Ahora que algunos, con estúpida frivolidad, no dudan en definir nuestro sistema político como una dictadura y no son pocos los jóvenes que responden en las encuestas que no les importaría vivir bajo un régimen autoritario si se les garantizase un cierto grado de bienestar, resulta muy oportuno refrescar la memoria sobre lo que fue realmente la noche oscura del franquismo, documentando minuciosamente las múltiples manifestaciones de su estrategia represiva.

Lo que pretende Carrillo con esta monografía es sistematizar el acervo normativo del que se fue dotando la dictadura a lo largo de cuarenta años para reprimir la disidencia política. Es un estudio exhaustivo, propio de un jurista concienzudo, que le permite detectar un sinfín de aberraciones jurídicas, como la aplicación retroactiva (en contra del reo) de las normas penales o la liquidación de principios tan elementales como el de legalidad.

Es, sin duda, una obra de madurez que se ha ido gestando a fuego lento en las últimas décadas y viene a llenar un vacío en la ingente historiografía en torno a la dictadura de Franco. Porque los constitucionalistas conocemos bien la arquitectura institucional que se fue afinando progresivamente con el fin de asegurar la supervivencia del régimen en entornos geopolíticos cambiantes. Pero ignoramos en gran medida los detalles de su cara más cruel y sombría: la implacable opresión que ejerció sobre los desafectos. Para asomarnos a ese abismo de iniquidad, para conocer los entresijos, la letra pequeña del terror, y comprender en toda su magnitud el sufrimiento de las víctimas, había que ponerse el mono de trabajo y escrudiñar en las fuentes disponibles. Ordenando pacientemente las piezas del puzle para poder extraer conclusiones con fundamento, con el correspondiente soporte documental. Además de las fuentes habituales (boletines oficiales, repertorios jurisprudenciales, prensa, libros y otras publicaciones), destaca como ingrediente rigurosamente original el recurso en varios capítulos a los testimonios personales de presos políticos y abogados comprometidos en su defensa que el autor ha obtenido en el curso del prolongado proceso de elaboración de esta ambiciosa obra. Creo que el empeño mereció la pena, porque aportan una valiosa información sobre el modus operandi de los encargados de aplicar —con un alto grado de arbitrariedad, por supuesto— las disposiciones que integraban en cada momento el arsenal punitivo del régimen.

Pero antes de examinar las secuencias más relevantes de la trayectoria represiva del régimen franquista, el autor dedica un primer capítulo (sesenta páginas) a indagar acerca de la actitud de los juristas ante la dictadura. Nos recuerda que no fueron pocos los que defendieron públicamente la sublevación, unos por convicción y otros por oportunismo, para preservar su carrera profesional (y su propia vida). Destaca en ese momento fundacional la figura de Serrano Suñer, autor intelectual de algunas de las normas más represivas de la época. De él partió la iniciativa de crear la Comisión sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes en la República española el 18 de julio de 1936, la llamada Comisión Bellón. En el dictamen emitido por esta Comisión se declara la ilegitimidad del Gobierno republicano y se invoca el derecho de resistencia del pueblo español frente a la opresión, para legitimar la rebelión como un acto de legítima defensa contra la tiranía. A ese derecho apelan otros apologetas del nuevo orden, como Álvarez-Gendín, que se apoya también en la doctrina escolástica de la «guerra justa». Un argumento que late en el fondo de la Carta Colectiva de los obispos españoles encabezados por el primado Pla y Deniel, que calificó el alzamiento como una cruzada en defensa de la civilización cristiana.

Pero no bastaba con deslegitimar el orden establecido. Había que elaborar sobre la marcha una teoría del caudillaje para justificar el poder absoluto de Franco. Y en esa tarea puso todo su empeño Javier Conde, catedrático de Derecho Político y director del Instituto de Estudios Políticos (1948-‍1956), el laboratorio ideológico del régimen. En su Contribución a la doctrina del caudillaje (1942) acuña su conocida definición: «Acaudillar es, ante todo, mandar legítimamente […], caudillaje no es dictar […], no es sinónimo, sino contrapunto de dictadura». En la misma dirección apuntan otros juristas, como Legaz Lacambra o Beneyto. Todos bajo la poderosa influencia del pensamiento reaccionario de Schmitt. Algunos de estos autores añadieron al cóctel una buena dosis de rancio iusnaturalismo y nacional-catolicismo, para justificar el deber de obedecer sin rechistar las leyes dictadas por la superioridad.

En esta fase genuinamente totalitaria, la mayoría de los juristas que colaboraron en la misión de apuntalar teóricamente el régimen impuesto por el Ejército rebelde son académicos y se ponen a su servicio en el contexto de una universidad devastada por la depuración política y el exilio forzoso de sus profesores más brillantes. Las cátedras vacantes fueron ocupadas inmediatamente por juristas adictos al régimen que concurrían a las llamadas «oposiciones patrióticas», en las que la acreditación por el concursante de su firme adhesión a los principios del nuevo Estado era requisito indispensable y los méritos políticos y militares pesaban más que los conocimientos científicos.

Si evocar el calvario de los represaliados es un acto de justa reparación, el señalamiento de los autores materiales o intelectuales de tantas y tantas atrocidades puede suscitar algunas reservas entre quienes legítimamente temen que así se reabran las heridas de un pasado trágico y se alimenten las pulsiones revanchistas. Pero en el libro no se reclama obviamente una depuración de responsabilidades penales, una vía cerrada con buen criterio por nuestro Tribunal Supremo, sino que trata de contribuir con pulcritud metodológica al esclarecimiento de la verdad histórica. No de forma aséptica, porque no cabe la equidistancia entre opresores y oprimidos, entre verdugos y víctimas, pero sin renunciar al rigor en el análisis de los datos y los hechos debidamente contrastados. No creo que el móvil del autor haya sido el ajuste de cuentas. Pero lo cierto es que no le tiembla el pulso a la hora de poner a cada uno en su sitio. Confieso que yo no me atrevo a juzgar y condenar a quienes legitimaron la furia represiva. No todo el mundo tiene madera de héroe o de mártir. Pero también es verdad que algunos sobreactuaron en su papel de aduladores y fueron especialmente beligerantes a la hora de justificar el golpe de Estado y el castigo ejemplarizante del enemigo, sin compasión alguna. Y esa es una de las aportaciones más originales, y también más discutibles, del libro: desvelar los nombres de quienes se prestaron a participar con más o menos entusiasmo en esa tarea, alineados con las consignas de la propaganda oficial. Porque la responsabilidad de esos intelectuales y juristas que contribuyeron a blanquear un régimen intrínsecamente perverso ha quedado bastante más difuminada que la de los ejecutores de los planes de sometimiento y liquidación de cualquier conato de resistencia.

Como apunta López Guerra en el prólogo, la violencia propia de un régimen dictatorial puede ejercerse de forma directa y espontánea, sin cobertura jurídica alguna. Ese tipo de violencia descarnada suele aparecer en los primeros momentos de ruptura y destrucción del orden establecido, para vencer toda resistencia, pero no puede mantenerse indefinidamente: una dictadura tiene que dotarse de un entramado normativo e institucional para ofrecer una apariencia de legitimidad. Un armazón que se inició con el Fuero del Trabajo de 1938, en cuyo preámbulo se declaraba el Estado como «un instrumento totalitario al servicio de la integridad patria», y concluyó con la Ley Orgánica del Estado de 1967, que configura una «democracia orgánica» de carácter corporativo.

Pero un Estado con derecho no es necesariamente un Estado de derecho en el que el poder político está dividido, limitado y controlado. El ordenamiento franquista pervierte o niega radicalmente todos y cada uno de los principios consustanciales al modelo perfilado tras las revoluciones liberales: división de poderes, independencia judicial, garantía de los derechos y libertades, principio de legalidad. Si hay una idea que inspira el libro y recorre todas sus páginas es la convicción de que la dictadura franquista no fue nunca un Estado de derecho, por mucho que se empeñara en simular que lo era. Y menos aún una democracia representativa y pluralista. Porque, de entrada, desde que asume la Jefatura del Estado en octubre de 1936, todos los poderes (incluido el Legislativo) se concentran en la figura de Franco. Con razón insiste Carrillo en el significado de las leyes de prerrogativa de 1938 y 1939, que marcarán para siempre la trayectoria de una autocracia personal.

Las llamadas Leyes Fundamentales nada tienen que ver con una Constitución racional-normativa. El principio de «unidad de poder y coordinación de funciones», ese «engendro teórico» que se saca de la chistera la LOE de 1967, no puede ocultar la verdadera constitución del régimen. Los intentos de camuflaje estaban condenados al fracaso. Pero no faltan en la academia, recuerda Carrillo, quienes intentan maquillar con desigual pericia tan burdo simulacro. En este punto, se presta una especial atención a un episodio no demasiado conocido. En 1962 la Comisión Internacional de Juristas con sede en Ginebra emitió un informe sobre el Imperio de la Ley en España en el que se denunciaba la ausencia de libertades y se sostenía que la dictadura franquista, anclada en la división entre vencedores y vencidos, no cumplía los estándares mínimos de un Estado de derecho. Como réplica a este informe los juristas más cercanos al régimen elaboraron en 1964 un contrainforme (España, Estado de derecho) en el que se defendía que España era un Estado de derecho en permanente perfeccionamiento, su justicia era independiente (pese a que el presidente del Supremo era designado por el jefe del Estado) y nadie era perseguido por sus ideas. Trataba de demostrar, contra toda evidencia, que en España se respetaba el principio de división de poderes y se garantizaban las libertades, obviando la existencia en esas fechas de centenares de presos políticos.

La represión forma parte del ADN de una dictadura, pero no siempre se ejerce con los mismos métodos o la misma intensidad. La legislación va modulándose en paralelo a la evolución ideológica y política del propio régimen y la coyuntura internacional. Es verdad que primero se desata un represión generalizada e indiscriminada en todos los ámbitos de la vida colectiva y luego se torna más selectiva, pero la ausencia de las libertades más elementales afectaba a todos, a varias generaciones de españoles que se vieron relegados a la condición de súbditos. Desde el primer momento, se atribuye el conocimiento de este tipo de causas a la jurisdicción castrense y, más adelante, a un nutrido «enjambre» de jurisdicciones especiales, con una composición y un procedimiento que no dejaban ningún resquicio a la clemencia. Nadie hasta ahora había estudiado con tanta profundidad el decisivo papel jugado por todos estos tribunales de excepción en el engranaje diseñado para reprimir a la oposición política.

El autor divide su estudio en tres períodos. Pero no siempre se observa estrictamente esa ordenación; son frecuentes las reiteraciones y migraciones de un período a otro. Porque, cuando se describe un proceso en el que las normas se suceden y se solapan sin solución de continuidad, el relato difícilmente admite un corte limpio entre uno y otro período y son inevitables los saltos atrás y adelante.

1. EL PRIMER PERÍODO DE LA REPRESIÓN (1936-‍1939): LA LEGISLACIÓN DEL TERROR[Subir]

En realidad, la guerra no acabó con el parte oficial del 1 de abril de 1939. Continuó por otros medios. No ya en los frentes, donde se cometieron todo tipo de tropelías por los dos bandos, sino en los tribunales militares, en las cárceles, en los campos de concentración. Quien no acreditase una adhesión inquebrantable al Movimiento o un pasado limpio de pecado republicano podía ser perseguido. De ahí la necesidad de disponer de avales y buenos informes para sobrevivir. Y la delación estaba a la orden del día.

En esta primera etapa (guerra e inmediata posguerra) se practica la represión a gran escala con una violencia extrema, despiadada, fuera de control, al margen de las incipientes estructuras oficiales del régimen impuesto por el Ejército sublevado en las zonas ocupadas. Incumpliendo incluso la propia legalidad, para exacerbar al máximo el clima de terror, al que contribuyeron sin duda las ejecuciones extrajudiciales —sacas, paseos— a cargo de las milicias falangistas y otros grupos, con su secuela de miles de cadáveres sin identificar que yacen aún en cunetas y fosas comunes.

Pone los pelos de punta la transcripción de algunas de las declaraciones del general Mola. No se trata solo de imponer el orden o reconstruir la nación, se busca el exterminio físico del enemigo. El mismo tono groseramente amedrentador que empleaba Queipo de Llano en sus arengas radiofónicas. La estrategia del terror para aniquilar cualquier atisbo de resistencia se prolongó durante la posguerra (de hecho, el estado de guerra declarado en 1936 mantuvo su vigencia hasta 1948) con la incesante actividad de la jurisdicción castrense. El Ejército se convierte en la columna vertebral de un Estado cuya supuesta legitimidad descansa en una victoria militar (no electoral). De ahí el protagonismo absoluto del estamento militar y sus tribunales en las tareas de represión: se someten a la jurisdicción castrense todos los delitos contra el orden público cometidos por civiles.

En la retaguardia se va configurando un Estado totalitario en toda regla. Llama la atención la inflamada retórica, que se despliega no solo en los discursos y en la omnipresente propaganda, sino también en las exposiciones de motivos de las normas. Estos preámbulos son muy ilustrativos y podemos descubrir auténticas perlas, porque no se ocultan las verdaderas motivaciones e intenciones de quien dicta la norma. Y la misma transparencia puede predicarse de las normas que regulan el ius puniendi del Estado: se formulan con apabullante naturalidad y franqueza, sin pudor alguno.

En esta etapa fundacional se sientan las bases del derecho represivo de la dictadura, que no perderá nunca su innata condición de derecho penal y sancionador del enemigo (Jakobs). Cobra especial importancia el examen de los bandos militares, como expresión jurídica del poder omnímodo del Ejército alzado en armas. Así, en el Bando de declaración del estado de guerra de julio de 1936 se considera rebeldes (art. 6) a los que «propalen noticias falsas o tendenciosas con el fin de quebrantar el prestigio de las fuerzas militares», o «celebren cualquier reunión, conferencia o manifestación pública sin previo permiso de la autoridad». La mayoría de estos tipos delictivos eran castigados con largos años de prisión, cadena perpetua o pena de muerte (restablecida en 1938).

Mediante un decreto de agosto de 1936 se regulan los juicios sumarísimos. Los consejos de guerra estaban integrados por militares, con o sin formación jurídica, al igual que el fiscal y el abogado defensor. La propia Fiscalía del Ejército de ocupación afirmaba en su Memoria de 1938 que «no debía permitirse la igualdad de condiciones entre la acusación y la defensa». Y, efectivamente, la indefensión del acusado ante un tribunal manifiestamente parcial era total; el plazo de tiempo que transcurría entre la instrucción del sumario y la sentencia, que no admitía recurso, era muy breve. No había tiempo para construir una defensa, en el caso de que el oficial defensor mostrase un mínimo interés en cumplir su papel en esa farsa, arriesgando su carrera.

Una de las primeras medidas que adoptan los sublevados es la ilegalización de partidos y sindicatos. Tras el temprano decreto que ilegalizó los partidos o agrupaciones que habían integrado el Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, en abril de 1937 Franco firma el decreto que unifica Falange Española y Comunión Tradicionalista en una nueva organización, FET y de las JONS, que pasa a ser —bajo su mando— el único partido legal, al quedar disueltos todos los demás. La ilegalización va acompañada de la confiscación de los bienes de las organizaciones y entidades disueltas, que pasan a la propiedad del Estado. Una ley de 1939 sobre bienes de los antiguos sindicatos marxistas y anarquistas reguló la incautación de estos, que pasan a integrarse en el patrimonio de la Organización Sindical (OSE).

En 1936 ya se dictaron diversas normas para regular la depuración de los funcionarios públicos leales a la legalidad republicana, en especial en la judicatura, la fiscalía y la enseñanza: los funcionarios y cargos públicos que no fueron pasados por las armas se vieron obligados a mostrar su adhesión a la rebelión, para eludir un juicio sumarísimo ante la justicia militar. Los que no prestaban «inmediato auxilio» a las nuevas autoridades no solo eran cesados, sino que incurrían en responsabilidad penal. Lo que se impone manu militari es una Administración al servicio exclusivo de una opción política. La lealtad política era el criterio determinante para acceder a la función pública. Carrillo examina a fondo la normativa que regulaba los procesos de depuración, que eran también sumarísimos, sin las garantías propias de un procedimiento administrativo sancionador (instrucción de un expediente, audiencia del interesado, recurso ante los tribunales).

En este capítulo se pone el foco en la creación de un amplio catálogo de jurisdicciones especiales creadas ad hoc y en dos leyes que dieron cobertura formal a la operación de limpieza y desinfección ideológica. La Ley de Responsabilidades Políticas de 1939 (LRP), dictada para depurar las contraídas por quienes contribuyeron a forjar o mantener «la subversión roja» y a «entorpecer el triunfo providencial del Movimiento Nacional» (EM), contenía un amplio surtido de perversiones jurídicas como la aplicación retroactiva de normas sancionadoras o la vulneración de los principios non bis in idem, nullum crimen sine lege o in dubio pro reo. Se instaura un sistema inquisitorial en el que la carga de la prueba recaía sobre el expedientado. El elenco de supuestos enunciados en el art. 4 es exhaustivo. No se deja ningún cabo suelto. Y las sanciones previstas (que se podían imponer cumulativamente) eran muy severas y suponían la muerte civil del afectado, su confinamiento o destierro, su ruina económica y su inhabilitación profesional. La LRP crea el Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas (TNRP), cuyos miembros eran designados por el Gobierno y representaban a las tres fuerzas implicadas en la represión: el Ejército, el partido único y la magistratura adicta. La absoluta indefensión del encausado seguía siendo el rasgo más característico del procedimiento.

En 1940, la Ley para la Represión de la Masonería y el Comunismo (LRMC) creó el correspondiente Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo (TRMC). Es bien conocida la obsesión de los sublevados con la masonería, una organización secreta cuyas ideas consideraban disolventes, como refleja la delirante exposición de motivos de la ley, que trata de combatir específicamente estas dos corrientes ideológicas y perseguir a sus seguidores. En el TRMC, cuyos miembros nombraba directamente Franco, se reproduce la misma composición tripartita del TRP.

Resulta sobrecogedora la descripción del régimen penitenciario como forma de humillación, explotación y expiación. En un primer momento, los soldados republicanos eran internados en campos de concentración, hacinados en condiciones espantosas, o en prisiones improvisadas, no menos insalubres. De acuerdo con las cifras oficiales, la población reclusa en 1940 superaba las 270 000 personas, pero seguramente la estimación se queda corta. La situación era insostenible y en 1945 se concedió un indulto a los condenados por el delito de rebelión militar y otros cometidos durante la guerra. El Reglamento de Prisiones de 1948 refleja fielmente la nueva filosofía: disciplina castrense, arbitrariedad, maltrato generalizado, adoctrinamiento, explotación laboral de los presos y una buena dosis de paternalismo con trasfondo religioso (la redención a través del arrepentimiento, la conversión y la penitencia del descarriado).

La represión se extiende a las relaciones laborales. La legislación promovida por el ministro Girón de Velasco partía de una premisa ya sentada en el Fuero del Trabajo: la comunidad de intereses entre trabajadores y empresarios y la plena subordinación del trabajador a la lógica empresarial. Esta concepción que promueve la armonía y el espíritu de colaboración y descarta la confrontación va acompañada de un rigor penal extremo: la huelga se considera un «delito de lesa patria» (FT) y se tipifica como delito de sedición en el Código Penal de 1944. El sindicato vertical, organizado por ramas de producción, se inspira en los principios de «unidad, totalidad y jerarquía» y la OSE se configura como una corporación de derecho público bajo la dirección del Estado.

Uno de los detalles más llamativos en este período es la configuración del delito de rebelión a la inversa: los rebeldes acusaban y condenaban por rebelión a los que se habían mantenido leales al orden establecido y no se habían sumado al golpe de Estado. Toda una paradoja. Esta burda manipulación de la realidad se advierte ya en el decreto de febrero de 1937 que declaraba a la República en rebeldía.

2. EL SEGUNDO PERÍODO: LA LEGISLACIÓN DE LA POSGUERRA O LA REPRESIÓN GENERALIZADA[Subir]

En esta fase se institucionalizó la represión ante cualquier acto de subversión o disidencia. Es verdad que tras el fin de la II Guerra Mundial el régimen atravesó un período de relativas dificultades a causa del aislamiento internacional al que fue sometido. Pero la consigna fue la de «aguantar, impasibles» (Carrero Blanco), y continuar con la misma energía la «cura de disciplina» (Serrano Suñer).

El autor no solo se ocupa de las normas directamente represivas, sino también de otras piezas del ordenamiento emergente. Así, no pasa por alto la Ley de 1939 que eximió de responsabilidades penales a los que, movidos por el más «fervoroso patriotismo», habían sido objeto de persecución política y condenados como autores de diversos delitos en el período 1931-‍1936. Fue una ley de amnistía, que partía de la premisa de la radical ilegitimidad del régimen de la II República.

Con la reforma de la LRP aprobada en 1942 se redujeron los supuestos objeto de sanción, se ampliaron las circunstancias atenuantes y eximentes y se incorporó al M. Fiscal al procedimiento (se excluye la denuncia de particulares). En realidad, se pretendía desbloquear una situación de virtual colapso (quedaban pendientes casi 200 000 expedientes). Pero el TRP no desapareció hasta 1945. El panorama se completa con otras leyes liberticidas de alcance general como la Ley de Seguridad del Estado (LSE) de 1941, que responde también al paradigma del derecho penal de autor. La represión no amaina y las garantías procesales en los tribunales militares continúan brillando por su ausencia. Se prevé la pena de muerte o duras penas de reclusión para un amplio espectro de tipos delictivos contra la seguridad del Estado, contra el Gobierno de la nación y contra el jefe del Estado. Buena parte de la LSE quedó incorporada al Código Penal de 1944, que permaneció vigente hasta el final de la dictadura.

Ese mismo año una ley reorganizó los servicios de policía, creando el Cuerpo General de Policía y la Policía Armada y de Tráfico, para responder con mayor eficacia a la necesidad de vigilar de forma «permanente», «rigurosa y tensa» a todos los «enemigos» del régimen. Una policía ideológicamente militante, basada en la inquebrantable adhesión al proyecto político del nuevo Estado. Además, la organización de los nuevos cuerpos de policía respondía a una estricta lógica castrense y sus componentes quedaban sujetos al Código de Justicia Militar. De hecho, los mandos policiales eran por regla general oficiales del Ejército.

La necesidad de combatir el maquis, los grupos de guerrilleros que operaban en la clandestinidad en diversas zonas del país, explica la aprobación del Decreto Ley de 1947 de represión de los delitos de bandidaje y terrorismo (se les considera simples bandidos). Pero la cadena no se rompe e irrumpen en escena nuevos juzgados y tribunales especiales en función de las necesidades represivas del momento. Así, a raíz de las protestas universitarias de 1956-‍1957, que dieron lugar a la declaración del estado de excepción, el Gobierno creó mediante un decreto de enero de 1958 un juzgado militar sobre actuaciones «extremistas», presidido por el coronel Eymar, que fue suprimido en 1964.

A esta involución autoritaria contribuyen también la derogación de todas las leyes de la II República de marcado signo liberal, como la que reconocía el derecho al divorcio (derogada expresamente por una ley de 1939, con efectos demoledores por su carácter retroactivo), la tipificación como delito del adulterio (1942) y la propaganda anticonceptiva (1941), o la instauración de una censura previa que anulaba la libertad de información y creación artística. La Ley de Prensa de 1938 no dejaba el menor resquicio para la crítica. Se impone un control férreo de la prensa, la radio, los textos docentes y el cine para velar por la ortodoxia política y la moral católica impuesta por los vencedores.

En este ámbito, destaca también la Ley de Vagos y Maleantes de 1954, que reformó a fondo la ley de 1933 para aplicar medidas de seguridad preventivas contra determinados colectivos «peligrosos», entre los que se incluyen ahora, junto con proxenetas, mendigos o enfermos mentales, los homosexuales. Se prevé su internamiento en colonias de trabajo. No se trata de castigar, sino de corregir y «reformar». Esta persecución no cesó hasta el final de la dictadura, pese a la aprobación en 1970 de la Ley sobre peligrosidad y rehabilitación social, que seguía considerándolos «peligrosos» y sujetos, por tanto, a eventuales medidas de seguridad, como el internamiento en un establecimiento de trabajo y multa o la prohibición de residir en un determinado lugar.

En la esfera laboral se impone un modelo intervencionista, de modo que la regulación de las condiciones de trabajo correspondía exclusivamente al Estado a través de las Reglamentaciones de Trabajo. Y se mantiene la prohibición de la libertad sindical y de los derechos de huelga y negociación colectiva. La estructura burocrática del sindicato vertical, controlada por los falangistas, se completa con las leyes de Unidad Sindical y de Bases de la Organización Sindical de 1940, que siguen negando la existencia de dos partes con intereses contrapuestos. Aunque la Ley de 1958 sobre convenios colectivos sindicales supuso un punto de inflexión, porque vino a reconocer de manera tácita la existencia de un cierto antagonismo, por lo que era necesario articular alguna forma de negociación colectiva, eso sí, a través de los sindicatos verticales (jurados de empresa) y bajo el control del Estado. Los acuerdos tenían que ser aprobados por la autoridad laboral.

En el libro se analizan con pulcritud y agudeza las Leyes Fundamentales de esta primera fase de la institucionalización de la dictadura (1942-‍1958). Son las que fijan el marco en el que van a desplegarse las normas y prácticas represivas de este período. Doy por supuesto que el lector conoce perfectamente su contenido, pero recomiendo vivamente la lectura de unas páginas en las que se descifran la claves y las trampas de sus grandilocuentes declaraciones.

3. TERCER PERÍODO: LA REPRESIÓN SELECTIVA (1959-‍1975)[Subir]

El Plan de Estabilización de 1959 marca el inicio de una etapa de apertura y liberalización económica, pero no política. El sistema político permanece prácticamente «intacto». Se registran en los sesenta un notable crecimiento económico y un cambio en la mentalidad y los comportamientos de la sociedad española, pero la respuesta ante una incipiente contestación fue más de lo mismo.

La represión siguió ejerciéndose de forma contundente contra todo signo de oposición política, pero ahora de manera más selectiva: se centra en algunos partidos como el PCE y otras formaciones clandestinas de extrema izquierda, en los nacionalistas vascos o catalanes más radicales y en el movimiento obrero organizado al margen del sindicato oficial. Pero afectaba incluso a la oposición más moderada: en 1962 los participantes en el «contubernio de Múnich» (IV Congreso del Movimiento Europeo) fueron sancionados con penas de destierro o deportación. Reconoce Carrillo que en la España del tardofranquismo «prevalecía una amplia pasividad política entre la mayoría de la población frente a la dictadura» (p. 348). Pero esa realidad, el «franquismo sociológico», coexistía con la conflictividad creciente en diversos sectores (universidad, mundo de la cultura, movimiento vecinal, algunos colectivos profesionales). Además de las habituales detenciones y la práctica impune de la tortura, se registraban a veces algunos muertos en enfrentamientos de trabajadores en huelga con la policía.

En el libro se da cumplida cuenta de los episodios más destacados de esa represión, como el fusilamiento del dirigente del PCE Julián Grimau en 1963; el consejo de guerra celebrado en Burgos en 1970 contra miembros de ETA, el juicio conocido como Proceso 1001 contra dirigentes de CC. OO. o la ejecución, ya en septiembre de 1975, de tres miembros del FRAP y dos de ETA, tras el correspondiente consejo de guerra.

En el plano normativo, destaca en esta fase la Ley de Orden Público de 1959 (LOP), que se presenta como una reforma de la LOP de 1933, con una filosofía netamente autoritaria. Se siguen ignorando los derechos y el control judicial es una entelequia. Basta leer su art. 2, que considera acto contrario al orden público (ilícito administrativo, sin perjuicio de las posibles responsabilidades penales) el ejercicio de libertades básicas. De hecho, el mayor número de sanciones se impusieron por atentar contra «la unidad espiritual, nacional, política y social de España». También eran objeto de sanción las huelgas ilegales que perturbasen gravemente la producción y las reuniones públicas ilegales. La LOP se modificó en 1971 para elevar la cuantía de las multas y el tiempo de privación de libertad —de detención, en realidad— por impago de estas (hasta noventa días).

En el contexto de esa estrategia de aggiornamento y lavado de cara de la dictadura para ganar respetabilidad internacional, se decidió reducir la competencia de la jurisdicción militar en tareas represivas. Pero lo que hizo realmente la ley de 1963 que creó el Tribunal de Orden Público (TOP) fue constituir un tribunal especial, que solo entraba en escena cuando la justicia militar declinaba su competencia sobre esos hechos y se inhibía en razón de su menor gravedad. Aparentemente suponía un avance, pero esa primera impresión se desvanece cuando se examinan su composición y sus competencias.

Carrillo examina detenidamente el proceso de elaboración y el régimen jurídico del TOP. Lo integraban tres magistrados procedentes de la jurisdicción ordinaria, pero designados por el Gobierno. Se le atribuye la competencia privativa para enjuiciar hechos delictivos relacionados con la preservación de la seguridad del Estado (rebelión, sedición, desórdenes públicos, propaganda ilegal, detención ilegal…). Las reglas de procedimiento limitaban sustancialmente los derechos del imputado: de entrada, el juez instructor decretaba sistemáticamente la prisión incondicional del detenido y el atestado policial era una prueba de cargo difícilmente rebatible. Desde su creación hasta su supresión en enero de 1977 se incoaron cerca de 23 000 sumarios.

Las sentencias del TOP eran recurribles en casación ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, que casi siempre las confirmaba. El autor analiza la jurisprudencia del Supremo en esta materia con apoyo en el conocido trabajo de F. Bastida (Jueces y Franquismo, 1986). Y coincide en la valoración crítica: sus decisiones reflejan la asunción por los jueces del Supremo de los principios y valores del régimen, con una visión autoritaria y paternalista en aspectos tanto morales como políticos. El repaso que hace el autor de algunas de esas resoluciones en el último período de la dictadura no tiene desperdicio.

Pese a vivir permanentemente bajo un régimen de excepción, en su tramo final la dictadura no dudó en recurrir a los estados de excepción y de guerra regulados en la LOP para redoblar la presión. Se activaban mediante decreto ley, sin ningún control parlamentario sobre su oportunidad, contenido o posible prórroga. Se habilitaba al Gobierno para adoptar medidas aún más restrictivas. El estado de excepción se decretó en once ocasiones. Las dos primeras, en 1956 y 1958, en aplicación de la LOP de 1933, y las nueve restantes, en aplicación de la LOP de 1959; la última, en 1975.

La dictadura se dotó en los setenta de nuevos instrumentos legales para combatir las actividades terroristas. En 1971 ya se modificó el Código Penal con esa finalidad y en agosto de 1975 se dictó el Decreto Ley sobre prevención del terrorismo, una norma que no solo reprimía con dureza las acciones de los grupos que optaron por la lucha armada (ETA y FRAP), sino que afectaba a la oposición en su conjunto. Se establecía la pena de muerte para los autores de los delitos de terrorismo si de resultas de la acción se producía la muerte de alguna persona, pero también se castigaba con prisión la defensa pública de la ideología de los partidos ilegales. El plazo de detención gubernativa se amplía notablemente, y se limitan los derechos de defensa, y los abogados se arriesgaban a ser sustituidos e inhabilitados si a juicio del tribunal perturbaban el orden de los debates o las diligencias. La competencia para enjuiciar estos delitos correspondía al TOP y a la jurisdicción militar, que era la que decidía si retenía la causa o se inhibía.

En el ámbito laboral, el Decreto de 1962 sobre procedimientos de formalización, conciliación y arbitraje en las relaciones laborales dispuso que los conflictos colectivos se resolverían mediante laudo arbitral del Ministerio de Trabajo. Pero si a juicio de este el conflicto carece de fundamento laboral, se remitirán las actuaciones a la autoridad gubernativa. Es decir, el conflicto laboral pasa a ser un problema de orden público y se aplica la LOP. Así, las huelgas o las manifestaciones reclamando mejoras laborales podían ser objeto de sanción penal y/o administrativa (además de constituir causa de despido procedente). En la década de los sesenta, además de los sindicatos históricos que operaban en la clandestinidad, como UGT o CNT, surgen nuevas formas de organización sindical, al margen de las estructuras oficiales. Cobra especial protagonismo la Confederación Sindical de Comisiones Obreras, que fue infiltrándose en el sindicato vertical practicando con gran éxito una estrategia de «entrismo», que consistió en aprovechar los cauces legales para participar en las elecciones sindicales.

En este último período, la cuestión para dilucidar es si se produce o no un cambio cualitativo del sistema político. Creo que Carrillo, que reconoce la versatilidad táctica del régimen para adaptarse al contexto internacional y marca la diferencia entre la fase totalitaria y la autoritaria, tiende, sin embargo, a infravalorar el impacto de algunas leyes de signo modernizador o liberalizador, que analiza meticulosamente en su libro.

En primer lugar, la Ley de Asociaciones de 1964, que pretendía desarrollar el derecho proclamado en el Fuero de los Españoles, siempre que no se ejerciese con fines ilícitos, como «los contrarios a los Principios Fundamentales del Movimiento y demás leyes fundamentales», o «los que atenten contra la moral, el orden público y cualesquiera otros que impliquen un peligro para la unidad política y social de España» (art. 1.2). Fuera de ese estrecho marco, la asociación será considerada ilícita y podrá ser suspendida o disuelta por la autoridad gubernativa. Pues bien, a pesar de todo, el propio autor admite que en los últimos años de la dictadura sirvió para proporcionar cobertura a diversos movimientos sociales de oposición, como las asociaciones de vecinos.

En cuanto a la Ley de Prensa de 1966, patrocinada por el entonces ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, es verdad que, por un lado, suprime la censura previa y la Administración renuncia a seguir designando a los directores de los diarios, pero, por otro, mantiene el secuestro administrativo y la potestad de suspender por un tiempo las publicaciones. Son muchos ciertamente los límites a su ejercicio que se enuncian en el art. 2: el respeto a la verdad y a la moral; el acatamiento de las Leyes Fundamentales, las exigencias de la defensa nacional, la seguridad del Estado y el mantenimiento del orden público, el debido respeto a las instituciones y a las personas en la crítica de la acción política y administrativa… A la hora de interpretar el alcance de unos límites formulados de forma tan imprecisa, las autoridades y los jueces van a disponer de un amplio margen de discrecionalidad. Tiene razón el autor cuando sostiene que su aplicación defraudó las expectativas iniciales, porque las sanciones administrativas y los secuestros fueron constantes y los poderes que retenía la Administración generaban una gran inseguridad jurídica. Es una reforma tímida, desde luego, pero Carrillo reconoce que es objetivamente un avance respecto de la regulación anterior, porque se reducen los controles y los actos administrativos en materia de prensa ya son impugnables ante la jurisdicción contencioso-administrativa (aunque la jurisprudencia del Supremo fue decepcionante). Y admite también que permitió «cierta apertura», como demuestra la existencia en esa época de revistas críticas con el régimen como Cambio 16, Triunfo o Cuadernos para el Diálogo, algo impensable en la etapa anterior.

En relación con el control de los actos y disposiciones administrativas, no cabe duda de que la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (LJCA) de 1956, la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado (LRJAE) de 1957 y la Ley de Procedimiento Administrativo (LPA) de 1958 supusieron un avance en «la lucha contra las inmunidades del poder» (García de Enterría), pero la distinción entre actos administrativos y actos políticos, exentos de control judicial, abría un resquicio que afectaba de lleno la actuación de la policía, que gozaba de inmunidad jurisdiccional. Además de los abusos policiales, quedaban excluidos del recurso los actos «dictados en ejercicio de la función de policía sobre la prensa, radio, cinematografía y teatro».

En esta misma línea de modernización y con el objetivo de «perfeccionar» y armonizar el marco institucional, se aprobó en enero de 1967, una vez ratificada en referéndum, la LOE, la última ley fundamental, destinada precisamente a asegurar la supervivencia del régimen tras la desaparición del caudillo, dejando todo «atado y bien atado». Entre las escasas novedades reseñables, destaca la incorporación a las Cortes orgánicas de los procuradores del tercio familiar. Se modifica, además, la redacción original de la LCC de 1942 para indicar que las Cortes no solo elaboran, sino que también aprueban, las leyes, sin perjuicio de la sanción que corresponde al jefe del Estado, que sigue disponiendo de su facultad de veto y de su potestad para dictar decretos leyes, sin control alguno. Porque ningún control real sobre la potestad legislativa se derivaba de la «esperpéntica» e inoperante institución del «recurso de contrafuero», que aparece en la LOE como un remedo del control de constitucionalidad de aquellas disposiciones que vulneren las Leyes Fundamentales del Reino, un recurso que resolvía el propio Franco. El control parlamentario del Gobierno, o la rendición de cuentas, lisa y llanamente no existía.

En todo caso, coincido con el autor en que los retoques cosméticos en su fisonomía o relativa relajación de los controles no cambian la naturaleza del régimen. Simplemente la escenografía es menos impúdica. El maquillaje no debería engañar a nadie, pero sirvió para que algunos se mostraran condescendientes con el resultado de esa operación de parcheado y presunta «autolimitación», e hicieran malabarismos para vender como liebre lo que era un vulgar gato sin pedigrí democrático.

El libro incluye un capítulo específico en el que se describe detalladamente la experiencia de los abogados que defendieron a los represaliados políticos en las tres fases del circuito represivo: la detención y estancia en dependencias policiales, el proceso judicial y la reclusión en una prisión (con el testimonio, en este último apartado, de presos políticos que pasaron largos años en prisión). Creo que uno de los muchos aciertos de esta obra es el merecido reconocimiento de la labor desarrollada en condiciones extremadamente difíciles por un reducido grupo de letrados que se expusieron a sanciones y represalias por asistir a quienes denunciaban la opresión de la dictadura.

En el último capítulo se examinan sucintamente algunos sistemas europeos contemporáneos (la Italia fascista, la dictadura de Salazar en Portugal, la Alemania de Hitler y el régimen de Vichy) que los dirigentes franquistas tomaron como referencia a la hora de levantar en nuestro país una maquinaria represiva no menos asfixiante y avasalladora. Ese estudio comparativo, sumamente ilustrativo, pone de manifiesto la existencia de rasgos comunes, como la institucionalización del poder absoluto del líder, el protagonismo de la policía política, la proliferación de jurisdicciones especiales y la sistemática e impune vulneración de derechos

Carrillo cierra su introducción (p. 23) con una observación que no puedo dejar de compartir: el derecho de la represión es una faceta más de la memoria colectiva de un país que en el pasado sufrió una dictadura. Dar a conocer con la mayor ecuanimidad posible lo que realmente sucedió es una cuestión de salud pública. Ese llamamiento a no olvidar enlaza con la dedicatoria inicial a los presos políticos de la dictadura, que revela la intención del autor de mostrar con toda crudeza los pormenores de la brutal represión ejercida por la dictadura como una forma de homenaje personal a las víctimas del franquismo. Muchas de ellas anónimas, pero otras, rescatadas del olvido, aparecen mencionadas en sus páginas con nombres y apellidos.

En cualquier caso, la monografía de Marc Carrillo es una fuente inagotable de información contrastada para rebatir lecturas revisionistas o indulgentes del franquismo como un sistema legítimo equiparable a un Estado de derecho. Son sus propias normas las que acaban delatando la naturaleza groseramente autoritaria del régimen.

NOTAS[Subir]

[1]

Recensión de la obra de Marc Carrillo El derecho represivo de Franco (1936-‍1975), Madrid, Trotta, 2023, 484 págs.