RESUMEN
La nueva «supermayoría» de jueces conservadores de la Corte Suprema norteamericana ha adoptado, desde el año 2020, un nuevo estándar de constitucionalidad, el «tradicionalismo», y con él ha derogado la protección del derecho al aborto vigente para las mujeres estadounidenses durante medio siglo; ha aminorado la posibilidad de restricción del uso de armas de fuego; ha limitado la capacidad de las agencias gubernamentales para proteger la salud, la seguridad públicas y detener el cambio climático, y ha declarado inconstitucionales las medidas de discriminación positiva tradicionalmente empleadas por las universidades estadounidenses para garantizar la igualdad por motivos de raza. Esta regresión en materia derechos fundamentales trae causa de la aplicación del test de la «historia y tradición». Al análisis de este y de las consecuencias y riesgos de su aplicación se dedica el presente artículo.
Palabras clave: Corte Suprema estadounidense; interpretación constitucional; derechos fundamentales; originalismo; teoría evolutiva; tradicionalismo; activismo judicial; self-restrain; control de constitucionalidad; derechos de las minorías.
ABSTRACT
The new “super-majority” of conservative judges of the North American Supreme Court has adopted, since 2020, a new standard of constitutionality, “traditionalism”, and with it has repealed the protection of the right to abortion in force for American women during half a century; has reduced the possibility of restricting the use of firearms; has limited the ability of government agencies to protect public health, safety, and stop climate change; and has declared unconstitutional the affirmative action measures traditionally used by American universities to ensure equality based on race. This regression in terms of fundamental rights is caused by the application of the “history and tradition” test. This article is dedicated to the analysis of this and the consequences and risks of its application.
Keywords: United States Supreme Court; constitutional interpretation; Fundamental rights; originalism; evolutionary theory; traditionalism; judicial activism; self-control; constitutionality control; minority rights.
«Cuando el texto de la Constitución no nos dice la respuesta normalmente miramos a la historia. Puede que no nos guste, pero, a menos que simplemente nos lo inventemos, no sé dónde más vamos a buscar». Estas son las palabras del juez Brett Kavanaugh pronunciadas durante la audiencia del caso que en estos momentos se tramita ante la Corte Suprema de Estados Unidos, Erlinger v. U.S. Este tribunal, que desde finales de 2020 cuenta con una «supermayoría» de seis a tres jueces conservadores, ha adoptado el estándar de la «historia y tradición» en recientes fallos históricos que anulan el derecho al aborto, limitan las restricciones imponibles al uso de las armas de fuego, y se posicionan a favor de la religión, entre otras cuestiones. Con dicha doctrina la Corte Suprema estadounidense está echando por tierra derechos y cambios sociales alcanzados durante décadas.
Desde que la histórica opinion del juez Marshall diera el pistoletazo de salida al modelo de control constitucional difuso en Marbury vs. Madison, de 1803[1], el debate acerca de cómo deben interpretarse la Constitución estadounidense y sus enmiendas dista mucho de ser pacífico y de estar concluido: ¿ es la Constitución solo lo que en ella está escrito?, ¿es la intención de sus redactores?, ¿es el consenso político de la época de su promulgación?, o ¿ es lo que la sociedad espera de ella en el momento histórico presente? Se trata, en definitiva, de una disputa entre permanencia y cambio que engloba la trascendental cuestión de si los jueces contemporáneos tienen competencia para «actualizar» el texto constitucional o si, en cambio, esta es una tarea que solo compete al pueblo y, por ende, a sus representantes.
Los dos principales métodos de interpretación constitucional en el sistema jurídico norteamericano son el living constitucionalism (Constitución viva) y originalism (originalismo). Mientras los constitucionalistas vivos tratan la Constitución como un «organismo» capaz de crecer y acomodarse al medio en que surte efecto, los originalistas entienden el texto constitucional como un documento completo en sí mismo que no permite ninguna adaptación o cambio más allá del proceso de enmienda previsto por su art. 5 (Solum, 2019: 1282).
Para los partidarios de la Constitución viva, el texto constitucional no es un documento estático, sino, en los términos de la jurisprudencia constitucional canadiense, un «árbol vivo capaz de crecer y de expandirse dentro de sus límites naturales»[2]. De forma que, sin desconocer los principios históricos previstos por los padres fundadores, la Constitución puede acoger nuevas y evolutivas interpretaciones para que el texto se adapte, en ausencia de revisiones constitucionales formales, a los cambios que se están produciendo en la sociedad. Por lo que el juez constitucional no es solo el guardián de las esencias constitucionales, sino un actor fundamental —aprovechando al máximo las potencialidades hermenéuticas del texto— en la adaptación e innovación dinámica de las disposiciones constitucionales cuando el legislador ordinario no se ha mostrado capaz de percibir las transformaciones sociales. Por el contrario, según la teoría originalista, la Constitución, al recoger los valores esenciales de la nación instaurados por los padres fundadores —Framers—, no debe cambiar salvo por enmiendas de tipo formal, pues son las ideas y formas de ver el mundo en 1787 las que tienen valor jurídico y en las que se consigna la legitimidad democrática del texto fundacional.
El presente estudio tiene por finalidad desentrañar el alcance y los riesgos del estándar interpretativo aplicado por la actual Corte en materia de derechos y libertades. No sin antes analizar aquellos que le preceden, pues el tradicionalismo actual parece ser una nueva y, si acaso, la más arbitraria versión del originalismo.
«La tierra pertenece a los vivos», escribió Thomas Jefferson en una carta dirigida a James Madison desde París, donde era embajador de Estados Unidos, el 6 de septiembre de 1789, y, por tanto, continuaba, no debía «emplearse la Constitución como un instrumento para hacer prevalecer la voluntad de los muertos». Estas palabras demuestran que los redactores del texto constitucional fueron visionarios al entender que la aplicación de los principios que ellos mismos establecieron evolucionaría necesariamente con el tiempo. En consecuencia, se esforzaron por «establecer los principios fundamentales que sostendrían y guiarían a la nueva nación hacia una futuro incierto, y no fueron, como implica el relato originalista, tan miopes como para sólo abordar los desafíos específicos que enfrentaba la nación durante sus vidas» (Stone y Marshall, 2011: 61). De acuerdo con lo dicho por Powell, la investigación histórica demuestra que «los Framers no pretendían que estuviéramos atados a los entendimientos que regían en su época ni que estos gobernaran la interpretación futura de la Constitución» (2008: 22). Por lo que, paradójicamente, el originalismo resulta ser lo más alejado de la intención original de sus redactores (Jefferson, 1984: 31)[3].
En el ámbito jurisprudencial, el presidente del Tribunal Supremo, el juez John Marshall, declaró en McCulloch v. Maryland, de 1819, que «nunca debemos olvidar que la Constitución está destinada a perdurar durante siglos y, en consecuencia, a adaptarse a las diversas crisis de la vida humana»[4]. Y, un siglo después, el juez Holmes, que dictó la opinión mayoritaria de Missouri v. Holland, de 1920, sostuvo que «cuando se trata de palabras que son también un acto constitutivo, como la Constitución de los Estados Unidos, debemos darnos cuenta de que han dado vida a un ser cuyo desarrollo no podría haber sido previsto completamente por el más talentoso de sus engendradores»[5].
Concebir la Constitución como cambiante o viva presupone que los textos constitucionales encierran un significado indeterminado susceptible de ser expandido mediante la interpretación. En palabras del juez Brennan de la Corte Suprema en su artículo «The Constitution of the United States: Contemporary Ratification», «la Constitución es vaga, su texto es amplio y las limitaciones de sus disposiciones no están claramente marcadas, lo que genera la necesidad de interpretación. Esta interpretación no es un asunto privado; la interpretación no puede ser un refugio para la reflexión moral privada. Más bien, la interpretación es inevitablemente pública» (1986: 32). De este modo, según el parecer del juez de la era Warren, la interpretación constitucional no podía basarse en sus preferencias políticas personales ni en las de sus compañeros jueces de la Corte Suprema, pero tampoco en las preferencias personales de fundadores desaparecidos desde hacía mucho tiempo.
Pero si hay un área en que la labor innovadora de la justicia constitucional es especialmente propicia es el ámbito de los derechos fundamentales, pues, en el catálogo de estos, predominan los valores y principios. Por ello, Stone y Marshall sugieren que los redactores utilizaron deliberadamente un lenguaje amplio como «libertad de expresión», «debido proceso legal» o «igual protección de las leyes» para encomendar a «las generaciones futuras la responsabilidad de aprovechar su inteligencia, juicio y experiencia para dar significado concreto a estos amplios principios con el tiempo». Según dichos autores, el primer componente del constitucionalismo progresista es, entonces, «que los principios consagrados en la Constitución no se modifican con el tiempo. Pero su aplicación debe evolucionar a medida que la sociedad cambia y que la experiencia informa nuestra comprensión» (2011: 63).
Además, a diferencia de lo que suele ocurrir con los textos constitucionales europeos, el americano contiene una cláusula expresa de apertura, la de la novena enmienda: «The enumeration in the Constitution of certain rights shall not be construed to deny or disparage others retained by the people». Y, a este respecto, Reich, profesor de Yale, sostuvo en su influyente artículo «Mr. Justice Black and the Living Constitution», de 1963, lo siguiente:
[…] en una sociedad dinámica, la Declaración de Derechos debe seguir cambiando en su aplicación o perder incluso su significado original. No existe tal cosa como una disposición constitucional con un significado estático. Si se mantiene igual mientras cambian otras disposiciones de la Constitución y la propia sociedad cambia, la disposición se atrofiará. De hecho, eso es lo que ha ocurrido con algunas de las garantías de la Declaración de Derechos. Una disposición constitucional solo puede mantener su integridad si avanza en la misma dirección y al mismo ritmo que el resto de la sociedad. En las constituciones, la constancia exige un cambio (1963: 675).
Sin duda, el período en que la teoría de la Constitución viviente alcanzó su punto álgido fue el tiempo en que la Corte Suprema fue presidida por el juez Earl Warren (1953-1969). El siglo xx había comenzado con una Corte Suprema más preocupada por la protección de la propiedad que por la protección de la persona. La filosofía del laissez-faire, que se había apoderado firmemente de la Corte a finales del siglo xix, todavía tenía fuerza en los años treinta, asolados por la Gran Depresión. Pero se dio entonces un giro interpretativo sin precedentes en la historia constitucional de Estados Unidos. Durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado se produjo, en palabras de Dworkin, una auténtica «revolución de los derechos» (1985: 26).
Durante la era Warren la Corte Suprema norteamericana dictó importantes fallos destinados a reconocer y tutelar los derechos civiles de un modo que no lo había hecho hasta entonces en materias de igualdad racial, protección de las minorías, derechos en el ámbito procesal penal, privacy, libertad de expresión y asociación, entre otras[6]. El fallo más importante de este período fue el decisivo Brown v. Board of Education of Topeka, de 1954[7], que prohibió la segregación racial en el ámbito escolar a partir de una lectura de la decimocuarta enmienda que en nada podría parecerse al sentir mayoritario de la sociedad en el siglo xviii. Si bien dicha enmienda había puesto fin a la práctica generalizada de la esclavitud, la segregación racial seguía dándose en escuelas, instalaciones públicas, restaurantes, tiendas, autobuses, etc. La doctrina «separados, pero iguales», declarada constitucional por la Corte Suprema en Plessy v. Ferguson, de 1896[8], discriminaba inherente y sistemáticamente a las personas negras. En Board, el juez Warren, en nombre de la mayoría, sostuvo:
Al abordar este problema, no podemos poner el reloj en 1868 cuando la enmienda fue adoptada o incluso en 1896 cuando Plessy v. Ferguson fue escrita. Debemos considerar la educación pública a la luz de su pleno desarrollo y su presente lugar en la vida americana a lo largo de la nación. Sólo de esta forma puede ser determinado si la segregación en las escuelas públicas priva a los demandantes de la igual protección de las leyes.
La esencia de Brown es la afirmación de que los valores morales de la sociedad estadounidense habían cambiado desde Plessy.
Además de combatir la eliminación de la discriminación racial mediante la aplicación de la Equal Protection Clause, la Corte Warren procedió a la expansión del catálogo de derechos fundamentales a través de una serie de sentencias en las que gran parte de las tutelas del Bill of Rights fueron incorporadas en la cláusula del debido proceso de la decimocuarta enmienda de la Constitución. Así, interpretó que el debido proceso legal (due process clause) recogido en la Constitución no se limitaba a una mera garantía procesal de la tutela judicial efectiva, sino que englobaba garantías materiales o sustantivas (substantive due process) en las que tendrían su encaje una serie de derechos no explícitamente mencionados en el texto constitucional. Esta concepción no solo permitió a la Corte Suprema la ampliación de los derechos previstos, sino también derivar de la Constitución nuevos derechos no escritos en ella.
A través de «The Penumbras of Rights theory», el juez William Douglas afirmó que «ciertas garantías constitucionales tienen penumbras que están formadas por emanaciones de dichas garantías que ayudan a darles vida y sustancia». Teoría según la cual cabe extraer derechos no expresamente codificados de las «zonas de penumbra» de otros que sí lo están. En el caso N.A.A.C.P. v. Alabama ex. rel. Patterson, de 1958[9], la Corte reconoció a los estadounidenses el derecho a asociarse en la búsqueda de fines legítimos sin temor al acoso gubernamental —derivado de la libertad de expresión de la primera enmienda—. Y en Griswold v. Connecticut, de 1965[10], declaró inconstitucional una ley que penalizaba el uso de métodos anticonceptivos sobre la base de la cláusula del debido proceso por entrar en conflicto con la privacy, entendida como derecho que garantiza la plena protección de la autodeterminación individual.
El derecho a la intimidad, aunque no resultaba expresamente codificado en la Declaración de Derechos, debía ser identificado en las «penumbras» de la primera enmienda, que salvaguarda al individuo frente a cualquier obligación estatal de revelar la pertenencia a un grupo u organización; de la cuarta enmienda, frente a los registros y las requisas arbitrarias (unreasonable searches and seizures), que limita la intrusión del Gobierno en las personas, domicilios, documentos y efectos personales, incluyéndose no solo los supuestos de invasión material (physical trespass), sino también de vigilancia electrónica; de la quinta enmienda, que protege frente a la incriminación contra uno mismo y la obligación de revelar información personal, y de la novena enmienda, que protege los derechos que no son expresamente enumerados en la Constitución. Por ello, ni Connecticut ni ningún otro estado podían castigar a personas casadas por usar anticonceptivos en la privacidad de la relación matrimonial, ni podía oponerse a los matrimonios interraciales —Loving v. Virginia, de 1967—[11].
Otro de los criterios interpretativos del método evolutivo de la Corte Warren es el llamado evolving standard of decency test. Según el juez Brennan, «la Constitución y sus enmiendas albergan un sistema de valores presidido por la dignidad y, a medida que adaptamos nuestras instituciones a las condiciones siempre cambiantes de la vida nacional e internacional, esos ideales de dignidad humana, libertad y justicia para todos los individuos seguirán inspirándonos y guiándonos porque están arraigados en nuestra Constitución». Dicho estándar fue aplicado en asuntos como Trop v. Dulls, de 1958[12], relativo a la octava enmienda de la Constitución, que prohíbe las penas crueles y fuera de uso. El caso cuestionaba su vulneración por la pena de expatriación impuesta a un desertor de guerra. Ante lo que la Corte declaró que la octava enmienda «debe extraer su significado de la evolución de los estándares de decencia que marcan el progreso de una sociedad en proceso de maduración». Para lo cual examinó: a) la naturaleza del derecho sustraído (el apátrida pierde todos sus derechos como ciudadano); b) la existencia de dicha pena en las «naciones civilizadas» circundantes (llegando a la conclusión de que dicho castigo está en desuso), y c) la tendencia a sustituir dicho tipo de castigo por otro menos severo y, por ende, menos lesivo de la dignidad humana (Tobin, 2022: 221). Llegando a la conclusión de que, efectivamente, la expatriación era contraria a las exigencias de la octava enmienda constitucional.
La Corte Warren fue claramente activista en la revisión judicial de las disposiciones legislativas o gubernativas cuando se trataba de proteger los derechos de las minorías, así prohibió la segregación racial en las escuelas (Brown v. Board of Education), invalidó las leyes que prohibían el matrimonio interracial (Loving v. Virginia), prohibió la oración escolar (Engel v. Vitale)[13], aseguró a todas las personas acusadas de delitos el derecho a asistencia letrada efectiva (Gideon v. Wainwright)[14], reconoció «una persona, un voto» (Reynolds v. Sims)[15], limitó la capacidad de los funcionarios públicos de utilizar acciones por difamación para silenciar a sus críticos (New York Times v. Sullivan)[16], dio efecto a la prohibición de la autoincriminación forzada (Miranda v. Arizona)[17], y garantizó una audiencia antes de que se pudiese poner fin a los beneficios sociales de un individuo (Goldberg v. Kelly)[18], entre otras medidas. Todos estos casos son clara evidencia de cómo la Corte respondió con cambios en el significado del principio de igualdad provocados por el cambio social. Piénsese que en el momento de la formulación de la decimocuarta enmienda, por ejemplo, el derecho a votar estaba limitado por numerosos criterios, como la raza, el género, la edad y la propiedad, incluso una parte importante de la población masculina blanca no podía votar. Además, cada una de estas decisiones refleja claramente la finalidad última de la garantía jurisdiccional de la supremacía constitucional: proteger a las minorías frente los peligros del abuso mayoritario.
Los defensores del originalismo acusan a la interpretación evolutiva de concebir con cierta ligereza el derecho constitucional, al considerarlo una estructura normativa demasiado permeable. Para ellos, una Constitución que abandona su papel original de faro seguro para abrir horizontes de contornos indefinidos, y, por tanto, desorientadores, deja de ser tal. Ackerman (2007) contesta a dichas objeciones apelando a los superprecedentes judiciales que, según el profesor, fijan puntos en la tradición constitucional, haciendo estos las veces de enmiendas formales. En la misma línea, Strauss (2011) entiende que la Constitución viva de Estados Unidos es una constitución de derecho consuetudinario, en el sentido de que el principal mecanismo de cambio es la evolución a través del desarrollo de los precedentes.
Durante el Gobierno de Ronald Reagan se creó la Federalist Society for Law and Public Policy Studies (1982), que integró a juristas conservadores como Edwin Meese, Robert Bork o Antonin Scalia. El objetivo de dicha sociedad era formar a juristas que desafiasen la impronta progresista de la Corte Warren y su expansión de los derechos civiles en la década de los sesenta, además de desafiar la ideología liberal o de izquierda dentro de las facultades de Derecho y universidades de élite estadounidenses, controlar el poder federal, proteger la libertad individual e interpretar la Constitución según su significado original. En un discurso ante la American Bar Association —Asociación de Abogados de Estados Unidos— en 1985, el entonces fiscal general, Edwin Meese, advirtió contra un retorno al igualitarismo radical y al libertarismo civil expansivo de la Corte Warren, argumentando que supondría una amenaza a la noción de gobierno limitado. Meese instó a la Corte a que pronunciara una jurisprudencia seriamente dirigida a la explicación de la intención original y prometió que su oficina se esforzaría por resucitar el significado original de las disposiciones constitucionales como única guía confiable para el juicio (1985: 2). Desde su creación, la plataforma republicana declaró que «trabajaría para el nombramiento de jueces en todos los niveles del poder judicial que respeten los valores familiares tradicionales y la santidad de la vida humana inocente» (Peters y Woolly, 1980)[19], y de ella proceden la mayor parte de los jueces conservadores que han integrado la Corte Suprema desde entonces.
Como es sabido, la objeción democrática al control de constitucionalidad de la ley —Judicial Review— es uno de los asuntos que más ríos de tinta ha desatado entre los analistas del sistema constitucional norteamericano. La «dificultad contramayoritaria» de Bickel (1986: 16) solo puede ser superada, según los jueces y analistas originalistas, si la intención original que animó a los constituyentes es vinculante a la hora de interpretar la Constitución. Por lo que el originalismo es un movimiento teórico y práctico que, por un lado, propone un método interpretativo que permita garantizar la autorrestricción del Poder Judicial, y, por otro, otorga preponderancia a las decisiones de las mayorías legislativas sobre las interpretaciones del texto constitucional que pudieran desplegar los jueces. El originalismo defiende que la Constitución tiene un significado invariable que no cambia con el paso del tiempo, por lo que el proceso de interpretación constitucional consiste en la búsqueda de su significado original, el cual opera como autoridad vinculante para el Poder Judicial, evitando su discrecionalidad (Solum y Barnett, 2023: 18).
En su libro de 1997 Government and Judiciary: The Transformation of the Fourteenth Amendment, el profesor Berger criticó la revisión continua de la Constitución por parte de la Corte Suprema bajo el pretexto de la interpretación. Con un argumento que vaticinaba el desarrollo de la interpretación originalista, Berger argumentó que el papel de la Corte debería limitarse a «vigilar los límites trazados en la Constitución» y que «las intenciones originales de los redactores eran vinculantes para la Corte» (p. 464). Más recientemente, voces como la del profesor Solum, una de las principales figuras del movimiento originalista académico, reitera que para el originalismo el compromiso fundamental con el texto constitucional es esencial para el Estado de derecho. Y alega que, «si el texto constitucional no vincula a la Corte Suprema, entonces los jueces equivalen a una superlegislatura o a una convención constitucional perpetua. Un comité de nueve jueces no electos tiene el poder de reformar nuestra Constitución como mejor les parezca». Concluyendo que, «si debemos elegir entre el originalismo y un texto constitucional que haya sido ratificado por los representantes de “Nosotros, el pueblo” y una Constitución viva que sea ratificada por mayoría de votos de un comité de nueve, no hay duda sobre qué Constitución es la más democrática» (2008: 307). En un sentido similar, los profesores de Post y Siegel mantienen que, «al afirmar la autoridad de la Constitución para restringir los actos judiciales ilegítimos por su discrecionalidad, el originalismo impediría un “aventurerismo filosófico” que alteraría el color y la forma de la Constitución en cada época. El originalismo preservaría así la Constitución de la corrupción de preocupaciones contemporáneas que expresan simplemente las opiniones políticas transitorias de jueces» (2006: 554).
El primer originalismo de los años ochenta es el que Luciano Laise ha llamado «originalismo de intenciones originales» (2015a: 199), también llamado «viejo originalismo», según el cual lo relevante para el desarrollo de la interpretación jurídica son las intenciones de las personas que redactaron el texto constitucional. El malogrado juez Bork, uno de los representantes paradigmáticos del originalismo intencionalista, sostuvo que interpretar el lenguaje de la Constitución a la luz de las intenciones de los constituyentes es la única manera en que la Constitución puede traducirse en derecho vigente, siendo dichas intenciones las únicas que deben guiar a los intérpretes constitucionales actuales frente a la resolución de casos reales y concretos. En los primeros años de su andadura, el originalismo tenía a su favor, además, que apelaba a la veneración sentimental de la generación fundadora, que reunía cierta dosis de misticismo y que ofrecía una promesa de precisión y certeza (LaFayette, 1968: 66)[20].
Ante las dificultades para determinar cuál era la intención de los Framers, a partir del año 2000 surge con fuerza en la teoría y en la práctica constitucional el llamado «originalismo del significado público original» o «nuevo originalismo». Caracterizado por centrarse en buscar la comprensión pública original del documento y no las intenciones semánticas de los constituyentes, atiende al uso lingüístico de la época en que fue adoptada la Constitución. Se trata de una suerte de «textualismo» que trata de desentrañar qué significaban las palabras de la Constitución en el momento en que fue redactada y ratificada. Se produce, por tanto, un tránsito del originalismo del original intent al originalismo del original public meaning, y la actividad interpretativa basada en este último se caracteriza por ser eminentemente descriptiva o escasamente normativa (Scalia, 1989: 849).
Como afirman los máximos defensores del originalismo del significado público original —Barnett, Whittington, Solum y Scalia—, esta metodología interpretativa no remite a las intenciones subjetivas, motivaciones o expectativas de los autores o ratificadores de la Constitución para dilucidar el contenido semántico de las disposiciones constitucionales, sino que requiere el esclarecimiento del significado público y original del texto constitucional en la época en que este fue puesto en vigencia (Whittington, 2004: 599). Para Kay, el original intent se refiere a subjective states of mind of individual Framers (1988: 226), por lo que el giro hacia el significado original habría servido para enfatizar que la tarea del intérprete pasa a consistir en buscar la evidencia que ilumine el significado público y original del texto constitucional, en vez del significado intentado por sus autores o ratificadores.
Pero ¿cómo se efectúa la reconstrucción del significado lingüístico original? Según los neooriginalistas, para desentrañar dicho significado hay que discernir lo que un usuario razonable del lenguaje hubiera entendido que significaban las palabras del texto constitucional en la época de su aprobación y/o ratificación. Esto es, los significados ordinarios y convencionales que los usuarios de la lengua inglesa de finales del siglo xviii atribuían a las palabras y frases del texto constitucional estadounidense. Y para ello hay que proceder a la reconstrucción de los hechos lingüísticos a partir de la evidencia histórica disponible que permita conocer las convenciones semánticas de la época (Barnett, 2013: 24). La labor interpretativa podría servirse, para ello, de los debates de las asambleas constituyentes ratificadoras, originarias o reformadoras, pero también de cualquier otro documento histórico que faculte la concreción de lo que los enunciados constitucionales significaban para los usuarios del lenguaje de la época en que la Constitución entró en vigor.
Fuera de la academia y en sede jurisdiccional, tras el fallido nombramiento del ultraconservador y partidario acérrimo del originalismo Robert Bork para el cargo de juez agregado de la Corte Suprema, el presidente Reagan tuvo oportunidad de designar tres de los nueve jueces de la Corte (Sandra O’Connor, Antonin Scalia y Arthur Kennedy) y elevar a la presidencia del tribunal al juez Rehnquist (1986-2005), cuya concepción del papel de la Corte resultaba más acorde con la filosofía política del partido republicano. Aunque el cambio hacia posturas más conservadoras ya había comenzado con la presidencia del juez Warren Burger, designado por el presidente Nixon (1969-1986).
El caso Bush v. Gore del año 2000[21] dejó en evidencia la clara tendencia hacia el conservadurismo de la Corte, lo que provocó algunas alarmas en el seno de la academia. Entre ellas destaca las voces de Blakin y Levinson, que, leídas en el día de hoy, resultan dramáticamente visionarias:
Si los magistrados O’Connor y John Paul Stevens fuesen reemplazados por juristas aceptables para el ala dura de derechas de George W. Bush, es completamente posible que Roe v. Wade sea finalmente revocado. […] Uno puede imaginar una rápida finalización a cualquier grado de protección para los derechos de los homosexuales, así como un incremento de las restricciones en las leyes antidiscriminación estaduales bajo una concepción laxa de la libertad de asociación. La Corte podría muy bien negarse a seguir a la opinión del magistrado Lewis F. Powell en Bakke, y eliminar la diversidad como una justificación para los programas de discriminación positiva. Esto podría efectivamente terminar con discriminación positiva en los programas de admisión a las universidades públicas (2009: 707).
La deriva conservadora de las Cortes Rehnquist y Roberts no supuso, sin embargo, una apuesta decidida por el originalismo como método de interpretación constitucional mayoritario. De hecho, las posturas de los jueces Scalia y Thomas, firmes originalistas, se plasmaron principalmente en opiniones disidentes o concurrentes que obtuvieron poco apoyo entre el resto de los magistrados. Tanto es así que la Corte Rehnquist promulgó el derecho al aborto en 1973 en Roe v. Wade[22], y la Corte Roberts descriminalizó la homosexualidad en Lawrence vs. Texas, de 2003[23]. Hubo que esperar, por tanto, a la decisión en el caso District of Columbia v. Heller, de 2008[24], en la que el juez Scalia obtuvo una ajustada mayoría de la Corte —de cinco a cuatro—, para encontrar una opinión de sesgo enfáticamente originalista en la interpretación de la histórica segunda enmienda de la Constitución de Estados Unidos (1791), en relación con un tema tan conflictivo como lo es el porte de armas de fuego.
Heller fue un terremoto jurisprudencial, pues era la primera vez que la Corte Suprema reconocía el derecho a la posesión de armas, así como la primera decisión originalista importante en la era moderna. El juez Antonin Scalia, en nombre de la mayoría, aplicó en ella una teoría neooriginalista, guiada por el significado original del texto en el momento de su redacción, para interpretar la segunda enmienda constitucional: «In interpreting this text, we are guided by the principle that the constitution was written to be understood by the voters; its words and phrases were used in their normal and ordinary as distinguished from technical meaning».
Como es sabido, el tenor literal de la enmienda dice: «Es necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del Pueblo a poseer y portar armas no será infringido». Scalia afirmó que «cuando los padres fundadores hablan de los derechos del Pueblo se están refiriendo, por la forma en que están redactados todos los demás derechos en la Constitución y los documentos preparatorios de la época, a derechos individuales, no a derechos colectivos». Y se sirvió de la historia inglesa del siglo xvii, de los diccionarios americanos del siglo xviii, de los Comentarios de las Leyes de Inglaterra de sir William Blackstone, de los artículos federalistas y antifederalistas del momento, de los primeros ensayos y tratados políticos estadounidenses, y de las leyes constitucionales estatales adoptadas tanto antes como poco después de la aprobación de la segunda enmienda para afirmar que, en el momento en que fue redactada, la palabra arms se refería a los medios de defensa de la gente común y no a las armas usadas por la milicia o los ejércitos, que más bien estarían representadas por la palabra «armamento» (weapons). Asimismo, afirmó que la expresión bear (portar) hacía referencia a llevar armas de manera individual. De todo ello deriva Scalia que la segunda enmienda de la Constitución comprende, por un lado, un derecho individual a poseer armas de fuego ejercitable en todo tiempo y ocasión, y, por otro, un derecho implícito a la legítima defensa que, si bien no es absoluto, pues pueden existir regulaciones que las prohíban a los convictos, a las personas con enfermedades mentales, etc., no puede ser completamente limitado. Se observa que, como señala Laise, en Heller no habría razones objetivas para optar por los resultados interpretativos que adoptó la Corte Suprema. De hecho, la semántica sobre la cual descansaba el fallo pendía de un acto de decisión voluntarista que estableció que determinadas fuentes históricas eran las únicas que resultaban decisivas para discernir el significado de la segunda enmienda (2015b: 98).
Al presidente George Bush padre se le debe el nombramiento del que quizá sea el juez más conservador que ha tenido la Corte Suprema, Clarence Thomas, y a George Bush hijo, el de Samuel Alito, que sigue fielmente las coordenadas del nuevo originalismo. Ambos concuerdan con el fallecido juez Antonin Scalia cuando afirmó que «ningún juez, en ningún tribunal, que aplique lo que pretende ser un principio del derecho constitucional que anula las actividades de la legislatura o el ejecutivo, apela a nada excepto a la Constitución escrita». A ellos se suman los tres nombramientos realizados por Donald Trump, los jueces Neil M. Gorsuch, Brett M. Kavanaugh y Amy Coney Barrett, que, junto con el presidente John Roberts, configuran una «supermayoría» conservadora (seis jueces frente a tres) que está transformando el derecho constitucional norteamericano. La minoría progresista está conformada por tres juezas, Sonia Sotomayor y Elena Kagan, nominadas por el presidente Barack Obama en 2009 y 2010, respectivamente, y Ketanji Brown Jackson, nominada por Joe Biden en 2022.
En el marco de un claro activismo judicial conservador, la doctrina de la «historia y tradición» está sirviendo de fundamento a la «supermayoría» para imponer concepciones de los derechos fundamentales claramente discrecionales y completamente desconectadas de la realidad social a la que se aplican. A continuación expondré algunos ejemplos.
Como es sabido, con la jubilación del juez Warren en 1969, la Corte Suprema pasó a ser presidida por el juez Warren Burger (1969-1986), nombrado por el presidente Nixon, el cual abandonó el carácter progresista de su antecesora. A pesar de ello, fue la Corte Burger la que pronunció Roe v. Wade, de 1973[25], que, a través de una interpretación constitucional claramente evolutiva, hizo derivar de la privacy el derecho de una mujer embarazada a elegir si quiere o no abortar, sustentado en la decimocuarta enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Más tarde, la conservadora Corte Rehnquist no revertió esta controvertida sentencia. Algo a lo que no se había atrevido tampoco la actual Corte Roberts, que inició su andadura en julio de 2005.
Roe v. Wade había establecido esencialmente que los estados federados no podían alterar la posibilidad de una mujer de acceder al aborto durante el primer trimestre del embarazo, que podían introducir «restricciones sanitarias razonables» durante el segundo trimestre, y que podían prohibirlo durante el tercer trimestre, siempre y cuando incluyeran excepciones para la vida y la salud de la madre. Esta fue modificada por Planned Parenthood v. Casey, en la que se abandonó la división trimestral y se estableció que: a) las mujeres tenían un derecho constitucional al aborto siempre y cuando el feto no fuera viable; b) que, una vez que el feto lo fuera, los estados podían prohibir el aborto siempre y cuando incluyeran excepciones para proteger la vida y la salud de la madre, y c) que los estados tenía un interés legítimo en proteger la vida de la madre y la del feto desde el momento de la concepción, lo que les autorizaba a adoptar medidas para encauzar dicha protección, siempre que no resultaran una «carga indebida» para el derecho de la madre a acceder a un aborto. Por lo que la Corte Suprema reconocía que los estados tienen un interés legítimo en proteger la «vida potencial», pero que este no podía justificar restricción alguna al aborto previo a la viabilidad.
Donald Trump hizo campaña electoral en 2016 con una lista de jueces nominados, seleccionados y examinados por la Sociedad Federalista y prometió que, si llegaba a la presidencia, anularían Roe de inmediato. Y así fue (Baum y Devins, 2017: 4). La actual «supermayoría» conservadora ha acabado con medio siglo de precedentes a través de la sentencia Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization, de 2022. En ella, la Corte Suprema emplea la doctrina de «historia y tradición» como canon de constitucionalidad, acuñando lo que parece ser una nueva y última versión del originalismo: el «tradicionalismo».
En Dobbs es el juez Samuel Alito quien dicta la decisión del Tribunal, acompañado por los jueces Clarence Thomas, Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Barrett. En sus palabras: «[…] la Constitución no menciona el aborto. Y cuando algo no se menciona específicamente en la Constitución, los derechos solo serán protegidos si están profundamente arraigados en la historia y tradición de esta nación e implícitos en el concepto de libertad ordenada». La mayoría del Tribunal considera, en síntesis, que en la Constitución no existe un derecho implícito al aborto que pueda ser localizado en ninguna de las cláusulas constitucionales ni en la sección primera de la decimocuarta enmienda de la Constitución[26]. Pues, aunque dicha cláusula ha sido y puede ser empleada para garantizar ciertos derechos constitucionales no expresamente mencionados en el texto constitucional, el derecho debe estar «profundamente arraigado en la historia y tradición de la nación» e «implícito en el concepto de libertad ordenada», no siendo el caso del aborto.
Para fundamentar tal afirmación, Alito recurre a un tratado jurídico del siglo xiii de Henri de Bracton que consideraba el aborto como un homicidio; cita a tres juristas que vivieron entre los siglos xvi y xviii que consideraban la interrupción voluntaria del embarazo como un asesinato —great crime— y un crimen odioso —heinous misdemeanor—[27], y menciona las leyes estatales que criminalizaban el aborto en las décadas anteriores y posteriores a la ratificación de la decimocuarta enmienda (1868). La selección arbitral de tales documentos le sirve de base para llegar a la conclusión de que el derecho al aborto no se encuentra profundamente enraizado en la historia y las tradiciones estadounidenses[28].
Varios son los argumentos que pueden esgrimirse en contra de Dobbs. En primer lugar, destaca el que tiene que ver con el método de interpretación constitucional empleado por la Corte. Como expuse supra, uno de los principales riesgos del originalismo es el de condenar a las generaciones presentes a concepciones sobre los derechos pertenecientes a siglos pasados. Y esa es precisamente una de las peores consecuencias de Dobbs, que define las libertades de las mujeres del siglo xxi en términos de mediados del siglo xix. La tesis de la «tradición e historia» en que se basa la sentencia tiene como resultado la cristalización de un modelo social que durante mucho tiempo ha marginado a las mujeres a través de la negación de la plenitud de los derechos de ciudadanía. Aplicando esta teoría interpretativa, la Corte Suprema estadounidense prescinde de que, desde el último tercio del siglo xx, las democracias occidentales han ido adoptando modelos de regulación de la interrupción voluntaria del embarazo respetuosos con los derechos e intereses legítimos de aquellas.
En dicho sentido se manifiesta la opinión disidente de los jueces Stephen G. Breyer, Elena Kagan y Sonia Sotomayor, que afirman que hay una razón obvia por la que el aborto no estaba protegido en 1868: «[…] las mujeres no eran vistas como ciudadanas libres e iguales. Carecían de derecho a votar y se les podía prohibir cualquier empleo, incluida la profesión jurídica, porque, como se decía comúnmente, el lugar de la mujer estaba en el hogar. No sorprende que los hombres que adoptaron y ratificaron la decimocuarta enmienda no protegieran explícitamente el aborto. Lo sorprendente es por qué hoy deberíamos estar sujetos a sus puntos de vista». En nombre de una nueva fidelidad al pasado, la Corte Suprema, en palabras de los disidentes, consigna «a las mujeres a una ciudadanía de segunda clase», pues faculta a los estados a aprobar leyes que prevean la prohibición absoluta del aborto, sin excepciones.
Las juezas discrepantes están de acuerdo con el hecho de que en 1868 no existía un derecho al aborto y nadie pensaba en esos instantes que dicho precepto constitucional pudiese servir de base para fundamentarlo desde el punto de vista jurídico. Pero, siguiendo las bases de la doctrina evolutiva, afirman: «[…] el pueblo no ratificó la decimocuarta enmienda, lo hicieron hombres. Por tanto, quizá no sea sorprendente que quienes la aprobaron no estuviesen al tanto de la importancia de los derechos reproductivos para la libertad de las mujeres o su capacidad para participar en condiciones de igualdad como miembros de nuestra nación».
Se observa, por tanto, que esta nueva versión del originalismo, el «tradicionalismo», propugna una visión del derecho constitucional que margina el aporte que quienes no fueron reconocidos como sujetos políticos en el pacto constituyente pueden ofrecer a la actualización del sentido de la Constitución. Dobbs borra de un plumazo los hechos jurídicos, legales y sociales de más de cien años de historia estadounidense con el único fin de justificar la revocación de los precedentes de Roe y Casey.
La segunda de las consecuencias negativas que produce la aplicación de la metodología tradicionalista radica en que favorece la subjetividad de los jueces en la selección del período histórico en que fundamentan sus decisiones, y les permite apartarse de manera arbitraria del precedente constitucional, contraviniendo la doctrina del stare decisis y su fuerza normativa, que, como es sabido, es fundamento del sistema norteamericano del judicial review. Dobbs revoca —overule— los precedentes de Roe y Casey afirmando que se trata de decisiones «atrozmente erróneas» —egregiously wrong— y «excepcionalmente débiles» —exceptionally weak—, pero sin que concurran razones que lo justifiquen. Como es sabido, la Corte Suprema había confirmado Roe v. Wade al menos dieciséis veces desde 1973, por lo que apartarse de su propia doctrina hubiera requerido de la concurrencia de cambios sociales sustanciales que indicasen una alteración del sentir de la opinión pública al respecto, la división entre las cortes de apelaciones u otro tipo de circunstancias que lo justificasen. Pues abandonar el propio precedente no es algo que pueda hacerse sin más, sino que exige de una argumentación suplementaria que lo justifique si se quiere evitar la arbitrariedad (Gascón, 2011: 132).
En este sentido, las juezas discrepantes entienden que tan solo es posible abandonar el precedente cuando se den circunstancias muy concretas y excepcionales, y enuncian tres reglas en las que sí es forzosa la rectificación de doctrinas jurisprudenciales: «[…] cambios en la doctrina legal que minen o hagan obsoleta la decisión anterior; alteraciones fácticas que produzcan el mismo efecto; ausencia de vinculación porque el precedente anterior tenga menos de diez años de antigüedad». En el presente caso, sostienen, no concurre ninguno de esos tres supuestos y afirman que «la mayoría ha dejado sin efecto Roe y Casey por una única razón: porque siempre la ha despreciado y ahora posee los votos para desecharla».
Por último, una de las afirmaciones más decisivas de la sentencia es que «el aborto es un problema moral sobre el cual la población estadounidense tiene opiniones contradictorias», lo que justifica que sean los estados los que legislen al respecto. Cabe señalar que este argumento implica una renuncia por parte de la justicia constitucional a ejercer su función de garante de los derechos fundamentales, pues deja al legislador plena libertad para limitar o prohibir el aborto incluso en las situaciones más extremas. En su insistente invocación de los derechos del «feto», incluido su derecho a una «vida potencial», y su reiterada aceptación de la referencia del estatuto al «ser humano no nacido», la Corte niega cualquier ámbito de indisponibilidad para los estados, permitiéndoles así prohibir el aborto incluso cuando la vida o la salud de las mujeres estén en juego.
La segunda de las sentencias seleccionadas para el presente estudio en que la Corte Suprema estadounidense aplica la doctrina de la «historia y tradición» es New York State Rifle & Pistol Association, Inc. v. Bruen[29]. En ella se enjuiciaba la constitucionalidad de una ley del estado de Nueva York, la llamada ley Sullivan, de 1911, que exigía que los solicitantes de una licencia para llevar armas ocultas en público demostrasen una necesidad especial de autodefensa distinguible de la de la comunidad en general, no siendo suficiente con la preocupación general sobre el crimen ni el hecho de vivir o trabajar en un lugar con tasas altas de criminalidad.
La sentencia Bruen fue redactada por el juez Clarence Thomas, al que se unieron el presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, y los jueces Samuel Alito, Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett. En ella, la Corte ratifica su doctrina sobre la segunda enmienda declarada en el caso District of Columbia vs. Heller (2008), con la particularidad de que al originalismo convencional de esta última se suma la apelación a la historia y la tradición como canon de constitucionalidad.
Thomas dice: «[…] al mantener Heller, sostenemos que cuando el texto claro de la segunda enmienda cubre una conducta individual, se presume que la Constitución protege tal conducta». Y añade que «cualquier restricción que se imponga a tal derecho no puede basarse en la protección de un interés público importante, sino que debe quedar acreditado que la regulación es consistente con la tradición histórica de esta nación en materia de regulación armamentística». Tan solo si una normativa que otorga al Gobierno capacidad para legislar sobre la seguridad de las armas es consistente con este criterio puede un tribunal concluir que la conducta individual de llevar un arma se sitúa extramuros de la segunda enmienda.
Para declarar que una ley con un siglo de vigencia como es la ley Sullivan es contraria a la historia y a la tradición estadounidenses, Thomas se remonta al derecho de autodefensa en la Declaración de Derechos inglesa de 1689, y apela al tiempo de la «Reconstrucción», y a las leyes sobre la pólvora de finales del siglo xviii. Pero, como en Dobbs, la práctica histórica seleccionada es arbitraria, pues: obvia que tres leyes estatales de la época de la redacción de la segunda enmienda prohibían el porte de armas (Virginia, Massachusetts y Tennessee); selecciona y cita algunos casos en que las leyes reguladoras de la tenencia y porte de armas fueron declaradas inconstitucionales y omite otros en sentido contrario, y, por supuesto, obvia que durante gran parte del siglo xx la norma general fue la exigencia de licencias que solo se otorgaban a aquellos con una necesidad específica, como a un guardia de seguridad, o alguien que se enfrentaba a una amenaza violenta en su contra, lo que equivalía, en la práctica, a la prohibición de llevar armas de fuego.
Bruen anula el enfoque de dos pasos que los tribunales de apelaciones han venido empleando durante años para evaluar las reclamaciones de la segunda enmienda, que consiste en, primero, preguntar si la actividad en cuestión está cubierta por la enmienda, y, segundo, evaluar si la seguridad pública pesa más que el derecho individual a llevar armas. A partir de Bruen este test ya no es válido, y el Gobierno solo puede establecer restricciones al acto de llevar armas en público si es posible señalar un análogo histórico específico en los siglos xviii o xix. Se observa cómo, si bien Thomas afirma, como lo hizo Alito, y antes Scalia, que es el único método que garantiza la neutralidad y objetividad en la interpretación de la Constitución, el originalismo, en la práctica, auspicia la selección arbitraria de ejemplos históricos para sostener una decisión completamente subjetiva.
La segunda de las críticas que puede imputarse a Bruen es también similar a las que he realizado a Dobbs. Porque, no entrando a valorar lo discutible que resulta que de la segunda enmienda pueda derivarse un derecho individual a tener y llevar armas de fuego, el «tradicionalismo», como todas las demás versiones del originalismo, prescinde de cuán diferentes puedan ser los problemas generados por la violencia armada en el siglo xxi con respecto a siglos atrás. Este método interpretativo obvia que el tipo de armas actuales tienen un alcance muchísimo mayor, que en los siglos xviii y xix los niños no podían comprar armas de fuego en internet, que no había cuatrocientos millones de armas en circulación, o que la gente vivía en gran medida en entornos rurales que carecían de la densidad de población que hoy convierte a muchos centros urbanos en lugares de violencia armada demasiado frecuente. Con el enfoque de la historia y la tradición, la Corte abandona su doctrina más importante en materia de derechos fundamentales: la de ponderar el interés del Gobierno en evitar el daño social que el uso de armas de fuego produce.
Como último ejemplo citaré el caso Kennedy v. Bremerton School District, de 2022[30], relativo a la cláusula de establecimiento de la primera enmienda[31], donde el juez Gorsuch, en nombre de la «supermayoría», afirma nuevamente que los derechos «deben interpretarse en referencia a prácticas históricas que reflejen fielmente la comprensión de los padres fundadores». Así, se remonta: a) a la tradición de la era revolucionaria de abrir sesiones legislativas con oraciones; b) a las normas del siglo xix que establecían el deber de desarrollar oraciones diarias y lecturas religiosas en público en las escuelas como símbolo de los valores patrióticos y orientación moral para preservar una sociedad unificada y sociedad pacífica, y c) a leyes de cierre dominical, incorporadas del Common Law durante la fundación de Estados Unidos para observar la fe cristiana y facilitar la asistencia a la iglesia. Y declara que, atendiendo a los usos históricos, el Gobierno no puede impedir orar a un entrenador deportivo de instituto público tras la finalización de los partidos de fútbol.
Kennedy prescinde del hecho de que la Corte Suprema consideró que la oración escolar en sí misma violaba la primera enmienda en el histórico caso de Engel contra Vitale, de 1962[32], y de que la doctrina vigente hasta ahora en casos sobre prácticas religiosas es el llamado Lemon test —Lemon contra Kurtzman, de 1971—, según el cual se requiere considerar si una acción gubernamental impugnada tiene un propósito secular, si su efecto promovió o inhibió la religión, y si la acción podría considerarse un respaldo a esta. Y, como señaló la jueza Sotomayor en su voto disidente, la mayoría de la Corte no tuvo en cuenta, además, el poder coercitivo único que los entrenadores tienen sobre los adolescentes.
Pues bien, a partir de ahora, la mayoría conservadora del Tribunal Supremo ha ordenado a los jueces dejar de lado esos análisis de propósito y efecto y decidir el alcance de los derechos constitucionales atendiendo únicamente a prácticas y entendimientos históricos, sin más orientación específica. Parece, por tanto, que estamos ante un método orientado a resultados concretos en que se seleccionan e interpretan subjetivamente prácticas históricas para llegar a una conclusión predeterminada.
El 8 de junio de 1789, el cuarto presidente de Estados Unidos, James Madison, propuso añadir a la Constitución estadounidense una declaración de derechos ante la Cámara de Representantes, recordando a sus colegas que el mayor peligro para la libertad se encontraba en «el poder de la mayoría contra la minoría». Y expresó su posición a favor de la revisión judicial y de tribunales independientes que actuaran como guardianes de los derechos frente a la mayoría gobernante.
El activismo judicial solo tiene cabida constitucional cuando es aplicado, de manera selectiva, a los casos en que las decisiones de los poderes electos ponen en entredicho los derechos fundamentales de los sectores y grupos sociales que gozan de un nivel inferior de participación en la decisión democrática. Fue esta concepción selectiva de la revisión judicial la que informó el activismo judicial de la Corte Warren, no exenta, como he expuesto, de furibundas críticas por parte de los sectores conservadores del poder político, de la judicatura y de la academia. Hoy no se puede negar que nos encontramos ante un activismo sin precedentes dirigido, sin embargo, a la protección de los intereses de las corporaciones, los lobbies provida, los propietarios de armas y de la Asociación Nacional del Rife, los blancos que cuestionan los programas de acción afirmativa, etc. Realidad que no puede explicarse a través de ninguna doctrina de interpretación constitucional, sino desde una ideología muy concreta revestida de historia y tradición.
Desde su aparición en Estados Unidos a mediados del siglo pasado, el término «activismo judicial» se emplea con carácter peyorativo para referirse a la extralimitación del poder de la jurisdicción constitucional frente a los otros poderes del Estado, principalmente el Legislativo. Extralimitación que sus críticos centran, entre otras cosas, en el exceso en que incurre el juez constitucional cuando, en su labor concretizadora del texto constitucional, no actúa con deferencia hacia el legislador en los temas moral y socialmente controvertidos. Dos son los errores en que incurren, desde mi punto de vista, estas posiciones. La primera tiene que ver con la propia naturaleza de la jurisdicción constitucional y la razón por la que fue creada, y la segunda se refiere a cuáles son sus límites.
Garantizar los derechos de las minorías, inclusive, frente a las mayorías democráticas, parece ser la razón de ser última de la jurisdicción constitucional en todo Estado democrático. Garantía que exige la adaptación de la Constitución a la realidad social de cada momento histórico, bajo el riesgo de excluir la protección de los derechos de aquellos sujetos que carecían de un papel protagónico en el momento constituyente, por un lado, o de aquellos derechos que no se encontraban en el imaginario colectivo en tal momento. Cuando en Estados Unidos y en España se argumenta que el reconocimiento constitucional del derecho al aborto fue un exceso activista de Roe v. Wade o de la reciente sentencia la STC 44/2023, de 9 de mayo, que valora la conformidad constitucional de la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, se olvida que, más allá de que existan sectores de la sociedad que lo rechazan, su reconocimiento es una concreción meridiana de la labor llamada a desempeñar por todo Tribunal Constitucional: la de dar cabida constitucional a los derechos de las mujeres, excluidas, en el primer caso, y situadas en un lugar secundario, en el segundo, del pacto constituyente.
Ahora bien, como dice Zagrebelsky, el derecho constitucional está integrado por un «conjunto de materiales de construcción» cuya combinación concreta, a los efectos de levantar el edificio, viene determinada por la política constitucional. Materiales que, en todo caso, son de construcción, que no de derribo (1992: 11).
Como ha quedado expuesto, la Corte constitucional norteamericana está cambiando el derecho constitucional de Estados Unidos, derribando muchos de los derechos derivados del texto constitucional durante décadas e incurriendo en lo que podríamos llamar un «activismo de mala calidad» que, en este caso, sí excede su función por varios motivos: a) porque vulnera el principio de seguridad jurídica, la certeza y la congruencia del sistema en la medida en que sus fallos se apartan del precedente sin motivos que lo justifiquen, y b) porque el juez constitucional asume un papel protagónico con fines claramente ideológicos y estratégicos mediante la selección arbitraria de los cánones de constitucionalidad.
Como dice Miguel Revenga, «cuando hablamos de nuevos derechos, lo decisivo es el espaldarazo, la confirmación indubitada de status como derecho que pasa a situarse en las alturas del orden jurídico, algo que no está al alcance de cualquier intérprete, sino precisamente de aquel cuyas decisiones sean aceptadas como la interpretación auténtica, y de carácter último, del texto constitucional» (2014: 179). Partiendo de dicha premisa, carece de fundamento tildar de activista (en el sentido peyorativo del término) toda decisión evolutiva del intérprete auténtico y último de la Constitución en materia de derechos que no sobrepase los límites citados. Afirmación, esta, aplicable en sentido inverso.
[1] |
«It is emphatically the province and duty of the judicial department to say what the law is... If two laws conflict with each other, the courts must decide on the operation of each […]. This is of the very essence of judicial duty». |
[2] |
Sentencia del caso Edwards v. Attorney General of Canada, 18 de octubre de 1929. |
[3] |
«Los vivos tienen la tierra en usufructo; y los muertos no tienen poder ni derechos sobre ella. La porción que ocupa un individuo deja de ser suya cuando él mismo ya no es, y revierte a la sociedad […] ninguna sociedad puede hacer una constitución perpetua, ni tan siquiera una ley perpetua. La tierra pertenece siempre a la generación viviente: pueden, por tanto, administrarla, y administrar sus frutos, como les plazca, durante su usufructo […] toda constitución, y toda ley, caducan naturalmente pasados treinta y cuatro años». |
[4] |
17 U.S. 316 (1819). |
[5] |
252 U.S. 416, 433-34 (1920). |
[6] |
Como es sabido, en Lochner v. New York, de 1905, la Corte Suprema se pronunció sobre la ley del estado de Nueva York que reducía la jornada laboral de los panaderos, declarándola inconstitucional. La Corte afirmó: «No hay ninguna razón para interferir en la libertad de la persona o en su derecho a contratar libremente, mediante la determinación de la jornada laboral en las panaderías». Lochner cerraba la puerta a la intervención del Estado en la economía y al reconocimiento de los primeros derechos sociales. Algo que cambiaría radicalmente con el New Deal y la Gran Depresión. |
[7] |
347 U.S. 483 (1954). |
[8] |
163 U.S. 537 (1896). |
[9] |
357 U.S. 449 (1958). |
[10] |
381 U.S. 479 (1965). |
[11] |
388 U.S. 1 (1967). |
[12] |
356 U.S. 86, 87 (1958). |
[13] |
370 U.S. 421, (1962). |
[14] |
372 U.S. 335 (1963). |
[15] |
377 U.S. 533 (1964). |
[16] |
376 U.S. 254 (1964). |
[17] |
384 U.S. 436 (1966). |
[18] |
397 U.S. 254 (1970). |
[19] |
Republican Party Platforms, Republican Party Platform of 1980 Online by Gerhard Peters and John T. Woolley, The American Presidency Project. Véase https://tinyurl.com/dhrx897r. |
[20] |
«La Constitución es mi Biblia jurídica; su plan para nuestro gobierno es mi plan y su destino mi destino. Adoro cada una de sus palabras, de la primera a la última, y personalmente deploro incluso la más ínfima desviación de sus mandatos menos importantes. He disfrutado ampliamente mi pequeño papel en tratar de preservar nuestra Constitución con el más vigoroso deseo de que pueda haber cumplido la esperanza más devota de sus creadores, que fue mantener esta nación fuerte y grande a lo largo de incontables generaciones». |
[21] |
531 U.S. 98 (2000). |
[22] |
410 U.S. 113 (1973). |
[23] |
539 U.S. 558 (2003). |
[24] |
554 U.S. 570 (2008). |
[25] |
410 U.S. 113 (1973). |
[26] |
«Toda persona nacida o naturalizada en los Estados Unidos, y sujeta a su jurisdicción, es ciudadana de los Estados Unidos y del estado en que resida. Ningún estado podrá crear o implementar leyes que limiten los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de los Estados Unidos; tampoco podrá ningún estado privar a una persona de su vida, libertad o propiedad, sin un debido proceso legal; ni negar a persona alguna dentro de su jurisdicción la protección legal igualitaria». |
[27] |
Matthew Hale, juez y abogado del siglo xvii, Edward Coke, juez y parlamentario de los siglos xvi y xvii, y William Blackstone, juez y parlamentario del siglo xviii. |
[28] |
«La Constitución no contiene referencia alguna al aborto, y ningún derecho de tal tipo se encuentra implícitamente protegido por ninguna previsión constitucional, incluyendo aquella (la cláusula del proceso debido de la decimocuarta enmienda) en la que los defensores de Roe y Casey descansan principalmente. Dicha cláusula ha servido para garantizar algunos derechos no mencionados en la Constitución, pero siempre y cuando los mismos se encuentren profundamente enraizados en la historia y tradición de este país e implícitos en el concepto de libertad ordenada […]. El derecho al aborto no se encuentra dentro de esta categoría. Hasta finales del siglo xx, tal derecho era totalmente desconocido en Estados Unidos. Es más, cuando se aprobó la decimocuarta enmienda, tres cuartas partes de los estados habían convertido los abortos en delito […]. Roe fue una equivocación atroz desde el principio. Su razonamiento fue excepcionalmente débil, y la sentencia ha traído consecuencias dañosas. Y lejos de haber articulado un consenso nacional sobre el aborto, Roe y Casey han inflamado la herida y ahondado en la división. Es tiempo de atender a la Constitución y devolver la materia a los representantes electos del pueblo». |
[29] |
597 U.S. 1 (2022). |
[30] |
597 U.S. (2022). |
[31] |
«El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión». |
[32] |
370 U.S. 421, 430-31 (1962). |
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