Desde que en 2013 la editorial Tecnos vertiese a la lengua de Cervantes un escrito póstumo de Benjamin Constant (1767-1830) bajo el rótulo Una Constitución para la República de los Modernos (Fragmentos de una obra abandonada sobre la posibilidad de una Constitución Republicana en un gran país), ha habido un interés renovado por la figura y las doctrinas del amante de Madame de Staël. Mas la curiosidad española por el liberal suizo-francés viene de largo.
En el siglo xix, las teorías de Constant sobre el poder neutro fueron tenidas en cuenta por los sucesivos constituyentes decimonónicos. Asimismo, el constituyente de 1977-1978 también lo estimó. Por lo que, en la praxis constitucional, Benjamin Constant, pasado por el cedazo schmittiano, llega hasta nuestros días.
En el plano teórico, desde la instauración de la democracia hace ya más de cuatro décadas, los autores españoles que emplean a Constant como cantera en la que fundamentar el papel del monarca no han faltado. Entre ellos, lugar destacado ocupa Miguel Herrero de Miñón; pero también pueden mentarse otros, como Pedro de Vega, cuyo artículo sobre «El poder moderador» quizá resulta más actual y sugestivo hoy que cuando se publicó en 2002[1]. Y es que la doctrina de Constant sobre el poder neutro está plenamente vigente por un hecho bien simple: porque es una teoría pensada para momentos de crisis. Y, por ende, España, que ha enlazado sucesivas crisis institucionales desde el crac económico de 2008, es un terreno fértil para que reflorezca el libérrimo pensador francés. La resuelta apuesta de Eloy García, director de Clásicos del Pensamiento de Tecnos, por la traducción de los referidos Fragmentos en 2013, unido a varios artículos que ha publicado sobre el jefe del Estado como poder neutral[2], así lo confirma.
Recientemente, en deuda con Herrero de Miñón y Eloy García, dos libros en los que se analiza la jefatura del Estado como poder neutral y moderador han visto la luz. De un lado, el profesor Tajadura ensaya una teoría de la jefatura del Estado parlamentario en la obra colectiva por él dirigida La jefatura del Estado parlamentario en el siglo xxi[3]. De otro lado, preguntándose si Constant es «plausible en las jefaturas del Estado de nuestras modernas democracias parlamentarias», Cidoncha Martín ha enviado a la imprenta Neutralidad y Jefatura del Estado. Y a esta obra, publicada por la editorial Bosch en 2023, dedicaremos las siguientes páginas. Veremos, pues, si el escritor que proclamó que «nuestra primera facultad distintiva es el pensamiento» y que, «error o verdad, el pensamiento del hombre es su propiedad más sagrada»[4], rige o no en los Estados parlamentarios europeos y, especialmente, en la España actual.
La doctrina de Constant sobre el poder neutro no fue siempre la misma. Cambió en apenas una década. Cuestión que algunos silencian o, directamente, ignoran. No es el caso, empero, de Cidoncha Martín, quien, acertadamente, evidencia que «los Principios no dicen exactamente lo mismo que los Fragmentos en lo que aquí importa, la caracterización del “poder neutro”». Las diferencias entrambas obras son notables.
En 1799, en medio de la más absoluta inestabilidad y con el peligro de la restauración borbónica acechando, Constant empieza a esbozar la necesidad de un poder preservador que evite «los efectos destructores del enfrentamiento entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo»[5]. Poder que no confía entonces a un monarca —como hará década y media después— porque, según el entonces republicano Constant, la monarquía, si existe, debe mantenerse, pero, si no existe, no tiene sentido restablecerla. Tal era el caso de la Francia postrevolucionaria. Ergo, el poder preservador debe ser otro. Y, en los Fragmentos, lo confía a un órgano colegiado barrocamente elegido. Eso sí, sus miembros, una vez nombrados, ostentarán vitaliciamente el cargo, que desempeñarán en exclusiva.
La misión principal del poder neutro es mediar entre el poder que legisla y el que ejecuta para que la concordia entre ambos reine o, en el caso de que se alíen, para frenar sus abusos.
Como debe arbitrar el funcionamiento de los poderes estatales clásicos, obvio es que el poder neutro no puede formar parte de ellos. Ni legisla ni gobierna ni administra ni juzga. Sus competencias son disolver la Asamblea, nombrar y deponer al Gobierno, el derecho de gracia, el derecho de petición de los ciudadanos (es una especie de defensor del pueblo) y la sanción de los cambios constitucionales.
Trasformado en jurista de cámara de Napoleón, Constant cambia o, como poco, matiza la anterior teoría en Principes de politique applys à tous les gouvernements représentatifs (1815). Adalid ahora de la monarquía, Constant reflexiona sobre el poder real como poder neutro. Curiosamente, apenas dedica decena y media de páginas a la teoría por la que pasará a la historia.
El monarca de Constant no gobierna. A diferencia del Ejecutivo encarnado en los ministros, que es un «poder activo» que gobierna, el poder real es un «poder neutral» que arbitra el funcionamiento del resto de poderes. Se trata de «una fuerza» que pone en su lugar a los otros poderes cuando colisionan entre sí. Es un poder al margen de las funciones clásicas de legislar, ejecutar y juzgar. Pues el rey está en condiciones de preservar el orden político solo cuando es desposeído de aquellos quehaceres[6].
Constant concluye que la paulatina reducción de la potestas del monarca ha sido producto de un proceso histórico. No cabe lamentarse por que el rey ya no gobierne puesto que, debido al transcurrir de los siglos, ya no está en condiciones de gobernar. Al monarca postrevolucionario solo le queda orientar, a través de su auctoritas, al Gobierno. Si, por el contrario, el rey, que es inviolable, se dispone a gobernar yendo en contra del tiempo presente, se «destruye entonces toda posibilidad de vida tranquila, toda esperanza de libertad»[7]. De todo esto se infiere que estamos ante una teoría del Estado parlamentaria. El monarca de Constant reina, pero no gobierna, al estar estrictamente al margen del Ejecutivo. El rey nombra al Gobierno, disuelve la Asamblea y veta ciertas normas. Competencias que, según el francés, no suponen gobernar, sino arbitrar el juego de los diferentes poderes evitando sus abusos.
A partir de la síntesis que hemos realizado, puede entenderse que Cidoncha Martín destaque tres cuestiones que Constant ha legado a la posteridad. En primer lugar, la separación entre Ejecutivo y jefatura del Estado. En segundo lugar, el jefe del Estado (monárquico o republicano) como poder neutral que arbitra y modera. Pero, detalla el constitucionalista, el arbitraje no es entre Ejecutivo y Legislativo, sino entre mayoría y minoría en un Estado de partidos. A lo que añadimos: el jefe del Estado parlamentario también debe moderar y arbitrar entre el poder fiscalizador (Poder Judicial y, en su caso, Tribunal Constitucional) y el poder político (partido o colación gobernante mayoritaria), porque, como sentencia Constant, «un Poder Judicial dependiente es la peor de las calamidades»[8]. Y, en tercer lugar, la preferencia del rey sobre el presidente de la república para arbitrar y moderar debido a su carácter vitalicio y no electivo. Mas, precisamos nosotros, esta tercera cuestión solo es predicable de los Principios, no de los Fragmentos.
Tras analizar el pensamiento de Constant y apuntar las diferencias existentes entre los Fragmentos y los Principios, Cidoncha Martín dedica el resto de la obra a comprobar si el poder neutro del liberal galo está presente en las diferentes constituciones contemporáneas.
En el capítulo tercero, el discípulo de Aragón Reyes advierte que, salvo España y Suecia, el resto de las monarquías europeas son formalmente constitucionales pero materialmente parlamentarias. A saber, en Bélgica, Holanda, Dinamarca, etc., rige formalmente una constitución decimonónica que confiere al monarca funciones de gobierno (monarquía constitucional). Sin embargo, en el plano empírico, el rey ha perdido el poder gubernamental que la norma normarum le reconoce al no ejércelo durante décadas. «Se produce así —relata Cidoncha Martín— una disociación entre el texto escrito y la realidad, esta última alimentada por convenciones constitucionales y por la misma praxis. En cualquier caso, esa evolución (plasmada o no en el texto escrito) era inevitable para hacer compatible la monarquía con la democracia». Porque «la monarquía parlamentaria, como tipo histórico del presente, es, pues, un intento de hacer compatible la monarquía (con sus rasgos peculiares: sucesión hereditaria e irresponsabilidad regias) con la democracia, basada en la soberanía popular, en la emanación democrática del derecho y en la responsabilidad de los poderes públicos. Para hacer posible esa compatibilidad, según la doctrina (de la monarquía parlamentaria), al monarca se le priva de poder (de potestas); no es soberano, no legisla, no gobierna y, por supuesto, no juzga».
Con el libro La jefatura del Estado parlamentario en el siglo xxi (coordinado por el profesor Tajadura) bajo el brazo, Cidoncha Martín examina si el poder neutral de Constant está presente en el derecho comparado. Las monarquías parlamentarias de Dinamarca, Noruega, Suecia, Holanda, Bélgica y Reino Unido, las repúblicas parlamentarias de Italia y Alemania y las repúblicas semipresidencialistas de Francia y Portugal colman las páginas del capítulo tercero.
Para lo que se desarrollará ulteriormente, debemos mencionar el análisis sueco, de un lado, y el de los sistemas semipresidenciales, de otro. En cuanto a estos últimos, Cidoncha Martín subraya que no son apropiados para el despliegue de un poder neutral, ya que el presidente disfruta de un papel decisivo en el Ejecutivo, amén de que es un cargo electivo, lo que tampoco contribuye a su neutralidad. Luego, «el clima del semipresidencialismo no es, a priori, el clima ideal para producir jefes del Estado neutrales y moderadores. El clima ideal es [el] del parlamentarismo puro y racionalizado de nuestro tiempo». De Suecia, cuya Constitución data de 1974, Cidoncha Martín resalta que su rey, estando ya «reducido a un rol ceremonial» por el texto constitucional, «se teme que no le queda ni eso». O sea, el monarca sueco no está en condiciones de ser árbitro ni moderador ni, menos aún, guardián del orden constitucional.
Los capítulos cuarto y quinto están consagrados a España.
En el capítulo cuarto se estudia la jefatura del Estado en el derecho histórico español desde la Constitución de Cádiz, que «fue más un mito que una realidad», hasta la republicana de 1931. De esta última, Cidoncha Martín denuncia que la deficiente constitucionalización del presidente contribuyó a la caída del sistema. A saber, si bien la Constitución de 1931 atribuía competencias arbitrales y moderadoras al jefe del Estado (por ejemplo, nombramiento del Gobierno y disolución de la Asamblea), se condicionaba tanto el ejercicio de tales funciones que, al final, quedaban en nada o, lo que es peor, los enemigos de la Segunda República las emplearon para socavar el sistema. Al respecto, el autor recuerda que, aplicando el artículo 81 del Código Político republicano, Alcalá Zamora fue destituido por la mayoría absoluta del Parlamento frentepopulista tras las elecciones de febrero de 1936. Lo que, por cierto, el maestro Pérez Serrano juzgó contrario al espíritu de la Constitución[9].
Consideramos que el quinto y último capítulo de la obra dedicado al jefe del Estado en la Constitución española de 1978 es, junto al consagrado a Constant, el más interesante. En ocasiones contradictorio, empero, no deja indiferente a nadie.
El profesor Tajadura sostiene que «la gran ventaja de la monarquía es que —por su neutralidad política— un monarca está en mejores condiciones que un presidente republicano para ejercer sus funciones, tanto las simbólicas, representativas e integradoras como las propiamente moderadoras o arbitrales. En definitiva, la legitimidad de la Corona en España, además de democrática, es funcional. En ese sentido sigue siendo plenamente válida la construcción de Benjamin Constant sobre la jefatura del Estado como un poder neutral con funciones moderadoras y arbitrales para preservar la Constitución»[10]. Reflexión que Cidoncha Martín parece compartir. Porque como el rey es vitalicio, está separado del Gobierno y es irresponsable, el profesor de la Universidad Autónoma de Madrid piensa que se dan «las condiciones de la doctrina de Constant para que el rey sea un poder neutral, situado por encima de la lucha partidista, que arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones (art. 56.1 CE)».
Cidoncha Martín evoca que dos posiciones sobre el rey constitucionalizado afloraron en el momento constituyente y después de este. Una teoría «restrictiva» y otra «expansiva» emergieron. Eso sí, todos los constituyentes, ya defendieran una u otra doctrina, denostaron el modelo sueco de 1974, que reduce el rey a puro símbolo. Y, a propósito de un posible paralelismo entre Suecia y España, Cidoncha Martín concluye rotundo que la alternativa que «reduce la monarquía parlamentaria a magistratura simbólica y ceremonial, sin significación añadida alguna», es incompatible con la Constitución de 1978. Por consiguiente, el actual monarca español constitucionalizado difiere del sueco; es algo más que ornato.
Los paladines de la teoría restrictiva consideran que el rey es un símbolo y que arbitra y modera el funcionamiento estatal en las competencias expresadas en los artículos 62 y 63 de la Constitución.
Los defensores de la teoría expansiva parten de lo anterior pero añaden que, en situaciones graves que ponen el sistema en jaque, el arbitraje y la moderación del artículo 56.1 van más allá de las competencias establecidas en los artículos 62 y 63. Los partidarios de esta teoría —por ejemplo, Herrero de Miñón o García-Pelayo— argumentan, en palabras de Cidoncha Martín, que «el art. 56.1 contiene una cláusula dotada de eficacia normativa que, además, no se agota en el listado de competencias específicas del art. 62». Por ello, «en situaciones de crisis que no pueda remediar el art. 116 CE, la cláusula general del art. 56.1 habilita al rey para actuar, para poner remedio a la situación. En conclusión: el art. 56.1 CE apodera al rey para ejercer una función de control y garantía del funcionamiento regular de los poderes públicos. El rey no gobierna, no interviene en la política ordinaria más que mediante el consejo, pero sí reina: preserva los equilibrios constitucionales en supuestos excepcionales de funcionamiento irregular o crisis del sistema».
Cidoncha Martín se ubica entre ambas posturas. Él parece abogar por la teoría restrictiva, pero no tiene más remedio que reconocer que la teoría expansiva no es incorrecta, ya que dos intervenciones del monarca, mediante un mensaje regio, fueron decisivas para salvar el sistema político actual. En 1981, el rey Juan Carlos detuvo el 23-F; en 2017, el rey Felipe VI animó a paralizar el golpe de Estado perpetrado desde la Generalidad de Cataluña.
Veamos esta ambivalencia del autor.
Por una parte, Cidoncha Martín considera que «el artículo 56.1 CE es fundamentalmente una disposición definitoria»[11]. Simplemente, describe qué es el rey: que es el jefe del Estado, que es símbolo, que es árbitro y moderador y que representa a España en las relaciones internacionales. Mas, según él, no se trata de funciones regias. El artículo 56.1 no confiere competencia alguna; las funciones se hallan en los artículos 62 y 63. Competencias que, a juicio de Cidoncha Martín, son actos debidos, por lo que el rey no puede dejar de realizarlas, quiéralo o no. Por ejemplo, el rey no puede negarse a firmar una ley. Aunque sea abiertamente inconstitucional (verbigracia, un referéndum de autodeterminación), «el rey debe firmar». El constitucionalista asevera que «conferir al rey potestades bloqueantes con su inactividad es lo contrario de arbitrar, tal como lo entiendo. Un árbitro esta para desbloquear, no para bloquear. Creo también que el arbitraje y/o moderación regios no comprenden el control de constitucionalidad de las decisiones de los poderes públicos. El rey no es el defensor jurídico de la Constitución». En opinión de Cidoncha Martín, el monarca debe firmar porque solo así tendrá a la opinión pública de su parte. Por el contrario, «no firmar, sin duda, pondría en juego la pervivencia misma de la Corona. El rey ‘se la juega’ si no firma».
Por otra parte, Cidoncha Martín acuerda que «el art. 56.1 CE no atribuye “funciones”, esto es, competencias, al rey, pero sí es base jurídica para fundamentar la actuación del rey fuera de sus “funciones” específicas». O sea, como dicen quienes abogan por la tesis expansiva, el rey tiene más competencias que las expresamente tipificadas en los artículos 62 y 63. Solo partiendo de esta premisa las actuaciones del monarca en el 23-F y en octubre de 2017 pueden justificarse. Y es que, constata Cidoncha Martín, los partidarios de la tesis restrictiva «se encuentran ante el problema de justificar la conducta del rey» en esos dos momentos históricos. Y «no pueden hacerlo, al menos prima facie, desde su tesis: el rey no tiene “poder jurídico” y los actos en ejercicio de sus competencias son “actos debidos”». Por lo que, paradójicamente, las intervenciones del monarca en favor del orden constitucional habrían sido inconstitucionales.
Observando que la teoría restrictiva es insuficiente en los casos de grave crisis constitucional, Cidoncha Martín termina aceptando la teoría expansiva y dictaminando que «el rey puede, en circunstancias excepcionales, dar algo menos que una orden, pero algo más que un consejo, para defender la Constitución». «El rey —concluye el autor— no puede ser neutral respecto de la Constitución que ha jurado guardar y hacer guardar. Cuando la Constitución está realmente en peligro, puede intervenir, con las únicas armas que posee, la “auctoritas”, el “derecho” a advertir, animar y a informar (y no solo a ser informado)». Actuaciones todas fundamentadas en el artículo 56.1 de la Constitución. Por ende, ese precepto deudor de la doctrina de Constant es algo más que «una disposición definitoria». Y puede que el artículo 56.1 vaya incluso más allá de la mera autoridad. Tal vez se trate, en palabras de García-Pelayo, de una atribución general que comprende «un fondo último e inconcreto de poder que quizás actúa solamente en caso de gravísima crisis»[12]. El 23-F y octubre de 2017 parecen corroborarlo.
[1] |
De Vega, P. «El poder moderador», Revista de Estudios Políticos, 116, 2002, 7-24. |
[2] |
Además del estudio de contextualización incorporado al final de los Fragmentos, Eloy García es legatario de Constant en: «El rey neutral: la plausibilidad de una lectura democrática del artículo 56.1 de la constitución» (Teoría y Realidad Constitucional, 34, 2014, 295-318); «El rey en la Constitución de 1978: el cometido de la Monarquía en una democracia con pretensión de veracidad» (Revista de Derecho Político, 105, 2019, 19-55), y «Reserva de Constitución y Monarquía» (Teoría y Realidad Constitucional, 52, 2023, pp. 267-302). |
[3] |
Tajadura, J. «Ensayo de una teoría de la jefatura del Estado parlamentario», en La jefatura del Estado parlamentario en el siglo xxi, Athenaica, 2022, pp. 13-88. |
[4] |
Constant, B. Principios de política, Escritos políticos, CEC, Madrid, 1989, pp. 75-76, 179. |
[5] |
Sánchez-Mejía, M. L. «Estudio preliminar: una Constitución para la libertad», en Una Constitución para la República de los Modernos (Fragmentos de una obra abandonada sobre la posibilidad de una Constitución Republicana en un gran país), Tecnos, Madrid, 2013, p. XIX. |
[6] |
Constant, B. Principios de política, op. cit., p. 21. |
[7] |
Ibid., p. 35. |
[8] |
Constant, B. Una Constitución para la República de los Modernos, op. cit., p. 167. |
[9] |
«En las elecciones del Frente Popular (febrero de 1936), merced a las cuales, y a un supuesto triunfo, logrado con amaños y presiones a posteriori, se adueñan del poder los insurgentes, destituyendo inconstitucionalmente al jefe del Estado, y buscando más dócil instrumento para todas las tropelías y crímenes que ensangrientan esos meses de doloroso recuerdo». Pérez Serrano, N. Tratado de derecho político, Civitas, Madrid, 1976, p. 580. |
[10] |
Tajadura, J. «¿Monarquía o república— (sobre «Entre la Segunda y la Tercera República", de Alejandro Nieto, y "Cuarenta años de monarquía en España", de Joan Oliver)», Revista Española de Derecho Constitucional, 129, 2023, p. 368. |
[11] |
El artículo 56.1 de la Constitución dispone: «El rey es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes». |
[12] |
García-Pelayo, M. Inédito sobre la Constitución de 1978, Tecnos, Madrid, 2021, p. 94. |