Pedro Carlos González Cuevas ocupa un lugar señero entre los especialistas en la historia del pensamiento político desde la exitosa publicación en el año 2000 de su Historia de las derechas españolas. Desde la Ilustración a nuestros días (Madrid, Biblioteca Nueva, 2000). Veintitrés años más tarde ha dado a la imprenta un título muy parecido, pero como puede comprobar el lector muy incrementado en su paginación y renovado en su contenido. El texto de la nueva obra es mucho más extenso en razón del tiempo abarcado (llega al año 2022), pero sobre todo por las nuevas facetas que aborda, tales como el feminismo conservador o el ambiente cultural y literario propio de las derechas en cada momento histórico, con una amplísima y profunda referencia a sus —más de medio millar— intelectuales orgánicos. La obra actual plantea en su primera parte un conjunto de consideraciones de carácter general sobre tres temas principales: a) la metodología historiográfica; b) los rasgos distintivos de la derecha española en la Edad contemporánea, y c) la situación crítica de España en la actualidad.
Comenzando por esto último, a juicio del autor los primeros años del siglo xxi han estado marcados en España por una triple crisis, que afecta a la economía (crac financiero del 2008), a la convivencia política (giro radical del PSOE) y a la propia nacionalidad española, debilitada institucionalmente (título VIII de la Constitución, autonomías) y negada en la práctica como concepto asumible por una parte significativa de la sociedad, más allá de los nacionalistas periféricos.
González Cuevas dedica algunas páginas iniciales a una breve discusión sobre la metodología del historiador. Resalta en primer lugar la perspectiva histórica, el espíritu de su tiempo, que inevitablemente se introduce en la mente del historiador produciendo un determinado sesgo en su visión del mundo. Pero el autor no adopta la posición de aquellos historiadores escépticos y relativistas que deconstruyen la historia reduciéndola a mero relato. Para él siempre será posible comprobar positivamente los hechos y elaborar, siguiendo a Schumpeter, una «historia razonada basada en la interacción de ideas, sociedad, política y economía». Cree, además, que en cualquier caso siempre se podrá alcanzar un mínimo de objetividad y consenso epistemológico a partir del deseo sincero de descubrir la verdad, basándose tanto en la verificación de los hechos como en la libre y razonada discusión de distintas hipótesis interpretativas.
Para él son reprobables aquellos intelectuales cuyo fin es seguir pasivamente la corriente mayoritaria o, peor aún, ponerse al servicio de una ideología de partido. El caso más sangrante sería el de los «guardianes de la Historia», aquellos que, bajo el manto de etiquetas moralistas y bien sonantes tales como «democracia» o «antifascismo», pretenden utilizar el poder del Estado para establecer por la vía punitiva una historia oficial burdamente ideologizada, como es el caso de la llamada «Ley de la memoria democrática» (37).
El autor, sobre los pasos de George L. Mosse, recomienda a los historiadores un acercamiento medianamente «empático» a los temas tratados. Ciertamente, una dosis adecuada de comprensión hacia los actores políticos parece indispensable para entender sus finalidades y el significado de sus acciones, pero tal metodología conlleva algunos riesgos. En efecto, un exceso de empatía puede llegar a bloquear la imprescindible crítica. En el límite, el método comprensivo podría incluso desembocar en la apología de lo que se trata de describir e interpretar.
El tercer y último capítulo introductorio de la primera parte se dedica a definir la ideología conservadora. Allí encuentro una afirmación que me parece discutible, o quizá necesitada de algunas precisiones: «Nuestra identidad es siempre social y solo es comprensible dentro de un entramado sociocultural en permanente evolución» (64). Esta frase puede sonar aceptable como una constatación sociológica, pero me parece bastante discutible si se llegara a tomar como modelo político. A mi juicio, un liberalismo consecuente, respetuoso con los derechos del individuo, debería enfatizar la identidad de cada persona y sus derechos. Las «identidades colectivas» suelen ser abusivamente interpretadas y se prestan al adoctrinamiento, como han puesto de manifiesto hasta la saciedad los nacionalismos de toda laya, incluidos nuestros nacionalismos periféricos.
El autor describe convincentemente los grandes rasgos distintivos del conservadurismo español y lo hace en términos generales tales como la aversión al cambio o la precaución de alternar la tradición de lo permanente con algunas reformas siempre parciales, evitando los riesgos de una ingeniera social invasiva y totalitaria (Burke y Jovellanos como reformistas tímidos, pero también la epistemología de Popper basada en una racionalidad no dogmática). En las páginas finales de esta sección se describen los rasgos más específicos y duraderos de la derecha en España, entre los cuales destaca el catolicismo político, condimento indispensable del conservadurismo hispano hasta las vísperas del concilio Vaticano II. El catolicismo político ha militado de varias maneras a favor del Antiguo Régimen, unas veces bajo la forma del legitimismo carlista, mientras que otras se ha introducido en los entresijos del liberalismo conservador (Balmes, Viluma). El catolicismo integrista ha obtenido privilegios estatales otorgados por el propio Estado liberal mediante la firma de «concordatos», prolongando así artificialmente su ya considerable influencia social. Todo ello habría impedido el desarrollo de un catolicismo liberal o de una democracia cristiana similares a los que conocemos en otros países europeos. Por otra parte, apenas ha existido en España una derecha cultural secularizada equiparable a las de otros países de nuestro entorno. La única excepción reseñable sería el islote elitista de Ortega, objeto permanente de los anatemas del nacionalcatolicismo.
De la segunda parte en adelante el autor va desgranando la descripción concreta de las actuaciones de la derecha en las distintas épocas o ciclos de la historia de nuestro país. Las principales etapas de este recorrido serían las siguientes: a) el ciclo durante el cual se desarrollan los distintos liberalismos y su correspondiente resistencia tradicionalista (1789-1876); b) la Restauración canovista en su periodo más estable; c) la larga crisis de la Monarquía liberal (1899-1931); d) la Segunda República y la Guerra Civil (1931-1039); e) el franquismo; f) la Transición, y g) lo que va del siglo xxi.
La lectura de estos capítulos permite comprobar su variada y riquísima textura, el complejo entramado de distintos factores que componen su urdimbre. En cada uno de ellos se nos presentan por un lado los factores ideales, es decir, las grandes fuentes ideológicas que han inspirado la acción política y su amplio respaldo cultural, en el cual está comprendido un extenso repertorio de figuras individuales, sea como artistas (Becquer) o como ideólogos y ensayistas (Ortega, Marañón). Pero González Cuevas en manera alguna descuida los aspectos prácticos que definen y condicionan la acción política, tales como la economía, las instituciones del Estado y su estructura legal y constitucional básica, los partidos con sus programas de acción, y sus apoyos sociales. También se describe la dialéctica entre izquierda y derecha, el éxito o fracaso de ambas agendas y, finalmente, el efecto transformador o conservador que todo ello ha ido teniendo sobre España.
Por supuesto, es difícil sintetizar en el breve espacio de una crítica como esta la rica historia de más de dos siglos, analizada en profundidad por su autor. En consecuencia, me limitaré a trazar algunas pinceladas forzosamente impresionistas para describir lo esencial de su contenido. González Cuevas resalta la frecuente ausencia de consensos políticos en nuestra historia. Durante el reinado de Isabel II faltó un consenso de gobierno entre la izquierda liberal-progresista y la derecha liberal-conservadora, lo que tuvo graves consecuencias para la estabilidad de aquel régimen, oscilando permanentemente entre la intriga palaciega y la intervención pretoriana (cada partido tenía sus generales). Esta irregularidad en los métodos de acceso al poder, además de militarizar la vida política, fue causa de inestabilidad institucional, repentinos vacíos de poder y una sucesión de golpes militares y conatos revolucionarios. Durante largos períodos de nuestro siglo xix, en suma, la falta de amplios consensos entre partidos fuertes y no demasiado disímiles produjo periódicamente desorden social y violencias callejeras, pero no revoluciones plenamente consumadas.
La Restauración canovista de 1876, basada en un consenso pactado de progresistas y conservadores, dio lugar a un largo período de paz y estabilidad política, a la vez que parecía neutralizar al elemento militar. Pero esta situación comenzó a deteriorarse desde el 98 por varias razones, que el autor describe: la primera fue la incapacidad del sistema para evolucionar hacia un liberalismo democrático (un problema general en la Europa de entonces). La segunda causa fue la incapacidad para forjar un nuevo consenso político ampliado, capaz de incorporar dentro del sistema al reformismo democrático. La crisis de 1917 evidenció esta incapacidad para el consenso y para la reforma con un país divido entre una multiplicidad de agentes e intereses divergentes: los decadentes e inefectivos partidos del turno dinástico; el rey, apegado a sus prerrogativas constitucionales anacrónicas; un sector de la burguesía que demandaba una reforma constitucional; la amenaza de revolución proletaria… y, finalmente, un intervencionismo militar organizado, y cada vez más ideologizado, orientado hacia objetivos antiliberales. A todo esto hay que añadir un sistema constitucional anacrónico, que desgastaba el prestigio del rey al otorgarle una excesiva participación en la formación de los gobiernos y en la jefatura militar. La posterior dictadura primorriverista de 1923, bajo una generalizada opinión favorable en los primeros años, no hizo sino postergar y eludir temporalmente la búsqueda de verdaderas soluciones a la grave e irresuelta problemática de aquel tiempo. A juicio de la mayoría de los historiadores actuales, viendo las cosas retrospectivamente, España hubiera debido conjugar tres objetivos tan necesarios como difíciles en aquella época: a) desarrollo económico, muy difícil en una agricultura sin agua y una industria sin carbón; b) reformas demoliberales bajo la amenaza proclamada de una revolución bolchevique, y c) mantenimiento de una estabilidad institucional y un orden legal capaces de garantizar el imperio de la ley. Incapaz de afrontar con éxito tales desafíos, no es de extrañar que España pasase en muy poco tiempo de la crisis monárquica a la inestabilidad republicana.
La Segunda República, producto de otro vacío de poder, fue interpretada por sus fundadores como un coto cerrado para la izquierda, la cual, por lo demás, se presentaba profundamente dividida entre republicanos liberales (Alcalá Zamora), republicanos izquierdistas (Azaña), socialistas reformistas (Prieto), socialistas revolucionarios (Largo Caballero) y anarquistas (CNT y FAI). Queda claro que desde el principio la República no fue pensada por sus partidarios para la búsqueda y fortalecimiento del consenso nacional, sino para la exclusión de cualquier derecha, independientemente de los apoyos electorales obtenidos por las fuerzas políticas conservadoras.
El autor introduce para esta época (años treinta) una serie de distinciones útiles acerca de la derecha y sus muy diferentes versiones. Tendríamos en primer lugar la derecha liberal conservadora o derecha republicana (Lerroux o el presidente católico Alcalá Zamora), más o menos resistente al cambio, pero respetuosa con el gobierno representativo y el pluralismo político. En segundo lugar, y completamente al margen de la República, estaba lo que el autor (siguiendo a Stanley Payne que en su Historia del fascismo trazó un útil cuadro clasificatorio válido para toda Europa) denomina la «derecha radical», aquellos que a partir de un nacionalismo extremo buscaban la dictadura. Esta derecha radical, incompatible con la democracia, estaba formada en España por los monárquicos alfonsinos (Calvo Sotelo) y por el viejo tradicionalismo carlista.
En último término hay que considerar a la derecha fascista, tal como ha existido realmente en la historia. La derecha fascista asumía el nacionalismo y el autoritarismo de la derecha radical, pero añadiéndole dos rasgos distintivos y definitorios de todo fascismo: a) una cultura laica y ampliamente secularizada, incluso una indisimulada hostilidad a la institución eclesiástica (evidente en los casos de Mussolini o Hitler); b) un populismo socializante, tanto sincero como retórico, orientado a la movilización de las masas descontentas con el sistema. Estas distinciones académicas y conceptuales resultan esenciales, pues, si no se analizan las distintas derechas por su contenido ideológico, se incurre en un zafio panfascismo, más propio de la burda propaganda que de la disciplina histórica.
Por su parte, el numerosísimo sector católico fue la base para fundar un gran partido de masas, la CEDA, constantemente atenazada entre la lealtad y el recelo ante el nuevo régimen, sin llegar nunca a constituir ni una verdadera «democracia cristiana» ni tampoco un «partido radical autoritario» al uso, razón por la cual —a pesar de su golpismo de última hora— los sublevados no quisieron admitir en su seno a Gil Robles (para los golpistas, Gil Robles no era «ni carne ni pescado»)
En cuanto al modelo fascista arriba descrito hay que reconocer que obtuvo en España magros resultados numéricos desde el punto de vista de sus apoyos electorales y sociales, y estuvo sometido a muchas vacilaciones doctrinales, dada la gran influencia de la Iglesia y la exigüidad del conservadurismo secular. El autor lo explica perfectamente al analizar la obra de Ramiro Ledesma Ramos, prácticamente el único fascista español doctrinalmente comparable con otros ejemplos foráneos. El propio Ledesma en su obra ¿Fascismo en España— reconoce las grandes limitaciones existentes para su expansión ideológica en un país donde, salvo la figura intelectual de José Ortega y Gasset, no existía una derecha culturalmente laica. En suma, el fascismo español murió asfixiado por el nacionalcatolicismo, que era su más poderoso rival en la extrema derecha. Solo la protección del general Franco, que lo elevó a la condición de partido oficial del régimen, le dio por la vía burocática un poder artificialmente sobrevenido.
La dictadura de Franco (1936-1975) excluyó coercitivamente no solo a la mitad de los españoles, sino a cualquier versión liberal de la derecha, produciendo un consenso forzoso entre lo que se dio en denominar las «familias del régimen». Media España fue sangrientamente reprimida y la otra media se acogió cómodamente al paraguas dictatorial. Tras veinte años de miseria y autarquía económica, el Gobierno tomó las medidas liberalizadoras necesarias para un crecimiento acelerado, dando así origen, sin haberlo querido, a una amplia clase media que sería la base esencial para el ulterior cambio de régimen.
La Transición de 1976-1978 pareció fundar un nuevo consenso sobre las bases de la reconciliación nacional y la democracia. Por fortuna, este consenso abrumadoramente mayoritario incluía a muchos partidarios del régimen extinto. Pero la idea de reconciliación tuvo sus excepciones ya desde el período constituyente. Los nacionalistas periféricos no aceptaron para nada esta nueva fraternidad; a diferencia de los partidos de ámbito nacional, los nacionalistas catalanes y vascos se regodearon más bien en sus pasados agravios, victimizándose con el fin evidente de cobrar réditos y obtener ventajas en el futuro. Este designio quejumbroso y vindicativo se vio facilitado por un intenso sentido de culpa en los demás actores políticos, sobre todo por parte de las derechas. Sorprendentemente, casi toda la izquierda, de manera incongruente con sus ideales igualitarios, comenzó a exteriorizar sus simpatías por determinadas «identidades colectivas». Estas complejas circunstancias tendieron a favorecer singularmente a los nacionalismos catalán y vasco, socialmente coercitivos y excluyentes desde el punto de vista «identitario», esto es, claramente hostiles al pluralismo político liberal en sus respectivos territorios. Los nacionalismos periféricos se vieron favorecidos, además, por la confusión constitucional del título VIII, y por la subsiguiente atribución de las competencias en materia educativa a las comunidades autónomas, una herramienta de indoctrinación que fue aprovechada a fondo por los nacionalistas para producir una aculturación masiva a su favor que, entre otras cosas, ha logrado minimizar la presencia de la lengua española en el ámbito escolar hasta límites impensables en el contexto de las políticas lingüísticas y educativas de nuestros vecinos de la Unión Europea.
Por otra parte, las izquierdas y sus intelectuales empezaron a dar nuestras de su reluctancia a la idea de «nación española», considerada injustamente como una herencia del nacionalcatolicismo, sin darse cuenta de la anomalía democrática que implica sostener la legitimidad de un Gobierno prescindiendo de la comunidad nacional que le sirve de base. A ello se unió un sentimiento de superioridad moral frente a las derechas, supuestamente contaminadas por el franquismo y por la consabida «inhumanidad capitalista». Conviene notar que, pese a que los Gobiernos socialistas de los años ochenta prestaron mucha atención a la «modernización económica» y los ministros de Economía fueron figuras estelares, el capitalismo como tal estuvo y sigue estando asociado, a efectos propagandísticos, a sus principales contravalores.
Los primeros años del siglo xxi, marcados en España por el terrorismo islamista (2004) y por la profunda y duradera crisis económica (2008), conocieron un grave empeoramiento de las relaciones entre izquierda y derecha. El PSOE, bajo el impulso de Rodríguez Zapatero, adoptó un programa caracterizado por las reivindicaciones identitarias, por la evocación revanchista de la Segunda República y por una así llamada «ley de la memoria democrática» que muchos consideran atentatoria contra el pluralismo político y contra la libertad de expresión.
Por su parte, sostiene González Cuevas, el PP de Rajoy, pretendiendo limitarse a la gestión económica, ofreció un perfil político muy bajo, eludió el combate cultural con la izquierda e, incluso, renunció a la autocaracterización ideológica de su propio partido. Según el autor, es un tópico infundado hablar de «polarización política» entre los dos principales partidos de España desde los años iniciales del nuevo siglo, dado que de la observación atenta del comportamiento de ambos partidos durante ese período se infiere que no se trata de una polarización simétrica y un sectarismo recíproco. Lo que se habría producido en realidad es la radicalización socialista bajo la égida personalista de Rodríguez Zapatero y, frente a ello, la inhibición de los populares, que en muchas ocasiones rehuyeron cualquier choque ideológico.
La verdadera polarización entre la extrema izquierda (Podemos) y la extrema derecha (Vox) se hizo evidente en toda su virulencia a partir del 2014. No obstante, González Cuevas señala algunas importantes diferencias entre ambos radicalismos. Podemos se presenta a sí mismo como un partido neocomunista difícilmente compatible con una democracia liberal, y sus fuentes doctrinales son rigurosa y explícitamente antiliberales. En cuanto al partido Vox, sus textos fundacionales atestiguan que no tiene sus raíces doctrinales en la nostalgia franquista. Su surgimiento parece obedecer más bien a una reacción ante lo que sus fundadores describieron como la pasividad política y la inhibición ideológica del PP. El análisis ideológico de Vox permite constatar que su ideario ha oscilado entre el conservadurismo liberal (expresamente profesado por algunos de sus miembros) y un nacionalismo español identitario y tradicionalista que se apoya en una visión sesgada y simplificada de algunos tópicos históricos (Covadonga, Don Pelayo, etc.). Sabemos que con posterioridad al año 2022 sus miembros más liberales han abandonado el partido, y este ha experimentado un nuevo giro hacia la derecha radicalizada. De cualquier manera, hasta el momento Vox no ha formulado un programa contrario al pluralismo de partidos ni a la democracia liberal, programa que sí se manifiesta reiteradamente en muchos textos y declaraciones verbales de Podemos.
En mi opinión, con esta renovada versión de su historia de la derecha, Pedro Carlos González Cuevas ha producido una obra de enorme ambición intelectual, cuyo contenido real trasciende ampliamente su título. Yo diría que estamos ante una historia integral de la España contemporánea enfocada desde el prisma de la evolución histórica de las distintas familias del conservadurismo político.