaciones jurídicas entre los hombres» (ibid.: 83). Hay un cuadro famoso de Francisco de Goya, expuesto en El Prado, que representa perfectamente la aparición de una justicia superior en el consentimiento de los hombres y resalta la inevitable inadecuación de la justicia terrena: es interesante notar que durante mucho tiempo se pensó que el título de este cuadro era El triunfo de la justicia, hasta que se descubrió un título autógrafo en el reverso, donde está escrito No a todos conviene lo justo. En la práctica humana de la justicia hay una necesaria imperfección, la necesidad de un algo más. Sin la perspectiva de un algo más, la justicia es imposible (‍Giussani, 2008).

La insatisfacción y el resentimiento ante el dictamen del tribunal —una experiencia muy común y, al mismo tiempo, dramática, especialmente para las víctimas de los delitos más graves— tiene sus raíces en esta necesaria imperfección de la justicia humana. Y es aquí donde la venganza —derrotada gracias a la institución del tribunal como método de respuesta individual a la injusticia— puede aparecer nuevamente, de forma más sutil, más destructiva aún después de que las instituciones encargadas hayan podido llevar a cabo su tarea. Las Erinias, domadas por el tribunal en el caso de Orestes, dirigen su furia de venganza hacia toda la ciudad, quieren envenenar la polis. El peligro es que la venganza se convierta en parte del sentir común.

En el fondo asoma el espectro de la stasis, la lucha intestina de la ciudad, que conlleva destrucción y muerte. Para el bien de la polis hay que evitar la presencia del conflicto, y es vital que este no se convierta jamás en una insanable discordia; es preciso que se supere para que la comunidad no colapse bajo el peso de una guerra interna que pueda tener como única conclusión el aniquilamiento de todos los actores, el caer en el abismo de una violencia circular que divide lo que debería estar unido: la comunidad civil (comm-unitas) y el individuo (in-dividuus).

La stasis, la guerra civil autodestructiva, el desacuerdo irremediable entre facciones contrapuestas, es desde siempre el mayor mal que puede afligir a una comunidad política, como nos advierte también el xxviii canto del infierno de Dante, en el que aparece representada en una de las últimas y más profundas fosas, justo «donde se encuentran los autores de escándalos y cismas», portadores de discordia, difusores de divisiones y laceraciones en su comunidad.

Por esto, volviendo a nuestra tragedia, cuando —una vez terminado el proceso a Orestes— las Erinias amenazan con envenenar la ciudad, Atenea emprende un largo e intenso diálogo con las diosas funestas de la justicia antigua para persuadirlas de que aquieten su ira, su resentimiento, su humillación, con la intención de convencerlas para que conviertan en algo bueno su energía destructiva, prometiéndoles un sitio en la ciudad donde poder ser finalmente honoradas por la ciudadanía.

Y es aquí que la fuerza de la palabra de Atenea lleva a cabo una verdadera transfiguración de la imagen de la justicia: de las Erinias a las Euménides. Las antiguas diosas de la venganza renacen como Euménides, ya no más anunciadoras de venganza, de destrucción y discordia, sino diosas benefactoras, benevolentes, honoradas (v. 868) —εὖ δρῶσαν, εὖ πάσχουσαν, εὖ τιμωμένην (eu drosan, eu pàschousan, eu timomènen)—, donde la reiteración del prefijo eu- insiste sobre el bien en el que ellas participan y del que son portadoras.

Las Erinias no están alejadas de la vida de la polis. Una nueva justicia no sustituye la antigua; una ley nueva no se coloca en el sitio de la antigua. Pero una transformación de la justicia antigua tiene lugar al final, en una superación —Aufhebung— que conserva, sin liquidar (‍Ost, 2007: 122 y 131), hasta que al final Atenea reserva a las antiguas Erinias un puesto en la ciudad: no las extermina, no las aniquila.

V. SIN VENGANZA[Subir]

Voy a concluir con dos sugerencias para sus ulteriores consideraciones futuras. La primera es la trasformación de las Erinias en Euménides y su permanencia en la polis indica un aspecto tan paradójico como constructivo de nuestra práctica de la justicia. Como ha observado magistralmente Paul Ricoeur, «también las operaciones más civilizadas de la justicia, en concreto en el ámbito penal, mantienen aún la señal visible de aquella violencia original que es la venganza» (‍Ricoeur, 2012: 84). Y es Atenea, justo inmediatamente después de haber instituido el nuevo tribunal, quien aconseja «no expulsar de la ciudad todo lo que da miedo». Tenemos necesidad de una justicia, de un tribunal «insobornable, augusto, protector del país y siempre en vela por los que duermen» (Euménides, 704-706).

Por este motivo, también en las civilizaciones contemporáneas la justicia es inevitablemente una expresión de fuerza. Ciertamente, se trata de la expresión de una fuerza necesaria para fines altos, constitucionalmente importantes, necesarios en la convivencia social, con la finalidad de garantizar seguridad y orden, prevenir el crimen y sancionar la responsabilidad del culpable. Se trata de una fuerza dentro de las leyes. Pero el hecho es que, para que se concreta, la ley «toma algo prestado de la violencia contra la que quiere luchar» (‍Ost, 2007: 88).

La segunda —y última sugerencia— concierne al hecho de que el resultado desconcertante del proceso a cargo de Orestes —la absolución de un reo confeso, como hemos dicho— no acarrea el desorden en la ciudad, como las Erinias parecen amenazar, sino que suscita una justicia renovada, garantes las Euménides, buena para toda la ciudad.

La sentencia de Orestes fisura la férrea lógica retributiva de la pena que está en el origen de la ley del talión, del ojo por ojo, mal por mal —lógica que se renueva en todas las formas más arcaicas de la justicia, desde el Código de Hammurabi a las XII Tablas, desde el Antiguo Testamento (Éx 21, 23-‍25; Lv 24, 19-‍21) a la Orestiada, y que, de un modo u otro, prospera aún hoy en el sentir común—. La ruptura de esa lógica retributiva en el epílogo de las Euménides determina un desequilibrio, una excedencia, una superabundancia inédita que beneficia a toda la ciudad. A la insaciable sed de justicia que existe en todas las sociedades no corresponde una lógica more geometrico, que, en vez de sanar la injusticia, la reitera amplificándola.

En este sentido, la tragedia de las Euménides representa algo más que la superación del sistema de la venganza con sangre a favor de un ordenamiento jurídico institucional. Hay algo más, un algo más indispensable para que la justicia pueda alcanzar su finalidad. Es necesario un «excedente» para que la práctica de la justicia responda a su profunda razón de ser que, como decíamos al principio, consiste en pacificar el orden social: «Justicia, virtud suprema, expresión de armonía» (‍Zambrano, 2008: 60).

Llegados a este punto, permitidme dar un salto histórico de unos 2500 años y trasladarnos a la Sudáfrica de los años noventa. Hechos históricos, no ya narraciones mitológicas, repiten con la potencia del testimonio vivido estas grandes sugestiones enraizadas en los orígenes de nuestra civilización. El testimonio al que voy a referirme es el de Albie Sachs, víctima del apartheid en Sudáfrica, no por ser negro, sino en cuanto freedom fighter, abogado de las personas discriminadas, oprimidas y violadas. Tras haber sobrevivido a varios atentados y largas detenciones en las que, además de haber sufrido lesiones graves y gravísimas, ha perdido un brazo y la vista de un ojo, Albie Sachs fue nombrado juez constitucional de la nueva Sudáfrica y es el autor de una obra autobiográfica cuyo título es The soft vengeance of a freedom fighter (La dulce venganza de un luchador por la libertad). En una página inolvidable suya puede leerse: «La idea del ojo por ojo, del diente por diente, brazo por brazo, me angustia. ¿Es esto por lo que luchamos? ¿Por una Sudáfrica de mancos y tuertos? Hay una única forma de “venganza” que puede mitigar la pérdida de mi brazo, y es de naturaleza histórica: la victoria de aquello por lo que hemos luchado, el triunfo de nuestros ideales»[2].

Una «dulce venganza» es su principio inspirador, una respuesta al mal que poco o nada tiene que ver con la venganza destructiva de las Erinias. Un principio que tiene su origen en el dolor y en la soledad de un cuarto de hospital después del atentado que lo mutiló para siempre. En aquel momento, Albie Sachs recibió una carta de un amigo que le escribía: «No te preocupes Albie, nos vengaremos por lo que te han hecho». «¿Qué os vengaréis? Pensé. ¿Qué iremos cortando por ahí brazos a la gente? ¿Qué dejaremos tuerto a quién me dejó a mí? ¿Es este la Sudáfrica que queremos?» (‍Mazzucato, 2017: 201).

De estas vivencias han nacido las formas más completas de la justicia restaurativa de la época contemporánea, expresadas emblemáticamente en la experiencia de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación en Sudáfrica después del fin del apartheid. Un modelo que tiene raíces antiguas, en el rib bíblico, en el Ubuntu de la cultura africana, y que se está difundiendo a escala internacional como respuesta a las insuficiencias de la justicia tradicional, si bien rectamente administrada.

Considero que esta es la traza más prometedora del camino actual de la práctica de la justicia, y se detecta en el mundo contemporáneo. Se encuentran experiencias de justicia restaurativa por todas partes, y en mi trabajo, como ministra de Justicia estoy dedicando muchas energías para valorizarlas y difundirlas. El redescubrimiento de la justicia restaurativa nace de la necesidad insaciable de justicia, ya sea por parte de las víctimas como de la sociedad, y de una insatisfacción general hacia el sistema justicia, debido, entre otras cosas, a la escasa efectividad de la justicia penal en términos de reducción de la reincidencia y difusión de la criminalidad.

La justicia restaurativa —según la Declaración de Venecia, aprobada por los ministros del Consejo de Europa el 14 de diciembre de 2021— es «un proceso que permite a las personas perjudicadas por un delito y a los responsables del mismo, si dan su libre consentimiento, participar activamente en la resolución de sus efectos mediante la ayuda de un tercero formado e imparcial». Es una forma de justicia que implica, de modo libre y voluntario, a la víctima, al autor del delito y a la comunidad; es una justicia que apuesta por la fuerza del encuentro cara a cara; que exige la asunción de las propias responsabilidades ante la víctima y toda la comunidad; que recurre a la potencia de la narración de la verdad vivida y a la identificación en la cosmología del otro, y tiende a promover la reparación del daño, la restauración de las relaciones sociales y comunitarias y a reforzar la necesidad de seguridad.

Una vez más, Justin Welby, en su reciente libro sobre el poder de la reconciliación, que debe mucho a la experiencia sudafricana, escribe que «cuando observamos la reconciliación tenemos que reconocer también y tener compasión de nuestros corazones que hieren y son heridos. La reconciliación es, frecuentemente, arriesgada y nunca a buen precio, pero la alternativa tiene un riesgo más caro» (‍Welby, 2022b: 7). Y continúa subrayando que, para atravesar el largo y tortuoso camino hacia la reconciliación, es preciso ser curiosos, estar presentes, saber «re-imaginar». Be curious, be present, reimagine.

La justicia restaurativa no responde a la lógica de la clemencia o del perdón. Es una justicia exigente, de ánimo severo —como diría Esquilo— y, no obstante, eso no condena de modo perpetuo, como en un eterno retorno, un acting out del mal, de la violencia, destrucción y muerte. Es una justicia que mira más allá, que está orientada al futuro más que a petrificarse sobre hechos pasados que, en cualquier caso, son imborrables. Es una justicia que tiende a re-conocer, re-parar, re-construir, re-establecer, re-conciliar, re-estaurar, re-comenzar, re-componer el tejido social. Es una justicia que se caracteriza por el prefijo re-, que alude a la posibilidad de un renacimiento: sin cancelar nada, re-cordando todo.

La justicia restaurativa es un modo de mirar los conflictos de cualquier tipo, no solo los que se originan en el ámbito de la justicia penal, capaz de irradiarse para convertirse en fuerza benéfica que pacifica cualquier tipo de comunidad, desde las aulas escolares a los grandes escenarios de lucha de la historia, que arrollan en la dinámica destructora de la violencia a decenas, centenares o miles de víctimas. Es una posibilidad que abre una perspectiva nueva para cada existencia individual y para toda la comunidad en la que «estamos englobados» —como dice, una vez más, María Zambrano— , «porque nuestra vida, si bien en su trayectoria personal, está abierta a la de los demás. […] Actores en la trama de la historia del mismo modo que en la trama de la vida de todos los hombres» (‍Zambrano, 2000: 14).

NOTAS[Subir]

[1]

Las siguientes reflexiones sirvieron de objeto del discurso de investidura de la autora como doctora honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid, el 15 de junio de 2022. El estilo y el formato del texto reflejan el espíritu de la presentación original. La traducción, fiel al original, ha sido realizada por María Concepción García Oliver (Roma, 25 de junio de 2022).

[2]

Citado y traducido por Mazzucato (‍2017: 165-‍166).

Bibliografía[Subir]

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Zambrano, M. (2008). Per l’amore e per la libertà. Scritti sulla filosofia e sull’educazione. Genova; Milano: Marietti 1820.