RESUMEN
Este artículo toma como punto de partida la distinción hobbesiana entre soberanía y administración, especialmente clara en De Cive, para mostrar cómo el análisis hobbesiano del despliegue administrativo del Estado máquina complementa su concepción del Estado como persona artificial. En primer lugar, se ordenan y sistematizan las observaciones de Hobbes sobre el despliegue administrativo de la soberanía y se hace explícita la tensión dialéctica entre los conceptos de soberanía y administración. A continuación, se analiza cómo esa tensión dialéctica informa y estructura el análisis que hace Hobbes de las circunstancias particulares de la guerra civil inglesa, y se señalan las consecuencias teóricas generales que tiene dicho análisis. Por último, se toma en consideración que la relación jurídica entre soberanía y administración es análoga en el pensamiento de Hobbes a la relación teológica entre Dios como causa primera y la naturaleza como orden de las causas segundas.
Palabras clave: Teoría del Estado; filosofía política; materialismo; teología política.
ABSTRACT
This article takes as point of departure the Hobbesian distinction, which is especially clear in De Cive, between sovereignty and administration, in order to show how Hobbes’s analysis of the administrative deployment of the state-machine complements his understanding of the state as an artificial person. First, Hobbes’s observations about the administrative deployment of sovereignty are ordered and systematized, making the dialectical tension between the concepts of sovereignty and administration explicit. Afterwards, I analyse how that dialectical tension informs and structures Hobbes’s analysis of the particular circumstances of the English Civil War, and the general theoretical consequences of that analysis are pointed out. Last, I take into consideration that the juridical relationship between sovereignty and administration is analogous in Hobbes’s thought to the theological relation between God as first cause and nature as the order of second causes.
Keywords: State theory; political philosophy; materialism; political theology.
La teoría hobbesiana del Estado defiende que el poder soberano, para operar y perdurar como tal, debe ser concebido y sostenido como un poder unitario, absoluto e irrevocable (cf. Hobbes, 2008: XX.13, 15-16; 2004: VI.7-9, 13, 20; 2012: XVIII 88-92). La constitución de este poder es explicada a través de la ficción teórica de un pacto: una multitud de individuos se ponen de acuerdo para subordinarse a una persona artificial instituida a través de ese mismo pacto. En Leviathan Hobbes va a proponer la única versión de su teoría que ofrece una explicación propiamente jurídica de este acto de constitución, construida a partir de la noción de autorización como acto jurídico fundamental[3]. Este tipo de explicación científica, more geometrico[4], de la institución del Estado es igualmente válida para las tres formas políticas que un Estado puede adoptar (monarquía, aristocracia y democracia). De este modo, el resultado de su esfuerzo para proponer un argumento científico en defensa de la monarquía va a ser ambiguo. Por un lado, Hobbes va a reconocer que su argumento no es incontestable en lo que respecta a la superioridad de la monarquía en comparación con la democracia y la aristocracia[5]. Por otro, va al menos a demostrar de forma convincente que el poder soberano debe tener las mismas características independientemente de la forma que adopte, y que por tanto el súbdito-actor no va a ser más libre bajo una democracia que bajo una monarquía (cf. Hobbes, 2008: XXIII.9; 2004: X.8; 2012: XVII 107-111).
Para desempeñar su papel, el soberano debe intervenir constantemente en la vida de los súbditos, con el fin de orientar su conducta, sus acciones exteriores, y no sus intenciones (cf. Hobbes, 2004: XIV.16-17; 2012: XXVII 151-152). El instrumento fundamental de intervención es la ley, que tiene un contenido dispositivo y un contenido punitivo (Hobbes utiliza respectivamente los términos distributivo[6] y penal). El contenido dispositivo establece aquello que los sujetos deben hacer o evitar. El contenido punitivo establece los estímulos materiales (recompensas y sobre todo castigos) con los cuales el soberano va a responder a aquellos que siguen la ley y a aquellos que no lo hacen (cf. Hobbes, 2008: XX.10; 2004: XIV.6-8; 2012: XXVI 148, XXVIII 161-167, XXXI, 186-187). Pero el soberano no puede establecer legalmente las recompensas y los castigos sin desplegar los medios a través de los cuales estos se hacen efectivos. Es necesario, por tanto, que el poder soberano se despliegue, se organice, se materialice, como una trama institucional con diferentes ramificaciones especializadas. Hobbes va a emplear la noción de «administración» a lo largo de su explicación de este despliegue (cf. Hobbes, 2008: XX.17; 2004: X.16, XIII.1; 2012: XXIII 123-124).
En estas páginas comenzaré por reconstruir dicho despliegue a través de los diferentes pasajes relevantes al respecto procedentes de Elements of Law (1640), De Cive (1642-7) y de la versión inglesa de Leviathan (1651). A continuación, reconsideraré el mismo asunto a partir del hecho de que el despliegue administrativo del Estado teorizado por Hobbes es problemáticamente ahistórico; mostraré que Hobbes es consciente de los límites inherentes a la ahistoricidad de su planteamiento, y trata de corregirlos a través de diferentes estrategias de recuperación de la historicidad de lo político. En tercer lugar, plantearé algunas observaciones sobre el eco teológico-político que arrastra la distinción conceptual entre soberanía y administración, y la interpretación que se puede dar de ese eco, dada la estructura general de la teología política hobbesiana. En último término, el objetivo de este artículo es mostrar que la noción de administración tiene implicaciones teóricas fundamentales para la comprensión de la teoría hobbesiana del Estado.
La presentación por parte de Hobbes del despliegue administrativo del poder soberano no es sistemática. Los rasgos principales de esta presentación aparecen en las tres versiones de la filosofía política de Hobbes, pero el grado de detalle de la misma aumenta progresivamente. En todo caso, en las tres versiones las observaciones sobre la materialización administrativa del Estado no se presentan de forma completamente unitaria, sino que es preciso considerar, especialmente en Leviathan, los contenidos de más de un capítulo. A continuación, presentaré de manera sistemática el discurso de Hobbes sobre esta cuestión, organizando el despliegue del Estado en tres niveles diferentes. Por supuesto, estos tres niveles no constituyen fases, no se dan de forma sucesiva; es posible diferenciarlos porque cada nivel es más periférico que el anterior frente a la persona soberana, pero los tres niveles se instauran simultáneamente.
El primer nivel del despliegue es la transición del poder soberano a la organización práctica del gobierno. Es una transición compuesta de dos movimientos:
Por una parte, el Estado adopta una forma. El pacto que funda el Estado instituye una persona artificial en dos sentidos: por un lado, la persona artificial es el Estado como institución; por otro, la persona artificial es la persona natural o la asamblea que deviene depositaria del poder soberano (cf. Hobbes, 2004: V.9, 11; 2012: XVII 87). El soberano se desdobla y, al mismo tiempo que sigue siendo abstracto, deviene concreto bajo la forma de una persona soberana, sea el monarca, el consejo aristocrático o la asamblea democrática. No se trata de dos entidades diferentes, porque la voluntad de la persona soberana (individual o colectiva) es la voluntad del soberano, pero simultáneamente el soberano en sentido abstracto, el Estado, el Leviatán, el dios mortal, desborda a la persona soberana para contener la vasta trama institucional que constituye el objeto del presente análisis.
Por otra parte, la persona soberana va a instituir un gobierno. Hobbes rechaza los argumentos teóricos en favor de las constituciones mixtas (cf. Hobbes, 2008: XX.15-16; 2004: VII.4; 2012: XIX 98-99, XXIX 172, XLII 300), ya que en tales constituciones el poder soberano se encontraría dividido o repartido, pero al mismo tiempo considera la posibilidad práctica de que el Estado se dote de una organización gubernamental compleja, compuesta por elementos correspondientes a diferentes formas políticas. Es una posibilidad ya considerada en Elements of Law, aunque por lo demás los contenidos de esta primera versión de la filosofía política de Hobbes sean completamente insuficientes para reconstruir el discurso hobbesiano sobre el Estado como máquina administrativa: la soberanía es indivisible, no puede ser mixta, el soberano unitario debe tener una forma «simple» o «pura» (democracia, aristocracia, o monarquía); sin embargo, en lo que respecta a la «administración» del poder soberano, una combinación de estas tres formas es posible (cf. Hobbes, 2008: XX.17).
Lo que en Elements of Law aparece como una posibilidad en De Cive da la sensación de devenir incluso necesario, pues Hobbes subraya que, como una asamblea no puede estar permanentemente reunida, las democracias y las aristocracias tienen la necesidad de delegar temporalmente el ejercicio de atribuciones esenciales del poder soberano, siendo posible incluso la institución democrática de un «monarca temporal» bajo cuyo gobierno el pueblo sigue siendo el depositario último del poder soberano (cf. Hobbes, 2004: VII.5-6, 10, 16). La monarquía, ciertamente, no tiene en principio esta desventaja, pues el soberano es una persona natural que puede ejercer el poder todo el tiempo (cf. ibid: VII.13). Sin embargo, Hobbes también va a señalar la imposibilidad de que un soberano, independientemente de su forma, pueda administrar por sí mismo todos los asuntos del gobierno. Por lo tanto, incluso en una monarquía el soberano ha de apoyarse en la labor de ministros y de «magistrados subordinados» a estos últimos (cf. ibid: VI.10)[7].
El segundo nivel de despliegue del Estado como mecanismo de gobierno corresponde a los cuerpos administrativos que van a encargarse de ejercer la acción de gobierno bajo la dirección de cada ministro y en el ámbito correspondiente. En este caso, la explicación más completa de la diversidad de ministros se encuentra en Leviathan. Por un lado, hay ministros que representan al soberano en todos los ámbitos posibles; pueden ser regentes, gobernadores, virreyes… (Hobbes, 2012: XXIII 124); por otro, hay ministros que representan al soberano en dominios concretos, y Hobbes menciona como ejemplos las finanzas, la defensa, la instrucción pública, la justicia, la ejecución de penas y la seguridad pública (también frente a los riesgos políticos), y la diplomacia (cf. ibid: XXIII 124-126; 2008: XXVIII.4-9; 2004: XIII.8-13, 17). A través de estos cuerpos administrativos, por tanto, definiría el Estado en gran medida el contorno de los dos campos fundamentales en los cuales los súbditos pueden desplegar su libre movimiento de acuerdo con la filosofía política de Hobbes, que son la economía y la opinión pública[8].
Pero queda considerar el tercer nivel del despliegue, que resulta igualmente importante para materializar la acción del Estado y, simultáneamente, para conformar esos dos campos de libre movimiento de los súbditos. Para entender correctamente qué está en juego en este tercer nivel es preciso considerar con algo más detalle la teoría de la autorización, someramente referida en la introducción.
La teoría de la autorización está directamente relacionada con la distinción, en la filosofía política de Hobbes, entre el individuo humano, en cuanto cuerpo animado y racional, y la persona, en cuanto representación lingüística de ese mismo individuo, puesto que la persona es el mismo individuo en tanto en cuanto se le imputan sus propias palabras o acciones (persona natural), o bien se le considera representante de las palabras o acciones de otro (persona artificial o ficticia). La noción de personalidad emerge, pues, de la reflexión racional sobre la propia experiencia de la acción. Como la razón está identificada con el lenguaje (cf. Hobbes, 1839a: I.1, 3, II.1-3; 2012: III 8-9, IV 13), la acción racional queda concebida como una acción verbal (un acto hablado) o verbalizable (representable discursivamente)[9]. Consiguientemente, en el estado de naturaleza, situación en la que los individuos aparecen completamente disociados, igualados en su fragilidad y en su corporeidad deseosa, la personalidad emerge como la reflexión verbal sobre esa misma condición, expresando con palabras el movimiento propio («yo deseo») o bien el ajeno («él o ella desea»)[10].
La «autoridad» (authority) es el «derecho de realizar cualquier acción» (the right of doing any action) (Hobbes, 2012: XVI 81), y por tanto una persona natural, al actuar en su propio nombre, es autora de su acción. Las personas artificiales, en cambio, actúan en nombre de una o varias personas naturales, que la han autorizado a hacerlo. La persona artificial, en cuanto actor, representa a las personas naturales que la autorizaron a actuar en su nombre, y son estas últimas por tanto la autoridad responsable de los actos realizados por la primera. En principio, la autorización es limitada y revocable. El actor representa al autor para un determinado asunto y dentro de determinados límites; si el actor hace abuso de la autoridad que le ha sido conferida por el autor, queda automáticamente desautorizado y con sus actos no vincula a su supuesto representado sino únicamente a sí mismo. Del mismo modo, y sin necesidad de incumplimiento, el acuerdo de autorización puede prever los términos en los que el autor puede revocar la autoridad del actor (cf. ibid: loc. cit.; Hobbes, 1839b: XV.2).
En el estado de naturaleza, por tanto, la multitud de individuos, al ser una multitud de personas naturales, constituye una multitud de autoridades (cf. Hobbes, 2012: XVI 82). Y el derecho de cada individuo a todo lo necesario para el mantenimiento de su propia vida puede ser entendido como el derecho que cada uno tiene de autorizar y desautorizar a su antojo. Al fin y al cabo, cuando dos individuos cualesquiera apetecen una misma cosa y no pueden compartirla, lo que hacen es pretender desautorizarse mutuamente, si bien ambos tienen la misma autoridad y por tanto no pueden llevar a efecto su pretensión sin recurrir a la fuerza. En otras palabras, de la misma manera que el deseo, como forma específica del movimiento del individuo humano en cuanto cuerpo animado, se traduce jurídicamente en el derecho natural a todo lo necesario para seguir deseando, los actos jurídicos de autorizar y desautorizar son los dos modos de expresión jurídica del derecho a todo, y por tanto la traducción jurídica del apetito y la aversión como modulaciones del deseo.
En cambio, cuando los individuos en estado de naturaleza, siguiendo la segunda ley natural, ceden en su derecho a todo, lo que hacen es autorizar a otros: a cualquiera en el caso de una renuncia, y a alguien en concreto en el caso de una transferencia (cf. Hobbes, 2004: II.3-4; 2012: XIV 64-65). Por eso, en algún sentido, todos los contratos son actos de representación en los que uno comparece, en cuanto persona, como autor de sus propias acciones y, como resultado de la transacción, deviene autor de la acción de otro y viceversa. Ocurre, claro, que los acuerdos contractuales son actos de representación con el mínimo alcance posible, puesto que se refieren a actos concretos de duración muy corta[11]. El pacto que instituye el Estado, por otra parte, da lugar al acto de representación de mayor alcance imaginable, porque mediante él los individuos ceden de forma irreversible su derecho a autorizar y desautorizar según su antojo y se lo transfieren a una persona artificial que deviene, como efecto del pacto, la máxima autoridad. El soberano así instituido es por tanto el depositario de ese derecho absoluto a autorizar y desautorizar y lo ejerce, al gobernar sobre sus súbditos, determinando qué acciones son obligatorias, qué acciones están prohibidas y qué acciones son facultativas. En todos los casos, pues, los súbditos actúan según lo autorizado por el soberano, y por tanto devienen actores subordinados a su autoridad. Esto explica por qué el soberano no comete injusticia frente al súbdito, ya que este último es autor de la acción de gobierno del primero, y por qué el súbdito no comete injusticia cuando actúa según lo autorizado por el soberano.
El resultado de lo expuesto es que, por un lado, en la filosofía jurídica de Hobbes la autorización aparece como la forma elemental del acto jurídico, y por tanto opera en cualquier acuerdo contractual, desde una compraventa hasta la institución del soberano, pasando por la posibilidad de instituir, incluso en el estado de naturaleza, personas artificiales no soberanas, notablemente la familia. Por otro, como se ha dicho, la teoría hobbesiana de la autorización y la representación implica, cuando se produce un acto de autorización en grado máximo, es decir, la institución de una autoridad soberana, su propia inversión. Una multitud de individuos autorizan a un representante-actor y al mismo tiempo renuncian en favor de este al derecho absoluto de autorización que cada uno de ellos tiene. Este representante deviene, por tanto, la única autoridad y, para ejercer su poder, va a autorizar, como se acaba de exponer, a ministros-actores que van a actuar en su nombre. Pero, como se ha dicho también, la inversión de la relación autor-actor es completa. Los súbditos mismos devienen «actores-representantes» que siguen las órdenes del soberano-autor que han instituido[12].
Ocurre entonces que, bajo el Estado civil, los súbditos tienen cierta personalidad jurídica, y en esa medida también están autorizados a ejercer cierto poder de autorización. Sería absurdo que no pudieran, puesto que el fin que se persigue al instituir el Estado es establecer un poder que ofrezca una garantía externa de cumplimiento de los contratos, y los contratos no pueden celebrarse si los individuos no pueden ejercer cierta autoridad. La diferencia es que ya no se trata de una autoridad natural, absoluta, sino de una autoridad artificial, ordenada, derivada de la autorización soberana. Incluso, haciendo ejercicio de esa autoridad artificial, los súbditos pueden instituir dentro del Estado civil personas artificiales no soberanas. El problema es, claro, cómo explicar la relación entre esas personas artificiales «menores» y la persona artificial suprema.
Se trata de una cuestión implícitamente sugerida, incluso tratada, tanto en Elements of Law como en De Cive (cf. Hobbes, 2008: XIX.9; 2004: V.10), pero que solo está ampliamente desarrollada en Leviathan, en el capítulo XXII sobre los «sistemas subordinados» (systemes subordinate). Un capítulo apenas analizado en la bibliografía secundaria (cf. Bobbio, 1992), pero que sin embargo tiene a mi juicio un enorme interés.
Hobbes establece tres criterios de clasificación de los sistemas subordinados (cf. Hobbes, 2012: XXII 115). El primer criterio lo define su origen: pueden ser «políticos» (politicall), si han sido creados directamente por el soberano, o «privados» (private), si han sido creados por los súbditos. El segundo criterio lo define su forma, es decir, si tienen o no un representante, lo cual permite distinguir respectivamente entre sistemas «regulares» (regular) e «irregulares» (irregular). El tercer criterio viene dado por su relación con la ley, según si están o no autorizados por el soberano, y permite distinguir respectivamente entre sistemas «legales» (lawfull) e «ilegales» (unlawfull). De la combinación de estos tres criterios es posible concluir que los sistemas subordinados políticos son todos legales, y que solo los sistemas privados pueden ser ilegales o irregulares.
Existe una variedad «casi infinita» (almost infinite) (ibid: XXII 117) de sistemas políticos subordinados. Según su propósito, pueden estar dedicados al gobierno de los individuos o al gobierno del comercio; y según su duración pueden ser permanentes, de duración determinada o temporales pero por tanto tiempo como sea necesario para cumplir su cometido (cf. ibid: XXII 119-121). Como ejemplos de sistemas políticos subordinados, cuyo representante puede ser un solo individuo o una asamblea, Hobbes va a mencionar, por un lado, diferentes clases de instituciones representativas territoriales (provinciales, coloniales, municipales), y, por otro, las compañías comerciales[13] (cf. ibid: XXII 116-119).
Siguiendo con las posibles combinaciones de la clasificación, la familia es el ejemplo que Hobbes da de un sistema subordinado privado, regular y legal. Una organización de ladrones, en cambio, es un ejemplo de un sistema privado, regular e ilegal. Y las facciones y las multitudes que se congregan espontáneamente son sistemas privados e irregulares cuya legalidad o ilegalidad dependerá de lo establecido por las leyes civiles (cf. ibid: XXII 121-123).
Una primera observación teórica general que se puede extraer de lo expuesto hasta aquí es que la diversidad de instituciones administrativas está condicionada solamente por la complejidad técnica, objetiva, del ejercicio cotidiano del gobierno. La identidad esencial de todos los Estados en cuanto unidades soberanas reaparece como una identidad fenoménica, puesto que todos los Estados también se despliegan como multiplicidades administrativas. El poder estatal, por tanto, se manifiesta cotidianamente de modo idéntico, con independencia de la forma adoptada por el poder soberano. El principio diferenciador de la forma política queda así desprovisto de prácticamente todo su peso: son las cualidades del despliegue administrativo de un Estado, y no su forma política, lo que permite valorar su vigor, su fortaleza, frente a los demás (cf. Hobbes, 2004: X.16).
Asimismo, es significativa la ambigüedad de la diferencia entre sistemas subordinados políticos y privados. Esta no está ligada a la distinción entre fuero interno y externo, sino que depende solamente de a iniciativa de quién han sido creados. Sin embargo, como he señalado más arriba, la inversión que produce el propio mecanismo de autorización supone que, en realidad, cualquier sistema subordinado privado, en la medida en que su creación ha sido autorizada, no sea en realidad más que un producto de la acción del propio soberano en cuanto autor, que en este caso opera a través de sus súbditos-actores. De ello resulta que muchas entidades o instituciones que a día de hoy llamaríamos «privadas» en realidad son, puesto que tienen una actividad pública (exterior) y autorizada, entidades que «actúan» en representación del poder soberano, y que por tanto forman parte de los «aparatos» del Estado[14].
En tercer lugar, llama necesariamente a atención que, a lo largo de la exposición sobre los sistemas subordinados, Hobbes hace referencia directa a varias instituciones que guardan con la autoridad soberana del Estado una relación problemática desde un punto de vista histórico. Por ejemplo, la familia pura y simplemente es una institución social preestatal, germen de los primeros Estados. Y la Iglesia y la Universidad, que son instituciones dedicadas a la instrucción pública, se gestan en coyunturas históricas complejas, de las que se preservan testimonios esencialmente equívocos. Cabría apuntar, además, como instituciones con un peso específico en el caso inglés, al Parlamento y a los tribunales, sobre cuya historicidad particular, como se verá a continuación, Hobbes también reflexiona. Todas estas referencias apuntan a lo mismo, a saber, que el acto de subsunción jurídica de cualquier institución bajo el Estado moderno se justifica en términos lógicos y no históricos, es decir, que el Estado, aun siendo una realidad histórica, puede pretender, en virtud de su autoridad absoluta, operar al margen del tiempo, presentarse como causa primigenia de todas y cada una de las realidades por él autorizadas. Dicho de otro modo: aunque, desde un punto de vista histórico, la autorización soberana sea generalmente un acto de reconocimiento de una realidad independiente del Estado, e incluso preexistente, en términos estrictamente jurídicos la autorización es siempre un acto de recreación.
Por último, todo lo expuesto permite reconsiderar lo que la filosofía jurídica de Hobbes plantea acerca del orden internacional. Lo más sencillo y habitual es entender que, para Hobbes, las relaciones interestatales están sujetas a niveles de incertidumbre análogos a los que presentan las relaciones interindividuales en el estado de naturaleza, puesto que los soberanos, en sus relaciones recíprocas, solo están sujetos a la ley natural (cf. Hobbes, 2004: X.17; 2012: XXX 186). Sin embargo, en la teoría hobbesiana de las relaciones internacionales la acción transnacional de los súbditos es tan significativa como las acciones interestatales, si no más, puesto que la razón fundamental de ser del Estado es la de dotar de seguridad a los súbditos. Para un individuo cualquiera, que vive bajo un Estado civil y en un mundo donde todas las comunidades humanas están políticamente organizadas, ya sea bajo Estados propiamente dichos o, al menos, bajo estructuras patriarcales, la sociedad transnacional no aparece como un espacio de acción social carente de ley positiva, sino como un espacio compuesto por una serie de jurisdicciones yuxtapuestas, establecidas por entidades igualmente soberanas que despliegan y ejercen cotidianamente su poder a través de entramados administrativos análogos. Por lo tanto, en un mundo de Estados un individuo que cruza una frontera no se enfrenta a la incertidumbre radical del estado de naturaleza, sino a la significativa certeza de pasar de un marco jurisdiccional a otro, sabiendo además que en última instancia toda jurisdicción estatal se rige por los mismos principios jurídicos, que vienen dados por las leyes naturales[15].
La explicación precedente forma parte de una teoría cuya premisa fundamental es la hipótesis del estado de naturaleza. Como han subrayado diferentes intérpretes de la obra de Hobbes (cf. Zarka, 1999: 36-58, 66-69; Goldsmith, 1966: 85), esta hipótesis es la transposición metodológica de la hipótesis de la annihilatio mundi, punto de partida de la filosofía natural natural hobbesiana (cf. Hobbes, 1839a: I.3, VII.1). La hipótesis del estado de naturaleza es así una hipótesis ahistórica, que considera a los seres humanos como si hubieran surgido de la tierra por generación espontánea (cf. Hobbes, 2004: VIII.1).
Sin embargo, a partir de esta hipótesis, Hobbes desarrolla una teoría jurídica del poder político con un objetivo muy claro de intervención política en el contexto concreto de Inglaterra. Hobbes interviene en el debate intelectual y político para señalar que, desde un punto de vista científico, es completamente absurdo articular el discurso de legitimación del poder en torno a un relato histórico de los acontecimientos, pues el dato histórico es esencialmente equívoco y necesita ser interpretado (cf. Hobbes, 1839a: I.8; 2012: VI 27, VII 32, IX 40, XXIX 170, XLII 320, XLIV 334; Vaughan, 2002: 83). En contrapartida, propone un discurso teórico que muestra cómo el primer efecto de la institución del soberano es el borrado de la historia del propio proceso de institución. Sus argumentos son sólidos, pero en la confrontación analítica con la realidad política concreta, y en el debate con sus adversarios, las determinaciones históricas no pueden desaparecer completamente.
Hay cuatro evidencias claras de la persistencia del factor histórico en la ciencia civil hobbesiana. En primer lugar, la hipótesis del estado de naturaleza no permite determinar los límites de la multitud de individuos que forman parte del pacto; sin naciones no puede haber fronteras estatales, pero para explicar la existencia de las naciones hace falta partir del dato histórico concreto[16]. Además, la teoría hobbesiana no consigue, como ya he señalado, demostrar de modo definitivo la superioridad de la monarquía; la adecuación de una forma política a una comunidad histórica también es un hecho histórico[17]. En tercer lugar, Hobbes ofrece una narración histórica del final del reino profético de Dios para completar la justificación abstracta de la autoridad absoluta de los reyes cristianos en materia religiosa, yendo así a la contra de aquellos que consideran que el poder eclesiástico es autónomo. Por último, la normatividad de la teoría de Hobbes no permite por sí misma explicar cómo se precipita una crisis constitucional. La guerra civil inglesa no puede explicarse sin considerar la historia de la Monarquía y del Parlamento, sin comprender que la unidad abstracta y teórica del Estado está en tensión con su multiplicidad institucional concreta y práctica. Y, al mismo tiempo, Hobbes necesitará integrar esa crónica en un esquema filosófico-histórico general, plasmado con especial detalle en Leviathan (notablemente en los capítulos XLII y XLIV a XLVII) (cf. Dubos, 2014), que relaciona la evolución de las formas de organización política, y los avances y retrocesos del conocimiento científico, con los procesos de gestación, la evolución y la recepción de las ideas sediciosas. De esta forma se hará cargo de la historicidad de lo político sin dejar de reafirmar la solidez de su propuesta científica de intervención política frente al argumento basado en la crónica.
A los efectos del objeto específico de este artículo, lo que me interesa resaltar es que Behemoth, sin poder ser considerada una obra historiográfica[18], sin embargo sí plantea un análisis histórico de la Guerra Civil Inglesa, como coyuntura de crisis constitucional que no puede ser explicada sin considerar la historia de la Corona y del Parlamento; sin comprender, por tanto, que la unidad abstracta del Estado, cuya necesidad es demostrada por la filosofía jurídica, está en tensión con la multiplicidad de instituciones estatales que ejercen cotidianamente la acción de gobierno. Esa multiplicidad es la que la filosofía jurídica de Hobbes trata de aprehender a través de la distinción entre poder soberano y administración y de un concepto tan rico como el de «sistemas subordinados». Sin embargo, es preciso el dato histórico para explicar cómo puede dicha multiplicidad de instituciones llegar a operar de modo diferente al que la filosofía jurídica define como necesario.
En su relato del origen de las universidades (cf. Hobbes, 2010 I 19r-21v)[19], de la Iglesia (cf. ibid: I 11r-14r, III 65r-v)[20] y del Parlamento (cf. ibid: II 37r-38v), a través del cual busca probar que se trata sin duda de instituciones subordinadas a la monarquía[21], y en su descripción del equilibrio precario entre el Parlamento, el ejército y (según el momento) el Rey, Cromwell, o su hijo (cf. ibid: III 65r-66v, IV 86r-v, 92r), se ve claramente que Hobbes reconoce el hecho de que, a pesar de la teoría, las diferentes instituciones del Estado puede estar guiadas por intereses y estrategias muy diferentes.
Así, Hobbes constata que existen conflictos constitucionales entre diferentes instituciones del Estado. Conflictos que se producen en la práctica a pesar de que la teoría jurídica permita determinar racionalmente que, de entre todas esas instituciones, solo una es depositaria de la soberanía mientras que las demás son sistemas subordinados. Dicho de otro modo, Hobbes no solamente reconoce que diferentes «sistemas subordinados» tienen trayectorias históricas específicas, sino también que puede existir una distancia notable entre los argumentos de derecho y las situaciones de hecho. Y lo hace con tanta naturalidad que, a pesar de la prolijidad de sus observaciones en este sentido, puede parecer irrelevante.
A mi juicio, la minuciosidad del análisis de Hobbes a este respecto constituye una prueba de su sensibilidad histórica. Demuestra su consciencia de que hay coyunturas históricas cuya complejidad puede ser difícilmente asida desde un marco tan estricto como el del derecho, aunque al mismo tiempo solo el razonamiento jurídico sea capaz de establecer un principio de orden desde el cual aprehender la equivocidad de los hechos. En este sentido, es preciso señalar que uno de los elementos más significativos de los diálogos tercero y cuarto de Behemoth, en los que ya no se encuentran largas digresiones analíticas, es que, conforme se enredan las situaciones de hecho, Hobbes va insertando reflexiones de derecho. En principio, la función de esas reflexiones es precisamente la de emplear los criterios jurídicos como un principio de orden que determine la equivocidad inherente al hecho histórico, pero la consecuencia implícita es que se pone de manifiesto cómo puede existir una gran distancia entre la tesis teórica de la subordinación de todas las instituciones al poder soberano y su vigencia práctica.
En definitiva, Hobbes, aun sosteniendo la tesis teórica de que el Estado es una persona artificial que se despliega como una multiplicidad administrativa de instituciones subordinadas a la persona soberana, también reconoce que, en la práctica, las diferentes instituciones estatales pueden operar como agentes sociales diferenciados, cada cual con su propia trayectoria histórica, con su lógica interna de funcionamiento, y con sus intereses específicos.
La coexistencia de estos dos puntos de vista en la obra de Hobbes obliga a reconsiderar el significado de sus tesis teóricas. Por un lado, la unidad de acción de las instituciones estatales no puede ser entendida como un hecho dado en la medida en que aparece como racionalmente necesario; no es, por tanto, un presupuesto sino más bien un objetivo de la acción racionalizada de gobierno. Por otro aparece la posibilidad de entender la filosofía jurídica de Hobbes como un análisis de las debilidades constitutivas del Estado más que como una apología de su poder. Para Hobbes, toda situación ambigua desde el punto de vista de la soberanía es una situación crítica: el conflicto constitucional puede conducir, o bien a una situación en la que no hay un soberano efectivo, lo cual puede dar pie a un colapso del Estado civil que suponga el «retorno» al estado de naturaleza, o bien a una situación en la que dos autoridades diferentes reclamen para sí la soberanía, dando probablemente lugar a una guerra civil. Sin embargo, si se asume que en realidad el Estado está materialmente compuesto por una multiplicidad de instituciones cuya unidad de acción no viene dada sino que ha de ser producida, entonces es posible pensar el Estado como un entramado institucional en (riesgo de) crisis permanente[22].
A lo largo de estas páginas he analizado cómo Hobbes, a través de una reflexión estrictamente teórica y de un análisis concreto de las características del Estado inglés, conducidos ambos según las pautas que establece el método geométrico, reconoce la existencia de una tensión estructural, en el seno mismo del Estado, entre unidad y multiplicidad. Por un lado, el razonamiento teórico concluye que el Estado no puede ejercer sus funciones sin desplegarse como una multiplicidad de instituciones específicas, las cuales no necesariamente son creadas ex novo sino que pueden preceder al Estado y ser subsumidas, recreadas, por este. Por otro, el análisis histórico muestra cómo la unidad de acción, necesaria según la teoría, de la multiplicidad de instituciones estatales no es un hecho dado, sino un objetivo del propio ejercicio racionalizado de gobierno, frente a la diversidad realmente existente de intereses, lógicas y tendencias que guían en la práctica a las diferentes instituciones estatales.
Ahora me gustaría poner de manifiesto cómo esta tensión estructural entre unidad y multiplicidad tiene un eco metafísico o teológico claro, que Hobbes explicita en De Cive de dos modos diferentes. Por un lado, va a comparar la soberanía y la administración con la potencia y el acto respectivamente (cf. Hobbes, 2004: X.16), sabiendo que, para él, toda potencia es ya acto de algún modo (cf. Hobbes, 1839a: X.1, 6). Por otro, Hobbes va a comparar la intervención directa de la persona soberana con la intervención directa, extraordinaria, de Dios en el mundo, del mismo modo que la intervención del soberano a través de la administración es comparable con la intervención ordinaria de Dios en el mundo a través de las causas segundas (cf. Hobbes, 2004: XIII.1).
La comparación teológico-política que propone explícitamente el propio Hobbes tiene una significación enorme. Con carácter general, el argumento teológico-político de Hobbes se construye a partir de la afirmación de una cesura irreparable entre causa primera y causas segundas; una cesura cuya consecuencia directa es que la causa primera juega un rol que es al mismo tiempo, y paradójicamente, imprescindible y secundario[23]. En lo tocante a la organización del Estado ocurre exactamente lo mismo: la unidad del Estado es al mismo tiempo imprescindible y secundaria, ya que cotidianamente el Estado opera como una multiplicidad administrativa igual que el mundo se manifiesta como una trama de causas segundas.
El lenguaje, el carácter representacional del conocimiento, cumple así un rol fundamental a todos los niveles. La unidad ontológica de la naturaleza es concebida a través de la aprehensión racional, lingüísticamente mediada, de una causa primera que rija el orden de las causas segundas (cf. Hobbes, 2012: XII 53). La unidad del orden moral, a su vez, es concebida solo a través de la aprehensión racional de la ley natural como una formulación lingüística de la voluntad de Dios (cf. Hobbes, 2004: IV.2, XV.2-4, 8; 2012: XXXI 187, XXXVI 224). Y la unidad del Estado como persona artificial se manifiesta a través de la ley civil como expresión lingüística de la voluntad soberana.
Por otra parte, del mismo modo que la causalidad natural se diluye en el entramado infinito de conatos (cf. Hobbes, 1839a: XV.5; Hobbes, 1840b: 267), y del mismo modo que la causalidad de la voluntad se diluye en el entramado infinito de apetitos (cf. Hobbes, 1839a: XXV.13; 1839b X.1-2, 4), la causalidad jurídica se diluye en el entramado de actos recíprocos de autorización y de las instituciones que dichos actos generan. Esto significa que, del mismo modo que la causa íntegra de un determinado fenómeno natural se explica dentro del orden de las causas segundas, sin recurrir a la intervención de la causa primera, y del mismo modo que un acto de obediencia puede producirse sin que el sujeto obediente crea en la existencia de un Dios único y omnipotente, un acto legislativo puede no proceder directamente de la institución en la que reside la soberanía, sino que puede ser un acto autorizado, procedente una institución subordinada. En tal caso son determinados signos, como por ejemplo los sellos oficiales, los que permiten reconocer que la ley es tal, o que la institución que la dicta es una institución autorizada (cf. Hobbes, 2004: XIV.13; 2012: XXVI 142). Así, aunque resulte claro que tales signos no son en sí mismos la fuente de la autoridad, el problema es que no resulta tan sencillo identificar cuál es el fundamento material de la autoridad que el signo pretende representar.
Por lo tanto, como consecuencia directa de la tensión entre unidad y multiplicidad en el seno del Estado, y aunque en principio el soberano instituido se desdoble en, por un lado, una persona artificial concreta, la persona soberana, y, por otro, una persona artificial abstracta, que es el Estado mismo como entidad jurídica, el despliegue administrativo de la soberanía haría que, en realidad, no fuera posible identificar a la persona soberana concreta, ya que esta quedaría diluida en el Estado como persona artificial abstracta. Ninguna de las altas instituciones del Estado sería entonces soberana por sí, sino que todas serían autoridades autorizadas por el Estado mismo en cuanto persona artificial, en cuyo caso la unidad del Estado carecería de un fundamento objetivo, y no sería más que una representación, una imagen mental, un producto ideológico.
El mismo problema se presenta, desde luego, en el orden teológico: Dios no es un objeto de conocimiento, sino que su existencia es racionalmente aprehendida como una hipótesis necesaria o sobrenaturalmente revelada. Esto bien podría llevar a concluir que Dios es una entidad imaginaria. Frente a ese riesgo, Hobbes identifica sustancia y corporeidad, y por tanto afirma que Dios tiene cuerpo, incluso si no es posible conocer la sustancia divina y, por tanto, cómo es la corporeidad divina (cf. Hobbes, 2012: XXXIV 207-211; 1839a: VIII.1; 2012: App-III 360; Weber, 2009).
Por otra parte, en lo que se refiere a la ley natural, cuya obligatoriedad podría verse reducida también a un fundamento imaginario, la solución de Hobbes pasa por la articulación del reino natural de Dios en sentido estricto y su reino físico-natural: incluso si la ley natural no es subjetivamente aprehendida por todos los individuos como una ley divina, esta opera objetivamente, como un principio de orden inscrito en la propia materialidad del ser humano en cuanto criatura. Por lo tanto, incluso si el reino natural de Dios no es universalmente aprehendido, el reino físico-natural de Dios sí es de carácter universal (cf. Hobbes, 2004: XV.7; 2012; XXXI 186; León Pérez, 2022a).
En lo que se refiere, por último, al orden jurídico positivo, del mismo modo que se postula racionalmente que Dios tiene cuerpo, se postula jurídicamente que la persona soberana siempre tiene un anclaje institucional definido, en un individuo o una asamblea.
Ahora bien, el análisis históricamente anclado del funcionamiento del Estado inglés pone de manifiesto hasta qué punto pueden discrepar los argumentos de iure de las circunstancias de facto. Y también prueba que es posible que la autoridad soberana, identificada con arreglo a derecho o según las circunstancias de hecho, «circule» entre diferentes instituciones estatales. Por lo tanto, planteando con mayor precisión cuál es el argumento de Hobbes, cabría decir que, a su juicio, en todo orden constitucional, es posible identificar, al menos, o bien quién ostenta la soberanía de iure, incluso si nadie la ejerce de facto, o bien quién ejerce la soberanía de facto, incluso si nadie la ostenta de iure. Y que la forma del Estado viene determinada por argumentos de derecho o por las realidades de hecho, en cuyo caso será la regularidad del ejercicio de la autoridad suprema por parte de cierta institución lo que permitirá determinar que la misma es, efectivamente, la depositaria de la soberanía.
En definitiva, la estrategia de Hobbes para conjurar el riesgo de que la unidad de la soberanía quede reducida a la condición de una representación imaginaria pasa por afirmar que siempre es posible identificar la institución depositaria de la soberanía. Por lo tanto, aunque el poder soberano tenga siempre las mismas atribuciones en potencia, y aunque se manifieste en acto, administrativamente, de modo sustantivamente idéntico, ello no convierte la determinación de la forma del Estado en una cuestión anecdótica o irrelevante. Al contrario, y con toda la complejidad que acarrea la tensión entre los argumentos de iure y las realidades de facto, es la identificación de la forma política lo que permite señalar dónde reside materialmente la soberanía[24].
La analogía con el argumento teológico es de nuevo manifiesta. La afirmación de la corporeidad de Dios lleva a razonar que las cualidades de dicho cuerpo han de ser la sutileza y la fluidez, hasta el punto de que cuesta determinar cómo es distinguible, en la ontología hobbesiana, del éter (cf. Weber, 2009: 84-97)[25]. Del mismo modo, la afirmación de la necesaria existencia, de iure o de facto, de una autoridad soberana perfectamente identificable, lleva a razonar que la autoridad soberana no es exactamente una propiedad sólida sino más bien algo que fluye, que circula entre diferentes instituciones del Estado, hasta el punto de que cuesta concebir que la potestad soberana pueda quedar depositada, concentrada, en una única institución concreta.
En las páginas introductorias de este artículo planteaba que el supuesto del estado de naturaleza y la teoría de la autorización, como pilares fundamentales de la justificación hobbesiana de la soberanía absoluta, tienen exactamente la misma vigencia para toda forma política adoptada por el Estado. Esto me permitía suponer que la noción de administración, como término bajo el cual Hobbes agrupa el conjunto de medios a través de los cuales el soberano ejerce efectivamente su poder, también debía ser relevante con carácter general.
Una vez introducido el objeto del presente estudio, en primer lugar he sitstematizado las observaciones de Hobbes acerca del despliegue administrativo del soberano, que se estructura en tres niveles. El primer nivel corresponde al paso del soberano al gobierno, que implica tanto la identificación de la persona soberana, y de sus posibles representantes o comisionados, como el nombramiento de ministros. El segundo corresponde a los cuerpos burocráticos que operan bajo cada ministro. El tercero, como vimos, abarca en realidad al conjunto de «sistemas subordinados» que pueden darse autorizadamente bajo un Estado, independientemente de si la iniciativa de su constitución es política (proviene del soberano) o es privada (proviene de los súbditos). La principal conclusión extraída de este primer epígrafe fue que, como la diversidad de instituciones administrativas está condicionada solamente por la complejidad técnica, objetiva, del ejercicio cotidiano del gobierno, la identidad esencial de todos los Estados en cuanto unidades soberanas reaparece como una identidad fenoménica, puesto que todos los Estados también se despliegan como multiplicidades administrativas y se manifiestan cotidianamente de modo idéntico. De este modo, el principio diferenciador de la forma política quedaba desprovisto de prácticamente todo su peso.
En el siguiente epígrafe he considerado el modo en el cual Hobbes, al hacerse cargo de la historicidad inherente a lo político, también tiene en cuenta que las diferentes instituciones que componen administrativamente un Estado poseen su propia trayectoria histórica y pueden operar siguiendo intereses y estrategias propios. Esta constatación, que es especialmente relevante en Behemoth, tiene dos implicaciones fundamentales. Por un lado, que la unidad de acción de las instituciones estatales no puede ser entendida como un hecho dado en la medida en que aparece como racionalmente necesario, sino más bien un objetivo de la acción racionalizada de gobierno. Por otro, que aparece la posibilidad de entender la filosofía jurídica de Hobbes como un análisis de las debilidades constitutivas del Estado más que como una apología de su poder.
Esta exposición sistemática revela que la obra de Hobbes plantea con gran claridad elementos clave para la conformación de una teoría materialista del Estado, es decir, una teoría que no fundamenta la existencia del Estado en un a priori de tipo teológico, jurídico o moral, y que no da por supuesto acríticamente el carácter unitario de la acción estatal, sino que tiene capacidad para explicar, a partir de la propia dinámica social, la emergencia del Estado como forma de organización política históricamente determinada, y para dar cuenta de cómo se conforma el carácter unitario de sus acciones, contando de este modo también con herramientas que permiten explicar cómo es posible que ese carácter unitario se quiebre en momentos de crisis constitucional, cuando unas instituciones del Estado operan abiertamente en contra de otras. El carácter rudimentario del pensamiento económico de Hobbes (cf. León Pérez, 2022b) también explica por qué en su obra no encontramos una teoría de las clases sociales, que sería lo que permitiría explicar de dónde surgen y cómo operan aquellas relaciones de poder ajenas al Estado pero que se sirven de él, dotándole de la unidad de acción de la que en principio carece.
En tercer lugar, he analizado los ecos teológico-políticos del tratamiento hobbesiano de la distinción entre soberanía y administración. Estos ecos son explícitos, puesto que Hobbes compara al soberano con la causa primera y a la administración con el orden de las causas segundas. Dada la singularidad de la metafísica hobbesiana, que plantea, como se ha argumentado sucintamente, una cesura entre causa primera y causas segundas, y por eso atribuye a la causa primera un rol que es, paradójicamente, tan imprescindible como secundario, era necesario abordar explícitamente el significado de esos ecos teológico-políticos. Esto ha permitido identificar una analogía entre la tesis teológica de Hobbes sobre la corporeidad divina, que conlleva el riesgo de diluir a Dios en la naturaleza, y la tesis jurídico-política de Hobbes sobre la relación entre administración y soberanía, que conlleva el riesgo de diluir al soberano en la trama de instituciones que conforman un Estado. Hobbes salva el riesgo de la disolución de Dios en el orden de las causas segundas afirmando como un a priori la corporeidad de Dios como sustancia infinita y causa primera, y salva el riesgo de la disolución de la soberanía en la administración afirmando como un a priori que siempre es identificable, de iure o de facto, una persona soberana. Esto significa que, aunque previamente se había llegado a la conclusión de que, bajo la filosofía jurídica de Hobbes, la forma política no constituye un rasgo crucial del Estado, en realidad sí tiene una función decisiva, pues posibilita la identificación en última instancia de una persona soberana, evitando que la soberanía quede efectivamente diluida. Es, pues, semejante a la necesidad que tiene Hobbes de preservar la referencia divina como autoridad sobrenatural que dota de vigencia a la ley natural, evitando que quede disuelta, como mero criterio de prudencia, en el ejercicio legislativo del soberano civil.
Sin embargo, una solución de esta clase es claramente insatisfactoria para quien agudiza el ejercicio crítico, invitando a pensar en el carácter imaginario, ideológico, tanto de la causa primera como del carácter unitario de la soberanía. A mi juicio, Hobbes ofrece no solamente una solución teológico-ideológica sino también otra, complementaria, científico-retórica:
Como ya se ha señalado, Hobbes reconoce explícitamente y con absoluta franqueza en De Cive que su filosofía civil no puede plegarse perfectamente, por una cuestión de puro y simple rigor, a su agenda política particular. En tanto en cuanto el método geométrico determina de modo inapelable cuáles son las cualidades esenciales del poder soberano, y también cómo ha de proceder la racionalización administrativa del ejercicio de gobierno, los argumentos sobre la superioridad de la monarquía frente al resto de formas políticas pierden su fuerza, porque es la propia distinción entre formas políticas la que deviene, como se ha visto, casi superflua.
Así, aunque en De Cive Hobbes busca poner su ciencia al servicio de una determinada causa, el propio proceso de elaboración de la obra le lleva a concluir que la subordinación de la ciencia a un interés político concreto no puede ser perfecta. No porque la ciencia sea apolítica, sino porque redefine la política en sus propios términos. Esta constatación va a dar pie a un giro significativo del planteamiento de Hobbes en Leviathan, pues en esta obra ya no se trata de poner la ciencia al servicio de la defensa de una forma política determinada, sino de plantear la ordenación científica de la política como una causa política de orden superior, potencialmente asumible por cualquier forma política.
En ese sentido, se podría decir que el Leviatán, como máquina-monstruo-dios mortal que constituye una forma científica de organizar y articular soberanía y administración, aparece como una «metaforma» política bajo la cual pueden quedar subsumidas y unificadas las formas políticas clásicamente diferenciadas. En otras palabras, por tanto, se podría decir que en De Cive Hobbes busca poner un tratado sobre la racionalidad formal (técnico-instrumental) del Estado al servicio de la racionalidad material (axiológica) de una causa política determinada, mientras que en Leviathan la pretensión de Hobbes es la de convertir los criterios de racionalidad formal que contiene la obra en un valor político defendible por sí mismo, en el fundamento de una racionalidad material de nuevo cuño.
Asimismo, es posible ajustar esta interpretación a las circunstancias concretas en las que Hobbes escribe sus obras, relacionarla con su vocación de intervención política en el contexto inglés. Aunque el esquema histórico de Hobbes no es claramente providencialista, pues no hay referencias explícitas a Inglaterra como una suerte de «nación elegida» (cf. Dubos, 2014: 44-46, 143, 246-248, 294-298, 344), creo que de todos modos existen razones para entender que, en su planteamiento, Inglaterra ocupa una posición histórica privilegiada. Inglaterra es no solamente una nación en la que ha triunfado la Reforma sino también, dado el debilitamiento del poder eclesiástico, una nación en la que resulta factible la subordinación efectiva de las instituciones magisteriales a la autoridad soberana. Así, en Inglaterra se dan las condiciones para que un soberano convierta en doctrina pública la filosofía civil que el propio Hobbes ha construido (cf. Hobbes, 2012: XXX 179-180, R&C 395), prestando además escrupulosa atención a la doctrina protestante.
Desde este punto de vista el Leviatán ya no sería una «metaforma» política para cualquier Estado, sino la «metaforma» política que puede adoptar Inglaterra porque en su caso se dan las condiciones necesarias, desde el éxito de la Reforma hasta el notable desarrollo de las ciencias, pasando por la proyección colonial, para la conformación, en la práctica, de un Estado perfecto. En tal caso sí tendría gran relevancia, aunque se trate de un rasgo que Hobbes nunca hace explícito (cf. Schmitt, 1938: 20; Malcolm, 2012: 115), el hecho de que Leviatán sea un monstruo marino, pues la metáfora bíblica no habría sido concebida para ser aplicable a cualquier Estado, sino para cautivar específicamente la imaginación del soberano inglés.
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Desea dar las gracias a sus compañeras de Zoocánica S. Coop. Mad., y de las cooperativas que la componen, porque con su trabajo hacen posibles este y otros proyectos de investigación, apostando por un modelo de transferencia de conocimiento basado en el interés público y en la transformación del tejido productivo. |
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En lo que se refiere a las obras de Thomas Hobbes se opta por utilizar un sistema de referencia de su contenido que permita, en la medida de lo posible, cotejar las citas con independencia de la edición concreta manejada por la persona que lee. Para las obras Elements of Law, así como para las tres Secciones de los Elementa Philosophiae, De Corpore, De Homine y De Cive, se indica el capítulo en romanos y parágrafo en arábigos (por ejemplo, V.4 se refiere a capítulo quinto, cuarto parágrafo). Cuando esto no sea posible, como sucede en las Epístolas dedicatorias y los Prefacios, cito la página de la edición manejada. En el caso de Leviathan, ya sea la edición inglesa o la latina, se indica el número de capítulo en romanos seguido, según el caso, de la página de la edición Head o de la edición de las Opera Latina de 1668. Para los pasajes del texto que no forman parte de la estructura en capítulos, se usan las siguientes abreviaturas: Int (Introducción), R&C (Recapitulación y conclusión) y App-I, App-II y App-III (cada uno de los tres apéndices de la edición latina). En el caso de Behemoth se proporciona el número del diálogo en romanos seguido del número en arábigos del folio (y la indicación de si es el recto -r- o el verso -v-) del manuscrito original (por ejemplo, I 20r se refiere al recto del folio 20 en el primer diálogo). Para las obras A Dialogue Between a Philosopher and a Student of the Common Laws of England, On Liberty and Necessity y An Answer to Bishop Bramhall se cita la página de la edición manejada. |
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Yves Charles Zarka ha señalado que, en De Cive, la teoría jurídica del contrato, y por tanto del pacto, está desconectada de la distinción conceptual entre el individuo y la persona. El acto de ceder un derecho es en inicio concebido y analizado según el patrón de la cesión de un derecho de propiedad y uso de un objeto, por lo que la transferencia especial de derechos que dota de contenido al pacto que funda el Estado trata implícitamente a los súbditos como cosas, minando con ello la propia teoría hobbesiana de la obediencia como acto voluntario que vuelve lógicamente imposible la pretensión de acusar al soberano de actuar injustamente frente al súbdito (cf. Zarka, 1999: 337-338). En De Cive ya se afirma que la acción del Estado, como persona artificial, sobre el súbdito es en realidad una acción del súbdito, como persona natural, sobre sí mismo (cf. Hobbes, 2004: VI.14); y también se plantea, aunque quizás con menos contundencia que en Leviathan, que sin embargo el súbdito, al actuar siguiendo las leyes del Estado, no es exactamente responsable como persona natural de su propia acción (cf. ibid: XII.2). El problema es que no se termina de entender, con arreglo a lo que según Hobbes establecen el derecho y las leyes naturales, por qué eso es así. La teoría de la autorización, planteada por primera vez en Leviathan y luego insertada en los Elementa Philosophiae a través de De Homine, resuelve esa dificultad. |
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Para que el modo de plantear ciertas cuestiones a lo largo de este artículo no resulte extraño a ojos de quien lee, es preciso aclarar que el abordaje aquí propuesto de la obra de Hobbes parte de la premisa fuerte de que su «método geométrico» dota de unidad a su «sistema de ideas» (cf. Watkins, 1989). No se trata de una estratagema retórica, como plantea la tradición interpretativa que va de Strauss (cf. 1996) a Skinner (cf. 2004; 2008), ni de un recurso exclusivamente expositivo, sino que constituye un verdadero método de investigación (cf. Hobbes, 2004: p. 79) basado en la «operacionalización geométrica» del objeto de estudio. Esta operacionalización supone, en el caso de la filosofía civil, la identificación del individuo como elemento constitutivo más simple, análogo al punto en el caso de la geometría, para luego ir construyendo, demostrando geométricamente, la composición de elementos más complejos, recurriendo únicamente al movimiento como causa de todo cambio (cf. Hobbes, 1839a: VI.5). De este modo, a mi juicio, las singularidades de la geometría hobbesiana (cf. ibid: VIII.12, XV.2; Jesseph, 1999) informan y estructuran no solamente la filosofía natural de Hobbes sino el conjunto de su filosofía civil, empezando por la concepción del individuo como cuerpo que desea, es decir, como un cuerpo indiviso y que se mueve (manifiesta un conato cuya composición interna se ignora) y cuya magnitud no se considera (no todos los individuos manifiestan las mismas cualidades, pero todas esas diferencias quedan anuladas por la igual fragilidad de la vida humana frente al riesgo de muerte violenta). No se trata de una postura interpretativa completamente novedosa, ya que cuenta con claros precedentes clásicos (cf. Watkins, 1989; Goldsmith, 1966), y con aliados parciales más recientes (cf. Zarka, 1999; Gallego García, 2016), pero creo que aporto una justificación más robusta y extraigo implicaciones de mayor alcance (cf. León Pérez, 2022a; 2022b). En lo que se refiere específicamente al objeto del presente artículo, se pondrá de manifiesto cómo el método geométrico de Hobbes estructura la propia teoría de la autorización, ordena el ejercicio de la acción de gobierno sobre los individuos como cuerpos que se mueven, y por tanto determina la relación entre soberanía y administración. |
[5] |
«(A)unque en el capítulo décimo haya intentado persuadir con argumentos de que la monarquía es más apropiada que las demás clases de Estado, confieso que es la única cosa de este libro que no queda demostrada sino propuesta como probable» (Hobbes, 2004: p. 83). |
[6] |
Para hacer compatible la justicia que imparte el soberano con las desigualdades propias del Estado civil, Hobbes precisa redefinir la relación entre justicia e igualdad. Lo hace recuperando, y reformulando críticamente, la distinción convencional entre la justicia conmutativa y la distributiva, que Hobbes compara respectivamente con la proporción aritmética y la geométrica. Así, del mismo modo que la proporción geométrica precede a la aritmética (Hobbes, 1839a: XIII.1), la justicia distributiva, en la que los individuos reciben magnitudes diferentes en función de su diferente mérito, precede a la conmutativa, en la que los individuos dan y toman magnitudes iguales (cf. Hobbes, 2008: XVI.5; 2004: III.6, 13-14; 2012: XV 75; León Pérez, 2022b). Este es el motivo que explica la elección terminológica de Hobbes para referirse al contenido dispositivo de la ley. |
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Algunas de estas ideas también se encuentran ya, desde luego, en Elements of Law (cf. Hobbes, 2008: XX.19, XXI.9-10) y vuelven a figurar en Leviathan (cf. Hobbes, 2012: XVIII 92, XIX 98, XXIII 123-124, XXX 175) pero son menos explícitos que lo que concierne a la necesidad que tiene el poder soberano de desplegar una administración. |
[8] |
El resultado último de toda la reflexión hobbesiana sobre la naturaleza y la función de las leyes civiles es que estas no suprimen la libertad de los súbditos, entendida como la capacidad para realizar a voluntad diferentes clases de acciones externas, sino que simplemente la acotan tanto como sea necesario para garantizar la conservación del orden social que el Estado instituye (cf. Hobbes, 2004: IX.9, XIII.16; 2012: XXI 107-111; Goldsmith, 1966: 193). Ahora bien, esa libertad de acción se expresa de dos modos que merecen ser considerados por separado, aunque se encuentren ligados entre sí: por un lado, como una libertad de movimiento físico, una libertad de deseo; por otro, como una libertad de movimiento verbal, una libertad de opinión. Se trata, como digo, de dos formas de acción distintas, que siguen dinámicas diferentes, y que el Estado gobierna a través de medios específicos, aunque no operen de forma completamente desligada. |
[9] |
Aunque, en una primera aproximación, el nominalismo hobbesiano puede hacer pensar que la arbitrariedad del uso del lenguaje tiene una capacidad performativa absoluta, una lectura atenta pone de manifiesto la primacía del corporalismo (vale decir materialismo) hobbesiano frente a su nominalismo, y por tanto los límites que impone en todos los órdenes la corporeidad de las sustancias. En la epistemología de Hobbes, el límite del lenguaje arbitrario lo marca la necesidad práctica de la correspondencia de este con la sensación (Hobbes, 1839a: III.8, V.1-2; 2012: IV 12-13, 15, V 19-21; 1839b: X.3); en su pensamiento jurídico, el límite del acto jurídico como constructo lingüístico lo marca su correlación con una manifestación inequívoca de la voluntad del sujeto, es decir, del movimiento de un cuerpo en una dirección determinada (cf. Hobbes, 2004: II.4-7, 10, 12; 2012: XIV 65-67). |
[10] |
De entrada, la imputación a cada cual de su propia «personalidad» natural es un acto intelectivo análogo al de la imputación a cada cuerpo de un conato, o la imputación a cada individuo de una voluntad. Cuando dos individuos interactúan en el estado de naturaleza, sus acciones bien pueden ser completamente pasionales, pero es necesario que se consideren en cualquier caso como acciones voluntarias para que se pueda articular una relación entre dos sujetos. Si la determinación mecánica, exterior, de las acciones humanas, hiciese a los individuos irresponsables de sus actos, los lazos sociales voluntarios devendrían impensables. De modo similar, cualquier individuo puede en realidad estar hablando y actuando en nombre de otro, pero si no se presupone en origen una personalidad natural, si se abre la posibilidad de un encadenamiento indefinido de personificaciones, la propia personalidad como realidad emergente del individuo deviene absurda. Dicho de otra manera: la pasión presupone la acción, el conato, igual que la personificación presupone la personalidad, pero ni el conato ni la personalidad son nociones que evoquen experiencias objetivas, sino únicamente sensaciones subjetivas cuya generalidad se supone o imputa. |
[11] |
Se puede decir, por tanto, que en Leviathan ocurre justo lo contrario a lo que, según Zarka (ver nota 3), sucede en De Cive. Al emerger una teoría desarrollada de la relación jurídica de sujeción personal, es esta la que puede considerarse proyectada sobre las relaciones jurídicas de cesión de la propiedad de un objeto, aunque se siga diferenciando formalmente el «dominio» (dominion) sobre las posesiones de la «autoridad» (authority) sobre las acciones de tal modo que el autor es propietario de (tiene dominio sobre) las acciones del actor (cf. Hobbes, 2012: XVI 81). |
[12] |
Esto explica, y es la consecuencia más evidente de la inversión constitutiva de la teoría hobbesiana de la representación, por qué el culto público que entra en contradicción con la fe personal no condiciona al individuo frente a Dios: en el culto público los súbditos no son autores de sus acciones sino actores (cf. ibid: XLII 271-272). |
[13] |
En la versión inglesa de Leviathan (cf. ibid: XXII 119-120), son sistemas políticos solo aquellas compañías comerciales que tienen un doble monopolio (de exportación y de importación); en la versión latina, sin embargo, todas las compañías comerciales constituyen sistemas políticos (Hobbes, 2012: XXII 115-116). |
[14] |
La elección de este término es deliberada, pues Louis Althusser, en su artículo de 1970 «Idéologie et appareils idéologiques d’État (Notes pour une recherche)», va a plantear exactamente la misma tesis sobre la pertenencia de instituciones privadas a la estructura de «aparatos» (ideológicos o represivos) del Estado. La edición más completa de estas notas de Althusser se encuentra en el libro Sur la reproduction, que contiene el manuscrito original de 1969, a partir del cual Althusser va a redactar su artículo, seguido de este último (cf. Althusser, 1995: 111-113, 283.) |
[15] |
Como ha señalado Noel Malcolm (cf. 2002b), que la ley natural rija las relaciones interestatales no quiere decir que exista un derecho natural estatal absoluto y análogo al derecho natural individual, sino que es la misma ley natural, que emerge como límite racional de ese derecho para optimizar su ejercicio, la que rige las acciones individuales en el estado de naturaleza y la que rige la acción del Estado. Dicho de otro modo, es fundamental tener en cuenta que, si el Estado constituye un principio objetivo de razón ante sus gobernados, entonces se le presume también cierta racionalidad en su conducta frente a otros Estados, pues de lo contrario pondría en riesgo el correcto desempeño de su principal cometido. Esto no significa que las relaciones interestatales carezcan de incertidumbre, sino que se trata de una incertidumbre que, por un lado, es menor que la atribuida al estado de naturaleza, y que, por otro, además resulta cotidianamente inapreciable para los súbditos. |
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A este respecto, de hecho, es interesante hacer una lectura de los tratados políticos de Hobbes buscando los puntos en los que aparece o bien el término «nación» (nation o gens) o bien la referencia a naciones concretas, tanto antiguas (especialmente Roma y Grecia, pero también Persia y Egipto) como modernas (Inglaterra, Italia, España, Holanda, Francia y Alemania, pero también Turquía, China, Japón e India), pues son, más allá de las múltiples referencias al pueblo hebreo en el marco de las reflexiones de Hobbes sobre la historia sagrada y el reino profético, los puntos del texto en los que se hace explícito que Hobbes reconoce que el hecho jurídico-político contiene una historicidad que el método geométrico puede y necesita abstraer pero que es en última instancia insoslayable. Son menciones cuya frecuencia se incrementa de forma drástica en Leviathan, pero ya presentes de forma muy significativa tanto en Elements of Law como De Cive. |
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Esta cuestión, que se intuye en las tres exposiciones sistemáticas de la filosofía civil pero no tiene un desarrollo completo, aparece explícitamente expuesta en A Dialogue Between a Philosopher and a Student… (cf. Hobbes, 2005: 138; León Pérez, 2022b). |
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Con arreglo a las características del género historiográfico en el momento de su publicación, Behemoth es lo que en la se llama un «epítome» (cf. Seaward, 2010: 50-51), es decir, un resumen manejable de una obra historiográfica más amplia, normalmente una crónica. En este caso, y especialmente para los diálogos tercero y cuarto de la obra, Hobbes lo que hace es resumir A Brief Chronicle of the Late Intestine War (1663) del historiador realista James Heath, y apoyarse, para la narración contenida en el segundo diálogo, en An Exact Collection of all Remonstrances… publicada por Edward Husband en 1643 (cf. ibid: 17-18). Hobbes se refiere a esos dos capítulos como «epítome» en la Epístola dedicatoria (cf. Hobbes, 2010: 1v), y por boca de otras personas el término se extiende al conjunto de la obra (cf. Seaward, 2010: 50-51), si bien las versiones que circularon públicamente en vida de Hobbes presentaban el término «historia» en el título. Este hecho fue recibido con disgusto por Hobbes, quien jamás pensó en Behemoth como una obra genuinamente historiográfica (cf. ibid: 53). Los epítomes de crónicas de la Guerra Civil eran muy frecuentes, y el público lector mostraba un enorme interés por este tipo de obras, de modo que cabe suponer que un epítome sobre la Guerra Civil escrito por Thomas Hobbes podía tener un gran éxito comercial (cf. ibid: 52-53). Este posible motivo económico no es incompatible con la pertinencia teórica de la obra dentro del «sistema de ideas» hobbesiano: la idea de escribir un «epítome» sugerida por el editor pudo incentivar a Hobbes para escribir una obra que no es solamente un resumen de una crónica sino un texto de muchísimo más calado. En todo caso, está claro que Behemoth no es exactamente un epítome, sino otra cosa. A mi juicio, Behemoth constituye lo que desde una mirada contemporánea consideraríamos una obra de análisis político, es decir, un ensayo en el que una serie de recursos teóricos son puestos al servicio de la interpretación de una coyuntura histórica determinada, de modo que el discurso historiográfico es la «materia prima» a partir de la cual se produce un texto que ya no constituye una obra historiográfica, puesto que no cumple los requisitos metodológicos necesarios, y tampoco es una obra netamente teórica. Por eso, no resulta difícil emparentar Behemoth con lo que Francis Bacon había llamado «historia mixta» o «rumiada» (cf. ibid: 56; Dubos, 2014: 51, 59-63), de la cual son ejemplos arquetípicos los Discorsi (1517) o la Historia de Florencia (1520-25) de Maquiavelo. Siguiendo ese razonamiento, me atrevería a sugerir que, del mismo modo que las «historias mixtas» de Maquiavelo son un claro antecedente de Behemoth (cf. Dubos, 2014: 44, 70, 93-95, 96, 317-318), esta obra de Hobbes presenta ciertas particularidades que la conectan con el que a mi juicio es el siguiente hito en la genealogía del moderno análisis político, que son ciertos escritos «históricos» de Marx, y pienso fundamentalmente en El 18 de Brumario de Louis Bonaparte (1851-52), muchos de sus artículos para el New York Daily Tribune (1852-1861) y La Guerra Civil en Francia (1871). |
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El pasaje que trata explícitamente la creación de las universidades por el Emperador siguiendo la recomendación del Papa forma parte de aquellos suprimidos por Hobbes entre la versión manuscrita de Behemoth enviada al Secretario de Estado Lord Arlington (cf. Seaward, 2010: 1-15, 92-97), en la que aparecen tachados, y la finalmente publicada por Crooke. La cuestión del origen de las universidades es mencionada en la edición inglesa de Leviathan (cf. Hobbes, 2012: XXX 180, XLVI 370) y tratada con mayor prolijidad en la edición latina (Hobbes, 2012: XLVI 318-319). |
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Para formarse una idea completa de la historia hobbesiana del poder eclesiástico como institución distinta de la persona soberana pero subordinada a esta es esencial considerar el contenido de la tercera parte de Leviathan y el Apéndice de la edición latina. |
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En A Dialogue Between a Philosopher and a Student… (cf. Hobbes, 2005: 41-68) Hobbes también bosquejará el origen histórico específico de diferentes tribunales ingleses. En toda esta exposición, y de modo análogo a lo que ocurre en el caso de la Iglesia, la Universidad o el Parlamento, el propósito último de Hobbes es mostrar, con arreglo a los argumentos históricos elaborados por los propios juristas ingleses, que estos tribunales, por más diversos que sean en origen y características, son instituciones subordinadas que carecen de autoridad propia. |
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La estrategia hobbesiana de fundamentar la soberanía absoluta en un pacto entre los súbditos, de definir el poder soberano como una relación de coimplicación entre protección y obediencia (cf. Hobbes, 2012: R&C 395-396), es que cualquier duda, por mínima que sea, sobre la efectividad de la protección se traduce en una duda de igual grado sobre la obligación de obedecer, y que cualquier duda, por mínima que sea, sobre el deber de obediencia también tiene un efecto directo, de la misma magnitud, sobre la capacidad real de protección. Dada esta premisa, el análisis científico de las cualidades y condiciones de la soberanía absoluta, en la medida en que señale riesgos, incertidumbres, ambigüedades y límites, está en realidad poniendo de manifiesto su vulnerabilidad constitutiva, aunque sea con el propósito de corregirla (cf. León Pérez, 2022b). |
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Esta cesura, y el lugar paradójico en el que sitúa a Dios como causa primera, se observa por ejemplo: (1) en la dialéctica entre naturaleza (como artificio divino) y artificio (como creación humana) (cf. Hobbes, 2012: Int 1; Hobbes, 1839a: I.6); (2) en las observaciones de Hobbes sobre el origen al mismo tiempo sobrenatural y natural del lenguaje humano (Hobbes, 2012: IV 12; 1839b X.2); (3) en su planteamiento acerca de cómo el desarrollo de la ciencia supone la superación histórica de la posibilidad del milagro (Hobbes, 2012: XXXII 198, XXXVII 233-234); o (4) en la ambigüedad de su reconstrucción histórica del acceso a la palabra de Dios a través de la revelación y del proceso por el que se define la Escritura como texto canónico (cf. Hobbes, 2012: XXXIII 199-206; Dubos, 2014: 259-273; Malcolm, 2002a). |
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Esto permite clarificar otra importante metáfora teológica hobbesiana, que es la de tratar la soberanía como «alma» del Estado (cf. Hobbes, 2004: VI.19; 2012: Int 1, XXI 114, XXIX 171-172, 174). Es una metáfora en principio extraña, porque para Hobbes tanto la reflexión racional como la Escritura conducen a identificar el alma con la vitalidad del cuerpo (cf. Hobbes, 2012: XXXVIII 240-241, XLIV 339-340, XLVI 371-374), y no como una sustancia diferente del cuerpo, incorpórea e inmortal. Ese manifiesto rechazo del dualismo metafísico hace la metáfora en principio ininteligible. El resultado del análisis aquí expuesto es que el «alma» del Estado es necesariamente idéntica a la persona soberana. |
[25] |
A mi juicio, Hobbes hace explícita en diferentes ocasiones la inadecuación del lenguaje arbitrario humano al objeto sobrenatural; inadecuación que constituye otra evidencia de la cesura insalvable entre causa primera y causas segundas. Un ejemplo claro de esa inadecuación lo proporciona el concepto de cuerpo, definido por Hobbes como «todo lo que, no dependiendo de nuestro pensamiento, coincide o tiene la misma extensión que una parte del espacio» (Hobbes, 1839a: VIII.1). Como ente o sustancia, pues, Dios ha de tener cuerpo, pero esta definición de cuerpo, a su vez, es incompatible con el hecho de que Dios sea infinito y por tanto inconcebible (cf. Hobbes, 2012: XXXI 190-191; 1839a: VII.12, XXVI.1). Desde el punto de vista del espacio como forma imaginaria (cf. Hobbes, 1839a: VII.2), Dios no puede ser un cuerpo, y por tanto una parte de ese espacio, y al mismo tiempo infinito, porque el infinito no es imaginable. Desde el punto de vista complementario del «lugar» (locus) como porción del espacio imaginario que coincide con la extensión de un cuerpo (cf. ibid: VIII.4-6), Dios ni tiene un lugar (porque ello pone de nuevo en riesgo su infinitud) ni es coextensivo con el mundo (porque sería una postura panteísta). Se podría pensar que, al negar el vacío, Dios podría ser el cuerpo sutil que colme los intersticios entre los cuerpos, pero ese cuerpo, finito pero sutil y que lo colma todo, es el éter, no Dios. Solo si el cuerpo divino, a diferencia de los cuerpos naturales, pudiese efectivamente ser coextensivo al resto de los cuerpos y al mismo tiempo corporalmente distinto, quebrando con ello el principio de que dos cuerpos no pueden ocupar a la vez el mismo lugar (cf. ibid: VIII.8), podría ser al mismo tiempo infinito y perfectamente diferenciado de todos los cuerpos creados; esta es una tesis que Hobbes no se atreve a afirmar ni descartar abiertamente, alegando que sería fútil tratar de aventurar cualquier detalle sobre la sustancia divina o su modo de operar porque se trata de cuestiones que escapan a la comprensión humana (cf. Hobbes, 1840a: 296, 310; Weber, 2009: 88-89, 92-93). En conclusión, por tanto, el término «cuerpo», definido con arreglo al orden de las causas segundas, es insuficiente para dar cuenta de la causa primera, y la revelación no proporciona ninguna alternativa ni complemento más allá de conducir a una postura atrapada entre la indeterminación y la paradoja (cf. Goldsmith, 1966: 250-251; Shapin y Schaffer, 2011: 204; Weber, 2009: 79-103). |
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