Andan la historiografía y el mercado editorial de celebración. Sobran los motivos. Uno de ellos tiene que ver con la reciente publicación del Diccionario simbólico del republicanismo histórico español (siglos xix-xx), coordinado por Marie-Angèle Orobon, Lara Campos Pérez, Sergio Sánchez Collantes y Alicia Mira Abad. El título, desde luego, no puede ser más acertado, como acertados son igualmente el fondo y la forma. Deudora en buena medida de grandes referentes de la historiografía francesa (Mona Ozouf, François Furet, Pierre Nora…), esta obra colectiva, si bien centrada exclusivamente en la simbología política del republicanismo español, viene a proseguir la labor pionera que en las últimas décadas han ido haciendo, entre otros, Juan Francisco Fuentes y José Carlos Rueda Laffond, con la dirección del Diccionario de símbolos políticos y sociales del siglo xx español (2021) —antecedente inmediato del que aquí se reseña—, en el que participaron las propias Orobon y Campos Pérez. Con este trabajo, sin duda la granadina editorial Comares ha pretendido dar un salto de calidad importante al lanzar una edición harto cuidada, con sumo gusto por el detalle, como se aprecia ya en su sobria y elegante portada.
Otro acierto tiene que ver con la amplia nómina de colaboradores, seleccionados de entre lo más granado, en lo que a republicanismo y simbología política se refiere, de la historiografía española. Un total de veintiséis miembros (incluyendo los cuatro directores, que son quienes soportan la mayor parte del trabajo) son los encargados de elaborar las más de ochenta voces que componen el Diccionario, las cuales, planteadas como pequeños ensayos, no pretenden ni mucho menos agotar el tema, sino abrir horizontes y servir de guía. Así se advierte honestamente en la «Presentación», donde se reconocen tanto las limitaciones del formato «diccionario» —la inclusión y exclusión de entradas, principalmente— como, asimismo, su principal virtud: «A través de un formato abarcable, el Diccionario se propone sistematizar una amplia lista de grandes referentes del republicanismo español» (pp. 1-2). No están, pues, todas las que son, pero sí son todas las que están. Y es que ochenta y una voces son una muestra más que significativa de la simbología y la mitología políticas de lo que se ha denominado, con muy buen criterio, «el republicanismo histórico español», dividido en mil y una familias —mal avenidas, generalmente—, lo que permite preguntarse, como se hace en la «Introducción», si «existe un solo lenguaje simbólico republicano» (p. 9).
Afirmaba Karl Marx en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte que los revolucionarios de 1789 —que no pecaron de adanismo, sino que acudieron a la historia, cuando no al mito, para legitimar la ruptura democrática y el futuro patrio— hicieron su particular revolución ataviados a la romana. Por la escenografía y la parafernalia simbólica que presidió sus rituales cívicos y, en algunos casos, militares, algo así también podría decirse de la proclamación de la Segunda República española el 14 de abril de 1931, que tuvo mucho de revolución liberal o antiabsolutista tardía: que se realizó con indumentaria a la francesa. Ese parece ser, como se intuye, el leitmotiv de esta obra, dividida de forma más o menos equitativa en tres grandes bloques temáticos: 1) «Principios y valores del republicanismo», 2) «Panteón republicano» y 3) «Símbolos».
El primero está dedicado a «los conceptos estructurantes» (p. 11) sobre los que las diferentes culturas republicanas, surgidas y consolidadas mediado el xix, cimentaron su singular forma de hacer política. Llaman la atención los muchos préstamos conceptuales de la Revolución francesa (precedida de un siglo de Ilustración), estrechamente asociados con la modernidad, como Progreso, Razón o la célebre tríada, aquí tratada por separado: Libertad, Igualdad y Fraternidad, término ambiguo este último, más cultural que político, de poco predicamento en España, razón por la que fue sustituido, en no pocas ocasiones, por los de Ley o Justicia, más ajustados a la realidad liberal y republicana. También Pueblo —el sujeto colectivo portador de la soberanía que habría de ser, definitivamente, incorporado a un proyecto de Estado-nación liberal en la Segunda República— o Revolución, que los republicanos fueron paulatinamente puliendo para acabar consumando la incruenta revolución del 14 de abril, que Rafael Cruz ha definido como «elegante». Otra transferencia, esta vez de la Revolución estadounidense, la vemos en Federación, concepto que caló hondamente en algunos sectores republicanos (el piymargalliano, primordialmente), pero del que los republicanos de 1931, tras el estrepitoso fracaso de la Primera República, no quisieron ni oír hablar; de ahí la fórmula política que crearon ex novo: «Estado integral», una suerte de tercera vía entre centralismo y federalismo.
Deudas al margen, otros conceptos como Constitución tienen que ver con el propio devenir del liberalismo y el republicanismo. No en vano, cabe recordar que para los liberales la Constitución fue siempre un texto cuasi sagrado, por cuya apuesta hubieron muchas veces de pagar peaje, ya con la cárcel o el exilio, ya con la muerte. O como Historia y Nación, por ese cariz historicista que el republicanismo heredó del liberalismo. Para los republicanos españoles, España y la República eran una misma cosa y dos a la vez, motivo por el que interpretaron el 14 de abril como la vuelta de la nación a su cauce, del que, durante siglos, había sido desviada por varias dinastías extranjeras. Tiene, en fin, el Diccionario múltiples ventajas, máxime en este apartado. Y una de ellas es permitir, al tiempo que se sigue una voz, colegir su contraria. Así ocurre, por ejemplo, con Anticlericalismo, a través de la cual se puede estudiar el Clericalismo, auténtica bête noire del republicanismo.
El segundo bloque es un inventario de personalidades civiles y militares, bien republicanas, bien republicanizadas. Entre las primeras destacan —no podía ser de otra manera— los cuatro presidentes de la Primera República (Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar), a los que se suman otros prohombres del republicanismo decimonónico. También los adalides, ya a comienzos del xx, del republicanismo más populista y callejero: Blasco Ibáñez y Lerroux, que, desde fecha muy temprana, educaron a sus huestes en los símbolos republicanos, evitando en Valencia y Barcelona el desconcierto simbólico que el 14 de abril se produjo en algunas ciudades como Madrid. Y, por supuesto, Azaña, auténtica encarnación de la Segunda República. Entre los militares sobresale Riego, con cuyo exitoso pronunciamiento a favor de la Constitución de 1812 se inauguraba el Trienio Liberal: ajusticiado en 1823 por el absolutismo fernandino, no solo fue objeto —aun en vida— de deificación (es célebre el paseo de su retrato), sino que, en su honor, también en vida, se creó un himno que hizo fortuna entre liberales y, en menor medida, republicanos, pues, venido a menos, llegó a la Segunda República absolutamente demodé, incapacitado para resignificarse como himno republicano, razón por la que sería oficioso, nunca oficial. Similar trayectoria seguirían, más de cien años después, los capitanes Galán y García Hernández, que engrosaron el martirologio liberal y republicano tras su ejecución por los sucesos de Jaca de diciembre de 1930, último intento de instaurar la República en España por la fuerza.
Lo más logrado de esta sección quizá sea, por un lado, la inclusión de figuras de importación, como George Washington —padre fundador de la patria estadounidense— o León Gambetta, uno de los próceres de la Tercera República francesa, que devino modelo para los republicanos españoles. Por otro, la de referentes femeninos, que van desde una heroína de la causa liberal, como Agustina de Aragón, hasta eminentes figuras del librepensamiento, como Rosario de Acuña o Belén Sárraga, pasando, huelga decirlo, por Mariana Pineda, ejecutada en 1831 por habérsele incautado una bandera a medio bordar, que incorporaba el color morado, cierto, pero que no era, en modo alguno, la tricolor republicana, enseña que no existía entonces. Completan este «panteón republicano» (pp. 11-12) los Comuneros, cuyo mito fue ya muy significativo durante la guerra antinapoleónica, alcanzó su cénit en el Trienio Liberal y terminó de consagrarse en 1860 con el famoso lienzo de Antonio Gisbert. A ellos va asociado el color morado, destinado a incorporarse a la bandera oficial de la Segunda República, no a la de la Primera, pese a «la republicanización del pasado», ha escrito Juan Francisco Fuentes, que algunos pretenden hoy al repintar de morado la historia. Entre los personajes republicanizados, la ausencia más sonada tal vez sea la de Pablo Iglesias, «santo laico», padre de la familia socialista y garante —pese a sus reticencias a llegar a acuerdos con los partidos republicanos, por considerarlos burgueses— de las conjunciones de 1909 y 1917: muerto en 1925, su retrato salió a las calles de España durante la proclamación de la Segunda República, que le rindió un sentido tributo.
La última parte está destinada a «los símbolos propiamente dichos» (pp. 12-13): animales, lugares, fechas, banderas, himnos…, los cuales, lejos de crearse, la mayoría de las veces, ex nihilo, son fruto de una decantación histórica en la que han intervenido imbricaciones e hibridaciones, lo que nos introduce en el terreno de «la invención o elección de la tradición», fenómeno estudiado, entre otros, por Eric Hobsbawm o Javier Fernández Sebastián. Destacan, como fechas fijadas en el calendario republicano, el 11 de febrero (de 1873), inicio de la primera experiencia republicana y motivo siempre de celebración —mediante mítines, banquetes y homenajes— para los republicanos españoles, y el 14 de abril (de 1931), advenimiento de la Segunda República y culminación, según los esquemas mentales del republicanismo, de la idea de Estado nación liberal surgido a comienzos del xix. Sorprende el 1 de Mayo, que los republicanos tomaron prestada de otra cultura política, la socialista, sobre todo tras el 14 de abril y en mayor medida que otros símbolos obreristas, como la bandera roja —que también tiene su propia entrada— o La internacional; al tiempo, los socialistas, históricamente con poco apego a símbolos republicanos como La marsellesa o la alegoría de la República, hicieron suyas, mal que bien, la bandera tricolor y la forma de gobierno republicanas. No sorprende, sin embargo, el 14 de julio (de 1789), arranque de la Revolución francesa —otra voz de este bloque— y acta fundacional de la contemporaneidad, que los republicanos de 1931 eligieron, no por casualidad, para la inauguración de las Cortes Constituyentes.
Hubo más símbolos de ascendencia francesa que se incorporaron al acervo simbólico del republicanismo español. El más importante, La marsellesa, el himno por excelencia de los republicanos, de enorme fuerza movilizadora, que vino, en el Sexenio Democrático, a desbancar al Himno de Riego —que cuenta con voz propia— y que no tuvo rival en las calles de España el 14 de abril. También la divisa de la Revolución francesa: «Libertad, Igualdad, Fraternidad», generalmente enmarcada en el triángulo equilátero de confección revolucionaria, masónica y cristiana. Y, evidentemente, el gorro frigio, símbolo que en Francia había sufrido resignificaciones —pues, como la historia, venía de lejos— y que en España halló su trasunto regional y folclórico en la barretina. Símbolo de la liberación de un pueblo, esa será la prenda con la que acabe tocada la matrona que encarnó la Segunda República, muy parecida a la Marianne francesa, aunque de tradición española, porque primero había representado a la monarquía y luego a la nación liberal, no hace falta decir que con los atributos cambiados: con el león —encarnación del pueblo español— casi siempre a sus pies y bandera tricolor en ristre, será, en este caso, el fiel reflejo de la patria republicana. Cierran esta sección símbolos a priori chocantes, pero que no lo son en absoluto, como Jesucristo, por esa impronta redentora y mesiánica que marcó no poco al liberalismo y al republicanismo.
Este Diccionario, en resumen, viene a llenar un importante vacío historiográfico al ofrecer una visión de conjunto de la simbología y la mitología políticas del republicanismo español, no obstante la existencia de inexcusables referencias específicas sobre diversos personajes y sectores republicanos, que debemos a José Álvarez Junco, Santos Juliá, Nigel Townson y un largo etcétera. Además de eso, entre sus muchos méritos se cuentan el de subrayar el valor de la imagen (son incontables las llamadas visuales y 49 figuras conforman el aparato iconográfico anexo), el de remarcar la veta sacralizadora que el republicanismo imprimió a sus símbolos o el de destacar la enorme heterogeneidad política del mismo, pese a la querencia por una relativa homogeneización de sus discursos simbólicos. Igualmente, pone de relieve las incursiones del republicanismo en otras culturas políticas, como la socialista, y las pesquisas que los republicanos realizaron en otros países, como Italia o, sobre todo, Francia. Demuestra, asimismo, la importancia de períodos políticamente cortos, pero muy fecundos a nivel simbólico, como el Trienio Liberal o el Sexenio Democrático: en el primero cristalizó el color morado, que permeó ambas centurias; la prensa ilustrada del segundo, por su parte, hizo circular profusamente el conjunto iconográfico de la matrona y el león, luego convertido en alegoría de la Segunda República. Por último, permite romper el mito, también en este terreno, del Spain is different; cabe señalar, por ejemplo, que, tras numerosas sacudidas, la institucionalización de los símbolos en Francia no se produjo hasta bien entrada la Tercera República, es decir, un siglo después de la Revolución francesa en que nacieron tantos de ellos.
Decía Stefan Zweig en El mundo de ayer que es mucho más fácil reconstruir los hechos de una época que su atmósfera espiritual. A esta última reconstrucción coadyuva este libro, que tiene visos de convertirse en un clásico y viene a sumarse a la «diccionariomanía» que desde hace unas décadas afecta satisfactoriamente a la historiografía española. Contribuye a esclarecer no solo importantes acontecimientos de los siglos xix y xx, sino también el ánimo y la emocionalidad —tan inherentes a la simbología política— que presidieron instantes cumbre, como, entre los más relevantes, el advenimiento de la Segunda República, uno de los lieux de mémoire más trascendentales de la historia contemporánea de España. Un ingente esfuerzo, en definitiva, que historiadores en particular y lectores en general no podemos menos que agradecer.