Afirma uno de los coordinadores de este libro, Gerardo López Sastre, que hoy más que nunca debemos continuar con la labor de la Ilustración. Y es que como cree también uno de sus más conocidos estudiosos —el francés, Antoine Lilti—, la Ilustración es un movimiento, pero también un combate. Y, precisamente, el combate que los ilustrados libraron en su época es también, en gran medida, el de nuestros contemporáneos, pues no en vano es en el Siglo de las Luces donde se encuentra el origen de nuestra Modernidad y, precisamente por eso, su reflexión sobre ella, sobre sus potencialidades, sus logros, pero también sus costes y ambigüedades sigue siendo necesaria.
En un mundo en el que las democracias liberales basadas en tantos de los principios y valores que se defendieron entonces (y, en muchos casos, por primera vez), volver a la Ilustración y recordar, por ejemplo, su creencia en la utilidad del conocimiento racional y científico para mejorar la sociedad y reducir o eliminar el sufrimiento, o la necesidad del respeto y la tolerancia frente al fanatismo y los prejuicios, o la igualdad de los sexos y el derecho a la ciudadanía de las mujeres (todavía hoy negado en algunos países) no es tan solo una cuestión académica. La Ilustración como proyecto no ha terminado y es probable que no termine nunca.
Quizás por todo ello, desde hace ya unas décadas existe una abundantísima literatura sobre el movimiento ilustrado que —entre otras muchas cosas— está revisando varios de los tópicos que habían circulado desde hacía tiempo dentro y fuera de la Academia y sobre los cuales tiene también mucho que decir este libro. No en vano, esta obra colectiva puede interpretarse como una contribución española a ese debate y revisión historiográfica sobre la que en ocasiones se pronuncian en sus respectivos capítulos los mismos autores de este libro. Además, no solo es un trabajo muy completo —como veremos a continuación por los temas que trata—, sino que además está plenamente al día de la bibliografía más relevante. De ahí que el lector interesado tenga la posibilidad de profundizar sobre alguna cuestión que le preocupe especialmente. Especialmente porque es un acierto, además, que cada capítulo lleve su propia bibliografía al final del mismo, así como que las notas al texto aparezcan a pie de página, lo que facilita mucho la lectura, sobre todo tratándose de temas que a menudo requieren de notas y citas.
Pues bien, si existe algún concepto que inmediatamente nos viene a la mente cuando se habla de la Ilustración y de la modernidad, este es sin duda el concepto de progreso. Una idea fundamental sobre la que los autores de este libro reflexionan en toda su complejidad y en relación a sus diferentes aspectos y desde diferentes perspectivas, de modo que casi nada importante ha quedado fuera, aunque quizás se eche de menos un capítulo dedicado específicamente al progreso y las mujeres, pues no en vano los ilustrados medían también el progreso alcanzado por un pueblo en función de la posición que ocuparan sus mujeres. No obstante, se analizan las causas sociales y económicas del progreso. La teoría de los estadios por los que pasaría la humanidad hasta llegar a la etapa final. La plasmación de este ideal de emancipación en las revoluciones americana y francesa. La relación del progreso con la idea de perfección en Condorcet, Kant o Benjamin Constant. Las advertencias y críticas de Rousseau. La esperanza y la confianza que reflejan muchas de las utopías que tanto proliferaron en el siglo. Los proyectos de paz. El desencanto producido por el terremoto de Lisboa o las consecuencias que cierta teoría del progreso podría tener en el siglo del imperialismo, el siglo xix. Todos estos asuntos tratados con claridad, rigor y profundidad por destacados especialistas.
Y es que en esa «revolución de la mente» que escribe Jonathan Israel fue la Ilustración y, a pesar de todo el escepticismo y desencanto que también encontramos en muchos de sus protagonistas, sigue sobresaliendo esa confianza, esa convicción de que el futuro que nos espera será siempre mejor que el pasado y aún mejor que el mismo presente. Una confianza optimista en el ser humano y su capacidad de perfección que, por ejemplo, recorre el Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, escrito por Condorcet en 1793 cuando se escondía de los jacobinos que lo perseguían para matarlo. Una confianza en la ilimitada capacidad de perfección del ser humano que Antonio Hermosa Andújar analiza (y trata de desmontar) en su capítulo sobre Kant y Condorcet, en el cual —no sin cierta ironía— señala las contradicciones y las consecuencias no intencionadas de convertir el progreso en una especie de versión laica de la Providencia o en una filosofía secularizada de la historia, como explica Aina López Yáñez en su capítulo sobre las utopías y la teoría de la historia. Un capítulo que se complementa perfectamente con el de Francisco Martínez Mesa, que trata también de las numerosas y populares utopías del siglo xviii desde otra perspectiva, aunque siempre recordando su potencial transformador.
Utópicos, por no decir ingenuos, podrían considerarse también los numerosos proyectos de paz que proliferaron en aquella época y que estudia Francisco Javier Espinosa. Llama la atención la enorme cantidad y diversidad de los mismos porque no solo se estudian los más célebres (como lo del Abbé de S. Pierre, William Penn o el de Kant), sino una amplia variedad de ellos, señalando sus semejanzas, sus diferencias y también sus detractores.
Sin embargo, las cosas no son tan sencillas y en realidad esa confianza en el progreso y en el perfeccionamiento del ser humano tiene muchos matices y contradicciones. La Ilustración es muy compleja. No todo era una ingenua y optimista visión de la realidad, ni mucho menos. Algunos, incluso, eran bastante pesimistas. No se engañaban sobre la verdadera naturaleza humana o sobre la crueldad que, por cierto, también podía encontrarse en la naturaleza. Crueldad de la que el terremoto de Lisboa de 1755 fue un claro ejemplo que llenó de amargura el corazón de Voltaire, como muy bien explica Alicia Villar en su capítulo sobre los límites del progreso. No en vano, Villar recoge la cita del filósofo francés: «Qué triste juego de azar es la vida humana» para expresar sus dudas respecto a ese optimismo racionalista que seguimos asociando tanto a la Ilustración.
Y, desde luego, en esta línea no podía faltar Rousseau quien —de acuerdo con María José Villaverde Rico— no negaba el progreso, pero sí lo consideraba perjudicial. En ese sentido, Villaverde sitúa al pensador ginebrino no fuera, sino dentro de una de las corrientes ilustradas de la época y, de hecho, la autora nos recuerda que su pesimismo histórico se asemeja al de otros autores ilustrados, como Diderot o Montesquieu.
Tampoco aseguraron todos los philosophes que el progreso traería la felicidad. Y no solo era Rousseau el que lo aseguraba. Muchos de ellos eran conscientes de que el progreso no eliminaría el sufrimiento, pero había que intentar mantener la esperanza y tratar de ir eliminando el dolor, aunque ese proceso histórico no era un camino lineal exento de problemas. Incluso Turgot, uno de los más célebres defensores de la idea y que recorre muchas de las páginas de este libro, reconocía que el camino hacia el progreso está lleno de obstáculos: la ignorancia, la superstición, las pasiones humanas, el mal gobierno, el atraso económico etc., y que puede haber momentos de avances y también de retrocesos. En realidad, aunque la naturaleza humana es común a todos los hombres, la humanidad iba pasando por una serie de estadios hasta llegar a la etapa final, que coincide con el advenimiento de la sociedad comercial, es decir, civilizada. Sin embargo, como recuerda María Isabel Wences Simón, que explica muy bien el origen de esta teoría difundida sobre todo en Francia desde la Ilustración escocesa, la etapa comercial que se vislumbra al final tiene también sus problemas, sobre todo en lo que a las virtudes ciudadanas y patrióticas se refiere. Pero sea como fuere, la idea de que el progreso intelectual e incluso moral tiene una base económica ya había echado sus raíces y tendría mucho futuro en las ciencias sociales que, por cierto, y como escribiera Cassirer, la Ilustración contribuyó a desarrollar.
Quizás hacia ese estadio final al que conduce el progreso de la humanidad se encaminaran las revoluciones americana y francesa que estudia Ricardo Cueva Fernández, quien deja muy claro que la esperanza y la confianza en que se pueden cambiar las cosas constituyó la herencia ilustrada que subyace a dichas revoluciones, aunque el autor del capítulo señala también las diferencias entre una y otra. Sin la esperanza en ese ideal de autonomía y libertad, quizás no se hubiesen conquistados muchos de los derechos (recordemos «el derecho a la búsqueda de la felicidad», tan ilustrado, de la Declaración de Independencia de 1776) que hoy se reconocen en nuestros regímenes democráticos.
Vemos, pues, que la idea de progreso contiene muchos matices y que este libro desmonta varios de los tópicos asociados a la Ilustración, como el que afirma que todos los pensadores religiosos eran reaccionarios y contrarios al progreso, cuando se sabe que hubo también creyentes ilustrados y movimientos dentro de la Iglesia a favor del cambio y la reforma. Tampoco todos los filósofos fueron ateos que negaran la incompatibilidad radical entre religión y progreso. El capítulo de J. C. Laursen sobre Benjamin Constant —un pensador entre dos siglos—, que consideraba la religión fundamental para el progreso, lo deja bien claro. Para Constant —al que Laursen considera uno de los primeros en hacer un estudio comparativo de las religiones— el ser humano no puede vivir solo de la razón y la ciencia. Necesita de la religión que aporta calidez y vitalidad.
Y es que, como decíamos al comienzo de esta reseña, se trata de repensar la Ilustración desde perspectivas y categorías plurales y diferentes a las que han sido habituales, y que iluminan y aportan novedades muy dignas de tener en consideración como las que se refieren, por ejemplo, a la visión no occidental (a menudo de las antiguas colonias europeas) que recoge el capítulo de M.ª Luisa Sánchez-Mejía, que deja muy claro que, a pesar del rechazo de los ilustrados a la esclavitud y al colonialismo, es cierto que en algunos autores se aprecia cierto racismo, así como la convicción de la superioridad de la civilización europea que justificará el imperialismo europeo en el siglo xix. Precisamente, la renovación actual de los estudios sobre la Ilustración trata de remediar la ausencia de esas otras perspectivas no eurocéntricas que hasta hace bien poco eran ignoradas. La historiografía de hoy en día, en consonancia con las transformaciones del mundo contemporáneo, insiste precisamente en la pluralidad y heterogeneidad de las Luces, aunque no se puede negar la hegemonía intelectual francesa.
Seguramente cada época hace la historiografía que mejor responde a las inquietudes de su presente y, quizás por ello, con todas sus luces y sombras, para el ambiente emocional de nuestra época, caracterizado en gran medida por el pesimismo y el derrotismo, volver a la Ilustración, obligarnos a la confianza en el progreso, aunque sea como una kantiana «conquista de la voluntad», puede ser útil y necesario. Puede que también por eso mismo, los libros relativamente recientes de Anthony Padgen y de Steven Pinker (La Ilustración. Y por qué sigue siendo importante para nosotros, Alianza, 2005, y En defensa de la Ilustración: por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, Paidós, 2018, respectivamente) hayan elegido títulos combativos para obligarnos a recordar que muchos de los avances que ha hecho la humanidad, muchos de los logros que ha conseguido, se deben fundamentalmente a esas esperanzas sociales y políticas que la Ilustración puso en marcha. Y es que, como se ha recordado más de una vez, parece que el único antídoto contra el miedo —que es hoy una emoción global— es precisamente la esperanza.