RESUMEN
Este artículo analiza la influencia de factores ideológicos y morales en el razonamiento judicial durante el período 1931-1936, tanto en el Tribunal Supremo de España como en otros órganos jurisdiccionales. El objetivo del análisis sistemático de sentencias y procesos judiciales es entender cómo incidía la fundamentación de las decisiones judiciales en el ámbito de los derechos de las partes del proceso y de la ciudadanía en general, así como en la definición del poder y la autoridad. Para ello, se estudian algunas vicisitudes normativas y culturales en torno a la motivación de las sentencias. Este punto de partida permite enmarcar la interpretación judicial de la etapa estudiada como resultado de un conjunto de inercias y condiciones sentadas en el siglo xix. Por otro lado, se exponen algunas reflexiones a la luz de la estructura de la sentencia penal acerca de cómo la ideología peculiar de la judicatura llegó a condicionar activamente la validez del derecho legislado al respeto de ciertos valores y principios extrapositivos. En conclusión, se ponen de relieve distintas dimensiones de la tensión existente entre la interpretación judicial del derecho y el régimen legal y constitucional de la República.
Palabras clave: Constitución; poder judicial; interpretación judicial; positivismo; Segunda República española.
ABSTRACT
This article addresses the influence of ideological and moral factors in judicial reasoning during the period 1931-1936, both in the Spanish Supreme Court and in lower courts of justice. The aim of the systematic analysis of judgments and judicial proceedings is to know how judicial decisions affected the definition of rights, powers and authority in a severe context of regime change. To this end, the normative and cultural background is studied. This starting point allows the article to frame judicial interpretation in a set of conditions and inertias established in the 19th century. On the other hand, the study of the structure of criminal judgements shows how the peculiar ideology of the judiciary actively conditioned the validity of the laws to the respect for certain extra-positive values and principles. In conclusion, different dimensions of the tension between judicial interpretation and the legal and constitutional regime of the Spanish Republic are highlighted.
Keywords: Constitution; judicial power; judicial interpretation; positivism; Second Spanish Republic.
Este artículo se propone analizar algunas claves del funcionamiento cotidiano del sistema judicial durante la Segunda República española (1931-1936). Se trata de explorar el razonamiento judicial acudiendo al producto del oficio de los jueces. Por ello, se acometerá el estudio de sentencias y causas penales de instancias centrales y, sobre todo, periféricas[2]. Lejos de un acercamiento casuístico, se aspira a extraer del tratamiento sistemático de las resoluciones judiciales cuáles fueron las tendencias discursivas y los criterios de interpretación que definieron la posición del cuerpo judicial en un contexto de cambio de régimen como el que implicó la República.
¿Cómo razonaban los jueces? ¿Por qué lo hacían así? ¿Qué supuso eso para la República? Al abordar estos interrogantes se estarán ventilando asuntos como el conflicto entre interpretación y creación del derecho en el momento en que el Estado constitucional de derecho pugnó por asentarse democráticamente en España o, dicho de otro modo, entre la fuerza modernizadora que transformó el sistema de fuentes y la tradición jurídica que gozaba de hegemonía en la magistratura.
Los derroteros que tomó el razonamiento jurídico en la actividad jurisdiccional de la etapa 1931-1936 respondieron a dos vectores: la influencia de argumentación moral en la toma de decisiones judiciales y la subordinación de estas a ciertos objetivos político-ideológicos. Ahora bien, el impacto determinante del moralismo, el sesgo ideológico o el intervencionismo político no privaron al razonamiento de los jueces de su carácter jurídico. Había en los tribunales razonamiento jurídico conforme a determinadas premisas a las que el cuerpo de magistrados otorgaba juridicidad, pese a sus tensiones con la legalidad y con las normas constitucionales. Son tales premisas las que interesa dilucidar.
Cualquier consideración que quiera hacerse sobre la acción judicial a lo largo de la España del primer tercio del siglo xx ha de partir de un presupuesto: la falta de motivación de las sentencias. Las leyes dejaban márgenes más o menos amplios al criterio del órgano sentenciador. La opacidad en la fundamentación de las decisiones propiciaba la penetración de criterios extrajurídicos, finalistas o subjetivos[3]. En la etapa 1931-1936, semejante inercia emergería como un factor estructural que contribuyó a que muchos espacios de decisión quedaran sustraídos al régimen jurídico republicano y su elenco de principios y garantías.
El art. 67.5 del Código Penal (CP) de 1932 concedía a los tribunales la facultad de rebajar en uno o dos grados la pena cuando lo estimasen conveniente, pero con la obligación de hacerlo en determinados casos. El CP de 1870 (art. 82.5) ya contenía una habilitación semejante a la discrecionalidad judicial, si bien en 1932 se puso «un arbitrio mucho más extenso» en manos de la judicatura, como declaró el Tribunal Supremo[4]. Algunas leyes especiales, como la de explosivos (1894) o la de orden público (1933), incrementaban sensiblemente las cotas de discrecionalidad para el enjuiciamiento de determinados delitos[5].
El art. 659 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECri) de 1882 confería a los tribunales libertad de decisión para proceder a la práctica de las pruebas solicitadas por las partes y, de ser así, para su apreciación «según su conciencia», como añadía el art. 741. El único requisito era que guardasen relación directa y congruente con los hechos procesales que servían de base a la acusación y con el objeto del juicio, pues su finalidad era la de esclarecer aquellos y este. La propuesta de la práctica de pruebas podía tener lugar en la fase de calificaciones provisionales e incluso en la de calificaciones definitivas, pero siempre estaría supeditada al criterio último del órgano judicial, que podría desecharla si viera en ellas intereses ajenos al objeto de juicio —por ejemplo, políticos—, inutilidad presumible para la aclaración de los hechos punibles, etc. En este punto, la legislación procesal criminal se separaba de la civil en un aspecto crucial que tenía un efecto sobresaliente sobre el ejercicio de los derechos civiles, políticos y sociales. En efecto, los arts. 638-639 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC) disponían la necesidad de que la declaración de pertinencia de la prueba viniera precedida de la presentación de interrogatorio de preguntas a cuyo tenor habrían de ser examinados los testigos llamados en la propuesta. Dicha condición de posibilidad no era imprescindible en el terreno penal. Es más, en caso de que la parte interesada presentase una propuesta de interrogatorio quedaba —a decir verdad, el resto de elementos probatorios— al albur de la facultad discrecional de modificación otorgada por el art. 709 LECri al presidente del tribunal.
Dentro del proceso español imperaba el principio de apreciación libre de la prueba, lo cual vale tanto para la admisión de la misma como para la medición de su valor. Algunos autores han observado en este aspecto el aquilatamiento de una cultura proclive a la autocracia judicial[6]. Lo que resulta innegable es que parecía una renuncia del sistema de prueba legal por otro basado en el convencimiento judicial. La legislación española enumeraba taxativamente los medios de prueba admisibles, pero en la práctica era «muy raro» que un medio de prueba no tuviera cabida en alguno de los expresados en la ley. En el fondo, como decía en los años treinta el manual de Sentís Melendo para la preparación de la carrera judicial, los jueces tenían bastante «libertad de expresar el valor probatorio de cada uno, según las reglas de la lógica y de la experiencia» y, por otro lado, tenían la capacidad de «medir, sin estar trabado[s] por ninguna especie de limitaciones legales, el mayor o menor influjo que puede alcanzar un determinado medio de prueba en cada caso con respecto a su convicción». Consciente tan sincero autor de lo que acababa de decir, señalaba el riesgo de que los jueces se abandonasen a «impresiones subjetivas y arbitrarias en la formación de su convicción». Semejante peligro quedaba conjurado por la obligación de motivar las sentencias señalando las razones que movían a fallar de una manera concreta. Se trataba de una invitación al «autocontrol» y, simultáneamente, de una forma de publicidad y conocimiento para otras personas en general y para los órganos superiores en particular, que podían en un momento dado examinar las resoluciones[7].
La vigencia del principio de libre apreciación de la prueba, así asumido, entrañaba numerosos problemas de seguridad jurídica a los justiciables. Solo una adecuada motivación de la sentencia podía contrapesar los riesgos. Pero: ¿de veras funcionaba el deber de motivación en el sentido indicado? Niceto Alcalá Zamora explicó que, por regla general, la tardía codificación o la modernización recopiladora y ordenadora del derecho consuetudinario forzó la tolerancia de ciertas «licencias imprescindibles» que pugnaban con la obediencia judicial a las leyes[8]. Esta reflexión puede ser traída a España, en donde las compilaciones altomedievales siguieron vigentes hasta finales del ochocientos, en el marco de una codificación tardía y nefasta entre cuyos desvelos siempre destacó la necesidad de mitigar el arbitrio judicial[9].
En la esfera penal, el deber de motivar los fundamentos de la sentencia se impuso en 1848-1849 pero tardó en revolucionar el modo de ejercer y comprender la función judicial. Los jueces relacionaron la motivación con una garantía del honor personal de la judicatura; no la concibieron como una garantía de los derechos de los justiciables ni como una garantía del valor de la ley[10]. La consagración del principio de publicidad normativa en el Código Civil de 1889 tardó en cristalizar en la Administración de justicia, entre otros motivos porque el Tribunal Supremo no contribuyó a tejer una doctrina funcional a ello debido, en gran medida, a que no veía en la ley un instrumento de garantía de los derechos ni ésta era su preocupación. A la tardanza del legislador, pues, se sumaron el desinterés jurisprudencial y doctrinal por delinear un concepto moderno de ley asociado de algún modo a la voluntad general. Al contrario, se asumió acríticamente, sin que se atisbaran contradicciones, la continuidad de instituciones, normas y categorías jurídicas antiguas, lo que hubo de imponer una comprensión antigua de la ley[11].
Que la causa principal de esto fuera o no el precario sistema de publicación y, por tanto, los problemas para dar a conocer las normas del Estado a los jueces y tribunales, es una cuestión que, a mi parecer, seguía sin estar del todo aclarada en la década de 1930[12]. El mantenimiento de la circulación jerárquica de normas durante la República[13] invita a pensar que, si no seguía siendo un problema nodal para la aplicación, lo había constituido antes con tanta fuerza que, sin duda, había impregnado las prácticas procesales todavía seguidas en el primer tercio del siglo xx. La demostración más palmaria de que el advenimiento del Estado constitucional no suprimía de buenas a primeras la sedimentación de una justicia en tantas cosas previa, como modo judicial de proceder y razonar, la encontramos en la permanencia formal de la publicidad normativa como problemática y en la deficiente motivación de la mayoría de las sentencias. La opacidad en la fundamentación de las decisiones judiciales propiciaba un aumento considerable, a veces calamitoso, de las facultades formalmente interpretativas y materialmente creadoras de derecho ejercidas por los jueces y tribunales.
Veámoslo con un ejemplo. En verano de 1931, concretamente el 22 de julio, una pareja de la Guardia Civil interrogó a un jornalero «con motivo de las revueltas acaecidas en Sevilla y su Provincia». Según la fuerza pública, el trabajador respondió violentamente «que llegado el día de la Revolución él sería uno de tantos en cortar la cabeza a los Guardias». Posteriormente se le intervino una pistola para cuyo uso carecía de licencia. Transcurría la llamada por algunos «semana sangrienta». La Audiencia Provincial de Sevilla no dudó en aplicar la pena propuesta por el fiscal: tres meses de arresto mayor, accesorias y costas por el delito de desacato y la falta no incidental del art. 591.3 CP[14]. No hay más motivación que la afirmación gruesa de que los hechos incurrían en el delito de desacato. El nivel de abstracción era tan manifiesto como el de concisión, y uno y otro ocultaban la verdadera fundamentación de la condena[15].
El Tribunal Supremo, que tuvo ocasiones brillantes para pronunciarse sobre las exigencias de motivación de las sentencias, se mostró partidario de respetar el mayor espacio de maniobra posible a los tribunales, lo que en verdad suponía mantener la doctrina tradicional al respecto[16]. Así lo hizo, por ejemplo, cuando hubo de valorar si el Tribunal de Urgencia de La Coruña había incurrido en un quebrantamiento de forma al no expresar clara y contundentemente los hechos que se declaraban probados y que justificaron la condena por injurias al autor de un artículo publicado en Solidaridad Obrera, la cabecera de los anarcosindicalistas. El órgano sentenciador se había limitado a transcribir literalmente todo el artículo objeto de la querella, sin especificar cuáles de las partes podían reputarse injuriosas o carentes de veracidad con relación al comportamiento del gobernador civil de La Coruña, al que se criticaba. Los argumentos del Alto Tribunal no podían ser más capciosos. Primero, negaba que pudiera examinar el asunto, pues la concreción de las expresiones injuriosas correspondía a los considerandos y esa parte de la sentencia quedaba excluida del recurso de casación por quebrantamiento de forma. Y segundo, de todos modos, el Tribunal Supremo hizo una interpretación sistemática del artículo para argüir que todo él era afrentoso porque tenía la intención de desprestigiar a la autoridad[17]. De ahí que abunden las sentencias condenando a autores o meros repartidores de propaganda sin necesidad de especificar qué frases excedían la libertad de expresión y situando el ejercicio de derechos constitucionales, por tanto, en unas arenas movedizas[18].
Mientras que bajo el ángulo de la historia legal parece obvio que el requisito de la motivación llegó tarde a España, la historia judicial de 1931-1936 permite aseverar que su acatamiento en la práctica fue, cuando menos, renqueante y poco escrupuloso.
En aras de entender cómo motivaban sus decisiones los jueces de la época republicana, estudiaré los siguientes elementos de la sentencia: 1) el encabezamiento, 2) los resultandos y 3) los considerandos. La Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) de 1870 no contemplaba con excesiva rigidez la que había de ser la estructura formal de las sentencias, lo cual tenía un efecto profundo en la impartición de justicia. El primero de esos tres componentes ni siquiera aparecía nombrado en su art. 669.3, y el resto figuraba con cierta ambigüedad[19].
Pese a «la aparente modernidad de la definición», la motivación de las sentencias, que reposaba sobre este esquema, no tenía por objeto la protección de la ley, sino «la juridicidad de un orden jurídico tomado en su conjunto». Debido a la herencia premoderna, el silogismo anunciado no incluía entre sus presupuestos la norma jurídico-positiva aplicable[20]. Cobraban importancia premisas de otra naturaleza. Las apreciaciones procesalmente relevantes acerca de la condición moral o político-social de los encartados, que formaban parte intrínseca de las causas penales desde el siglo xix[21], se concentraban en el período republicano en dos partes de la sentencia de modo singular —posiblemente como secuela de la preeminencia del factor personal sobre los saberes técnicos y jurídicos a lo largo de la justicia decimonónica[22]—: el encabezamiento y los resultandos.
Para que nos hagamos una idea de la perspicacia moral preponderante en la magistratura basta con recordar que, hasta poco antes de la República, los encabezados de las sentencias en las que se juzgaba a sacerdotes especificaban si estos mantenían su condición «célibe» o no[23]. Un delito tipificado por la ley puede albergar en su seno una conducta inmoral, pero el delito en sentido jurídico consiste en una infracción de la ley. Lo anuncia el brocardo nullum crimen, nulla poena sine praevia lege. Sin embargo, dicho principio, el de legalidad penal, característico de la modernidad jurídica, no rige para el derecho canónico. Este prescinde de la vulneración de precepto legal alguno: lo que le interesa es sancionar la inmoralidad de determinadas conductas, sin importar que choquen, obedezcan o escapen al marco legal[24]. Es de subrayar que en el marco de procesos judiciales formalmente laicos, pero materialmente deudores de una tradición confesional, cuando las valoraciones morales alcanzaban una eficacia decisoria mayor o menor lo que regía era la doctrina de la Iglesia, el magma cultural católico con su universo referencial ético.
A tenor de la jurisprudencia estudiada, este moralismo jurisdiccional o militancia moral de la judicatura, que resultaba acorde con una autopercepción extrajurídica, trascendental de lo que debía constituir el oficio de juez —en modo alguno entendido como servicio público sin más[25]—, tenía una repercusión muy importante en todos los niveles jurisdiccionales. Como se ha estudiado con relación a las mujeres[26], el defensismo y el moralismo que integraban la espina dorsal del razonamiento judicial constituían un reflejo de la cultura católica y la ideología burguesa y conservadora de los jueces y magistrados. Esto generaba una cultura judicial real opuesta muchas veces a la cultura jurídica formal debida a los derechos y libertades constitucionalmente consagrados durante los años republicanos. Los juicios de valor dependían de prejuicios ideológicos, tradiciones corporativas y una cultura académica de raigambre liberal-conservadora y positivista en lo penal que se fusionaba con los rescoldos iusnaturalistas característicos de la formación universitaria del jurista[27]. No es casualidad que Ángel Ossorio y Gallardo lamentara que la universidad y el foro no forjaban los espíritus civiles que les correspondían, a diferencia de la Iglesia y el Ejército, que sí que cultivaban el «clericalismo» y el «militarismo»[28].
En el ámbito penal predominó la corriente positivista criminológica. Ahora bien, las respuestas punitivas a las desviaciones e infracciones se fundaron en las ideas del delito natural y de la defensa social, no en la de tutela jurídica[29]. La posición cardinal de la noción defensista en el primer tercio del novecientos confería atributos muy importantes al juez penal en función de la representación que éste hiciera de la escala dominante de valores sociales. El juez se tenía por intérprete y portador de dichos valores antes que de los mandatos normativos. El derecho nunca dejó de aplicarse conforme a dos máximas etéreas: el «principio de orden» y el «principio de autoridad» a los que tanto se refería la doctrina aun en años republicanos[30]. Por tanto, el sistema represivo quedó legitimado como resorte para la protección de un orden social tradicional, no necesariamente coincidente y por eso mismo superpuesto al ordenamiento jurídico. Esta tendencia o «clima mental», según lo describió Laski a propósito de la época de entreguerras[31], se agudizó y explicitó bajo la dictadura franquista[32].
La parte que con más evidencia porta el juicio moral es precisamente un elemento no planificado por la LOPJ: el encabezamiento, que era lo más parecido a les qualités de las resoluciones francesas[33]. Es aquí donde encontramos a modo de seña de identidad y con pocas excepciones[34], aparte de la dicotomía elemental «buena conducta»/«mala conducta», clasificaciones tan vaporosas tales como «ignorada conducta», «regular conducta», «mediana conducta», «dudosa conducta», «pésima conducta», «de conducta agresiva y violenta» e, incluso, «depravada conducta» y «poca [sic] satisfactoria conducta». En algún momento, incluso, se clasificaba a los reos como «de desconocida conducta», «no acreditada conducta» o «no informada conducta». Era tan elevada la relevancia de la moral en los juicios penales que no se daban patentes de moralidad a menos que existieran pruebas fehacientes. Este sistema no experimentó alteraciones en ningún momento de la historia republicana. Muy excepcionalmente, tratándose de personalidades, por ejemplo, de la alta burguesía sentadas en el banquillo, nos topamos con apelativos como «de excelente conducta»[35]. Solo estos procesados merecían la estima de los jueces y magistrados, lo que da cuenta de los valores e intereses de clase que unían a la judicatura con las clases altas: las únicas a las que se dirigían de «usted», «señor» o «don»[36]. Los falangistas también solían ser clasificados como sujetos de «buena conducta»[37], y no es raro leer muestras de hasta qué punto los jueces hacían oídos sordos a la abolición de los títulos nobiliarios prevista en el art. 25 de la Constitución[38].
No faltan casos prácticos que apuntan hacia tratos privilegiados e incluso la creación de espacios de impunidad sobre la premisa de la aplicación de disposiciones normativas de la Dictadura de Primo de Rivera o constructos jurisprudenciales extralegales. Así fue para los tenedores de armas de fuego sin licencia, lo que sin duda se hacía en el marco de simpatías políticas y corporativas reproductoras del viejo sistema político, ya fuera protegiendo a la parte económicamente fuerte[39] o a los sostenedores parapoliciales de aquel. Por ejemplo, a pesar de la disolución del Somatén por decreto de 15 de abril de 1931 y del vencimiento del plazo de cuarenta y ocho horas otorgado para que sus miembros entregaran las armas, algunos tribunales no dudaron en beneficiarlos al enjuiciar las conductas punibles. En Sevilla, la Audiencia Provincial presumió que cierto acusado gozaba de permiso para el uso de armas de fuego «por su calidad de somatenista», además de reconocer su «excelente conducta», que derivaba de su pertenencia al ya extinto Somatén. En este caso, la fiscalía retiró la acusación que había vertido con carácter provisional al recibir la denuncia de las víctimas de los disparos, por lo que el tribunal procedió a su absolución de acuerdo con el «sistema acusatorio vigente»[40]. No sucedía lo mismo con las guardias cívicas de inclinación izquierdista, que sí eran castigadas por lo general, como acredita la movilización popular en defensa de la República que se llevó a cabo en numerosas localidades con posterioridad al golpe de Sanjurjo. Sería el caso de Estepa (Sevilla) el 28 de agosto de 1932, cuando los «afiliados a la Unión General de Trabajadores que por indicaciones del Alcalde pretendían coadyuvar con la Guardia Civil para impedir determinadas manifestaciones públicas atribuidas a elementos monárquicos de la localidad». Se castigó por tenencia ilícita de arma a uno de los miembros del grupo a cuatro meses y un día de arresto mayor, accesorias y costas. Nadie presumió licencia ni autorización tácita o ad hoc para auxiliar en el mantenimiento del orden[41].
La correspondencia entre la cualidad moral y la posición social del justiciable era, a mi juicio y tras el análisis realizado, manifiesta. Ilustrativo, en este sentido, es que el encabezado incluyera otros datos como el nivel de instrucción, la ocupación, etc. El inicio de la sentencia reproducía con literalidad las «diferencias de rango» existentes en el «sistema de normas y valores que el orden de la sociedad preindustrial garantizaba y legitimaba»[42], lo que lo convierte en una especie de vestigio del principio de personalidad del derecho. Esta economía de las sentencias es bastante indicativa del peso de lo subjetivo en el razonamiento judicial —en contraste, hasta cierto punto, con un derecho penal de corte objetivo[43]—.
El encabezado dejaba constancia de los datos de identificación de los acusados. Además de la conducta: apodo —nunca consignado cuando se trataba de personas de clase alta—, estado civil, profesión, padre y madre, naturaleza y vecindad, nivel de instrucción, solvencia económica, si se encontraban en prisión provisional o no y antecedentes. La cuestión de los antecedentes personales de los ciudadanos es polémica y crucial para explicar la construcción del Estado republicano y el choque entre legislación y jurisprudencia. De una parte, es preciso distinguir los historiales de antecedentes penales. De otra, los historiales policiales, esto es, las listas negras elaboradas por las autoridades policiales y obrantes en los gobiernos civiles. Los primeros eran historiales jurídico-penales, lo que quiere decir que contenían datos de personas que habían sido procesadas en algún momento. Los segundos eran historiales de ciudadanos que eran vigilados, con o sin motivo real, por puro control social de la población. Unos y otros respondían al principio de moralidad y al principio de autoridad, si es que pueden disociarse nítidamente. A un «sujeto de pésima conducta» y «conocido maleante» se le impusieron más de seis años de prisión mayor por agredir a un guarda nocturno, como autor de un delito de atentado y otro de lesiones. Una frase nos ayuda a entender la imbricación de principios: «Intentó arrebatar al guarda el bastón, símbolo de la autoridad»[44]. La categoría de «invertido» también fue importada del lenguaje policial al judicial con pulcra complacencia[45].
En relación con los historiales penales, hay que anotar dos cuestiones. En primer término, en el nivel judicial se confería un mismo valor incriminatorio, por su naturaleza jurídico-positiva o por su naturaleza moral, tanto a la mera participación en un proceso —independientemente de que tuviera lugar en calidad de acusado, en concepto de autor, de encubridor, de incitador... o simplemente como citado a comparecer— como a la condena por sentencia firme. En segundo término, todavía el art. 121 del CP de 1932 planteaba varios requisitos para la cancelación de las inscripciones de condenas en el Registro Central de Penados, entre los que se encontraba la «buena conducta» del condenado. Para ello, el Ministerio de Justicia tenía en cuenta los medios de prueba expuestos por el interesado y los informes de conducta dimanados de las instituciones penitenciarias o cualquier otra[46].
Este dominio burocrático de los antecedentes penales de la población fue una pieza fundamental en el castigo del «extremista» y en el mantenimiento de patrones ideológicos y morales preconstitucionales[47]. Ello supone que, en la conservación y confección de los historiales penales, se localiza uno de los ejercicios más activos y burdos de definición del término de enemigo de la República con arreglo a un criterio de defensa social de signo antidemocrático. El Tribunal Supremo revalidó el concepto restauracionista de «extremista» como realidad punible ajena a la realización de actos concretos, es decir, como subjetividad político-social criminalmente reprochable[48]. En lo principal, dicha etiqueta dependía de la calificación realizada por fuentes policiales, militares o de la Guardia Civil[49]. Los cuerpos policiales creados en la región catalana no fueron una excepción[50].
Estas categorizaciones eran asimiladas por los órganos judiciales, que derivaban las consecuencias jurídico-penales. El Tribunal Supremo en sus fundamentos jurídicos o más comúnmente en los resultandos interiorizaba, reproduciéndolas, las calificaciones de los tribunales a quo, que a su vez se referían a informes policiales. Multitud de sentencias asumieron la categoría, sobre todo a raíz de la huelga revolucionaria de signo anarcosindicalista llevada a cabo en diciembre de 1933[51]. A veces, quizá por ser tan obvio, aquel escueto apelativo era sustituido por su significado: «afiliado a la FAI»[52], «comunista»[53] o, simplemente, «afiliados a partidos de ideas extremistas»[54]. En ocasiones, sobre todo a partir de la Revolución de octubre de 1934, el discurso judicial subrayaba la radical enemistad de las «personas conocidas por sus ideas extremistas y conceptuadas como peligrosas para el orden social»[55].
El moralismo, trasunto ideológico-político sujeto a observaciones discrecionales, estaba presente en el sistema punitivo de principio a fin. Por ejemplo, la Audiencia de Sevilla, al condenar en 1934 al autor de un artículo que criticaba a la Guardia Civil y al gobernador civil de Badajoz por los sucesos letales de Castilblanco, tuvo presente los antecedentes del mismo, que se remontaban a una condena por posesión de explosivos, disparo y atentado cometidos durante la Dictadura de Primo de Rivera[56]. Los antecedentes reunidos en Madrid con motivo del sumario incoado en 1932 contra el anarquista Mauro Bajatierra por la publicación del folleto Contra el capitalismo y contra el Estado bien podrían servir para elaborar una historia procesal de la monarquía y sus ardides represivos. Encontramos condenas por injurias a la autoridad o proposición para la sedición en 1909, 1920, 1921 y 1922, más otros tantos procesamientos con prisión preventiva o meras puestas a disposición de la autoridad tanto en la jurisdicción ordinaria como en la castrense hacia 1909, 1913, 1917, 1921 y 1930[57]. En Barcelona detectamos casos de aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes que tenían en cuenta los encarcelamientos sufridos «por sus ideas avanzadas» bajo la monarquía en tanto prueba de una «conducta reveladora de inclinación al delito»[58].
Por lo que concierne a las listas negras, suponen el ejemplo más retorcido y palpable de control autoritario sobre la población en virtud de las ideas y creencias políticas. En aras de entender cómo se rellenaba de contenido el formulismo personalista de las sentencias penales, es interesante saber que en aquellas listas se consignaban datos acerca de la militancia de un ciudadano, lugares y compañías frecuentadas, listado de detenciones gubernativas, estado civil, profesión, disciplina laboral, etc. Dependían de los gobernadores civiles, de las comisarías de inspección y vigilancia y de los puestos de la Guardia Civil. Pese a la ausencia de una regulación que habilitase la formación de tales repositorios y pese a la falta total de criterios transparentes, los tribunales le otorgaban validez jurídica. Así, no solo olvidaban que la investigación no versaba sobre los hechos en sí, sino sobre los enunciados fácticos[59] elaborados por una cultura policial autoritaria, politizada o, en todo caso, culturalmente contraria al régimen constitucional republicano[60]. En el momento inicial de la República se procedió al borrado de los antecedentes policiales de los opositores a la dictadura de Primo y a la monarquía, pero esta medida tan solo benefició a los republicanos y a los socialistas, dejando fuera de ella a anarquistas, comunistas y regionalistas[61].
Unas y otras fuentes de información tenían un impacto directo en la elaboración de la convicción judicial acerca de la condición moral de los procesados, en la averiguación de los hechos. Los silogismos supuestamente realizados por la dogmática judicial del momento no consistían en la individualización de la norma jurídica aplicable al caso objeto de la decisión, sino en la subsunción del supuesto concreto dentro de una norma jurídica. Por lo tanto, cobraba gran importancia el análisis factual antes que el jurídico, de lo que se deriva la trascendencia de los resultandos y la trascendencia de la investigación y comprobación de los hechos. El problema es que esta última tarea estaba monopolizada por los servicios vetustos de la policía y la Guardia Civil, por lo que el presupuesto del proceso estaba viciado. La mayoría judicial no solo era consciente[62], sino que se dejaba espolear por las fuerzas policiales y la fiscalía en los procesos con fines políticos. El intento de incriminar a Manuel Azaña por la rebelión de la Generalidad catalana es una muestra palmaria[63].
Las apreciaciones morales y sobre la moralidad de los procesados se reflejaban, en segundo término, de manera menos concisa pero bastante común, en los resultandos. En esta parte de la sentencia solía puntualizarse y ampliarse el abanico de etiquetas morales («ejemplar conducta», «conocido maleante de pésima conducta», etc.) con algún tipo de justificación normalmente poco profunda, pues el universo de significado se solía dar por sabido[64], lo que ofrece alguna pista sobre el tipo de moral que servía de parámetro: la tradicional o, mejor dicho, la oficial. Por ejemplo, de un acusado de hurto, etiquetado como «jornalero» y de «mala conducta» en el encabezado, se decía en el resultando 1.º que era «sujeto de mala conducta, vagabundo, ratero y bebedor»[65]. De la categorización de una «señorita» como alguien «de intachable fama y costumbres» dependía la gravedad de las injurias de que había sido víctima, y que se trataba de castigar[66].
Puesto que los resultandos tenían por función la de consignar los hechos estimados como probados de manera concreta, antes de someterlos al esfuerzo de abstracción que suponía la subsunción en una definición jurídico-positiva[67], el campo estaba abonado para el empleo de nociones morales. Algunas de ellas, con una proyección jurídico-política más evidente: «El procesado es de dudosa conducta, pero no ofrece temibilidad o peligro social», aducía otra sentencia de la Audiencia hispalense dictada en abril de 1931[68]. El Tribunal de Urgencia de Cádiz absolvió a un capitán monárquico retirado con una fundamentación parecida: de «intachable conducta» y sin «peligrosidad social», no debía castigársele por tener ilegalmente una pistola durante más de dos años[69].
En los resultandos se encuentran en abundancia referencias sin incidencia, al menos en teoría, de cara al enjuiciamiento de hechos de relevancia jurídico-penal. Por ejemplo, expresiones relativas a la «falta de cultura» del acusado[70], a la condición de «amantes» de algunos involucrados en los hechos —algo frecuente en agresiones machistas y uxoricidios[71], pero también en otros delitos[72]—, a rumores sobre la infidelidad en algunos matrimonios[73], a la justificación judicial de la vigilancia y tutela patriarcal sobre las mujeres[74], al desarrollo de «relaciones ilícitas» entre dos novios[75], etc. Quizá destaquen en número los juicios capciosos sobre el tipo de relaciones sexuales y afectivas. De poco tenía por qué servir en términos estrictamente jurídicos para sustanciar un juicio por hurto que la víctima fuera «amante» del denunciante[76] o que tuviera contactos carnales con personas del mismo sexo —«con deshonesto propósito», «vicios contra-natura», etc.—[77], y sin embargo se hacía constar. Si bien a simple vista podría parecer que estas alusiones no tenían otro interés que el morbo o la exhibición gratuita de apriorismos, no eran superfluas[78].
Su validación moral como criterio operativo de enjuiciamiento era una muestra de los eclipses y las fallas, discontinuidades y fugas de naturaleza moral que se producían en el razonamiento judicial, pero no necesariamente una desaparición del razonamiento jurídico. Que éste estuviera trufado y soportado por un orden de convicciones morales y políticas no eliminaba su carácter jurídico; más bien nos informa acerca de qué era o continuaba siendo «lo jurídico» para los señores del tribunal. Asimismo, como contrapartida, este hecho pone de relieve la genuina eficacia del principio del orden por la vía de la inclusión de juicios de valor netamente morales y sin soporte en precepto jurídico alguno. A veces este dispositivo era manifiesto, como cuando los tribunales contemplaban la circunstancia atenuante por obcecación en aquellas agresiones cometidas cuando la fidelidad matrimonial era puesta en cuestión por «habladurías»[79], o cuando llamar «maricón» a un hombre daba pie a admitir la concurrencia de la circunstancia atenuante de vindicación de una ofensa grave[80]. Las sentencias, en muchas otras ocasiones, premiaban las actitudes machistas mediante la rebaja de la conducta punible a la categoría de falta[81].
El abordaje de aspectos morales en el sector de la sentencia dedicada a dejar constancia de los hechos probados delata que todavía en la década de 1930 quedaban algunos rescoldos del tratamiento tópico del razonamiento judicial, consistente en partir del caso concreto para determinar las normas aplicables y el fallo judicial en atención a los factores particulares previamente delineados y su recreación discursiva con arreglo a un trazado moral. Los relatos puntillosos sobre conductas y condiciones morales no eran gratuitos. Tenían una importancia nuclear para el perfil objetivo y subjetivo de justicia: para la configuración de la acción penal y la atribución de responsabilidades, en lo primero; para la concepción tradicional del juez, como juez virtuoso, en cuanto a lo segundo[82]. Aunque se tratara de un modelo en decadencia, su eco resonaba en la persecución penal de toda crítica a la actividad judicial[83].
Dicho esto, de los casos analizados se desprende que existía un criterio de baremación moral independiente del criterio codificado por el constituyente o el legislador. Así, era fácil topar con que la presencia de antecedentes penales no impidiera clasificaciones favorables a los procesados, de «buena conducta»[84]; o que estas clasificaciones fueran imprecisas hasta el extremo de consignar con relación a un procesado: «cuya conducta deja mucho que desear»[85], que era «de conducta algo dudosa»[86], «de irreprensible conducta»[87], «de mediana conducta»[88], etc. Esto es así porque, en suma, la moral que regía era la del cuerpo judicial y, a su vez, la de la clase social a la que estaba adscrita[89]. En este punto, había una colisión entre la ética pública asociada al régimen republicano y la hegemónica dentro del cuerpo de magistrados.
Los resultandos servían de puente entre los hechos concretos objeto de enjuiciamiento y su encasillamiento en una norma penal, ya en los considerandos. Las relaciones entre uno y otro segmento de la sentencia mostraban el riesgo de que los tribunales incurrieran en razonamientos parabólicos. Los resultandos no solo admitían, sino que requerían valoraciones morales que ayudasen a perfilar el caso particular con el mayor detalle posible. Los considerandos habían de reunir el meollo jurídico-positivo poco después. El problema es que muchos tribunales sentenciadores confundían, deliberadamente o no, el uso de nociones morales con el uso de conceptos jurídicos, de modo que surgían polémicas en torno a si los resultandos habían desplegado el efecto de predeterminar el fallo. En otras palabras, si el juicio real fue solo moral o apriorístico. Muchos recursos de casación arrancaron de esta preocupación. Bien porque el descriptor moral coincidiera con el lenguaje jurídico-positivo, bien porque los tribunales empleasen nociones legales infundiéndoles un sentido moral, esta práctica creaba una zona de penumbra a los justiciables y dificultaba al Tribunal Supremo en su tarea de revisar el acierto con el que se hubieran aplicado los preceptos jurídicos[90]. No en balde, la casación tenía como límite el respeto a los hechos probados por el tribunal a quo, lo cual blindaba los resultandos y, con ellos, la trabazón moral/derecho[91].
A ello se unía que la omisión de ciertos aspectos en la enumeración de hechos probados no podía dar lugar a la casación de una sentencia por el quebrantamiento de forma expresado en el art. 912.1 LECri. Conforme a la ley, el Tribunal no tenía más obligación que consignar los hechos que estimara probados, lo que según el Alto Tribunal amparaba la exclusión de aquellos consignados en certificaciones de autoridades y dictámenes periciales cuando al parecer del tribunal carecieran de fuerza probatoria. Esta doctrina daba un dominio casi absoluto al tribunal sentenciador sobre el proceso[92]. Así pues, el Tribunal Supremo se vio obligado a intentar paliarlo en 1932, cuando emitió una orden circular llamando a los tribunales a ajustarse plenamente al marco legal, para no ocultar al Tribunal Supremo «todas las posibilidades de rectificación o de confirmación de su criterio en cuanto a la valoración jurídica de los hechos». Exigía que los resultandos fueran meticulosos en la individualización de la pena, «ya que no hay sentencia que no produzca consecuencias graves en orden a la vida, la libertad o la honorabilidad del ser humano». En definitiva, el relato de los hechos no debía realizarse de tal manera que aherrojase el margen de resolución de los recursos de casación[93].
El problema no se arregló, por lo que el Congreso contestó a la tesitura el 28 de junio de 1933 mediante la ley que reformaba el art. 912.1 LECri. Los fundamentos de hecho —resultandos— y los fundamentos de derecho —considerandos— debían diferenciarse con claridad. Sin embargo, la confusión entre moral y derecho siguió imperando y distorsionando el principio de legalidad, ya de forma inequívoca por insistencia del cuerpo judicial. Podrían traerse a colación varias sentencias del Tribunal Supremo en donde asoman las dificultades para hacer realidad la reforma mencionada[94], pero ningún caso lo ejemplifica tanto como el asesinato del periodista Luis Sirval a manos de uno de los legionarios que acudió a Asturias a sofocar la Revolución obrera en 1934[95].
Tan emblemático caso nos permite entender que la ubicación de valoraciones morales en esta parte de la sentencia en vez de en los considerandos no deja de tener trascendencia jurídico-penal. No tenían menos interés por no figurar en la sección en la que supuestamente se condensaba el razonamiento judicial y la subsunción del supuesto de hecho en un precepto legal concreto. Al revés: los juicios netamente morales contenidos en los resultandos, ya de soslayo, ya con ahínco, no hacían otra cosa que apuntalar las motivaciones sobre las que se iban a argumentar las decisiones en los considerandos. Esta queja llegó alguna vez al Tribunal Supremo, que las despachaba con ligereza al establecer que el uso de conceptos jurídicos o de entidad jurídica en los resultandos no tenían valor predeterminativo del fallo. Tenían cabida como estimaciones objetivas de los tribunales a quo a colación de dejar constancia de las pruebas practicadas[96].
Semejante doctrina sobre los resultandos tuvo un efecto fatal en el caso de Sirval: se mantuvieron incólumes los fundamentos de la Audiencia de Oviedo —sus prejuicios, sus irregularidades— y, así, su decisión. El tribunal ovetense consideró al teniente de la legión Dimitri Ivanoff el único autor de un delito de imprudencia temeraria con resultado de homicidio (arts. 358.1 y 413 CP), con la concurrencia de la circunstancia atenuante de haberse presentado a la autoridad antes del inicio del procedimiento judicial (art. 9.8 CP). La pena se traducía en seis meses y un día de prisión menor, accesorias, costas y pago de 15 000 pesetas a los herederos en concepto de indemnización. En verdad el fallo equivalía a una absolución, ya que después de descontar el tiempo que el procesado llevaba en prisión provisional lo que procedía era ponerlo en libertad. El comportamiento diametralmente opuesto del Tribunal Supremo con ocasión del juicio al capitán Rojas por la masacre de Casas Viejas deja entrever cuál era el interés político peculiar del máximo órgano jurisdiccional de España. Entonces no tuvo empacho en mandar repetir el juicio oral, desautorizando al tribunal popular del jurado[97].
La legislación procesal exigía que las sentencias contuvieran una relación nítida de hechos probados, en concreto aquellos que sirvieran de resorte a los preceptos jurídicos y guardasen relación directa con la acusación y la defensa (art. 142 LECri). Como sostendría el Tribunal Supremo, los únicos hechos probados que el órgano sentenciador no tenía obligación de consignar eran aquellos que careciesen de trascendencia jurídica[98]. La verdad es que aquel precepto no hablaba expresamente de la conducta moral, ni pública ni privada de los encausados, pero sí de las circunstancias que figuraran en la causa y se estimaran probadas, lo que amplificaba el arbitrio judicial. Si los resultandos expresaban ciertas realidades y para calificarlas o destaparlas se acompañaba un juicio de valor moral, ello tenía incidencia en los considerandos, como una especie de antejuicio. Así, por ejemplo, una sentencia dictada al filo de 1931 por la Audiencia provincial de Sevilla, después de clasificar en el encabezado al procesado como «de dudosa conducta», se remontaba en el resultando 1.º a aspectos pasados de su biografía, en un intento por perfeccionar el perfil antropológico del acusado: «en su infancia —se decía— observaba conducta poco laudable»[99].
Al contrario, consignar la «mala conducta» y algunos antecedentes judiciales o policiales que lo avalaban en la parte dedicada a dejar sentados los hechos que se consideraban probados significaba, en última instancia, que la contravención del orden moral por parte del procesado constituía un punto de partida fáctico y normativamente relevante para el enjuiciamiento del ajuste o no de su comportamiento con relación al orden jurídico-penal. La dependencia que, según la judicatura, el derecho positivo tenía del natural, o sea, respecto a la moral y la ideología, hacía de dicha consideración un elemento de gran relevancia, que a menudo se traspasaba a la parte de los considerandos judiciales bajo la forma de circunstancias agravantes por reincidencia, por ejemplo[100]. Para que las circunstancias agravantes por reiteración y reincidencia pudieran ser aplicadas a un caso, los hechos probados relacionados en los resultandos debían dejar constancia de la pena acoplada al primer delito cometido —porque debía ser cuando menos igual a la del nuevo delito— y la prescripción de los efectos de las agravantes. El real decreto de 14 de noviembre de 1925 (art. 3), mantenido vigente por la República hasta la aprobación del CP de 1932, exigía que se consignasen dichos datos de forma taxativa[101]. Este tipo de exigencias conducía necesariamente a que las consideraciones morales tuvieran cobijo explícito en las resoluciones judiciales. Reunieran o no los requisitos para su impacto formal en la aplicación de agravantes, los antecedentes conductuales del procesado delineados conforme a patrones de justicia preconstitucionales tenían cabida, pues, en el juicio desarrollado bajo el nuevo ordenamiento. Esta identificación entre orden moral y orden jurídico es singularmente visible en los supuestos de injurias privadas: estos juicios dependían por entero de las frases dichas en los resultandos, de los cuales se derivaban —ya en los considerandos— «frases que por su significación gramatical y social puede perjudicar considerablemente la fama, crédito o interés»[102].
Los considerandos no eran ajenos a los principios de moralidad y orden. Los que más expresaban la conexión eran los atinentes a las circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal. La mayoría de las veces, jueces y fiscales coincidían a lo largo del lustro republicano en la apreciación de los siguientes actos como incursos en las causas de atenuación de la responsabilidad enumeradas en el CP: arrebato por ofensa a la madre[103] y al padre —incluso al precio de suavizar la sobre-protección del principio de autoridad[104]—; arrebato o provocación en defensa de la propiedad agraria[105]; arrebato a la mujer que era vejada como «prostituta» o «puta»[106]; arrebato y obcecación «naturalmente» producidas en el varón que vindicaba su honor propio y el de sus hijas, llamadas «putas»[107]; por los insultos a la fidelidad de la esposa —tanto por arrebato como por vindicación de ofensa[108]—; por insultos a la familia en general[109] y a la descendencia[110]; por la creencia de que el hijo había sufrido maltrato[111]; etc. La existencia de «frecuentes ataques» a la propiedad privada, o la «invasión» de fincas, servían de atenuantes por arrebato y obcecación incluso en caso de homicidio[112].
Aunque en la calificación penal de la acusación fiscal se acogiese la atenuación por alguna de estas causas, a veces el Tribunal prefería absolver al procesado. Esta técnica era muy recurrente en orden a la tutela machista de las mujeres: así cuando se juzgó por lesiones al esposo que peleó con un examante que miró «con descaro» a su mujer[113], o cuando se juzgó al marido que la emprendió a tiros cuando simplemente «vio pasar» al hombre «de quien tenía noticias por su mujer, que perseguía a ésta»[114]. Si el resultado lesivo era de gravedad, no solía absolverse al reo, pero sí que se le podían aplicar circunstancias atenuantes[115]. Ahora bien, era tanta la importancia de estos vectores morales que, en otras ocasiones, el propio Ministerio Fiscal retiraba su acusación en el juicio oral, como cuando un acusado arremetió con un cuchillo contra un borracho que «empezó a abrazar y a besar» a su novia, ocasionándole la muerte[116].
Que la indulgencia mostrada con los actos de violencia de este tipo se debía a una adhesión judicial al orden social tradicional, a un conjunto de valores morales y prejuicios ideológicos, queda de manifiesto si se trae a colación el rechazo rotundo tanto de fiscales como de tribunales a apreciar atenuación alguna a los actos violentos cometidos por obreros despedidos o desahuciados de sus hogares[117]. Los insultos al patrono y al encargado de una finca («esquirol sinvergüenza») en medio de una disputa por cuestiones laborales suponían la circunstancia atenuante por «enojo» para el manijero que asestaba navajazos con heridas graves a uno de los huelguistas[118]. En la ponderación del delito de desobediencia a la autoridad, los tribunales llegaron a reconocer que se tenían en cuenta distintas variables, todas de naturaleza clasista y política: «la ocasión en que se produjo, la cultura y condición social de los inculpados, su obstinación a obedecer y el fundamento de la negativa, la trascendencia social y el claro menosprecio al mandato de la autoridad y su intención de vejarla»[119]. Si, en aras de la defensa social, los tribunales eran capaces de invertir la lógica entre víctimas y victimarios, no ha de extrañar que aceptasen como pruebas de cargo las obtenidas de manera ilegal cuando contribuían al procesamiento de militantes izquierdistas[120], ni que tuvieran poco interés en investigar las responsabilidades patronales derivadas de los accidentes de trabajo[121].
En realidad, los principios de moralidad y defensa social desplazaban los principios de legalidad y constitucionalidad porque eran un trasunto de lo que Bartolomé Clavero ha denominado «imperio de justicia»[122]. Y con ello, a mi parecer, se trastocaba la propia estructura formal del razonamiento judicial en la esfera penal. Ciertamente, no es algo que sucediera por primera vez durante la República, aunque para entonces cobraría una dimensión problemática ineludible. Niceto Alcalá Zamora había denunciado una década antes las consecuencias de este modo de razonar: «Desde dentro del organismo jurídico, defórmase inevitablemente y aún de buena fe la visión, por el prejuicio de las construcciones jurídicas a priori». El razonamiento moral impactaba en el razonamiento judicial enturbiándolo a modo de apriorismo camuflado en el «procedimiento formulario»[123].
Por resumir, el análisis del peso de las circunstancias personales y subjetivas y, en suma, de criterios morales e ideológicos en los elementos de las sentencias y su ensamblaje mutuo conduce a seis conclusiones.
1.Todo el sistema de justicia penal era un sistema de justicia moral, plegado más a razonamiento moral que jurídico. La transformación del paleopositivismo en un moralismo endeudado con el iusnaturalismo teológico tenía especial trascendencia política y constitucional en un proceso de transformación normativa —o normativista— como el iniciado por la República. La atribución por parte de la magistratura de juridicidad a ciertos valores por encima de la normatividad constitucional y, en menor medida, la legislación parlamentaria, comprometía el cambio republicano.
2.El razonamiento judicial no solo obedecía a una estructura lógico-inductiva. Toda sentencia moderna está compuesta por elementos formales, materiales y retóricos. La conclusión interesante es la clara primacía de lo retórico sobre lo demás. Pese a la estructura argumentativa de la sentencia y su sello silogístico tan fluido —basado en hechos indiscutibles, verdaderos y probados de los cuales emanaba una consecuencia jurídica contemplada con anterioridad en una norma positiva—, la metodología inductiva injertaba en un momento anterior a todo razonamiento el fundamento de la decisión judicial. La búsqueda de la verdad suponía una llamada a la moral y la ideología. La falacia formalista —o formulista incluso— ya fue indicada por algunos autores del período de entreguerras[124]. El presente estudio corrobora la hipótesis y ofrece una idea de su incidencia práctica.
3.El desarrollo de la lógica judicial en un plano moral y cultural determinante de la normatividad respondía a una constelación prepositiva de prejuicios. La sentencia así alumbrada en una sociedad plural y en un Estado democrático de derecho conllevaba la adhesión del juez a uno de los planteamientos gnoseológicos en litigio. La fulminación del principio de neutralidad del órgano jurisdiccional redundaba en menoscabo de los modelos de sociedad y Estado constitucionalmente programados. Su coste se cifraba, cuando menos, en el principio de igualdad ante la ley, pues la interpretación judicial estatuyó distinciones entre los destinatarios de las leyes allí donde esas mismas leyes, y por supuesto la Constitución, no efectuaban discriminaciones —sí lo hacía, por el contrario, la doctrina en boga sobre aquel principio[125]—. A esta tarea contribuyó el propio Tribunal Supremo cuando amparaba las divagaciones morales no sustentadas directamente en preceptos jurídicos, lo que tapió la posibilidad siquiera de un control de legalidad. Al ser el cuerpo judicial un elemento del Estado enajenado en gran parte a la República[126], la perseverancia interpretativa de aquella lógica generó un descuelgue jurisdiccional del sistema de justicia que, ya sí, impediría la vigencia efectiva del principio de constitucionalidad. El control de juridicidad era un control jurisdiccional de la constitucionalidad material —moral, ideológico-política— de las normas y, en ese sentido, un control sobre la Constitución[127].
4.La construcción judicial de una variedad de estatus procesales penalmente relevantes, más o menos homologables a ciertos tipos sociológicos, formaba parte de un entramado evidente de represión del enemigo político y social, pero esto desplegaba, a la vez, un proceso de normalización y producción de subjetividades. Todo ello proporcionaba a la magistratura un rol activo en la determinación de la ciudadanía, lo cual tenía importantes efectos de resistencia con respecto al proyecto político y constitucional republicano desatado con la Revolución de abril[128]. Los tribunales creaban, continuamente, estatus procesales de desigualdad, funcionales a la desigualdad vigente en la estructura socioeconómica, pero no equivalentes a ella. Significaba la antítesis del ideal republicano de ciudadanía, consistente en un «patrón estatal-nacional» sustentado por la participación política del sujeto soberano en los asuntos públicos de acuerdo con la igualdad jurídica de los ciudadanos[129]. La judicatura forjó estatus procesales, lo que, en tiempos de democratización, entrañaba inventar categorías de ciudadanía mediante un proceso de invención cultural más performativo y político que intelectivo o analítico.
5.El razonamiento judicial era antes moral que jurídico porque, en el fondo, su metodología estaba axiológica y teleológicamente guiada hacia la defensa del orden social tradicional. Con mayor o menor sublimación, la lógica jurídica de las sentencias era circular y en tensión: del encabezado a los considerandos, pasando por los resultandos. El primero daba muestra de un método inductivo con base en la posición de la persona en las relaciones sociales de poder y, por tanto, en las relaciones jurídicas de poder expresadas en el proceso. Los considerandos participaban del método deductivo, mientras que los resultandos cerraban el nexo entre aquel y éstos. En esta técnica radica la razón de la coexistencia entre postulados positivistas y iusnaturalistas en las sentencias estudiadas, y que halló el rubro del Tribunal Supremo.
Porque el Alto Tribunal demostró en numerosas ocasiones no solo que la incidencia de la moral en el razonamiento judicial existía y podía estimarse como válida, sino que había una función jurisdiccional alegal o suprapositiva que directamente apelaba a la salvaguarda de la moral y la interpretación de la esencia de las cosas. El Tribunal Supremo hizo muestras del ejercicio de lo que cabe denominar funciones de justicia moral. La doctrina sobre la autoría en los delitos políticos reúne varios ejemplos, ya que al cómplice y al inductor se les llegó a considerar autores morales de dichos crímenes. La jurisprudencia reiterada sobre las exigencias cualificadas para que existiera complicidad o autoría por inducción no era óbice para que el Tribunal Supremo se animara a evaluar la naturaleza moral o inmoral de un comportamiento. Si no modificó la interpretación consolidada en este aspecto pudo ser por distintas razones, pero no porque no estuviera convencido del carácter reprensible de la conducta de ciertos dirigentes y propagandistas. En un supuesto extraído de la colisión de unos obreros con la fuerza armada, «la carencia de módulo» en que encuadrar legalmente el acto de un propagandista no implicaba para el Tribunal Supremo «desconocer su irregular conducta», pues unos actos o palabras podían ser «determinantes de responsabilidad de orden moral»[130]. La idea de daño moral también se usó para justificar la represión de algunas movilizaciones del nacionalismo intraestatal mediante una interpretación extensiva de los tipos penales[131].
Al igual que en otros países, la judicialización de la teoría jurídica institucionalista[132], el discurso del orden en España procedía de referencias extrajurídicas y, en ocasiones, trascendentales, solo que de una manera infinitamente más pobre en términos de esfuerzo intelectual o, cuando menos, originalidad.
6.Como decía Hermann Heller, el derecho legislado no tiene validez plena hasta que los actos de aplicación imponen su vigencia. La judicatura es clave. En caso de que no contribuya a conferir validez jurídica a los actos y normas del Parlamento, o en el caso de que la erosione bifurcando la validez jurídica y la validez moral, el poder judicial pasa a cortocircuitar «el plan de un derecho que se desea para el futuro» y termina imponiendo otra clase de normas. Traído al contexto español, puede concluirse que los tribunales se sirvieron de la «fuerza normativa de lo fáctico» para garantizar la Constitución material histórica a lomos de los principios de moral y orden. Eso consistía, básicamente, en lo que Heller definió como «una creación jurídica por violación del Derecho»[133]. Se aprecia en este campo una correspondencia entre discurso judicial y cultura jurídica que jugó a favor de los proyectos reaccionarios de la Europa de entreguerras, cuando no se adhirió directamente a ellos.
[1] |
Este trabajo se ha desarrollado en el marco del proyecto «Interwar Constitutionalism, Labour Market and Justice: Continuities and Ruptures between Social Movements and Bureaucracy during the Spanish Second Republic (1931-1936)», acogido por el Instituto de História Contemporânea y financiado por fondos nacionales a través de la Fundação para a Ciência e a Tecnologia (UIDB/04209/2020). |
[2] |
Una aclaración sobre las fuentes judiciales. Cuando se trate de jurisprudencia del Tribunal Supremo, me limitaré a citar la sentencia, por resultar todas fácilmente accesibles a través de distintos repositorios. Solo cuando se trate de sentencias dictadas por otros órganos judiciales, o bien de expedientes completos, consignaré con detalle cuál es la fuente. En este sentido, se han consultado exhaustivamente los libros de sentencias dictadas por las audiencias provinciales de Barcelona, Cádiz, Huelva y Sevilla durante 1931-1936, así como una muestra representativa de sumarios completos allí donde se conservan. Los hallazgos se han cotejado en otros archivos centralizados y unos cuantos secundarios a los efectos de esta investigación. |
[3] |
Sobre las relaciones entre calidad de la fundamentación y transparencia de los juicios valorativos, véase Simon (1985: 120-121). |
[4] |
Sentencia de 18-8-1935. |
[5] |
Véase un ejemplo de aplicación de la ley de 1894 contra varios cenetistas en la sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona de 6-3-1935. Archivo Central del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (ACTSJC), Libro de sentencias, sig. 171. |
[6] |
Ibáñez (2017: 115-117). |
[7] |
Sentís (1934: 195-197). |
[8] |
Alcalá Zamora (1920: 35-36). |
[9] |
Álvarez Alonso (1989); Garriga y Lorente (1997); Vallejo (1997); Nieto (2000: 146-150), y Petit (2020: 255-257). |
[10] |
Según Solla (2011: 385-388, 685), los jueces entendieron que motivar el fallo «era decidir como hasta entonces, pero tener además que localizar en el Código los motivos que avalaran y amparasen formalmente esa decisión». |
[11] |
Lorente (2001: 147-155, 159, 162 y 165) y Nieva (2010: 88-89). |
[12] |
Respecto al siglo xix, ver Lorente (2001: 135-185, 217-222). |
[13] |
Basta con acudir a los libros de registro de las audiencias. Por nombrar algunas materias sensibles cuya regulación fue dada a conocer por el gobierno a la jurisdicción abarcada por la Audiencia Territorial de Granada conforme al sistema de circulación jerárquica, cabe citar la orden de 4-9-1933, remitiendo la Ley del Divorcio y decretos complementarios al juez de Linares (Jaén); la orden de 18-7-1934, dictando normas de justicia municipal o, por último, la orden de 21-2-1936, comunicando el decreto de amnistía por delitos políticos y sociales. Archivo de la Real Chancillería de Granada, Libro de registro general de entrada del período 1933-1942, ff. 4 v.º, 12 v.º y 25 v.º. |
[14] |
La cita corresponde a la sentencia n.º 4 (13-1-1932), aunque puede acudirse por su parecido a la n.º 1 (4-1-1932). Archivo Histórico Provincial de Sevilla (AHPS), Libro de sentencias, sig. L-3196. |
[15] |
Considerando 1.º: «Los hechos que se declaran probados constituyen un delito de desacato previsto y castigado en el artículo doscientos setenta y una falta no incidental del quinientos noventa y uno número tercero, ambos del Código penal vigente». Los considerandos 2.º y 3.º se limitaban a declarar que el procesado «es criminalmente responsable en concepto de autor [...] por haber tomado parte directa y voluntaria en su ejecución» y que no concurrían circunstancias modificativas de la responsabilidad penal. |
[16] |
Herzog (1942: 473-474). |
[17] |
Sentencia de 19-12-1932. Ver también la de 19-5-1934. |
[18] |
Por ejemplo, la sentencia n.º 258 (16-7-1934), por la cual el tribunal pacense condenó a un repartidor de propaganda de la Federación Española de Trabajadores de la Tierra en el contexto de la huelga general campesina de 1934. Archivo de la Audiencia Provincial de Badajoz, Libro de sentencias, sección 1.ª, 2.º semestre. |
[19] |
«Las sentencias definitivas se formularán con resultandos en que se exprese con claridad y con la posible concisión los hechos importantes que estén enlazados con las cuestiones que haya de resolver el Juez o Tribunal, y con considerandos en que se apliquen las leyes». |
[20] |
Solla (2011: 400). |
[21] |
Vallejo (2009: 539-541). |
[22] |
Serrano (1994: 449). |
[23] |
Sentencia de la Audiencia Provincial de Zamora (11-6-1929). Archivo Histórico Nacional (AHN), fondos contemporáneos (contemp.), sección Tribunal Supremo (TS), leg. 69/2, exp. 53.733/1930. |
[24] |
Tal sería el rasgo esencial del derecho canónico según D’Ors (2002: 85). |
[25] |
Para España: Vázquez Osuna (2005: 27 y 50) y Bermejo (2020). Para Estados Unidos: Lambert (2010: 244-245). |
[26] |
Pérez Trujillano (2020a). |
[27] |
Véase una temprana crítica a la centralidad de la asignatura de «Derecho natural» en los planes de estudios en Bonilla (1921: 21-22). Un estudio de la cuestión en Peset (1989). |
[28] |
Ossorio (1927: 111-113). |
[29] |
Bergalli (1999: 206-211) y Martín (2007: 520-542). |
[30] |
Era definido como la «base esencial de toda sociedad bien constituida» por un comentarista del CP singularmente destacable, porque además ejercía como magistrado en la Audiencia coruñesa (Núñez de Cepeda, 1932: 156 y 226). |
[31] |
Laski (1936: 194). |
[32] |
Fernández-Crehuet (2011: 131-138) y García López (2020). |
[33] |
El attendu sería el resultando y considerant el considerando. Ver Ransson (1914: 275-276). |
[34] |
Según he comprobado en los libros de sentencias penales de la Audiencia Provincial de Barcelona, este tribunal no siempre consignaba tales datos. |
[35] |
La lista de ejemplos podría ser infinita. De la Audiencia Provincial de Sevilla, destacaré las sentencias n.º 176 (9-7-1932), 197 (12-4-1934), 318 (22-9-1934), 350 (10-10-1934), 355 (16-10-1934), 473 (10-10-1934), 10 (8-1-1935), 110 (21-2-1935), 225 (14-5-1935), 240 (20-5-1935), 251 (1-6-1935), 349 (10-12-1935), 77 (6-2-1936), 165 (29-4-1936), 167 (29-4-1936), 202 (21-5-1936), 250 (10-7-1936), 267 (17-7-1936), etc. AHPS, Libros de sentencias, sig. L-3196, L-3111, L-3200, L-3201, L-3114, L-3117, L-3204 y L-3205. |
[36] |
Sentencia n.º 298 (28-8-1934). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3111. In extenso: AHPS, caja 5954 (2/2), sumario n.º 883/1932. |
[37] |
En Huelva: sentencia n.º 105 (6-V-1936). Archivo Histórico Provincial de Huelva (AHPH), Libro de sentencias, caja 10774. |
[38] |
AHPS, caja 7095, causa n.º 6/1933. |
[39] |
Entre otras, la sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla n.º 95 (6-5-1931) o la de la Audiencia de Barcelona n.º 138 (3-6-1936). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3195. ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 177. |
[40] |
Sentencia n.º 94 (5-5-1931). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3194. |
[41] |
Sentencia n.º 127 (14-6-1933). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3198. |
[42] |
Parafraseando a Dahrendorf (1979: 20). |
[43] |
Según el estilo forense francés, si el sentenciador consignaba tales datos inocuos, era por su relevancia tácita y difusa, porque prefiguraba la naturaleza del litigio o porque ayudaba a calificar moralmente los actos y la voluntad de las partes. Ver Pepin (1914: 172-176 y 185) y Ransson (1914: 257 y 277). |
[44] |
Sentencia n.º 234 de la Audiencia Provincial de Sevilla (11-7-1935). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3202. Un caso análogo en Madrid: Archivo General de la Administración (AGA), justicia, caja 41/59, sumario n.º 534/1932. |
[45] |
En la Audiencia Provincial de Barcelona: sentencia de 21-6-1932. ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 155. |
[46] |
Para apreciarlo en un caso concreto, véase el informe emitido por la Sala 2.ª del Tribunal Supremo y remitido al ministro de Justicia (10-10-1936) con relación a un condenado por tenencia ilícita de armas un año atrás. AHN, contemp., leg. 143, carp. 5, exp. incoado en virtud del decreto de 19-9-1936. |
[47] |
Cabe remontarse a una circular enviada a todos los gobernadores civiles por el Ministerio de la Gobernación el 14-12-1893. AHN, fondo Ministerio de la Gobernación, serie A, leg. 2, exp. 18, n.º 2. |
[48] |
Sobre este «proceso de criminalización secundaria», basado en la creación de estereotipos: Pavarini (2002: 147-148). |
[49] |
Para la indagación de los antecedentes extremistas de algunos jornaleros que habían participado en la revuelta de Casas Viejas: Archivo Histórico del Tribunal Militar Territorial Segundo, fondo República, leg. 162, n.º 1533, causa n.º 511/1934, ff. 5-6. |
[50] |
Véanse diligencias, atestados y listas de anarquistas detenidos o simplemente fichados entre 1933 y 1934 por la Comissaria general d’Ordre públic de la Generalitat de Catalunya: Arxiu Nacional de Catalunya, fondo Generalitat, leg. 9488. |
[51] |
AHN, contemp., Audiencia Territorial de Madrid, leg. 26/2, exp. 38, rollo n.º 7244/1933. |
[52] |
En el caso de Juan García Oliver, según la sentencia dictada el 18-10-1933 por la Audiencia de Barcelona. ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 162. |
[53] |
De la misma Audiencia salvo aviso contrario: sentencia de 7-6-1935. ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 172. |
[54] |
Sentencia de 10-1-1935. ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 170. |
[55] |
Sentencia del Tribunal Supremo de 13-12-1935. |
[56] |
Sentencia n.º 36 de la Audiencia sevillana (23-1-1934). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3200. |
[57] |
AGA, justicia, caja 41/17, sumario n.º 574/1932. Complétese con: AHN, contemp., TS, leg. 90/2, exp. 441. |
[58] |
Sentencia de 6-2-1934. Se da el caso poco usual de que aquí la mención se halla en el considerando 1.º, en vez de en los resultandos. ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 164. |
[59] |
Se ha estudiado el efecto de esta confusión sobre la falta de imparcialidad judicial en Ubertis (2017: 19-20). |
[60] |
Sobre las dificultades de adaptación de las fuerzas de orden público a las condiciones y exigencias del régimen republicano: González Calleja et al. (2015: 173 y 183). |
[61] |
Pérez Trujillano (2018: 243-245). |
[62] |
Según un informe del presidente de la Audiencia Territorial de Barcelona elaborado en 1937, la falta de rigor de los servicios policiales era el principal causante de dos de las faltas usualmente atribuidas a la Administración de justicia: la tardanza en la tramitación de las causas y la escasa energía en los fallos de los tribunales. Durante la República «los atestados policíacos eran deficientes cuando habían». Archivo del Eusko Ikaskuntza-Sociedad de Estudios Vascos, fondo Irujo, sección Ministerio de Justicia, caja 25, exp. 5. Sobre las deficiencias de la investigación judicial: López-Rey (1931: 61-65). Sobre la ausencia de una policía científica: Sentís (1934: 184). |
[63] |
AHN, contemp., esp., exp. 5, causa n.º 376/1934. |
[64] |
Sentencia n.º 309 (23-11-1933). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3199. |
[65] |
Sentencia n.º 89 (17-4-1931). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3194. |
[66] |
Sentencia n.º 228 (9-7-1935). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3202. |
[67] |
Art. 124 LECri. |
[68] |
Sentencia n.º 93 (27-4-1931). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3194. |
[69] |
Sentencia n.º 121 (17-6-1936). Archivo Histórico Provincial de Cádiz (AHPC), Libro de sentencias, sig. 4229. |
[70] |
En la Audiencia de Sevilla (y hasta nuevo aviso): sentencia n.º 139 (6-7-1933). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3110. |
[71] |
Sentencia n.º 55 (7-2-1933). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3198. |
[72] |
Sentencia n.º 35 (23-1-1933) muestra a dos acusados por el delito de hurto, hombre y mujer. Ambos venían presentados como de «mala conducta» en el encabezado de la sentencia, lo que sería desarrollado por sus encuentros carnales inmorales en el resultando 1.º. AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3198. |
[73] |
Sobre delito de injurias: sentencia n.º 78 (21-2-1933). Íd. |
[74] |
En la sentencia n.º 106 (8-3-1933) tenemos el caso del padrastro que impidió a su hija política que fuera visitada por su novio por «no parecerle honesto dejar solos a los novios», lo que el tribunal celebró como «la fundadísima y razonada negativa». Íd. |
[75] |
Relatos sobre cohabitaciones, desfloraciones, fecundaciones y promesas de matrimonio incumplidas... Solo un ejemplo de los muchos que se conservan: sentencia n.º 209 (23-11-1931). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3194. Una expresión algo menos brusca, con relación al estupro doméstico: sentencia de la Audiencia Provincial de Cádiz n.º 81 (18-4-1936). AHPC, Libro de sentencias, sig. 4229. |
[76] |
Sentencia n.º 107 (4-3-1936). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3204. |
[77] |
De la Audiencia de Barcelona: sentencias de 21-6-1932 y 15-12-1932. ACTSJC, Libros de sentencias, sig. 154 y 155. |
[78] |
Pérez Trujillano (2020a: 415-418). |
[79] |
Otra vez en Sevilla: sentencia n.º 203 (14-6-1933). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3198. |
[80] |
En delito de lesiones contra particulares: sentencias n.º 215 (27-6-1933) y 335 (22-12-1933). Su apreciación en conflictos con la autoridad era más complicada, a diferencia de la atenuante por embriaguez no habitual: sentencia n.º 338 (26-12-1933). AHPS, Libros de sentencias, sig. L-3198 y L-3110. |
[81] |
Para las amenazas de un hombre a su exnovia empleando una escopeta: sentencia de la Audiencia Provincial de Cádiz n.º 177 (5-4-1934). AHPC, Libro de sentencias, sig. 4326. |
[82] |
En este sentido, con las debidas cautelas, contrástese con la situación descrita por Vallejo (2009: 563 y 568) con relación al siglo xix previo a la LECri. |
[83] |
Entre otras, por delito de desacato y destrucción de documento público: sentencia de la Audiencia de Cádiz n.º 96 (27-4-1936). AHPC, Libro de sentencias, sig. 4229. Por injuria y calumnia a la autoridad, en Barcelona: sentencia de 11-3-1935. ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 171. |
[84] |
Sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla n.º 53 (6-2-1933). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3198. |
[85] |
Sentencia n.º 199 (12-6-1933). Íd. |
[86] |
Sentencia n.º 106 (8-3-1933). Íd. |
[87] |
Sentencia n.º 360 (17-10-1933). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3199. |
[88] |
Sentencia n.º 292 (16-11-1933). Íd. |
[89] |
Montoya (2001: 115-116) ha constatado que los «colectivos acomodados» compartían «las actitudes morales de los cargos públicos», entendiendo por tales a los mandos policiales, gobernadores civiles y alcaldes. Cabría añadir, en mi opinión, a los jueces y magistrados dentro de ese grupo. |
[90] |
Pérez Ruiz (1987: 28-29 y 32) ha estudiado estos «descriptores morales» durante la etapa franquista, presentándolos como motivaciones descriptivas empleadas directa o indirectamente en los argumentos con el fin de justificar el fallo judicial. Asimismo, vid. Bastida (1986: 34-42). |
[91] |
Véase esta lectura de los arts. 849 y 884 LECri en la sentencia del Tribunal Supremo de 31-1-1935, relacionada con el nacionalismo vasco. |
[92] |
La sentencia de 26-6-1935 trata de un caso de tenencia ilícita de armas. La sala sentenciadora omitió un certificado de buena conducta emitido por el municipio donde el condenado residía, además de un dictamen de peritos armeros donde se afirmaba que el funcionamiento de la pistola era defectuoso. |
[93] |
La orden, de 5-4-1932, aparece en De Pina (1934: 229-231). |
[94] |
Sentencias de 20-3-1935 y 29-4-1935. |
[95] |
Sentencia de 10-10-1935. AHN, contemp., sección procesos especiales (esp.), exp. 30. |
[96] |
Considerando 2.º. |
[97] |
AHN, contemp., esp., exp. 3, causa n.º 21/1933. |
[98] |
Sentencias de 18-1-1933 y 23-2-1933. |
[99] |
Sentencia n.º 210 (31-12-1931). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3108. |
[100] |
Por ejemplo, sentencias n.º 90 (22-4-1932) y 240 (23-9-1932). Esta última se refiere a un militante comunista que fue condenado en 1924 por tenencia de explosivos, atentado y disparo de arma de fuego. Sus datos se consignan en el resultando 1º y bullen en la calificación de «mala conducta» del encabezado. AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3196 y L-3197. |
[101] |
Sentencia del Tribunal Supremo de 2-12-1931. |
[102] |
Sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla n.º 231 (24-6-1936). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3205. |
[103] |
De la misma Audiencia salvo aviso en contrario: sentencias n.º 600 (24-12-1934) y 39 (25-1-1936). AHPS, Libros de sentencias, sig. L-3201 y L-3118. |
[104] |
Sentencias n.º 254 (21-7-1933), 351 (13-10-1933), 296 (26-6-1935), etc. AHPS, Libros de sentencias, sig. L-3199, L-3110 y L-3202. |
[105] |
Destaca la sentencia n.º 409 (13-12-1933), referida a la agresión del encargado de una finca contra un «intruso». Esto era muy frecuente en supuestos de rebusca de aceituna y pastoreo abusivo: sentencias n.º 306 (23-9-1933) y 307 (25-9-1933). AHPS, Libro de sentencias, L-3199. |
[106] |
Sentencias n.º 125 (18-6-1931) y 179 (5-4-1934). AHPS, Libros de sentencias, sig. L-3195 y L-3200. |
[107] |
Sentencia n.º 102 (19-5-1931). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3194. |
[108] |
Sentencias n.º 73 (6-2-1934) y 465 (9-10-1935). AHPS, Libros de sentencias, sig. L-3200 y L-3203. |
[109] |
Sentencia n.º 256 (15-6-1934). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3200. |
[110] |
Sentencia n.º 280 (2-7-1935). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3203. |
[111] |
Sentencias n.º 220 (30-4-1934), 575 (13-12-1934), etc. AHPS, Libros de sentencias, sig. L-3200 y L-3201. |
[112] |
Sentencia n.º 252 (1-8-1935). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3202. |
[113] |
Sentencia n.º 576 (14-12-1934). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3201. |
[114] |
Sentencia n.º 228 (23-12-1931). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3195. |
[115] |
Por ejemplo, el marido que rajó con una navaja a «su convecino» porque «requería insistentemente de amores» a su esposa. Sentencia n.º 184 (8-10-1931). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3195. |
[116] |
Sentencia n.º 596 (16-12-1935). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3203. |
[117] |
Podrían extraerse innumerables ejemplos. Llamaré la atención sobre el asunto del carpintero insolvente que arrojó una piedra a su arrendador en el transcurso del lanzamiento judicial de la vivienda. Pasó casi un semestre en prisión provisional y finalmente fue condenado por dos delitos, uno de lesiones menos graves y otro de desobediencia a la autoridad judicial. Como en tantos otros casos, el tiempo sufrido en calidad de prevención superaba al de la condena. Sentencia n.º 317 (28-9-1933). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3199. |
[118] |
Citas en la sentencia n.º 185 de la Audiencia Provincial de Sevilla (7-4-1934). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3200. Un caso análogo en la Audiencia de Barcelona: sentencia de 28-12-1931. ACTSJC, Libro de sentencias, sig. 153. En la Audiencia de Huelva: sentencia n.º 564 (12-12-1934). AHPH, Libro de sentencias, caja 10771. |
[119] |
De nuevo en Sevilla, hasta próximo aviso: sentencia n.º 171 (4-8-1933). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3110. |
[120] |
Un ejemplo relacionado con la huelga general campesina de junio de 1934: sentencia n.º 282 (9-8-1934). AHPS, Libro de sentencias, sig. L-3111. |
[121] |
Así se infiere de algunas causas, incluso cuando resultaba la muerte del obrero accidentado. Por ejemplo, en Rute: Archivo Histórico Provincial de Córdoba, leg. 5541, sumario n.º 102/1934. |
[122] |
Clavero (1997: 53). |
[123] |
Alcalá Zamora (1920: 32-33 y 41). |
[124] |
Nieto (2000: 155-156). |
[125] |
Martín (2017: 566-579). |
[126] | |
[127] |
Sobre el debate teórico alrededor de este punto: Martín (2017: 584, 588, 592). Sobre la «constitución judicial», véase el clásico de Lambert (2010: 69, 129, 246, 250-251). |
[128] |
El discurso republicano sobre la transición versaba en torno a la construcción de la ciudadanía, llegando a pivotar sobre nociones jurídicas. Ver Cruz (2014: 90-91). |
[129] |
Costa (2008). |
[130] |
Sentencia de 15-12-1934. Junto a otros documentos de interés en: AHN, contemp., esp., exp. 23/2, carp. 13, exp. de indulto n.º 12/1934. |
[131] |
Fue el caso de la aplicación del art. 381 del CP de 1932 contra el movimiento nacionalista vasco de renuncia a las alcaldías en 1934. Sentencia del Tribunal Supremo de 8-12-1934. |
[132] |
Rüthers (2016: 205). |
[133] |
Heller (2004: 278-282, 294-296). |
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