Populismo jesuita es en apariencia un breve retrato de cuatro de los principales protagonistas de la historia de Latinoamérica del último medio siglo largo: Perón, Fidel, Chávez y Bergoglio, sobre quien Zanatta está escribiendo ahora una biografía. Es un retrato magníficamente escrito, un libro que se puede tomar sin interés, pero cuya prosa directa lo hace legible, aunque sus tesis, pasadas pocas páginas, resulten poco creíbles y hasta repetitivas. Se trata de un buen libro —un libro de tesis—, lo que no implica que se trate de un buen libro de historia. Sobre si es o no un buen libro de historia, reflexionaré en los siguientes párrafos.
En primer lugar, lo más obvio. El libro es un libro de buenos y, sobre todo, es un libro de malos. Los malos son siempre y solo son siempre los personajes retratados. Se trata de una curiosa obra antipopulista, escrita con la más virulenta de las pasiones populistas: la búsqueda del enemigo, la casi completa incapacidad, el completo desinterés por entenderlo. De hecho, el lector está más seguro de por qué los malos son malos —por qué los populistas lo son— que por qué los buenos son buenos —tímidamente, lo son por ser liberales, progresistas, partidarios de comunidades políticas sin fines sustanciales o públicos—.
Aunque lo haya escrito un erudito, un catedrático de la universidad de Bolonia, la afiliación profesional del autor es accidental para comprender el carácter de esta obra. Se trata del libro de un periodista, incluso de un político. Tal y como está escrito, no se enriquece de las experiencias de la erudición, sino de la pasión y la soflama. Más aún, el estilo moralista no puede beneficiarse del conocimiento, pues en eso consiste precisamente el moralismo: en una pasión que no está justificada empíricamente. Se trata de todo caso de un pretexto profesional y aristocrático, tristemente invocado por el autor justo al final de las páginas introductorias: «Puedo equivocarme, desorientar, irritar, pero sé de lo que hablo» (p. 11). Este recuerdo es tan banal como si justo antes de entablar una pelea el combatiente grita para atemorizar al rival: «¡Recuerden que soy un grandioso estudioso de los combates cuerpo a cuerpo!». En cualquier caso, el lector debe agradecer a Zanatta que no esconda su carácter partisano; este no solo es consciente y público, sino que es llevado a sus últimas consecuencias. Si puede haber un libro partisano de historia, este debería estar entre los mejores, al menos por su conciencia y claridad.
Evocaré ahora la descripción que del enemigo populista hace esta obra antipopulista. El enemigo es el populismo, un populismo del que propone un concepto particular, El populismo jesuita que da título al libro. Este concepto de populismo me parece útil, en la medida en que se trata de un concepto histórica y geográficamente centrado. Se trata del principal motivo por el que se lo podrá considerar un buen libro de historia. Este populismo se caracterizaría por una «nostalgia holística», es decir, por su carácter jerárquico, unánime, corporativo, partidario del Estado ético. Se trata de un buen intento de comprender el populismo latinoamericano porque dice mucho más que las típicas definiciones de populismo: los de arriba y los de abajo, los políticos y los no políticos, la casta y el pueblo. Usadas por los políticos y repetidas por los estudiosos, estas definiciones, por su grado de abstracción, se hacen políticamente irrelevantes y confusas en la medida en que identifican a actores políticos como si tuvieran una misma ideología cuando no pasan de tener en común una estrategia electoral, como, por ejemplo, Pablo Iglesias de Podemos y el Trump del Partido Republicano. En este caso, el populismo jesuita hermana a figuras que son hermanables por algo más que un vacuo discurso electoral.
Es necesario hablar de la palabra que adjetiva al populismo, a este concepto central del debate teórico político contemporáneo: jesuita. En este caso, el reclamo comercial no solo es tergiversador, culpa que, como es habitual en Zanatta, no solo es consciente, sino que hasta produce orgullo. Este reconocimiento deja, sin embargo, sin resolver dos problemas. El primero, metódico: todos estos personajes son jesuitas, su populismo lo es también por motivos extraordinariamente accidentales, dependientes de una concepción de la historia como gossip biográfico: el confesor jesuita y antimoderno de Evita —Hernán Benítez—, los largos años de Castro en el internado jesuita de Santiago, el cura jesuita favorable al ascenso de Chávez. Es tan tenue este jesuitismo —y tan equívoca su aplicación— que, fiel a este mismo criterio, podría escribir —lo podría hacer Zanatta— una obra de simétrica elegancia: Antipopulismo jesuita.
Pero el problema de este biografismo no solo es metódico. A diferencia de lo que puede ocurrir en otros libros donde el reclamo comercial que determina la imprecisión del título puede ser indiferente, en este caso no lo es, pues sí existía la posibilidad de buscar adjetivos más precisos, que el de jesuita anula inevitablemente; adjetivos que, de una manera bastante clara, están en los mismos liberales decimonónicos que, de modo muy parecido a Zanatta, criticarán la matriz intelectual de la sociedad recibida de la colonia. Dos son los más obvios. En primer lugar, el de hispánico; se trata de un populismo típicamente hispánico (adjetivo que muchas veces sustituye en el grueso del texto a jesuita, como en el segundo epígrafe del primer capítulo, titulado «La cristiandad hispánica»). En segundo lugar, si consideráramos que existe una impronta religiosa, específicamente reglar, para este populismo, sería mejor el adjetivo dominico en la medida en que lo jerárquico, lo corporativo, el indeleble y profundo paternalismo existente en el catolicismo americano desde mucho antes de que los jesuitas pisaran este continente. Desde que Montesinos pronunciara su famoso sermón de Adviento de 1511, sobre todo desde que las Casas escribiera sus denuncias, las sociedades americanas se empezaron a comprender a través del criterio unanimista y sagrado. Si Bergoglio fuese dominico, quizá el libro se hubiera titulado Populismo dominico. El libro se lee bien, el libro se titula de modo atractivo, pero lamentablemente ninguno de estos dos criterios satisface el de ser un buen libro de historia.
Su titulación equivocada, su perspectiva moralista no hacen a este buen libro un buen libro de historia. Voy a comentar otro motivo por el que sí lo podría haber sido y parcialmente lo logra ser. Mayoritariamente, la historiografía de nuestros días no escribe síntesis. Por conseguir un discurso riguroso, la mayoría de los profesionales de la historia no han tenido problema en renunciar a la relevancia. No sabemos qué significó la minería para la sociedad colonial, pero sí cuál fue la transformación de la rutina laboral del minero indígena en una determinada mina a lo largo de los siglos. ¿Cuál es el problema? Pues que la sociedad, de hecho, exige un conocimiento sintético del pasado. Como no las aportan los historiadores, las síntesis provienen de cualquier persona, de cualquier partido, de cualquier relato —político, cinematográfico—, casi sin oposición de los historiadores. Por supuesto, cuando el historiador hace un libelo sintético, de resumen comprimido de la historia continental —lo que Zanatta sin duda hace y hace bien—, no está haciendo ciencia, pero puede aportar un gramo de conocimiento, de intuición, de inteligencia a un debate público que, sobre lo histórico, como sobre tantas otras cosas, está desquiciado. Incluso si esta labor no pertenece a las exigencias profesionales del historiador contemporáneo, su función intelectual y social será valiosa. Y Populismo jesuita sí cumple esta misión.
Este libro de historia es un libro de filosofía de la historia. Solo en apariencia es un libro de retratos. Los personajes —estos cuatro podrían haber sido por lo menos otros cientos— son solo la manifestación de algo más profundo, en algún sentido perdurable. Creo que Zanatta acierta al mostrar que es una particular visión del catolicismo de lo político la que ha perdurado en las sociedades latinoamericanas, incluso por agentes que no se reconocen evidentemente como jesuitas ni quizá tampoco como católicos. Después de muchos riesgos innecesarios, creo que hace lo correcto en tomar este riesgo genérico y, más aún, creo que da en la clave de las sociedades hispánicas de los últimos cinco siglos: la capacidad de que sus discursos se aferraran a una concepción sustancial de lo político, una cierta incapacidad de que los discursos teóricos sobre lo político aceptaran el carácter medial, neutro, privado, individual, no deontológico de lo político. Zanatta tiene razón en recordar que, gracias al catolicismo hispánico, que típicamente se desarrolla en América, lo político queda determinado como sagrado. Si algo puede hacer de Populismo jesuita un buen libro de historia, se trata de este acierto doble cierto: la necesidad de la síntesis y la corrección de su propuesta unitaria.
Se trata de un acierto que, de nuevo, se encuentra rodeado de imperfecciones. La primera de ellas es la de su incapacidad para expandir la síntesis. Porque, sin duda, en la cultura hispanoamericana la idea de una comunidad formal, sin fines políticos últimos, fue rara. ¿Pero realmente fue tan rara que no se dio en otros lugares? Parecería que el nacionalismo —como doctrina muy habitual y hegemónica de los países occidentales— es paternalista y jerárquico, también ve la política como un lugar de fines últimos y sustanciales. La síntesis aparece inconscientemente como típicamente latinoamericana, cuando parece tratarse de una confrontación típicamente moderna, entre una idea medial y una idea final de lo político, la incapacidad de lo político de entenderse de manera puramente laica, de una típica rebelión sustancialista contra el formalismo liberal. De esta manera, lo latinoamericano en el libro se podría conectar con tantas experiencias europeas de comprensión de lo político y no realizar de lo latinoamericano una cómoda y aislada mina de la que el historiador saca hipótesis.
El segundo desacierto, y quizá el más preocupante para un historiador profesional de Latinoamérica, es el de entenderse de modo desconectado y aislado, cuando la idea que propone como síntesis es perfectamente tradicional en la reflexión historiográfica del Continente. El carácter inmodificable de una cultura de tipo telúrico, popular, de inspiración netamente católica y sacra, fue un tópico crítico en las síntesis históricas hechas por los liberales en el siglo xix. Siempre de modo plañidero, se lee en Sarmiento, en Bilbao, se encuentra hasta en Bolívar. Los grandes proyectos del liberalismo no eran detenidos por un enemigo frontal, partidarios del Antiguo Régimen —en Latinoamérica, no hubo carlistas como en España ni miguelistas como en Portugal—, sino por un pueblo, unitario, perpetuamente católico, que no quería hacer de la religión algo que no fuera político, unánime, identitario.
¿Cuál es el problema de no contextualizar, aparte de la injusticia erudita, de mostrar como nuevo una vieja intuición tradicional? El problema es que la tesis profunda de su libro queda desaprovechada. El populismo jesuita no es un problema de los últimos sesenta años: es el problema por definición de las repúblicas latinoamericanas, al menos cuando quieren ser liberales y cuando no logran serlo. Así que más allá que la constatación de un viejo problema, este libro no aporta una sola explicación sobre el fracaso recurrente del liberalismo en Latinoamérica, la recurrente aparición de figuras mesiánicas y sustanciales, precisamente para resolver problemas que, al menos estas figuras, piensan que han sido creados por el liberalismo. Zanatta no las explica ni como reacciones al fracaso del liberalismo (esta sería mi hipótesis), ni de ninguna otra manera. Esta última carencia es la que impide que, independientemente de otros errores, de otras exageraciones y monotonías de estilo, lo podamos considerar un gran libro de historia.