I
Hace ya casi dos décadas, en un ensayo titulado El retorno de los césares, el jurista y político José Manuel Otero Novas reflexionaba sobre el carácter cíclico de la historia, oscilante entre dos fases a las que denominaba apolíneas y dionisíacas. El autor alertaba de que el largo período apolíneo característico de la historia europea posterior a la Segunda Guerra Mundial ya en el momento de redactarse el ensayo mostraba síntomas de agotamiento y amenazaba con ser relevado por otra fase dionisíaca, caracterizada por un auge de las figuras carismáticas que amenazaban los pilares básicos del Estado social y democrático de derecho típico del constitucionalismo de la segunda posguerra. Pues bien, a punto de alcanzarse el ecuador de la tercera década del siglo xxi, lo que hace veinte años parecía una simple «amenaza fantasma» (permítase utilizar el título de uno de los episodios que integran la saga galáctica) en los actuales tiempos constituye una realidad muy próxima, debido al auge de los populismos de uno u otro signo y la peligrosa deriva extremista de fuerzas a diestra y siniestra, por mucho que se cubran con el ropaje de la legitimación democrática en un ejercicio de lo que el profesor Gustavo Bueno denominaba fundamentalismo democrático. Nada lo ilustra mejor que el cuestionamiento abierto de nuestro sistema constitucional, sibilinamente disfrazado de mera crítica, a lo que ya algunas fuerzas denominan ya abierta y peyorativamente el «régimen del 78».
Roberto Luís Blanco Valdés publicó hace seis años una valiente, vibrante y magnífica defensa de la Constitución de 1978 y de nuestra democracia en un lúcido ensayo significativamente titulado Luz en las tinieblas. Vindicación de la España constitucional. Es precisamente el ataque que dicho autor percibe se está efectuando a los principios básicos del constitucionalismo (soberanía popular, división de poderes y garantía de los derechos) lo que le ha llevado a publicar una nueva reivindicación, en este caso con el título de Revolución y constitución, en la que se sumerge en los propios orígenes del constitucionalismo buceando en su mismo nacimiento, acaecido en Estados Unidos en el cuarto final del Siglo de las Luces. El hecho que el citado estudio sea una especie de respuesta a ataques directos al principios constitucionales básicos no es una mera afirmación gratuita, sino que el propio Roberto Blanco lo reconoce de forma expresa en la introducción cuando se refiere a los «populismos extremistas que, también en democracias consolidadas, han surgido con gran fuerza, por la izquierda y la derecha del espectro partidista», y cuya base ideológica se centra en la «impugnación de la filosofía y los principios ilustrados sobre los que se construyeron el constitucionalismo y la democracia liberal», impugnación que en ocasiones se lleva al extremo de cuestionar abiertamente el propio texto constitucional, como el ejemplo que se ofrece en la citada introducción evidencia con toda su crudeza.
De ahí que, ante esa mezcla de populismo y adanismo amparada, además, en la constante apelación al principio democrático y las constantes invocaciones al pueblo, convenga reflexionar sobre los orígenes de principios constitucionales que, durante los últimos dos siglos y medio, han servido de base a la ordenación y limitación del poder y a la garantía de derechos fundamentales. Eso, y no otra cosa, se consigue al sumergirse en las páginas del excelente ensayo Revolución y constitución, donde en algo más de dos centenares de páginas se evocan los difíciles alumbramientos del moderno constitucionalismo en la costa este de Norteamérica, cuando superadas las tres cuartas partes del siglo xviii trece colonias que formaban parte del Imperio británico disolvieron los lazos que las unían a la entonces madre patria y surgieron como nación independiente, dando comienzo a una etapa donde nacieron conceptos y principios básicos que aún hoy permanecen como médula espinal del constitucionalismo: el propio concepto racional-normativo de constitución, rigidez constitucional, control de constitucionalidad, soberanía popular y división de poderes.
II
Roberto Blanco Valdés es uno de los escasísimos autores que ha mostrado una querencia por la historia constitucional estadounidense. Lo acreditó fehacientemente hace justo tres décadas, en 1994, cuando publicó un estudio que será ya con carácter permanente una obra de referencia obligada en la materia: El valor de la Constitución; estudio que, por cierto, mereció una amplia y elogiosa reseña que, con el título «Constitución y ley en los orígenes del Estado liberal» (en puridad, un ensayo autónomo elaborado tomando como base reflexiones en voz alta planteadas a raíz de la lectura de la obra glosada), elaboró el tristemente desaparecido Joaquín Varela. En aquel ya clásico libro, Roberto Blanco sintetizaba los pilares o basamentos ideológicos ancilares del constitucionalismo moderno, fundamentalmente la división de poderes, para a continuación situarlos en la aplicación práctica que de ellos hicieron los revolucionarios norteamericanos y franceses, dando lugar a dos sistemas que, pese a utilizar unos mismos autores y principios, divergieron en la práctica más que nada por los condicionantes particulares de cada territorio, en especial la existencia en la vieja Europa de las monarquías y la necesidad de insertar dicha institución en el seno de la organización constitucional.
A ese primer libro con destacada presencia del constitucionalismo estadounidense siguieron otros donde el autor transitó igualmente por la senda de la historia norteamericana, como Los rostros del federalismo, un lucidísimo ensayo publicado en 2012 en el que disertaba ampliamente sobre el principio federal y su articulación en los diversos países organizados territorialmente de dicha forma.
Pues bien, en este 2024 acaba de ver la luz Revolución y constitución, donde Roberto Blanco Valdés regresa a un momento y a un lugar concretos que conoce a la perfección para sumergirse en los entresijos del alumbramiento de la Constitución estadounidense de 1787 y la defensa que del texto hicieron los tres autores que, encubiertos bajo el común pseudónimo de Publius, saltaron a la palestra a defender dicho texto de los ataques a los que estaba siendo sometido por sus detractores. Y ese acercamiento lo hace con un dominio del estilo, con un manejo de las fuentes primarias y bibliografía especializada sencillamente impresionante, donde quizá tan solo se eche de menos alguna referencia a la monumental Documentary History of the Ratification of the Constitution. El autor demuestra a la perfección conocer antecedentes, ambientes y, sobre todo, personas, como lo demuestran los apuntes biográficos no solo de Alexander Hamilton y James Madison, sino del tercer redactor de El Federalista, John Jay, al que autores de prestigio, como Ramón Maíz, dejaban en el olvido incluso en ediciones recientes de la propia obra en la cual Jay participó activamente.
III
Los movimientos de las obras musicales del período clásico solían tener una estructura interna dividida en tres partes claramente perceptibles: introducción, desarrollo y recapitulación o coda. Pues bien, Revolución y constitución, obra centrada en exponer la defensa que los autores de El Federalista efectuaron de los principios fundamentales del texto constitucional estadounidense, curiosamente tiene esa misma estructura, que, por tanto, la asemeja en cierta medida a las expresiones artísticas existentes en la etapa histórica objeto de estudio.
La introducción (que engloba en el libro la formalmente denominada como tal y los dos primeros capítulos) parte de un claro posicionamiento en defensa de los principios básicos del orden constitucional moderno surgidos tras la revolución estadounidense de 1776: representación política, garantía de derechos y división de poderes, a los que cabría añadir las grandes creaciones de los revolucionarios americanos, cuales fueron el concepto racional-normativo de constitución y el principio de supremacía constitucional con los órganos judiciales como guardianes del texto constitucional frente a los eventuales excesos del Legislativo. En estas breves páginas se enuncia el programa o leitmotiv del estudio, así como las razones por las que el autor ha decidido focalizar su análisis en el contenido de El Federalista.
A continuación, los dos primeros capítulos intentan situar al lector en la órbita histórico-política en la que se movieron los padres fundadores. El primer capítulo, titulado significativamente «El pueblo convertido en un poder», expone de forma sintética el período histórico comprendido entre el final de la guerra de los Siete Años y el alumbramiento de la Constitución federal. Y lo hace de una forma muy cinematográfica: situar al lector en un momento (mayo de 1787) y un lugar (el Independence Hall de Filadelfia, donde se encontraban reunidos los delegados encargados aparentemente de efectuar una simple reforma de los Artículos de la Confederación) para, a continuación efectuar un flashback en el que a lo largo de treinta y cinco páginas se sintetizan de forma magistral los acontecimientos que, iniciados con el famoso motín del Té, provocaron la represalia del Parlamento británico, que, a su vez, encendió la chispa de la rebelión que finalizó con la guerra, la Declaración de Independencia y la aprobación de los Artículos de la Confederación. Las limitaciones de espacio impiden que se puedan abordar los motivos que a lo largo del período crítico (el comprendido entre 1783 y 1787) llevaron a la crisis del sistema confederal y a plantearse abiertamente la reforma de los Artículos de la Confederación, en lo que influyeron no poco las actuaciones de los diversos estados, que en muchas ocasiones fueron por libre, aprobando incluso leyes contrarias a tratados suscritos por Estados Unidos (caso del Tratado de París y, en especial, la cláusula que impedía que tanto Gran Bretaña como Estados Unidos pusiesen obstáculos legales al recobro de deudas de las que fueran acreedores nacionales de cualquiera de ambos países). El 13 de octubre de 1786, el entonces secretario de Asuntos Exteriores de Estados Unidos, que no era otro que John Jay, elaboró un extenso análisis jurídico que llevaba por título «Informe sobre las violaciones del Tratado de Paz», en el que, tras constatar la aprobación por los diferentes estados de leyes que contravenían de forma directa preceptos del citado instrumento internacional, y pese a efectuar una interpretación profundamente nacionalista de los Artículos de la Confederación, apuntaba a la carencia de instrumentos nacionales de coerción sobre los estados. No deja de ser paradójico que el nacimiento del moderno Estado federal surgiese precisamente como un intento de embridar a los estados con el objetivo de evitar veleidades que comprometieran la actuación exterior de Estados Unidos.
El segundo de los capítulos, intitulado «Frente a demagogos y tiranos», constituye, en realidad, una apretada síntesis de la génesis y contenido de El Federalista y una breve aproximación biográfica a sus autores. Por cierto, a título de curiosidad, para contextualizar el ambiente en el que surgió la iniciativa acaudillada inicialmente por Hamilton y Jay, este capítulo se inicia con una evocación de Thomas Jefferson, así como su famosa afirmación contenida en la carta que dirigió a Edward Harrington el 16 de junio de 1787, y en la cual sostenía: «Si se me da a elegir entre tener un Gobierno sin prensa o una prensa sin Gobierno, no dudaría ni un instante en optar por esta última». Es una lástima que justo tres lustros después de realizada dicha afirmación el ya presidente Jefferson no dudase, como en tantas otras ocasiones, en desautorizarse a sí mismo e instar la persecución de un periodista que había difundido en su medio de prensa escrita dos afirmaciones muy críticas contra él (una de carácter político —haber sufragado una campaña de difamación contra Washington— y otra de naturaleza personal —mantener relaciones sexuales con una de sus esclavas—), dando lugar al caso People v. Croswell, tramitado en los tribunales de Nueva York y cuya acusación real ejerció a distancia el presidente. En este aspecto, sin cuestionar en modo alguno la brillantez intelectual de Jefferson, convendría releer de vez en cuando el ya clásico y desmitificador ensayo Jefferson and civil liberties: the darker side, que, por cierto, costó más de un disgusto a su autor, Leonard Levy, a quien se reprochó exponer ese «lado oscuro» de alguien hasta entonces mitificado. No obstante, y regresando al ambiente social de Estados Unidos a finales de 1787, la verdadera eclosión de ensayos, artículos y opúsculos, de la más variada extensión y tanto a favor como en contra del texto constitucional aprobado, explica la aparición de la obra que constituye la columna vertebral de Revolución y constitución.
En ocasiones, una obra de cualquier naturaleza que en su momento apenas tuvo éxito y no despertó simpatías más que en un reducido núcleo llega con el tiempo a convertirse en un clásico indiscutible. Así ocurrió, por ejemplo, con el film It’s a wonderful life, que, estrenado en 1947, tuvo escasa aceptación y actualmente es un clásico del séptimo arte, siendo inusual que falte a su cita navideña en la pequeña pantalla. Algo similar ocurrió con El Federalista.
Roberto Blanco, que desgrana con precisión los orígenes, el desarrollo, la estructura y el contenido de la entusiasta defensa que Hamilton, Madison y Jay realizaron del texto emanado de la convención de Filadelfia, incide en que ya desde el principio este texto fue considerado como el mejor comentario del texto constitucional. Quizás en este punto tan solo es en el que radica mi discrepancia con el autor, pues la importancia e influencia que han llegado a tener en el tiempo no implican que fueran análogas a las que tuvieron en el bienio 1787-1788. Como bien se indica en la obra:
[…] el proceso histórico de ratificación estuvo todo él marcado por los debates en periódicos, panfletos y escritos diversos y en reuniones de todo tipo que sirvieron para articular políticamente la confrontación entre los partidarios y detractores tanto del nuevo modelo de Estado que se había configurado en Filadelfia como, más en concreto, de unas u otros concretas decisiones que, en relación con asuntos específicos de la regulación constitucional, había adoptado la convención.
Roberto Blanco enumera los más significativos escritos que, bajo pseudónimo, aparecieron en uno y otro bando, en un verdadero combate escrito donde, como bien deja claro Pauline Maier en la que continúa siendo la obra de referencia sobre la materia (Ratification, the people debate the constitution), no siempre se respetaron las formas ni el juego limpio. Se trató de una lucha sin cuartel donde incluso la censura hizo su aparición, como muestra el ejemplo de Connecticut, donde casi todas las publicaciones antifederalistas fueron censuradas, y tan solo se permitió la aparición de un mínimo contenido a petición de Oliver Ellsworth, al sostener con toda lógica que difícilmente podría salir a la palestra en defensa de un texto que aparentemente no tenía detractores.
En ese profundo ambiente de división entre partidarios y antagonistas de la Constitución, El Federalista fue un ejemplo más de literatura política partidista. No se trata de un análisis aséptico y objetivo del texto, sino de un análisis partidista e interesado efectuado por defensores de la Constitución, y que fue uno más de entre los miles de escritos que vieron la luz en ese apasionante bienio. Pero también no conviene perder de vista que Hamilton, Madison y Jay perseguían un objetivo político muy concreto: persuadir a los integrantes de la convención neoyorkina encargada de debatir la ratificación del texto constitucional. En este sentido, tuvo bastante más influencia la Carta al pueblo del estado de Nueva York (redactada en solitario por John Jay) que el propio El Federalista, y, aun así, la ratificación de la Constitución federal en el Empire State se efectuó por el estrechísimo margen de tres votos, los que separaron a los 30 delegados partidarios del nuevo texto de los 27 que votaron en contra.
IV
El tercer capítulo de Revolución y constitución, al que también se le da el significativo título de Un hermoso ejemplo constitucional, se adentra en el análisis de las principales aportaciones del constitucionalismo estadounidense y que aún hoy, transcurridas dos centurias y media, continúan manteniendo su vigencia: concepto racional-normativo de constitución, supremacía constitucional, control de constitucionalidad, división de poderes y principio federal. Y lo hace de una manera muy didáctica: exponiendo la regulación constitucional y, a continuación, insertando los párrafos de El Federalista relativos a tales principios, que a continuación Roberto Blanco Valdés glosa con mano maestra.
Hay un aspecto esencial que conviene tener muy en cuenta y que el magnífico libro comentado recoge de forma expresa en las páginas 112 y 154, y no es otro que la curiosa paradoja de unos padres fundadores que articularon un sistema basado en la soberanía popular, mas, sin embargo, tuvieron mucho cuidado en dejar bien claro su recelo hacia los excesos del principio democrático. En efecto, como bien indica Roberto Blanco en el propio título del primer capítulo, el texto constitucional de 1787 parte del principio de soberanía popular (el celebérrimo we the people con el que se inicia el breve preámbulo), siendo precisamente dicha causa el principal motivo que esgrimieron sus opositores, quienes partían del principio de soberanía de los estados. Pero esa soberanía del pueblo de Estados Unidos en modo alguno implicaba constitucionalizar un sistema democrático, pues, como dejó bien sentado Bruce Ackerman en las páginas iniciales de su lucidísimo estudio The failure of the founding fathers, estos se mostraban orgullosos de considerarse revolucionarios, mas no deseaban ser considerados demócratas, como lo acreditó que el propio Edmund Randolph, el defensor del Plan Virginia, atribuyese la crisis del sistema confederal a la excesiva presencia del elemento democrático. No obstante, esa precisión no fue óbice para que el resultado fuese un texto constitucional que aún hoy permanece en vigor.
El tránsito de un concepto histórico a un concepto racional-normativo de constitución se expuso el 27 de junio de 1795 y no en un ensayo doctrinal o en un escrito político, sino nada menos que en la vista oral del caso Hylton v. United States, donde el letrado John Vardill afirmó: «El término “Constitución”, que hasta tiempos modernos implicaba simplemente “una forma de gobierno”, en la actualidad se entiende en América como un “código de normas destinadas a regular la conducta del gobierno”». De forma tan sencilla y elocuente se expuso en el seno de un proceso (que, además, tenía como único objeto dilucidar la constitucionalidad un impuesto) la novedosa mutación conceptual. La Constitución pasaba así a ser un texto concreto, de naturaleza jurídica, y, además, indisponible para el legislador ordinario, que estaba subordinado a las previsiones de aquella. De ahí que, para garantizar su supremacía, surgiese lo que con el tiempo se denominaría judicial review o control de constitucionalidad de las leyes, facultad que permanecería en manos del Poder Judicial.
Roberto Blanco Valdés pone de relieve dos cuestiones en las que hace no mucho tiempo también incidió el juez Stephen Breyer a la hora de presentar su libro Supreme Court and the peril of politics. Y es que los padres fundadores no solo temían el surgimiento de un líder populista que se aupase al poder con el apoyo de las masas, sino que temían bastante más los excesos del Poder Legislativo, que era con mucho el más importante, dado que la presidencia aún no había alcanzado ni mucho menos la dimensión que lograría tras la llegada de Franklin Roosevelt a la Casa Blanca. De ahí que, frente a los excesos del Legislativo, se alzarían los jueces como verdaderos guardianes de la Constitución; unos jueces que, en palabras de John Adams en la carta que dirigió a John Jay en diciembre de 1800, debían ser «tan independientes de los vaivenes del pueblo como de la voluntad presidencial […], el más firme pilar que podemos tener contra los efectos de proyectos visionarios o teorías fluctuantes será una judicatura sólida». El control de constitucionalidad ejercitado por los jueces, tan ardientemente defendido y en fechas muy tempranas por jueces como James Iredell, William Paterson y Samuel Chase en discursos pronunciados ante jurados, era un mecanismo de garantía para mantener a uno de los poderes, el Legislativo, dentro de sus límites, de ahí que su ejercicio no se concibiese como el choque entre dos poderes (el Legislativo y el Judicial), sino como un mecanismo de garantía para evitar que el soberano (el pueblo, cuya voluntad se plasmaba en la Constitución) fuese desautorizado por un órgano constituido, el Congreso. Y para evitar, como muy bien apunta Roberto Blanco, que se pudiese alterar sustancialmente la Constitución sin tocarla formalmente. De ahí que, para los fundadores, supremacía constitucional y control de constitucionalidad fuesen de la mano. Si bien no se trataba de un control constitucional efectuado en abstracto, analizando el texto legal de forma aislada de la realidad social en el que ha de ser aplicado, sino analizándolo a raíz de su aplicación a un caso concreto, de ahí que la judicial review fuese en cierta medida algo incidental o accesorio al pleito principal. Este aspecto es algo que incluso en los propios Estados Unidos se ha desnaturalizado en cierta medida hasta el punto de acercarse en algunos casos más al sistema europeo de control abstracto, como señaló el juez Antonin Scalia en su voto particular discrepante a la sentencia United States v. Windsor.
Un último elemento sobre el que merece detenerse a reflexionar, máxime a la luz de la etapa en la que vivimos, es el temor de los constituyentes a que una facción con intereses particulares acabase imponiéndose en las cámaras y desde ellas incurriese en un «despotismo legislativo» que impusiese su voluntad a las minorías. Me permito transcribir al respecto esta frase de la página 145: «Se trata, en conclusión, de evitar la formación de mayorías permanentes, uniformes y generales sobre las diferentes materias que son competencia del Congreso de la Unión americana, lo que será viable gracias al sistema federal, que permite una defensa no solamente de la sociedad frente al Estado (del pueblo frente a sus gobernantes, en la terminología de James Madison) sino también de las minorías frente a la mayoría». Y es que, en efecto, la organización federal no buscaba tan solo limitar el poder con el objetivo de evitar extralimitaciones de los tres poderes de tal forma que dos de ellos pudiesen servir de freno al abuso que el tercero pudiera realizar, sino que una finalidad cuando menos tan importante, si no más que la anterior, era garantizar de forma efectiva el respeto de los derechos de las minorías frente a los eventuales abusos que una facción mayoritaria pudiera llevar a cabo desde las propias instituciones.
V
En puridad, el libro podría darse por finalizado con el capítulo tercero. No obstante, Roberto Blanco añade un epílogo en el que se extiende acerca de la recepción del sistema constitucional estadounidense en la vieja Europa de finales del xviii y el diferente modelo orgánico y jurídico que terminó imponiéndose en el continente europeo. En el tercer capítulo ya se había avanzado lúcidamente la cuestión al contraponer el modelo norteamericano con el continental europeo debido, sobre todo, a las diferentes circunstancias político-sociales y a los condicionamientos que pesaban sobre los constituyentes a una y otra orilla del Atlántico. Así, mientras en Europa las revoluciones tuvieron lugar en países regidos por monarquías absolutas y estructuradas socialmente en estamentos, lo que implicó la necesidad de atraerse a parte de las clases privilegiadas para consolidar las conquistas revolucionarias y, sobre todo, insertar a las viejas monarquías en el marco del nuevo sistema constitucional, en las antiguas colonias británicas no pesaba ninguno de esos condicionamientos. Es más, el recelo que los revolucionarios europeos mantenían hacia el poder monárquico en Estados Unidos fueron las asambleas legislativas el sujeto que generó una profunda desconfianza. Así lo sintetiza magistralmente Roberto Blanco en este lúcido párrafo de la página 159:
El poder legislativo será percibido en Norteamérica como una amenaza para el funcionamiento de un adecuado sistema de checks and balances y, en consecuencia, para la garantía efectiva de los derechos y libertades proclamados por la Revolución. Mientras, el liberalismo europeo, y de manera muy especial el liberalismo revolucionario que se plasmó en los primeros textos constitucionales del continente, concebirá el parlamento, muy por el contrario, como la garantía final de todas sus conquistas.
Diferencia sustancial que explica por sí misma las razones en virtud de las cuales un mismo principio (el de división de poderes) terminaría dando como resultado dos sistemas divergentes.