Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida (…). Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
En estos versos de Eduardo Galeano anida Francisco Leira su libro sobre historias menudas de la guerra. Dedicado a los nadie, a aquellos a quienes la historia parece haber olvidado, el autor desmenuza a lo largo de once capítulos diez historias de personas corrientes y un epílogo de preguntas por resolver. Enlaza así con una activa tradición historiográfica que desde la mirada de la microhistoria se acerca a lo que E. P. Thompson llamaba las gentes del común. Un enfoque que rescata la «grandeza histórica de cada persona», como escribió Sisinio Pérez Garzón. Porque la historia, ese «proceso de cambio constante»,[1] se construye con las relaciones, sentimientos, problemas, decisiones, aciertos, errores, alegrías y sufrimientos que sumas y sumas de personas van tejiendo a fuerza de vivir. Y en esa suma, los nadies que parecen diluirse toman forma cuando reciben nombre, cuando escuchamos lo que tienen que contar. Y ya no son nadies, sino personas concretas de carne y hueso que nos recuerdan que todas cuentan.
Con exquisita delicadeza, detalle minucioso y cuidado respeto, Leira recorre las tres primeras décadas de los años xx para contarnos la guerra desde abajo. Una guerra que ya había humanizado en el libro Soldados de Franco, adaptación de su tesis, dedicada a los voluntarios del bando rebelde, en la que nos contaba los grises de un conflicto que no escondía tras una épica pomposa, falsa y siempre parcial, sino que mostraba sencilla, desnuda y descarnada. En esta nueva aportación a la historia sociocultural de la guerra civil, corriente en boga, el historiador mantiene el tono, pero amplía el foco. Y sigue hablando de militares, un soldado raso y dos capitanes, pero también de civiles. De mujeres y hombres implicados en política y ajenos a ella. Clérigos, brigadas internacionales, fascistas y antifascistas, una alcaldesa, una artista anarquista, una miliciana… Y con sus historias nos aproxima la complejidad de la sociedad que retrata. Son retazos, retratos impresionistas que no lo cuentan todo. Que asumen con humildad la evidencia de que no podemos contarlo todo, conocerlo todo, comprenderlo todo. Pero que con sus pinceladas nos dejan claro que el cuadro no cabe en relatos simplistas ni en los mitos dicotómicos que, a pesar de haber sido refutados por la historiografía hace décadas ya, siguen resonando cual mantras de lectura plana de todo o nada que solo ven en el pasado una oportunidad para reforzar movimientos del presente.
En el epílogo que cierra este volumen, Leira despliega una colección de «preguntas e incertezas» que desde su falta de rotundidad nos ayudan a entender mejor los objetivos de su libro. ¿Por qué merece la pena recuperar los nombres y las historias del pasado, de personas anónimas o al menos hoy olvidadas? Porque, aunque el pasado no deja de ser un lugar extraño al que nunca podremos viajar del todo, recorrer sus matices, las contradicciones que revolucionan las afirmaciones más tajantes… nos ayuda a captar su atmósfera, a comprender mejor aquello que nos resulta lejano, a los horrores que no entendemos. Pero comprender no es justificar, sino conocer mejor. Y conocer mejor nuestro pasado nos ayuda a entender mejor el presente, a construir una historia mejor.
Entre todas sus preguntas, el autor no duda en tomar partido, huyendo de falsas equidistancias. Pero lo hace sin juzgar. Porque su papel no es repartir etiquetas de buenos y malos, de víctimas y verdugos. Y, al mismo tiempo, la amabilidad de la mirada no está reñida con la capacidad de distinguir lo que está mal de lo que está bien. Con las historias que rescata, Leira aboga por dar una vuelta de tuerca a los debates sobre memoria democrática y más que lugares de memoria, aboga por la recuperación de las historias familiares. Un inmenso patrimonio cultural que nos aporta referencias a las que aferrarnos para no perdernos en el viaje. Apuesta así por ceder el protagonismo a un concepto que va ganando terreno: el de la historia pública. Y lo hace compartiendo historias familiares que insertan su contexto personal en las raíces de esa realidad sociopolítica compleja, cargada de matices que desafían a toda certeza simplista. Una exposición que lo enlaza con las historias que desgrana en los capítulos previos. Y en la suma de sus historias y las historias de otras personas, de otras familias, asienta su tesis y su principal certeza. Que las sociedades necesitan enfrentarse a su pasado para asumirlo y superarlo. Que barrer bajo la alfombra no borra los traumas ni ofrece certezas que sirvan de cimiento para un presente sano. Y que en ese inmenso patrimonio cultural que habita en cada casa, en cada familia, están las herramientas para trabajar en una sociedad actual sólida que huya de las tentaciones de batallar en el pasado las peleas de una actualidad mezquina.
Porque cada nombre y cada historia con sus grises llena la paleta del presente de colores para pintar mejores historias. Porque no hay nadies y todos importan.