Han transcurrido más de cinco décadas desde que Elías Díaz publicó Estado de derecho y sociedad democrática, obra que alcanzó el estatus de hito para el pensamiento político y jurídico español. La historia es sumamente conocida: en pleno contexto dictatorial, plantear por escrito que las instituciones políticas debían sujetarse al imperio de la ley, abogando por el respeto irrestricto de derechos fundamentales o del principio democrático, fue subversivo para la sociedad de su época. Que «no todo Estado es Estado de derecho» continúa conservando toda su fuerza reivindicativa como exigencia de legitimidad frente a la mera legalidad. Además de su oposición al régimen, el quehacer del viejo profesor contribuyó a renovar el panorama iusfilosófico en nuestro idioma al gestar una escuela con diversas ramificaciones. Si traigo esto a colación es porque en Los derechos en broma encontramos una defensa actualizada del ideal del imperio de la ley ante los retos del populismo, la negación del principio de realidad o la hipermoralización de nuestras sociedades. Y por supuesto, no es casualidad que este ensayo apunte en esa dirección, pues su autor, Pablo de Lora, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid, es miembro destacado de la escuela de Elías Díaz. En lo que sigue me propongo hacer dos cosas: en primer lugar, reseñaré los contenidos principales del trabajo en cuestión para, en segundo lugar, formular algunas reflexiones críticas que me suscita.
Los derechos en broma es un trabajo ameno y, en no pocas ocasiones, hilarante. En realidad, no es que De Lora se proponga inducirnos la risa. Ella viene provocada por los absurdos o sinsentidos que, un día sí y otro también, se anuncian en las exposiciones de motivos de diversas propuestas legislativas. Así, el libro comienza desplegando un muestrario variopinto de excesos retóricos, buenas intenciones o admoniciones del legislador español, tanto estatal como autonómico, que no solo quedan documentados en el Boletín Oficial del Estado, sino que alcanzan, para la preocupación de los juristas —¿y cuidadanos?— el carácter de fuente del derecho. Su planteamiento, aunque sencillo, tiene implicaciones profundas: estamos cada vez más lejos del ideal del legislador racional que expresa en la generalidad de la ley, en su abstracción, coherencia o claridad, su compromiso con la garantía de los derechos y la igual dignidad de sus conciudadanos. Peor aún, la autoridad ha asumido el papel de educador moral, de psicólogo o de evangelizador, tratando a las personas cual incapaces. Ante tal panorama, dos son los motivos principales que llevaron al autor a escribir este libro. En primer término: «La constatación de que [el noble y razonable propósito que deberían albergar las exposiciones de motivos legislativas] se ha pervertido de manera flagrante y con demasiada frecuencia en la legislación que se promulga en España y en muchos otros países». En segundo lugar, y de forma más urgente, que «la ley misma, el instrumento jurídico por antonomasia también se ha visto infectada por una parecida corrupción» (p. 22). Mostradas las cartas en su capítulo introductorio, eficazmente titulado «Una exposición de motivos», De Lora va a dar cuenta, en cada uno de los subsiguientes apartados, de distintos fenómenos que erosionan el ideal del gobierno de las leyes.
El eje articulador de todo su esfuerzo se encuentra en el capítulo primero. Ahí se nos recuerda que el fundamento del imperio de la ley no es otro que la autonomía individual de las personas, «que tras las razones de la ley estarían también las razones de los derechos y su garantía» (p. 62). Citando a Francisco Laporta, nos dice: «Los postulados éticos que tratan de imbuir el sistema jurídico de las exigencias de la autonomía personal forzándolo a expresarse en forma de "reglas" y los postulados políticos que demandan que sea la voluntad general la que establezca esas pautas en forma de reglas por las que se ha de regir la comunidad conducen inexorablemente a la primacía de la ley como fuente del Derecho» (pp. 60-61). Precisado tal extremo, De Lora vuelve a certificar la enésima crisis de la ley. Tanto en su acepción formal como material, hay un marcado desfase entre el ideal del imperio de la ley y la realidad, una brecha cada vez más profunda al estar sometido el ideal a diversas patologías documentadas en la literatura (v. gr. la hiperinflación normativa —alentada, en parte, por la rematerialización del derecho que el paradigma del Estado social supone— o el recurso espurio al decreto-ley —que usurpa el lugar y el papel del parlamento democrático—). Sin embargo, el enemigo actual queda cifrado en lo que aquí se denominan «leyes santimonia», es decir, en la escasa densidad regulativa del propio derecho, a cierta «legislación antilegalista» (p. 23), degradada casi a mera expresión de sentimientos. Según De Lora, este tipo de leyes se caracterizarían por ser «normas cuyo contenido prescriptivo es escaso, y flota, un tanto indecorosamente, en un mar de proclamas ideológicas variopintas; de buenos propósitos; de descripciones necesariamente sumarias, y muchas veces falseadas, de los estados de la ciencia; de supuestas exigencias del "derecho internacional" y de los "organismos internacionales de derechos humanos"» (p. 39). Con ella, podríamos decir, el ciudadano se ahoga en un océano de regulaciones emotivas.
El segundo capítulo esboza un breve panorama de la política actual y de la dirección de las instituciones gubernamentales. En la opinión del autor, nos enfrentamos hoy a una «burocracia del consuelo» que «trata a todos los ciudadanos como menores, congénitamente desvalidos, incapaces de encarar la realidad» (p. 87). Se trata del «Estado parvulario». Si ya resulta llamativa la infantilización de la ciudadanía o de la propia esfera pública, resulta más asombrosa la negación de la realidad o de cierto «pensamiento Alicia», que permea entre la clase política y que es contraproducente para quienes se busca proteger. Por ejemplo, derivado del principio de «unidad en la concepción con discapacidad», De Lora nos llama la atención sobre las exigencias desmedidas que para personas con grave discapacidad cognitiva o mental supone abrazar el modelo social. En tales casos, dicho modelo social, a su juicio, «no puede reemplazar la caracterización clínica o médica de la discapacidad; o no lo puede hacer si no es a costa de sacrificar un buen número de intuiciones, instituciones y prácticas bien consolidades que presuponen que la discapacidad es un infortunio, una indeseable condición intrínseca que empeora la calidad de vida de los individuos» (p. 82). Por lo demás, en tal Zeitsgeit el Estado no es solo el mecanismo común del que disponemos para arbitrar nuestras diferencias o, en su caso, para reparar agravios consumados a través de los procedimientos establecidos, sino que la propia ley «se erige "performativa" de un conflicto que ella misma crea y que está llamada a resolver» (p. 90). Al asumir el Gobierno la tarea de erradicar cualquier indicio de «violencias», la burocracia del consuelo se expande en «organismos de vigilancia y control» cuya finalidad no es otra sino «mantener la llama viva de un agravio condenado a no extinguirse nunca» (p. 99) al ser cualquier agravio de naturaleza estructural.
En un tono filosófico-político, el tercer capítulo busca recordarnos que los derechos en las sociedades contemporáneas poseen un innegable sustrato universalista toda vez que (a) son la afirmación del individualismo moral, (b) tienen cierta vinculación con la propiedad y (c) que la libertad es el prius de la organización política. Por la primera nota, los derechos se basan en una ética personalista «de acuerdo con la cual el centro de imputación moral —de la responsabilidad y el mérito, del reproche y del premio— es el individuo, no los colectivos» (p. 108). Además de la clásica sospecha a propósito de los derechos de algunos filósofos —Bentham, Marx, de Maistre—, esa postura individualista está siendo presionada por el reconocimiento de la naturaleza u otros entes no humanos como sujetos de derechos. Sin desconocer la complejidad que tales exigencias suponen, De Lora documenta aquí cierta «esquizofrenia» en el tratamiento jurídico de animales debido a sus incoherencias o exacerbadas exigencias, cuando no se trataría de meras «exhibiciones de virtud» (p. 128). Por la segunda característica, el autor entiende que resulta complicado desvincular la idea de soberanía individual o propiedad de la noción de tener un derecho subjetivo. Finalmente, por lo que respecta a la garantía de la libertad como trasfondo del ideal de los derechos humanos, el profesor de la Autónoma de Madrid saca a relucir el carácter de límite de los derechos respecto al ejercicio del poder político, haciéndolos incompatibles con cualquier tipo de perfeccionismo moral por parte del Estado. Pues bien, la proliferación del discurso de los derechos humanos nos ha llevado a una consecuencia indeseada y tal vez inevitable: tanto por su fuerza moral como por la urgencia con la que se asumen las exigencias así planteadas, cualquier pretensión busca revestirse del pedigrí que los derechos suministran. Es su «universo inflacionario» por el que quiere transmutarse cualquier deseo al «patrón de oro de los derechos humanos» dentro del derecho y que, paradójicamente, suponen su propia devaluación. Esto prepara al lector para el núcleo del ensayo, contenido en el cuarto capítulo.
Quien esté familiarizado con la filosofía jurídica contemporánea sabrá que este libro evoca en su título al conjunto de ensayos Taking rights seriously, que Ronald Dworkin publicó en 1977. Ahí el profesor norteamericano articuló una de sus críticas al positivismo analítico de H. L. A. Hart basado en el denominado «argumento de los principios». Este argumento tiene una doble faz: los principios, normas que poseen una impronta anticonvencional, al ser «exigencias de la moralidad o la equidad o de alguna otra dimensión de la moralidad», terminan convirtiéndose en el caballo de Troya para la preciada tesis de las fuentes sociales o para la discrecionalidad judicial iuspositivista. De la misma forma, los principios son para Dworkin «proposiciones que describen derechos individuales». Se trata de la concepción de los «derechos como triunfos» (rights as trumps), en el que se conceptualizan con una fuerte dimensión deontológica o antiutilitarista. Desde estas premisas, tener un derecho significa tener una protección o cortafuegos frente a cualquier pretensión agregativa. Y aquí es donde radica el quid de la cuestión. Escribe De Lora:
¿Qué intereses o necesidades humanas estemos dispuestos a salvaguardar aunque sepamos que su sacrificio redunda en un mayor bienestar de la mayoría? ¿Y cuánto estemos dispuestos a salvaguardarlos? ¿Resolvemos hacerlo hasta el punto de que, aunque reconozcamos que ese mayor bienestar se obtuvo efectivamente gracias al sacrificio de otros, o incluso de un solo individuo, aceptaríamos mantener una regla que prohíbe esa forma de conducta y castigar su contravención, especialmente si se trata de un funcionario público? Que los derechos sean «en broma» o «en serio» depende de cómo respondamos a esas preguntas (pp. 154-155).
En efecto, hasta qué punto estemos dispuestos a no sacrificar los derechos individuales en el altar del bienestar general marca el sello distintivo de los «derechos en serio». El autor retoma en esta parte algunas críticas que formuló años atrás a la ponderación, precisamente por estimar que en concepciones como la de Robert Alexy o Manuel Atienza la eficacia de los derechos fundamentales «se diluye» porque en ellas «no hay nada imponderable a priori» (p. 168). Entre los casos trágicos aludidos, y que deberían ser imponderables en opinión del autor, se encuentra la tortura. Pero hay que ser sumamente cuidadosos con el tratamiento dado.
Debe notarse, por un lado, que De Lora habla de «derechos fundamentales» en esta parte de su escrito y no de «derechos humanos», para indicarnos que hace referencia al ámbito del derecho positivo. Esto último supondría también un concepto iuspositivista en la aproximación de nuestro autor en el que se distingue entre derecho y moral. Pues bien, en su opinión la tortura está prohibida categóricamente solo desde el punto de vista jurídico, y lo está por razones de naturaleza consecuencialista, no por razones deontológicas (p. 175 y ss.). Sostiene, además, que la misma es necesaria para evitar «la degradación del sistema jurídico», conformando (junto al habeas corpus, el principio de legalidad penal o la presunción de inocencia) uno de los «arquetipos jurídicos» imprescindibles de un derecho civilizado —Jeremy Waldron dixit— bajo un liberalismo «más denso» (p. 180). Sin embargo, y en lo que constituye uno de los pasajes que puede suscitar más controversia, tal prohibición absoluta no existe desde el punto de vista moral según De Lora. En consecuencia, sería posible ex post plantear excusas por parte de quien torturó cuando estaba moralmente justificado. La conducta sería procesada y juzgada, aunque no castigada, con lo cual «mantenemos el tipo y el arquetipo», afirmando el autor, con Juan Antonio García Amado, que así «estamos dando por buena la naturaleza absoluta de la regla prohibitiva» según la cual «nunca cabe, jurídicamente, torturar» (pp. 177-178). Sobre esta cuestión haré un comentario más adelante.
En su quinto capítulo, De Lora analiza algunas derivas populistas del constitucionalismo actual, sobre todo, a la luz del denominado nuevo constitucionalismo latinoamericano (NCL). Aunque diversas, las constituciones alumbradas bajo dicha etiqueta se caracterizan por su «afán jacobino», por su «radicalidad democrática», por «representar como nunca el poder popular» o porque «el poder constituyente se concibe como el verdadero y único soberano» (p. 192). Tal mistificación del constituyente ha dado lugar a un fuerte populismo constitucional en la región, por el que proliferaron textos constitucionales larguísimos —de contenido reglamentista—, en el que caben todo tipo de reivindicaciones antinómicas, proclamaciones santimonias o de dudoso encaje constitucional (p. 202). Y pasado el boom del NCL, el balance que de él hace es lapidario: «No se hizo la magia del pretendido constitucionalismo mágico. Amplias capas de la población en Latinoamericana no tienen garantizadas las condiciones mínimas para el ejercicio de su autonomía moral. […] El desencanto se produce por la inoperatividad de los derechos sociales y la sobrejudicialización de las demandas políticas y sociales, con la consiguiente erosión democrática» (p. 208; cursivas enfáticas mías). Anota también que el NCL pretendía superar la dificultad contramayoritaria del constitucionalismo, pero sus resultados fueron más bien lo opuesto. Analizando los porqués de dicho fracaso, recala en Roberto Gargarella, para quien lo anterior pudo deberse al hecho de que la «sala de máquinas» del constitucionalismo en la región, sus instituciones, están al servicio del statu quo conservador. No obstante, De Lora advierte que incluso la propuesta del derecho como «conversación entre iguales» tiene un aire paradójico y autocontradictorio. Al presuponer, como hace el profesor argentino, que otra sala de máquinas sí podría satisfacer las exigencias de alcanzar la justicia social, «se desprecia más que se confirma el ideal democrático» a la vez que «desconoce el hecho del pluralismo razonable» sobre los resultados que en el ámbito de la justicia social se desean alcanzar (p. 215). Y es que, como suele suceder en no pocas versiones idealizadas de la democracia, son los jueces quienes terminan convirtiéndose en el foro privilegiado de la deliberación pública pasando por alto al Parlamento, sede principal de la soberanía popular.
El libro concluye con un epílogo, Las fronteras del derecho: tomarse la moral en serio. Para De Lora, el problema de la moralización de las democracias liberales es que hace oídos sordos a la advertencia que lanzaba el John Rawls de Political liberalism: en sociedades secularizadas, donde rige el hecho del pluralismo, no cabe apelar a doctrinas comprehensivas que sean incapaces de sostener un balance razonable de valores políticos. En efecto, es en el ámbito de la política, el de la «razón pública», donde deben resolverse las discrepancias sobre las cuestiones más relevantes de nuestra convivencia. Además, nos dice De Lora, debemos hacerlo sobre la base de esgrimir argumentos que apelen a la conciencia y raciocinio de quienes no comparten nuestros planteamientos filosóficos más profundos. La moralización es problemática porque supone recalar en posiciones comprehensivas o considerar que existen temas vedados al debate racional e informado. Y, sobre todo, la moralización es problemática porque ha supuesto según De Lora, «creer infantilmente que, en sociedades razonablemente plurales como las nuestras, cupo y cabe "asaltar los cielos" mediante el instrumento del Derecho, o bien de la justicia constitucional, y que aquél, una vez "constitucionalizado", tiende una escalera de acceso directo al mundo ideal; que para tal cosa basta con insertar las palabras correctas en el BOE, desconociendo el principio de realidad que impone la política» (p. 242).
Por lo mismo, convendría tener claro también que la Constitución o el sistema jurídico no agotan la moralidad ni la justicia: cabe seguir denunciando aquellos distintos ámbitos en los que el derecho es contrario a los ideales que lo inspiran (como en el caso de la ciudadanía, o el desafío que las fronteras plantean, para la universalización de los derechos humanos, entre otros). En definitiva, para el catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid, tomarse la moralidad en serio en nuestras democracias consistiría en «mantener un espacio acotado para la resistencia, la moral crítica, allí donde los derechos no son solo retórica que funciona como excusa o justificación absolutoria de los poderes establecidos, sino que nos siguen sirviendo como parámetro aspiracional o de denuncia» (p. 242).
Me gustaría hacer un par de comentarios, tal y como avancé. El primero tiene que ver con su posición sobre la tortura, que parte de cuestionar la influyente teoría alexiana por estimar que devalúa la protección de los derechos fundamentales al tenerlos como principios «ponderables» y no como «triunfos». La alternativa de Pablo de Lora radica en defender la prohibición jurídica absoluta del tormento con base en razones consecuencialistas, pero apunta, a su vez, dos escenarios en los que difícilmente puede escaparse a la conclusión de que torturar estaría moralmente justificado. El problema jurídico real para él, por tanto, se daría en la posible punición ex post de la tortura, toda vez que nos hemos negado a inventariarla ex ante en el derecho. No es partidario de que sea a través de la ponderación que se determine su licitud; pero no le resulta objetable al haber reconocido, por remota que sea su eventual justificación, que los jueces determinen si una conducta tal es excusable (p. 177). Si mi reconstrucción es correcta, su reticencia a la estrategia deontológica en el fondo refleja un rechazo a la idea de plantear ciertos absolutos morales, entre otras cosas, por ser contraria a su visión iuspositivista. Pero, ¿puede prescindirse de tal estrategia si queremos justificar categóricamente la prohibición jurídica de la tortura? Como cuestión lógica, creo que lo señalado por De Lora es coherente; sería el precio que hay que pagar por postular que en nuestras democracias no hay nada indiscutible o intangible a priori o que toda teoría moral seria es en el fondo consecuencialista. De lo que no estoy tan seguro es que su liberalismo más denso sea suficiente para dar la fuerza que los arquetipos del derecho civilizado precisan cuando más los requerimos, esto es, en las así llamadas situaciones de excepción.
En segundo término, me gustaría saber cuál es el diseño institucional que, en su opinión, el imperio de la ley exigiría para mantenerse en los márgenes de un constitucionalismo bien ordenado. El llamado «Estado parvulario y dramático de derecho» en el que proliferan todo tipo de agencias o pretendidos nuevos derechos, parece el resultado de asumir la dinámica del Estado social y democrático como profundización del ideal igualitario. Además de su posible deriva paternalista, otra crítica común al Estado social radica en el estatismo al que se ve abocado. Es por esta razón que el «Estado dramático y parvulario» ejemplifica mejor aún el «desbordamiento del Estado por la política» que teorizara Niklas Luhmann: si el Estado social se caracterizaba por incluir de manera creciente temas e intereses como propios de la política, de que un número creciente de pretensiones requieran de respuesta colectiva, el Estado «parvulario y dramático» lo lleva más lejos todavía. En mi opinión, un aspecto que suele pasarse por alto de la idea de «rematerialización del derecho», propia del Estado constitucional europeo de posguerra, es que la misma no hace referencia únicamente a su moralización, sino también a la instrumentalización que del ordenamiento jurídico se hace a fin de lograr el proyecto igualitarista del Estado social[1]. Aquí tal vez yace el «huevo de la serpiente». En todo caso, si el universo inflacionario de los derechos humanos llegase a colapsar, ¿qué diseño institucional arrojaría su concepción del imperio de la ley? ¿Constituciones minimalistas? ¿Qué tipo de justicia constitucional?
Concluyo: este libro continúa una agenda de investigación en la que el autor ha visitado algunos de los temas más importantes de la discusión iusfilosófica contemporánea y más allá: la interpretación constitucional, la democracia, los derechos humanos y de los animales, la ética médica o, incluso, la teoría política feminista. En todas esas incursiones encontramos cavilaciones que trascienden la torre de marfil en la que mucha producción académica se sitúa. Por el contrario, Pablo de Lora suele llevar a la esfera pública sus argumentos con honestidad, buscando aportar dosis de racionalidad a las discusiones más intrincadas, por costoso que ello pueda resultar para él. Tal coraje, tanto intelectual como cívico del autor, es perceptible también en Los derechos en broma, y ello, pienso, es motivo de agradecimiento.