I. UN ESTUDIO SOBRE LA LEGITIMIDAD FUNCIONAL DE LA JEFATURA DEL ESTADO[Subir]

Antonio Cidoncha ha publicado una interesante monografía sobre la Jefatura del Estado[2] en la que afronta su estudio desde los presupuestos ideológicos, intelectuales y doctrinales de la institución. El autor parte de la doctrina del poder moderador de Benjamín Constant y de la tesis de Carl Schmitt, que concibe al jefe del Estado como guardián de la Constitución (en el contexto de la celebérrima controversia sobre el tema que lo enfrentó a Hans Kelsen). Cidoncha toma como punto de partida la «neutralidad» como nota definitoria que tanto Constant como Schmitt otorgan al jefe del Estado para atribuirle, respectivamente, las funciones de arbitraje y moderación del sistema político y de defensa de la Constitución.

Cidoncha revisita a estos dos clásicos imprescindibles del pensamiento político y constitucional para examinar si sus teorías con las consiguientes adaptaciones son válidas o no para explicar la posición y las funciones que desempeñan las jefaturas del Estado en nuestras modernas democracias parlamentarias y, más en particular, en nuestra monarquía parlamentaria.

De esta forma, la obra que comentamos es, realmente, un estudio sobre la legitimidad de la Jefatura del Estado. Y ello porque el incuestionable mérito de Constant residió precisamente en alumbrar una nueva forma de legitimidad para la monarquía, distinta de la tradicional o histórica, una legitimidad funcional. La monarquía se justifica por la necesidad de configurar en el seno del Estado constitucional un poder neutral y moderador para preservar la libertad, y, en ese contexto, la gran ventaja de la forma monárquica de jefatura del Estado sobre la republicana reside en que la neutralidad está mejor garantizada por la provisión hereditaria del cargo que por el acceso electivo a este.

Cidoncha comparte esos planteamientos y, desde esa óptica, subraya, en primer lugar, «la viabilidad y absoluta pertinencia de la figura del jefe del Estado en las modernas democracias parlamentarias», y, en segundo lugar, la superioridad de la forma monárquica respecto a la republicana, en la medida que la provisión hereditaria garantiza mejor la independencia que cualquier proceso electivo. Por todo ello, «en nuestra democracia parlamentaria, es mejor que el jefe del Estado sea un monarca y no un presidente de la República» (p. 15).

La monografía se estructura en cuatro partes. Una primera teórica en la que se abordan las construcciones doctrinales de Constant y de Schmitt; una segunda de derecho constitucional comparado en la que se examinan los principales ordenamientos constitucionales de Europa con objeto de ver el reflejo de aquellos autores y doctrinas en el diseño y praxis de sus respectivas jefaturas del Estado; una tercera, de historia constitucional, en la que se comprueba igualmente la recepción de esas doctrinas en nuestras constituciones históricas, y una cuarta —que resulta fundamental— en la que desde la misma óptica se examina la regulación constitucional de la jefatura del Estado en España y la praxis de las últimas cuatro décadas.

La obra —a pesar de su título— no tiene por objeto examinar en qué consiste la neutralidad, ni su significado, alcance o retos. Su propósito es examinar la regulación y funcionamiento de la institución de la Jefatura del Estado en los sistemas parlamentarios de gobierno y en los semipresidencialistas, con especial atención al caso español. Y en la medida en que esa regulación incluye siempre funciones moderadoras y arbitrales, Cidoncha subraya que la neutralidad político-partidista es esencial para el correcto cumplimiento de aquellas. Al establecer un vínculo entre la categoría de la neutralidad y la institución/órgano constitucional de la Jefatura del Estado, el autor asume las premisas esenciales del pensamiento y la construcción de Constant: la neutralidad de la monarquía le permite al rey desempeñar mejor que un presidente republicano unas funciones arbitrales y moderadoras imprescindibles para la salvaguardia de la libertad.

II. CONSTANT Y SCHMITT[Subir]

Constant formuló su teoría su teoría del poder moderador en dos textos diferentes: el primero, Fragmentos de una obra abandonada sobre la posibilidad de una Constitución republicana para un gran país[3], y el segundo, Principios de política, publicado en 1815, aunque consta su existencia desde 1806. En ambos encontramos la misma justificación del poder neutro o moderador: su existencia es necesaria para la salvaguarda de la libertad de los modernos. Sin embargo, su concreta configuración difiere, y también son distintas las funciones que se le atribuyen.

De la misma forma que su maestro Sieyès, Constant fue plenamente consciente de que la afirmación de una soberanía absoluta e ilimitada hacía inviable la libertad política, por lo que la cuestión clave para preservar la libertad era y es cómo limitar la soberanía. A responder a este interrogante dedicó la mayor parte de sus energías y en este empeño forjó lo que Eloy García denomina la nueva gramática del derecho constitucional contemporáneo (‍2013: 267)[4]. La división de poderes entendida al modo de Montesquieu no servía y era preciso configurar junto con ellos un nuevo poder considerado neutral y con funciones arbitrales y moderadoras.

En los Fragmentos el poder neutro se atribuye a un colegio de individuos elegidos por el pueblo con carácter vitalicio e inelegibles para cualquier otro cargo. Cidoncha apunta que Constant se inspira en el jurado constitucional propuesto —sin éxito— por Sieyès en 1795 (p. 26). A lo que hay que añadir que también en el colegio de conservadores, según las propuestas que dictó y explicó a su amigo Boulay de la Meurthe. Sin embargo, en los Principios, el titular del poder neutro se convierte en un órgano unipersonal —y ya no colegiado—: la Jefatura del Estado como órgano diferenciado del Poder Ejecutivo o ministerial. En esto consiste la gran novedad de su tesis: el poder real es un poder separado del poder ministerial, vale decir, del Poder Ejecutivo: el primero es inviolable, el segundo está sujeto a responsabilidad. Cidoncha subraya que de la teoría de Constant sigue siendo aprovechable esa distinción, así como la condición de árbitro y moderador que le atribuye, y su defensa de la neutralidad. Ahora bien, las funciones que Constant atribuye al jefe del Estado, nombrar a los miembros del Poder Ejecutivo y disolver las asambleas legislativas, son poderes que implican el ejercicio de potestas y no solo de auctoritas.

Un siglo después Schmitt recuperó a Constant, pero lo hizo con un propósito muy diferente. El autor alemán rechaza la distinción Estado y sociedad y la función del poder neutral no es ya defender la libertad. Su doctrina se erige en polémica con Kelsen, para rechazar la posibilidad de que la defensa de la Constitución se atribuya a un tribunal. Tras rechazar con argumentos no muy consistentes la posibilidad de una jurisdicción constitucional, Schmitt formula como alternativa la defensa de la Constitución por un verdadero poder neutral, la Jefatura del Estado plebiscitada por el pueblo y que expresa y encarna su unidad. Kelsen desmontó las mistificaciones de Schmitt. Reconoció que efectivamente el jefe del Estado simboliza la unidad de la nación y esa función simbólica es de gran relevancia, pero eso no quiere decir que sea el generador o productor de esa unidad. Y, sobre todo, advirtió que el carácter democrático de la elección al tener lugar bajo la presión de los partidos políticos resulta incompatible con la independencia y neutralidad que requiere la función de defensa. Desde la óptica de su neutralidad, la Jefatura del Estado (plebiscitada popularmente) ninguna ventaja ofrece respecto a un tribunal de derecho. Y, además, el jefe del Estado es un órgano más, otro poder que también puede atacar a la Constitución, aunque Schmitt se empeñe en que el único peligro para la Constitución provenga del Parlamento. En definitiva, Kelsen no niega que el jefe del Estado pueda tener un papel en la defensa de la Constitución, pero no único, puesto que su defensor jurídico debe ser un tribunal de derecho (este sí verdaderamente neutral).

III. DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO[Subir]

Con esas premisas, Cidoncha examina el diseño y la praxis del funcionamiento de la Jefatura del Estado en los diversos ordenamientos de los sistemas parlamentarios de Europa y también en los denominados semipresidenciales con objeto de ver si es posible o no encontrar hoy en ellos el eco o reflejo de aquellas doctrinas. Comienza examinando las monarquías europeas, y plantea las siguientes preguntas que luego extrapolará también a las repúblicas: «¿Qué es reinar sin gobernar? ¿Es posible configurar al monarca como un “poder” neutral y moderador? ¿Puede ser un guardián de la Constitución?» (p. 51).

El monarca sueco solo tiene atribuida una función simbólica y se le ha privado de su condición de poder moderador (Instrumento de Gobierno de 1974). Su posición es similar a la japonesa. La monarquía en Países Bajos transita también hacia un papel puramente simbólico representativo. Los monarcas de Noruega y Dinamarca, sin embargo, «ejercen influencia (soft power) a través de su actividad formal e informal (reuniones, discursos, visitas), todo ello, y no sin riesgos, desde la auctoritas que le otorga su apartidismo (nacido de su carácter no electivo) y su continuidad en el tiempo» (p. 57). El rey de los belgas sí tiene un «cierto poder arbitral y moderador en la formación del Gobierno» (p. 63). Su papel en la formación del Gobierno a través de ciertas convenciones es muy relevante. No se limita a firmar el nombramiento, sino que tiene un amplio margen de actuación. Además, el caso belga pone de manifiesto otra trascendental función de la Jefatura del Estado, la de integración: «[…] porque la unidad de los belgas está en cuestión, se torna necesario o, cuando menos, muy conveniente una figura integradora. Unir a los belgas: este es el principal cometido del rey» (p. 66). Realmente, para el logro de esta función integradora de la Jefatura del Estado en general y de la Corona en particular, en el marco de Estados descentralizados o federales, la neutralidad reviste también una importancia fundamental. Se trata de una dimensión específica de la neutralidad, que opera respecto a los distintos sujetos o entidades infraestatales que componen la federación. Los presupuestos doctrinales de esta función los encontramos en Rudolf Smend (‍Smend y Kelsen, 2019: 31-‍32), y, de la misma forma que en Bélgica, en España la Corona también desempeña esa función. El estudio de las monarquías concluye con el examen de la británica y de sus facultades de disolución del Parlamento y de nombramiento del primer ministro; de esta se subraya su condición de factor fundamental de integración y de guardián de la Constitución británica (p. 72).

A continuación, el autor examina con idéntica finalidad los sistemas republicanos parlamentarios y semipresidenciales: ¿pueden los presidentes de la república concebirse como poderes arbitrales y moderadores y como guardianes de sus respectivas constituciones? Las constituciones de Italia y Alemania, haciéndose eco de Constant, separan la Presidencia de la República del Poder Ejecutivo y disponen su elección por amplios colegios electorales. En ambos casos su carácter electivo tiene dos consecuencias: perjudica su neutralidad, pero paradójicamente «justifica que puedan tener potestas y no solo auctoritas», sobre todo el italiano. El alemán tiene la facultad de proponer el candidato a canciller. Al italiano corresponde nombrar al presidente del Consejo, pero «no puede nombrar un Gobierno a su gusto» (p. 81), porque depende de la correlación de fuerzas existente en el Parlamento. «Nombra a los ministros a propuesta del presidente del consejo». Cidoncha concluye que ninguno de ellos «es guardián de la Constitución en el sentido schmittiano», pero sí es garante de aquella.

Por lo que se refiere a los regímenes semipresidenciales en los que el jefe del Estado es elegido por sufragio universal se subrayan las profundas diferencias existentes entre Portugal —país en el que ha habido una clara influencia de Constant a lo largo de toda su historia constitucional—, donde el poder de la palabra y los mensajes revisten gran importancia; Austria, república en la que la neutralización del conflicto mediante una democracia de consenso entre los dos grandes partidos hizo que hasta hace poco el presidente fuera descrito como «un gigante dormido», y Francia, en la que el presidente —salvo en las denominadas «cohabitaciones» con una mayoría parlamentaria adversa— es el verdadero director de la política y también guardián de la Constitución en sentido schmittiano (art. 16). El autor extrae a acertada conclusión de que «el clima del semipresidencialismo no es a priori el clima ideal para producir jefes de Estado neutrales y moderadores» (p. 100).

IV. PODER MODERADOR Y ARBITRAL DE LA CORONA Y FORMACIÓN DEL GOBIERNO[Subir]

Una vez examinado el derecho constitucional comparado y el constitucionalismo histórico español, el autor se plantea la pregunta crucial que da sentido a su obra. En el marco de la Constitución de 1978 que instaura una nueva monarquía, ¿puede el rey ser ese poder neutral concebido por Constant con las necesarias adaptaciones? Y, además, ¿un guardián de la Constitución en el sentido de Schmitt?

Cidoncha distingue entre poder moderador y poder arbitral por el contexto en que se proyectan. A pesar de la literalidad del texto constitucional, si las instituciones funcionan regularmente, la actuación del rey será expresión de un poder moderador, y solo si no funcionan regularmente se debería hablar de arbitraje (p. 168). Pero no es esta la distinción que más le importa, sino la que refleja la dicotomía auctoritas-potestas. El rey, como poder neutral para el ejercicio de esas funciones arbitrales y moderadoras, ¿solo tiene auctoritas o también dispone de alguna potestas?

Respecto al poder moderador y arbitral, Cidoncha examina la intervención del jefe del Estado en el procedimiento de nombramiento del Gobierno, de su presidente y de los ministros.

A. Comenzando por lo más fácil, Cidoncha defiende la tesis prácticamente unánime de que el rey, al nombrar a los miembros del Gobierno, se limita a formalizar la voluntad de otro con el oportuno refrendo presidencial. «La CE no le ofrece margen alguno de libertad» (p. 165). Esta interpretación políticamente es acertada y oportuna, pero creo que no es la única jurídicamente posible. Me remito a la interpretación del entonces art. 93 6 del proyecto constitucional y hoy art. 100 que llevó a cabo Manuel García Pelayo en su dictamen sobre el proyecto de Constitución que le fue encargado por Antonio Jiménez Blanco, portavoz de UCD en el Senado.

Somos de la opinión de que el proyecto constitucional establece los supuestos para un presidente fuerte en cuanto que le atribuye la dirección del Gobierno y la coordinación de las funciones de sus restantes miembros, lo que equivale a otorgarle poderes de estructuración y ordenación internas: designa a los ministros, sin más límite que el posible veto del Rey (pues «proponer» no es decidir sobre un nombramiento, sino sugerir un nombramiento del que la autoridad a la que se le propone puede disentir, tal como se muestra patentemente en el art. 93.1[5]). (‍García Pelayo, 2021: 26).

El rey nunca podrá nombrar ministro a una persona en contra de la voluntad del presidente del Gobierno, puesto que la validez de cualquier nombramiento ministerial llevado a cabo por el rey depende de que cuente con el preceptivo refrendo presidencial. Pero, en puridad, el presidente tampoco podría nombrar nunca ministro a alguien que suscite el expreso rechazo del rey. El presidente puede proponer, pero solo al rey corresponde efectuar el nombramiento. Es cierto que, como dice Cidoncha, el rey siempre va a firmar, porque se juega la Corona en caso de no hacerlo. Pero se trata de una consideración de oportunidad política que no creo que pueda y deba elevarse a la categoría de «convención» constitucional. Sobre todo, porque se opone a la literalidad: una cosa es proponer, y otra, nombrar. Y porque, en este caso, el defensor jurídico de la Constitución, esto es, el Tribunal Constitucional, y, en su caso, el Poder Judicial, carecen de facultades para evitar/anular un nombramiento ministerial. En un caso límite y extremo, solo el rey podría evitar que una persona manifiestamente no idónea entrase a formar parte del Gobierno de España.

Lo ocurrido en Italia en mayo de 2018, cuando el presidente Mattarella, en contra también de la interpretación tradicional del precepto (similar al español), se negó a nombrar ministro de Economía a Paolo Savona, la persona propuesta por Giuseppe Conte, el encargado de formar Gobierno, confirma el carácter problemático de esta importante función moderadora[6]. De ese suceso cabe extraer dos conclusiones. La primera, exclusivamente jurídica, que como proponer y nombrar son facultades distintas, el jefe del Estado no está obligado incondicionalmente a nombrar al propuesto. La segunda, de tipo político, que el jefe del Estado asume un alto riesgo al ejercer ese excepcional derecho de veto. En Italia llegó a ser acusado en sede política y mediática de «golpismo» y de actuación «antidemocrática». Por todo ello, y por elementales razones de prudencia, políticamente es preferible entender —como hace el autor— que el nombramiento de ministros es un acto debido del rey, aunque jurídicamente tal interpretación no sea la única posible. Si el ejercicio de este legítimo poder moderador fue tan polémico en Italia, a pesar del carácter electivo del presidente, más lo sería en España.

B. Cidoncha subraya la importancia de la intervención del jefe del Estado en el proceso de nombramiento del jefe del Gobierno. La Constitución española otorga al jefe del Estado una «potestas muy relevante: la propuesta de candidato a jefe del Gobierno» (p. 165). Se trata de una potestad que está limitada por la Constitución, pero esas limitaciones no le privan de tal carácter. Se trata de una potestad de la que carece el monarca sueco, y similar a la del rey de los belgas o a la del presidente de la República federal alemana.

En circunstancias normales, las fuerzas políticas con representación parlamentaria ofrecerán al rey el nombre de una persona susceptible de obtener el respaldo necesario para lograr la investidura, ya sea en primera vuelta (mayoría absoluta) o en segunda (mayoría simple). Ahora bien, en aquellos casos —que desgraciadamente podrían ser frecuentes en el convulso y polarizado escenario político que padecemos— en que los diputados no hacen su tarea y no ofrecen al monarca el nombre de un candidato con posibilidades de ser investido, ni siquiera por mayoría simple, se produce un bloqueo político, un supuesto de anormal funcionamiento de las instituciones. El rey entonces debe intervenir como un árbitro para desbloquear:

En este caso, le corresponde al Rey decidir un candidato, en la medida en que la Cámara no se encuentra en situación de proporcionárselo. Decidir motu proprio un candidato: esta es su potestas, durmiente en circunstancias ordinarias, que se despierta en esta circunstancia extraordinaria de funcionamiento defectuoso del Congreso. El Rey se ve en la obligación de arbitrar, de desbloquear una situación de bloqueo, porque una institución de nuestro sistema no ha funcionado regularmente. Y está obligado a decidir, no puede no decidir, porque arbitrar es justamente desbloquear una situación y no decidir produce su bloqueo (p. 168).

Coincido plenamente con el autor en que en esos casos el rey está obligado a presentar a un (posible) perdedor y esta es una potestad típicamente arbitral.

V. EL RECHAZO DE LAS POTESTADES BLOQUEANTES[Subir]

Finalmente, Cidoncha entra en el espinoso tema de ¿y si el rey se niega a firmar?, posibilidad que, como hemos visto, había rechazado en el caso del nombramiento de los miembros del Gobierno. Frente a la tesis de Herrero de Miñón o de Fernández-Fontecha, defensores de las «potestades bloqueantes» de las que hablara Jellinek cuando nos advertía que con su inactividad el jefe del Estado puede paralizarlo, el autor sostiene que el rey está obligado a firmar: «Creo que conferir al Rey potestades bloqueantes con su inactividad es lo contrario de arbitrar, tal como lo entiendo. Un árbitro está para desbloquear, no para bloquear» (p. 172). El autor justifica su rechazo con tres argumentos. El primero es que el rey no es el defensor jurídico de la Constitución y, en consecuencia, no le corresponde vetar o bloquear ningún tipo de acto anticonstitucional porque para velar por su constitucionalidad están previstos otros mecanismos (jurisdicción constitucional y contencioso-administrativa). El segundo argumento es la existencia de una convención constitucional: «El Rey debe firmar, aunque no haya sanción si no firma…porque es lo que se espera de él, a la luz, una vez más, de los principios democrático y parlamentario, principios desde lo que se extrae la convención» (p. 174). Y el tercer argumento, que podemos denominar prudencial o pragmático, se basa en las eventuales consecuencias que tendría la negativa: «[…] no firmar, sin duda, pondría en juego la pervivencia misma de la Corona» (p. 173). Con todo, el autor reconoce que en casos límite (que denomina hipótesis extremas no imaginables[7]) la negativa estaría justificada.

El primer argumento no resultaría aplicable en aquellos supuestos en los que los defensores jurídicos de la Constitución (Tribunal Constitucional y también Poder Judicial) carecen de facultades de control del acto. Por ejemplo, el caso examinado del nombramiento de ministros. El segundo, la existencia de una tal convención, tampoco nos ofrece una solución definitiva al problema en la medida en que —como expresamente reconoce Cidoncha— admite excepciones. Realmente, el argumento prudencial es el más poderoso de los tres. En todo caso, la problemática sobre las eventuales potestades bloqueantes de la Corona conecta con la última cuestión abordada en la obra.

VI. EL REY COMO GUARDIÁN DE LA CONSTITUCIÓN[Subir]

¿Es el rey guardián de la Constitución? Herrero de Miñón atribuye al rey una función de defensa de la Constitución cuando quiebra el funcionamiento de las instituciones. Y ello a pesar de que lógicamente no es el defensor jurídico de la Constitución. La objeción tradicional y mayoritaria a esta tesis es que eso supondría atribuir al rey una potestas (no prevista expresamente entre sus funciones).

Cidoncha se enfrenta a esta cuestión examinando dos acontecimientos decisivos de nuestra reciente historia constitucional: los mensajes del rey del 23 de febrero de 1981 y del 3 de octubre de 2017, realizados por dos monarcas distintos y en contextos también diferentes.

En el primer caso, quienes básicamente asumimos la tesis de Herrero de Miñón no tenemos ningún problema para justificar la actuación de D. Juan Carlos, ni en el fondo ni en la forma. En ambos supuestos, el ataque a la Constitución era un ataque de tipo existencial, para el que la defensa jurídica resultaba insuficiente. Y en ambos supuestos el mecanismo o procedimiento utilizado por la Corona fue el mensaje a la nación, un instituto que, aunque no figura entre las competencias del rey previstas en los arts. 62 y 63 de la Constitución, es inherente a sus funciones arbitrales y moderadoras. En 1981 el rey no solo ejerció auctoritas, sino que desplegó también potestas, porque dio órdenes explícitas a las Fuerzas Armadas. En la medida en que el Gobierno de la nación estaba secuestrado por los golpistas, el vacío de poder creado justificaba sin duda alguna que el rey ejerciera una suerte de poder de suplencia de las instituciones (o de reserva).

El rey ejerció, sin duda, influencia —escribe Cidoncha— como poco para defender la Constitución: pero también informó a la ciudadanía de ello, lo que fue muy importante, y lo hizo utilizando un instrumento no previsto expresamente en la Constitución: el mensaje. A través de él, el Rey “animó” a la ciudadanía y “advirtió” a las Fuerzas Armadas de que no iba a tolerar la quiebra de la Constitución. Guardó e hizo guardar la Constitución o, si se prefiere, influyó decisivamente para que se guardara (p. 179).

En este contexto conviene añadir otro supuesto de ejercicio del poder moderador y arbitral regio de la máxima trascendencia y que quedó oscurecido por el discurso televisado de la madrugada, por lo que en esta monografía no aparece mencionado. Una vez restablecido el orden constitucional, y liberados los miembros del Gobierno en funciones y del Congreso, el 24 de febrero se celebró Consejo de Ministros extraordinario a las 14 horas. A las 17 se reunió la Junta de Defensa Nacional. Y a las 20, el rey, en un caso paradigmático de moderación (o arbitraje, si se considera que la crisis no estaba del todo superada), convocó en la Zarzuela a los dirigentes de los principales partidos (Felipe González, Manuel Fraga, Santiago Carrillo y Agustín Rodríguez Sahagún) y «les leyó un documento apelando a la unidad y a la responsabilidad de las instituciones y de los partidos» (‍Fuentes, 2011: 518), y a continuación intercambió impresiones sobre lo ocurrido el día anterior.

Felipe VI, treinta y seis años después que su padre, también «salió en defensa de la Constitución cuando estaba en peligro. No lo hizo ejerciendo potestas: no tenía ni tiene poder para evitar que la Constitución se incumpla, ni tampoco poder para sancionar su incumplimiento. Lo hizo ejerciendo exclusivamente auctoritas. Esto es, ejerciendo influencia para que se cumpliera […], Felipe VI guardó, a su manera, la Constitución e influyó decisivamente para que se hiciera guardar la Constitución» (p. 181).

Debemos subrayar que —con independencia del título jurídico en el que se fundamente la cobertura de estas dos intervenciones— en ambos casos la actuación del rey contribuyó decisivamente a la salvaguardia de la Constitución. Por decirlo con mayor claridad y contundencia, salvo que pretendamos negar la realidad de lo que ocurrió, en ambos casos, los monarcas respectivos actuaron indiscutiblemente como «defensores de la Constitución». La diferencia fundamental entre ambos supuestos es que D. Juan Carlos hizo uso de potestas (al activarse el poder de suplencia o reserva), mientras que su hijo, D. Felipe, se valió únicamente de su auctoritas.

Esto último pone de manifiesto que también con la auctoritas se puede defender la Constitución con éxito: «El rey no es el guardián jurídico de la Constitución, pero la praxis constitucional nos pone de relieve que sí puede ejercer de guardián político de la misma en situaciones de crisis constitucional, con la única fuerza que posee, la auctoritas y usando para ello, por ejemplo, el mensaje» (p. 183). Mi maestro, Antonio Torres del Moral, justifica la existencia de este derecho en una convención constitucional con fundamento en el art. 56 (‍2018: 56). En esta línea, Cidoncha añade a la tríada clásica de facultades regias establecida por Bagehot (animar, advertir y ser consultado), «el derecho a comunicarse con su pueblo» (p. 192).

VII. LA RELEVANCIA CONSTITUCIONAL DEL «DERECHO DE MENSAJE»[Subir]

Con independencia de que esté o no recogido en un texto constitucional concreto, considero que el derecho de mensaje es una función inherente a la Jefatura del Estado. Algunos autores encuentran dificultades para encontrar su cobertura constitucional, pero este puede y debe entenderse implícito en las funciones moderadoras y arbitrales. En circunstancias ordinarias el mensaje será ejercicio de moderación, y en crisis extraordinarias, expresión del arbitraje (‍Tajadura, 2022: 67).

En relación con ello conviene recordar que en el último proceso constituyente español el filósofo y senador de designación real Julián Marías propuso añadir a las funciones del rey la de «dirigir mensajes a las Cortes Generales». En el voto particular del grupo socialista del Congreso se incluía la misma fórmula como facultad del presidente de la República para dirigir mensajes no solo a las Cortes, sino a la nación. Se trata de enmiendas basadas en una muy acertada comprensión de la institución de la Jefatura del Estado:

Es cierto —expuso Julián Marías— que los socialistas del Congreso proponían esta función para el jefe del Estado al proponer en un voto particular que el jefe del Estado sea el presidente de la República. No veo diferencia fundamental si se trata del Rey. En todo caso, la diferencia sería para aumentar la necesidad o conveniencia de esta facultad en el caso del Rey, porque el presidente de la República es un hombre político, o por lo menos lo ha sido, que puede ser una figura retirada de un partido, pero normalmente es un hombre de partido, lo cual significa dos cosas: por una parte, que tiene representantes que pueden asumir su voz en las personas que pertenecen a su partido, mientras que el Rey no tiene partido ni puede tenerlo; por otra parte, que precisamente por tratarse de una persona que está por encima de los partidos y no es un político le corresponde de modo preferente esa función de moderación y arbitraje (Constitución española, Trabajos parlamentarios, vol. IV: 4546-‍4547).

Y continúa con gran lucidez:

Me parece fundamental que, en casos de discordia, en casos de perturbación, en casos en que aparezca una situación divisiva o peligrosa, haya una voz que no sea partidista, que no sea de un político, que pueda dirigirse a la totalidad del pueblo […] para hacer sonar una voz de moderación o de arbitraje en cuestiones que afecten gravemente al equilibrio de la sociedad (Constitución española, Trabajos parlamentarios, vol. IV: 4547).

Esa voz «de moderación y arbitraje» es la del jefe del Estado. Aunque la enmienda fue rechazada, lo cierto es que, con el tiempo, como premonitoriamente advirtió el representante socialista F. Ramos Fernández-Torrecillas, «este tipo de mensajes […] pueden quedar perfectamente en la práctica constitucional, sin que sea necesario que se le encomiende esta función estricta y específica al Rey» (Constitución española, Trabajos parlamentarios, vol. III: 3570).

VIII. UN REY NEUTRAL NO ES UN REY NEUTRALIZADO[Subir]

En el ejercicio de su poder moderador y arbitral, el rey tiene que ser exquisitamente neutral. Ahora bien, la neutralidad no debe confundirse con la «neutralización» del rey.

La actuación de Felipe VI en 2017 en defensa de la Constitución fue criticada por algunos con el argumento de que el rey violó su neutralidad. Frente a este tipo de críticas, conviene precisar el alcance de la obligación de «neutralidad política» y distinguir poder neutral de poder neutralizado. La neutralidad que se predica del jefe del Estado lo es respecto a los partidos e ideologías representados en las Cortes, pero el rey (por su propia función y el juramento prestado) no puede ser neutral o equidistante entre quienes pretenden destruir la Constitución y quienes aspiran a salvaguardarla. Un rey neutral no es un rey neutralizado. Los trabajos de Eloy García sobre la neutralidad del rey son en este sentido muy esclarecedores y extrapolables a otros sistemas. El papel del rey en democracia consiste en «impedir, desde la más estricta neutralidad política, que el conflicto se desborde y que las instituciones estallen asegurando la continuidad del sistema» (‍García, 2019: 46). En este contexto, la diferencia entre un jefe de Estado neutral y un jefe de Estado neutralizado resulta fundamental: «En el primer caso, la institución tiene vedado en grado absoluto hacer juego político, intervenir en clave de política de partido, poseer coloración política […] pero no se encuentra impedida de hacer política en términos constitucionales; en el segundo, el poder ha sido neutralizado como tal poder y sencillamente no existe, es una mera instancias retórica o si se prefiere una dimensión simbólica» (‍García, 2014: 308).

Los críticos del mensaje del 3 de octubre reprochan, por tanto, al rey una falta de neutralidad que no es tal[8]. Y olvidan que el silencio del monarca hubiera resultado incompatible con su función. Ante un desafío existencial al orden constitucional como el planteado en septiembre de 2017, el jefe del Estado no podía permanecer pasivo. Esa pasividad —preconizada por algunos— hubiera supuesto relegar a la magistratura de auctoritas a una posición decorativa, y, como tal, inútil. Lejos de ello, la Corona demostró su utilidad y su funcionalidad, desplegó su función moderadora a través de la comunicación y coadyuvó a que el Gobierno y las Cortes afrontaran con éxito el desafío separatista. Advirtió del problema, animó a afrontarlo y, sobre todo, transmitió a la opinión pública española en general, y catalana en particular, que el Estado —cuya unidad y continuidad encarna el rey— no iba a abdicar de su función de garante de la igual libertad de todos.

En la obra que nos ocupa Cidoncha asume con meridiana claridad esta distinción entre rey neutral y neutralizado y subraya expresamente que, «dado que las cosas fueron como fueron, no se puede decir que el Rey violó su neutralidad» (p. 182).

IX. LA IMPORTANCIA DE LA AUCTORITAS ARBITRAL Y MODERADORA[Subir]

En la neutralidad —ligada a su carácter vitalicio y no electivo— reside la principal ventaja de la monarquía. Unida a la ejemplaridad, hace de la Corona la suprema magistratura de auctoritas de nuestro Estado constitucional: «La auctoritas arbitral y moderadora —escribe Cidoncha— no es cosa baladí». Para ejercerla el rey no solo dispone de las competencias específicas del 62 y el 63. Dispone de otros muchos medios: «[…] los contactos con los gobernantes, pero también con la gente, los viajes, los discursos en actos oficiales…, los mensajes. A través de ellos, el Rey puede influir no solo en quienes gobiernan, sino en el pueblo que les da la potestas, para contribuir a preservar el espíritu de la Constitución, sin el cual su letra está muerta» (p. 191).

La gran lección que nos transmitió Constant fue que la legitimidad democrática no basta ni para garantizar la libertad ni para asegurar la unidad y la continuidad del Estado. Para lograr estos fines es necesario incluir en la arquitectura constitucional, modificando el esquema clásico, un poder neutral y moderador. Ese poder es la Jefatura del Estado (monárquica o republicana). En el caso de las monarquías, en la medida en que su existencia se justifica ahora por su función, la legitimidad histórica y tradicional es reemplazada por una legitimidad funcional. La Corona se legitima por su función moderadora, arbitral y garante de la Constitución.

El riguroso y brillante estudio realizado por Cidoncha asume la plena vigencia —con las necesarias adaptaciones— de los planteamientos de Constant. La obra confirma la utilidad de la Jefatura del Estado por su función de arbitrar y moderar el proceso político: «[…] se trata de una tarea distinta y complementaria de la de los Tribunales Constitucionales, pero con el mismo objetivo: la garantía de la Constitución. Viene a sumar, no a restar» (p. 186).

NOTAS[Subir]

[1]

Este trabajo se enmarca en las tareas del Grupo de Investigación de la UPV-EHU de Historia intelectual de la política moderna: conflictos y lenguajes jurídicos y políticos (IT1663-22), financiado por el Gobierno vasco.

[2]

Antonio Cidoncha, Neutralidad y jefatura del Estado, Barcelona, Bosch, 2023, 208 págs.

[3]

Existen dos copias con versiones similares de esta obra, una fechada entre 1800 y 1803, y otra en 1810. Ninguna de ellas se publicó en vida del autor.

[4]

Si Constant forjó la gramática de la Constitución, a su maestro, el abate de Fréjús, le corresponde el mérito de haber alumbrado un nuevo lenguaje, el lenguaje la Constitución. La idea de libertad de los modernos desarrollada por Constant en su célebre conferencia en el Ateneo Real de París en 1819, como la propia de una sociedad comercial, está también en Sieyès. Lo mismo ocurre con la necesidad de limitar la soberanía (‍Tajadura, 2023: 80 y 116). Tanto Sieyès como Constant fueron plenamente conscientes de que la garantía de la libertad y de las conquistas de la Revolución exigía terminar esta y, en definitiva, estabilizar la política. Todas sus construcciones doctrinales (jurado constitucional, colegio de conservadores, poder neutral moderador) persiguen ese objetivo estabilizador, y, como la obra que nos ocupa confirma, el diseño de la Jefatura de Estado en las modernas democracias parlamentarias es tributaria de sus planteamientos.

[5]

«Los demás miembros del Gobierno serán nombrados y separados por el Rey, a propuesta de su presidente».

[6]

El rechazo del presidente Mattarella, esto es, el ejercicio excepcional del controvertido derecho de veto, no cuestionaba la neutralidad presidencial, puesto que no se basaba en razones político-partidistas, sino en intereses superiores de Italia. El propuesto Paolo Savona era un conocido euroescéptico contrario a la unión monetaria europea, por lo que su nombramiento hubiera podido ocasionar un profundo revés financiero a Italia.

[7]

Sancionar una ley que no ha sido aprobada por las Cortes, nombrar presidente a quien no ha sido investido por el Congreso, o decretar una disolución de Cortes que no provenga del presidente del Gobierno. Se podrían añadir otros supuestos: baste señalar un decreto de disolución que sí proceda del presidente del Gobierno, pero que se pretenda cuando se esté tramitando una moción de censura.

[8]

Por todos, las posiciones doctrinales enfrentadas de Javier Pérez Royo (en contra del rey) y de Antonio Torres del Moral (a favor del rey) (‍Lafuente, 2019).

Bibliografía[Subir]

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