Que la profesora Sánchez Ferriz —para los amigos Reme—, es una profesional del derecho constitucional de categoría es algo que no necesita ser recordado aquí, toda vez que pertenece a la categoría de lo evidente. Que el paso necesario de la actividad a la jubilación por ministerio de la ley sencillamente por cumplir una edad determinada no es una buena idea queda acreditado con su sola mención. Que las universidades envíen al limbo de los profesores eméritos a un profesional en condiciones puede ser una satisfacción simbólica (al menos en algunos casos lo es), pero no me cabe duda alguna: se trata de una estupidez institucional porque supone para la institución una pérdida no solo de recursos humanos (que también), sino también una pérdida de la experiencia y habilidades que solo dan los años de servicio. Hace ya casi medio siglo que cantaba Serrat «que a los viejos se les aparta después de habernos servido bien» y, según parece, como sociedad no hemos cambiado mucho. Porque, aunque el tópico según el cual la jubilación viene de júbilo sigue teniendo validez, esta última no concurre necesariamente al menos en aquellos supuestos de trabajo vocacional si las condiciones físicas acompañan. Y muy pocos ejemplos de trabajo vocacional pueden traerse a colación en el caso de que se trate de igualar al desempeñado por la profesora Sánchez Ferriz. Eso sí, preciso es reconocer que la descapitalización que para las universidades puede suponer la pérdida de personal de muy elevada cualificación puede justificarse con el potente argumento que se empleaba allá por los primeros años cuarenta del pasado siglo: «¿Quién es masón? El que va delante en el escalafón».
El libro que reseñamos trae causa de un detalle, solo aparentemente formal, que aparece en el encabezamiento de la sección primera, capítulo segundo, título primero de la Constitución, que reza así: «De los derechos fundamentales y de las libertades públicas».
Encabezamiento que ha dado lugar a un muy conocido debate acerca de las ambigüedades a las que puede abrirse paso por mor del uso sumamente estricto del calificativo «derechos fundamentales» que emplea la Constitución de 1978, y que no se corresponde con el usual en el lenguaje del constitucionalismo. Ahora bien, si el uso del citado sintagma en el peculiar sentido constitucional ha provocado la producción de una nada despreciable bibliografía, apenas ha llamado la atención el uso de la expresión «libertades públicas» que el enunciado en cuestión emplea, hasta el punto de que apenas si se registra meditación alguna sobre el sentido que la misma tiene. Lo que, dadas las dimensiones de la bibliografía producida entre nosotros sobre los derechos constitucionales, no puede dejar de sorprender. A remediar esa insuficiencia se dirige el trabajo que comentamos.
De entrada, cabe advertir que el llamar la atención sobre el enunciado «libertades públicas» tiene en el caso que tratamos un fuerte componente biográfico, como en el libro se recoge. En efecto fue nuestro común maestro D. Diego Sevilla Andrés, quien batalló, en tiempos no precisamente propicios, para que en una de las reformas del Plan de Estudios de Derecho de la Universitat se incluyera en el mismo una disciplina llamada exactamente así, Libertades Públicas, y fue la profesora Sánchez Ferriz la que se dedicó de forma principal a la explicación de la misma, hasta que la explosión de la matrícula hizo necesario que esa docencia se diera, además, por otros profesores de la cátedra (porque en aquellos años aún no se había introducido el departamento).
Como se explica con cierto detenimiento en los dos primeros capítulos de la obra, la expresión «libertades públicas» es de origen francés, surgida por las necesidades propias del derecho de ese país, y que tuvo en su día una nada desdeñable proyección en la doctrina y el debate público en la España de la Restauración, que la autora conoce bien; no en vano, su tesis de doctorado versó sobre la Constitución de 1876. La doctrina de las «libertades públicas» nace en el país vecino, principalmente durante la Tercera República, para satisfacer una necesidad de importancia jurídica y política nada escasa, por cierto.
En principio, la tradición republicana asume el catálogo y la concepción de los derechos propia de liberalismo original y que se plasma en la Declaración de 1789; empero, como es propio de ese mismo origen, el catálogo está muy mayoritariamente sesgado a favor de unos derechos concebidos como institutos de protección de intereses propios de la sociedad civil, y que tiende a revestir la forma de «cláusulas denegatorias de competencia», sin otro acompañamiento reseñable que los «derechos políticos» en el más estricto sentido del términos. Surge así una ordenación dualista del sistema de derechos en el que la mayoría se conciben como medios para evitar la irrupción de los poderes públicos en la vida personal, y una minoría se entiende como los instrumentos necesarios para ordenar el proceso político y, específicamente, los derechos individuales que son imprescindibles para ello. Entre unos y otros se abre un amplio espacio vacío que la tormentosa historia política francesa anterior a la crisis «del 16 de mayo» no permitió emerger, pero que el funcionamiento efectivo de las instituciones republicanas no podía tolerar. Y es en ese espacio en el que nace y se forja la noción de las «libertades públicas».
En esencia, de lo que se trata es de las garantías indispensables para que el pluralismo pueda emerger y desarrollarse. Si se abandona el uniformismo inherente a la visión jacobina de la República porque se asume el acierto del constitucionalismo liberal cuando viene a reconocer que lo que en su día llamó Quintana «el juego desagradable de los partidos» venía a ser «el precio indispensable de la libertad», se impone una necesidad que es al tiempo jurídica y política: para que la libertad misma se desarrolle es indispensable la protección de la vida privada, a lo que están preordenados los derechos liberales clásicos, que la realizan mediante prohibiciones de hacer que tienen por destinatarios a los poderes públicos, toda vez que sin ellos no es posible la «libertad de los modernos». Empero entre los derechos políticos (tanto si estos se consideran como derechos individuales, como si se los concibe como funciones públicas que los ciudadanos están llamados a ejercer) y los derechos individuales emerge una amplísima esfera de acción, que viene a ser necesaria para el aseguramiento efectivo de aquellos, y resulta indispensable para que pueda haber un ejercicio auténtico, esto es libre, de los derechos políticos.
En esencia esa esfera de acción social, para operar al efecto de hacer posible el autogobierno de la República, requiere de institutos de protección de la autonomía de la sociedad, toda vez que sin esta el ejercicio de los derechos políticos en condiciones de libertad deviene imposible. Se trata, pues, de construir una doctrina jurídica que garantice los presupuestos sociales indispensable para que la nación pueda autogobernarse mediante instituciones republicanas. En sustancia se trata de elaborar los derechos de libertad de hacer que hacen posible la emergencia de una vida social autónoma, vida que, a su vez, viene a ser el presupuesto necesario de la vida política republicana. La respuesta es la invención de las libertades públicas.
El ámbito propio de las citadas libertades no es otro que el conjunto de manifestaciones sociales que, sobre la base de la autonomía individual, hacen posible la vida autónoma de las acciones sociales que exigen la concurrencia de la acción de los ciudadanos, de configurar un sistema jurídico que garantice la autonomía social mediante la creación de una clase de derechos que ni se configuran como meras prohibiciones de hacer impuestas al Estado ni consisten directa e inmediatamente en institutos de participación política directa en las instituciones de la República. Derechos que deben ser de titularidad individual, al efecto de proteger la libertad asimismo individual, pero que por las relaciones sociales a las que afectan son de ejercicio colectivo (reunión, manifestación, asociación, religiosa y de cultos, libertad de prensa, etc.), y cuya consistencia debe ser protegida incluso frente a las instituciones de la propia República al efecto de que esta sea posible. La respuesta es: libertades públicas.
Una de las consecuencias de la Revolución, en su versión francesa, es la combinación entre sistemas jurídicos inspirados en el criterio de la primacía del derecho escrito y, como consecuencia, la exigencia de reducir el ámbito propio de la potestad jurisdiccional a la interpretación y aplicación de ese mismo derecho, puesto por el legislador, por un legislador que ahora forma y manifiesta la voluntad de la nación soberana. Como se atribuye a Clemenceau dirigiéndose a la Cámara: «Francia, señores, está en esta sala». Un resultado necesario de ese planteamiento es el repudio al gobierno de los jueces, que trae causa no solo del recuerdo negativo dejado por la acción de los Parlements como baluartes de las clases privilegiadas en la década de 1780, sino también de una teoría constitucional, la propia de Estado unitario de soberanía nacional, tan profundamente francesa.
Si las leyes constitucionales garantizan los derechos individuales y políticos, y la propia configuración del Estado republicano no tolera función nomotética en la judicatura, a la hora de proteger la autonomía social, ¿qué hacer? La respuesta pragmática es la de usar a tal efecto de un instrumento esencial al Estado republicano como es el sistema de justicia administrativa encomendada a órganos asimismo administrativos: el sistema presidido por el Consejo de Estado. Es el juicio de legalidad de la acción de la Administración el que se emplea para proteger los nacientes derechos de titularidad individual y ejercicio colectivo que operan como el presupuesto de la vida política republicana, las libertades que fijan condiciones y límites a la acción de los Gobiernos de la República al efecto de asegurar el haz de derechos y libertades sin cuya concurrencia la vida política republicana devendría imposible. Esto es, las libertades públicas, que por su naturaleza y origen son distintas de los derechos «que la naturaleza atribuye al individuo» de 1789 y de los derechos políticos que a los ciudadanos atribuye el Estado de soberanía nacional.
Mientras que de los primeros se puede seguir sosteniendo que constituyen institutos de protección de la autonomía individual ( la «libertad de los modernos», recuérdese), de los segundos se puede mantener que se trata de regulaciones que establecen funciones públicas necesarias al propio Estado constitucional por su condición de tal, son exigencia estructural del mismo[1] y, por ello, constituyen un componente necesario de la arquitectura de ese mismo Estado, componente que universaliza la interpretación republicano-democrática del ius sufragii que introdujo la Segunda República (la de 1848) y conservaron las leyes constitucionales de 1875. Entre un grupo de derechos y otro la doctrina francesa alzó el edificio de las libertades públicas.
Aunque pueda parecer obvio, conviene advertir, como lo hace la autora, que ello tiene por consecuencias, de un lado, el surgimiento de una nueva categoría de derechos que ni regulan al Estado ni limitan su esfera de acción legítima, derechos que exigen una intervención pública reguladora, toda vez que son de ejercicio colectivo y pueden exigir (con frecuencia exigen) concurrencia en ese ejercicio de la intervención administrativa, tanto por lo que toca a las condiciones y medios de ejercicio como en lo que afecta a las virtualidades limitantes que puedan seguirse de la titularidad y ejercicio de otros derechos, del otro. Las libertades públicas, que no en vano se llaman así.
La autora sostiene que la inclusión del concepto de «libertades públicas» en el encabezamiento de la sección primera del capítulo segundo, título primero de la Constitución, nos remite inequívocamente a ese origen y nos obliga a considerar como tales a los derechos reconocidos en dicha sección orientados a proteger las autonomías sociales que operan como presupuesto del ejercicio de los derechos político-democráticos entendidos como derechos de participación, como señala explícitamente en el capítulo II de su obra, y que le induce a proponer una tipología de los derechos constitucionales más compleja que la generalmente admitida (capítulo III), y que comprendería, en primer lugar, derechos de libertad; en segundo lugar, derechos democráticos; en tercer lugar, los derechos propios del Estado social de derecho y, finalmente, de los nacientes por razón del impacto de evolución tecnológica. Propuesta que no parece precisamente irrazonable.
Late en su conceptuación de determinados derechos fundamentales como libertades públicas una advertencia que aparece a lo largo de los capítulos IV y siguientes con reiteración. Tanto por razón de su origen como por razón de su configuración es inherente a las libertades públicas el riesgo de lo que la autora denomina la «administrativización», expresión acertada por demás. A mi juicio, ese es efectivamente un riesgo, y un riesgo que a estas alturas deberíamos considerar poco menos que evidente. Si no me equivoco, ese riesgo no procede solo del origen y fuente de tales libertades públicas, que también, sino, adicionalmente, por el hecho de que su ejercicio requiera las más de las veces concertación y uso de medios, tanto privados como públicos, con lo que dicho riesgo está siempre necesariamente presente. Así, por ejemplo, sucede con la aplicación in concreto de la libertad religiosa y de cultos, que exige la determinación de que entidades son consecuencia de su ejercicio y nos conduce a la gradación de iure y de facto de tales entidades en entidades religiosas con convenio con el Estado, entidades religiosas sin convenio, pero dotadas de registro, y entidades sin este último, con las inevitables diferencias de trato que ello conlleva, o con el rol de los registros de asociaciones y la concomitante exigencia de comprobación y acreditación de su régimen interno, o la necesidad de intervención administrativa que predetermina donde podemos habitar y fijar nuestro domicilio, o por qué vías, con que vehículos y en qué condiciones podemos circular. Ciertamente, las libertades públicas exigen en su desarrollo un «escrutinio estricto» por razón del inherente riesgo de desnaturalización.[2]
Cuando de la parte introductiva pasamos a la parte sustantiva (capítulo IV y ss.) entramos de lleno precisamente en el campo de la interpretación y aplicación de la Carta de Derechos. De entrada, la autora sostiene una posición crítica de los contenidos del título I de la Constitución. Manifiesta las reservas que le merece la no diferenciación entre «derechos fundamentales» y «derechos constitucionales» y entre estos y los convencionalmente denominados «derechos sociales» (principios rectores), sin duda la parte de la Declaración de Derechos que no ha envejecido bien, toda vez que, siendo tributaria de la primera redacción de la Carta Social Europea, desmerece cuando entra en escena la segunda.
Y sostiene, a mi juicio con acierto, la pobreza («debilidad») del tratamiento que la ley fundamental da a los deberes constitucionales, al tiempo que, no siempre de paso, se apunta al déficit de representación del que nuestros Parlamentos adolecen. Aunque no todas de sus observaciones me parecen acertadas[3], si me parecen merecedoras de una detenida meditación, que no siempre se da, sobre el enorme papel jurídico y político que en el sistema de derechos desempeñan las libertades públicas, al engranar los derechos estrictamente individuales con el ejercicio de los derechos políticos, toda vez que sin aquellas ni los primeros puede gozar de un estatuto firme ni los segundos tienen la posibilidad de dejar de ser entes razón con problemática base en la realidad. Cuando se señala que esos «derechos molestos» son la principal expresión del pluralismo democrático, no es razón lo que le falta a la autora, y ello debería tener mejor reflejo cuando nos encontramos bien sea ante el derecho de emergencia, bien sea ante el derecho de excepción.
Las libertades públicas, se sostiene, tienen sentido porque cuentan con un espacio propio. De entrada porque, por razón de su objeto, no pueden dejar de considerarse como derechos de naturaleza relacional, se trata de derechos que exigen en su ejercicio la asistencia de los demás y la concertación con los mismos, de acuerdos interpersonales al efecto de realizar conjuntamente una serie de actuaciones comunes, son derechos, se nos dice con razón, de «relación con los demás»; de ello se sigue, en segundo lugar, que se trata de derechos cuyo ejercicio conlleva repercusión sobre bienes, intereses y derechos de terceros, tanto por lo que afecta a aquellos que participan en el concierto como aquellos que resultan ajenos al mismo (un buen ejemplo: la manifestación o la reunión en lugar de tránsito público); finalmente, se trata de derechos que desempeñan un rol mediador entre los de naturaleza estrictamente individual que aseguran la autonomía personal y los de carácter político, mediante los cuales el ciudadano qua ciudadano tiene parte en el gobierno de la ciudad, esto es, los derechos políticos. Y ello de tal modo que son estos últimos los que pueden asegurar la libertades públicas al efecto de que estas protejan los derechos individuales stricto sensu. En el sistema las libertades públicas tienen un rol crucial porque desempeñan un papel mediador, y esa mediación es condición de efectividad tanto de los derechos individuales como de los derechos políticos. Aquí se encuentra la almendra de la obra de la que tratamos, si no me equivoco.
Si tenemos en cuenta la naturaleza de las libertades públicas como derechos de mediación, no resulta difícil proponer un catálogo de las mismas, al modo en que lo viene a hacer la autora en el capítulo VI de la obra: libertad de religión, de asociación, de reunión, de manifestación, de expresión, etc. Con mayores o menores matices, la tabla propuesta parece adecuada y convincente y, sobre todo, resulta acertada la afirmación según la cual el presupuesto necesario de las libertades públicas se puede resumir en dos derechos-fuente: la libertad de pensamiento y lo que la autora denomina con gracejo la «libertad de agrupación».
Para que las libertades públicas puedan constituir una categoría por sí mismas, es necesario que, en cuanto tales, y más allá de las diferencias que dimanan de la naturaleza de las cosas, cuenten con un régimen jurídico propio (capítulos VII y VIII). A juicio de la autora, ese régimen podría configurarse del siguiente modo:
—Primero. Se trata de derechos que están llamados a ejercerse de forma asociativa, toda vez que se trata de derechos que tienen por objeto relaciones de los titulares con los demás. Se trata, pues, de derechos de naturaleza relacional.
—Segundo. Por lo mismo, se trata de derechos que exigen siempre algún grado significativo de concertación y, por ello, de acuerdo intersubjetivo.
—Tercero. Tienen por finalidad intrínseca establecer y hacer posible una vida social pluralista y democrática, lo que, mediatamente, configura cual pueda ser en cada caso la esfera de acción legítima que protegen.
—Cuarto. Tienen naturaleza fundante del orden democrático mismo, del cual son presupuesto necesario.
—Quinto. Cuentan con regulación constitucional.
—Sexto. Su titular es siempre la persona y por ello la titularidad es general, negativamente no son derechos reservados en su titularidad y ejercicio a los miembros del cuerpo político, y no exige por ello pertenencia al mismo a la hora de definir su titularidad. De donde se sigue que se trata de derechos «del hombre» que no admiten diferencia de trato por razón de nacionalidad.
—Séptimo. Son derechos de autonomía toda vez que su núcleo esencial está formado por una red de relaciones libremente formadas por sus titulares, de las cuales puede deducirse no solo una acción concertada, sino también sujetos colectivos, sean estos transitorios (p. ej. manifestación) o con vocación de duración (asociación, libertad de cultos).
Ahora bien, es propio de las libertades públicas por razón de su misma e inherente complejidad el que su ejercicio requiera de la mediación del legislador y, en su caso, la intervención de las Administraciones públicas (véase el caso de la reunión en lugar de tránsito público, por ejemplo). De ahí el doble riesgo que les es inherente: el de una intervención legislativa que vaya más allá del establecimiento de reglas destinadas a facilitar el ejercicio de las libertades públicas mismas, y que comporta el riesgo que supone la permanente tentación de las sucesivas mayorías de adoptar reglas que favorezcan a los buenos y dificulten los malvados propósitos de los ciudadanos no tan buenos, y el suplementario de posibilitar intervenciones administrativas de efecto disuasorio, bien por la configuración de las reglas que la habilitan, bien por la dificultad del asunto de que se trate (la presunción de veracidad de la declaración de los policías cuando de hechos producidos en el curso de una manifestación se puedan seguir infracciones administrativas o penales, pongamos por caso). Evidentemente, no es razón lo que falta a la autora cuando se refiere a las libertades públicas como «derechos molestos» para quienes no las ejercen en momento determinado.
¿Cuál podría ser el catálogo de las libertades de que tratamos? A juicio de la autora habría que diferenciar dos derechos básicos o fuentes, presupuesto de los demás, y una relación de derechos específicos que pertenecerían a la categoría de la que tratamos: los primeros se describen como las libertades de pensamiento y agrupación, los derechos específicos sería la libertad religiosa y de cultos, las de la enseñanza (carácter propio, libertad de cátedra, etc.), las correspondientes al art. 19 CE (residencia, circulación, entrada y salida del territorio), las libertades de expresión, reunión y asociación, y en la frontera con los propiamente políticos el de petición.
El régimen jurídico propio de las libertades públicas, se nos propone, parte de un doble supuesto: se trata de derechos dirigidos a asegurar un ámbito de autonomía, tanto personal como social, y de derechos que exigen la consideración de los mismos como «derechos del hombre» en el sentido de estar llamados a ser derechos de titularidad general y no dependientes del status nacional o administrativo. Se trata, pues, de derechos de naturaleza relacional, ya que su ejercicio exige el concurso de los demás, orientados a hacer posible una convivencia democrática (lo que comporta un radical carácter institucional) y la de ser presupuesto necesario de los derechos de participación, a su vez en núcleo duro de los derechos propios de la democracia constitucional. Resulta obvio que si se les atribuye la consideración que venimos examinando, las libertades públicas definen una esfera de acción altamente permeable a la influencia no solo del derecho general sobre derechos humanos, sino muy especialmente al propio de los tratados constitutivos de la UE, y del CEDH, del mismo modo que su radicalidad exige la exclusión de las interpretaciones expansivas de las limitaciones en el ejercicio de dichas libertades. Adicionalmente, se trata de derechos que hacen posible la participación en tanto en cuanto garantizan al titular un ámbito de autonomía. De esta caracterización se sigue, lógicamente, que los mismos están destinados a tener un fuerte impacto sobre el régimen de los extranjeros residentes en España.
De su ubicación en el sistema de derechos fundamentales se nos propone la necesidad del recurso a una interpretación sistemática centrada en la protección de una esfera de acción social propia de cada uno de ellos. Lógicamente, esa exigencia conduce a la muy alta probabilidad de que las libertades públicas entren en concurso entre sí. A tal efecto la autora nos propone que, aun conservando la vigencia del principio hermenéutico de concordancia práctica, se debe huir en lo posible del uso de un orden apriorístico de valores para procurar soluciones óptimas a tales concursos, y se debe preferir, en contrapartida, la técnica de la ponderación entre los bienes y valores que, en cada caso, entren en concurso, al tiempo que, coherentemente, se postula el rechazo de la posibilidad de interpretaciones expansivas de las eventuales limitaciones de la esfera de acción que cada una de las libertades protege. Tesis que viene a reforzar la faceta institucional que aquellas poseen, toda vez que el ejercicio de los derechos de participación y, en general, de aquellos que exigen acuerdo entre los titulares a la hora de su ejercicio, es un presupuesto de la entidad real del proceso democrático. Cosa no siempre bien entendida a la hora de resolver litigios constitucionales, agregaría quien esto escribe.
La obra se cierra con un capítulo adicional dedicado al delicado problema de la suspensión de derechos, con referencia directa a las SSTC 148/021 y 183/021 y, mediante estas, al uso del sistema del «derecho de excepción» configurado por la LODES con motivo de la incidencia de la pandemia desencadenada por la irrupción del virus correspondiente. La autora sigue en su exposición el criterio guía según el cual durante la vigencia del citado derecho de excepción se debe proceder de tal modo que los derechos fundamentales afectados deben conservar no solo su validez, sino también su eficacia, aun cuando las exigencias de la situación excepcional que legitima su uso exijan la limitación transitoria de esta última. La incorporación de la reflexión sobre el derecho de excepción es pertinente en una obra como la que tratamos por una sencilla razón: las libertades públicas constituyen el núcleo primario de los derechos afectados en su ejercicio por la aplicación del citado derecho.
Ahora bien, del mismo modo que el concepto mismo de libertades públicas es de origen y construcción francesa, la autora (siguiendo en esto al TC) se inscribe en la tradición histórica de nuestro derecho de excepción, que se ha caracterizado siempre (al menos desde 1837) por seguir el modelo francés, que modula los contenidos y empleo de aquel derecho en función de la intensidad de la irrupción de la anormalidad que se pretende controlar, bien que en nuestro caso en general la versión española de esa tradición jurídica es más normalizadora y menos agresiva que la versión original (y ello tanto en lo que toca a las medidas, como en lo que afecta a los órganos que adoptan las mismas y, en su caso, las controlan). Y es aquí donde corresponde señalar mi discrepancia (que lo es con la STC 148/21): el sistema del derecho de excepción adoptado por los arts. 55 y 116 CE y desarrollado por la ley de Estados no se funda tanto en la intensidad de la anormalidad que irrumpe, sino más bien en la naturaleza de esa irrupción. Si se quiere dicho de otro modo: a mi juicio, el voto particular del magistrado Xiol Rius (y concordantes) me parece más ajustado a las previsiones constitucionales que la doctrina que la citada sentencia constitucional acoge.
En la obra que comento echo en falta un estudio específico sobre la cuestión menos tratada, en general, por nuestros estudiosos del sistema de derechos fundamentales, y que se ajustaría como un guante al proyecto intelectual que en el libro se expone. Lo que, posiblemente, es el supuesto más radical y en el que me parece más fructífero sería el análisis desde la perspectiva de las libertades públicas es el que contempla el art.19 de la Constitución: las libertades de residencia, circulación y entrada y salida del territorio nacional. La razón me parece clara: más allá de los problemas que giran en torno al tipo de norma de desarrollo y aplicación pertinente, los derechos del art.19 CE son, a mi juicio, aquellos en los que el riesgo de un grado muy intenso de administrativización es más elevado y en los que la intervención pública no siempre se ciñe a lo que podría justificar su necesidad. Piénsese que en la práctica nuestra libertad de residencia puede verse indebidamente limitada por un mero acto administrativo (cédula de habitabilidad), la de entrada y salida por una norma administrativa de organización (punto de entrada y salida habilitado para ello) o la de circulación por cambios en la reglamentación del tráfico y la seguridad vial, caso este último en el que la Administración encargada, además, se financia en no pequeña parte con el importe de las sanciones que ella misma define e impone sin que sea evidente que haya en tal asunto tutela judicial efectiva. Tarea no es lo que falta, ciertamente.
[1] |
Recuérdese que la versión original del Estado de soberanía nacional, la del texto de 1791, configura el sufragio como una función pública que, como tal, puede y debe subordinarse en su titularidad a condiciones de capacidad, de donde se sigue la diferenciación entre «ciudadanos activos» y «ciudadanos pasivos» que introduce aquel y que recuperarán las constituciones del Año III y del Año VIII. |
[2] |
No es cuestión académica. Véase la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana. |
[3] |
Por ejemplo, la autora parece dar por bueno el error jurisprudencial de considerar a las personas jurídicas como titulares del derecho al honor, como si las personas jurídicas pudieran tener «sentimiento de la propia estimación», y confundiendo honor y prestigio. |