RESUMEN

Conocida es la influencia que Carl Schmitt ha ejercido y ejerce sobre no pocos profesores españoles. En concreto, el influjo schmittiano es mayúsculo sobre la generación que padeció el desastre de la guerra civil y continuó su carrera académica en la España de la posguerra. Partiendo de lo anterior, rastreamos en este trabajo la ascendencia de Schmitt en el pensamiento Manuel García-Pelayo. Por lo acotado del espacio, no podemos agotar el tema y, por ende, restringimos el análisis a algunos conceptos e ideas claves de Schmitt que el primer presidente del Tribunal Constitucional hace enteramente suyos. Además de las coincidencias teóricas, García-Pelayo compartió una larga amistad con Carl Schmitt, que perduró por casi medio siglo (1936-‍1985). Ejemplificación de esta amistad son algunas cartas inéditas que reproducimos en el presente texto.

Palabras clave: Carl Schmitt; Manuel García-Pelayo; amigos y enemigos; guerra; Estado; constitución; guardián de la constitución; dictadura; caso excepcional; correspondencia.

ABSTRACT

Carl Schmitt's influence on many Spanish professors is well known. In particular, the Schmittian influence on the generation that suffered the Spanish Civil War and continued their academic careers in post-war is enormous. In this paper, we trace Schmitt's influence on Manuel García-Pelayo's thinking. The topic is very wide. For this reason, we can’t exhaust the subject. Therefore, we restrict our analysis to some of Schmitt's important ideas and concepts which the first president of the Spanish Constitutional Court has integrated into his thinking. In addition to theoretical coincidences, García-Pelayo shared a long friendship with Carl Schmitt from 1936 to 1985. Examples of this friendship are some of the unpublished letters reproduced in this text.

Keywords: Carl Schmitt; Manuel García-Pelayo; friends and enemies; war; State; constitution; guardian of the constitution; dictatorship; exceptional case; letters.

Cómo citar este artículo / Citation: Vila Conde, Fr. (2024). Carl Schmitt y Manuel García-Pelayo: coincidencias teóricas y existenciales. Revista de Estudios Políticos, 206, 13-‍42. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.206.01

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Carl Schmitt (1888-‍1985) visita España por primera vez en 1929. Además de dar una conferencia sobre Donoso Cortés en el Instituto alemán de Madrid (‍Schmitt, 1962: 19), asiste a una corrida de toros en la capital y queda fascinado (‍Saralegui, 2016: 11). De la mano de esta vivencia, Ortega y Eugenio D’Ors empiezan a hablar de él[1].

Poco después, Adolfo González Posada y Nicolás Pérez Serrano toman el relevo a aquellos y divulgan a Schmitt entre los jóvenes «juristas del 27» (‍Guillén Kalle, 2018), denominación que el profesor Jerónimo Molina ha acuñado para designar a la generación de Manuel García-Pelayo (‍Molina, 2021). Curiosamente, autores «de izquierdas» hacen la primera recepción jurídica. Sánchez Sarto traduce Der Hüter der Verfassung (El defensor de la Constitución) el mismo año de su publicación en alemán (1931) y, tres años más tarde, en 1934, Francisco Ayala hace lo propio con la Teoría de la Constitución.

La buena acogida de Schmitt, empero, pronto se tuerce. El autor germano se había afiliado al NSDAP a finales de abril de 1933 (Hitler gobernaba desde el 30 de enero). Desde ese momento, y durante cuarenta y cuatro meses, Carl Schmitt deviene un intelectual comprometido. Escasos treinta días después de la noche de los cuchillos largos, en Der Führer schützt das Recht, justifica la matanza ordenada por Hitler en contra de las SA. Al convertirse en «jurista de cámara del nacionalsocialismo» (Gurian), los profesores españoles se alejan de él. Pérez Serrano guarda en un cajón su traducción a la tercera edición de El concepto de lo político y, como recuerda Dotti, Ayala se arrepiente de haber traducido la Verfassungslehre (‍Dotti, 2004).

Pero el profesor westfaliano no iba a caer en el olvido. En 1934, Conde se va a ultimar su tesis sobre Bodino a Berlín y, en 1936, García-Pelayo también estará con él. Y a estos primeros discípulos españoles seguirán muchos otros —y de todas las tendencias—: Ollero, Sánchez Agesta, Truyol, Fraga, Fueyo, Tierno Galván, etc. Algo tenía el alemán que, a pesar de comprometerse intelectualmente con un régimen que la mayoría de ellos despreciaba, muchos iban a recibir su bendición[2].

Tras la guerra civil, los juristas del 27 van poco a poco hallando acomodo en cátedras y, sobre todo, en el Instituto de Estudios Políticos, desde donde siguen el pensamiento de Schmitt (‍Gómez Orfanel, 1986: 16 y ss.). No puede hablarse, por lo tanto, de una ruptura con la Segunda República en cuanto a la recepción española de Schmitt. Se trataría, en todo caso, de una continuación[3]. García-Pelayo lo sintetiza: «Ha sido, sin duda, en España donde la obra de Carl Schmitt ha tenido no solo la primera, sino también la más extensa acogida y difusión» (‍García-Pelayo, 2019: 489).

Al igual que otros juristas de su quinta, García-Pelayo quedó embrujado por Schmitt. Tras una primera aproximación a Kelsen en un trabajo Sobre algunos conceptos capitales de la democracia —elaborado durante su estancia en Austria becado por la Junta para la Ampliación de Estudios en 1934-‍1935— y la crítica de rigor a «la sagaz e inteligente teoría de Carl Schmitt», el joven jurista se inclina del lado de este último a los pocos meses. En un curso sobre el romanticismo alemán que imparte en los primeros meses del año académico 1935-‍1936 en la Universidad Central, el nombre de Carl Schmitt y su Romanticismo político sobresalen en sus explicaciones. Y en 1936, en pleno fervor nazista de Schmitt, García-Pelayo lo cita públicamente por primera vez —y no para criticarlo— en una reseña a Elementos de política, de Adam Müller, publicada en el número 49 de la Revista de Derecho Público. En febrero de ese mismo 1936, solicita una beca de la Junta para la Ampliación de Estudios para irse a Berlín. Allí contacta con Schmitt y empieza, así, una amistad que durará hasta la muerte del alemán en 1985. Pero más allá de la amistad, que, como veremos, la hubo y muy sincera, lo que impresiona a García-Pelayo es «el extenso background, la amplitud del horizonte y lo incisivo de su pensamiento» o «conceptos tales como los de amigo y enemigo, la decisión como acto existencial, la noción de soberano como quien decide sobre el caso excepcional, la excepcionalidad misma no solo como inherente a la existencia, sino también como aquello en lo que se revela la verdadera realidad, y muy particularmente la autonomía de la política como un logos dotado de su propia dialéctica con independencia de su contenido» (‍García-Pelayo, 2009a: 8); le fascinan igualmente algunas categorías jurídico-públicas schmittianas que han pasado al acervo constitucional europeo tras la Segunda Guerra Mundial: la teoría de la constitución como disciplina autónoma tanto de la teoría del Estado como del derecho político, pero en interacción con ambas, precisiones a la teoría de la representación, el concepto de garantías institucionales o la distinción entre constitución y leyes constitucionales (‍García-Pelayo, 2019: 490, 492-‍493).

Era tan enemigo del bárbaro «especialismo» y estaba tan preocupado por captar la realidad jurídico-política en su totalidad que García-Pelayo probablemente mirase a Schmitt como meta. Pues el alemán «no es un especialista hermético que se haya acantonado en su esfera jurídico-política (con ser ella tan rica y variada), sino que con una vocación humanística y una colosal erudición, ha sabido buscar en toda la profundidad de la historia y de la cultura. […] Schmitt sabe volver a la mejor tradición del ius publicum europaeum, poniendo a contribución la historia, la psicología, la sociología, etc., para una mejor comprensión de la realidad política» (‍Fraga, 1962: 8-‍10). Es decir, al contrario que el teórico de la pureza jurídica Kelsen, quien absolutiza lo jurídico-normativo y se despreocupa de otras realidades que afectan al derecho, Schmitt integra lo sociológico y lo histórico para entender mejor la realidad político-jurídica[4]. En sus estudios, según García-Pelayo, se percibe la huella de su maestro Max Weber y de Marx, «lo que quizá sea uno de los motivos que dan a sus escritos un sentido de la realidad efectiva de las cosas no siempre presente en sus contemporáneos» (‍García-Pelayo, 2019: 490).

Quienes tuvieron como profesor a García-Pelayo, ya fuera en España o en Venezuela, recuerdan que una referencia no faltaba en sus lecciones: Carl Schmitt. Entre los alumnos españoles, Begué Cantón rememora la insistencia de García-Pelayo en «la utilidad de las categorías schmittianas» para aprehender la realidad política (‍Begué Cantón, 2000: 60). Entre los venezolanos, Bautista Urbaneja evoca: «Para quienes nos formamos en el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Central de Venezuela, bajo el magisterio de Manuel García-Pelayo, hay una referencia teórica distintiva: la de Carl Schmitt» (‍Bautista Urbaneja, 2000: 763). Y, más allá de sus alumnos, él mismo reconoce que «[ha] recepcionado muchos de sus conceptos» (‍García-Pelayo, 2019: 490).

De todo lo anterior fácilmente se infiere que el profesor español nunca consideró que Schmitt fuese simplemente un «nazi», sino, por el contrario, un «espíritu libre» (‍García-Pelayo, 2019: 491), que se equivocó, eso sí, al comprometerse con aquel régimen. García-Pelayo hizo una distinción entre el teórico y el político. Desde bien joven tenía claro que «[el juicio moral sobre un autor] carece de valor cuando lo que se trata de juzgar es una doctrina, pues esta, en cuanto sale de la mente de su autor, tiene por sí una propia objetividad independiente y para la que nada o muy poco interesan los motivos psicológicos» (‍García-Pelayo, 2009j: 2120). Asimismo, que una afirmación sea interesada no implica que carezca de verdad. En palabras de Heller: «El hecho de que una afirmación o declaración sobre el acontecer político pueda ser arma útil para la lucha política práctica no excluye, en modo alguno, el que tal afirmación sea, también teóricamente, verdadera y obligatoria» (‍Heller, 2017: 22). Y, en efecto, la obra de Schmitt tiene validez y vigencia mucho más allá del momento y los motivos que la alumbraron. Porque, dispara García-Pelayo, sus conceptos son mucho más que «disertaciones especulativas» u «opiniones interesadas de un “jurista de cámara”» (‍García-Pelayo, 2009b: 289).

Manuel García-Pelayo hace uso y abuso de los conceptos y categorías schmittianas ininterrumpidamente a lo largo de todos sus escritos. Por ello, atinadamente, García Fernández sostiene que el jurista alemán es «la mayor influencia sobre su propia obra» (‍García Fernández, 2013a: 43). Sin embargo, más allá de la afirmación de este último autor y de quienes lo trataron personalmente, poco hay escrito sobre la influencia schmittiana en García-Pelayo, sin perjuicio de que este jurista de Estado sea el discípulo español que más asume lo dicho por Schmitt, sin prácticamente críticas o reservas[5].

En lo que sigue, y sin ánimo de agotar ni mucho menos el tema, mostraremos la impronta de algunas ideas y conceptos concretos schmittianos en la obra del primer presidente del Tribunal Constitucional[6].

II. UN DIÁLOGO IMPLÍCITO ENTRE CARL SCHMITT Y MANUEL GARCÍA-PELAYO EN TORNO A CIERTAS IDEAS Y CONCEPTOS[Subir]

1. Amigos y enemigos[Subir]

La tesis más dura de Carl Schmitt es la distinción entre amigos y enemigos como criterio de lo político. Lo teoriza, inicialmente, en la primera edición a Der Begriff des Politischen (1927)[7], pero había caído en la cuenta mucho antes. Tras el final de la Primera Guerra Mundial, pudo comprobar en carne propia que él, sin perjuicio de ser medio francés por línea materna, pertenecía a una unidad política distinta de la vencedora en la Gran Guerra, la cual —junto a otras potencias— había condenado a su patria como culpable única del conflicto y le había arrebatado ciertos territorios. De este modo, a partir «de [su] experiencia de vida alemana», Schmitt percibe que la distinción entre amigos y enemigos es el criterio de lo político. Cuando, pocos años después, lo lleve a la teoría simplemente reflejará esta vivencia personal (‍Lanchester, 2017: 208).

Desde que anunció por primera vez su tesis se cuentan por centenas —sino miles— los artículos y libros de quienes niegan que el enemigo y, con él, la posibilidad de guerra hayan de ser un criterio político. En otras ocasiones, dirán que, para Schmitt, la política consiste en exterminar a los rivales políticos; de manera que, de manera que, desde 1927, habría estado justificando el movimiento totalitario que llegó al poder seis años más tarde[8].

El jurista político alemán siempre fue consciente de que su teoría irritaba a todo aquel que ve el quehacer político sin ser capaz de imaginar el desastre. Sabía que su criterio era erróneamente interpretado en las Universidades y en los medios de comunicación. En cuanto a las primeras, comentaba que amigo y enemigo o bien estaban demonizados en las aulas o bien eran integrados en una «filosofía de los valores y se los reinterpreta como valor y “desvalor”» (‍Schmitt, 2018a: 174)[9]. Los medios, por su parte, supeditan «todo a los objetivos inmediatos de la lucha política cotidiana o del consumo» y, por ende, «cualquier intento de encuadrar algo científicamente [en tales medios] resulta absurdo»; ellos son los culpables de haber simplificado su pensamiento hasta el punto de convertir su criterio «en un eslogan primitivo» (ibid.: 49).

Mas García-Pelayo piensa que lo teorizado por Schmitt es mucho más que propaganda para el consumo de masas. Por lo tanto, veamos qué decía su maestro alemán antes de ver la recepción que el español hace.

1.1. El objetivo schmittiano: limitar el conflicto[Subir]

Lo político —según Schmitt— consiste en distinguir correctamente entre amigos y enemigos. Su Su esencia devela una falta de esencia en cuanto a que no tiene un contenido concreto[10]. Simplemente muestra el grado de intensidad de una disociación o de una asociación entre grupos humanos. Basta que exista una oposición que divida a un grupo humano frente a otro para que un hecho —de cualquier índole— pase al ámbito de lo político (ibid.: 68). Esta distinción está en el núcleo de todas las disputas políticas. Así, por ejemplo, cuando se llama dictador, totalitario, genocida, inmoral, etc., al rival político meramente se indica que es el enemigo (ibid., 2018a: 63)[11].

La pregunta que debemos hacernos es quién es el enemigo. Schmitt señala que el enemigo es siempre público (hostis), nunca privado (inimicus). Con él, no podemos resolver normativamente el conflicto sometiéndonos a un tercero imparcial, pues representa la negación del propio yo en un sentido existencial. Mas el enemigo en Schmitt, al contrario de lo proclamado por sus detractores, no es un criminal. Es simplemente un grupo humano al que, en un momento concreto, se le opone otro grupo humano. «No hace falta odiarlo personalmente» (ibid.: 61). Tan solo es un-otro cuyos intereses, en un momento determinado, chocan con los nuestros, por lo que pone en jaque nuestra independencia y libertad como pueblo. Y no hace falta odiarlo porque el enemigo es siempre coyuntural. Un pueblo no tiene un enemigo eterno, sino que el enemigo hoy puede ser amigo mañana —y a la inversa—.

Cuando la enemistad alcanza su punto más álgido, cuando la intensidad llega a la mayor disociación posible, estaremos ante la guerra. La guerra es la realización externa y extrema de la enemistad. No es el medio normal de la política «ni hace falta sentirlo como algo ideal o deseable» (ibid.: 65), pero es una posibilidad inherente a la vida política misma. Si fallan todos los cauces normativos y la enemistad en sentido público llega a su culmen, aparece siempre, una y otra vez a lo largo de la historia, la posibilidad de matar físicamente. Es trágico, pero, mientras la política exista, la posibilidad de guerra está siempre latente. Schmitt inmortaliza la lección.

1.2. García-Pelayo y la guerra como una constante indesarraigable de la historia humana[Subir]

El hecho bélico, que vive en primera persona, destierra el idealismo del pensamiento de García-Pelayo. La guerra fratricida le enseña que la política es polémica, distinción entre amigos y enemigos (‍García-Fernández, 2013b), como Schmitt había teorizado pocos años antes. Además, siguiendo la Politische Theologie de su maestro (‍Schmitt, 1975), el jurista político hispano sabe que «las grandes ideas y conceptos de la política se han derivado de ideas y conceptos surgidos en el seno de las religiones superiores», y estas se han hecho en lucha constante contra el infiel y el demonio; así que del mismo modo que «sin civitas diaboli no hay, históricamente hablando, civitas Dei», «sin un latente antagonismo interno o externo no hay orden político» (‍García-Pelayo, 2009g: 1784).

Por consiguiente, «la polémica es un momento constitutivo de la vida política» (‍García-Pelayo, 2009i: 2581). Lo político consiste en distinguir entre amigos y enemigos. «Toda existencia política —afirma García-Pelayo— transcurre en la tensión amigo y enemigo»; y aunque nosotros pensemos que no tenemos enemigos, da igual, el enemigo nos designará a nosotros y nos combatirá porque «lo que un orbe sea no depende solo de sí mismo, ni es únicamente resultado de sus constelaciones internas de poderes, ni de la tensión entre las ideologías creadas o desarrolladas en su propio seno, sino también de los mundos que lo rodean, del grado de amistad o de enemistad en que se encuentre con ellos y de los problemas planteados por tal relación» (‍García-Pelayo, 2009f: 3366). El enemigo siempre es público y existencial; supone la negación del propio modo de vida. Por eso hay que combatirlo —incluso acabando físicamente con él— para afirmarse como unidad política.

El gran logro del Estado fue suprimir el conflicto existencial dentro de su territorio. Mas el conflicto como tal es indesarraigable, siempre persiste, porque «la lucha es un componente necesario de la existencia humana» (‍García-Pelayo, 2009g: 1780). Dentro del Estado, salvo en caso de guerra civil, la lucha es agonal (sometida a reglas) entre partidos o camarillas; la gran política, la que entraña la posibilidad de guerra, queda desplazada al ámbito internacional. Pero en uno y otro caso, insiste García-Pelayo, queda claro que «el orden político no puede eliminar enteramente el conflicto, la pugna o la lucha», puesto que el conflicto «es constitutivo de la existencia humana sea en su dimensión individual, sea en su dimensión social» (ibid.: 1781). Un mundo totalmente pacificado, un orbe que excluyese la lucha —no violenta (jurídica o propaganda) o violenta (guerra)—, «sería un mundo sin política, un mundo de pura administración», concluye (‍García-Pelayo, 2009n: 989). En fin, la política implica lucha, distinguir amigos y enemigos y combatir a estos últimos; no cabe ignorarlo. La guerra siempre es una posibilidad latente.

Entristecido, otro jurista del 27 compele a no olvidar la lección: «Los escenarios bélicos han ido aumentando con el tiempo, pero los antiguos acaban siempre reapareciendo» (‍Díez del Corral, 1998: 3111).

2. El Estado como forma política concreta[Subir]

2.1. La historicidad del Estado en Schmitt[Subir]

Carl Schmitt —medita Habermas— es «el más sagaz e importante de los filósofos alemanes del Estado» (‍Habermas, 2001: 75). No resultará raro, en consecuencia, que García-Pelayo ponga sus ojos en él también en este caso.

El jurista alemán reconoce que todos sus «conceptos se derivan de la guerra civil de religiones» (‍Lanchester, 2017: 205). Y, siendo el Estado su concepto por excelencia, claro queda que hemos de buscar su origen a partir de la Reforma. Ergo, el Estado no es algo atemporal aplicable a cualquier época, no es un concepto genérico e indiscriminado, sino que es un «concepto concreto vinculado a una época histórica» (‍Schmitt, 1998).

Francia fue el país que alumbró primeramente esta nueva forma política. Desde el siglo xiii, los juristas galos se pusieron al servicio del rey para fortalecer su poder en detrimento de los estamentos (nobleza, clero, ciudades). Emplearon el derecho romano y la filosofía aristotélica redescubiertos como herramientas. Poco a poco, los juristas, que sustituyeron al sacerdote en la nueva forma política, centralizaron y despersonalizaron el poder y «fueron así abriendo paso, a lo largo de los siglos, a la idea de un Estado centralizado, unificado y laico y, lo que es más importante, lograron, mediante fórmulas simples y precisas [por ejemplo, “el rey es emperador en su reino”, “toda justicia emana del rey”, “la voluntad del rey es la ley”, etc.] inculcar en la conciencia social la ideología absolutista» (‍Bravo Gala, 2010: XIII).

La tarea iniciada por los juristas reales en el siglo xiii eclosionará tres siglos más tarde. En medio de unas terribles guerras de religión a las que habían conducido fanáticos y sectarios, Schmitt retiene que «surge en Francia la idea de la decisión política soberana que neutraliza todos los antagonismos teológico-eclesiales secularizando la vida» (‍Schmitt, 1998: 70). El encargado de teorizar este nuevo modelo de organización será un jurista (y sacerdote escarmentado): Jean Bodin (1530-‍1596). Él es, según Schmitt, «el padre del derecho europeo internacional y del Estado» (‍Schmitt, 2018a: 42).

Bodino lleva a la nueva forma política un atributo que otrora solo correspondía a Dios: la soberanía. Esta «es el poder absoluto y perpetuo de una república» (‍Bodin, 2010: 47). Que sea perpetuo equivale a que no es temporal; que sea absoluto significa que no está limitado por poder terrenal alguno. Con esta última afirmación, Bodino se quita, de un plumazo, la sumisión del rey no ya al Imperio, sino también al papa. Pues el soberano, «salvo a Dios, no reconoce a otro por superior» (ibid.: 49).

La nueva forma política ideada por Bodino es una forma política iuscéntrica. Su máximo señorío se ve en la producción de un derecho legal al que todos, salvo el soberano, están sujetos. La conexión entre Estado y ley se ve preclara en dos máximas bodinianas. De un lado, que «la ley no es otra cosa que el mandato del soberano que hace uso de su poder»; de otro lado, que «el poder absoluto no significa otra cosa que la posibilidad de derogación de las leyes civiles» (ibid.: 63).

Solo partiendo de lo anterior se comprende a Schmitt. El alemán estipula que «la superación del ideario jurídico estamental-feudalista por una suprema decisión unívoca y soberana y, consecuentemente, el nuevo concepto europeo de medida y orden, el “Estado”, forman parte de la situación política que tuvo su manifestación existencialmente adecuada en la doctrina de la soberanía del jurista francés Bodino» (‍Schmitt, 1998: 72). Ejército, hacienda y policía son los cuadros indispensables de la forma política naciente. La cual emplea el derecho como herramienta esencial. El Estado se eleva por encima de las disputas internas; es un tercero neutral que resuelve los conflictos sin convertirse en parte. Todos, sin excepción, están sometidos a su ley, de tal modo que nadie puede arrogarse un derecho propio a la guerra. Solo la violencia permitida por las leyes emanadas del soberano es legítima.

Sin embargo, la doctrina de Bodino no prende en Inglaterra. La peculiar situación de la isla —negadora de Roma (tras Enrique VIII), pero no menos negadora de Lutero— hace de su terreno un suelo fértil y abonado para las disputas civiles de religión. Allí tendrá que ser otro filósofo y jurista, Thomas Hobbes (1588-‍1679), quien retome la tarea emprendida por Bodino. Si el francés aún dejaba la puerta abierta a Dios a la hora de construir su sistema, Hobbes dará el portazo definitivo y se convertirá, en palabras de Schmitt, en el «más moderno pensador del poder puramente humano» (‍Schmitt, 1954: 16).

Erradicada la posibilidad de justificar el poder en Dios, pues se disputaba qué Dios era el verdadero, Hobbes edifica el poder única y exclusivamente a partir de los hombres. Embarcado en un brutal pesimismo, el inglés observa que no todos los hombres son malos por naturaleza, pero incluso los hombres buenos, al convivir con espíritus mezquinos, acaban desconfiando y haciéndose malos y acudiendo al fraude y a la violencia (‍Hobbes, 2016: 40, 53). Ello hace que impere un estado social de terror (de miedo), que acabará en una guerra de todos contra todos. Para evitarlo, se ha de crear un Estado mediante un contrato en el que cada uno entrega su libertad a hacer lo que quiera a cambio de seguridad. De esta forma, aparece otra clave del Estado: protección a cambio de obediencia. Y es que «el protego ergo obligo es el cogito ergo sum del Estado» (‍Schmitt, 2018a: 82). La forma política teorizada por Hobbes es un invento racional para superar las guerras de religión y lograr la «coexistencia pacífica de los ciudadanos del Estado» (ibid.: 178). El Leviatán «es, en realidad, una obra humana y distinta de todos los tipos anteriores de unidad política»; es «obra típica y aun prototípica de la nueva época técnica»; «es, con su cuerpo y su alma, un homo artificialis y, como tal, máquina» (‍Schmitt, 2003:29); es, en suma, un artificio creado por los hombres para poner paz entre los hombres (‍Hobbes, 2019: 45-‍46)[12].

De todo lo anterior se colige que el Estado es una forma política concreta inexistente antes del siglo xvi europeo. En palabras de Schmitt: «El “Estado” no es un concepto general aplicable a todos los pueblos y tiempos. Antes bien, se trata de un concepto histórico concreto vinculado a una época determinada; fue un error, por no decir una mistificación, proyectar, mediante el uso del término “Estado”, el ideario típico de la época estatal sobre otros tiempos y situaciones. En el siglo xix surgió el hábito de hablar con la mayor naturalidad del “Estado” de los atenienses y romanos y del “Estado” de la Edad Media y de los aztecas. Los errores a que ello dio lugar fueron peores que hablar del Estado de las abejas u hormigas, ya que en estos “Estados” del reino animal no se trata de conceptos históricos» (‍Schmitt, 1998: 79)[13].

2.2. García-Pelayo: del Estado como concepto genérico al Estado como concepto genético[Subir]

García-Pelayo no siempre tuvo claro que el Estado es una forma política concreta. Hasta 1944, llama «Estado» a toda forma política. Ya sea en un trabajo sobre Epicuro (1932), sobre S. Isidoro (1934) o en su tesis doctoral (1934), el joven García-Pelayo emplea el término Estado al hablar de la polis griega, del reino del Medievo o del Estado propiamente dicho de la Edad Moderna. Es diez años después, y en un texto sobre Otto Hintze, cuando toma conciencia —públicamente— del Estado como forma política concreta (‍García-Pelayo, 2009d: 3097). Mas creemos que es Schmitt, y no Hintze, quien le presenta el Estado como algo concreto, pues Hintze usa términos como «Estado feudal», «Estado territorial» o «Estado estamental» en sus escritos, es decir, no reserva en exclusiva la palabra «Estado» para designar la forma política moderna (‍Cf. Hintze, 1968).

En su trabajo sobre Federico II y citando expresamente a Schmitt, García-Pelayo certifica que «el Estado no es un concepto general aplicable a todos los tiempos, sino un concepto histórico concreto que surge cuando nace la idea y práctica de la soberanía y el nuevo orden espacial del siglo xvi». Por lo tanto, es «una falsedad» proyectar el Estado a tiempos anteriores. La idea schmittiana del Estado como concepto concreto vinculado a una época histórica, concluye, «introduce claridad en la historia de las instituciones políticas» (‍García-Pelayo, 2009e: 1119). Y, unos años más tarde, incidirá en ello: «El Estado es una forma histórica concreta de la unidad política, distinta no solo de otras formas que le han precedido históricamente (polis, civitas, imperium mundi, regnum, etc.), sino también de las que eventualmente puedan seguirle, pues todo lo que es histórico tiene límites temporales de existencia» (‍García-Pelayo, 2009c: 2951). El Estado surgió mediante un proceso agregativo en el que el poder público fue expropiando para sí poderes que pertenecían al Imperio y la Iglesia, de un lado, y a los poderes estamental-feudales, de otro, hasta que devino una entidad soberana de la que todo poder y derecho racionalmente estructurados derivan; pudiendo decirse que la nueva forma política se consolida definitivamente en la época de las guerras de religión de los siglos xvi y xvii (‍Weber, 1975: 92; ‍García-Pelayo, 2009h).

Por consiguiente, empleando términos de Max Weber, Schmitt permite a García-Pelayo huir del error de considerar el Estado un concepto genérico aplicable indiscriminadamente a cualquier época. Schmitt hace ver al español que el Estado es un concepto genético que cuenta con unas notas propias (soberanía, monopolio de la producción jurídica, protección a cambio de obediencia incondicional a las leyes estatales, etc.) que lo diferencian de otras formas políticas habidas.

3. Una cabal recepción del constitucionalismo schmittiano[Subir]

3.1. Constitución y leyes constitucionales[Subir]

Graciela Soriano repasa que «el primero que mantuvo la tesis de que no todos los preceptos contenidos en una constitución son del mismo rango fue Carl Schmitt» (‍Soriano, 2005: 224). En concreto, en el capítulo 3 de la Verfassungslehre, el jurista alemán establece una distinción esencial entre los preceptos que expresan las decisiones fundamentales del pueblo (constitución) y aquellos otros que meramente son desarrollo de los primeros (leyes constitucionales).

La constitución es un acto del poder constituyente, quien, en un único momento, decide sobre el modo y la forma de existencia de la unidad política (Estado). La decisión del constituyente da forma al Estado, el cual tiene una existencia anterior a dicho acto.[14]. La constitución descansa en la decisión del titular del poder constituyente, que puede ser el pueblo (en democracia) o el rey (allí donde rige el principio monárquico), no en normatividad alguna. En democracia, el pueblo decide en un único momento sobre la totalidad de la unidad política. Decidirá entre monarquía o república, entre Estado descentralizado o centralizado, entre distintos derechos fundamentales, sobre cómo se equilibran los poderes, etc. Todo lo demás que está en la constitución no es propiamente constitución sino leyes constitucionales.

La constitución no se apoya en una norma, sino en la decisión del titular del poder constituyente. Por el contrario, una ley constitucional es el desarrollo de la decisión del constituyente. Dicho de otro modo, la constitución descansa en una decisión, mientras que las leyes constitucionales reposan en la constitución. El poder constituyente, una vez ejercitado, no se agota, ya que está por encima de la constitución y, en consecuencia, esta no puede agotarlo. El titular del poder constituyente siempre tiene en sus manos darse una nueva constitución, ya sea siguiendo lo dicho en el código político vigente, ya sea al margen de este. Además, Schmitt recuerda que, aunque se siga un procedimiento de reforma, la legitimidad de la nueva constitución no podrá depender nunca de dicho procedimiento, porque una constitución nueva supone una (nueva) decisión sobre el modo de existencia política distinto del anterior. Por lo tanto, «es inconcebible que una constitución nueva, es decir, una nueva decisión política fundamental, se subordine a una constitución anterior y se haga dependiente de ella» (‍Schmitt, 2019b: 138). Una nueva constitución democrática —una decisión soberana del pueblo sobre el modo y la forma de existencia política— siempre implica romper lo anterior. Cumple no olvidarlo.

Por lo estipulado anteriormente, la diferencia práctica entre constitución y leyes constitucionales es notoria: i) la constitución es intangible, esto es, no puede ser suspendida en su integridad, mientras que las leyes constitucionales sí pueden ser suspendidas; ii) la constitución garantiza derechos fundamentales, de tal forma que estos podrán ser, como mucho, suspendidos, pero nunca negados o derogados; iii) el juramento se presta a la constitución, no a las leyes constitucionales, pues el juramento supone reconocer las decisiones políticas fundamentales, pero no cualquier precepto; y iv) la alta traición (sedición o rebelión) es un atentado contra la constitución (por ejemplo, contra la forma de Estado, artículo 1 de la Constitución española de 1978), no contra las leyes constitucionales (por ejemplo, contra el principio de estabilidad presupuestaria, artículo 135 del mismo texto constitucional).

* * *

En contra de lo que algunos han escrito[15], García-Pelayo asume enteramente la concepción decisionista de la constitución. «La constitución es una decisión», proclama (‍García-Pelayo, 2021: 15). Y, alejado del dramatismo existencialista schmittiano del periodo de entreguerras, entiende por decisión «la opción consciente entre dos o más alternativas a fin de lograr un estado de cosas deseado y que lleva implícito un cierto factor de incertidumbre que debe, sin embargo, ser reducido en el mayor grado posible» (ibid.: 16). Por ejemplo, la constitución decide entre: monarquía o república, Estado centralizado o descentralizado, derecho fundamental X o derecho fundamental Y o derecho fundamental X y derecho fundamental Y, etc. E incluso una constitución en cuya elaboración se ha seguido un procedimiento consensual —como es el caso de la española de 1978— continúa siendo una decisión[16]. Los demás preceptos presentes en el texto meramente desarrollan aquellas decisiones.

La distinción schmittiana es fundamental en el jurista español, como se percibe en su comentario a la Constitución de la IV República francesa o en su dictamen al proyecto de Constitución española actual aprobado por el Congreso. De la primera, García-Pelayo destaca la importancia del preámbulo y de los artículos 1 a 4, los cuales contenían las decisiones fundamentales o, en sus palabras, «verdades de fe sobre las que el pueblo francés ha decidido basar su existencia política». A diferencia del resto de los artículos (5 a 95), que se podrían reformar sin mayor problema, cambiar aquellos otros envolvía «no una reforma, sino una aniquilación de la Constitución» (‍García-Pelayo, 2009b: 633). Cuando comenta el proyecto de Constitución española, el jurista de Estado incide en que «dentro del texto constitucional hay unas normas con validez superior a las demás y que, consecuentemente, exigen mayor protección». Y es que el Código político de 1978 acepta «la distinción entre las decisiones políticas fundamentales y el resto de los preceptos, artículos o normas constitucionales cuya validez o legitimidad tienen como sustento aquellas decisiones». Que la Constitución española actual admite tal diferencia se ve en que establece dos tipos de reforma: una ordinaria (actual artículo 167) y otra agravada (actual artículo 168), que, de usarse, supondría —aun por la vía de reforma— la aprobación de una nueva constitución (‍García-Pelayo, 2021: 33)[17].

En definitiva, el jurista político nunca «se contentó con un concepto formal de constitución y siempre persiguió captar intelectualmente la constitución como un todo» (‍Tomás y Valiente, 1990: 16). Para ello, echó mano de su maestro alemán, quien, como relata el mismo García-Pelayo, cultivaba el «derecho constitucional no entendido en su pura significación funcional o como un conjunto de frías y elementales “técnicas”, sino comprendido como una realidad viva, resultado tanto en sus ideas como en su práctica de un rico decurso histórico, al tiempo que decisión normativamente expresada y articulada sobre la modalidad de la existencia política de un pueblo» (‍García-Pelayo, 2019: 492).

3.2. El caso excepcional. La defensa de la dictadura. El jefe del Estado como guardián de la constitución[Subir]

El profesor Fernández-Carvajal, epígono de los juristas del 27, sostiene que Schmitt es «un gran ingenioso», pues pareciera que, para él, no rigiese nunca la normalidad. Schmitt siempre piensa en extremosidades: guerras, dictaduras, casos no regulados por las normas jurídicas, etc. Sin embargo, Fernández-Carvajal reconoce que el alemán es «también un gran talento» (‍Aragón, 1996: 15).

Su excepcional talento lo llevó a preocuparse del caso excepcional, valga la redundancia. Porque, según Schmitt, «cada átomo jurídico, si se me permite decirlo así, encierra un orden que presupone una situación anormal, distinta a la del derecho que debe regir en un estado normal» (‍Schmitt, 2013b: 343). A su juicio, «una filosofía de la vida concreta no puede batirse en retirada ante lo excepcional»; «más importante puede ser a los ojos de esa filosofía la excepción que la regla», pues «la excepción es más interesante que el caso normal. Lo normal nada prueba; la excepción, todo; no solo confirma la regla, sino que esta vive de aquella» (‍Schmitt, 1975: 45). Por esta razón, critica que el positivismo normativista dé la espalda a lo excepcional, pues lo excepcional es real y lo real es lo que existe y se me resiste. Ante la negativa de los autores normativistas por indagar lo excepcional, Schmitt no duda en calificarlos como «decisionistas acríticos»[18]. A sensu contrario, el decisionismo schmittiano podría definirse como «positivismo crítico», el cual profesa que en la normalidad ha de prevalecer la normatividad, pero, en casos excepcionales, las normas previstas para la normalidad han de ser excepcionadas.

La concepción jurídica decisionista de Schmitt se entiende partiendo de la premisa anterior. Empieza Teología política afirmando que «soberano es quien decide sobre el estado de excepción» (‍Schmitt, 1975: 35). El estado excepcional al que se refiere no es un determinado derecho de urgencia o necesidad (como los contemplados, por ejemplo, en el artículo 116 de la Constitución española de 1978), sino que hace alusión a «un concepto general de la teoría del Estado» (‍Schmitt, 1975: 36). El estado —o, mejor, «caso»— excepcional schmittiano es aquel no previsto en las normas de derecho positivo vigente. En la decisión sobre este caso se ve quién es el soberano. Se es soberano porque se decide, con independencia de que alguna norma atribuya o no la competencia para decidir. El soberano suspende el orden jurídico —es decir, excepciona la aplicación de las normas— para superar la anormalidad. Su decisión hará que las normas callen. «Ante un caso excepcional, el Estado suspende el derecho por virtud del derecho a la propia conservación» (ibid.: 42). Mas la decisión que acuerda suspender la aplicación de las normas es enteramente jurídica porque el derecho, para Schmitt, se compone de normas y de decisiones. Las decisiones crean las normas y, en un caso que pone en jaque el orden jurídico, las excepcionan. Desde una postura normativista (aquella que considera que el derecho = normas), suspender la aplicación del derecho mediante una decisión será contrario a derecho, porque «normativamente considerada la decisión nace de la nada» (‍Schmitt, 1975: 62). Empero, para un decisionista (que considera que el derecho = normas + decisiones), la decisión y, muy especialmente, la decisión en el caso excepcional es lo más jurídico que existe porque consigue salvar el orden jurídico como un todo suspendiendo su aplicación en un caso concreto.

La dictadura está indisolublemente unida al caso excepcional. Para un normativista, explica Baño León, «la dictadura es un problema intratable»; para él, solo es admisible un «derecho de excepción» regulado en la propia constitución (‍Baño León, 2013: XXIX). Para un decisionista, en cambio, para quien el derecho es decisión antes que norma, sigue Baño León, «tiene lógica que pueda hablarse de dictadura y no de estado [o, mejor dicho, derecho] de excepción» (ibid.: XXVI). La dictadura en sentido clásico, que Schmitt bautiza como comisaria, «es el ejercicio de un poder estatal libre de barreras legales con el fin de superar un estado de anormalidad, especialmente de guerra o sublevación» (‍Schmitt, 2013a: 353). Ante un caso excepcional que amenaza con echar abajo el orden jurídico como un todo, el dictador comisario suspende la aplicación del derecho durante la anormalidad para salvar dicho orden (‍Schmitt, 2013c: 214-‍215). El comisario se caracteriza por velar por el interés general tomando todas las acciones que las circunstancias le exigen. Su único objetivo es superar la dificultad y restaurar la normalidad. Luego, el dictador comisario no puede emplear el enorme poder conferido para acabar con el orden jurídico que le ha dado ese poder. Debe emplear el poder para salvar el orden jurídico suspendiendo, si es necesario, ciertos preceptos, pero no puede eliminarlos.

En los años de la República de Weimar, Schmitt llevó su teoría a la práctica para hablar de la dictadura del presidente del Reich. Interpretando el artículo 48 de la Constitución alemana de 1919, Schmitt confería al presidente la función de guardián de la Constitución. Posición comprensible si se tiene en cuenta que la constitución es una decisión. Pues si la constitución es decisión antes que norma, «la cuestión relativa al defensor de la constitución puede resolverse de otra manera que mediante la ficticia judicialidad» (‍Schmitt, 2018b: 126). La intervención del jefe del Estado en defensa de la constitución solo se verá en los casos excepcionales. Y su intervención no podrá implicar nunca acabar con la constitución, pues es un mero comisario que debe defender el orden jurídico. Sería inconstitucional modificar la constitución aprovechando la situación de anormalidad (‍Schmitt, 2013b: 330). Ergo, la posibilidad de una dictadura soberana quedaba excluida para el presidente, porque, finaliza Schmitt, «o dictadura soberana o constitución; una cosa excluye la otra» (ibid.: 326)[19].

* * *

Ya hemos visto que el primer presidente del Tribunal Constitucional es decisionista. Mas su decisionismo se muestra en toda su dureza y crudeza cuando trata apasionadamente el caso excepcional y la dictadura como medio para superarlo.

García-Pelayo afirma que «la verdad profunda de las cosas humanas se conoce en el caso excepcional» (‍García-Pelayo, 2009l: 1086). Y añade que «si bien no vivimos permanentemente en situaciones excepcionales y, por tanto, no tiene sentido aplicar a la vida normal las normas y reglas del caso excepcional, no es menos cierto que solo en las situaciones excepcionales conocemos a los hombres y a las cosas humanas tal como auténticamente son, tal como son en su realidad existencial» (‍García-Pelayo, 2009ñ: 1205). En consecuencia, si se quiere comprender integralmente el fenómeno jurídico, no se puede ignorar la excepción.

En opinión de García-Pelayo, el caso excepcional descubre la verdadera realidad jurídica porque pone contra las cuerdas al orden en su conjunto. La normatividad está bien para la normalidad, pero «no hay norma aplicable a un caos». Por este motivo, cuando estamos ante un caso excepcional, «es un imbécil» quien quiera superarlo empleando la normatividad prevista para la normalidad. Ante el caso excepcional, no cabe aplicar una norma general y abstracta, sino que es preciso tomar decisiones que excepcionen aquella y restablezcan la normalidad. «El estado excepcional requiere, pues, medidas excepcionales» (‍García-Pelayo, 2009b: 360). La medida excepcional debe ser limitada en el tiempo, puesto que, de lo contrario, existe el riesgo de que lo anormal devenga normal y lo normal normativo y, en este caso, ya no estaremos ante un derecho de excepción sino ante un derecho general nuevo. Ahora bien, sin perjuicio de alertar sobre un posible abuso, debido a que siempre surgirán casos en el ambiente que pongan el orden jurídico en peligro, García-Pelayo concluye que es utópico querer «encerrar en la rigidez del derecho positivo todas las posibles contingencias que puedan plantearse en el desarrollo de los acontecimientos» y, por consiguiente, «es siempre preciso dejar un margen de decisión personal a las instancias supremas del poder político» (‍García-Pelayo, 2009g: 1780).

Para superar la anormalidad, el constitucionalista asegura que, en ocasiones, será preciso nombrar un dictador comisario. Esta dictadura es «excepcional y extraordinaria». Su función no es otra que la vuelta a la normalidad, que es el supuesto para la normatividad. A fin de superar el peligro constitucional, ciertos derechos y garantías previstos para los casos normales se silencian y, asimismo, el ejercicio de competencias se altera en aras del fortalecimiento del Ejecutivo. El dictador suspende temporalmente algunos artículos de la constitución para salvarla como un todo. Él solo tiene un «objetivo concreto: la restauración de la normalidad» (‍García-Pelayo, 2009b: 362).

García-Pelayo lleva la anterior teoría a la práctica constitucional al comentar el caudillaje del presidente de Estados Unidos, la martial law inglesa y otros textos. Por poner ejemplos concretos, veamos qué dice sobre la Constitución suiza de 1874, sobre la V República francesa y sobre la Constitución española de 1978.

De la Constitución helvética destaca que la Asamblea Federal, por sí misma o delegando en el Consejo, puede tomar «todas las medidas necesarias para la conservación y seguridad del Estado, aunque estas medidas vayan contra legem e incluso contra constitutionem». El jurista español ve con buenos ojos esta concesión de poderes —incluso contra el texto constitucional— y sentencia: «Si los fines del Estado solo pueden cumplirse mediante un derecho de necesidad, es patente que tal derecho es inherente a la constitución, aunque esté en contradicción con ciertos preceptos particulares» (‍García-Pelayo, 2009b: 689-‍691). En esta aseveración comprobamos que, para él, el derecho está compuesto de normas y de decisiones.

Al comentar la Constitución de la V República francesa, el jurista político se fascina con que el presidente, en virtud del artículo 16, pueda tomar todas las medidas que sean menester para superar el caso excepcional. Empleando sus propias palabras: «La más decisiva e importante de las atribuciones del presidente es la establecida en el art. 16, que le encomienda tomar las medidas “exigidas por las circunstancias” en caso de peligro grave e inmediato, de naturaleza exterior o interior». Este precepto faculta el establecimiento de una dictadura comisaria del presidente de la República para salvar la Constitución de 1958. García-Pelayo aclara que ese artículo recoge «las doctrinas de Carl Schmitt sobre el caso excepcional» elaboradas a propósito del artículo 48 de la Constitución de Weimar porque «pone en manos del presidente de la República la dictadura comisaria sin otros límites que los exigidos por las circunstancias» (‍García-Pelayo, 2009b 724)[20].

Finalmente, cuando comenta el proyecto de Constitución española de 1978, el constitucionalista avala que el texto prevé en ciertos preceptos «métodos para restablecer la normalidad, sin la que es imposible la vigencia de la normatividad y que puede implicar la suspensión temporal de algunos preceptos constitucionales para salvar a la Constitución como un todo» (‍García-Pelayo, 2021: 29). Entre otros, resalta el actual artículo 56, que otorga el papel de árbitro y moderador al rey. Vemos así que, al contrario que otros autores, quienes argumentaban que el rey no era un defensor de la Constitución de 1978 (verbigracia, ‍Aragón, 1980: 219-‍221; ‍Rubio Llorente, 1980: 157-‍158), García-Pelayo proclamó que el artículo dota al rey «de un fondo último e inconcreto de poder que quizás actúa solamente en caso de gravísima crisis» (‍García-Pelayo, 2021: 94). Sobra decir que tanto el 23-F como la crisis catalana de 2017 le han dado la razón[21].

III. A MODO DE CONCLUSIÓN: COINCIDENCIAS EXISTENCIALES Y CORRESPONDENCIA INÉDITA[Subir]

«Hay algunos hombres que encarnan con tal radicalismo e intensidad una situación o unos valores políticos, o con tal plenitud un modo de manifestación del espíritu objetivo, que obligan a los demás hombres a pronunciarse en pro o en contra de ellos, dando lugar a una escisión que, en unas ocasiones, llena una época y que, en otras, si bien no la llena, en cambio la sobrepasa» (‍García-Pelayo, 2009m: 3133). Tal era el caso, según García-Pelayo, de Maquiavelo y tal es el caso del Maquiavelo del siglo xx: Carl Schmitt. El alemán obliga a posicionarse. Y, como esperamos haber demostrado, el primer presidente del Tribunal Constitucional nunca dudó: siempre al lado de Carl Schmitt.

Al jurista español siempre le dio igual el mito sobre el Carl Schmitt eternamente nazi. Seguramente compartía las palabras del anciano Schmitt sobre el mito montado en torno a su figura: «Sobre Carl Schmitt —dice— se escribe a mansalva. Lo hacen hasta algunos estúpidos estudiantes de licenciatura. A los noventa y cinco años fastidia que cualquier universitario se permita escribir su tesina sobre uno. Y lo hacen a montones, cada uno más idiota que el anterior, hoy cincuenta, mañana cien; cosas que sonrojarían a cualquiera. Todas en torno al fascismo y al antifascismo» (‍Lanchester, 2017: 209). García-Pelayo no era ajeno al debate. Por eso, en 1950, afirma que lo dicho por Schmitt son mucho más que opiniones interesadas de un jurista de cámara (‍García-Pelayo, 2009b: 289). Y, en 1983, se confesará schmittiano de izquierdas en el epílogo a la Verfassungslehre (‍García-Pelayo, 2019: 494)[22].

Más allá de recepcionar sus conceptos, quizá la razón esotérica que incrementa la admiración de García-Pelayo por el alemán sea el participar de una misma desgracia: la del intelectual que se mete en política y acaba abrasado. Schmitt y García-Pelayo son unos perdedores. Ambos se comprometen, en determinado momento, con un régimen de gobernación que acaba siendo derrotado. Posteriormente, los dos sufren la prisión y el ostracismo. Lo que más les duele es ser apartados de la Universidad, que para ellos es su vida. Schmitt revive que «mi seminario… mi seminario era hermoso. Bellas disertaciones. Fui excluido de la Universidad. Eso me dolió» (‍Lanchester, 2017: 220). García-Pelayo nos dice que él tenía «la vocación, de haber continuado en España, de servir al Estado. Y tenía esta, llamémosle, frustración» (‍García-Pelayo, 2009k: 3309)[23]. Para cumplir su vocación de profesor universitario, tuvo incluso que dejar Argentina, primer país en el que se exilió, pues rememora que «me encontraba bien allí, pero no era mi vocación, de manera que había una distinción entre ocupación y vocación» (‍García-Pelayo, 2009k: 3310), así que se fue a Puerto Rico, primero, y a Venezuela, después. Ambos son juristas políticos sobre los que se construyen mitos difamantes. Sobre Schmitt, que es un nazi, un totalitario, un debelador del Estado de derecho, etc.; sobre García-Pelayo, que es un rojo, un masón, un vendido al Gobierno socialista en la expropiación de Rumasa, etc. Mas el mito, como nos enseña el mismo García-Pelayo, es inmune a la razón. Por mucho que se les haga ver a los calumniadores que yerran, ellos seguirán en sus trece. Por tanto, no vale la pena desperdiciar más palabras en ello. Los dos, García-Pelayo y Schmitt, son juristas. Juristas al cien por cien; no desean ser algo distinto ni tampoco más que eso. Como juristas se desarrollaron y como juristas murieron, «con toda la desdicha que comporta» (‍Lanchester, 2017: 223)[24]. A ambos, por último, pueden aplicárseles las palabras que Schmitt dijo de Hobbes, pues son solitarios, «como todo precursor»; desconocidos, «como todo aquel cuyo pensamiento político no se realiza en el propio pueblo»; sin premio, «como aquel que abre una puerta por la que luego pasan otros»; empero, ambos merecen entrar en «la comunidad inmortal de los grandes sabios de todos los tiempos» (‍Schmitt, 2003: 78).

El punto final al presente trabajo sobre Carl Schmitt y Manuel García-Pelayo consistirá en la reproducción de unas cartas inéditas en las que el jurista español escribe a su maestro con verdadero afecto.

De la relación personal entre ambos, hasta 2019, tan solo teníamos el testimonio de García-Pelayo, quien, en el epílogo a la Teoría de la Consititución (1983), narra una cena con Schmitt en 1936 antes de volver a España a tomar la decisión que más marcaría su vida.

En 2019, el profesor Jerónimo Molina dio a conocer una carta, escrita precisamente con motivo de la edición de la Verfassungslehre en 1982-‍1983. En ella, García-Pelayo reconoce a su maestro que «ha constituido para mí una grata tarea epilogar la próxima edición en español de su epocal obra Teoría de la Consititución», además de recordarle que «cuenta con la estimación de los españoles de todas las tendencias» (‍Molina, 2019: 75)[25].

Cuando publicó la carta referida, Jerónimo Molina ya alertaba de que «en el Nachlass de Duisburg se conservan cuatro cartas de la correspondencia de M. García-Pelayo con C. Schmitt» (‍Molina, 2019: 75). Afortunadamente, este generoso profesor nos ha facilitado las cartas —que, en verdad, son tres porque una está mal atribuida a García-Pelayo—. Por lo que debe agradecérsele a él, además de al Nachlass y al Landesarchiv, que podamos reproducirlas a continuación.

La primera está fechada a 20 de julio de 1950 y se envía desde La Lagoa, Sada (Coruña):

Sr. Prof. D. Carl Schmitt

Plettenberg

Muy distinguido Profesor:

Por este mismo correo tengo el gusto de enviarle un ejemplar de mi Derecho constitucional comparado, a través de cuyas páginas encontrará V. en diversas ocasiones el influjo de su propio pensamiento. Sería un gran honor y una gran enseñanza para mí que V. le dedicara su atención y me diera a conocer la sincera opinión que le merezca.

Le ruego, señor profesor, que disculpe el hecho de que esta carta vaya redactada en español y no en alemán como sería mi deseo. Dudo de que mis conocimientos de la lengua alemana llegaran al punto de poder escribirla con perfección y ante el temor de cometer más de un atentado al idioma he preferido dejarla en español.

Tuve el honor de conocerle personalmente en el verano de 1936, en que yo me encontraba en Berlín y V. tuvo la gentileza de invitarme varias tardes a comer en su casa hasta que yo partí para la guerra de España. Sería para mí de la mayor satisfacción que el envío de mi libro sirviera de ocasión para reanudar aquella relación.

Le saluda muy atenta y respetuosamente,

M. G-Pelayo.

En esta carta, vemos la sincera devoción de García-Pelayo por Schmitt, de quien reconoce haber tomado muchas ideas (decisionistas) para la elaboración de su capolavoro. Además, añade un dato desconocido: no solo cenó una vez con Schmitt, sino que frecuentaba la casa del «nazi» durante su estancia en Berlín.

La segunda —y, por el momento, última— carta inédita se envía desde Caracas y está fechada a 24 de diciembre de 1961:

Sr. Prof. Carl Schmitt

Plettenberg

Muy distinguido Profesor:

Siempre he recordado con gran placer los muy agradables ratos que pasé a su lado el pasado verano en Santiago de Compostela. Lamento sinceramente que no fueran más largos.

No quiero dejar pasar estas fechas sin desearle unas felices navidades y buen año nuevo. Me gustaría mucho estar informado de sus nuevas publicaciones que aquí, en Venezuela, no siempre es fácil obtener.

Reciba, señor profesor, mis mejores afectos y el testimonio de mi consideración.

M. G-Pelayo.

Esta carta de felicitación navideña refleja que García-Pelayo restableció el añorado contacto con Schmitt, con quien se pasea por las calles de la capital gallega durante 1961. Sin perjuicio de ser ya un maestro reconocido internacionalmente en todo el ámbito hispano, García-Pelayo tiene los pies en la tierra y continúa agradeciendo el magisterio del alemán, a quien siempre fue leal.

La relación personal entre ambos duró hasta la muerte de Schmitt, el 7 de abril de 1985.

NOTAS[Subir]

[1]

A Eugenio D’Ors lo conoce en Barcelona ese mismo 1929 (‍Martínez Castro, 2010).

[2]

En palabras de Sosa Wagner, Schmitt era para sus acólitos (españoles y de otras nacionalidades) «un sacerdote de un culto mítico que era capaz de transmitir la gracia» (‍Sosa Wagner, 2013: 30). Y es que, añade Volpi, «Carl Schmitt personificaba y reunía estos dos tipos de saber incompatibles entre sí. Era un hombre de ciencia, acostumbrado al rigor de la definición y de la argumentación, pero al mismo tiempo un chamán de la palabra y un mistagogo» (‍Volpi, 2019: 99). En estas palabras, el italiano revive la relación de Schmitt con Sombart hijo (‍Sombart, 2021).

[3]

Y en nuestros días, tras la instauración de la democracia en 1978, Schmitt siguió y sigue sonando en la academia y los periódicos españoles. Desde hace cuarenta años, no hay revista jurídico-política o filosófica de relieve que no cite recurrentemente al maestro alemán. Esto prueba que la relación de Schmitt con nuestro país «no es una simple aventura o una experiencia pasajera o aislada», pues «abundan los estudios y las referencias a su influencia sobre el pensamiento jurídico y político español, que es inmensa y continua, con modulaciones, desde hace casi cien años» (‍Molina y Díaz Nieva, 2022: XVII-XVIII).

[4]

Por esta razón, García-Pelayo «se sintió siempre más fascinado por el pensamiento de C. Schmitt que por el de Kelsen» (‍Tomás y Valiente, 1993: 243).

[5]

Es llamativo este vacío al respecto. Por ejemplo, ni López García (‍López García, 1996) ni Lucas Verdú (‍Lucas Verdú, 1989), por mencionar solo dos casos muy conocidos, nombran ni una sola vez a García-Pelayo; sí lo citan, en cambio, Jiménez Segado (‍Jiménez Segado, 2009), Saralegui (‍Saralegui, 2016) o Jerónimo Molina (‍Molina, 2019), mas no inciden en ello ni tienen un texto donde hagan ver las coincidencias.

[6]

Por razones de espacio, hemos seleccionado para este artículo cuatro de los doce apartados dedicados en nuestra tesis doctoral a la ascendencia de Schmitt sobre la obra de García-Pelayo. No obstante, pensamos que lo expuesto a continuación permitirá al lector tener una imagen clara de aquello que se pretende demostrar, esto es, que Schmitt es el autor que mayor influencia ejerce en el pensamiento del primer presidente del Tribunal Constitucional.

[7]

Schmitt, C. «El concepto de lo político. Versión de 1927». Res Publica, n.º 22.1, 2019, pp. 268-‍289 (‍Schmitt, 2019a). Nosotros citaremos por la segunda edición (1932): Schmitt, C. El concepto de lo político, Alianza, Madrid, 2018 (‍Schmitt, 2018a).

[8]

La tesis del Schmitt nazi desde la cuna corresponde a Fijalkowski —quien, por cierto, al contrario que los fijalkowskianos, sí hace una recta interpretación de Der Begriff des Politischen (‍Fijalkowski, 2023: 251-‍252; ‍Vila Conde, 2023b)— y ha sido repetida ad nauseam por sus epígonos españoles. Entre otros: Estévez Araujo (‍Estévez Araujo, 1988), Elías Díaz (‍Díaz, 2003) o Peces Barba (‍Peces Barba, 2010).

[9]

Y nada hay más contrario a Schmitt que la filosofía de los valores. El criterio de lo político de Schmitt, con su distinción entre amigos y enemigos, busca limitar el conflicto, mientras que, a su juicio, aquella filosofía, que tiene como corolario la contraposición entre valor supremo y sin valor absoluto, lo agrava (‍Cf. Schmitt, 1961).

[10]

Para Schmitt, lo político no es una esencia. Luego, lo político en Schmitt y lo político en Julien Freund son cosas distintas. Para este último, lo político es la institucionalización del poder de un grupo, que adopta distintas formas según el lugar y la época histórica (polis, Imperio, reino, Estado, etc.). La distinción entre amigos y enemigos es, aquí, un presupuesto de lo político, no un criterio. Schmitt se ocupa de aclararlo: «[En] su obra sistemática L'essence du politique [, Freund] utiliza la distinción de amigo y enemigo no como ‘criterio’ de lo político —como ocurre en mi Teoría de lo político—, sino como uno de los tres pares de nociones, présupposés, que significan condiciones previas y requisitos esenciales para la posibilidad de lo político. Estos tres pares son: mando-obediencia, público-privado, amigo-enemigo. La dialéctica de cada uno de estos pares de nociones se desarrolla en una admirable construcción sistemática, con un amplísimo material enciclopédico, para cimentar la autonomía de lo político frente a lo económico, a lo estético y a lo moral» (‍Schmitt, 1969: 24-‍25).

[11]

García-Pelayo no afirma algo diferente: «Los conceptos político-sociales son, de un lado, construcciones teóricas destinadas a captar intelectualmente la realidad, pero, de otro lado, instrumentos para la lucha política y, por tanto, armas de combate ideológico» (‍García-Pelayo, 2009o: 2610).

[12]

Cabe mencionar que Schmitt destaca el carácter artificial del Estado —siguiendo a Hobbes—, pero para él, en verdad, «la oposición entre organismo y mecanismo [...] es en el fondo solo relativa» (‍Schmitt, 2003: 32). Schmitt se diferencia, así, de otros autores (verbigracia, ‍Negro, 2010), para quienes es tajante (y cardinal) la distinción entre formas políticas naturales (por ejemplo, ciudad o Imperio) y artificiales (Estado).

[13]

En otro lugar, insiste: «Mi concepto de Estado está estrechamente ligado a una época histórica. Es ridículo aseverar que sobre ello estoy pensando en Julio César, Tamerlán o Mahoma. Por ejemplo, se ha publicado un libro voluminoso de Matthias Gelzer sobre Julio César como hombre de Estado. No sé si lo ha leído. Él sostiene, justamente, que César es un hombre de Estado. Pero esto lo encuentro ridículo, puesto que es como si se dijera que Carlomagno es automovilista» (‍Lanchester, 2017: 206).

[14]

Schmitt explica que la constitución es algo distinto del pacto social. Este último crea la unidad política (Estado), mientras que la constitución presupone aquella. Pues la constitución es una decisión de la unidad política y, por lo tanto, dicha unidad ha de preexistir al acto constituyente. El pueblo se da, pero no pacta, una constitución (‍Schmitt, 2019b: 106).

[15]

Por ejemplo, «[García-Pelayo va] contra el decisionismo» (‍Gago Guerrero, 2010: 238); verbigracia, «lo que García Pelayo no acepta en ningún momento es la concepción decisionista de la constitución, mostrándose partidario del concepto racional normativo, afín a las tesis de Kelsen» (‍Cuevas Lanchares, 2016: 264); o, por ejemplo, «García-Pelayo, aun reconociendo la importancia de la decisión excepcional y el análisis schmittiano de los cambios jurídicos que en el seno del Estado de los años veinte del pasado siglo se estaban produciendo, se mantuvo fiel a una posición racional normativa» (‍García Fernández, 2013a: 151).

[16]

Tesis contraria a la defendida por López Guerra (‍López Guerra, 2013: IV) o Monereo (‍Monereo, 2003: XLI).

[17]

En otro lugar ya hemos desarrollado el análisis schmittiano de la Constitución de 1978 hecho por García-Pelayo (‍Vila Conde, 2023a).

[18]

«Como positivismo puede denominarse todo tipo de decisionismo acrítico» (‍Schmitt, 2006: 33).

[19]

Schmitt identifica la dictadura soberana con el poder constituyente. Este es un poder absoluto, ilimitado, cuyo único cometido es aprobar una nueva constitución, momento en el que se termina tal dictadura y empieza a operar el nuevo orden jurídico. Una constitución no puede, pues, permitir nunca el establecimiento de una dictadura soberana. Una constitución sería «algo provisional y precario» si concediese al dictador la posibilidad de implantar «nuevas formas de organización al margen de las constitucionales» (‍Schmitt, 2013b: 325-‍326).

[20]

Carl Schmitt era perfectamente consciente de esto que narra García-Pelayo. «Me hizo muy feliz —afirma el alemán— que el profesor Capitant, cercano a De Gaulle, me haya visitado hasta en cuatro ocasiones por el tema de la reforma constitucional. Todo el artículo 16 de la Constitución francesa de 1958, sobre el estado de excepción [Ausnahmenzustand], se relaciona, en modo muy cercano, a la interpretación que he proporcionado del artículo 48 de la Constitución de Weimar sobre el estado de excepción» (‍Lanchester, 2017: 218).

[21]

En un reciente trabajo, el profesor Tajadura reitera lo dicho por García-Pelayo décadas atrás (‍Tajadura, 2022: 75-‍78).

[22]

Se unía, así, a esa larga saga iniciada por Otto Kirchheimer, sobre cuya relación con Schmitt se ha escrito recientemente un interesante artículo (‍De Miguel, 2023).

[23]

Para él, triunfar en la vida era «realizar la vocación» (‍Arroyo Gago, 1983: 294). Y, como no pudo realizarla, estaba frustrado, sentía que había fracasado.

[24]

Agudamente, un autor, para hablar de García-Pelayo, emula el título de esta entrevista a Schmitt e intitula su texto «Manuel García Pelayo: El jurista ante sí mismo» (‍Moret Millás, 2014).

[25]

La carta entera —enviada desde la presidencia del Tribunal Constitucional el 6 de noviembre de 1982— dice así:

«Ilustre Prof. Dr. Carl Schmitt.

Mi respetado y admirado profesor:

Ha constituido para mí una grata tarea epilogar la próxima edición en español de su epocal obra Teoría de la Constitución. Hubiera querido hacer un trabajo más digno de su figura, pero mis tareas como presidente del Tribunal Constitucional no solamente me absorben el tiempo, sino que, en un cierto sentido, me monopolizan también la atención, pues cuando no estoy ocupado estoy preocupado.

He seguido constantemente su pensamiento y he contribuido a transmitirlo en Iberoamérica en cuyas universidades he sido profesor durante varios años. Gracias a la utilización de su doctrina sobre el caso excepcional y a la función del presidente de la República como defensor de la Constitución, he podido contribuir —en la medida que es dable al dictamen de un jurista— a consolidar, creo que definitivamente, una Constitución democrática en un país hispanoamericano.

Me es muy grato que esta edición de la Teoría de la Constitución no solo vaya epilogada por mí, sino que también fuera traducida y prologada por un inteligente profesor de derecho político a quien el exilio y sobre todo su conflicto de vocaciones le inclinaron a tareas distintas de las jurídico-políticas. Lo que muestra, respetado profesor, que cuenta con la estimación de los españoles de todas las tendencias.

Con mi mayor consideración,

Manuel García-Pelayo y Alonso».

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