RESUMEN

Las invocaciones convencionales al republicanismo y al populismo presuponen su absoluta incompatibilidad. No obstante, diversos trabajos recientes cuestionan tal oposición al destacar importantes puntos de continuidad en las orientaciones axiológicas que animan a cada una de estas tradiciones. ¿Bajo qué supuestos teóricos y normativos tiene asidero la conjugación del populismo republicano? Este trabajo profundiza en la diversidad interna que albergan ambas tradiciones políticas para indagar en sus eventuales convergencias. Se sostiene que dicho ensamble requeriría de variantes específicas del republicanismo y del populismo que simultáneamente hagan lugar al antagonismo constitutivo de lo social y a ciertos marcos institucionales unificadores de la cosa pública. Esta doble condición es rastreada en ciertas lecturas del republicanismo de Maquiavelo, así como en el pensamiento populista que conecta con la teoría agonista de Mouffe y que contrasta con el enfoque rupturista y anti institucionalista de Laclau.

Palabras clave: Republicanismo; populismo; Maquiavelo; Mouffe; Laclau; antagonismo; agonismo.

ABSTRACT

Conventional invocations of republicanism and populism presuppose their absolute incompatibility. However, several recent works question this opposition by highlighting important points of continuity in the axiological orientations that animate each of these traditions. Under what theoretical and normative assumptions does the conjugation of republican populism become viable? This paper explores the internal diversity contained in both political traditions in order to explore their possible convergences. We argue that such an assembly would require specific variants of republicanism and populism that simultaneously accommodate the constitutive antagonism of the social and the unifying institutional frameworks for the res publica. This double condition is traced in some readings of Machiavelli’s republicanism, as well as in populist thought that connects with Mouffe’s agonist theory and contrasts with Laclau’s rupturist and anti-institutionalist approach.

Keywords: Republicanism; populism; Maquiavelo; Mouffe; Laclau; antagonism; agonism.

Cómo citar este artículo / Citation: González Scandizzi, J. (2024). Maquiavelo, Laclau y Mouffe. Encuentros y desencuentros entre populismo y republicanismo. Revista de Estudios Políticos, 205, 29-‍56. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.205.02

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Las ideas de republicanismo y populismo son, desde luego, categorías teóricas. Pero son también mucho más que eso. Ambos términos condensan la sedimentación de tradiciones difícilmente aprensibles en su conjunto. Sus invocaciones despliegan simbologías propias, respectivamente de carácter positivo y negativo, que operan como referencias de reivindicación y de condena. Tras estos usos convencionales y fuertemente moralizantes de las categorías, se presupone una absoluta incompatibilidad entre la integridad normativa del ideario republicano y la corrupción congénita de todo aquello que destile populismo. En el profano terreno de las disputas narrativas cotidianas, desde las trincheras conservadoras se produce una apropiación del recurso legitimador del republicanismo, mientras que las tendencias izquierdistas y las fuerzas progresistas —incluso en sus versiones más moderadas— se ven empujadas a reaccionar defensivamente ante la acusación por su populismo real o imaginario.

El populismo aparece, entonces, como un mote «incrustado en nuestra lengua» que sirve como representación de algunos de los problemas más acuciantes que viven nuestras democracias (‍Barros, 2022). Regularmente el mundo académico ha convalidado o replicado este mismo tipo de parcialidad. Buena parte de la filosofía política —antigua, moderna y contemporánea— asume la normatividad inherente de la tradición republicana como perspectiva orientada hacia el «buen gobierno» (‍Ortiz, 2021), al tiempo que sanciona la irracionalidad y perversidad que caracteriza al imaginario populista:

Identificando la idea de «república» apenas con un conjunto de buenas maneras de la mesa, confundiendo la «cosa pública» con la propensión a hablar en voz calma y a no confrontar con los intereses de los poderosos, actores muy relevantes del mundo de los medios y también de la academia nos han habituado a oponer, como si fueran dos conceptos antagónicos y mutuamente excluyentes, las categorías de «populismo» y de «república». (‍Rinesi, 2018: 31)

En nuestro contexto de inscripción, la advertencia tiene especial relevancia para el caso del populismo, término al que se lo equipara con una anomalía, «un fenómeno extraño, patológico, excepcional o excéntrico respecto a los modos "normales" de funcionamiento de la vida política» (‍Rinesi, 2018: 21). Esta comprensión tiende a bajarle el precio al populismo, rehusándose a concederle la dignidad de una categoría auténticamente teórica o de una tradición política analíticamente discernible.

Contra estas inercias académicas, desde hace algún tiempo, se ha levantado un prolífico campo de estudios sobre el populismo. En particular, la figura de Ernesto Laclau sobresale como una referencia ineludible en la reivindicación de este término como símbolo de una lógica política que puede y debe pensarse —y repensarse— con el máximo rigor analítico. La necesidad de aportar reflexiones sistemáticas sobre fenómenos populistas que irrumpen por todas las latitudes consolida esta agenda de investigación como una de las más relevantes para la teoría y la ciencia política contemporánea[2]. Por su parte, al calor de estas producciones, ha germinado también una revisión crítica de la comprensión tradicional del vínculo existente entre republicanismo y populismo. La canónica visión de oposición recíproca es desafiada por distintos enfoques que destacan importantes puntos de continuidad entre las orientaciones axiológicas que animan a cada una de estas tradiciones[3].

Desde siempre la cuestión normativa ha atravesado los debates sobre el populismo y pervive, asimismo, en la simultánea fascinación y repulsión que hoy genera la categoría. La pregunta fundamental apunta a dilucidar si el populismo constituye un fenómeno democrático o antidemocrático (‍Vergara, 2020: 229). Las respuestas a este asunto conforman un abanico amplio, que va desde la irremediable contradicción entre democracia y populismo hasta la reivindicación partisana de este último como una de las formas más productivas de densificar la política y radicalizar la democracia. A la par de estos impulsos, lecturas recientes sostienen que muchas experiencias populistas han conseguido poner en primer plano el mismo tipo de preocupaciones normativas que se deducen de ciertas expresiones del republicanismo, a saber: la vocación inclusiva, participativa, conflictiva e igualadora que se pretende para las instituciones de la cosa pública. Aquí, la referencia ineludible apunta al anclaje popular y plebeyo de la república que se remonta al menos hasta Maquiavelo.

Estos trabajos invocan la incidencia que las ideas republicanas desempeñaron en el imaginario de numerosos ensayos democratizantes o emancipadores canónicamente catalogados como populistas. Desde esta arista, no se trata ya de rechazar esta adjetivación maldita, sino de resignificarla como algo positivo y elogioso. Consecuentemente, el populismo aparecería como «un síntoma republicano de la democracia» (ibid.: 237). Los planteos más audaces llegarán incluso a decir que, en contextos como el latinoamericano, el populismo es el nombre que se le ha dado al republicanismo (‍Rinesi, 2018). Estos desplazamientos conceptuales perfilan un potente programa teórico y político que puede encolumnarse bajo las rotulaciones del republicanismo populista o del populismo republicano.

Esta vocación articulatoria, sin embargo, no tiene un camino fácil. Para el contexto latinoamericano, y desde un registro equiparable al republicanismo cívico, enfoques como el de Guillermo O’Donnell (‍1977) han postulado una fuerte contraposición entre las experiencias populistas y el desarrollo de la ciudadanía, manifestando que solo el eclipse de las primeras ha permitido el florecimiento de la segunda (‍Aboy, 2010: 23; ‍Vatter, 2012: 243). A su modo, estas concepciones prosiguen el trabajo pionero de Gino Germani (‍1968), quien consideraba que las experiencias populistas no eran más que la expresión arcaica e irracional de una forma de autoritarismo que impedía seguir el modelo occidental de modernización. Desde esta posición, Germani calificó al populismo como un fenómeno hostil y externo a la democracia representativa y a la tradición republicana asociada a ella (‍Biglieri y Cadahia, 2021: 46).

Pero también quienes actualmente simpatizan con las potencialidades emancipadoras y democratizantes del populismo no siempre ven viable dicha conciliación. Así, por ejemplo, Panizza (‍2009: 34) señala que el populismo es una «intrusión perturbadora […] que va en contra de las formas republicanas de identificación política». El mismo tipo de rechazo se pone de manifiesto en lecturas que, desde el interior del republicanismo, se desmarcan decididamente de sus variantes aristocráticas. En tal sentido, Ma. Julia Bertomeu (‍2021) caracteriza al «republicanismo populista» o el «populismo republicano» como un oxímoron. Más específicamente, advierte sobre la «imposibilidad de hacer compatible el populismo de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau con un republicanismo democrático y plebeyo», asumiendo que el populismo propuesto por estos autores se construye «sin criterio normativo alguno» (ibid.: 35).

¿Bajo qué supuestos podría afirmarse entonces tal continuidad teórica y normativa entre estas dos tradiciones? ¿En cuáles de sus diversas acepciones el republicanismo y el populismo devienen concepciones conmensurables? Para abordar estas cuestiones en este trabajo se profundizará en las complejidades internas que cobijan estas tradiciones políticas, intentando evitar tanto su conciliación como su oposición automática. Sostendremos que, aun cuando no sea posible hacerlo de forma genérica, sí puede postularse una convergencia entre variantes específicas del pensamiento republicano y de la teoría populista. Tales variantes deberían contemplar, al mismo tiempo, el antagonismo constitutivo de lo social, así como ciertos marcos institucionales que permitan dar unicidad a la cosa pública. Esta doble condición puede ser rastreada tanto en algunas de las recuperaciones contemporáneas del republicanismo de Maquiavelo, como en el pensamiento populista que conecta con la teoría agonista desarrollada por Chantal Mouffe.

La lectura de Maquiavelo que aquí nos interesa deja explícitamente de lado la discusión sobre si puede considerarse a este autor como un teórico del populismo (‍McCormick, 2001, ‍2011; ‍Vatter, 2012; ‍Barros, 2022: 160), así como la cuestión sobre el alcance de la igualación material implicada en su ideal republicano (‍Vatter, 2012; ‍Lamadrid, 2020). Antes bien, quisiéramos rescatar desde Maquiavelo un planteo que, a contrapelo de otras expresiones del republicanismo, pone en el centro el antagonismo y el sentido trágico del orden político (‍Lefort, 2010; ‍Rinesi, 2005). Este conflictivismo mantiene, no obstante, su conexión normativa con la igualdad ante la ley, lo que nos previene del abismo de la fragmentación social. Mouffe, por su parte, en sus últimos trabajos (‍2018, ‍2019, ‍2023), hace una reivindicación partisana del populismo e insiste en la necesidad de trazar una nueva frontera política entre pueblo y oligarquía que permita repotenciar el proyecto democrático de izquierda. Sin embargo, en este punto parece necesario enfatizar los contrastes existentes entre el programa adversarial del populismo mouffeano y la expresión radicalmente antagónica que recoge la teoría de Laclau[4]. Estos contrastes permiten interpretar el giro populista de Mouffe como inmerso dentro de la institucionalidad de la democracia liberal y de la gramática del republicanismo cívico.

El argumento del trabajo se organiza en tres apartados principales. Primeramente, alejándonos de la tendencia racionalista y consensualista que orienta a parte del pensamiento republicano, nos dejaremos guiar por una lectura posfundacional de Maquiavelo. Desde ella, podremos delinear una comprensión de la cosa pública que hace del conflicto insuperable entre «grandes» y «plebe» su eje medular. Como veremos, esto configura una imagen agonística del orden republicano que, sin garantías últimas, encuentra en la eterna contraposición de los humores sociales la mejor expresión de la república y el origen de sus buenas leyes. A continuación, y desde la orilla populista, mostraremos cómo la propuesta de Laclau nos conduce a un callejón sin salida a la hora de modular una articulación viable entre republicanismo y populismo en tanto asume al populismo como el reverso absoluto de todo institucionalismo. A contrapelo de esta teoría, finalmente, reconstruiremos la comprensión populista bosquejada por Mouffe, en donde la escisión entre pueblo y oligarquía —definitoria del populismo— se dirime dentro de un nosotros adversarial que permite domesticar o sublimar el antagonismo. A modo de conclusión, resaltaremos que tanto el programa republicano de procedencia maquiaveliana como la vertiente mouffeana del populismo permiten pensar las instituciones de un populismo republicano, simultáneamente, como marco simbólico que unifica la cosa pública y como campo de lucha donde el conflicto inerradicable entre pueblo y oligarquía puede desfogarse de un modo no destructivo.

II. TRAS LAS HUELLAS DE MAQUIAVELO: LA VÍA REPUBLICANA HACIA EL POPULISMO[Subir]

Explorar la pretensión conciliatoria entre populismo y republicanismo nos obliga a centrar la mirada en la diversidad de tendencias superpuestas dentro de la representación de la res pública. Simplificando bastante las cosas y condensando el pluralismo histórico y conceptual de esta tradición sería posible identificar dos grandes alineaciones generales. Por un lado, una idea de república que se asocia a la armonía social y a la concordia cívica. Por el otro, una mirada centrada en la fecundidad del conflicto y la discordia (‍Gallardo, 2012: 5). Esta partición es el punto de partida obligado para aquellos planteos que pretenden compatibilizar el republicanismo con el populismo. En efecto, solo desde el segundo de estos trayectos republicanos podría convalidarse el elemento de antagonismo social que el pensamiento populista, en cualquiera de sus versiones, trae a primer plano.

Frente a las inclinaciones republicanas que intentan mantener a salvo el orden consensual y armónico de la cosa pública, planteos como el de Eduardo Rinesi (‍2015, ‍2018; ‍Rinesi y Muraca, 2010) insisten en que el populismo tiene que ser pensado como una de las formas específicas que asume la república: una forma conflictiva, tumultuosa, democrática y popular. Este autor sostiene que la discusión no debería entenderse como un debate entre los partidarios del populismo y los defensores de la república, sino más bien como un debate que opone a «republicanos minoritaristas» y «republicanos populares». Asentados sobre esta segunda vertiente, «podríamos legítimamente llegar a la conclusión de que son los denostados populistas los que más merecen el nombre de republicanos en el pasado y en el presente de nuestra región. [En] América del Sur, hoy como ayer, los verdaderos republicanos somos nosotros, los populistas» (‍Rinesi, 2018: 34-‍35).

A la luz de esta provocativa perspectiva vale la pena volver sobre las disecciones analíticas del pensamiento republicano, disecciones que, tentativamente, podríamos ordenar bajo los diferentes pares adjetivales: conflictiva/consensual, popular/oligárquica, plebeya/aristocrática, democrática/antidemocrática, emancipatoria/conservadora. Pensar la república desde estas oposiciones binarias nos aproxima considerablemente al tipo de cesura que origina la lógica populista: pueblo/oligarquía, abajo/arriba, nosotros/ellos. Una contraposición que bien puede ubicarse dentro del mismo estilo de pensamiento dicotomizante al que nos somete Maquiavelo en sus Discursos: nobles/plebe, grandes/pueblo. Esto nos da pie para ingresar de lleno en la concepción del republicanismo que delinea el florentino.

El derrotero republicano encuentra en Maquiavelo un capítulo fundamental y disonante. Salvo por la tendencia que él inaugura, el republicanismo —especialmente en su versión moderna o ilustrada— hace propia una visión idealizada, uniformizante y excluyente de la ciudadanía. Una visión que tiende a expulsar del mundo común una otredad moralmente disminuida y a cimentar una comunidad política homogeneizante o racionalizante (‍Gallardo, 2012: 8). La comprensión de Maquiavelo, por el contrario, parte de una «división constitutiva» de la sociedad como base de la república y rechaza toda idealización de un gobierno o una sociedad plenamente integrada. Según esto, el gobierno republicano nunca «podría asegurar la armonía de la sociedad, pues la sociedad está siempre dividida, y no puede más que estarlo, entre dominantes y dominados» (‍Lefort, 2010: 574).

Esta alabanza del disenso es algo que «horrorizaba a los contemporáneos de Maquiavelo» (‍Skinner, 1984: 85). Nuestro autor no solo desafía, sino que literalmente invierte, varios de los supuestos medulares en los que se basaba el republicanismo clásico. Nos referimos al rol que el consenso y la razón, en contraposición al conflicto y las pasiones, desempeñan como soporte de la libertad. Mientras que la tradición republicana constantemente había confiado al primero de estos binomios el fundamento de las buenas leyes, Maquiavelo postula que es en la insuperable rivalidad que existe entre los «humores» sociales donde se encuentra la piedra angular de la mejor república de la que tenemos registro. Así como la grandeza de la república romana no podría explicarse por la unión de la comunidad ni por los signos de virtud y sabiduría del Senado, tampoco las causas de su destrucción habría que imputarlas a los disturbios y querellas que tuvieron lugar entre los grandes y el pueblo.

Creo que los que condenan los enfrentamientos entre los nobles y la plebe desaprueban lo que mantuvo libre a Roma en primer lugar. Se fijan más en el ruido y los gritos que brotan de tales revueltas que en los efectos positivos que tuvieron, sin tomar en consideración que en toda república hay dos espíritus contrapuestos: el del pueblo y el de los grandes, y que todas las leyes que preservan la libertad nacen de los desacuerdos entre ellos[5] (‍Maquiavelo, 2016: 80).

El pensamiento maquiaveliano carga con el tipo de inscripción trágica y antagónica propia de una ontología posfundacional de «lo político»[6]: por un lado, toma nota de un debate incesante entre valores, intereses y aspiraciones de grupos sociales; por otro, da cuenta de la inexistencia de una razón última o universal capaz de darle a ese debate una solución inapelable y definitiva. La centralidad que Maquiavelo confiere al conflicto, así como su resistencia a pensar ese conflicto «bajo ninguna tranquilizadora hipótesis de "síntesis" posible entre las posiciones en lucha […] es lo que nos permite considerar su pensamiento como un pensamiento "trágico"» (‍Rinesi, 2005: 61).

Justamente este sentido trágico es lo que permanece oculto en la fórmula del buen gobierno que se alienta desde buena parte de la tradición republicana. Frecuentemente, aparece allí la ilusión de una sociedad reconciliada que hace del orden institucional y del consenso racional la brújula normativa de la praxis política (‍Poltier, 2005: 31). Así, por caso, distintas variantes neorrepublicanas plantean el criterio de «libertad como no dominación arbitraria» como línea de base desde la cual denunciar las exclusiones que persisten en los órdenes políticos realmente existentes. Sin embargo, al hacerlo, a menudo trafican la ilusión de una sociedad plena todavía no realizada, pero realizable, en donde la libertad así entendida podría llegar a desplegar todo su potencial. Las exclusiones, como formas arbitrarias de dominación o interferencia, representan aquí los obstáculos ónticos y contingentes en el camino de la construcción de un orden social justo y armonioso[7].

Por el contrario, siguiendo a Lefort (‍2010: 569), podemos sostener que «cuando Maquiavelo afirma que la sociedad está siempre dividida entre los que quieren dominar y los que no quieren ser dominados, no apunta a una división fáctica producida por accidente. La sociedad se relaciona consigo misma en la división». El pensamiento maquiaveliano se abre así a una ontología posfundacional desde la cual asume el antagonismo y la contingencia última de «lo político». En este sentido, cabe decir que «Maquiavelo es, de hecho, el inventor del pensamiento político» (‍Marchart, 2009: 133). Dada la escisión originaria e indecidible de la sociedad no tenemos más remedio que aceptar la ausencia de un criterio normativo racional y definitivo en el cual anclar, de una vez y para siempre, la validez de «la política» ordinaria.

Asimismo, el modo en que Maquiavelo da cabida a las emociones en la vida pública constituye el otro gran desafío que su teorización supone para el republicanismo de talante racionalista: «Humores, deseos, estas palabras tienen el poder singular de evocar la vida de una sociedad, no forman parte del lenguaje noble de la razón» (‍Lefort, 2010: 575). La recepción maquiaveliana de las pasiones políticas se contrapone a una vocación republicana esquiva a la inclusión de los afectos en la vida pública. Así, mientras que la política clásica consideraba que el desacuerdo tiene su fuente en los errores de juicio provocados por la subversión de las pasiones ante el tribunal de la razón, Maquiavelo descubre la irreductibilidad de los deseos sociales que expresan un perpetuo movimiento entre contrarios (‍Poltier, 2005: 30-‍31). En este punto las leyes y las instituciones están llamadas a cumplir un rol fundamental al permitir

desfogar los malos humores que, de un modo u otro, acaban surgiendo en las ciudades contra tal o cual ciudadano. Si no se da salida a este rencor de forma ordinaria, a veces se recurre a medios extraordinarios que llevan a la ruina a toda república. No hay nada que dé mayor estabilidad y firmeza a una república que un orden político que contemple una salida legal a las alteraciones causadas por estos estallidos (‍Maquiavelo, 2016: 90).

De este modo, ni el origen ni el destino de la ley reside en la racionalidad moderada de la deliberación pública bien ordenada, «más bien la ley se revela ligada a una desmesura del deseo de libertad, de un exceso» (‍Ferrás, 2013: 71). Es a esta pulsión vívida de la plebe, tumultuosa y desordenada, a la que debemos las mejores leyes de la república. El conflicto originario entre los afectos sociales conforma una dialéctica productiva con —y dentro de— el orden institucional y legal. Pues, «todas las leyes que preservan la libertad nacen de los desacuerdos entre [el pueblo y los grandes]» (‍Maquiavelo, 2016: 80). Retomando la interpretación de Lefort, podemos decir que el expediente maquiaveliano de la ley nos brinda herramientas para encausar la división social, conteniendo el infinito devenir de contingencias, diferencias y antagonismos.

Todo consiste en saber la suerte que corre esa división. O bien es proyectada en la naturaleza […]. O bien la división es reconocida de manera tácita como meramente social: entonces se ejerce sobre el fondo de la igualdad; tal es la característica de las repúblicas. […] el pueblo es dominado, pero goza de la posibilidad, aunque sea por medios salvajes, de hacer valer sus reivindicaciones y de conquistar un sitio en el sistema político por el hecho de que las circunstancias no permitieron excluirlo de la ciudadanía (‍Lefort, 2010: 574).

A partir de la inclusión cívica de la plebe como parte de la vida pública se entrama una unidad simbólica común que, antes que recomponer o disimular la división constitutiva, permite su expresión y su desfogue. La clave está en cómo se conciben las instituciones que regulan la vida común. En efecto, los dos humores o deseos sociales «no son extraños el uno del otro. La Ciudad forma un todo; tiene una representación de sí misma en virtud de una separación primera» (ibid.: 569). La comunidad, por tanto, no se agota en su diferencia, sino que adviene desde un poder que, en un mismo gesto, evoca la sociedad «como si fuera una y dividida a la vez» (‍Poltier, 2005: 31). En virtud de ese poder que da forma a lo social las facciones pueden —y deben— regirse por la misma ley. La discordia cívica es, paradójicamente, lo que «continuamente amenaza el orden y constituye, por ende, tanto su vida como su muerte» (‍Ferrás, 2013: 66). No obstante, mientras persista esa representación común del nosotros cívico es posible evitar que la tensión constitutiva se desborde en una relación puramente antagónica entre las partes. Se trata, al decir de Vatter (‍2012), de un conflicto específicamente «político» o «constitucional» que descarta la expresión militar o de guerra civil. La igualdad ante la ley trae a primer plano una forma de resistencia que tiene lugar dentro y a través de la ley misma (ibid.: 256).

De allí también la importancia de la ley como representación tanto de la igualación ciudadana como de de los recursos coercitivos que solo ella puede legitimar y que permiten poner freno a aquellas voluntades que pretenden «estar por encima de las leyes» (‍Maquiavelo, 2016: 91). Este reconocimiento equitativo que toma forma en las instituciones de la república constituye una condición imprescindible para su estabilidad; estabilidad que, no obstante, solo puede persistir en la puja permanente entre sus partes. Solo a partir del conflicto originario los individuos y grupos se sitúan dentro de un mismo fondo común de igualdad. Pues, lejos de destruir el conjunto de la sociedad, la división implica una dimensión de totalidad, ya que impide que cualquier actor pueda dominar o encarnar el sentido último de lo social: «Cualquier pretensión de este tipo será debatida, ello conduce a la conclusión de que la verdad de la totalidad social no puede sino residir en el debate como tal. La dimensión de totalidad no se descarta de ninguna manera; antes bien, se la invoca como un efecto de un debate interminable que impide a cualquier grupo llegar a dominar el sentido del todo social» (‍Marchart, 2009: 132).

El persistente deseo del pueblo de resistir el dominio de los grandes hizo florecer una «relación fecunda con la ley» (‍Lefort, 2010: 569). Este concepto de ley conserva un elemento de negatividad, en el sentido de que implica un freno o una contención de la dominación arbitraria sobre el pueblo por parte de los grandes. No obstante, la contención de ese poder arbitrario resulta siempre momentánea e inestable. El antagonismo como trasfondo ontológico no desaparece nunca (‍Marchart, 2009: 135). De allí que ni siquiera las mejores leyes de la república garanticen procesos de reconocimiento e inclusión cívica plenamente logrados, antes bien estas operan como una suerte de trinchera desde la cual la plebe defiende su no dominación y la proyecta hacia la ampliación constante de su espacio de acción. La fecundidad de la ley se manifiesta por ello en una institucionalidad y en una agenda legislativa en permanente disputa.

No hay ningún fetichismo de la […] ley: esta solo tiene el sentido de una sociedad efervescente en la que la definición del bien, de la justicia, de la legitimidad está siempre en cuestión y en la que los imperativos de la conservación se combinan con los de la innovación. […] Tal es la razón por la que la mejor república es superior a todos los otros regímenes: se presta al movimiento. Experimentando la inestabilidad consigue obtener mayor estabilidad (‍Lefort, 2010: 576-‍577)

Al vigilarse recíprocamente, y sin renunciar a sus intereses parciales, las facciones se ven arrastradas «por una mano invisible a promover el interés público en todos sus actos legislativos» (‍Skinner, 1984: 85). Cuando los poderes institucionales que encarnan los respectivos vicios privados consiguen equilibrarse suficientemente se convierten en el motor de la virtud pública. Precisamente, es esta alquimia institucional de su constitución mixta lo que explica la grandeza de Roma y su «república perfecta» (‍Maquiavelo, 2016: 78). Ahora bien, dicha «perfección» representa una suerte de delimitación, nunca completamente garantida, del campo de disputa en el que batallan los espíritus contrapuestos que habitan en toda ciudad. Tal imagen queda muy lejos de la quietud idealizante y de la armonía racional que alientan otras versiones del republicanismo. La perfección republicana maquiaveliana se ordena, en cambio, en la dinámica vibrante y agonística de los deseos eternamente enfrentados.

La institución de la república y de las buenas leyes que de ella surgen no son, por tanto, solo un punto de llegada que clausura o anula los enfrentamientos. Por el contrario, el orden institucional romano se constituye, a un mismo tiempo, en efecto y en causa de un conflicto correctamente desfogado. Un campo de batalla «donde se encuentran (en el doble sentido de que se reúnen y de que se enfrentan) los deseos, intereses y valores contrapuestos» (‍Rinesi y Muraca, 2010: 66). Este sentido agónico del combate público es lo que permite procesar positivamente la contingencia, el antagonismo y la división social constitutiva. Para ello, este conflicto ontológico tiene que ser capaz de encontrar, en el plano óntico, un marco simbólico y normativo de prácticas e instituciones comunes que permitan evitar la destrucción del orden social. De este modo, podemos concebir a Maquiavelo como el primer «teórico del antagonismo», pero, al mismo tiempo, como «el primero en desarrollar una teoría del "agonismo" como la forma simbólicamente regulada del antagonismo» (‍Marchart, 2009: 135).

Con ello en mente, estamos ahora en condiciones de volver a la cuestión del entrecruzamiento entre este tipo de republicanismo y la lógica populista. De acuerdo con lo visto hasta aquí, la formulación de un populismo republicano debería definirse por un carácter dual en cuanto a la relación que expresa entre consenso/conflicto, unidad/división, agonismo/antagonismo. Es necesario clarificar entonces con mayor detenimiento los expedientes de la teoría populista que mejor se ajusten a estos requisitos. Como veremos, podría resultar problemática la referencia a la teoría de Laclau que muchos de los alegatos a favor del populismo republicano invocan como marco general de sus ideas. Sospechamos que esta propuesta resulta incapaz de arropar aquella ambivalencia entre lo conflictivo y lo consensual que requiere un populismo que se pretenda republicano. Sobre esta base, en el siguiente apartado exploraremos críticamente el planteo laclauniano enfatizando su potencial oclusión del espacio institucional y simbólico comunitario. Como alternativa a este enfoque, en la tercera parte reconstruiremos la proposición populista que, en clave agonista, bosqueja Mouffe.

III. LACLAU VERSUS MOUFFE: LA CONSTRUCCIÓN POPULISTA, ENTRE LO ÓNTICO Y LO ONTOLÓGICO[Subir]

A partir de la publicación de Hegemonía y estrategia populista (1987) los desarrollos conceptuales de Mouffe y de Laclau han quedado indudablemente asociados. Desde entonces, la contingencia y el antagonismo devienen elementos ineludibles a la hora de elaborar un pensamiento ontológico sobre lo político. No obstante, luego de aquel trabajo colectivo, sus trayectos intelectuales se bifurcaron sensiblemente (‍Wenman, 2003: 583). Mientras que Mouffe ha mostrado un interés explícito en indagar el campo democrático desde una «perspectiva agonística», Laclau hizo de la categoría de «populismo» su referencia fundamental.

No es exagerado afirmar que el núcleo contemporáneo más productivo y relevante de estudios sobre el populismo tiene su punto de inicio en las formulaciones desarrolladas por Laclau. A diferencia de las tradicionales comprensiones empiristas e historicistas sobre el populismo, Laclau inaugura una teoría no esencialista, basada en una conceptualización formal, que identifica su sujeto —el pueblo— a partir de un proceso de constitución discursiva: «Este enfoque entiende al populismo como un discurso anti statu quo que simplifica el espacio político mediante la división simbólica de la sociedad entre "pueblo" (como los "de abajo") y su "otro". […] las identidades tanto del "pueblo" como del "otro" son construcciones políticas, constituidas simbólicamente mediante la relación de antagonismo» (‍Panizza, 2009: 13). La teoría populista se desprende así de todo contenido sociológico, económico o ideológico.

Expuesto de un modo sumario, el concepto laclauniano de populismo remite a tres dimensiones fundamentales: a) la unificación de una pluralidad de demandas en una cadena equivalencial; b) la constitución de una frontera interna que divide a la sociedad en dos campos antagónicos, y c) la consolidación de la equivalencia mediante la construcción de una identidad popular que es cualitativamente algo más que la simple suma de los lazos equivalenciales (‍Laclau, 2005: 102). Según el autor, una necesidad social puntual o individual que apela a una instancia de poder decisorio superior, sin cuestionarla, opera dentro de una «lógica diferencial». Este tipo de lógica presupone que no existe una división social constitutiva. Eventualmente, «toda demanda legítima puede satisfacerse de un modo administrativo, no antagónico» (‍Laclau, 2009: 56).

No obstante, a medida que las peticiones individuales se convierten en reclamos que convergen en una «frustración múltiple», se da paso a la «lógica equivalencial». La distinción entre «demanda democrática» y «demanda popular» da cuenta de ese pasaje: «A una demanda que, satisfecha o no, permanece aislada, la denominaremos demanda democrática. A la pluralidad de demandas que a través de su articulación equivalencial, constituyen una subjetividad social más amplia, las denominaremos demandas populares: comienzan así, en un nivel muy incipiente, a constituir al "pueblo" como actor histórico potencial» (‍Laclau, 2005: 99).

Con esto, Laclau diferencia «entre demandas intra– y antisistémicas, esto es, entre demandas que pueden ser acomodadas dentro del orden existente y demandas que representan un desafío a este» (‍Arditi, 2022: 51). Las demandas populares forman parte de este segundo grupo. En tanto participan de una lógica equivalencial con otras demandas de igual carácter, representan una insatisfacción común que se articula en una identidad popular antagónica con el statu quo. El contenido óntico particular que encarnen estas demandas populares resulta indiferente para este análisis. Por este motivo, el populismo se concibe como «una categoría ontológica y no óntica —es decir, su significado no debe hallarse en ningún contenido político o ideológico que entraría en la descripción de las prácticas de cualquier grupo específico, sino en un determinado modo de articulación de esos contenidos sociales, políticos o ideológicos, cualesquiera ellos sean—» (‍Laclau, 2009: 53).

Los reparos normativos hacia la teoría populista de Laclau aparecen cuando se intenta recuperar este enfoque de cara a la construcción de proyectos democráticos, inclusivos, progresistas o emancipatorios. Esto va a tener importantes consecuencias a la hora de invocar a Laclau como soporte teórico para la recuperación republicana del populismo en clave democratizante. De hecho, debido a la naturaleza puramente ontológica de su propuesta solo en un sentido «lógico-formal», la constitución de un pueblo depende de la cristalización de demandas democráticas (‍González, 2023: 89). Aquí el adjetivo «democrático» queda vaciado de todo contenido sustantivo en tanto «estas demandas no están teleológicamente destinadas a ser articuladas en ninguna forma política particular. Un régimen fascista puede absorber y articular demandas democráticas tanto como un régimen liberal» (‍Laclau, 2005: 158).

Como señala Franzé (‍2021: 27-‍28), uno de los problemas de esta teoría «radica en que el "pueblo como lo opuesto del poder" […] sería para Laclau la única forma de hacer política. Esto obliga a considerar como muerte de la política la reproducción del orden y la existencia de un pueblo identificado con el orden». La distorsión laclauniana de la política como «revolución permanente» (‍Panizza, 2009: 46) y la consecuente asunción de una mutua exclusión entre populismo e institucionalismo no solo acarrea problemas teóricos, sino que también puede limitar la comprensión empírica de los «populismos realmente existentes»: ¿Cómo considerar al populismo como lo otro de las instituciones cuando, de hecho, muchos de los canónicos populismos latinoamericanos avanzaron en el reconocimiento de derechos sociales y políticos, así como en toda una matriz institucional orientada a darles cumplimiento? (‍Aboy, 2010: 25).

Es cierto que existen elementos que permitirían matizar esta lectura. Según Laclau, en el terreno óntico, populismo e institucionalismo están condenados a convivir. Después de todo, su noción de populismo «no supone la determinación de un concepto rígido al cual podríamos asignar inequívocamente ciertos objetos, sino el establecimiento de un área de variaciones dentro de la cual podría inscribirse una pluralidad de fenómenos» (‍Laclau, 2005: 209). Es decir, no es posible hallar un fenómeno populista puro que carezca completamente de algún nivel de institucionalización. Esto permite pensar al discurso populista y al discurso institucionalista como extremos que participan del mismo continuum analítico dentro del cual existen gradaciones, tendencias o predominios respectivos de las lógicas equivalencial y diferencial (‍Laclau, 2009: 66-‍67).

Sin embargo, como acertadamente lo indica Aboy (‍2010: 26-‍27), «si el populismo coexiste con cierto sistema institucional, ello se debe para Laclau a que esa realidad solo es populista en un cierto grado, con lo cual la previa exclusión entre populismo e instituciones, lejos de diluirse, se mantiene inalterada». Por su parte, la combinación de estas dos lógicas en el plano óntico mantiene en plena vigencia su contradicción en el plano ontológico (‍Franzé, 2021: 21). Recordemos, asimismo, que la motivación fundamental del enfoque laclauniano se orienta hacia la construcción de una ontología de lo social antes que hacia su indagación óntica[8] (‍Laclau, 2008: 396).

Así, tras el encorsetamiento formalista y ontológico de su definición del populismo puede adivinarse una importante limitación a la hora de pensar en una normatividad y en una institucionalidad democrática y republicana. Precisamente porque la construcción del pueblo es siempre inacabada, carecemos de certezas en cuanto a los contenidos ónticos —emancipatorios u opresivos— que el populismo laclauniano pudiera encarnar. En todo caso, el carácter del pueblo populista dependerá de las contingentes articulaciones equivalenciales que encarne el sujeto popular.

Sintomáticamente, la mayor parte de quienes destacan las potencialidades de esta teoría e intentan fundirla con un republicanismo democrático, plebeyo y emancipatorio, reconocen la necesidad de contar con complementos institucionales que allí se echan en falta. En efecto, Laclau «no nos ha dado suficientes herramientas para pensar ontológicamente la dimensión institucional del populismo» (‍Biblieri y Cadahia, 2021: 122). Se trataría, en definitiva, de construir mediaciones políticas que conecten y armonicen los profundos fundamentos ontológicos de lo político con lógicas ónticas propias de un orden republicano y democrático. Precisamente en este punto, el enfoque adversarial que podemos reconstruir a partir del planteo mouffeano se avizora como una alternativa prometedora.

Bajo el influjo schmittiano, Mouffe concibe «lo político» —el nivel ontológico— como la dimensión de antagonismos constitutivos de las sociedades, distinguiéndolo de «la política» —el nivel óntico— como el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea y se desarrolla un determinado orden político (‍Mouffe, 2003, ‍2007). La aceptación de la ontología del antagonismo no inhibe a Mouffe de elaborar «una reflexión de tipo analítica» (‍Mouffe, 2015: 271) desde la cual abordar una específica encarnación óntica: la forma de vida agonística o adversarial que, aunque contingente y precaria —como toda identidad—, repele las formas antagónicas del conflicto hacia una exterioridad que, al mismo tiempo, sirve como condición de (im)posibilidad del régimen democrático.

Precisamente, la reapropiación que Mouffe hace del pensamiento de Schmitt se diferencia de aquel a partir de esa contraposición fundamental entre «antagonismo» y «agonismo»: «Podríamos decir que la tarea de la democracia es transformar el antagonismo en agonismo. […] El modelo adversarial […] nos ayuda a concebir cómo puede "domesticarse" la dimensión antagónica gracias al establecimiento de instituciones y prácticas a través de las cuales el antagonismo potencial pueda desarrollarse de modo agonista» (‍Mouffe, 2007: 27). Esta domesticación del antagonismo implica postular ciertos límites a la relación amigo/enemigo a fin de poder canalizarla de un modo no destructivo. Para ello se requiere distinguir entre las figuras del «enemigo» y del «adversario», de manera que, en el interior de la comunidad política agonística, pueda concebirse al oponente no como a un enemigo a destruir, sino como alguien con quien compartimos un mismo universo simbólico, aun cuando nos separen diferencias potencialmente irreconciliables (‍Mouffe, 1999: 16).

La comprensión adversarial establece así dos niveles reflexivos: por un lado, el plano ontológico del antagonismo; por otro, el terreno óntico del agonismo. Dentro de este último, se ordenarán las distintas posiciones políticas hegemónicas en pugna que, por su parte, comparten la identidad democrática de los adversarios legítimos. Esta arquitectura permite diferenciar entre

los principios ético-políticos de la politeia democrática liberal, y sus diferentes formas hegemónicas de inscripción. Esta distinción resulta crucial para la política democrática, ya que, al develar la variedad de formaciones hegemónicas compatibles con una forma de sociedad democrática liberal, nos ayuda a visualizar la diferencia entre una transformación hegemónica y una ruptura revolucionaria. En el caso de una transición de un orden hegemónico a otro, los principios políticos se mantienen vigentes, pero son interpretados e institucionalizados de un modo diferente. Esto no ocurre en el caso de una «revolución», entendida como ruptura total con el régimen político y la adopción de nuevos principios de legitimidad (‍Mouffe, 2018: 66-‍67).

De este modo, si bien tanto Mouffe como Laclau asumen el horizonte ontológico antagónico en el que se constituye todo orden político, ella encadena toda su reflexión política a una de las contingentes encarnaciones ónticas de la política: la articulación «paradójica» entre democracia y liberalismo (‍Mouffe, 2003; ‍González, 2023: 91). Esto último ni siquiera se insinúa en el planteo de Laclau, en el que se evidencia «una radical escisión entre el plano ontológico y el óntico» (‍Aboy, 2010: 31). En efecto, el formalismo de su concepción populista asume que otras articulaciones contingentes podrían establecerse configurando «formas de democracia fuera del marco simbólico liberal»[9] (‍Laclau, 2005: 211).

Si hasta aquí pueden verse con bastante claridad los contrastes entre sus respectivas vocaciones teóricas, esas discrepancias resultan menos evidentes a partir del reciente giro populista propuesto por Mouffe. En efecto, en sus últimas contribuciones, Mouffe (‍2018, ‍2019, ‍2023) defiende una variante populista que, mediante la constitución de un nuevo sujeto político permita establecer una frontera entre «pueblo» y «oligarquía» como forma de recuperar y profundizar la democracia y el proyecto de izquierda. Explícitamente, concibe esta propuesta como una continuación «del enfoque analítico desarrollado por Ernesto Laclau» (‍Mouffe, 2018: 24). Esta reivindicación de un «populismo de izquierda» genera algunas dudas e interrogantes inquietantes.

Si efectivamente resultara una continuación fidedigna de la teoría populista de Laclau, Mouffe acabaría asumiendo el mismo tipo de lógica formalista laclauniana que, como vimos, se presenta sin solución de continuidad entre su ontología antagónica y sus articulaciones ónticas concretas. Si este fuera el caso, el mundo agonista derivaría sin remedio en un mar de las articulaciones contingentes y antagónicas. No obstante, consideramos que existen suficientes elementos como para sostener que el populismo de izquierda propuesto por Mouffe se concibe como una de las variantes hegemónicas que, dentro del mismo espacio agonístico, rivaliza con otros proyectos políticos adversariales. Este movimiento conceptual bien puede ser acusado de hacer una utilización bastarda del populismo laclauniano. Sin embargo, es precisamente ese desapego respecto del modelo original lo que habilita que su giro populista mantenga vigente y en toda su extensión la forma de vida democrática (‍González, 2023: 97-‍101). Tal distancia respecto de la teoría de Laclau nos permite desembocar en las aguas del populismo republicano.

IV. POPULISMO REPUBLICANO A LA MOUFFE: EL PUEBLO Y LA OLIGARQUÍA COMO ADVERSARIOS[Subir]

Al igual que Laclau, también ahora Mouffe habla de la necesidad de establecer una «cadena de equivalencias» (‍2018: 39) y retiene, asimismo, la necesidad de trazar una frontera política para constituir la identidad de un pueblo que pueda representar un proyecto hegemónico de izquierda. También en sintonía con Laclau, esa articulación implica una oposición entre el «pueblo» y la «oligarquía» (‍2018: 38). Aquí reside, propiamente, la novedad de su giro populista:

Es solo en la medida en que las diferencias democráticas se oponen a las fuerzas o discursos que las niegan a todas que estas diferencias pueden sustituirse entre sí. Es precisamente por esto que la creación de una voluntad colectiva mediante una cadena de equivalencia exige la designación de un adversario. Esto es decisivo para trazar la frontera política que separa al «nosotros» del «ellos», lo cual resulta decisivo en la constitución de un «pueblo» (ibid.: 87-88, cursivas agregadas)

A primera vista, pareciera que este enfoque se ciñe cabalmente a la concepción de Laclau. Sin embargo, visto con mayor detalle, se observa que —a diferencia de aquel—, Mouffe propone construir dicho «pueblo» específicamente dentro del marco de una comunidad política adversarial. En el interior de esa comunidad, la frontera populista entre «pueblo» y «oligarquía» no debería poner en duda la pertenencia al mismo espacio simbólico compartido, ya que solo de ese modo resulta posible domesticar la potencia antagónica (‍González, 2023: 99). Así, el populismo impulsado por Mouffe guarda una rigurosa fidelidad al orden institucional democrático y a sus principios políticos fundamentales:

La estrategia del populismo de izquierda no aspira a una ruptura radical con la democracia liberal pluralista ni tampoco a la creación de un orden político totalmente nuevo. Persigue, en cambio, el establecimiento de un nuevo orden hegemónico dentro del marco constitucional democrático liberal. […] El proceso de recuperación y radicalización de las instituciones democráticas sin duda incluirá momentos de ruptura y una confrontación con los intereses […] dominantes, pero no exige abandonar los principios de legitimidad democrático liberales (‍Mouffe, 2018: 67-‍68).

Antes que por alternativas revolucionarias, insurreccionales o antiestatistas, Mouffe se decanta por un tipo de «reformismo radical» que rechaza «la creencia de ciertos sectores de izquierda de que para avanzar hacia una sociedad más justa […es] necesario abandonar las instituciones liberales y construir una nueva politeia: una nueva comunidad política desde cero» (‍Mouffe, 2018: 61; ‍2023: 16).

En contraste, para Laclau, a la hora de constituir un sujeto popular nos enfrentamos con una división dicotómica entre las demandas insatisfechas y un poder que se concibe como insensible a ellas. Desde la mirada de ese sujeto «aquellos responsables de esta situación no pueden ser una parte legítima de la comunidad; la brecha con ellos es insalvable» (‍Laclau, 2005: 113). Es aquí, precisamente, donde emergen las incompatibilidades con la variante populista mouffeana. En el caso de Laclau, la frontera con el otro antagónico no representa el límite exterior de la comunidad política —tal como sucede en Mouffe—, sino que se instala en su propio seno y exige que el grado de intensidad de esa frustrada satisfacción se experimente como brecha insalvable[10]. No hay margen para adversarios legítimos, sino que el espacio simbólico común queda constitutivamente fracturado instaurando dos nuevas politeias.

Con ello a la vista, puede afirmarse que, con su giro populista, Mouffe mantiene inalterada su anterior arquitectura conceptual. Permanecen vigentes los niveles reflexivos del antagonismo, como fundamento ontológico inerradicable, y del agonismo, como superficie óntica de inscripción democrática en la que discurren las disputas entre los diferentes proyectos hegemónicos (‍González, 2023: 100). Uno de estos proyectos particulares sería, justamente, el populismo de izquierda. Más aún, puede sostenerse que la contribución populista de Mouffe suscribe a una doble pertenencia óntica. En el sentido partisano de explícita intervención política, configura un proyecto ideológico «de izquierda» cuyo contenido sustantivo se orienta a disputar la hegemonía neoliberal. En este plano, la alternativa mouffeana rompe con la caracterización estrictamente formal de la lógica populista de Laclau (‍Gómez Villar, 2021: 113).

Sin embargo, a la par de esta filiación ideológica, en el populismo de Mouffe aparece un segundo anclaje óntico que agrupa y retiene al primero. Este remite a la identidad democrática que asume su proyecto populista contrahegemónico. Tal anclaje permitiría pensar la lógica populista, sea de izquierda o de derecha, como inscripta dentro del universo simbólico democrático-republicano; esto es, dentro de un marco institucional propiamente agonística. Se abre con ello la posibilidad de retener expresiones populistas que, asumiendo identidades adversariales, reverencian los principios ético-políticos de nuestra forma democrática de vida y, desde ese espacio institucional común, establecen disputas hegemónicas entre alternativas políticas que se reconocen en su mutua legitimidad[11].

Esta comunidad política democrática se concibe como «una superficie discursiva de inscripción» (‍Mouffe, 2012: 27). «Sus valores ético-políticos constituyen lo que, de acuerdo con Wittgenstein, podemos llamar "gramática" de la conducta política. […] Lo que se requiere para pertenecer a la comunidad política es aceptar un lenguaje específico de intercambio civil, la respublica» (‍Mouffe, 1999: 96-‍98). En este punto nuestra autora explícitamente vincula su pensamiento al de Maquiavelo. Desde la variante republicana inaugurada por el florentino, Mouffe intenta sortear la vieja dicotomía entre la libertad de los antiguos y la de los modernos recuperando una idea de libertad que concilia dimensiones negativas y positivas: «Es negativa porque concibe la libertad como ausencia de impedimentos para la realización de nuestros fines elegidos. Pero también afirma que esa libertad individual únicamente se puede garantizar a ciudadanos de un "Estado libre", de una comunidad cuyos miembros participan activamente en el gobierno» (ibid.: 93).

La influencia maquiaveliana en Mouffe también se deja ver en el hecho de que la fundamentación de las normas políticas no viene inspirada por ninguna instancia trascendente, sino por el realismo «de las prácticas existentes» (‍Cross, 2017: 185). Esto no significa hacer desaparecer la distinción entre ser y deber. Por el contrario, el reconocimiento del espacio simbólico común de la cosa pública supone también una constatación fáctica de los valores que dan forma a una república democrática. Así, desde la perspectiva de los ciudadanos que comparten dicho espacio, este realismo se levanta como una normatividad —inmanente y contextual— que ordena reverenciar su gramática y sus valores como aquellos que merecen ser defendidos. Reformulado de este modo, y haciendo lugar a la pluralidad constitutiva del orden moderno, «el republicanismo cívico —en su versión "plebeya", inspirada en Maquiavelo— puede contribuir a reafirmar la importancia de la acción colectiva y el valor de la esfera pública» (‍Mouffe, 2018: 90).

La comprensión de la institucionalidad republicana aparece en el populismo mouffeano como reivindicación de la representación parlamentaria, de los partidos políticos y, en general, de la estatalidad, como marco adecuado para dar cauce a la multiplicidad de «constelaciones conflictivas agonísticas» (‍Michelsen, 2022: 78). Por tanto, rechazando la idea de que «las luchas extra-parlamentarias son el único medio para lograr avances democráticos», Mouffe (‍2018: 75) reafirma una «estrategia de "involucramiento" con el Estado y las instituciones representativas». Más aun, «solo dentro del marco de los principios constitutivos del Estado liberal —la división de poderes, el sufragio universal, los sistemas multipartidistas y los derechos civiles— será posible promover la gran variedad de demandas democrática actuales» (ibid.: 71).

Sin embargo, estas referencias institucionales dejan suficiente espacio como para desplegar una forma no destructiva de contestación que permite «que los grupos se movilicen unos contra otros dentro de las limitaciones de la democracia parlamentaria. La advertencia aquí es que las democracias liberales no deben buscar suprimir tales formas de conflicto ni […] hacernos creer que todos estamos realmente de acuerdo» (‍Cross, 2017: 184). En este sentido, si bien el agonismo ha sido criticado por presentar ciertos vacíos a la hora de abordar la institucionalidad (‍Michelsen, 2022: 78; ‍August, 2022: 7; ‍Kalyvas, 2009: 34), posiblemente tales dificultades respondan a la tensión constitutiva que existe entre su vocación conflictivista y la dimensión concreta, estática y restrictiva implicada en todo proceso de institucionalización: si, por un lado, «proponer instituciones implica imponer límites a la contestación»; por el otro, «la democracia agonística emerge de una tradición que enfatiza la resistencia y la disrupción» (‍Paxton, 2020: 13; ‍Wingenbach, 2011: 80).

En esto Mouffe se aparta de aquellas comprensiones republicanas de corte liberal que acentúan la conservación del orden legal y que terminan abandonando el rasgo conflictivista en torno a las formas de organizar la soberanía popular (‍Quintana, 2021: 126; ‍Cadahia y Coronel, 2018: 79-‍80). Aquí puede identificarse otra importante herencia del estilo de pensamiento maquiaveliano en cuanto al énfasis que su proyecto populista coloca en el dinamismo, la apertura y la conflictividad institucional. El rol de las instituciones republicanas no sería así la neutralización del conflicto, sino más bien el de constituir un ámbito en donde este pueda ser escenificado. Por este motivo, las instituciones se conciben no solo en relación con «su potencial restrictivo (en el que refuerzan las relaciones de poder, frenan la creatividad y buscan su propia preservación), sino también a partir de su potencial emancipador (en el que brindan herramientas a los ciudadanos para lograr una mayor autonomía, igualdad y libertad)» (‍Paxton, 2020: 14).

Desde esta óptica, la institucionalidad conjuga elementos que, al mismo tiempo, limitan y posibilitan la radicalidad de la soberanía popular. Las instituciones, los derechos y las leyes no actúan como límites externos de la libertad republicana, sino como foco de un debate incesante sobre los fundamentos de la sociedad, sobre la legitimidad de lo establecido y sobre lo que debe ser. En torno a la ley común, y al amparo de ella, se reactivan las disputas sobre su significado, su alcance y sus condiciones de ejercicio. Esta mirada institucional se orienta hacia el mismo tipo de reivindicación plebeya, incluyente y conflictivista del populismo republicano. Si bien en el agonismo mouffeano esta clave de lectura sigue estando aun en construcción, se proyecta desde un programa teórico más prometedor que la reticencia laclauniana para pensar las instituciones de la cosa pública.

V. CONCLUSIONES[Subir]

La exponencial reactivación que en las últimas décadas ha experimentado el debate sobre el populismo desemboca en algunas apropiaciones y encadenamientos teóricos que podrían generar cierta perplejidad. En contra de las habituales denostaciones que pesan sobre este término, una influyente tendencia contemporánea reivindica la construcción equivalencial de un pueblo que, en su oposición a la representación de un otro dominador, sea capaz de expandir, profundizar y repolitizar nuestros raquíticos regímenes democráticos. En este marco, y tras la estela de pensamiento abierta por Laclau, algunos partidarios del populismo conectan con la vieja tradición republicana, ahora reinterpretada en términos de un republicanismo populista o de un populismo republicano.

Evitando tanto la oposición como la conciliación simplista entre los dos términos conjugados en esas rotulaciones, en este trabajo nos propusimos ahondar y problematizar sus posibles entrecruzamientos. Para ello insistimos en la complejidad interna que encierran estas dos familias conceptuales, así como en la necesidad de especificar las diferentes vertientes que coexisten tanto dentro de la tradición republicana como en la recuperación populista contemporánea. El argumento que delineamos discute dos opiniones de considerable circulación. Por un lado, aquella que automáticamente contrapone republicanismo a populismo. Por el otro, aquella que alegremente celebra la vinculación entre estos términos, así como las potencialidades emancipatorias y democratizantes que habilitaría este matrimonio, sin reparar suficientemente en que algunas concepciones populistas podrían cercenar la dimensión institucional y normativa que aglutina la cosa pública. Consideramos que, en efecto, es posible aventurar una complementariedad entre el pensamiento republicano y la teoría populista, pero solo cuando se diseccionan cuidadosamente algunas de sus versiones específicas.

En vistas de ello, a partir de la relectura posfundacional de Maquiavelo, dimos con un pensamiento republicano capaz de esquivar las derivas consensualistas y racionalistas tributarias de una cierta armonía u homogeneidad de lo social. Por el contrario, la comunidad política que registra el pensamiento del florentino está constitutivamente dividida. Lejos de representar esto una amenaza destructiva para la república, precisamente desde esta escisión inerradicable se instituyen las leyes que mejor resguardan su libertad. La posibilidad de desfogar institucionalmente los humores sociales eternamente opuestos permite modular la inscripción dual del republicanismo maquiaveliano: un antagonismo ontológico que se superpone a un agonismo óntico. De este modo, incluso en este legado radicalmente conflictivista del republicanismo, la cosa pública retiene un sentido de totalidad o universalidad que remite a la referencia reguladora de la igualdad y la libertad cívica recreada en la ley común.

Según sostuvimos, esta mediación simbólica y normativa permanece ocluida en algunas de las vertientes del pensamiento populista. Tal es el caso de la teoría de Laclau. Su concepción del populismo despliega su potencia política a partir de la dicotomización antagónica entre pueblo/oligarquía y en ausencia de todo orden común. Toda lógica diferencial tramitada dentro de las instituciones del statu quo supone para este enfoque la muerte simultánea tanto del populismo como de la política. En este escenario no hay lugar para la fecundidad del conflicto y de las leyes comunes, sino solo para la ruptura radical de aquellas referencias que dan sentido de totalidad a la identidad del nosotros. La comunidad ya no es una; por el contrario, se divide en dos politeias irreconciliables. Se anula con ello cualquier imaginario cívico desde el cual se proyectan tanto el republicanismo de Maquiavelo como el populismo de Mouffe.

Como alternativa al enfoque de Laclau, el populismo agonístico mouffeano parece contar con mejores credenciales para dialogar con el republicanismo plebeyo heredero de Maquiavelo. Este proyecto populista se hace cargo de la ontología antagónica de lo político, pero, a diferencia del modelo laclauniano, se aboca también a la tarea de promover en el plano óntico un republicanismo cívico en el que el perpetuo enfrentamiento de los humores e intereses sociales no se desfoga en enemistades mutuamente destructivas, sino en la lucha de los adversarios legítimos que comparten el universo simbólico e institucional de la cosa pública.

NOTAS[Subir]

[1]

Versiones preliminares de este trabajo fueron presentadas en el VIII Congreso Uruguayo de Ciencia Política (AUCIP, diciembre de 2023), en el seminario académico virtual Republicanismo y Desconsolidación Democrática (UNLP y IIGG-UBA, octubre de 2023) y en el workshop «Identidades, violencia política y populismo en Iberoamérica» (UCM, octubre de 2023). Agradezco los comentarios y sugerencias de quienes participaron de esos ámbitos, en particular, a Fernanda Diab, Luciana Soria, Andrea Delbono, Sabrina Monrán, Emanuel Olivares, Eduardo Rinesi, Javier Franzé y Cristian Acosta. Quedo en deuda también con los evaluadores anónimos de este artículo, cuyas observaciones críticas contribuyeron a mejorar la versión final del texto.

[2]

Como síntoma de esta centralidad, en 2017 el comité editor del diccionario de Cambridge le otorgó al populismo el título de «palabra del año» (‍Moffitt, 2022: 15).

[3]

Entre otros, pueden señalarse los trabajos de Biglieri y Cadahia (‍2021); García Agustín (‍2020); Cadahia y Coronel (‍2018); Soria (‍2023); Quintana (‍2021); Villacañas y Ruiz (‍2018); Rinesi (‍2015, ‍2018); Rinesi y Muraca (‍2010), y Vergara (‍2020).

[4]

Para trazar esta diferenciación entre el populismo de Laclau y el populismo de Mouffe se retoman algunas de las ideas desarrolladas en González (‍2023).

[5]

Este pasaje tiene su equivalente en El príncipe, cuando al inicio del capítulo IX Maquiavelo afirma que «en toda ciudad se encuentran estos dos humores distintos, y esto porque el pueblo desea no ser mandado ni oprimido por los grandes, y los grandes desean mandar y oprimir al pueblo y de estos apetitos nace en las ciudades uno de los tres efectos: o principado o libertad o licencia» (‍1993: 99). Al comentar este pasaje, Luce Fabre señala que tras esta observación «aparentemente objetiva» puede adivinarse la opción valorativa del florentino por la «libertad popular».

[6]

Sobre esta idea volveremos más adelante. Por el momento, baste decir que mientras que lo óntico «hace referencia a la substancia histórica de la vida social (instituciones, actores, luchas, imaginarios, acciones), lo ontológico constituye la lógica formal de lo político que produce esa substancia» (‍Franzé y Melo, 2024: 157).

[7]

Con algunos matices, dentro del mismo cuadro podrían incluirse también diversas alternativas republicanas que acentúan el ideal deliberativo como fuente legitimante de las decisiones comunes (‍Habermas, 1998).

[8]

En paralelo, otro punto ambivalente que podría llevar a matizar la perspectiva de Laclau, es el modo en que su planteo vincula el institucionalismo, las instituciones y la estatalidad. En principio, el populismo en Laclau no prescinde de la institucionalidad, pero sí del institucionalismo; es decir, de la primacía de la lógica diferencial que permite la promesa de absorción de las demandas —una a una— por parte de las instituciones. No obstante, siguiendo el minucioso análisis de Franzé (‍2021: 28), podemos afirmar que este planteo termina en «una doble reducción del institucionalismo a lo institucional y de este a lo estatal. Dado que para Laclau el institucionalismo se ciñe a la satisfacción o al rechazo de las demandas, lo institucionalista inevitablemente solo puede ser lo institucional y este lo estatal».

[9]

Resulta difícil dimensionar el alcance de esta última afirmación de Laclau. Por una parte, no ahonda en cómo sería esa democracia no-liberal que él postula. Desde otro costado, se echa en falta una argumentación que pudiera especificar en qué sentido estas otras formas de democracia serían preferibles a la liberal o, incluso, si pudieran considerarse a priori como democráticas (‍Arditi, 2022: 56).

[10]

Esta comprensión de la frontera antagónica en el populismo laclauniano se insinúa también en los trabajos de Aboy (‍2010: 24-‍26) y de Franzé (‍2021: 31-‍32, 36-‍37). Es cierto que para poder pensar en una comunidad que se dicotomiza a partir de la irrupción del sujeto popular tenemos que presuponer la existencia de una frontera externa que le confiere identidad. No obstante, lo propio del populismo consiste precisamente en el trazado de una frontera interna que la divide a la comunidad en dos campos antagónicos: «La diferencia entre institucionalismo y populismo no es qué lógica predomina [de equivalencia o de diferencia] sino si el Otro está dentro o fuera de la comunidad» (‍Franzé, 2021: 31). Por contraste a esta relevancia que adquiere la frontera interna en el planteo de Laclau, podemos afirmar que en Mouffe existe una preminencia de la frontera externa que refuerza la solidaridad comunitaria y que habilita la sublimación adversarial de cualquier frontera interna.

[11]

Esta posibilidad de pensar en populismos adversariales no agota, desde luego, el universo posible de identidades y fronteras populistas. En tanto el agonismo solo puede sublimar ónticamente el antagonismo, pero nunca erradicarlo como trasfondo ontológico, siempre existirá un afuera del agonismo.

Bibliografía[Subir]

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Biglieri, P. y Cadahia, L. (2021). Siete ensayos sobre el populismo. Hacia una perspectiva teórica renovadora. Barcelona: Herder.

[7] 

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