«Hemos querido devolver a la primavera de 1936 a su propia circunstancia». Así lo afirman en las conclusiones los autores de este excelente libro sobre la violencia política en España en el periodo comprendido entre las elecciones del 16 de febrero de 1936 y la sublevación militar iniciada el 17 de julio del mismo año. Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío, catedráticos de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos, llevan a cabo un riguroso escrutinio, basado en una amplia y sólida investigación empírica, sobre la magnitud, naturaleza y consecuencias de la violencia practicada por distintos grupos políticos, tanto afines como contrarios al Frente Popular, vencedor en las elecciones generales de febrero de 1936. También sobre el controvertido papel desempeñado por las fuerzas del orden, principalmente la Guardia Civil y la Guardia de Asalto, en la política represiva de aquella etapa. Unas veces, su intervención consiguió contener la violencia callejera, otras muchas no hizo sino agravarla y en no pocas ocasiones permanecieron inactivas, a instancias de las autoridades del Frente Popular, ante una situación a menudo descontrolada.
Para resolver las grandes cuestiones pendientes sobre la violencia política en la primavera de 1936 y sobre la posible responsabilidad, por acción o por omisión, del Frente Popular, Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío han dispuesto de una base de datos, de elaboración propia, sobre 977 episodios en los que se produjeron muertos o heridos graves. La amplitud de la información reunida a lo largo de varios años de trabajo y el rigor de la metodología utilizada les permiten por lo pronto llegar a una cifra de 484 fallecidos, superior a las manejadas hasta ahora, en su mayoría como consecuencia de atentados premeditados, de enfrentamientos con las fuerzas del orden o de colisiones —el «fuego cruzado» que da título al libro— entre grupos rivales. A este dato se añaden los más de 1600 heridos graves que dejaron estos casi mil episodios de violencia, con uso mayoritariamente de armas de fuego, lo que explica el elevado número de víctimas y el hecho de que entre ellas hubiera un alto porcentaje de fallecidos. Que muchos de estos incidentes culminaran en enfrentamientos entre manifestantes armados y fuerzas del orden desprovistas de medios disuasorios y con una tendencia abusiva a recurrir a sus armas reglamentarias es un factor igualmente decisivo para entender la gravedad de esta espiral de violencia. El reparto territorial de estos episodios y la identificación política de sus protagonistas, ya sea como víctimas o como victimarios, completan la información reunida para resolver los grandes interrogantes que planteó ya entonces la cuestión, cuando se convirtió en motivo de acaloradas discusiones parlamentarias sobre el origen, el alcance y las responsabilidades políticas de los atentados y refriegas callejeras de aquellos meses. Lo peor no era que no se supiera exactamente la magnitud del fenómeno, sino el uso político e historiográfico que se ha hecho de la deficiente información que existía hasta ahora. Mientras las derechas, responsables en parte de esa violencia, la utilizaron para deslegitimar al Frente Popular y justificar posteriormente la sublevación militar, las izquierdas entonces y una historiografía afín en los últimos tiempos la han interpretado como parte de una estrategia de la derecha para acabar con la República y han ignorado o minimizado la grave responsabilidad que tuvo en ella el propio Frente Popular.
«La gente anda suelta por las calles», escribió Manuel Azaña días después del triunfo de la izquierda en las elecciones del 16 de febrero. Se sabía ya hasta qué punto la violenta ocupación del espacio público por los vencedores condicionó el final del escrutinio, el traspaso de poderes por el Gobierno saliente, presa del pánico, y el clima en que se celebró la segunda vuelta de los comicios en aquellas circunscripciones en que fue necesaria. El testimonio de Azaña, expresado en privado, revela el grave problema de orden público que se apoderó del país y la penosa impresión que el nuevo presidente del Gobierno tenía de la forma en que la izquierda reaccionó ante su victoria electoral. Es importante señalar, no obstante, como se hace en el libro, que en público los dirigentes del Frente Popular, incluido a veces el propio Azaña, justificaron los tumultos de aquellas semanas como una reacción inevitable y pasajera, fruto no solo de la alegría por el triunfo, sino del deseo de la izquierda de hacer justicia tras las persecuciones sufridas durante el llamado Bienio Negro. El hecho es que, pese a los altibajos señalados a lo largo de estas páginas, la violencia permaneció como un factor estructural de la vida pública española hasta desembocar en la Guerra Civil. La posibilidad de que este fuera su desenlace irremediable es algo que rechazan los autores, fieles a su propósito, ya indicado, de estudiar el fenómeno en sí mismo, sin proyectar en él la sombra de acontecimientos posteriores. Lo cierto es que las referencias a la guerra civil fueron constantes durante los meses previos a su estallido, hasta el punto de que no faltaron, sobre todo en la izquierda, quienes consideraran que la guerra era la única salida posible, incluso deseable, de aquella profunda crisis histórica. «Solo así tal vez se purificaría la cargada atmósfera española», se podía leer, ya en octubre de 1934, en un editorial de la revista Leviatán, portavoz del socialismo caballerista.
Lo que ocurrió con los ayuntamientos de derechas en los días posteriores a los comicios, estudiado minuciosamente por Del Rey y Álvarez Tardío, es altamente revelador del espíritu sectario con que actuaron las izquierdas a lo largo de aquellas semanas. No se limitaron, como se ha dicho alguna vez, a reponer las corporaciones depuestas por la derecha tras la Revolución de Octubre. En muchos casos, se sustituyó a concejales electos, por el hecho de ser de derechas, por otros afines a la izquierda sin ninguna legitimidad democrática. Este tipo de operaciones, encaminadas a la ocupación del poder institucional más allá del resultado de los comicios, muestra hasta qué punto la violencia tenía un sentido instrumental al servicio de un propósito claro: expulsar a la derecha del espacio público y de las instituciones, so pretexto de sus vínculos con el fascismo y de representar una amenaza para el régimen republicano. Esto último no dejaba de ser una falacia si se tiene en cuenta que socialistas y comunistas habían declarado una y otra vez periclitada la República del 14 de abril y el orden burgués que supuestamente representaba.
La cuestión planteaba una diferencia fundamental entre la izquierda obrera y la republicana, la primera radicalmente contraria a la vuelta al reformismo político y social del primer bienio; la segunda, en cambio, confiada todavía, contra toda evidencia, en la posibilidad de restaurar la «verdadera» República —es decir, la suya—, contando para ello, si no con el apoyo, al menos con la condescendencia del PSOE. Vana ilusión, porque el sector mayoritario del socialismo español no hará más que recordarle a Azaña, un día tras otro, que la fase reformista de la República había terminado para siempre en 1933, tras el fallido experimento iniciado en 1931. Lo llamativo es que, pese a esta discrepancia de fondo sobre el proyecto del Frente Popular y sobre el significado de su triunfo en febrero de 1936, los republicanos hicieran el juego a la izquierda obrera en su escalada de la tensión de la primavera de 1936, atribuyéndola a las provocaciones fascistas, un argumento que no se compadece con la referencia de Azaña, siempre en el ámbito privado, a «los disparates que el Frente Popular está haciendo en casi todos los pueblos». Predominó, como subrayan los autores, la pasividad de las nuevas autoridades, en su mayor parte gobernadores de Izquierda Republicana y de Unión Republicana, ante los graves desórdenes de aquellas semanas cruciales, que incluyeron asesinatos y atentados personales, y no solo por el fuego cruzado entre la derecha y la izquierda, sino, en algunos casos, por la lucha a tiro limpio entre grupos rivales de la izquierda obrera.
Aquello fue una especie de suicidio asistido, una espiral de nihilismo y terror en la que los sectores radicales de la izquierda y de la derecha compitieron por precipitar el final de la República del 14 de abril, ante la incapacidad para frenarla de los republicanos de izquierdas. Su loable empeño en erradicar la violencia de origen fascista contrasta con su inacción, cuando no su complicidad, ante la promovida por sus socios de coalición, una actitud tanto más incomprensible cuanto que los defensores del régimen republicano deberían haber sido los más interesados en cortar de raíz aquella dinámica autodestructiva. Esa estrategia de la tensión, analizada en el libro con un rigor encomiable, culminó en los dos atentados que precedieron y, en alguna medida, facilitaron la sublevación militar iniciada el 17 de julio en Melilla: los asesinatos del teniente Castillo, instructor de las milicias socialistas, y del diputado monárquico José Calvo Sotelo. Los dos episodios, directamente conectados, merecen una pormenorizada crónica en el capítulo titulado «Diecisiete días de julio», en el que se pone de manifiesto una vez más la lógica acción-reacción que rigió la actuación criminal de unos y otros, principalmente falangistas —además de otros grupos derechistas radicalizados—, socialistas, comunistas y anarquistas. «No va a quedar ni un fascista en el país», le dijo a su hija, por carta, el socialista Luis Araquistáin, estratega y cerebro del ala caballerista del PSOE, al darle aquel mismo día la noticia del asesinato de Calvo Sotelo.
El deseo de los autores de evitar una interpretación presentista, o simplemente post facto, de la primavera de 1936 les lleva a negar una relación inexorable entre la degradación de la vida pública a lo largo de aquellos meses y el estallido de la Guerra Civil en julio. Que hasta el último momento hubo alguna posibilidad de evitarla es indudable, pero el margen de maniobra, cada vez más reducido, para revertir la situación acabó siendo tan pequeño que lo más probable era que aquello acabara mal. «Y al convertirse en caluroso verano la ardiente primavera, los ánimos se acaloraban más y más. A veces, andando por las calles, parecía como si la nación entera contuviese la respiración en espera de la inevitable catástrofe». Así lo afirma la comunista Constancia de la Mora Maura en sus memorias. Se dirá que el libro fue escrito años después de unos hechos que habrían creado en la autora y en otros muchos de quienes los vivieron la sensación de «inevitable catástrofe». La verdad es que la lectura de la prensa de la época produce más o menos la misma impresión, y aquí no cabe aducir que juega con la ventaja de saber lo que finalmente sucedió. En la posible discrepancia entre quienes vivieron aquello y los autores que escriben —escribimos— sobre aquello hay que reconocer a los primeros una percepción de la realidad del momento, eso que Stefan Zweig llamaba la «atmósfera espiritual» de una época, que los historiadores no deberíamos desdeñar.
En todo caso, la investigación realizada por Álvarez Tardío y Del Rey —exhaustiva, rigurosa, ecuánime— deja muy mal parada la tesis defendida con más ahínco que amor a la verdad por una historiografía oficialista que viene interpretando la violencia de aquellos meses o bien como un efecto bumerán de la represión derechista en el bienio anterior —una tesis nada original, porque es la que sostuvo entonces el Frente Popular— o como una forma de ensanchar desde abajo la base democrática del régimen republicano. Azaña, desde luego, no creía que aquellos desmanes tuvieran nada que ver con la democracia; más bien todo lo contrario. Indalecio Prieto pensaba poco más o menos lo mismo, y además tuvo el valor de decirlo en público. Llama la atención que esa misma historiografía defienda la teoría de una Transición democrática violenta en los años setenta frente al supuesto mito de su naturaleza pacífica. Para lograr esa cuadratura del círculo —una República más pacífica de lo que se pretende y una Transición más violenta de lo que se dice— se utilizan metodologías dispares que permiten minimizar y justificar a voluntad las cifras de la primavera del 36 y magnificar las que se imputan a las fuerzas policiales y a la extrema derecha en la Transición democrática, sacando de la ecuación la violencia, notablemente superior en víctimas mortales, perpetrada por el terrorismo etarra y de extrema izquierda.
Libros como este Fuego cruzado de Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío suponen dignificar la profesión de historiador y restituirle su razón de ser, que no es otra que contar la verdad hasta donde lleguen las fuentes y nuestra posibilidad de interpretarlas.