RESUMEN

Este artículo investiga en qué medida el Parlamento liberal de la Restauración puso restricciones a la publicidad de sus decisiones y cómo se mantuvo este tema durante la II República española. Para ello se analizan los temas objeto de debate en las sesiones secretas del Parlamento entre 1875 y 1936, lo que permite descubrir que, además de los asuntos de trámite habituales de gastos de personal y mantenimiento del edificio, se trataron los privilegios (franquicia postal o viajes en tren), inmunidades y dietas de los parlamentarios, así como la gestión de los suplicatorios. En general, estos temas fueron tratados con discreción y siempre buscando la salvaguarda de la honorabilidad parlamentaria.

Palabras clave: Historia parlamentaria; corrupción parlamentaria; transparencia; honor parlamentario; Restauración borbónica; II República española; historia contemporánea.

ABSTRACT

In this article, we are interested in discovering to what extent the liberal Parliament of the Restoration placed restrictions on the publicity of its decisions and how this issue was maintained during the Second Spanish Republic. For this, we review the issues discussed in the secret sessions of Parliament between 1875 and 1936. This allows us to discover that, apart from the usual paperwork issues of personnel expenses and building maintenance, they debated privileges (postal allowance or travel by train), immunities and diets of parliamentarians, as well as the management of petitions. In general, these issues were treated with discretion and always seeking to safeguard parliamentary honour.

Keywords: Parliamentary history; parliamentary corruption; transparency; parliamentary honour; Bourbon Restoration; II Spanish Republic; contemporary history.

Cómo citar este artículo / Citation: Rubí, G. y Casals, Q. (2024). Un Parlamento sin taquígrafos: las sesiones secretas en la historia del parlamentarismo español (1875-‍1936). Revista de Estudios Políticos, 205, 153-‍185. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.205.06

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

El carácter público básico de las sesiones previsto en la Constitución de 1812 se mantuvo en las posteriores cartas magnas hasta llegar a la vigente de 1978. De acuerdo con lo dictado en los diferentes reglamentos del Congreso de los Diputados (1847, 1918, 1931 y 1934), en sesión secreta debían ser tratadas aquellas cuestiones que requerían una reserva en su discusión, relacionadas con el decoro del Parlamento o de sus miembros, y en última instancia aquellas cuestiones que la Mesa creyera oportunas. Es más, el reglamento de 1934 fue más allá, concretando los supuestos e incluyendo por primera vez la espinosa cuestión de los suplicatorios.

En el presente artículo, nos interesa descubrir en qué medida la principal tribuna representativa del liberalismo puso restricciones a la publicidad de sus decisiones, lo cual remite al análisis de un concepto tan lábil como es el de la transparencia.[1] Un término al alza en los últimos veinte años, reivindicado por las democracias occidentales como el gran señuelo de su calidad institucional. Sin embargo, este concepto sufre un acomodo distinto si lo aplicamos al pasado. Investigar cómo el parlamentarismo argumentó la necesidad de poner cotos a la publicitación de los debates permite conocer qué cuestiones por reglamento se consideraban que debían permanecer al margen del escrutinio público y, al mismo tiempo, en qué circunstancias, con independencia de los supuestos regulados, se paralizaban los plenos para convertir la tribuna parlamentaria en sesión secreta. Finalmente, nos acerca a una mejor comprensión de cómo colaboraron los poderes del estado entre sí y de qué manera y con qué limitaciones el Parlamento se erigió en intérprete de la opinión pública.

En un plano ideal, como recuerda Otto Pfersmann, «L’État qui agit dans le sens de la raison ne peut pas recourir au secret» siguiendo la máxima de Emmanuel Kant (‍Pfersmann, 2006: 116). Sin embargo, el Estado de derecho y las democracias liberales han vivido en la permanente contradicción de tener que conjugar asuntos en secreto (los secretos oficiales) con la creciente exigencia de transparencia. Una contradicción que autores como Pfersmann matizan al constatar que ambos términos, transparencia y secreto, son mucho más complementarios que excluyentes. Por ello, resulta de enorme interés analizar cómo la institución representativa gestionó el secreto en el día a día de las sesiones parlamentarias. Y no solo esto, sino también cómo este proceso histórico evolucionó a la luz de la madurez de la política parlamentaria, aunque también fue aumentando su desprestigio en la crisis finisecular.

II. SECRETO Y PARLAMENTARISMO[Subir]

La constitución norteamericana de 1787 fue el texto que incorporó por primera vez en su articulado la publicidad de las sesiones parlamentarias de ambas cámaras. El antecedente más cercano del principio de publicidad en Europa lo debemos situar en la Constitución francesa de 1791, el punto de partida del que arrancó el constitucionalismo europeo. Su siguiente texto constitucional de 1793 reforzó esta premisa basándose en la asimilación del concepto de transparencia con los valores de la verdad y de la justicia (‍Münch, 2011: 6). No en vano, Robespierre consideraba que la deliberación en voz alta era la base de la virtud y la salvaguarda de la verdad.[2] En Inglaterra no se impuso definitivamente la publicidad de las sesiones hasta 1812, una vez fueron vencidos los privilegios de las cámaras que hasta entonces habían debatido en secreto. A finales del siglo xviii se discutió sobre la necesidad de publicitar las discusiones parlamentarias dividiendo a los partidarios de esta medida y a sus detractores. Al final, se admitió que las limitaciones del sufragio podrían ser contrarrestadas con la publicidad parlamentaria (‍Seaward e Ihalainen, 2016: 43-‍44). Con ello se inauguraba la era del control del tribunal de la opinión pública en la Europa liberal o lo que Jürgen Habermas denominó la publicidad políticamente activa (‍Habermas, 2004; ‍Garrido y Vinuesa, 2013).

El principio de publicidad parlamentaria es una herencia directa de las ideas ilustradas europeas, que reivindicaron la transparencia de las relaciones sociales y políticas para el ejercicio de la soberanía y el gobierno representativo (‍Baume, 2013). Para Jean-Jacques Rousseau, Jeremy Bentham, Emmanuel Kant y Benjamin Constant este principio se convirtió, entre finales del siglo xviii y principios del xix, en una protección contra el mal gobierno, el abuso de poder, en fin, de la corrupción. En concreto, Bentham insistió en que la difusión de la actividad parlamentaria era la garantía de la confianza y consentimiento del pueblo porque el llamado «tribunal de la opinión pública» debía controlar los posibles «sinister interests of rulers»; en una palabra, la arbitrariedad de los gobernantes (‍Bentham, 1991). Un principio que se subvirtió sistemáticamente durante los dos primeros periodos liberales de España (1810-‍1814 y 1820-‍1823), entre otras razones, porque la mecánica parlamentaria se encontraba en una fase de experimentación, aunque no fue solo eso. Esta excepcionalidad fue desapareciendo progresivamente, pero la dialéctica entre el secreto y la publicidad de los actos del poder, fueran fruto de la voluntad soberana de los Parlamentos o de los Gobiernos, siempre ha estado presente de una manera recurrente.

Algunos autores han hablado de la ilusión de la transparencia o de la total publicidad, en el sentido que es harto difícil que las decisiones políticas sean totalmente diáfanas para el ojo público y, por lo tanto, aparecen como un ideal, una ilusión. Incluso, han sido objeto de debate las posibles paradojas de la transparencia a raíz de la obra de Jeremy Bentham, que de manera pionera reflexionó sobre este concepto confrontándolo con el principio de utilidad pública y concluyendo que no siempre lo útil en términos de felicidad colectiva para el mayor número de personas era consecuencia directa de la aplicación de medidas transparentes (‍Bentham, 1991; ‍Clero, 2006). Al mismo tiempo, para este pensador inglés, el principio de publicidad debía acometer tres finalidades: moralizar a los representantes públicos, ser fuente de confianza de los gobernados frente a sus gobernantes y ser garantía de expresión de la sociedad civil.

A su lado, la literatura sobre el secreto y la gobernabilidad del Estado contemporáneo habitualmente ha argumentado la opacidad de la actividad de sus instituciones en nombre de la salvaguarda del interés general, razones de seguridad nacional o el derecho al honor y la intimidad de sus representantes (‍Monier, 2000; ‍Lefevbre, 2021). En consecuencia, en un Estado liberal de derecho ¿dónde se sitúan los límites a la publicidad de los actos del poder? ¿Qué consecuencias se derivan sobre la actividad de los Parlamentos? Responder a estas cuestiones requeriría un conocimiento mucho más prolijo sobre el papel que desarrolló el Parlamento en la construcción de la esfera pública, una tarea que todavía no ha merecido suficiente atención historiográfica.

III. EL SECRETO, EL PARLAMENTO Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA ESFERA PÚBLICA[Subir]

Es conocido que el Parlamento y la actividad parlamentaria en general desempeñaron un papel fundamental en la construcción de la esfera pública liberal, condicionando en diversos sentidos la formación de la opinión pública (‍Luengo, 2019). No hay que olvidar que la tribuna parlamentaria tenía a su alrededor una no despreciable proporción de periodistas, la mayoría directores de rotativos, pero también a redactores influyentes que podían amplificar o bien censurar las intervenciones más polémicas o cáusticas, discusiones agrias o aquellos comentarios emitidos por ministros que, por razones de seguridad nacional, decidían que no podían transcender las paredes del hemiciclo (‍Armengol/Rubí, 2012: 73) [3]. De esta manera, el Parlamento ejercía de manera informal una función autorreguladora respecto a lo que podía ser publicitado o no. Esta faceta transcurría al margen de la reglamentación de las sesiones secretas que, como hemos visto, era poco concreta, dejando la mayoría de las veces al criterio de la Presidencia y la Mesa del Congreso la decisión de paralizar una sesión pública para convertirla en secreta.

Gracias a las investigaciones de Ferran Toledano sobre los fondos reservados en la España contemporánea, se ha podido descubrir la costumbre política de los ministros de la Gobernación de «comprar» a periodistas para poder influir sobre la opinión publicada en los rotativos de mayor proyección (‍Lluís Ferran Toledano, 2022). Si a ello le sumamos la existencia del suplicatorio o permiso parlamentario para que los diputados considerados díscolos por sus opiniones «no autorizadas» fueran juzgados, parece evidente que la tribuna contribuyó a moldear la esfera pública, no solo legislando sobre la libertad de expresión, sino también influyendo directamente sobre su ejercicio.

De hecho, según ha demostrado María López de Ramón, a finales del siglo xix España tenía un clima propicio para gozar de una plena libertad de imprenta tras la publicación de la Ley de Policía de Imprenta de 26 de julio de 1883. Esta norma rompía con la línea restrictiva sostenida por los Gobiernos anteriores e introducía una serie de garantías que permitían el desarrollo de una verdadera libertad de prensa. Sin embargo, la práctica de los partidos conservador y liberal que se turnaron en el poder durante el período comprendido entre 1883 y 1923 desatendió las líneas marcadas por esta ley para adoptar una política de restricción informativa que tenía como objetivo primordial asegurar la estabilidad del nuevo régimen establecido (‍María López de Ramón, 2023). Además, mostraba la inseguridad del sistema, que, pese al adecuado marco normativo, no consiguió establecer una libertad de prensa libre e independiente, ya que, sobre todo en los momentos de convulsión, solía silenciar los medios de comunicación no afines con el régimen a través de disposiciones legales paralelas o mecanismos de control encubiertos.

A diferencia de la historia parlamentaria de la Segunda República (1931-‍1936), en la que de entrada las elecciones fueron limpias, la libertad de prensa y la publicidad de las decisiones parlamentarias fueron objetivos políticos casi comunes de todos los partidos para garantizar la objetividad del juego político. El periodo de la Restauración (1875-‍1931) basó su cotidianidad en el fraude electoral, que se iniciaba desde el mismo momento que los dos partidos dinásticos pactaban un turno de gobierno falseando sin escrúpulos los resultados para apartar del poder al resto de partidos.

De esta manera, durante el régimen liberal oligárquico de la Restauración el control de la opinión pública resultó crucial para legitimar la actuación del poder ejercido por los Gobiernos del turno dinástico, tanto en el sentido de guía como de vigilancia. Por contra, la autocensura parlamentaria representaba la otra cara de la moneda, ciertamente poco explorada, del compromiso adquirido por los diputados de representar «la voz y el eco de la opinión» (‍Garrido y Vinuesa 2013: 42). Por lo tanto, ellos no solo respondían a las aspiraciones y deseos de la ciudadanía, sintiéndose intérpretes de esta, sino que creaban opinión y al mismo tiempo en determinadas circunstancias fomentaban el silencio o censuraban la opinión pública externa. De hecho, como veremos, la regulación de las sesiones secretas impidió legalmente la publicidad de los debates que discurrieron en su seno, muy a pesar de la opinión de algunos diputados que así lo solicitaban.

En suma, el análisis del secreto como reverso de la publicidad parlamentaria permite entrar a valorar con mayor detenimiento las relaciones que el Parlamento español sostuvo principalmente con el poder judicial y con los Gabinetes, así como con la opinión pública en general. En concreto, facilita una mejor comprensión del peso político que tenía el Parlamento en su dimensión comunicativa. No obstante, el silencio como criterio opuesto a la publicidad parlamentaria no ha sido una temática estudiada. A diferencia de la historiografía latinoamericana, en concreto para Chile (‍Llanos y González, 2021), Argentina (‍Tío y Nanni, 2016) y México (‍Sims, 1984), en los que las sesiones secretas de su Parlamento han sido evaluadas, en la española este estudio no ha despertado casi interés.[4]

Por su parte, en el ámbito europeo, la historiografía francesa ha analizado las sesiones secretas desarrolladas durante la Primera Guerra Mundial (‍Bock, 2000; Forcade (‍2000) o se ha estudiado cómo se gestionó el secreto en relación con la defensa nacional (‍Guillaume, 2001). Igualmente, las sesiones secretas que tuvieron lugar entre 1870 y 1871, entre el Segundo Imperio y la III República, fueron hechas públicas por mandato parlamentario en una fecha tan tardía como abril de 2011, siendo objeto de investigación automática (‍Bonhomme, 2011).

Como era de esperar, el mayor énfasis se ha centrado en el estudio de las vías adoptadas por el parlamentarismo francés para publicitar sus deliberaciones y acuerdos (‍Coniez y Delcamp, 2012). Una atención privilegiada la han recibido los compte rendus de los debates en Francia (‍Coniez, 2010), en Bélgica (‍Model, 2021) o los parliamentary reports y el Hansard’s Parliamentary Debates en el caso del Reino Unido (‍Harris, 2020). Sin embargo, este parece un campo de investigación poco explorado, especialmente en lo que respecta a la censura aplicada cuando se acordaba, por ejemplo, presentar los debates en forma de extracto o síntesis en vez de reproducirlos fielmente, o se decidía omitir los pasajes considerados poco edificantes. Y ello en ambas vertientes, tanto en el ámbito de la publicidad oficial como en el del tratamiento periodístico. En España fue el rotativo El Español. Diario de las doctrinas y de los intereses sociales, editado por Andrés Borrego, el que en 1835, por primera vez, empezó a comentar las sesiones parlamentarias. Este enfoque analítico nos conduce a delimitar con mayor precisión los verdaderos límites de la publicidad parlamentaria y, al mismo tiempo, a descubrir el Parlamento como un espacio de comunicación pública, considerado en su mayor complejidad.

En definitiva, en este texto nos centraremos exclusivamente en las sesiones secretas que, naturalmente, fueron la excepción a la norma establecida en los reglamentos de las cámaras de publicar un diario de las Cortes que recogiera fiel e imparcialmente los debates de las sesiones públicas. Esta fue y ha sido la tónica general, solo interrumpida por el intento fallido de Juan Bravo Murillo, en diciembre de 1852, de replantear la publicidad de las sesiones parlamentarias. Por otro lado, basta recordar que el contenido de las sesiones secretas de las Cortes de Cádiz y del Trienio Liberal fueron publicadas en 1874, siendo por cierto las únicas que salieron a la luz pública.[5] Este hecho ha facilitado, sin duda, que hayan sido comentadas por la historiografía española (‍Pérez de Guzmán y Gallo, 1912; ‍Pérez Guilhou, 2012) y estudiadas por nosotros en un trabajo previo (1810-‍1874) (‍Rubí y Casals, 2022).

IV. ENTRE PREBENDAS E INMUNIDADES: LAS TEMÁTICAS DISCUTIDAS EN SESIÓN SECRETA EN EL CONGRESO DE LOS DIPUTADOS[Subir]

Por regla general, en sesión secreta se trataban los dictámenes planteados por la Comisión de Gobierno Interior y se convocaban durante la tarde-noche, excepto cuando en el transcurso de una sesión pública la Presidencia del Congreso decidía suspenderla para transformarla en secreta. Normalmente se aprobaban las cuentas y el presupuesto de la cámara y se decidían cuestiones laborales relativas a la plantilla, al edificio del Palacio del Congreso y a la reforma e introducción de nuevos servicios y equipamientos. Obligatoriamente, cada año la Comisión de Gobierno Interior debía presentar las cuentas del Congreso, debiendo ser aprobadas en sesión secreta. En diciembre de 1881 se solicitó un crédito extraordinario para hacer frente a los crecidos gastos que se derivaban, se recordó, del afianzamiento del sistema parlamentario: unas legislaturas de mayor duración, el incremento de los proyectos de leyes y de los trabajos de las comisiones. En esta misma dirección se comentó que se multiplicaban también en la misma proporción los actos de iniciativa parlamentaria, que la ley electoral exigía procedimientos más minuciosos y la inexcusable precisión en el tiempo y en la forma, y que, finalmente, el Tribunal de actas graves requería personal dedicado al servicio de una tramitación especial.[6]

No solo se trataba de que las cuentas reflejaran las necesidades del trabajo parlamentario, sino también se tuvo que poner orden a la contabilidad, puesto que se detectaron irregularidades en el pago de los sueldos de los empleados que en alguna ocasión se habían imputado al capítulo del material. Se tuvo que esperar a un nuevo Parlamento dominado por los liberales, conocido como el Parlamento largo, para que en 1887 se pusiera en marcha una nueva organización administrativa y de contabilidad. El desorden contable era de tal magnitud que los diputados solicitaron ver impresas las cuentas para poderlas estudiar con detenimiento. A esta decisión se opusieron el diputado conservador Fernando Cos-Gayón y el liberal Germán Gamazo «porque se daría una publicidad a que se opone el Reglamento»[7].

No obstante, en mayo de 1892 siguieron las quejas, esta vez vertidas por los conservadores cuando en el seno de la Comisión de Gobierno Interior reclamaron una «recta y severa administración y no reduciendo arbitraria y caprichosamente en el papel las cifras para cubrir los servicios» y hacer frente así a las irregularidades en los pagos.[8] Esto se debió en parte a que un oficial de secretaría había defraudado 25.000 pesetas al Banco de España procedentes de los fondos del Congreso, causa que se libró en los juzgados. Un caso de corrupción del que pocos diputados tuvieron conocimiento al acordar que no sería tratado en el pleno. Se introdujeron economías, como la reducción del tiraje del diario de sesiones, para encarar la necesidad de contar con nuevas plantillas y sueldos equiparables a los que cobraba el resto de los funcionarios, y suprimir las pensiones de aquellos empleados que las estaban cobrando en otras dependencias públicas. A partir de entonces, previamente a su discusión, se explicó detalladamente el presupuesto de ingresos y gastos, siendo en febrero de 1900 cuando se adoptó la modalidad del año natural en todas las cuentas de las instituciones del Estado.

Paralelamente a la discusión del presupuesto anual y de la aprobación de las cuentas, los debates se desarrollaban sobre temas que afectaban al colectivo de los diputados, como algunas prebendas, o al comportamiento de individuos concretos. Estos últimos normalmente procedían de dictámenes presentados por la Comisión de Suplicatorios, que se constituyó por primera vez en 1904. Pero igualmente podían ser rifirrafes surgidos en sesión pública que afectaban a la honorabilidad de los diputados y que, por esta razón, entendían los protagonistas que debían solucionarse en privado.

Desde del advenimiento del régimen de la Restauración se debatieron algunos beneficios o ventajas para los diputados, que algunos de ellos consideraban privilegios, como fueron la franquicia postal, la casi gratuidad del transporte en ferrocarril y las dietas.[9] A pesar de que estas compensaciones se contemplaban dentro del concepto de la inmunidad parlamentaria, cada una de estas atribuciones representaba, de alguna manera, diferentes estadios de la senda de la profesionalización del diputado en España en el sentido de la remuneración de la función parlamentaria.

Hasta el periodo de la Segunda República no se admitió, con ciertas reservas, que los diputados tenían derecho a percibir un sueldo mensual. Hasta entonces, estos privilegios fueron permanentemente criticados a raíz de los abusos y de la picaresca, razón por la cual, en sentido contrario, se dio pie a reforzar la tesis de la remuneración. Para el prestigioso abogado republicano Gumersindo de Azcárate, los parlamentarios cobraban de manera indirecta aprovechando su posición para «hacerse agentes de negocios, ya viendo premiados sus méritos y servicios con puestos administrativos que les otorgan sus amigos cuando llegan al poder, ó se contentan con el provecho, bien mezquino por lo general, que pueden alcanzar escribiendo en un periódico político» (‍Azcárate, 1885: 273). Ante cuestiones tan polémicas, el Parlamento prefirió su discusión al margen de la mirada de la opinión pública.

V. LOS PRIVILEGIOS[Subir]

1. La franquicia postal parlamentaria: un fraude permanente[Subir]

La franquicia postal tenía su origen en los reinos medievales. Con la práctica parlamentaria regular del primer liberalismo se introdujo para los parlamentarios a raíz de la ley electoral de 1837, cuando se debatió y no aprobó la remuneración los cargos parlamentarios. Durante el periodo que estudiamos, hasta que en 1920 se introdujo la compensación de quinientos pesetas por diputado para gastos de correo, la franquicia postal parlamentaria para los diputados y senadores estará vigente la mayor parte del tiempo, con algunos breves periodos de supresión.

El establecimiento de la franquicia postal para los diputados y senadores pretendía facilitar la correspondencia con sus electores, ya que con este privilegio disponían de exención total para los envíos de su correo. Cada diputado y senador disponía de un sello de tinta con la mención de la franquicia y el organismo que representaba, que se estampaba en la carta o paquete para el envío gratuito. Con el privilegio de la franquicia, cada parlamentario podía enviar su correspondencia con el correo oficial sin el pago de gastos de envío. Este privilegio podía ser personal (diputados y senadores) u oficial (ministerios, Gobierno…) y se mantuvo durante la época isabelina y casi todo el sexenio democrático, hasta que en julio de 1874 se suprimió, otorgándose, por el contrario, un presupuesto en sellos de correos (primera emisión en 1850).

Entre las causas de esta primera supresión estuvo la práctica habitual de usar la correspondencia de forma privativa y abusiva por parte de los diputados o sus allegados, y no de forma pública. Sin embargo, con las primeras Cortes de la Restauración borbónica se restableció la franquicia postal para los parlamentarios, lo que motivó la discusión de su conveniencia en el Congreso de los Diputados en enero de 1877, ya que su práctica no reunía un consenso amplio entre los diputados.

De hecho, las denuncias por el fraude de los diputados con las franquicias no cesaron hasta su segunda supresión en 1892. Un ejemplo nos lo da el periódico La Época, que el 24 de enero de 1882 denunciaba:

El periódico oficial del ramo de correos manifiesta que con motivo de la Pascua han circulado en Madrid 43.750 tarjetas con timbres del Congreso y del Senado. Calculando que en dichas fiestas hubiera en esta corte 300 senadores y diputados, se deduce que cada uno ha utilizado la franquicia postal 145 veces. El particular que hubiera tenido semejante correspondencia habría gastado 14,50 pesetas, por lo que el valor total de la pérdida para el Tesoro por este concepto ha sido de 4.375 pesetas. Ahora bien; la franquicia se entiende que ha de servir para las comunicaciones oficiales, y al diputado y al senador se le concede para que no le sean gravosas sus relaciones con los electores; pero ¿ha de extenderse la franquicia á los actos de mera cortesía, como es el tarjeteo de 1° de año? Los mismos señores diputados y senadores, que tienen la obligación de defender el dinero del Estado, reflexionarán si esto puede seguir así y si es justo que el presupuesto interior de ambas Cámaras permanezca ignorado del público, cuando no se conoce más que la cifra de su aumento.[10]

Por su parte, el republicano asturiano Manuel Pedregal, en la sesión del 28 de marzo de 1890, exhortó a la cámara a que suprimiera «la franquicia postal de los diputados, que es origen de grandes abusos», añadiendo que el franqueo postal ordinario ya era por entonces una excepción, puesto que estaba eximida casi toda la correspondencia oficial emitida por autoridades y funcionarios públicos.[11]

A su lado, Adolfo Posada observó que esta exención no tenía una justificación racional, por lo que Inglaterra e Italia (en 1874) la habían suprimido. Por contra,

gozan aquí nuestros representantes de la franquicia postal, que también ha dado lugar a serios abusos, hasta el punto de tener que tomar graves medidas para evitar que el gasto del papel de cartas no… nos arruinase. Sabido es que hoy se timbra el papel para cada diputado. No se cortó el abuso principal con esto, pues el abuso principal, que consiste en que gran parte del pueblo de Madrid goce efectivamente de la franquicia postal continúa» (‍Posada, 1890: 219-‍220).

En este sentido, Valentí Almirall denunciaba en su libro España tal como es, escrito en 1886, que

en Madrid hay muchísima gente que envía su correspondencia sin el correspondiente franqueo. Este abuso viene del hecho de que los senadores, los diputados y muchos otros funcionarios gozan de franquicia postal; y todo aquél que lo desee puede aprovecharse de ello. Por eso muchas veces hemos recibido circulares comerciales, prospectos de todas clases, invitaciones, etc., bajo la égida económica del Senado o del Congreso. Solo los muy inocentes o algunas personas demasiado escrupulosas se gastan el dinero en Madrid para franquear correspondencia» (‍Almirall, 1983: 150).

En paralelo, Posada seguía su crítica argumentando que «indudablemente, estas exenciones y franquicias no tienen defensa racional», por lo que proponía «retribuir directamente y sin rodeos de ninguna clase, que siempre se prestan a mil abusos, el cargo de representante del país. Después de todo, los miembros del Parlamento desempeñan una función, prestan un servicio, y todo servicio público debe ser siempre retribuido» (‍Posada, 1890: 220-‍221).

Lo cierto es que la crítica de Posada no estaba exenta de razón. Entre febrero y junio de 1891, desde las Cortes se enviaron con franquicia postal gratuita 878 523 cartas, a razón de unas 241 misivas mensuales de promedio por parlamentario (1213 entre diputados y senadores), una cantidad exagerada a simple vista, pero indicativa del problema. [12] Entre las corruptelas habituales estaba la de envíos particulares, de allegados y otros satélites.

Ante la envergadura del problema, no ha de extrañar que se presentara a discusión una proposición de ley de supresión de este beneficio por el senador conservador Manuel Azcárraga en marzo de 1892, que el Ministerio de Hacienda decidiera prescindir de ella para «salvar» al erario en el mes de junio o que se discutiera su legalidad en la sesión secreta del uno de julio de 1892. Para los republicanos federales esta supresión era pueril porque no resolvía nada de la problemática del Tesoro, pero sobre todo porque dejaba al diputado como el «sastre del campillo».[13] Sin embargo, el artículo del proyecto de presupuestos se aprobó en el Senado sin demasiado debate, argumentando a favor la ejemplaridad de los parlamentarios a la hora de hacer frente a las cargas públicas, y en contra el posible desprestigio de las cámaras.[14] Para compensar la pérdida de la franquicia postal parlamentaria, en la sesión del Senado del 1 de julio de 1892 se decidió repartir un donativo de cien sellos de quince céntimos, que era lo que valía el franqueo entre provincias, a cada uno de los diputados de la península y ciento cincuenta a los de Ultramar, aunque el malestar entre muchos de los parlamentarios por la supresión era evidente.[15]

Con posterioridad, en mayo de 1894, nuevamente se propuso en sesión secreta que se restableciera la franquicia, que los sellos computaran como un gasto de escritorio y que se procediese de la misma manera como se hacía en el resto de las dependencias del Estado. El 10 de julio de 1894 se debatía de nuevo la cuestión, llegando la Cámara a la conclusión de que:

Los cálculos de lo que representaba esa franquicia y los resultados que al suprimirla se imaginaba que iba a obtener el Tesoro, se han rectificado mucho. No solo no aumentó la renta del Timbre, sino que hasta llegó a descender, y aunque no fuese por la supresión de la franquicia, por lo menos fue insuficiente para compensar otras bajas. Eso se explica porque la disminución de las cartas de los diputados lleva consigo la mayor baja en las contestaciones, y por tanto se pierde por este lado lo que por aquél se gana, y resulta estéril la reforma. Así se expuso en la sesión de ayer, pidiéndose al Congreso que adoptase una medida por lo cual se restableciese inmediatamente la franquicia, toda vez que, después de todo, es el único privilegio de que gozaban los legisladores en España.[16]

El cálculo aproximado de lo que representaba este gasto por parte de la Comisión de Gobierno Interior era de 1200 pesetas diarias, pero como faltaba crédito en el presupuesto de la Cámara para gastarlo, se decidió posponer la decisión.

Finalmente, el 13 de diciembre de 1894 la Comisión elaboró una propuesta para el restablecimiento de la franquicia postal parlamentaria, que el año siguiente se convirtió en la ley de 25 de marzo de 1895, que, en su artículo único, restableció de nuevo la franquicia postal para los diputados y senadores. Para regular la situación, en 1896 se emitieron unos timbres especiales para las cartas de los parlamentarios. Poco después, la ley electoral de 1907 reiteraba en su art. 9 que el cargo de diputado era gratuito y voluntario, aunque se aceptaba que los diputados disfrutasen de algunas ventajas, como viajar gratis en el transporte público y enviar correo con exención.

Sin embargo, los abusos con la franquicia continuaban y el presupuesto para gastos de representación se incrementaban. Los ecos sobre la corrupción parlamentaria en los envíos llegaron a oídos de la prensa. El 24 de diciembre de 1907, el periódico republicano El Globo explicaba que un diputado de Solidaridad Catalana había denunciado en una sesión secreta del Congreso

Que de los fondos de la Cámara hay diputados que cobran subvenciones. Que hay individuos de la Comisión de Gobierno interior que se han enriquecido desempeñando ese cargo. Que las obras del Congreso cuestan sumas fabulosas; los mobiliarios miles de duros; las reformas de los retretes, 50.000 pesetas; las escupideras de porcelana, á 10 duros una cuando en cualquier bazar al menudeo costarían algunas pesetas. Que asciende a millón y medio de pesetas al año lo que se defrauda al Tesoro con la franquicia postal para los diputados. Que algún diputado ha depositado en la Estafeta 10.000 cartas en quince días. Que hay mucha gente que cree que existen casas de comercio en Madrid, que tienen contratado el envío da su correspondencia con un padre de la Patria.[17]

La mala práctica de este privilegio se extendía a otros países de Europa como Francia, donde en 1908 «los diputados franceses deben escribir todos los días del año sendas 27 cartas, ya que cada uno resulta consumiendo al año 10.000 pliegos timbrados para cartas con sus correspondientes sobres a juzgar por el consumo total anual que pasa de 8 millones de cada cosa».[18]

El escándalo era tan evidente en Madrid que el periódico El Fusil especificaba que:

Todo el mundo sabe que la mitad, por lo menos, de los madrileños envían su correspondencia de guagua por las estafetas del Congreso, del Senado, de los Ministerios, de las varias dependencias que tienen franquicia postal. [...] Con sello o sin sello, con volante o sin volante, mientras los padres de la patria tengan franquicia postal, habrá abusos. [...] Y cuenta que entre los diputados de mucha correspondencia están personajes de primera fila, los más influyentes. ¿Y va a llamar la atención y va a poderse evitar que otros diputados lleven unas cuantas cartas de sus amigos? Ni se puede evitar ni sería, en cierto modo, justo que quisiera evitarse.[19]

Ante estos abusos, en noviembre de 1910 resurgieron los lamentos por el fraude de la franquicia postal pagada a los diputados, igual que en julio de 1918 cuando en sesión secreta se denunciaron nuevas arbitrariedades. Para solucionar parte del problema, en noviembre de 1910 se tomó en consideración librar a los diputados sobres sellados y numerados. Para un periodista de El Fusil esta medida no solucionaba nada: «Ni se corta el abuso ni se restringirá nada. Yo no soy diputado y si mañana se me pasa por las narices, tendré tantos sobres franqueados y tantos volantes en blanco como quiera, y si se me lo propongo podré alfombrar con ellos la Carrera de San Gerónimo desde el Congreso a la Puerta del Sol». Porque, según explicaba, «si un humilde fusilero encuentra estas facilidades ¿Qué no encontrará el sastre que les fía la ropa á los diputados, la patrona que les abre crédito, el comerciante que les fía 10 duros y la fulana que les come los cuartos?». De hecho, su denuncia descubría la mala praxis del franqueo parlamentario: «Si alguna diferencia en las costumbres lleva aparejada la reforma, será la de que los diputados que antes tenían que molestarse, al ir camino del Congreso, en recoger correspondencia del amigo, del sastre, del comerciante, del tendero o de la fulana, ahora se ahorrarán esta molestia entregándoles un paquete de sobres franqueados y unos cuantos volantitos». Y concluía: «Apuesto a que gracias a las medidas adoptadas por la comisión del gobierno interior, circularán con franquicia parlamentaria doble número de cartas y paquetes».[20]

Además, el mismo periódico proponía una semana más tarde:

Una bonita combinación para montar con poco capital un negocio que puede producir pingües rendimientos. Se reúnen 6 o 7 diputados, y usando de la franquicia parlamentaria y del carné gratuito para viajar en ferrocarril, ofrecen mediante corta remuneración, encargarse de hacer circular cartas por correo a mitad de precio, llevar y traer encargos de provincias, colocar muestrarios, asistir a bodas y bautizos de provincias, dando al acto con su presencia mayor solemnidad.[21]

Aunque es evidente que había cierta sorna en la propuesta, es probable que hubiese un trasfondo de denuncia en ella.

Finalmente, en abril de 1920, en el debate de los presupuestos generales del Estado se suprimió la franquicia postal de los parlamentarios, aunque, por el contrario, a iniciativa del conde de Romanones, líder del Partido Liberal, se decidió en sesión secreta entregar directamente la cantidad de quinientas pesetas por este concepto, con carácter irrenunciable, inembargable e intransferible, lo cual significó añadir una partida de dos millones y medio de pesetas al presupuesto interior del Congreso (‍Rubí y Casals, 2021: 541; ‍Soldevilla, 1921: 89). En la sesión secreta del 22 de abril de 1920 el conde de Romanones propuso establecer alguna compensación para indemnizar a los diputados por la franquicia postal parlamentaria a sabiendas de que los parlamentarios españoles eran los únicos en Europa que no percibían dietas y que Francia acababa de incrementar la indemnización parlamentaria. Indalecio Prieto sostuvo que la minoría socialista era partidaria de las dietas, y que sin la franquicia postal se ponían cortapisas a la comunicación con los electores. La supresión de la franquicia venía impuesta por el proyecto de reforma tributaria que se acababa de aprobar, aunque no se especificaba ninguna cantidad. En esta sesión, Romanones y el reformista Manuel Pedregal defendieron a ultranza la soberanía de la cámara en lo concerniente a su presupuesto interior para fijar la cantidad. Al final, fueron Prieto y el diputado liberal canario Félix Benítez de Lugo los que redactaron la proposición, aceptada por el republicano Julià Nougués en nombre de la Comisión de Gobierno Interior, de entregar las quinientas pesetas en concepto de gastos de correo.

2. La gratuidad en el transporte[Subir]

A la franquicia postal se sumó un segundo privilegio durante la Restauración: la libre circulación de los diputados en las líneas férreas de España. Efectivamente, en la sesión secreta de 14 de junio de 1883 se presentó una proposición solicitando la concesión a todos los diputados de «billetes de libre circulación en todas las vías férreas de España».[22] La propuesta dividió inicialmente a la cámara. Francisco de Borja Queipo de Llano, octavo conde de Toreno, diputado conservador por el distrito de Cangas de Tineo, se mostró favorable a la medida, mientras que José Canalejas estuvo en contra, una posición que fue refrendada por el diputado gallego del partido liberal, Urbano Feijoo Sotomayor, el conservador Francisco Romero Robledo y el republicano Eleuterio Maisonnave, entre otros.[23] Se aprobó en reñida votación y se acordó formar una comisión exprofeso para estudiar la medida. En diciembre de 1901 se modificó el procedimiento, de manera que a partir de entonces sería el Congreso el que vendería a los diputados los billetes subvencionados. Para ello tendría que llegar a un acuerdo con las compañías. Se empleó a fondo el exministro de hacienda regeneracionista, Raimundo Fernández Villaverde, como miembro de la Comisión de Gobierno Interior.

En marzo de 1904 se concedió a los diputados 6000 kilómetros de viaje en ferrocarril. En diciembre de 1907 se adoptaron tarjetas de libre circulación para todo el año en las cuatro líneas ferroviarias más importantes del país. En la sesión del 29 de enero de 1919, el diputado republicano Julià Nougués solicitó que los billetes francos fuesen en butacas de trenes de lujo. A primera vista sorprende la propuesta, pero no tanto si tenemos en cuenta que en la misma sesión se denunciaron las pésimas condiciones de confortabilidad de los trenes de la compañía del Noreste, en cuyos vagones chorreaban goteras e, incluso, algunos no tenían ni puertas ni ventanas acristaladas.

Durante la Segunda República, los diputados también disfrutaron gratuitamente de viajes en avión, algo que algunos venían gozando. En enero de 1932, el diputado y canónigo Santiago Guallar solicitó prescindir de la partida de pago de billetes en avión a los diputados. La Subsecretaría de Comunicaciones hacía unos días había dispuesto que a los diputados se les concedería un asiento gratuito y dos más a mitad de precio, habiendo de abonar el importe a los interesados. El Estado republicano había decidido nacionalizar el servicio. A pesar de existir alguna voz en contra, los diputados estuvieron más que agradecidos con esta medida, de manera que a partir de este momento el Congreso no tuvo que abonar los billetes, sino que directamente el Estado los asumiría.

3. Dietas e incompatibilidades[Subir]

La decisión de retribuir con quinientas pesetas a los diputados por gastos de correo en 1920 no tuvo buena prensa en tiempos de regresión económica, escasez y austeridad, por lo que la propuesta del diputado demócrata Julián Van Baumberghen de establecer una indemnización de mil quinientas pesetas para el cargo de diputado aun tuvo peor acogida pública. Discutida su propuesta en sesión secreta, el 6 de julio de 1922, la Comisión de Gobierno Interior acordó establecer una remuneración intermedia entre la propuesta de Van Baumberghen y lo que se percibía por gastos de correo. Finalmente, la Comisión propuso una indemnización «decorosa y digna», de mil pesetas mensuales, que había de contribuir «a la depuración y prestigio del régimen» al estimular la labor parlamentaria. Asimismo, se aseguró que no entrara en vigor hasta la formación de las nuevas Cortes para evitar que los autores de la medida no persiguieran «otros estímulos que los del ennoblecimiento y dignificación del mandato parlamentario».[24] Se llegó a esta conclusión después de un agrio debate que discurrió en sesión pública del Congreso, lo que propició la división entre partidarios y detractores.

Entre los partidarios, Indalecio Prieto, del PSOE, quien, además de incidir en que su partido era el único que en su programa defendía la indemnización parlamentaria, denunció la moral «profundamente hipócrita y populachera» de los que se oponían a las dietas, pues entre la izquierda había el convencimiento que las dietas podían facilitar la representación en los diputados con peores recursos económicos. Por otra parte, los detractores reprochaban a los primeros que esta era una medida ilegal porque la ley electoral de 1907 declaraba gratuito y renunciable el cargo de diputado, y contraria a la constitución y a la ley de contabilidad. Otra duda que asaltaba el ánimo de los diputados era que no sería admisible que un diputado cobrara indemnización sin haber pisado el hemiciclo en toda la legislatura. Esta idea se fue imponiendo porque en las votaciones para aprobar la ley hubo una gran ausencia de diputados. Concretamente, en la primera 38 votaron en contra, por 19 a favor, aunque la votación no fue válida por falta de quorum; y en la segunda, que sí fue válida, fueron 43 los votos a favor, por 41 en contra. El aluvión de telegramas y cartas de protesta enviados a la Cámara empujaron a la Comisión de Gobierno Interior a mantener las quinientas pesetas en concepto de franquicia postal y que el resto se percibiría si las Cortes estaban abiertas y se asistía a las sesiones. El tema se aplazó hasta la elección de unas nuevas Cortes.

Con el nuevo Parlamento constituido, en la sesión del 28 de junio de 1923, los nuevos diputados, conscientes de las dificultades de la medida que adoptar, acordaron que se tendría en cuenta la regularidad en las tareas parlamentarias y se dejó en suspenso si la dieta pasaba de quinientas a mil pesetas. La cuestión no quedó zanjada porque en la sesión secreta del 23 de julio se siguió debatiendo e introduciendo nuevos matices, como la distinción observada por la minoría conservadora entre indemnización y remuneración por el cargo de diputado. O, como sugirió Nougués en nombre de la minoría republicana, aplicar el abono de salario solo a aquellos diputados que no cobraran a través de otras vías y suprimirlo a los que percibieran más de doce mil pesetas. En último término, la comisión aceptó que la percepción de las mil pesetas en concepto de dieta vulneraba la ley electoral, quedando finalmente en suspenso. Finalmente, se acordó mantener las quinientas pesetas en concepto de franquicia y que la cuestión de las dietas quedara para una futura proposición de ley. El triunfo del golpe de Estado de Primo de Rivera en septiembre de 1923, y la consiguiente dictadura, aplazó una vez más la polémica cuestión de las dietas parlamentarias.

Una vez proclamado el régimen republicano, se recuperó el interés por el cobro de dietas. No obstante, el debate se vio ensombrecido y de alguna manera contaminado por el escándalo del llamado enchufismo y por la acumulación de cargos (‍Rubí y Casals, 2021). Las sesiones secretas republicanas se hicieron eco de la problemática de las incompatibilidades parlamentarias. En la sesión del 30 de octubre de 1931, el socialista Indalecio Prieto, flamante ministro de Hacienda del Gobierno provisional y partidario de las dietas, recordó al diputado de la minoría agraria, Antonio Royo Villanova, que existían ciento treinta diputados funcionarios y que el ejercicio del cargo de diputado no era compatible con un destino en provincias. Este último replicó que muchos diputados de haberlo sabido no se hubiesen presentado a las elecciones. Una cuestión que se trasladó a discusión pública a iniciativa del presidente, el socialista Julián Besteiro.

Esta cuestión incluso le costó el cargo de vicepresidente del Congreso de los Diputados, el republicano radical aragonés Manuel Marraco Román. La razón de fondo era la publicación de un artículo en la prensa donde, a juicio de la cámara, se había criticado la política llevada a cabo por la mayoría ministerial sobre las incompatibilidades parlamentarias.[25] El radical-socialista Joaquín Pérez Madrigal y otros diputados presentaron una proposición, el 26 de julio de 1932, en la que censuraban la conducta de Marraco por creer que había injuriado a la cámara tratándose de un vicepresidente. Marraco dimitió del cargo, aunque afirmó no retirar su opinión en virtud de la libertad de expresión reafirmándose en su postura. Igualmente, su grupo parlamentario le exigió que desechara las palabras injuriosas, pero el parlamentario aragonés solo estaba dispuesto a ignorar la palabra «indecente». Lluís Companys, disgustado por la dura oposición en la larga discusión del estatuto de autonomía catalán, incidía en que el diputado no había dado explicaciones satisfactorias. Finalmente, Marraco retiró todas las palabras y conceptos que se consideraban ofensivos, sin que se diera a conocer el asunto a la prensa.

De manera simultánea, la idea que los diputados cobraran un sueldo mensual siguió arrojando ríos de tinta. Así, en enero de 1935, en pleno bienio republicano conservador, se resucitó la cuestión en boca del diputado traspasado a republicano radical Pérez Madrigal, que lamentó que los diputados de la izquierda «que se hallan ausentes de las tareas parlamentarias y algunos laborando fuera del Parlamento en favor de la revolución, no dejen por ello de acudir personalmente o por medio de autorización escrita a cobrar las dietas como tales diputados les corresponde». [26].

En una sesión posterior, Royo Villanova sugirió que el autor del dictamen llevara una lista de los diputados que se ausentaban del pleno y que el presidente, en consecuencia y atendiendo a sus atribuciones, podía suprimirles las dietas. Pero no todas las situaciones personales eran similares, puesto que en la minoría socialista existían diputados que estaban en el exilio después de la revolución de octubre de 1934. Se acordó que las dietas las percibieran personalmente excepto aquellos que estaban en prisión preventiva. Se aprovechó el debate para plantear la imposición de sanciones individuales a propuesta de los diputados de la derecha, Calvo Sotelo, Antonio Goicoechea y Gil Robles. A este respecto, Goicoechea se declaró «incompatible moralmente con los diputados que persisten en su actitud revolucionaria sin manifestar que rompían su solidaridad con la rebeldía», insistiendo en que el acuerdo se tenía que haber adoptado en sesión pública. [27]

VI. LAS INMUNIDADES[Subir]

1. La gestión del suplicatorio y la reconducción del escándalo[Subir]

Sin duda, una de las cuestiones más debatidas en las actas de las sesiones secretas de la Cámara Baja fueron los suplicatorios o el permiso que dispensaba el Parlamento para autorizar el procesamiento de los diputados. La autorización siempre era controvertida porque la finalidad de la inmunidad parlamentaria era proteger al diputado de los ataques políticos que pudieran perjudicar su labor como representante de la soberanía. El dictamen de 29 de diciembre de 1837 rezaba que la inmunidad era una garantía de la inviolabilidad y de la independencia de los diputados para «desempeñar dignamente su importante cargo». Durante el período histórico tratado, el origen del suplicatorio podía ser muy variado, pero descollaban los delitos de imprenta, los desórdenes públicos, los improperios proferidos en mítines, injurias y calumnias a la autoridad, desobediencia y delitos de corrupción, entre muchas otras causas. Mientras el número de suplicatorios fue pequeño y controlable, incluso se discutían en sesión pública, pero todo cambió cuando en 1904 se contempló, mediante la reforma del reglamento del Congreso —aprobado en 1847, pero modificado en diversos momentos—, la creación de una Comisión Permanente de Suplicatorios para proceder sobre el posible procesamiento de los diputados. Esta comisión debería estar dirigida por el presidente de la cámara y formada por ocho miembros seleccionados mediante el voto de los diputados, que podían elegir un máximo de cuatro candidatos.

El entonces presidente del Gabinete, Antonio Maura se empleó a fondo para encauzar una problemática que podía dañar gravemente la imagen del Parlamento y poner en tela de juicio la inviolabilidad de los parlamentarios al ser fuente de malentendidos y conflictos. El político conservador estaba empeñado en acabar con la que consideraba escandalosa conducta de utilizar la inmunidad parlamentaria para eludir la responsabilidad criminal. Incluso mandó recabar información sobre los suplicatorios habidos desde la legislatura de 1837-‍1838 hasta 1904.[28] También se modificó el procedimiento de discusión y aprobación de las peticiones de suplicatorio que llegaran desde las instancias judiciales, sustituyendo el acuerdo suscrito el 2 de julio de 1894, y la concesión posterior si se creyera conveniente de la autorización prevista en el art. 47 de la constitución de 1876.

Hasta el debate de 1904, la fórmula para resolver los suplicatorios era concederlo automáticamente para delitos comunes y denegarlo para los políticos. Según Fernández-Miranda,

la certeza de que un suplicatorio sobre delitos de prensa e imprenta sería siempre, a priori, denegado, hizo frecuente que los parlamentarios se responsabilizasen de escritos delictivos sin firma de sus amigos y correligionarios. Esto adquirió caracteres extremos en materia de prensa, de tal modo que el periódico que contase entre sus miembros o amigos con un parlamentario podía delinquir a su antojo e impunemente en sus editoriales (‍Fernández-Miranda, 1977: 127).

El origen de la cuestión estaba en que los periódicos republicanos colocaban a uno de sus diputados como director, amparándose en su inmunidad. Con esta estrategia publicaban opiniones atrevidas que solían ir contra el Gobierno. Para Maura, esta actuación era indigna de un parlamentario, por lo que se propuso acabar con ella. Por su parte, los liberales y los republicanos defendían la inmunidad alegando la mala fe de los conservadores. Para los republicanos del Gorro Frigio, detrás de las maniobras de Maura y su Gobierno se escondía la persecución política contra su partido. Para ellos, «la cuestión de los suplicatorios, en la que el señor Maura ha puesto todo su empeño para que las Cámaras acordasen el procesar a un sinnúmero de diputados, entre ellos el valiente propagandista Alejandro Lerroux».[29] Curiosamente, se salió del atasco parlamentario gracias a una propuesta de Lerroux, el líder republicano, que propuso, y así se aprobó, que en la cuestión de los suplicatorios solo entendiese el Tribunal Supremo.

En la deliberación previa, el diputado republicano Josep M. Vallès i Ribot discrepó del acuerdo tal como estaba formulado por entender que era anticonstitucional al no requerir expresamente un dictamen específico de la Comisión de Suplicatorios: que no era suficiente dar un margen de treinta sesiones como límite máximo para autorizar un suplicatorio, puesto que si en el curso de estas sesiones no se discutía, se daba por concedido. Para el veterano federal, el permiso debía ser expreso y no tácito. A su lado, Salmerón afirmó que la prerrogativa sobre suplicatorios correspondía al Parlamento en exclusiva y no al Gabinete.[30] A pesar de que la minoría republicana se sintió directamente amenazada, Salmerón reconoció que era necesario dar una respuesta y que una cosa eran los delitos comunes y otra los de carácter político: «Y todos hemos querido, todos hemos deseado, para sanear las condiciones de la representación nacional que no pueda ampararse con la inmunidad parlamentaria el que cometa delitos que nada tienen ver con nuestras soberanas funciones».[31] Esta distinción reunió el consenso de liberales y republicanos, pero no convencía del todo a Maura, para quien todos, comunes y políticos, eran delitos comprendidos en el Código Penal, coincidiendo en esto con el diputado integrista Ramón Nocedal. Tampoco sus señorías deseaban una especie de amnistía general regalando la inmunidad. En todo caso, esta doctrina, que se siguió aplicando en el futuro, contribuyó a desnaturalizar el principio de la inmunidad parlamentaria.

Con un ánimo conciliatorio, Maura, que había intervenido en el redactado, quería encontrar una solución óptima, aunque transitoria, para los suplicatorios pendientes, puesto que a veces se iban acumulando sin darles respuesta. Paralelamente se concedió en el mismo mes de julio el suplicatorio del diputado Miguel Bañón por una causa judicial de falsedad, corte fraudulento de maderas y extracción de pinos en montes del Estado ubicados en el municipio de Santiago de la Espada (Jaén). Pero la batalla importante se dio con los suplicatorios originados por delitos políticos cometidos por diputados republicanos (Lerroux, Rodrigo Soriano, Blasco Ibáñez, Julià Nougués, etc.), razón por la que se tuvo que llegar a una especie de transacción absolviendo los originados por delitos políticos. Un acuerdo interno, al fin y al cabo, no desprovisto de grietas e interpretaciones encontradas según la mirada partidista. En cualquier caso, la denegación del suplicatorio comportaba la suspensión de la incoación de la causa judicial y, por extensión, su sobreseimiento.

El principal caballo de batalla de los debates era el procedimiento de la espera de treinta sesiones, al final de las cuales se daba por autorizado el suplicatorio, algo que ya se expresó desde el primer momento.[32] Podría pasar que por razones varias no se llegara a discutir y que el plazo prescribiera, dando por resultado un permiso no debatido. Este era el gran temor expresado por los republicanos, los principales destinatarios de los suplicatorios. El acuerdo del mes de julio de 1904 se resquebrajó en octubre cuando se pudo constatar que ya habían transcurrido once sesiones tratando el suplicatorio de Lerroux sin que se hubiese llegado a ninguna conclusión.[33]

En la sesión pública del 29 de octubre, el reputado abogado y diputado republicano Emilio Menéndez Pallarés discrepó de la necesidad de esperar a las treinta sesiones porque el presidente de la cámara podría posponer sistemáticamente la discusión y que caducara el plazo en perjuicio del diputado. En segundo lugar, sostuvo que el juez competente debía ser el Tribunal Supremo y no un juzgado de instrucción. Lo que en realidad se deliberaba era si los suplicatorios anteriores a la reforma del reglamento -unos 27, puesto que ya se habían denegado 181 en julio anterior- deberían seguir el mismo criterio o no. A pesar de no compartir la letra del anexo, Maura consideraba que el plazo era suficiente para avalar la inmunidad del parlamentario. El republicano Nougués terció contrariamente asegurando que estos suplicatorios no eran constitutivos de delito, «sino en una época de persecución de los republicanos como aquella que dio lugar a los 144 suplicatorios que aquí en su día fueron denegados». [34] Finalmente, como hemos dicho, tras la propuesta de Lerroux se aprobó que en la cuestión de los suplicatorios solo entendiese el Tribunal Supremo.

En general, el forcejeo en torno a la concesión o denegación de un suplicatorio con frecuencia derivaba en la valoración de la culpabilidad, si realmente se había producido delito y en qué circunstancias, desembocando en un auténtico juicio cuando este no era el cometido de la cámara, sino el de apreciar el carácter arbitrario de la persecución, si detrás pudiera existir un móvil político. Al final, las decisiones estaban sometidas a los intereses de la mayoría parlamentaria y al principio de autodefensa del Parlamento. También se siguió el criterio de autorizar el procesamiento cuando existía un delito perseguido a instancia de parte. Con frecuencia se discutía sobre si había que ir al fondo del asunto, algo que competía a los tribunales de justicia, o solamente averiguar si existía un motivo de persecución política. En definitiva, siempre se corría el riesgo de utilizar con provecho partidista el principio de la inmunidad parlamentaria.

Desde 1904 hasta 1917 se siguieron ventilando los suplicatorios en sesión secreta, pero el número de sesiones se redujo a veinte, hasta que una ley de amnistía hizo posible la denegación de la mayoría que se presentaban. Muchos de ellos criticaban la corrupción municipal y el comportamiento público del rey Alfonso XIII en determinadas cuestiones, entre otras composturas. Mientras tanto, la ley de 9 de febrero de 1912 reguló la forma de proceder contra senadores y diputados, en la que solo era competente el Tribunal Supremo para juzgarlos. También fue decisivo el RD de indulto de 12 de noviembre de 1919 que comprendía de una manera expresa los delitos y faltas cometidas mediante la imprenta.

Al margen de estas soluciones salomónicas, la práctica de denegar sistemáticamente los suplicatorios originados por delitos de imprenta condujo a una situación de una cierta impunidad para el círculo de allegados de los parlamentarios (‍Fernández-Miranda, 1977: 127). La manera de eludir la acusación era no firmar un artículo bajo la sombra protectora de un parlamentario que era quien se responsabilizaba de los artículos o bien de las editoriales.

Durante la Segunda República, se concedieron en sesión secreta algunos permisos para el procesamiento de diputados.[35] Los delitos fueron similares a los que habían originado los suplicatorios durante la Restauración: delitos de imprenta y de prensa, los mayoritarios, injurias y calumnias por querella, tenencia ilícita de armas, y rebelión militar. En la primera legislatura, se dejó en suspenso el criterio anteriormente establecido de conceder los suplicatorios de delitos a instancia de parte, así como no siempre se consideró al Tribunal Supremo competente en el procesamiento. Entre ellos, el del tradicionalista vasco José Luis Oriol en junio de 1933, acusado de evasión de capitales, cuyo dictamen favorecía la denegación, pero el voto particular se tomó en consideración, votándose la concesión.

VII. CUANDO ESTABA EN JUEGO LA HONORABILIDAD DEL DIPUTADO[Subir]

Hemos visto que la cuestión de las incompatibilidades había costado el cargo de vicepresidente del Congreso de los Diputados al republicano radical aragonés Manuel Marraco Román. Aun así, el diputado «jabalí» Joaquín Pérez Madrigal (Partido Radical Socialista Revolucionario) no se conformó con la dimisión de Marraco y meses más tarde, en noviembre de 1932, acusó al abogado y diputado Melquíades Álvarez (Partido Republicano Liberal Demócrata) de denigrar a los hombres y a las instituciones republicanas, de calificar a las Cortes de facciosas e integradas por hombres irresponsables e insolventes.[36] Lo hizo junto a otros diputados, presentando una proposición incidental en la que denunciaba a Álvarez.[37] En palabras propias, llevaba el asunto a las Cortes «no por prurito personal de forjar escándalos al viejo uso parlamentario, sino por atemperarme a la técnica política que impone el nuevo régimen».[38] Por ello, debía denunciar a los colaboradores de la dictadura que en aquel momento combatían a la República y difamaban al Gobierno y a las Cortes. Por este motivo, solicitó una sesión secreta al presidente de la cámara, que fue aceptada por votación.

En concreto, acusó a Álvarez de impulsar campañas de desprestigio desde el decanato del Colegio de Abogados de Madrid. Las acusaciones eran gravísimas, hasta tal punto que lo culpabilizó de alentar movimientos subversivos, como el protagonizado por el general Sanjurjo en agosto de 1932. Y no solo eso, solicitó la intervención de la comisión de responsabilidades al afirmar que había sido asesor jurídico de la compañía Telefónica Nacional de España durante la Dictadura de Primo de Rivera. Álvarez se defendió pidiendo sesión pública, sin éxito. Deseaba que la opinión pública pudiera oírle, pudiera juzgarle. No entendía cómo era posible que de manera abrupta el Congreso se convertía en sesión secreta sin que buena parte de los representantes estuvieran enterados.

Dijo que había asesorado puntualmente a esta compañía, como lo habían hecho otros abogados, pero que no había intervenido en la redacción del contrato de monopolio, ni mucho menos de las cláusulas que se consideraban lesivas para los intereses generales del Estado. Que se había limitado a emitir un informe y que estaba dispuesto a defenderlo públicamente. Que nunca había ejercido de abogado permanente de ninguna compañía que tuviera relación directa o indirecta con el Estado. En el caso concreto que se estaba considerando, al principio del debate afirmó que no creía que el contrato quebrantara la soberanía del Estado. Pero después solo se limitó a hablar de su informe, algo que levantó la ira de sus compañeros y del conjunto de la cámara porque disentían del contrato que se firmó con esta compañía, que consideraban monstruoso. Un punto verdaderamente delicado.

Respecto a la legitimidad de las Cortes, en ningún caso la había cuestionado, y que de ninguna de las maneras era enemigo de la República, sino todo lo contrario. Pero sí que consideraba que eran facciosas, no debido a su origen, sino a su «prolongación indebida» porque al ser constituyentes creía haber llegado el momento de su disolución con el fin de evitar un posible divorcio entre las Cortes y el país. Las explicaciones de Álvarez no convencieron a Pérez Madrigal, que siguió insistiendo en la depuración de responsabilidades. Álvarez sintió herido su orgullo porque con esta insistencia se levantaba una sombra de delito. Pérez Madrigal remachó que en la Comisión de Responsabilidades podría defender su honorabilidad demostrando que no había participado en la redacción de este contrato. Seguramente en el fondo del asunto campeaba la enemistad entre Álvarez y el titular del Ministerio de Justicia, el socialista Fernando de los Ríos.

Este no fue un caso aislado. Siguiendo la lógica antigubernamental llevada a cabo por los «jabalíes», quien fue el primer diputado comunista de la historia, José Antonio Balbontín, acusó esta vez a Pérez Madrigal, traspasado en la legislatura de 1933 a la militancia del Partido Radical, de haber realizado ciertas irregularidades en diferentes empresas, entre ellas la de máquinas de coser Singer de la que parece ser que fue expulsado como empleado. El incidente tuvo lugar en sesión pública el 15 de marzo de 1933. Al tratarse de un asunto de difamación de la reputación de un diputado, se siguió discutiendo en sesión secreta, y a propuesta de los afectados el tema quedó finiquitado pidiendo disculpas mutuas, todo con la mayor discreción.

VIII. LA FINA LÍNEA DEL SECRETO[Subir]

Las deliberaciones que tenían lugar en sesión secreta no se recogían en actas grabadas por los taquígrafos, sino por los miembros de la Mesa. Esta costumbre hirió más de una susceptibilidad, hasta el punto de que se requirió la presencia de los taquígrafos, tal como sucedía en las sesiones públicas y en las secretas del Senado. Esta batalla se libró en diversas ocasiones. Solo de manera excepcional entraron los escribientes para tomar nota de los debates, aunque la redacción final de las actas seguro que pasaría por la supervisión estricta de la Mesa. Esto sucedió en la sesión secreta del 8 de junio de 1932, cuando se admitió a un taquígrafo «con objeto de tomar notas de los discursos que se pronuncien para que, ya que no hay Diario de Sesiones, pueda el acta ser lo más circunstanciada posible». [39] La razón era poderosa: el examen del dictamen de concesión del suplicatorio a los diputados Juan March Ordinas (liberal independiente) y José Calvo Sotelo (extrema derecha), acusados de contrabando durante la dictadura de Primo de Ribera. Precisamente, estos diputados deseaban ardientemente airear lo que consideraban una persecución del régimen contra sus personas en sesión pública, a lo que también se adhirió el diputado de la minoría agraria José María Gil Robles. En el citado caso, la Comisión de Responsabilidades había acusado previamente, el 28 de enero de 1932, del delito de cohecho a Calvo Sotelo, como ministro de Hacienda durante la Dictadura de Primo de Ribera, por ser coautor mediante el Decreto Ley del 2 de agosto de 1927 «que otorgó al señor March la explotación del monopolio del tabaco en Ceuta y Melilla por ser lesiva a los intereses nacionales la concesión».[40]

Finalmente, como puso de manifiesto Gil-Robles en la sesión secreta del 8 de junio de 1932, el canon impuesto por Calvo Sotelo a March era mayor que el imputado por el ministro de Hacienda republicano al nuevo concesionario, con lo que era dudoso que éste hubiese perjudicado a los intereses del Estado. Con todo, March acabó encarcelado diecisiete meses, acusado de haber utilizado el monopolio para efectuar contrabando de tabaco a gran escala, en la península; mientras Calvo Sotelo, que estaba exiliado, fue condenado por un delito de «auxilio a la alta traición» a doce años de confinamiento en Santa Cruz de Tenerife y veinte de inhabilitación, con pérdida de derechos pasivos (‍Cabrera 2000: 19).

Más adelante, en la sesión citada del 18 de noviembre de 1932, se volvió a recurrir a los taquígrafos cuando el reputado prócer Melquíades Álvarez, diputado por Valencia, tuvo que lidiar con unas acusaciones que juzgó parciales y apasionadas, hasta tal punto que Miguel Maura, de la derecha republicana, asintió que su honorabilidad estaba en juego. Excepcionalmente, en este debate asistieron los taquígrafos que tomaron puntual nota del rifirrafe, e incluso el diputado alicantino radical socialista Jerónimo Gomáriz insinuó que las cartillas taquigráficas, que suponía que no serían enmendadas antes de publicarse en el diario de sesiones, se trasladaran a la comisión de responsabilidades para depurar la actuación de Álvarez. La publicidad del asunto podía contribuir a preservar la dignidad del diputado, todo lo contrario que perseguía el reglamento del Congreso, que obligaba a discutir en secreto las cuestiones de reputación y de agravios.

Es verdad que solo hacía falta que un diputado recordara la prescripción del reglamento para que la cuestión se siguiera abordando de manera discreta. En esta ocasión, y solo esta vez, Álvarez y otros diputados lograron que las cartillas de los taquígrafos fuesen leídas en sesión pública e incorporadas al diario de sesiones de las Cortes republicanas, tal como sucedió con toda suerte de detalles que en el acta de la sesión secreta no se revelaron.

IX. CONCLUSIONES[Subir]

El análisis de las sesiones secretas revela una instrumentalización política en tanto que arma de doble filo. La aplicación del principio de publicidad en la actividad parlamentaria fue bastante elástica en cuanto al tratamiento de los temas reservados, pero sobre todo en relación con la toma de decisión de la mesa del Congreso para discutirlos en sesión secreta. Además, estos debates se recogían en unas actas austeras y telegráficas que no eran transcritas como en las sesiones públicas, sino resumidas a criterio de la mesa del Congreso.

Por otro lado, las sesiones secretas sirvieron para disimular o canalizar escándalos, para maquillar la verdad, para perseguir y poner contra las cuerdas a adversarios políticos y para cuestionar la acción de los Gabinetes. Por ejemplo, por razones de seguridad, el Gobierno presidido por Sagasta rogó a los diputados que fueran discretos en la revelación de la información, que no toda podía proporcionarse sobre el protocolo de la paz de París que se estaba negociando para poner fin a las hostilidades en la guerra contra EE. UU. en 1898. En concreto, la apelación iba dirigida a los diputados periodistas o directores de periódico, como Rafael Gasset, que lo era de El Imparcial. La oposición conservadora deseaba sacar partido de la debilidad del Gabinete liberal, razón por la que azuzó el debate para ponerlo en evidencia. El límite era la seguridad nacional y la discreción. Una forma más de escudar la impotencia ante el desastre y parapetarse de las críticas al no haber practicado la política adecuada para conservar las colonias de ultramar.

Unas de otras estaban separadas por un hilo muy fino, sobre todo en aquellas cuestiones que no estaban previstas para discusión en el reglamento de la cámara. Los suplicatorios tuvieron carácter público y, a la vez, secreto. Dependió de la coyuntura y de la filiación política, aunque sobre todo cuando se cuestionaba la reputación del diputado o se injuriaba a la Corona por parte de los republicanos. Cuando se estimaba pertinente influir sobre la opinión pública los debates eran públicos. Cuando la voluntad era la contraria, en el sentido de que la opinión pública podía ser sensible a las cuestiones tratadas y perjudicar a la mayoría parlamentaria, se hacía lo posible para mantener el secreto. En general, existió la tendencia de burlar en la medida de lo posible las limitaciones que imponía el reglamento. Durante la Segunda República, la exigencia de publicidad se agudizó, no compartiendo muchos diputados que incluso en el tema de su honorabilidad la opinión pública no pudiera escuchar su alegato. En algunas ocasiones se pidió expresamente la presencia de los taquígrafos. La politización pasaba por la mediatización del conflicto y del escándalo, a diferencia a grandes rasgos de la Restauración. Esto se vio claramente durante el bienio reformista en el tratamiento de los suplicatorios de Joan March y de José Calvo Sotelo, juzgados por la comisión de responsabilidades. O en conflictos con aquellos diputados que eran considerados enemigos del régimen republicano por parte de la izquierda federal y de los radical-socialistas, como el asedio que se produjo contra la persona de Melquíades Álvarez.

En general, cuando la cuestión debatida en sesión secreta podía favorecer a los diputados como colectivo, el consenso fue previsiblemente mucho más amplio. Nos referimos, por ejemplo, a los privilegios englobados dentro de la inmunidad parlamentaria. Entre estos, la prebenda que menos acuerdo concitó fue la franquicia postal parlamentaria a causa de las frecuentes irregularidades en que se vio involucrada. Por el contrario, la gratuidad del transporte público generó mayor unanimidad. Finalmente, la cuestión de las dietas se resolvió de forma tardía, en comparación con otros países europeos, en época de la Segunda República, abonándose con normalidad durante este periodo. Aunque durante el bienio conservador fue discutida su percepción, no lo fue por entenderse ilícitas, sino como una medida de castigo para los diputados que no podían participar en los trabajos parlamentarios por estar en la cárcel o bien en el exilio después de la revolución de octubre de 1934.

NOTAS[Subir]

[1]

Este texto se enmarca en el proyecto «Historia de la corrupción y de la desconfianza política en España (1750-‍1975)», cód.: PID2022-140247NB-I00, financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades. Los autores pertenecen al grupo de investigación de referencia GREPIIC (2021 SGR 00053/UAB), que cuenta con financiación autonómica.

[2]

Discurso de Robespierre en la Convención francesa de 10 de mayo de 1793 («Gouverner la République»). Robespierre, M. (‍1958).

[3]

Solo teniendo en cuenta la Cataluña de la Restauración borbónica (1875-‍1923), los periodistas, publicistas y escritores fueron la profesión liberal más representativa, después de las actividades jurídicas, de los parlamentarios elegidos en sus distritos y circunscripciones.

[4]

El artículo de G. Tío Vallejo y F. Nanni (‍2016) arroja luz sobre la funcionalidad de las sesiones secretas en los primeros años del congreso de Tucumán en Argentina, que se reservaron a temas sensibles, y en las cuales los autores descubren unas líneas de conflicto que las sesiones públicas intentaron disimular en beneficio de un consenso forzado. En Chile han sido analizadas las sesiones secretas de la Junta Militar durante los primeros años de la dictadura del general Augusto Pinochet (‍Llanos y González, 2021). En México se han recogido y comentado las actas secretas de los primeros años de la independencia por Sims (‍1984).

[5]

Actas de las Sesiones Secretas de las Cortes Generales Extraordinarias de la Nación española, que se instalaron en la Isla de León el día 24 de septiembre de 1810 y cerraron sus sesiones de Cádiz el 14 de igual mes de 1813; de las celebradas por la Diputación Permanente de Cortes, instalada en la propia Ciudad el día 9 de dicho mes, y de las Secretas de las Cortes Ordinarias que se instalaron en la misma Ciudad el 25 del propio mes, y trasladadas a Madrid, fueron disueltas en su segunda Legislatura el 10 de mayo de 1814, Madrid, Imp. de J. A. García, 1874, 1 h., 962 págs. (Contiene índice.); y Actas de las Sesiones Secretas de las Cortes Ordinarias y Extraordinarias de los años 1820-‍21, de las de los años 1822-‍23 y de las celebradas por las Diputaciones Permanentes de las mismas Cortes Ordinarias, Madrid, Imp. J. A. García, 1874, 1 h., 750 págs., 5 págs. (índice).

[6]

Archivo del Congreso de los Diputados (ACD). Sesión secreta del 13 -XII-1881.

[7]

ACD. Sesión secreta del 5 -III- 1887.

[8]

ACD. Sesión secreta del 23-V-1892.

[9]

Una breve historia de las dietas parlamentarias en Rubí y Casals (‍2020, ‍2021).

[10]

La Época, 24 de enero de 1882, p. 2.

[11]

Diario de las Sesiones de Cortes. Congreso de los Diputados. Legislatura de 1889 a 1890, 28 de marzo de 1890, p. 2860.

[12]

«Memorándum». La Ilustración Moderna, Barcelona, 1892, p. 259.

[13]

A. Sánchez Pérez «El sastre del campillo». El nuevo régimen. Semanario federal, 9 julio 1892, p. 1. Refrán español en desuso: «El sastre del campillo, que cosía de balde y ponía el hilo», referido a aquellas personas que mucho se esfuerzan para no obtener ningún beneficio e incluso cargan con pérdidas.

[14]

La Época, n.º 14.299, 30 junio 1892, p. 1.

[15]

Diario del Comercio, 2 de julio de 1892, p. 3; y La Unión Católica, 1 de julio de 1892, p. 2.

[16]

La Época, 11 de julio de 1894, p. 1.

[17]

El Globo, 24 diciembre de 1907, p. 2.

[18]

Boletín de la Industria y Comercio de Papel, 1 de noviembre de 1908, p. 334.

[19]

El Fusil, 3 de octubre de 1908, p. 1-‍2.

[20]

El Fusil, 12 noviembre 1910, p. 1.

[21]

El Fusil, 19 noviembre 1910, p. 3-‍4.

[22]

ACD, Sesión secreta del 14 de junio de 1883.

[23]

La propuesta la presentó un grupo de diputados liberales formado por Daniel Valdés, Enrique García Ceñal, Manuel Ibarra, Cirilo Fernández de la Hoz y Antonio Botiga Fajardo.

[24]

ACD. Sesión secreta del 6 de julio de1922. «Las dietas de los diputados», El Sol. Diario independiente, 22 julio 1922, p. 5. ‍Cabrera, 2017: 173-‍175. ‍Rubí y Casals, 2020, ‍2021.

[25]

En concreto, en la sesión secreta se hizo referencia al diario El Sol de Madrid, pero no hemos localizado este artículo. En cambio, sí el que lleva por título «Polémica entre diputados» en el mismo diario del 22 de julio, que aludía a una publicación de Marraco en el Heraldo de Aragón de 20 de julio, en el que criticaba los sobresueldos de diferentes diputados.

[26]

ACD, Sesión secreta del 30 de enero de 1935, p. 1.

[27]

Ibíd., p. 6.

[28]

Archivo de la Fundación Antonio Maura, Leg. 350/23.

[29]

El Gorro Frigio, 5 de noviembre de 1904, p. 1.

[30]

DSC, 9 de julio de 1904.

[31]

Ibid., p. 5.738.

[32]

DSC, 29-X-1904, p. 561.

[33]

Íd.

[34]

Ibid., p. 583.

[35]

Siguiendo a Fernández, entraron a las Cortes un total de 437 suplicatorios por delitos de imprenta y de prensa, de los que solo 3 fueron autorizados en 1935 contra diputados socialistas.

[36]

Los jabalíes fueron un grupo de diputados de extrema izquierda que se destacaron por su política antigubernamental durante las Cortes Constituyentes de la Segunda República Española (1931-‍1933).

[37]

DSC, Legislatura 1931-‍1933. Cortes Constituyentes. 18 noviembre 1932. N.º 261, p. 3379. A parte de Joaquín Pérez Madrigal, la proposición incidental estuvo firmada por Pedro Romero, Manuel García Becerra, Jesús Ruiz del Río, José Royo Gómez, Francisco López de Goicoechea, José Ballester y Francisco Carrera Roure, todos ellos pertenecientes a la minoría radical-socialista y a Acción Republicana.

[38]

Ibid., p. 3379.

[39]

ACD, Sesión secreta del 8 de junio de 1932, p. 1.

[40]

ACD, Suplicatorio para procesar a los Señores Diputados D. Juan March y Don José Calvo Sotelo solicitado por la Comisión 4.ª de la Comisión de Responsabilidades por supuesto delito de contrabando, leg. 541/11. Disponible en: https://shorturl.at/DD3YM [consulta 10 de abril de 2024].

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