La historia de las masculinidades está de enhorabuena con la publicación del volumen colectivo Ser hombre. Las masculinidades en la España del siglo xix, editado por Darina Martykánová y Marie Walin. El libro representa un importante paso adelante en la construcción de este todavía embrionario ámbito historiográfico y lo hace abordando una época, el siglo xix, decisiva en la formación de las masculinidades contemporáneas. El conjunto de trabajos recogidos en Ser hombre muestra con contundencia que las masculinidades tienen historia, que son un fenómeno social, cultural y político, y que no hay nada de natural en lo que una sociedad entiende por ser un hombre. La historia de las mujeres lleva ventaja en esta tarea de desnaturalización. Ahora, la historia de las masculinidades viene a decirnos que el género es también cosa de hombres, que ellos no constituyen el sujeto universal que se explica a sí mismo, al margen de la historia y por encima de las relaciones de poder.
La principal virtud de este libro es, precisamente, el haber sabido incorporar la complejidad de su objeto de estudio, las masculinidades, tanto en su dimensión normativa como en términos de identidad y experiencia vivida. Ciertamente, el análisis histórico de las masculinidades no puede prescindir del género como herramienta porque es muy difícil entender qué significa ser hombre independientemente de la feminidad y de determinadas visiones de la diferencia sexual. Pero, además, la masculinidad se define con respecto a otras masculinidades con las que convive y compite por razones de clase, raza, dominio colonial, orientación sexual, ideología política… Ser hombre da cuenta de este entramado de relaciones de poder, mostrando brillantemente el potencial interpretativo de este particular enfoque historiográfico.
Darina Martykánová y Marie Walin han coordinado el trabajo de diez especialistas en este ámbito, formando un conjunto diverso y compacto a la vez. El capítulo introductorio a cargo de las coordinadoras es algo más que una presentación de lo que sigue. Se trata de una valiosa y sólidamente documentada reflexión sobre el estudio histórico de las masculinidades que servirá de referencia sin duda para futuras investigaciones. En este apartado se presentan los grandes temas y problemas que serán abordados a lo largo del volumen, reparando incluso en aspectos de interés que, como es lógico, no han podido ser recogidos en esta ocasión. A partir de ahí, el libro es, como he señalado, un trabajo colectivo atravesado, en su conjunto, por unos hilos que conectan fuertemente las diferentes investigaciones. Uno de esos hilos está relacionado con la tensión entre los valores de naturaleza y civilización en la formación de las masculinidades. Durante los últimos siglos, los modelos masculinos normativos han aspirado a establecer una relación privilegiada con la idea de civilización, bien frente a los hombres que representan su déficit, la barbarie, bien frente al exceso civilizatorio, traducido a menudo en términos de feminización. El capítulo escrito por Xavier Andreu Miralles y titulado «Hacia una España viril. Las masculinidades patrióticas del liberalismo revolucionario» analiza precisamente los temores consustanciales a la construcción del hombre liberal español. Entre estos temores, el autor destaca la amenaza de afeminamiento ligada a una supuesta pérdida de virilidad durante siglos de tiranía y teocracia. En su sugerente y matizado estudio, Andreu Miralles analiza el proyecto de regeneración capaz de virilizar la nación frente a esta decadencia feminizante, un proyecto en el que la revolución liberal representaría un hito decisivo.
El binomio naturaleza-civilización es particularmente operativo también en la construcción jerárquica de las masculinidades coloniales. Frédéric Spillemaeker, en su capítulo «Las masculinidades en las guerras de independencia de América hispánica: el caso de Venezuela», nos presenta un original análisis que revela el proceso de ruralización de la masculinidad en la lucha guerrillera por la independencia a partir de 1814. Una masculinidad basada en la violencia y en la destreza, afín a la cultura llanera y relativamente poco respetuosa con los rangos militares. De nuevo, la identificación de la masculinidad con la civilización —en sus justos términos— distanciaba esta forma de ser hombre de la barbarie de los soldados del ejército realista y de unos indígenas unas veces definidos como flojos e indolentes y otras como excesivamente violentos y crueles. Y de nuevo también, en la línea del argumento de Xavier Andreu, los tiempos de paz exigen nuevos modelos más constructivos e inofensivos para el orden social. En el capítulo titulado «La virilidad marroquí y emociones masculinas y nacionales durante la guerra de África», Gemma Torres se acerca a este universo identitario en un contexto distinto. En su innovador trabajo, la autora logra mostrar que las emociones no solo tienen género, sino que, más allá de definirse como masculinas o femeninas, sirven también para discriminar unas masculinidades de otras: las formas civilizadas y educadas de ser hombre frente a las consideradas bárbaras y excesivas. El marroquí representó, en este sentido, la virilidad despreciable de la que el hombre español debía huir.
Un segundo hilo que recorre el libro Ser hombre es la idea de que los nuevos modelos de género normativos que van generando los distintos procesos históricos no hacen desaparecer los hasta entonces dominantes, sino que unos y otros conviven, a veces en armonía, otras veces en abierto conflicto. El capítulo de Bakarne Altonaga, titulado «Hombres mansos y devotos. La masculinidad ultracatólica durante la crisis del Antiguo Régimen en el País Vasco», es un sofisticado análisis de la difícil convivencia de modelos masculinos ilustrados y liberales con otros reaccionarios y ultracatólicos en este contexto. El estudio nos acerca a las tensiones inherentes a una masculinidad rigorista católica que, desde la defensa implacable de la jerarquía patriarcal, debía incorporar también la mansedumbre y contención cristianas a la experiencia viril. La autora plantea asimismo que el discurso eclesiástico más severo siguió proporcionando, hasta bien entrado el siglo xix, un marco operativo para la experiencia de la masculinidad. Por otro lado, el capítulo de Miguel Martorell, titulado «Camelot en 1900: el código del honor y el ideal del perfecto caballero», ejecuta con éxito la difícil tarea de evaluar los elementos de continuidad y ruptura en la masculinidad normativa española de la época a través de los lances entre caballeros. El duelo y el código de honor asociado a esta práctica elitista son analizados aquí como una mezcla de tradición e innovación capaz de delimitar con precisión las fronteras de clase y de género. En este complejo y sugerente análisis, cobra asimismo protagonismo el valor de la civilización frente al gobierno de las emociones y los instintos a la hora de definir el «perfecto caballero».
La pervivencia de viejos ideales de masculinidad en nuevos contextos no es sinónimo de inmovilismo. Al contrario, los tiempos cambian también cuando hablamos de virilidad y, como bien señala Martorell a propósito de los duelos, lo que en un momento fue motivo suficiente para arriesgar la vida, con el tiempo sería considerado superfluo o ridículo. La formación de las nuevas clases sociales fue cómplice de cambios profundos en las masculinidades. Aunque la dimensión de clase está siempre presente, el libro recoge tres estudios que privilegian esta perspectiva. Por un lado, Darina Martykánová y Víctor M. Núñez-García muestran cómo unas nuevas élites profesionales imprimieron su sello en la masculinidad liberal. En el capítulo «Sacerdotes en el mercado, héroes del progreso: los médicos e ingenieros y las transformaciones de la masculinidad liberal (1820-1900)», apreciamos la complejidad de unos modelos masculinos en los que, durante buena parte del siglo xix, el monopolio de la razón no estuvo reñido con una gestión conveniente de las pasiones y los sentimientos, al menos en la medida en que aquellos caballeros honorables parecieron perseguir el bien común. De hecho, se plantea con audacia, no sería hasta la Restauración cuando los acentos cambian en pro de la austeridad emocional masculina. Por su parte, Jesús de Felipe, en «Los tres hombres. La génesis histórica de los sujetos trabajadores varones en el movimiento obrero español (1830-1870)», nos traslada al análisis de la masculinidad obrera. La principal virtud de este novedoso capítulo es, en mi opinión, el desafío del autor a visiones excesivamente generales de la masculinidad de clase trabajadora, visiones que pierden especificidad histórica en favor de figuras e ideas tan laxas como la del cabeza de familia. De Felipe se adentra en experiencias concretas de la masculinidad en relación con el trabajo y la familia durante las décadas centrales del siglo xix, aportando matices relacionados con el dominio excluyente del mundo del trabajo no doméstico y visiones distintas de la diferencia sexual e incluso de la propia naturaleza humana.
Violeta Ruiz realiza una interesante aproximación a las masculinidades normativas construidas en torno a las prácticas profesionales y sus límites. En su trabajo titulado «“Un recurso moral para vencer la enfermedad que he padecido”: honor, neurastenia y subjetividad en las memorias de Justo María Zavala», la autora nos acerca a la historia de un hombre de ciencia al servicio del Estado. Justo María Zavala compartía los valores analizados por Darina Martykànovà y Víctor M. Núñez García Ruiz en su capítulo sobre los médicos e ingenieros, en particular la defensa de una reputación basada en su contribución al bien común y al progreso de la nación, sin por ello abandonar una masculinidad romántica apoyada en una intensa experiencia emocional. Lo más interesante de este capítulo es, precisamente, cómo la propia construcción del personaje como un héroe romántico —a través del autodiagnóstico de neurastenia— le permitió preservar su honor masculino frente a la corrupción e inmoralidad de las que se había sentido víctima.
Los discursos médicos son también protagonistas en el trabajo de Javier Martínez Dos Santos titulado «Hombres al borde de un ataque de nervios: los diagnósticos de la hipocondría y la histeria masculina c.1800-c.1850». De nuevo, las emociones se sitúan en el centro del análisis del género y de la diferencia sexual. El estudio de categorías diagnósticas y tipologías médicas permite apreciar el peso variable del género —y del rango social— en su construcción. Así, Martínez Dos Santos analiza la invención, en los discursos médicos, del carácter natural de la sensibilidad femenina, a la vez que la emocionalidad masculina dejaba de definirse frente a la animalidad para dotarse de sentido frente a la feminidad. El análisis nos vuelve a mostrar que la aparición de nuevas visiones de género —en este caso con respecto al binomio razón-emoción— no logró desplazar definitivamente percepciones de la diferencia sexual que pervivirán, recreadas, en nuevos contextos.
Los denominados saberes expertos reciben así la necesaria atención en este volumen preocupado por las jerarquías de los géneros y entre masculinidades. A partir de esta preocupación, Marie Walin, en su capítulo titulado «La impotencia, el engaño y la tentación del demonio. Representaciones del hombre impotente a principios del siglo xix», analiza la figura del hombre impotente y su significado. En el retrato social de este contramodelo destaca su incapacidad para ser padre de familia y actuar en el ámbito público con autoridad e independencia. Su retrato moral, sorprendentemente denigrante, nos remite a imágenes de abuso y engaño, hipocresía y ausencia de valores. La acusación de «fealdad moral» del hombre impotente y su plasmación en el discurso médico permiten a la autora realizar una interesante evaluación del peso del pensamiento biologicista y religioso en las visiones del género, el cuerpo y la sexualidad en aquel particular contexto.
Junto a la del hombre impotente, la figura del «desflorador» habitó también en los márgenes de la masculinidad normativa decimonónica. El historiador Jordi Luengo López, en su capítulo titulado «Amantes incompletos de vaga masculinidad. Cotejo comparativo de “desfloradores profesionales” en la burguesía francesa y española de finales del siglo xix», nos invita a visitar un espacio ambiguo de la masculinidad, un terreno en el que el acto más genuinamente viril resulta a la vez feminizante. El desflorador se apartaba de la masculinidad normativa, tanto por su identidad poco definida, de amante incompleto, como por su estatus de usurpador con respecto a otros hombres. Este original estudio nos permite reflexionar también sobre la centralidad de la idea de la virginidad en las mujeres antes del matrimonio, en un mundo en el que la violencia, el engaño, el cortejo y los escarceos sexuales de mutuo acuerdo hacían de la feminidad un campo de batalla de alto riesgo para ellas.
Ser hombre es un libro innovador para la historiografía de la España decimonónica. Durante años hemos venido afirmando que no es posible explicar la historia del siglo xix al margen de las mujeres y hoy podemos decir que esta idea goza de cierta legitimidad académica. Pero debemos recordar que ni la historia de las mujeres es un anexo de la historia ni la historia de género es solo historia de las mujeres. La lectura de este libro nos invita a pensar que los hombres no son ajenos a las relaciones de género y que ese enfoque pone de relieve dimensiones del pasado que, de otro modo, permanecerían ocultas. Ser hombre nos ofrece una visión más compleja y rigorosa del siglo xix, un relato que nos obliga a repensar procesos históricos clave de la España contemporánea.