RESUMEN
Este artículo analiza prácticas ligadas a los conceptos de rendición de cuentas y transparencia en el reinado de Isabel II a partir del estudio de las peticiones al Congreso de los Diputados. En concreto, se examinan 2981 peticiones de siete legislaturas distintas, que representan etapas bajo Gobiernos de signo político opuesto en los años posteriores al reconocimiento constitucional del derecho de petición (1837-1868). Más allá de una distinción generalista entre peticiones de merced y políticas, se demuestra la presencia de requerimientos de exigencia de responsabilidades y aclaración de leyes, que llevan consigo asociada la idea de transparencia. Fue, de hecho, la insistencia de las peticionarias y los peticionarios lo que condujo al liberalismo patricio a la rendición de cuentas, con independencia de tendencias ideológicas. Sin esa actuación, por lo general, las elites políticas tendían a la omisión de esas demandas, que eran ignoradas en un número considerable y casi nunca se les daba resolución. Con todo, el liberalismo progresista en las Cortes Constituyentes de 1854-1856 empezó a introducir la rendición de cuentas en las peticiones, aunque de manera limitada y con poca efectividad.
Palabras clave: Peticiones al Congreso de los Diputados; rendición de cuentas; transparencia; siglo xix; España.
ABSTRACT
This article addresses practices connected to the concepts of accountability and transparency during the Spanish reign of Isabel II from the study of petitions addressed to the parliament. In detail, 2,981 petitions from seven different legislatures are examined, representing periods under governments of opposing political trends after the constitutional recognition of the right to petition (1837-1868). Beyond a general distinction between mercy and political requests, the paper shows that the idea of transparency was entailed within requirements of political responsibilities and clarification of laws. Indeed, it was the insistence of petitioners that led patrician liberalism to accountability, regardless of ideological tendencies. Without this action, in general political elites tended to omit these demands, which were extensively ignored and almost never resolved. However, progressive liberalism, in the Constituent legislature of 1854-1856, introduced accountability in petitions, although in a restricted way and with limited effectiveness.
Keywords: Petitions addressed to the parliament; accountability; transparency; 19th century; Spain.
Este artículo tiene el objetivo de estudiar las peticiones dirigidas al Congreso de los Diputados español durante el reinado de Isabel II (1833-68) como herramientas que posibilitaban pedir cuentas a los políticos de sus actos y de la correcta aplicación de leyes. Por consiguiente, se presentaban como medios para la exigencia de transparencia. En primer lugar, se examina qué relación pueden tener las peticiones con conceptos como opinión pública, rendición de cuentas y transparencia. A continuación, se escogen distintas legislaturas parlamentarias del reinado de Isabel II para analizar el tipo de peticiones que llegaron al Congreso de los Diputados y su relación con la noción de transparencia. Finalmente, a partir de la tramitación de las peticiones y de su resolución parlamentaria, se reflexiona sobre el significado que tanto políticos como peticionarios y peticionarias otorgaron a la rendición de cuentas.
El estudio de las peticiones en los inicios de la época contemporánea ha tendido a menudo a vincular la afirmación política con la colectividad. No han sido pocos los investigadores y las investigadoras que han acentuado las posibilidades que abrían a la participación política de todas las personas en una época donde precisamente el sufragio era censitario y estaba limitado a muy pocos hombres (Mark, 1998; Agnès, 2018: 66). Con otras palabras, las peticiones se han presentado como una herramienta que habilitaba a colectivos sin derechos políticos afirmarse públicamente. Dan prueba de ello las peticiones antiesclavistas, a favor de los derechos de la mujer o de aquellos y aquellas sin derechos políticos legales que los reclamaban (Blackhawk et al., 2021; Carpenter y Moore, 2014; Chase, 2019).
Es decir, a pesar de que se pueden entrever atributos políticos en las peticiones de la Edad Moderna, no sería hasta la contemporaneidad cuando adquirirían una dimensión politizada gracias a la colectividad. Esta distinción incluso ha dado lugar a interpretaciones un tanto simplistas, por su carácter binario. Es decir, se ha comprendido la permanencia de peticiones individuales a principios del siglo xix como una forma opuesta a la petición colectiva, de manera que la primera expresaría quejas individuales a una autoridad alzadas por razones individuales y formuladas como un favor que se debe otorgar, con una práctica más propia del Antiguo Régimen. Por el contrario, la segunda se formularía como una petición moderna, a menudo colectiva y contestataria, que se referiría a cuestiones sociales y políticas (Agnès, 2011).
Un modo peticionario no tiene porque excluir al otro. En efecto, se yuxtapusieron y su formulación fue renovada. En ese momento de cambio que representa el primer liberalismo, las peticiones no se reconocían específicamente mediante un procedimiento legal y, por ende, podían expresarse utilizando diferentes procedimientos: como una petición, como una demanda, como una exposición, como una propuesta, como una solicitud o como una representación, entre otras posibilidades. Como explica Diego Palacios Cerezales (2019), representación fue el término más comúnmente utilizado en las formas de peticiones españolas del siglo xviii, y junto con el término exposición ambas palabras fueron usadas para pedir favores, mientras que la petición o memorial se usaba principalmente para expresar una queja. Y aún a principios del siglo xix, esta variedad de términos coexistió. Fue durante las primeras tres décadas del siglo xix cuando el derecho de petición ganó relevancia y se consolidó.
En este texto se sustenta que no existe una diferenciación tal entre peticiones individuales poco politizadas y colectivas politizadas, en tanto en cuanto el periodo de transición hacia la modernidad política no implica que las peticiones individuales fueran apolíticas. De hecho, en este artículo no se pretende desarrollar un acercamiento a las peticiones como un acto de protesta social masiva desde la colectividad, sino como un instrumento de participación política que también podía ser individual o elaborarse en pequeños grupos hacia sus representantes políticos. Y ello se asentó en una cultura de la publicidad modelada por la nueva realidad liberal.
El derecho de petición fue, sin duda, una manera de presentar ideas y propuestas a la opinión pública (Palacios Cerezales, 2014: 255). Con todo, no se limitó únicamente al acto de emitir una opinión, mas llevó intrínseca una demanda que esperaba ser respuesta. Esta condición da lugar a múltiples niveles de relación entre el/la/los/las peticionario(s)/a(s) y el/la/los/las receptor(es)/a(s). Entre ellas, y especialmente si nos referimos a las peticiones dirigidas al Congreso de los Diputados, las derivadas de la rendición de cuentas.
En este sentido, es necesario atender a las conexiones emanadas del concepto de opinión pública forjado con la sociedad burguesa, cuyas bases teóricas asentó el filósofo Jürgen Habermas (1994). A partir del auge de la prensa de opinión entre finales del siglo xviii y principios del siglo xix, y gracias a la politización de la vida social que ello conllevó, se configuró la esfera pública burguesa. Desde una concepción habermasiana, la opinión pública se concretó como resultado de una reflexión pública ilustrada y, como tal, esa deliberación social concernía particularmente a los sectores preparados: al colectivo burgués instruido. Así, la sociedad de clases implicaba una desigualdad en la instauración de la opinión, considerando la postergación de los sectores no ilustrados. Se configuraba, pues, una publicidad burguesa hegemónica y, con ella, una esfera pública excluyente con la otra parte de la sociedad.
Investigaciones más recientes han cuestionado la impenetrabilidad de la esfera pública burguesa en el sentido de que en realidad no hubo una desconexión tan nítida entre una sublimada opinión burguesa y un desestimado criterio popular. Tal y como Jon Cowans (2001) ha puesto de relieve, la Revolución francesa y sus antecedentes inmediatos, marcados por el progreso de la Ilustración, contribuyeron a la creación de una opinión pública, cuyas bases no entronizaron una parte de la sociedad, sino que se configuraron a partir del acercamiento entre gobernados y gobernantes. De acuerdo con ello, la opinión pública sería resultado de la interacción entre distintos segmentos sociales.
En cualquier caso, en ambas aproximaciones la opinión pública aparece enlazada a la noción de publicidad, es decir, a la divulgación de noticias, conocimientos y debates acerca del estado de las cosas. En ella reside al fin una idea de control social, dado que aquellos que contribuyen a configurar la opinión pública tienen que estar al corriente de la información —política para lo que aquí nos interesa— para poder emitir su criterio y, por consiguiente, los dirigentes deben dar a conocer sus actos. De aquí que los valores de publicidad y transparencia aparezcan entrelazados.
En la Constitución española de 1812, la proximidad entre representados y representantes descansaba en el poder de la soberanía nacional, al que se debía el poder parlamentario. Se diferenciaba, pues, la soberanía de la nación de la soberanía del Parlamento, ya que al último le era proporcionada gracias a la primera. La soberanía del Parlamento era un poder transferido temporalmente por la nación y, por lo tanto, los representantes estaban sujetos a los representados y tenían que rendir cuentas ante ellos (Capellán, 2002). De hecho, desde la lógica liberal del momento, las leyes se alcanzaban después de un intercambio de debates social y parlamentario, que expresaban la opinión pública, y que permitía a su vez descubrir la voluntad de la nación (Fernández Sarasola, 2010).
Sin duda, el ámbito de la publicidad de las normas elaboradas por el Congreso de los Diputados y de los debates allí acontecidos ha suscitado el interés de la historia del derecho por su capacidad de contribuir a formar el espíritu público (Medina Plana, 2002; Lorente, 1996). Estos debates tuvieron especial envergadura durante el Trienio Liberal (1820-1823), cuando las Cortes también debatieron acerca de la idoneidad de la asistencia de la mujer como oyente en las sesiones parlamentarias. El hecho de que su presencia estuviera prohibida generó una interesante discusión que en lo que aquí nos interesa concernió tanto a las capacidades de intervención en la esfera pública como al carácter de publicidad de las decisiones políticas[2] (Romeo Mateo, 2008). Sirva de ilustración la intervención del diputado José Rovira: «Aquellos que deben obedecer las leyes estén instruidos de las razones que tienen los legisladores para establecer estas mismas leyes. Por consiguiente, ¿por qué nosotros hemos de privar a las mujeres, que están tan obligadas como los hombres a obedecer las leyes […]?»[3].
La noción de publicidad surgida con el parlamentarismo moderno, por lo tanto, está estrechamente vinculada a las sesiones públicas y al registro oficial mediante un diario accesible y difundido (Durán López, 2007). Pero si la publicidad en el parlamentarismo ha despertado el interés historiográfico, menos socorrido ha sido el análisis de la capacidad ciudadana para demandar esa información en el siglo xix.
En unos momentos, los fundacionales del liberalismo, en que las bases políticas y legales del sistema mutaban no era extraño que los sujetos requirieran en algunos casos información para clarificar dudas legales, mientras en otros casos pedían justificaciones del proceder de los políticos. Al pedir explicaciones de un determinado comportamiento político se desprendía una voluntad de clarificación de esas acciones. Estas prácticas expresan demandas que se pueden vincular a lo que hoy entenderíamos como rendición de cuentas y transparencia. Y una de las vías para exigir estas solicitudes ciudadanas era la de la petición parlamentaria.
A pesar de ello, la atención que han copado las peticiones como manifestaciones de rendición de cuentas ha sido escasa. Recientemente se han explorado las conexiones entre las peticiones, como formas de comunicación política, y la legitimidad de las instituciones políticas ante la opinión pública (Palacios Cerezales, 2020). Sin embargo, más allá de estos primeros análisis, la rendición de cuentas en el siglo xix ha sido considerada sobre todo desde la fiscalización de la hacienda (Mirón et al., 2011; Rivero et al., 2005). Sus potenciales sujeciones con el sistema parlamentario español han pasado prácticamente desapercibidas, más allá de algunas aproximaciones que abordan las relaciones entre las distintas instituciones políticas desde el derecho constitucional (Fernández Sarasola 2012: 62-73). Y mucho menor aún ha sido apreciada la vinculación entre la rendición de cuentas y la transparencia en ese mismo período.
Por eso resulta de interés acercarse a la idea de transparencia desde la acción política popular, individual o en pequeños grupos, que representan las peticiones dirigidas al Congreso de los Diputados. Y, más en concreto, a partir del análisis de las peticiones españolas en el reinado de Isabel II (1833-68). Es cierto que la Constitución de Cádiz habilitó mediante su art. 373 la presentación de representaciones a las infracciones constitucionales y, con ello, permitió a todas las personas sin limitación alguna la formulación de demandas de una naturaleza muy variada (Lorente, 1988). Incluso, la primera regulación explícita del derecho de petición en España data de 1822, pero hasta 1837 el derecho de petición no tomó rango constitucional en el art. 3 de la Carta Magna.
Por eso, a continuación se analizarán las peticiones que llegaron al Congreso de los Diputados en los años inmediatamente posteriores a su reconocimiento constitucional (1837-1868). En concreto, se considerarán las peticiones parlamentarias de siete legislaturas distintas que se han escogido por transcurrir bajo Gobiernos de distintas tendencias políticas y por representar etapas históricas plurales dentro del reinado de Isabel II. Las legislaturas elegidas son:
—La legislatura de 1837-1838. Fue la primera después del reconocimiento constitucional del derecho de petición. 596 peticiones fueron sometidas a la cámara baja.
—La legislatura de 1841, con un Gobierno liberal progresista. 573 peticiones (únicamente 545 son identificables en el Diario de Sesiones de las Cortes, que se utiliza como fuente principal de la investigación).
—La legislatura de 1846-1847, con un Gobierno liberal moderado. 115 peticiones.
—La legislatura de 1850-1851, también de tendencia moderada. 52 peticiones.
—Las Cortes Constituyentes de 1854-1856, de tendencia progresista. 1391 peticiones.
—La legislatura de 1858-1860, que inaugura el gobierno largo de O’Donnell con la Unión Liberal. 148 peticiones.
—La legislatura de 1864-1865, de nuevo con los moderados en el poder. 134 peticiones.
De esas 2981 peticiones investigadas, en primer lugar y siguiendo la clasificación de Marta Lorente (1988: 36), se analizarán qué peticiones podían ser consideradas simples demandas de mercedes, gracias o reconocimientos y qué otras presentaban connotaciones políticas. A continuación, se revisará esta clasificación para mostrar cómo podían aparecer demandas de transparencia de manera transversal y con independencia de si podían ser consideradas mercedes o cuestiones políticas.
En el estudio de las infracciones a la Constitución de 1812 y de la articulación de la modalidad peticionaria en el primer liberalismo, Marta Lorente (1988: 36) clasifica las peticiones más comunes en la Europa liberal del siglo xix en tres grupos distintos: gracias o mercedes —también agrupadas como distinciones y exenciones—, demandas de derechos violados —o violaciones de la constitución— y reclamaciones o peticiones políticas. A su vez, dentro de estos tres grandes conjuntos, es posible diferenciar otras varias tipologías. En el primero, por ejemplo, se distinguen peticiones vinculadas a remuneraciones o compensaciones económicas, peticiones vinculadas con impuestos —ya sea para pedir su exención, aplazamiento o modificación, o la competencia para cobrarlos—, solicitudes de concesión de cargos y distinciones, peticiones de exención del servicio militar, etc.
Si se aplica esta clasificación tripartita al análisis de las peticiones parlamentarias evaluadas durante las siete legislaturas elegidas el resultado presenta un dominio abrumador de la primera de las tres grandes tipologías. Así lo acreditan los siguientes gráficos:
Los gráficos 1 y 2 clasifican las peticiones consideradas según los tres grupos que sugiere Lorente. En primer lugar, se hallan las gracias y exenciones. Allí se pueden encontrar demandas de pensión, viudedad o empleo, junto con requerimientos de reconocimientos políticos o militares o incluso exenciones de impuestos, de multas o del servicio militar, entre otras muchas posibilidades. Representa, en número, el tipo de petición más frecuente —más de 1800 de las casi 3000 estudiadas—, como demuestra el gráfico 1 al sumar el conjunto de este tipo de peticiones. En porcentaje, si se consulta el gráfico 2, se verá que significa alrededor de dos tercios de las peticiones estudiadas (desde un mínimo del 54,5 % en la legislatura de 1864-65 a un máximo del 74 % en la legislatura de 1846-1847).
En el segundo grupo, el de los derechos violados, se reúnen demandas de vulneración de derechos políticos o de imprenta, quejas sobre destierros u otras relacionadas con abusos de autoridades. Como demuestra el gráfico 1, su número no es significativo —poco más de un centenar de las casi 3000— y siempre representan un porcentaje inferior al 7 % de las peticiones llegadas al Congreso en cada legislatura (ver gráfico 2).
En el tercer grupo se incluyen las peticiones políticas, cuyas demandas más frecuentes tuvieron que ver con procesos electorales o rehabilitación de derechos políticos. Y precisamente porque las quejas electorales en las actas ya proporcionaban una vía de requerimiento específica y diferenciada de las peticiones parlamentarias, con el estudio efectuado por una comisión de actas, este tercer grupo de peticiones no acostumbró a ser abundante. Como se refleja en el gráfico 2, casi siempre constituyó un porcentaje inferior al 10 % de las peticiones parlamentarias de cada legislatura.
La imagen que se desprende de esta clasificación generalista es que la mayoría de las peticiones servían para pedir algún tipo de gracia, con una difusa o inexistente connotación política. En conjunto, los grupos dos y tres acostumbran a representar un porcentaje inferior a una quinta parte, e incluso en ocasiones menos de una octava parte, como en la legislatura de 1864-1865, en la que sumados ambas agrupaciones no llegan al 12 %.
Es decir, la mayoría de todas estas peticiones podrían concebirse desde la continuidad de demandas individuales de gracias, mercedes o exenciones que representan el primer grupo y que dominan con cerca de dos tercios del total. Desde una óptica interpretativa simplista se podría decir que la petición parlamentaria en el siglo xix siguió vinculada a la idea de una demanda de gracia y aún poco politizada. Se podrían entender las peticiones desde una continuidad del modelo de Antiguo Régimen, concebidas como unas herramientas que utilizar para conseguir recompensas concretas. Esta interpretación cobraría sentido desde el significado tradicional de la representación en la Europa liberal postrevolucionaria, dado que la mayor atención ha recaído en la visión de las elites. Por ello, el entendimiento del concepto ha omitido mayormente la voz de los representados y ha enfatizado la supuesta desconexión existente entre representantes políticos y representados, lo que nos llevaría a concebir el concepto de opinión pública y publicidad únicamente desde una visión de la esfera pública asentada en los presupuestos de los burgueses ilustrados.
De acuerdo con la visión de la ciudadanía política vinculada a la propiedad, la sociedad en su conjunto era concebida con miedo por su falta de aptitudes y su vulnerabilidad a influencias externas. Por lo tanto, solo aquellos debidamente preparados podían actuar con autonomía y ejercer con adecuado juicio político la representación política y tomar decisiones en ese campo. Los representantes tenían que ser socialmente superiores a sus representados en términos de riqueza, talento y virtud, de forma tal que un principio de distinción se estableció entre los ciudadanos (Manin, 1997: 94). Se podría decir, entonces, que ya que los representantes encarnaban los sectores más talentosos y preparados de la sociedad liberal no tenían que mantener un contacto ininterrumpido con los representados y con las elecciones finalizaban los mecanismos que les hacían responsables ante los electores. Y, de acuerdo con ello, las peticiones serían entendidas como un mecanismo de contacto ocasional entre representados y representantes.
Como mínimo, eso es lo que se ha percibido resiguiendo la visión de las elites y de una opinión pública encerrada en esas elites, mientras que las percepciones de los votantes y de los excluidos en la definición de lo que la representación liberal significaba ha sido más desconsiderada (Luján, 2021 y 2022). De hecho, el liberalismo patricio introdujo una relación jerárquica entre la participación y la representación. Según Pablo Sánchez León (2020), la primera se subordinó a la segunda, tanto a nivel conceptual como institucional, hasta el punto de que las manifestaciones autónomas de participación se entendieron como movilizaciones externas al sistema y que incluso podían amenazar el orden establecido.
Por ende, la misma realidad excluyente se detecta en el examen de las peticiones desde una óptica que no se cuestione las voluntades de los peticionarios y las peticionarias, su capacidad de incidencia en la esfera pública y la acción responsiva de los políticos. De hecho, se está cuestionando en los últimos tiempos esta configuración política, considerando las peticiones como instrumentos que conectaban la vida parlamentaria con la política popular (Huzzey y Miller, 2020). Y al considerar las razones ofrecidas por las peticionarias y los peticionarios se puede poner en tela de juicio en un primer estadio esta idea binaria que separa petición masiva y politizada de petición individual graciosa y que ofrece una mirada más compleja que implica que no necesariamente las demandas de mercedes estaban exentas de carácter político. En un segundo estadio, ello también permite repensar el entendimiento de la opinión pública, condicionada a su vez por otros actores no preeminentes.
En efecto, muchas de estas peticiones clasificadas como demandas de gracias incorporan una cierta idea de transparencia en sí mismas, en el sentido de pedir una mayor claridad en el ordenamiento jurídico y en las decisiones políticas, ya sea por necesidad de aclarar según qué leyes o para pedir responsabilidad en según qué actuaciones políticas. Los sujetos, fueran o no legalmente considerados como ciudadanos, entendían que se tenían que precisar qué leyes no se habían explicado del todo o cuya aplicación estaba en entredicho o bien requerían el impulso de determinada legislación o exigían determinadas actuaciones de acuerdo con el respeto a la misma (Luján, 2024).
Por ejemplo, en el análisis de las peticiones aquí consideradas, que un subteniente retirado o un soldado licenciado pidiesen que se cumpliera lo dispuesto en el decreto de las Cortes de 11 de setiembre de 1820, sobre premios y distinciones a los individuos del Ejército de San Fernando, podía entenderse como un requerimiento para obtener reconocimiento o distinción militar.[4] Sin embargo, tales solicitaciones llevaban también consigo la idea de exigir el cumplimiento de una ley y, por ende, de reclamar su obediencia. O incluso se podría afirmar que en ello residía una cierta idea de lo que entendemos por transparencia en torno a la aplicación de la ley, en tanto en cuanto si uno cumplía los requisitos que la ley establecía para acceder a según qué reconocimientos, si estos no eran confirmados se vulneraba la ley y o bien se tenía que cumplir o bien explicar su incumplimiento.
Siguiendo estos parámetros se puede interpretar otro caso: el de Juana Ceballos de Tena, viuda del brigadier D. Manuel de Tena, que murió como gobernador de Figueras en las movilizaciones de 1836. Ceballos solicitaba una pensión de 12 000 reales anuales, pero más allá de la petición de recompensa, lo relevante es que lo pedía indicando «que de derecho le corresponde», pues ya se habían concedido gratitudes similares «a diferentes viudas de militares que sufrieron igual suerte que su esposo».[5]
Otro ejemplo, que un padre se quejara de que su hijo no hubiera sido exento en el reemplazo de la quinta sin duda se vincula con la idea de exención.[6] Con todo, que a su vez pidiera una aclaración de un artículo determinado de la ley de reemplazos, al igual que el primer ejemplo también suponía reclamar una explicación sobre la correcta interpretación de la ley y, por consiguiente, un requerimiento de mayor claridad a las autoridades en la aplicación del ordenamiento jurídico.
El concepto de transparencia, a pesar de sus transformaciones en función del contexto histórico, es a menudo vinculado a una cierta idea de mejor gobernabilidad que facilita la confianza de la sociedad hacia los representantes políticos (Hood y Heald, 2006). Esa percepción se construye con el hecho de proveer información acerca de los desempeños políticos y el acceso público a la misma. Es decir, en la publicidad de esas actuaciones dirigentes.
De acuerdo con ello, en las peticiones estudiadas por este texto se distinguen como mínimo tres grandes grupos de demandas que se podrían asociar al concepto de transparencia. En primer lugar, un gran grupo que aglutinaba ruegos de aclaración de leyes o instancias que invitaban a las autoridades a esclarecer si una ley estaba vigente o no, así como súplicas para una pronta aplicación de las mismas. A modo de ejemplos: profesores de segunda enseñanza pidiendo que se llevara a efecto lo dispuesto en la ley de instrucción pública acerca de la formación de un escalafón de los mismos,[7] vecinos pidiendo una aclaración de artículos de la ordenanza de la Milicia Nacional,[8] la demanda de formularse un proyecto de ley acerca de determinadas indemnizaciones[9] o incluso varios diputados provinciales de las islas Canarias pidiendo al Congreso «dar su aprobación al proyecto de la nueva organización administrativa de las islas Canarias, por reclamarlo así el interés de las mismas, mejorando su administración de una manera conforme a sus condiciones topográficas».[10]
En segundo lugar, se distinguen las exigencias de responsabilidades políticas y/o jurídicas por la incorrecta aplicación de una ley o gestión de unos determinados recursos. Sirva de ilustración el clamor de varios vecinos de Ávila quejándose de los abusos del gobernador civil en las elecciones o la advertencia de algunos directores de publicaciones presos, que al ser sometidos a la jurisdicción ordinaria se lamentaban en el Bienio Progresista (1854-56) de que el Gobierno no respetara el código penal y las bases constitucionales que situaban al jurado como institución responsable de los delitos de imprenta y denunciaban la responsabilidad cometida por las autoridades.[11] En circunstancias parejas 43 ciudadanos se quejaron de la deportación que sufrieron a Leganés en 1857 y pedían que «se exija la responsabilidad al gobierno que atentó contra la seguridad individual y se les indemnice de los daños y perjuicios que se les irrogaron con aquella medida arbitraria».[12] En concreto, denunciaban haber sido detenidos y conducidos a la cárcel pública por los delegados de la autoridad civil «sin saber la causa, motivo o fundamento, ni explicaciones de ninguna clase» y reclamaban que se les administrara justicia, «que es lo único que pretenden». Es decir, que bien cesara su detención o bien se les entregara a los tribunales «para que sean juzgados con arreglo a derecho»[13].
Y, finalmente, peticiones para la pronta resolución de cuestiones judiciales o administrativas en vías de resolución o aún no resueltas. A modo de ejemplo, el lamento de algunos propietarios de Villarante de Montija, que reclamaban el paradero del expediente de indemnización de los daños sufridos durante la guerra civil[14], o varios vecinos de Leira, en queja por la paralización de un expediente incoado en la administración de propiedades y derechos del Estado en la provincia de La Coruña acerca de la pertenencia de algunos bienes que tenían en arrendamiento.[15] Otro ejemplo ilustrativo puede ser el de Ramón González Varela, juez de Béjar, que fue cesado en el ejercicio de la judicatura en 1836. Meses después su caso seguía sin resolverse y el magistrado protestaba, dado que «a pesar de las repetidas instancias que ha hecho para que se le formase causa y castigase si había delinquido, o se le repusiese en otro caso», no había podido conseguir «ni lo uno ni lo otro» y «este proceder es contrario a la Constitución y a las leyes».[16]
Todas ellas juntas pueden relacionarse con peticiones que pedían mayor claridad en la actuación política y, por consiguiente, exigían transparencia a los gobernantes en sus actuaciones. Así lo expresa el siguiente gráfico:
Fuente: elaboración propia a partir de la consulta de los Diarios de Sesiones de Cortes de las legislaturas de 1837-1838, 1841, 1846-1847, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1860 y 1864-1865.
El gráfico 3 demuestra que en conjunto alrededor del 17-18 % de las peticiones parlamentarias estudiadas podían ser asociadas a una cierta noción de transparencia. Puede parecer poco en cuanto al valor porcentual (entre una sexta y una cuarta parte del total) e, incluso, se podría afirmar que coincide aproximadamente con las peticiones con valor político ya puestas en evidencia por los gráficos 1 y 2, que mostraban que entre una octava y una quinta parte de las mismas podía vincularse a un carácter político.
Lo relevante aquí no sería tanto el valor político de este tipo de peticiones parlamentarias vinculadas a una cierta noción de transparencia como su propia existencia en un contexto que se había definido por la desvinculación entre políticos y representantes. Para más precisión, el siguiente gráfico muestra la relevancia de cada uno de los tres grupos que se han propuesto aquí de peticiones vinculadas a demandas de transparencia:
Fuente: elaboración propia a partir de la consulta de los Diarios de Sesiones de Cortes de las legislaturas de 1837-1838, 1841, 1846-1847, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1860 y 1864-1865.
El gráfico 4 pone en evidencia que el mayor número de peticiones que se podían asociar a demandas de transparencia eran las del segundo tipo, vinculadas a exigencias de responsabilidades de las acciones políticas. Este tipo de peticiones suponía siempre alrededor de la mitad de las demandas asociadas a transparencia, salvo en la legislatura 1858-1860, en la que constituían poco más de una quinta parte. Si se entiende que la rendición de cuentas o accountability era la evaluación de los resultados políticos por parte de la ciudadanía que sancionaba dichos resultados con las elecciones (Manin et al., 1999: 10), entonces en realidad estas peticiones habilitaban no solo a los electores, sino a la sociedad en general. Las peticiones podían ofrecer un estadio intermedio de evaluación de la acción de los políticos. Y cuando se entendía que estos no actuaban según el mandato electoral o incumplían la legislación vigente, los sujetos, fueran o no ciudadanos políticos, pedían explicaciones. Por ejemplo, un español se quejaba de la Diputación Provincial de Toledo y del Gobierno por haber desatendido sus exposiciones ante las infracciones cometidas por el Ayuntamiento de Talavera de la Reina al no respetar el art. 73 de la Constitución de 1837, que establecía que no podía cobrarse ninguna contribución si no estaba autorizada por la ley de presupuestos.[17] O la Diputación Provincial de Granada, que exigía responsabilidad al ministro de la Gobernación después de suspender de sus cargos a cuatro vocales de la Diputación Provincial de Badajoz. Por ello reclamaba un acuerdo nítido acerca de la organización y presidencia de las diputaciones provinciales y requería medidas que garantizaran la independencia de las mismas y de los ayuntamientos.[18]
Es decir, existían demandas de ciudadanos y vecinos e, incluso, de algunas instituciones políticas para exigir a los políticos una actuación responsable y no desvinculada de sus representados. Incluso se acredita el uso del término responsabilidad entre este tipo de peticiones que reclamaban reparación ante la vulneración de la legislación. Sirva de ejemplo la petición del Ayuntamiento de Calameño: ante la incompatibilidad del secretario, al ser elegido también concejal, nombró uno nuevo. Ello comportó una disputa con el gobernador civil de la provincia de Santander, que se saldó con una multa de quinientos reales a la corporación. Como resultado, el Ayuntamiento reclamó «que se le indemnice de la multa exigida y que se imponga al expresado gobernador la responsabilidad consiguiente».[19]
En el mencionado estudio sobre las infracciones a la Constitución de 1812, Marta Lorente (1988: 26) destaca cómo la regulación de las reclamaciones bajo la Constitución de 1812 otorgaba a los españoles el derecho de exigir cuentas a las autoridades si la ley suprema no se cumplía; tenían una tarea de vigilancia que remitía a la responsabilidad de las Cortes. Este mecanismo se sustentaba en un ordenamiento asentado en la soberanía nacional. Sin embargo, este estudio demuestra que no desapareció esta concepción ciudadana de vigilancia social de las instituciones públicas, incluso entre la población sin derechos políticos, durante la vigencia de constituciones que no se fundamentaban en la soberanía nacional, sino en la soberanía compartida entre las Cortes y la Corona. Ese era el caso de las Constituciones de 1837 y 1845. María Cruz Romeo (1998) ya destacó la disociación entre una concepción vigilante del pueblo y las élites políticas moderadas y progresistas, que preferían o bien reforzar las instituciones políticas frente a las exigencias de la sociedad civil, en el caso de las primeras, o bien controlar la intervención del pueblo para limitar su incidencia en la configuración del poder, en las segundas. Se relegaba así al liberalismo más avanzado el sostén de la vigilancia pública de los poderes constituidos. Claro está que lo que defendían las elites en las décadas de 1830 y 1840 no implicaba que fuera asumido a su vez por el conjunto de la sociedad. Así parecen indicarlo las evidencias aquí aportadas.
En otras palabras, no se sostendría una unánime desvinculación de los políticos hacia sus representados durante el mandato político una vez elegidos, no como mínimo desde los deseos de los representados, fueran o no fueran ciudadanos políticos. Por lo tanto, hubo demandas que pedían aclaraciones a los políticos por sus actuaciones. Y, en tanto se pedían explicaciones de determinados comportamientos, se entendía que esos actos tenían que ser públicos, contrastables y no esconder ningún tipo de interés oculto. Se desprende de estas prácticas una cierta vinculación con la noción de transparencia.
En la actualidad, se entiende por transparencia un valor asociado a la democracia, la participación y la responsabilidad, derivado de una demanda que la sociedad requiere al sistema político (Engels y Monier, 2020). Esto significa que la sociedad considera la transparencia como una reclamación para tener acceso a la información de la actividad política, algo que se puede definir como responsabilidad vertical. El componente vertical combina relaciones hacia arriba y hacia abajo. Es decir, el examen de las demandas de los electores y los requisitos de la sociedad a los políticos se entienden como demandas hacia arriba, mientras que la dirección hacia abajo implica las consideraciones que los políticos hacen a sus electores y a toda la sociedad para mantener relaciones transparentes.
Según David Heald (2006), para que exista una relación transparente entre ambos colectivos se requiere la existencia de receptores externos capaces de procesar la información que facilita una determinada organización o colectivo. Si se pone por caso al Parlamento, se requiere que se facilite una información dada para que cualquier sujeto no político pueda acceder a ella y entenderla. Y eso es justamente lo que facilitaban las peticiones al pedir responsabilidad a los políticos para que respetaran la ley y explicaran aquellas ordenanzas que no estaban claras o aquellos comportamientos opacos y abusivos.
Es evidente esa conexión con el primer grupo de peticiones vinculadas a la noción de transparencia, al pedir aclaración de algunas leyes, y cuyo porcentaje era cercano a un tercio, tal y como muestra el gráfico 4. Incluso en la legislatura 1846-1847 superaron el 40 % y en la de 1864-1865 se dispararon hasta casi el 70 %. Este grupo de peticiones estuvo dominado por demandas de aclaración de leyes, acerca de su vigencia o instando a su aprobación cuando estaban pendientes de la misma. Un caso más que ilustrativo, por su repetición con otros de similares, es el de Pedro Jaime, vecino de Solana, que acudió al Congreso con motivo de haber sido declarado soldado su hijo Juan y pedía que se aclarara el párrafo 14, art. 63, capítulo octavo de la ordenanza de reemplazos. Consultando a la misma se refrenda que se excluían del servicio militar «el hijo de padre que tenga otro o más sirviendo en el ejército y que no tuviere más hijos varones de cualquier estado».[20] Lo que estaba reclamando Jaime era que al tener ya un hijo sirviendo en el ejército no se correspondía que otro hijo también hubiera sido llamado a filas. Y si no competía era por el estricto cumplimiento de la ley. Ergo, los gobernantes tenían que aclarar la vigencia de dicha ley.
Esa misma aspiración a que los representantes aplicaran la ley debidamente la tenían los directores y redactores de la Revista Hispano-Americana, que reclamaban «la necesidad de que se formulen y pongan en práctica las leyes especiales por las que han de regirse» las posesiones de Ultramar de acuerdo con el art. 80 de la Constitución de 1845 que contemplaba esta realidad.[21]
Es evidente que el liberalismo no introdujo de la noche a la mañana una legislación equitativa, pero la llegada de un ordenamiento jurídico y constitucional que terminaba con la condición de súbditos y abría la puerta a algunos derechos sí facultaba reclamar aquello que la legislación reconocía. Eso conllevó que desde entonces las relaciones entre los Estados y los sujetos ya no se materializaron en términos de autoridad, sino de derechos (Fahrmeir, 2007: 1).
Lo que amparaba a las personas era el respeto a la ley y por eso su exigencia. En la base de la argumentación de la mayoría de peticiones se apela al respeto a la ley, a su cumplimiento o a su aclaración. Se documenta con reiteración esta apelación entre los sujetos que se veían privados de una competencia que entendían que la ley les confería y que no se les había respetado. Era tanto como decir que su petición debía ser concedida porque no dependía de ninguna arbitrariedad, sino simplemente del cumplimiento estricto de lo establecido por la ley.
Como expone María Sierra (2014), desde la inspiración de Antonio Manuel Hespanha (1988), el derecho no solo construye normas, sino que se expresa y crea los valores que asientan estas regulaciones. Y precisamente el liberalismo postrevolucionario proponía el derecho positivo como freno al capricho de los individuos. Es decir, dado que la ley ofrece un corpus normativo que permite integrar el conflicto, se evita que el sujeto pueda apelar a su arbitrario criterio propio (Blichner y Molander, 2008).
Eso no quita que las peticionarias y los peticionarios pudieran concebir determinadas demandas desde una visión iusnaturalista, aunque lejos de entrar en conflicto con el derecho positivo apelaban al mismo para fundamentar su argumentación. Es una hipótesis, aunque difícil de corroborar, dado que los Diarios del Congreso de los Diputados recogen un resumen de las peticiones que no siempre se acompaña de los argumentos completos de las mismas. En cualquier caso, se documentan evidencias que podrían apoyar esta lectura. A modo de ejemplo, el mencionado caso del colectivo de deportados políticos a Leganés, que presentó una petición en la legislatura de 1858-1860 para pedir indemnización de los daños y perjuicios «que se les irrogaron con aquella medida arbitraria», así como para exigir responsabilidad al Gobierno que «atentó contra la seguridad individual».[22] Que la petición invocase el derecho a la seguridad individual que garantizaba la constitución era una muestra de apelación al derecho positivo como una herramienta que daba legitimidad a la argumentación, pero eso podría no entrar en contradicción con una convicción de poseer un derecho propio y natural, si ese fuera el caso.
Lo mismo podría suceder con varios ciudadanos que reclamaban al Congreso la rehabilitación del goce de los derechos de ciudadano que habían perdido al ser sentenciados y recluidos.[23] Tiene especial relevancia el hecho de que varios de ellos enfaticen el hecho de haber cumplido ya la condena que les había implicado la pérdida de esos derechos. Al utilizar el verbo «rehabilitar» apelaban a la restitución de un antiguo estado del que gozaban y que podrían entender como propio y que solo una condena les había arrebatado temporalmente.
Juan Pro (2014: 93-95), con base en las reflexiones de García de Enterría (1994: 57-110) introduce el concepto de derecho subjetivo como uno de los principales elementos que caracterizaron a la cultura jurídica que impregnó las primeras culturas políticas de la España contemporánea. Se trata de un concepto que nace vinculado al derecho natural y que responde a algo que los individuos exigen a las autoridades —un derecho— porque entienden que es justo y les corresponde su reclamación y ejercicio (Kelsen, 1949: 90-98).
Tiene sentido entonces como formulación en un momento de transición, en vías de consolidación del liberalismo, y junto a una cosmovisión de los derechos individuales en transformación, que progresivamente percibe como propios el individuo, pero no aún de manera consustancial. Eso se da precisamente en una sociedad donde legalmente no se consolidó la concepción de la soberanía nacional como base del sistema constitucional.
A partir de 1837, y con la excepción de la Constitución de 1869, durante prácticamente un siglo dominó la soberanía compartida entre las Cortes y la Corona en los textos constitucionales de 1845 y 1876. Desde ese punto de vista más conservador, los derechos de los individuos no eran concebidos desde una perspectiva iusnaturalista; más bien respondían a la necesaria actividad legisladora de la autoridad, que representaba la indispensable contingencia a las masas y evocaba al contrato social como regulación (Sierra, 2014).
En las líneas anteriores se ha puesto de relieve la existencia de una voluntad de las peticionarias y los peticionarios de pedir cuentas a los políticos sobre sus actuaciones, aunque fuera una realidad aún naciente y que según los datos aportados no fuera abrumadora, pero sí significativa. Ahora bien, ¿cuál fue la eficacia de esas demandas? Es decir, ¿los parlamentarios dieron respuesta a esas peticiones? ¿En qué medida? A continuación se intentará dar respuesta a estas preguntas. En primer lugar, se tiene que aclarar el procedimiento legal que seguían las peticiones llegadas al Congreso y el destino que podían seguir, para, a continuación, seguir con el análisis de las decisiones tomadas por los políticos.
Según el reglamento del Congreso de 1838, una comisión estudiaba las peticiones llegadas al hemiciclo para numerarlas, presentarlas a la Cámara Baja y decidir si tenían que ser consideradas por el Gobierno, los tribunales, consideradas en futuros trabajos legislativos o bien directamente desestimadas.[24] Estas disposiciones no cambiaron sustancialmente en reglamentos posteriores. Por ejemplo, en el de 1847 una comisión especial evaluaba las peticiones y decidía si eran rechazadas porque no había lugar a deliberar sobre las mismas, si se tomaban en consideración y pasaban al Gobierno, a los tribunales o a un ministerio para su resolución o si quedaban en la secretaría a disposición de todos los diputados para tenerse presentes en tiempo oportuno por ser útiles en trabajos legislativos.[25] El siguiente gráfico muestra el destino de las peticiones estudiadas por este trabajo según las decisiones aprobadas por el Congreso de los Diputados después de que cada solicitud pasase por el dictamen de la Comisión de Peticiones:
Fuente: elaboración propia a partir de la consulta de los Diarios de Sesiones de Cortes de las legislaturas de 1837-1838, 1841, 1846-1847, 1850-1851, 1854-1856, 1858-1860 y 1864-1865.
Tal y como muestra el gráfico 5, la mayoría de las peticiones dirigidas al Congreso de los Diputados fueron consideradas por la Comisión de Peticiones y, de hecho, la mayor parte de ellas pasaron al Gobierno o a un ministerio para que fueran evaluadas. Alrededor del 60 % siguieron este destino, salvo en las legislaturas de 1837-1838, con un porcentaje superior al 40 %, y en la de 1846-1847, con cerca del 30 %. Menos significativas fueron las peticiones destinadas a ser estudiadas por otra comisión, que salvo las legislaturas de 1850-1851 y 1854-1856 fueron prácticamente inexistentes o presentes con un porcentaje insignificante, o las peticiones a considerar en tiempo oportuno, que se situaron alrededor del 10 % de promedio.
Estos datos podrían empujar a pensar que los diputados estaban muy dispuestos a tramitar las peticiones llegadas al Congreso. Si bien es cierto que muy pocas fueron directamente rechazadas, al considerar que no había lugar a deliberar sobre las mismas —en la mayoría de legislaturas en torno al 4-6 %—, también sucedió que entre una cuarta parte y un tercio de las mismas no fueron ni siquiera evaluadas por la Cámara Baja. Incluso en la legislatura de 1846-1847 más de la mitad fueron omitidas. Eso pasó siempre con las últimas peticiones llegadas al Congreso, lo que podría indicar que no hubo tiempo de analizarlas antes de terminar la legislatura. Hasta cierto punto eso se cumplió con las últimas peticiones de cada legislatura, pero sin duda también hubo dejación en ese sentido. Por ejemplo, en la legislatura de 1841 la Comisión de Peticiones terminó las tareas de evaluación en el mes de junio y la legislatura no se cerró hasta el 28 de agosto, con lo que más de la mitad (290 de 545) no fueron consideradas por la Comisión. Incluso en la legislatura de 1858-1860, la Comisión de Peticiones dejó de evaluarlas a principios de mayo de 1859, mientras que la legislatura no terminó hasta mediados de noviembre, aunque también es cierto que no hubo sesiones entre inicios de junio y finales de setiembre. Ello dejó sin estudiar a 29 peticiones de 148 (alrededor del 20 %).
Si se sumaran las peticiones a considerar en tiempo oportuno, que al fin y al cabo las dejaban sin una resolución ni consideración efectiva, las rechazadas y las no evaluadas se llegaría a porcentajes significativos de entre el 35 y el 40 % e, incluso, en las legislaturas de 1837-38 y 1846-47, llegando a superar la mitad de las instancias del curso político. Incluso en la legislatura de 1841, a pesar de que poco menos de la mitad fueron evaluadas por la Comisión de Peticiones, la totalidad de las mismas (545) fueron ignoradas por el Congreso. Ninguna de ellas fue debatida ni valorada por la cámara baja o, como mínimo, no hay constancia de ello en el Diario de Sesiones. Por eso no se han incluido en el gráfico 5.
Es decir, que existiera una supuesta aceptación generalizada de las peticiones, al pasar la mayoría de ellas al estudio del Gobierno o ministerios, no implicaba directamente una predisposición política para su consideración. La significativa omisión de un número importante de las peticiones parlamentarias da cuenta de ello. Aún refuerza más la idea de desatención política la resolución final. Es decir, una cosa era la decisión de la Comisión, otra la aprobación o modificación de la misma por parte del Congreso y otra la decisión final que tomaba el gobierno, los ministerios o las comisiones encargadas de evaluar las peticiones. En cuanto a la deliberación del Congreso, lo cierto es que la regla general era que los diputados se limitaban a aprobar aquello decidido previamente por la Comisión de Peticiones. Menos del 8 % de los dictámenes fueron cambiados por el hemiciclo en las legislaturas aquí consideradas. De hecho, únicamente en la legislatura de 1850-1851 se rozó esa cifra y en la de 1854-1856 se llegó a cerca del 6,5 %, mientras en el resto de casos el porcentaje fue inferior al 5 %.
En lo que al destino final de las peticiones se refiere, lo cierto es que aquí se encuentra una imagen opaca y muy poco transparente de la actuación del Congreso de los Diputados, que casi nunca daba cuenta de la resolución adoptada acerca de las peticiones después de decidir sobre su destino o, como mínimo, ello no se documenta en los Diarios de las Sesiones. Ello contribuye a reforzar esa idea de dejación y omisión de los parlamentarios, que dejaban un alto porcentaje de peticiones sin consideración alguna. Sin duda, todo ello reforzaría la ya conocida imagen de desconexión de los parlamentarios hacia sus representados.
La idea del Parlamento en la España postrevolucionaria era precisamente la del lugar donde los más selectos de la sociedad, que expresaban lo mejor para la nación, estaban representados. Eso se explicaba porque el Congreso no era el lugar representativo de la soberanía nacional, sino una institución que tenía que expresar el interés general de la sociedad. Los sujetos mejor preparados, los capacitados, eran quienes mejor lo podían expresar (Sierra, Peña y Zurita, 2010), con independencia de los representados. Como se ha insistido anteriormente, desde la Constitución de 1837 y, en especial, a partir de la de 1845, la soberanía ya no era nacional, como lo había sido en 1812, sino compartida entre las Cortes y la Corona. Así, Isabel II conservaba importantes atribuciones, como disolver y abrir las Cortes y nombrar los ministros y los Gobiernos. En otras palabras, los Gabinetes, al depender del nombramiento de la reina, tenían más margen para actuar con independencia del Parlamento al no tener por lo general que darle cuenta de sus actuaciones. Eso reforzaba la base del poder monárquico y el poder ejecutivo en detrimento de las Cortes (Marcuello, 2005).
Por eso, la tónica dominante en el liberalismo patricio conducía hacia esa omisión de las peticiones parlamentarias, cuyas resoluciones se encontraban ampliamente desatendidas. Desde un punto de vista de las elites políticas isabelinas, tanto la publicidad como la responsabilidad política de tener que dar cuentas a la sociedad, la accountability, era aún vaporosa, aunque empezaba a distinguirse entre elites políticas en las instituciones parlamentarias. Como ha demostrado Ignacio Fernández Sarasola (2012: 65-68), a lo largo del siglo xix se fueron reforzando las facultades de control político del Parlamento hacia el ejecutivo, con nuevos instrumentos de fiscalización que fueron promovidos tanto desde el liberalismo moderado como desde el progresista. Por ejemplo, el Reglamento del Congreso de 1838 permitió las interpelaciones, mientras que el de 1847 introdujo la pregunta parlamentaria con la obligación de que el Gobierno contestara. Asimismo, se fueron regulando figuras como la de la moción de censura.
Fue particularmente en el seno de la cultura política liberal progresista donde se puede distinguir una más arraigada consciencia de rendición de cuentas con la sociedad, avalada por la introducción en el Reglamento del Congreso de 1854 de que el Parlamento pudiese pedir a los ministros explicaciones acerca de la resolución de peticiones parlamentarias. Por el contrario, en los reglamentos de 1838, 1847 y 1867 esas disposiciones estaban ausentes de acuerdo con una concepción más cercana al ideario liberal moderado y a una visión de la soberanía menos deudora del poder de la nación.
En la legislatura de las Cortes Constituyentes de 1854-1856 sí hubo una rendición de cuentas por parte de los parlamentarios, y el Congreso se comprometió a dar respuesta a algunas de las peticiones llegadas.
Fuente: elaboración propia a partir de la consulta de los Diarios de Sesiones de Cortes de la legislatura de 1854-5186
Es evidente que la rendición de cuentas del Parlamento fue muy limitada, considerando que solo alrededor del 11 % de las peticiones tuvieron una resolución conocida y pública, ya fuera para ser aceptada o rechazada, y que, por el contrario, un apabullante 82 % no contó con un veredicto conocido al que se diera publicidad.
A pesar de ello, es muy significativo que las Cortes Constituyentes de 1854-1856 fueran las únicas durante todo el reinado de Isabel II en las que el Gobierno o los diputados, en su caso, dieron una respuesta pública sobre su decisión. Era la propia Comisión de Peticiones y el Parlamento con la aprobación o modificación del dictamen los que instaban a los responsables de decidir sobre las peticiones —Gobierno o ministerios, aunque a veces las comisiones también dieron cuentas por iniciativa propia— a dar una explicación a las Cortes acerca de la decisión tomada. A diferencia de los otros reglamentos de las Cortes, como el de 1838, el de 1847 o el de 1867, así lo establecía el reglamento interino de las Cortes de 1854 en su art. 121: «Si creyese que son dignas de tomarse en consideración, propondrá su remisión al ministro que corresponda; debiendo éste en los casos en que lo determinen las Cortes, comunicar a las mismas la resolución que sobre ellas recaiga». Esta disposición solo se recuperó en el reglamento republicano de las Cortes Constituyentes de 1873.
Esta excepcionalidad en los reglamentos de las Cortes de 1854 y de 1873 se explica por una diferenciada concepción del papel que el Congreso tenía en la política desde una cosmovisión liberal progresista. En el proyecto constitucional de 1856, por ejemplo, la base del poder se encontraba en la soberanía nacional y desde esa concepción la Cámara Baja era su representante más directa y, por ende, encarnaba el poder de esa soberanía nacional. El art. uno del proyecto de 1856 establecía que todos los poderes públicos emanan de la nación, en la que reside esencialmente la soberanía, y por lo mismo pertenece exclusivamente a la nación el derecho de establecer sus leyes fundamentales. Sin ir más lejos, del proyecto de ley electoral de 1856 se desprendía una visión optimista de la movilización política de la sociedad, que aunque encauzada, apelaba a una concepción activa de la ciudadanía (Sierra, 2006). Y ello conducía a los políticos a tener en cuenta a sus representados como responsables de la representación de su soberanía, lo que entroncaría en cierta medida con la función de vigilancia otorgada al pueblo español en la Constitución de 1812, como se ha evidenciado en apartados anteriores.
En otras palabras, tanto los Gobiernos como las demás instituciones dependían de ese poder máximo y debían dar cuentas al mismo de sus actuaciones. De ahí que se legislara para que los ministerios dieran cuentas de sus decisiones acerca de las peticiones parlamentarias.
Si bien es cierto que su efectividad fue aún limitada. En realidad, se decidió que 164 peticiones de las 1391 peticiones de las Cortes Constituyentes de 1854-1856 tenían que ser resueltas por el Gobierno, dando cuenta a las Cortes de la resolución adoptada, mientras que 155 tuvieron una resolución conocida por las Cortes. Sin embargo, no todas las peticiones que llegaban al Gobierno con demanda de dar cuentas a las Cortes tuvieron una decisión conocida y transparente. Un ejemplo: un párroco de Santiago de la Espada llegó a formular su petición, acerca de la observancia de la ley de 7 de enero de 1837 relativa a la celebración de matrimonios, hasta cuatro veces a las Cortes Constituyentes de 1854-1856.[26] En las cuatro ocasiones se aprobó para que pasara a consideración del Gobierno e, incluso, en un par de ellas con la adición de que el Ejecutivo tuviera que dar cuentas a las Cortes de la resolución adoptada. Sin embargo, eso nunca ocurrió.
El ejemplo del párroco no fue un caso aislado. Otra evidencia la demuestra Agustín Secades al reclamar dos veces su condición de ciudadano español. A pesar de aprobarse que la petición pasara al Gobierno y se diera cuenta a las Cortes de la resolución adoptada, lo cierto es que no transcendió medida alguna.[27]
Por lo general, como se ha destacado ya, en las elites no reinaba una arraigada consciencia de tener que dar cuentas, dada la concepción de desconexión que asumían por ser seres preparados que guiaban al conjunto de la sociedad. Por eso, la aún limitada presencia de esas explicaciones por parte del Gobierno, inclusive en el seno de las filas del liberalismo progresista.
Así, si se detecta una tímida necesidad de dar cuentas y aclarar sus actuaciones por parte de los políticos, es aún no asentada y se produce sobre todo como consecuencia de las demandas de las peticionarias y los peticionarios. Es decir, el hecho de dar cuentas y las propias explicaciones que llevan a vincularlo con el concepto de transparencia surge como consecuencia de la presión social, con independencia de la tendencia ideológica de los peticionarios y del Gobierno, aunque el liberalismo progresista pudiera estar más predispuesto a ello. A modo de ejemplo, la petición de Margarita Carrió de pensión, que tuvo que insistir y formularla dos veces para obtener una resolución del Gobierno progresista de las Cortes Constituyentes de 1854-1856, aunque fuera para rechazarla.[28] O José Peralta y Pineda, hijo de Mariana Pineda, que reclamó el goce de las cesantías correspondientes a su último destino. Tuvo que presentar la demanda en dos ocasiones en la misma legislatura progresista para que fuera aprobada una ley que confirmara lo solicitado.[29] O incluso la reclamación de actividad de la Comisión de Peticiones por parte del diputado moderado Juan Ribó Lahoz, empujado por las demandas de los ayuntamientos de su distrito en el campo de Cariñena, Zaragoza. Después de tres meses de haber empezado la legislatura de 1850-1851, la Comisión de Peticiones aún no se había reunido y el diputado se preguntaba:
Al principio del mes pasado entregué en secretaría una solicitud de los ayuntamientos del Campo de Cariñena […] esta solicitud pasó en el momento a la comisión de peticiones, y como según me ha dicho uno de sus individuos, no se ha reunido hasta la fecha, me ha parecido conveniente hacer esta excitación, porque de lo contrario inútil sería que se hicieran peticiones por los pueblos al Congreso, si no había de llegar el caso de que se examinaran[30].
Este artículo ha analizado las peticiones dirigidas al Congreso de los Diputados durante el reinado de Isabel II como herramientas que facilitaban la participación política de colectivos con y sin derechos políticos. La novedad de la aportación se encuentra en el hecho de vincular dichas demandas y prácticas a los conceptos de rendición de cuentas y transparencia en unos momentos políticos tradicionalmente caracterizados por la desvinculación entre representantes y representados.
El examen de las peticiones en distintas legislaturas ha puesto en evidencia una voluntad de las peticionarias y los peticionarios de pedir explicaciones a los políticos cuando sus actuaciones eran puestas en duda, cuando la legislación presentaba dudas en su aplicación o cuando determinados expedientes no eran resueltos en un plazo razonable. Si bien las peticiones vinculadas a la transparencia no llegaron a una cuarta parte de las presentadas en cada legislatura, es significativo el mero hecho de poder trazar dicha asociación por la demanda social que implica de unas instituciones responsables.
Por el contrario, mucho menos extensa se ha presentado la predisposición de los políticos a ofrecer dichas explicaciones y a rendir cuentas de sus actos. De hecho, se ha puesto en evidencia que la omisión de las peticiones fue muy relevante: el conjunto de las peticiones a considerar en tiempo oportuno y sin resolución, las rechazadas y las no evaluadas suponía entre el 35 y el 40 %, y en ocasiones el porcentaje era superior. Eso indica que no hubo un amplio arraigo entre las elites políticas de la necesidad de dar cuentas a la sociedad, al representar los sectores más preparados de la misma, a la que guiaban en su conjunto. Y, por lo mismo, tampoco existía una necesidad de explicarse y ser transparentes.
Con todo, el liberalismo progresista sí se presentó más predispuesto a dar cuentas de sus actuaciones al instituirse en las Cortes Constituyentes de 1854-1856 que los Gobiernos tuvieran que dar explicaciones de las resoluciones tomadas acerca de las peticiones si así lo aprobaba antes la Cámara Baja. Tuvo, con todo, una limitada aplicación. De hecho, que los políticos tuvieran en consideración las peticiones que exigían dar explicaciones no hubiera dependido tal vez tanto de la tendencia ideológica como de la presión e insistencia de los propios peticionarios, que facilitaba que se produjera dicha actuación.
El concepto de transparencia en el reinado de Isabel II se presentaba, pues, construido desde las demandas sociales que representaban las peticiones parlamentarias y, en menor medida, desde la iniciativa de los parlamentarios, y apelaba al conocimiento público de las leyes y a su aplicación no arbitraria, así como a una exigencia de claridad en los comportamientos políticos.
[1] |
El autor quiere agradecer a Diego Palacios Cerezales la lectura de una primera versión del texto, así como sus enriquecedores comentarios. |
[2] |
Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, DSC en adelante: Legislatura de 1821, diario número 19, 16 de marzo de 1821 |
[3] |
DSC: Legislatura de 1821, p. 498. |
[4] |
Ver peticiones número 10 y 11 en DSC: legislatura de 1841, p. 234. Diario número 15, sesión del 3 de abril de 1841. |
[5] |
Ver petición número 22 en DSC: legislatura de 1846-47, pp. 492 y 886. Diario número 39, sesión del 20 de febrero de 1847, y apéndice segundo al número 56, sesión del 11 de marzo de 1847. |
[6] |
Ver peticiones número 266 y 409, entre otras, en DSC: legislatura de 1837-1838, pp. 1780, 2450 y 2451. Apéndice tercero al diario número 123, sesión del 17 de abril de 1838, y apéndice segundo al número 153, sesión del 22 de mayo de 1838. |
[7] |
Ver, entre otras, las peticiones número 39, 56 y 75 en DSC: legislatura 1858-1860, pp. 1047, 1361 y 1830. Diarios número 45, sesión del 5 de febrero de 1859, 57, sesión del 19 de febrero de 1859 y 72, sesión del 12 de marzo de 1859. |
[8] |
Ver petición número 13 en DSC: legislatura 1837-1838, p. 954. Diario número 82, sesión del 22 de febrero de 1838. |
[9] |
Ver petición número 2 en DSC: legislatura 1846-1847, p. 368. Diario número 31, sesión del 3 de febrero de 1847. |
[10] |
Ver petición número 750 en DSC: legislatura 1854-1856, p. 7256. Diario número 224, sesión del 20 de octubre de 1855. |
[11] |
Ver peticiones número 94, 705 y 706 en DSC: legislatura 1854-1856, pp. 1171 y 6999. Diarios número 51, sesión del 5 de enero de 1855, y 213, sesión del 6 de octubre de 1855. |
[12] |
Ver petición número 93 en DSC: legislatura 1858-1860, p. 2350. Diario número 88, sesión 2 de abril de 1859. |
[13] |
DSC: legislatura 1858-1860, p. 3091. |
[14] |
Ver petición número 23 en DSC: legislatura 1858-1860, p. 764. Diario número 35, sesión 17 de enero de 1859. |
[15] |
Ver petición número 59 en DSC: legislatura 1864-1865, p. 921. Apéndice tercero al diario número 48, sesión del 11 de marzo de 1865. |
[16] |
Ver petición número 198 en DSC: legislatura 1837-1838, p. 1421. Apéndice segundo al diario número 105, sesión del 24 de marzo de 1838. |
[17] |
Ver petición número 92 en DSC: legislatura de 1841, p. 1113. Apéndice segundo al diario número 59, sesión del 2 de junio de 1841. |
[18] |
Ver petición número 111 en DSC: legislatura 1841, p. 1115. Apéndice segundo al diario número 59, sesión del 2 de junio de 1841. |
[19] |
Ver petición numero 50 en DSC: legislatura de 1850-1851, p. 774. Apéndice quinto al diario número 41, sesión del 25 de enero de 1851. |
[20] |
Ver petición número 409 en DSC: legislatura 1837-1838. Más detalles en nota al pie número 3. |
[21] |
Ver petición número 76 en DSC: legislatura 1864-1865, p. 1651. Apéndice décimo al diario número 77, sesión del 4 de mayo de 1865. |
[22] |
Ver petición número 93 en DSC: legislatura 1858-60, p. 2350. Diario número 88, sesión 2 de abril de 1859. |
[23] |
Ver peticiones número 7, 29 y 126 en DSC: legislatura 1841, pp. 273, 274, 576 y 1258. Apéndice primero al diario número 18, sesión del 10 de abril de 1841, apéndice primero al diario 31, sesión del 24 de abril de 1841 y apéndice sexto al diario 65, sesión del 8 de junio de 1841. Ver también peticiones número 208, 246, 262, 288, 486 y 1040 en DSC: legislatura 1854-56, pp. 2288, 2621, 2837, 2839, 4730 y 11196. Apéndice al diario número 87, sesión del 17 de febrero de 1855, apéndice tercero al número 96, sesión del 3 de marzo de 1855, apéndice sétimo al número 103, sesión del 10 de marzo de 1855, apéndice primero al número 152, sesión del 12 de mayo de 1855 y apéndice primero al número 324, sesión del 28 de febrero de 1856. |
[24] |
Consulten los artículos 122 a 127 del Reglamento del Congreso de los Diputados de 1838. |
[25] |
Ver artículos 182 a 188 del Reglamento interior del Congreso de los Diputados de 1847. |
[26] |
Ver peticiones número 14, 72, 266 y 785 en DSC: legislatura 1854-1856, pp. 496, 933, 2604, 8100 y 8101. Diarios número 30, sesión del 9 de diciembre de 1854, 42, sesión del 23 de diciembre de 1854, 96, sesión del 3 de marzo de 1855, y 241, sesión del 10 de noviembre de 1855. |
[27] |
Ver peticiones número 262 y 827 en DSC: legislatura 1854-56, pp. 2603 y 8479. Diarios número 96, sesión del 3 de marzo de 1855 y 251, sesión del 24 de noviembre de 1855. |
[28] |
Ver peticiones número 107 y 180 en DSC: legislatura 1854-56, pp. 1171, 2089 y 6008. Diarios número 51, sesión del 5 de enero de 1855, apéndice primero al número 81, sesión del 10 de febrero de 1855, y 189, sesión del 27 de junio de 1855. |
[29] |
Ver peticiones número 263 y 814 en DSC: legislatura 1854-56, pp. 2603, 2604, 8643 y 14953. Diarios número 96, sesión del 3 de marzo de 1855, apéndice cuarto al número 254, sesión del 28 de noviembre de 1855 y apéndice decimocuarto al número 421, sesión del 1 de julio de 1856. |
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DSC: legislatura 1850-1851, p. 604. |
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